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Con el tiempo se elaboraron reglas muy claras acerca de cómo tenía que ser un cuento para niños.

En pocas palabras, tenía que ser sencillo y absolutamente comprensible (había incluso una pauta
que fijaba el porcentaje de vocabulario desconocido que se podía tolerar), tenía que estar dirigido
claramente a cierta edad y responder a los intereses rigurosamente establecidos para ella. No
podía incluir la crueldad ni la muerte ni la sensualidad ni la historia, porque pertenecían al mundo
de los adultos y no a la dorada infancia; eran bestias del otro lado del corral y había que tenerlas a
raya. Era común que esa literatura llamara a su pretendido interlocutor, el niño ideal, amiguito:
una manera de ganarse su confianza y, a la vez, mantenerlo en su lugar.

Montes, Graciela. El corral de la infancia, México.: FCE, 1998


Crecieron como hongos cuentos de “niños como tú” colocados en situaciones
cotidianas, semejantes en todo lo visible a las del lector –cuentos disfrazados de
realista–, en los que sin embargo, por arte de birlibirloque, la realidad era despojada de
un plumazo de todo lo denso, matizado, tenso, dramático, contradictorio, absurdo,
doloroso: de todo lo que podía hacer brotar dudas y cuestionamientos. Así, despojada,
lijada, recortada y cubierta por una mano de pintura brillante era ofrecida como la
realidad, y el cuento, como cuento realista. Los pedagogos, contentos, porque el
cuento informaba acerca del entorno, “educaba” (fin último de todo lo que rodeaba a
lo infantil) y no se desmadraba por esos oscuros e imprevisibles corredores de la
fantasía.

Montes, Graciela. El corral de la infancia, México.: FCE, 1998


Incluso en las familias en que los padres nunca han prohibido la lectura, hay
niños que leen bajo las sábanas, con la linterna en la mano, en contra del
mundo entero. Hay una dimensión de transgresión en la lectura. Si hay tantos
lectores que leen por la noche, si leer es con frecuencia un acto de la
oscuridad, no es solamente porque haya en ello un sentimiento de culpa: de
esta manera se crea un espacio para la intimidad, un jardín protegido de las
miradas. Se lee sobre los márgenes, las riberas de la vida, en los linderos del
mundo. Tal vez no hay que desear que se haga totalmente la luz en ese jardín.
Dejemos a la lectura, como al amor, conservar su parte de oscuridad.

Petit, M., Nuevos acercamientos a los jóvenes y la lectura,


Buenos aires, FCE, 2008

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