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En pocas palabras, tenía que ser sencillo y absolutamente comprensible (había incluso una pauta
que fijaba el porcentaje de vocabulario desconocido que se podía tolerar), tenía que estar dirigido
claramente a cierta edad y responder a los intereses rigurosamente establecidos para ella. No
podía incluir la crueldad ni la muerte ni la sensualidad ni la historia, porque pertenecían al mundo
de los adultos y no a la dorada infancia; eran bestias del otro lado del corral y había que tenerlas a
raya. Era común que esa literatura llamara a su pretendido interlocutor, el niño ideal, amiguito:
una manera de ganarse su confianza y, a la vez, mantenerlo en su lugar.