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Economía: Una introducción heterodoxa
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Economía: Una introducción heterodoxa

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En un momento en que tanto en Chile como en América Latina los gobiernos progresistas viven un ciclo de reflujo, y en que consiguientemente el neoliberalismo ha fortalecido sus posiciones a nivel político y económico, este manual crítico de economía contribuye significativamente al debate sobre dos temas emergentes en nuestra región: las limitaciones de la teoría económica neoclásica, más allá de sus exacerbaciones neoliberales, y una actualización de las tesis más clásicas del desarrollo, ofreciendo líneas de una alternativa postneoliberal y a la izquierda de la tercera vía.
LanguageEspañol
PublisherLOM Ediciones
Release dateApr 1, 2018
ISBN9789560010544
Economía: Una introducción heterodoxa

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    Economía - Gonzalo D. Martner Fanta

    Solow

    Introducción

    Es hoy una idea heterodoxa la afirmación de sentido común según la cual la economía es el estudio de la esfera de la vida social en la que se producen bienes y servicios que son intercambiados y consumidos para satisfacer necesidades humanas, en el contexto de ecosistemas y de estructuras sociales, institucionales y tecnológicas que reproducen la acumulación y distribución de los recursos de producción y de los ingresos entre los grupos de miembros de la sociedad. La teoría económica más difundida en la actualidad, la que proviene de la escuela llamada neoclásica, es por el contrario una construcción axiomática –basada en proposiciones abstractas– que se concibe a sí misma como ciencia de la asignación óptima de recursos escasos y que atribuye a los seres humanos conductas ahistóricas maximizadoras de su interés propio, con exclusión de las dimensiones de cooperación y reciprocidad presentes en las conductas individuales y en la sociedad.

    Al iniciarse el siglo XIX, el historiador escocés Thomas Carlyle escribió irónicamente que el estudio de la economía (que como veremos se denominó primero economía política y, más tarde, economía a secas) «no es una ciencia alegre […], es apagada […] y particularmente abyecta y deprimente. Podríamos calificarla, como distinción, de ciencia lúgubre»¹. Por entonces, varios de los autores que fundaron la economía política como disciplina no podían prever el impacto del progreso técnico y del desarrollo industrial sobre la producción de alimentos y la renta de la tierra. El clérigo Robert Malthus había enunciado la idea pesimista de la trampa económica que llevaría su nombre, según la cual «el poder de la población es indefinidamente mayor que el poder en la tierra de producir subsistencia para los hombres»², mientras otro de los autores clásicos más rigurosos, David Ricardo, había planteado la tesis según la cual los propietarios de la tierra, al crecer la población y dada la escasez de tierras fértiles, se apropiarían de una proporción creciente de la producción y del ingreso, desestabilizando la sociedad³.

    Las actuales versiones convencionales de esta disciplina la hacen todavía en buena medida merecedora de la denominación de «ciencia lúgubre», pero en otros sentidos. Su dominio específico, a partir del cual saca conclusiones normativas sobre cómo debiera organizarse universalmente la actividad de producción y consumo, se remite a la afirmación de que todo lo verdaderamente importante es necesariamente escaso y tiene un «costo de oportunidad» (es decir de uso alternativo) con precios que son índices de escasez. Se concentra en el análisis de las condiciones de equilibrio de la oferta y demanda de bienes y servicios y de factores de producción (transformando el trabajo y el capital en factores técnicos de la producción en vez de una relación social), así como la determinación de sus precios de intercambio, tanto a nivel de mercados parciales como agregados. Postula que los «agentes económicos», reducidos a productores y consumidores, se guían por incentivos vinculados a esos precios (a mayor precio, menor demanda; a menor precio, mayor demanda). Su paradigma es el de la «competencia perfecta» en mercados con múltiples oferentes y demandantes, sin soportes legales ni asimetrías de poder e información y en los cuales cada uno de los participantes recibe una retribución acorde con su productividad. Su interacción descentralizada conduciría espontáneamente al equilibrio y a la asignación óptima de los recursos disponibles, salvo en el caso de ciertos bienes particulares que no tienen rivalidad en su consumo y son de naturaleza colectiva.

    Su prescripción en materia de política económica es que todo lo que interfiere sobre el libre funcionamiento de los mercados y reduce el incentivo a ahorrar y producir es una intervención que distorsiona la asignación óptima de recursos asegurada por el libre funcionamiento de los mercados, aunque quienes promuevan tales intervenciones tengan las mejores intenciones, con la posible y limitada excepción de la provisión estatal de bienes públicos como las funciones soberanas del Estado y algunas infraestructuras, la regulación de monopolios y de las externalidades positivas y negativas que resultan de los intercambios bilaterales mutuamente satisfactorios.

    Se suele interpretar en el enfoque convencional neoclásico –que desde fines de los años setenta del siglo XX hasta la gran crisis de 2008-2009 avanzó considerablemente en el espacio público global– que toda intervención sobre los mercados es más bien una búsqueda de influencia ilegítima de grupos de interés particular, los que procuran obtener para sí recursos a costa del bienestar del resto de los participantes en la sociedad. Las intervenciones estatales deberían, en consecuencia, ser reducidas al máximo y, en caso de producirse, ser minimizadas en los más breves plazos. Este enfoque reclama para sí un estatus de ciencia positiva de análisis de las conductas humanas en condiciones de escasez y de optimalidad en la asignación de los recursos similar a la física en el análisis de los fenómenos de la naturaleza.

    El texto que ponemos en manos del lector sostiene, en cambio, que ese enfoque y sus prescripciones no resuelven sino agravan el carácter cíclico de la actividad económica de mercado, someten a la mayoría de la población a condiciones de inequidad en la distribución de activos y de ingresos y a la permanente inseguridad económica, a la vez que favorecen una creciente inestabilidad climática y la depredación de los ecosistemas y de la biodiversidad en el planeta. Sostiene, además, que la fe en la estabilidad de los mercados y la mano invisible en la asignación descentralizada de recursos de los economistas liberales no es pertinente a la vista de la observación de los hechos económicos y propone un enfoque histórico para esa observación en el contexto de estructuras de funcionamiento de la economía con continuidades y rupturas, moldeadas por instituciones y culturas históricamente constituidas.

    Se considera aquí que es indispensable hacer explícitas las opciones normativas que subyacen en el análisis económico, pues no hay tal cosa como la completa «objetividad» en esta disciplina, en la que la dimensión descriptiva y la prescriptiva están inevitablemente entrelazadas. Estas opciones normativas incluyen la propia definición del objeto de estudio de la teoría económica, es decir, el de la conducta maximizadora de agentes ahistóricos en situaciones de escasez o bien el de la reproducción de las condiciones materiales de satisfacción de necesidades humanas. El enfoque histórico-estructural que aquí se adopta sitúa la evolución contemporánea de la esfera económica en interacción con las esferas política, social y ambiental, en donde la primera influye y es influida en y por el poder político, la organización social del trabajo, la acumulación de capital y la destrucción de los ecosistemas, los que sin embargo alimentan tanto las capacidades de producción como la vida humana. Sostiene, por tanto, que la teoría económica no puede sino ser parte de las ciencias sociales y debe interactuar con las ciencias de la tierra.

    Dado que no se postula el pleno empleo de los recursos, como en el modelo neoclásico de base con competencia perfecta y precios que reflejan la escasez relativa, resulta secundario el tema de la optimalidad de su asignación en condiciones de escasez frente al de su grado de utilización y sus potencialidades de expansión. En palabras de Marc Lavoie, «lo usual es que la economía se encuentre en el interior de la frontera de las posibilidades de producción, y esta misma frontera puede ser desplazada. No siempre es necesario hacer elecciones dolorosas»⁴. Es lo que el gran economista de inicios del siglo XX John Maynard Keynes llamó el «equilibrio de subempleo» como el caso más frecuente en las economías de mercado, postulando «la necesidad de controles centrales para producir un ajuste entre la propensión a consumir y la inducción a invertir», es decir, aumentar la demanda efectiva sin la cual los empresarios no aumentan su stock de capital⁵.

    En este texto se afirma, además, que la competencia perfecta, si llega ocasionalmente a producirse en determinados mercados en los que interactúan y realizan transacciones múltiples oferentes y demandantes de bienes y servicios, suele ser transitoria y es rápidamente reemplazada por la formación de oligopolios o monopolios. Los precios dependen de la oferta y la demanda, pero también de los efectos de sus cambios en los ingresos reales de los participantes, en las relaciones de poder entre ellos y de los usos y costumbres moldeados por instituciones. Los mercados no se autoregulan sino que deben ser intervenidos sistemáticamente para fines de eficiencia y equidad, y en especial la esfera financiera, las relaciones del trabajo y las externalidades negativas sobre el medio ambiente, a pesar de que el Estado sea con frecuencia ineficiente y burocrático, y por tanto deba estar sujeto a la vigilancia de la sociedad civil, de los ciudadanos y de la opinión informada a través de formas democráticas de gobierno y de formas abiertas y participativas de funcionamiento de la sociedad.

    La discusión económica actual está directamente vinculada a lo que debe o no hacer el gobierno en una diversidad de políticas públicas, que se extiende desde la innovación en la producción y el consumo hasta las consecuencias en el clima de las actividades humanas, incluyendo los variados dilemas envueltos en su diseño y puesta en práctica: ¿debe el gobierno sólo asegurar y estabilizar el funcionamiento de la macroeconomía y de los mercados de bienes y de factores de producción?; ¿debe el gobierno además proveer o producir lo que el mercado no produce?; ¿debe el gobierno garantizar determinados grados de equidad en el acceso a bienes y servicios, limitando la esfera de operación del mercado?; ¿debe el gobierno evitar o mitigar los males provocados por la producción privada de bienes, en qué grado y con qué mecanismos?; ¿debe el gobierno estimular que una parte de la economía funcione al margen del mercado con fines sociales no mercantiles? Es por ello que John Maynard Keynes tenía razón al afirmar que «los hombres prácticos, que creen que están exentos de cualquier influencia intelectual, son usualmente esclavos de algún difunto economista»⁶. Y es por ello que las ideas económicas son tan importantes para la evolución de las sociedades contemporáneas.

    En los debates actuales sobre economía, el cuestionamiento de las políticas recomendadas por el enfoque convencional se ha ampliado a partir de la gran crisis de 2008-2009. Es conocida la pregunta de la reina de Inglaterra en 2008, preguntando sobre la crisis: «¿Y nadie la vio venir?». Con frecuencia los economistas convencionales, que han acumulado saberes parciales valiosos, realizan sin embargo previsiones equivocadas, lo que fue especial y estrepitosamente el caso frente a la gran depresión de 1929 y la gran recesión de 2008, poniendo al desnudo la fragilidad de su pretensión científica en la interpretación de la dinámica económica y en el diseño de políticas económicas. Robert Sidelsky cita al premio Nobel (en realidad «Premio del Banco de Suecia en Ciencias Económicas en memoria de Alfred Nobel») Paul Samuelson, que antes de la crisis de 1974 escribió con gran confianza en la regulación coyuntural fiscal y monetaria: «el espectro de la repetición de la depresión de 1930 ha sido reducido a una probabilidad marginal». A la inversa, su confianza en la autoregulación de los mercados llevó al también Nobel Robert Lucas a afirmar en 2003: «la macroeconomía en su sentido original ha tenido éxito: su problema central de la depresión ha sido resuelto, para todos los fines prácticos»⁷. Estas afirmaciones perentorias suenan en la actualidad como especialmente vacías y nos llevan a una proposición fundamental: ninguna teoría económica basada en el enunciado de leyes determinísticas ha sido capaz de producir predicciones confiables. En este sentido, más vale, siguiendo a Paul Davidson, estar aproximadamente en lo cierto que equivocado con precisión, como suele ocurrirle a las previsiones emanadas de los economistas neoclásicos⁸.

    La crisis de 2008-2009 fue la mayor en setenta años, en parte provocada por la derogación en 1999 en Estados Unidos de la ley Glass-Steagall, que había sido aprobada en 1933 para evitar crisis como la de la Gran Depresión separando la banca comercial de la de inversión. De esa crisis la economía internacional salió sólo al terminar la Segunda Guerra Mundial. De los efectos de la Gran Recesión –en especial el lento crecimiento de las economías de altos ingresos– nadie sabe a ciencia cierta cuándo se saldrá. Los potenciales peligros de colapso en 2008 llevaron a la generalización de planes de estímulo en magnitudes nunca antes vistas en el mundo capitalista, y volvieron a poner a las políticas fiscales y monetarias en el centro del debate público justamente cuando el avance de la nueva ortodoxia económica había alcanzado su máxima expansión en el mundo de la enseñanza universitaria y en los centros de pensamiento más influyentes.

    La humanidad entró en una nueva fase que lleva progresivamente al abandono de la idea utópica de la auto-regulación de las economías de mercado y su consecuencia: la estrategia de desregulación generalizada. Aunque los nostálgicos del liberalismo suelen ser persistentes en sus dogmas de fe, aunque las oligarquías económicas que resisten las regulaciones orientadas al interés general son más poderosas que nunca antes en la historia, y aunque muchos departamentos de economía permanecen en estado sicológico de negación de la evidencia, al menos se va delineando un esbozo de nuevo consenso académico: el estudio de la economía debe considerar con mayor énfasis las estructuras productivas y financieras, el rol de las instituciones, la dinámica de los intereses de los grupos y clases sociales y los límites ecosistémicos al crecimiento, mientras debe enseñarse a los estudiantes con la modestia que es propia del espíritu científico.

    En este sentido cobra validez la observación de Paul Krugman: «en economía hay tres tipos de escritos: en griego, el de sube y baja y el de aeropuerto». Para este premio Nobel, «el escrito en griego –de manera formal, teórica, matemática– es como se comunican los profesores» y es eficiente para expresar visiones profundas, aunque advierte que «la economía tiene su buena parte de escritores mercenarios y falsos, que utilizan un lenguaje complicado para ocultar la vulgaridad de sus ideas» y que para el que no tenga una formación de licenciado en economía «incluso el mejor escrito en griego es completamente impenetrable». La «economía del sube y baja», sigue Krugman, es la de tipo anecdótico que se encuentra en muchas páginas económicas de los diarios o en la televisión, y comenta que «es una lástima que la mayoría de la gente piense que la economía del sube y baja es lo que hacen los economistas», dado lo aburrida e insustancial que resulta. Por su parte, «la economía de aeropuerto es el lenguaje de los best-sellers sobre economía», la mayoría de los cuales predice alguna catástrofe próxima o bien se adscribe al optimismo tecnológico, la que es «siempre divertida, raramente bien informada y nunca seria»⁹.

    Lo importante es que vuelve a relevarse en el análisis económico una evidencia de cruciales consecuencias: acumular capital sobre la base de tomar riesgos con recursos propios o de otros canalizados por los circuitos financieros es la esencia del capitalismo y nada determina a priori que su trayectoria «normal» sea de equilibrio o que la vuelta a los equilibrios por choques exógenos sea automática, pues el valor de un activo financiero depende de la evaluación de un flujo de ingresos futuros de gran variabilidad. Se vuelve a constatar en todas partes que la economía de mercado no tiende al equilibrio, sino que a repetir crisis de adaptación. El capitalismo y las crisis financieras recurrentes (bursátiles, cambiarias, bancarias) van de la mano y, como inevitable consecuencia, también las intervenciones públicas para intentar prevenirlas y morigerarlas, intervenciones cada vez más complejas y necesariamente globales frente a la creciente interdependencia de las economías nacionales. Los próximos años seguirán siendo de expansiones breves, de recesiones periódicas y de estancamiento en las economías más prósperas y en muchas economías periféricas, con nuevos avances y reestructuraciones en los países emergentes.

    Pero tampoco estamos en presencia de la «gran crisis final» del capitalismo, si atendemos a su histórica capacidad de recuperación…hasta la siguiente crisis. El capitalismo ha entrado en efecto en crisis muchas veces, como predijo Marx, pero ha sido capaz de recuperarse y de tener épocas de oro de incremento continuo de la productividad que permitieron equilibrar hasta cierto punto el proceso de acumulación y concentración del capital, contrariamente a la idea del autor de «El Capital» de la inviabilidad final del capitalismo por la caída tendencial de la tasa de ganancia, conducente a que «los expropiadores serán expropiados». A partir del último tercio del siglo XIX, aunque se mantuvieron amplios grados de desigualdad, los salarios reales tendieron a aumentar y se produjo un incremento generalizado del poder de compra en el contexto del inicio de la segunda fase de la revolución industrial, alrededor de la electricidad y de los motores de combustión interna, así como una mejor articulación de las condiciones de la producción y del consumo.

    El capitalismo ha demostrado una gran capacidad de adaptación, incluso a las regulaciones públicas, muchas de las cuales mejoran su funcionamiento y otras lo encuadran en función del interés general. La capacidad de adaptación permite la obtención de utilidades del capital en un ciclo indefinido de industrias de punta que constituyen cuasimonopolios temporales –en parte apoyados por los sistemas estatales de patentes– y la rentabilización de activos financieros en un juego sistemático de ganadores y perdedores. Pero al mismo tiempo la acumulación de capital sigue, especialmente desde fines del siglo XX, vinculada a una tendencia a la «divergencia» en la distribución de ingresos. Una reciente y completa documentación de la concentración de capital e ingresos ha sido realizado por Thomas Piketty en su célebre El Capital del Siglo XXI¹⁰. Esta tendencia se expresa con mayor o menor intensidad según la capacidad de cada sociedad para enfrentarla y tiene como motor el mayor crecimiento de largo plazo de los ingresos del capital que los que genera la economía en su conjunto.

    Adicionalmente, la consolidación de un consenso científico respecto al impacto de la actividad humana en el clima ha obligado a plantear un necesario compromiso global, aún no logrado, para poner límites a las emisiones de gases con efecto invernadero y, por tanto, a poner en cuestión la supuesta auto-organización económica óptima que proveerían los mercados. La superación de este «mal público global» (impacta a todos y nadie puede ponerle fin por su cuenta) requiere, al revés, de mayores regulaciones nacionales y del esbozo de mecanismos de gobierno mundial, del mismo modo que lo requieren la desestabilizadora movilidad financiera a escala global, así como las migraciones crecientes. Y requiere reinventar la regulación micro y macroeconómica en unas economías nacionales cada vez más interdependientes, pero sujetas inevitablemente a una transición a nuevas energías renovables basadas en fuentes locales, a la provisión de nuevos servicios basados en el compartir y en la supresión de intermediarios a través de plataformas en línea que amplían la parte del producto no deslocalizable internacionalmente, junto a nuevas modalidades de producción de bienes signadas por la economía de la información y con bajo costo marginal, procesos de cambio que amplían el espacio de la gratuidad y de la economía de reciprocidad.

    La coordinación global y nacional de la economía ya no podrá hacerse sin cambios en el modo en que las sociedades se relacionan con la esfera económica, salvo que se resignen a la concentración extrema del ingreso y a las catástrofes climáticas que se avecinan si la temperatura aumenta más de dos grados centígrados por efecto de la emisión de gases con efecto invernadero. Tienden a debilitarse en el siglo XXI las condiciones que permitieron en los siglos XIX y XX (y en el caso de buena parte de Asia, en los últimos 35 años) a cientos de millones de seres humanos, gracias al crecimiento económico y al progreso de la ciencia y la tecnología, acceder a una seguridad y una calidad de vida que desde la antigüedad, en palabras de Thomas Coutrot, «habían siempre estado reservados a una ínfima minoría beneficiaria de la servidumbre de la mayoría»¹¹ y conducido a que los niños más desheredados del África subsahariana tienen hoy más posibilidades de sobrevida que un joven inglés en 1918¹². La teoría económica, como análisis de la actividad humana en la esfera material de satisfacción de necesidades, no puede permanecer presa de abstracciones cómodas. Y no porque el razonamiento axiomático e hipotético-deductivo no sea útil en economía –y en general en las ciencias sociales– sino porque, cuando es mal utilizado para construir supuestas verdades no sujetas a refutación y transformadas en dogmas, termina siendo el fundamento apologético de sociedades desiguales y que generalizan las relaciones de mercado al conjunto de la vida social, bajo el supuesto de la maximización del interés individual como único fundamento concebible de la acción humana. Por el contrario, la teoría económica debe ponerse al servicio del análisis de las estructuras de funcionamiento de la economía y en especial de la dinámica concentradora del capitalismo contemporáneo y sus consecuencias para la eficiencia y la equidad en la asignación de recursos, así como al de los múltiples efectos de las matrices actuales de producción y de consumo sobre los ecosistemas, con el objeto de contribuir a la búsqueda de fundamentos racionales de las decisiones colectivas que aumenten el bienestar en la sociedad a escala local, nacional y global.

    Un primer capítulo de este texto aborda el estatuto de la economía como disciplina de las ciencias sociales y humanas desde una perspectiva crítica de los axiomas de la escuela neoclásica y propone una definición que releva las estructuras institucionales, sociales, históricas y ambientales en las que desenvuelven los procesos de producción. El segundo y tercer capítulo describen los rasgos básicos de las economías contemporáneas y enfatizan dos aspectos: la estructura de la economía global y los roles contemporáneos de los gobiernos. El cuarto capítulo aborda la temática de la concentración de los mercados, de la apropiación de las rentas en la actividad económica y de las externalidades en las transacciones de mercado y sus implicaciones para las políticas públicas, especialmente en materia de innovación y de lucha contra el cambio climático. El quinto capítulo se ocupa de los bienes públicos que no pueden ser provistos por los mercados y de las asimetrías de información y su impacto en los sistemas de aseguramiento de los riesgos, con especial referencia a las pensiones y a los seguros de salud en el contexto del envejecimiento de la población. El sexto capítulo trata de los orígenes de la desigualdad en las economías actuales y de las políticas de redistribución de ingresos. El séptimo capítulo concluye con un análisis de los orígenes y proyecciones de la gran recesión de 2008-2009 y de las inestabilidades y amenazas económicas que se ciernen sobre la mayoría de la población en el mundo actual.


    1 En Chartism, 1833, y en Occasional Discourse on the Negro Question, 1849, traducido por el autor.

    2 Robert T. Malthus, An Essay on the Principle of Population, Oxford World’s Classics, 1798, p.13, traducido por el autor.

    3 David Ricardo, Principles of Political Economy and Taxation, 1817, disponible en .

    4 Marc Lavoie, La economía postkeynesiana (Barcelona: Icaria Editorial, 2005), 20.

    5 John Maynard Keynes, General Theory of Employment, Interest, and Money, capítulo 24, consultado en , traducido por el autor.

    6 Ibíd.

    7 Robert Sidelsky, «What’s Wrong with Economics?», 2016, consultado en , traducido por el autor.

    8 Ver Paul Davidson, «Reviving Keynes’s Revolution», Journal of Post Keynesian Economics 6/4 (1984): 561-575.

    9 Paul Krugman, La Era De Las Expectativas Limitadas (Barcelona: Ariel, 1991), Introducción.

    10 Thomas Piketty, Le Capital au XXIe Siècle. París: Éditions du Seuil, 2013.

    11 Thomas Coutrot, «La compétitivité est une idée morte», La Vie des Idées, 30 septembre 2014. Consultado en http://www.laviedesidees.fr/La-competitivite-est-une-idee.html, traducido por el autor.

    12 Angus Deaton, El Gran Escape. Salud, Riqueza y los Orígenes de la Desigualdad. México: Fondo de Cultura Económica, 2015.

    Capítulo 1

    Ciencia y economía

    Una ciencia se caracteriza por constituir un cuerpo coherente de conocimientos relativos a categorías de hechos o de fenómenos y que tiene un objeto determinado y métodos de verificación de leyes de relación entre variables. Se suele distinguir convencionalmente entre ciencias naturales, que estudian el universo material, las ciencias sociales, que estudian a las sociedades y el comportamiento humano, y las ciencias formales, que estudian la lógica y las matemáticas.

    Los métodos de la ciencia y los límites del positivismo

    Jean Piaget propuso en 1967 una clasificación de las ciencias en cuatro grandes dominios: las ciencias lógico-matemáticas, las físicas, las biológicas y las psico-sociológicas¹³. Según sus objetos, las primeras tratan de la forma y la demostración abstracta (con disciplinas como las matemáticas, la lógica y la informática), luego las ciencias de la naturaleza y sus disciplinas (la física, la química y la biología) tratan de la materia y lo vivo, mientras las ciencias humanas y sus disciplinas (sicología, lingüística, historia, sociología, economía, demografía, antropología, etnología) tienen por objeto los comportamientos humanos.

    Una clasificación por los métodos es también pertinente para identificar los tipos de ciencias. Las ciencias formales son en esta dimensión aquellas que reposan sobre un dominio definido y sobre axiomas y demostraciones (matemáticas, lógica e informática) y son calificadas como ciencias teóricas, fundamentales o puras. Las ciencias experimentales son aquellas que se articulan alrededor de la tríada observación, hipótesis y verificación de la hipótesis (cuando es posible mediante un protocolo experimental o mediante técnicas de medición estadística o estudios de caso, como en las ciencias humanas). Los enunciados de estas ciencias deben ser refutables por la experiencia, contrariamente a las proposiciones matemáticas o lógicas que son verdaderas en virtud de su forma.

    Para una parte de las ciencias de la naturaleza ninguna experimentación es todavía posible (por ejemplo en astrofísica o física de las partículas), mientras para una parte de las ciencias humanas la experimentación es impensable, ya sea porque tratan de eventos no reproducibles (como la historia) o porque consideraciones éticas prohíben una experimentación que ponga en peligro la dignidad y la libertad de seres humanos (caso en el que también cae una parte de la biología y de las ciencias médicas, que no pueden utilizar cualquier tipo de experimentación, incluso con animales). Una visión no jerárquica de las ciencias prefiere hacer referencia a «estilos de razonamiento»: axiomatización, para las matemáticas; experimentación, para una parte de las ciencias de la naturaleza y de las ciencias humanas (en dimensiones de la sicología y la economía, por ejemplo); modelización, para la informática, las matemáticas, una parte de las ciencias de la naturaleza y de las ciencias humanas; taxonomía y análisis estadístico, para una parte de las ciencias de la naturaleza y de las ciencias humanas; estudio histórico-genético (es decir que considera la génesis y desarrollo de un fenómeno), para ciertas ciencias humanas.

    Estas clasificaciones llevan a diversas interrogantes. ¿Se les debe negar el estatuto de ciencias a disciplinas que no son estrictamente formales ni estrictamente experimentales, como la mayoría de las ciencias humanas? Se las define en ocasiones como «ciencias aplicadas». Esto no impide que incorporen métodos que verifican el principio de coherencia interna y producen conceptos abstractos que son a su vez necesarios para realizar observaciones que dan lugar a hipótesis y a su verificación. Por otro lado, ¿qué pensar de las «ciencias exactas»? Galileo hizo acceder la física al estatuto de ciencia exacta porque la sustrajo del discurso metafísico propio de la física aristotélica gracias al uso del lenguaje matemático. Este proceso dio lugar a la idea de que una ciencia exacta es una ciencia objetiva, con relaciones cuantificadas mediante una matematización eficaz, es decir, el uso del método racional y formalizado. En este sentido, el calificativo de «exacto» puede servir para distinguir las ciencias lógico-matemáticas y de la naturaleza, por un lado, y las ciencias humanas, por otro, cuyo objeto es sólo parcialmente medible y sus métodos son sólo parcialmente formalizables, en el mejor de los casos (aunque sus diversas disciplinas procuran incorporar instrumentos de medida como las imágenes de resonancia magnética en sicología, el carbono 14 en paleontología e historia, los registros de imágenes y sonidos en etnología). Pero en las ciencias sociales no es posible establecer leyes deterministas, sino a lo sumo de tipo probabilístico.

    No obstante, el conocimiento se resiste a las clasificaciones cerradas: es propio de la ciencia contemporánea que progrese superando las fronteras disciplinarias tradicionales y constituya nuevos dominios y campos de conocimiento mediante sucesivas fertilizaciones cruzadas. Recientemente, las ciencias cognitivas se nutren de fuentes diversas como la neurología, la informática, la sicología y la lingüística, poniendo en cuestión las clasificaciones habituales, mientras las diversas ciencias sociales se benefician de las ciencias cognitivas. Las ciencias están, además, en evolución permanente. Siguiendo a Michel Foucault, «Nietzsche decía de la verdad que era la más profunda mentira. Canguilhem diría tal vez, él que está a la vez cerca y lejos de Nietzche, que es, sobre el enorme calendario de la vida, el más reciente error»¹⁴.

    El «empirismo o positivismo lógico» del círculo de Viena (Rudolf Carnap y otros) se ocupó de distinguir ciencia y creencia usando la lógica desarrollada por Gottlob Frege y Bertrand Russell. Para el positivismo lógico un enunciado es cognitivamente significativo sólo si posee un método de verificación empírica o es analítico sobre la base del «significado por verificación». En este enfoque, el sentido de una proposición se reduce a su significado cognitivo, es decir a su valor de veracidad, pues si no es verdadera o falsa una proposición carece de significación. Este positivismo ya a fines del siglo XIX fue objeto de críticas como las de Charles Peirce, quien postuló que lo que está envuelto en la práctica científica ocurre del siguiente modo: el científico tiene una hipótesis, una teoría; esta teoría puede estar basada en estudios previos o construida a partir de sí misma; el científico procura luego verificar o refutar su teoría a través de hechos, pasivamente a través de la observación o activamente a través de la experimentación. Así, ningún hecho es observado sin una hipótesis previa y los hechos están «construidos por la teoría» (theory-laden).

    Más tarde, Karl Popper privilegió la refutación por sobre la confirmación en el proceso de verificación de hipótesis. Una teoría sólo será científica si junto a ella se declara qué hecho o conjunto de hechos podrían refutarla. Popper argumenta que la ciencia es una actividad cuyas teorías pueden ser definitivamente desestimadas, pero nunca definitivamente probadas. Las mejores teorías científicas son, en el enfoque de Popper, las que enuncian proposiciones refutables. La ciencia contemporánea realiza con frecuencia el testeo de hipótesis mediante refutación, aunque hay quienes consideran que una sola refutación puede no ser definitiva y acompañarse de posteriores resultados positivos, que tiene sentido seguir investigando. En este sentido, son importantes los procesos de construcción de consensos de la comunidad científica sobre la base de resultados considerados ciertos con una alta probabilidad a partir de un nivel de evidencia acumulada¹⁵. Pero cabe recordar que las clases de Popper empezaban de la siguiente manera: «soy profesor de método científico, pero tengo un problema: el método científico no existe». Aunque agregaba: «sin embargo, hay algunas reglas generales sencillas que resultan bastante útiles». Quien cita la anécdota, Paul Feyerabend, sostuvo que es necesario defender una especie de pluralismo teórico, según el cual el mejor mecanismo para el progreso del conocimiento pasa por introducir el mayor número posible de hipótesis alternativas. Feyerabend defiende la idea de que la crítica sustentada, la tolerancia a las inconsistencias y la absoluta libertad son las mejores herramientas para lograr que una ciencia sea realmente productiva. Para este autor, la idea de un método que contenga principios infalibles, inalterables y absolutamente obligatorios que rijan los asuntos científicos entra en dificultades al ser confrontada con los resultados históricos de la investigación científica¹⁶.

    Las ciencias humanas, por su parte, son disciplinas con fronteras porosas y dominios interrelacionados, inspiradas en diferentes opciones ontológicas (la naturaleza de la realidad social), epistemológicas (las posibilidades de conocerla) y metodológicas (el cómo se puede conocerla). Algunas, como la historia y la geografía, vienen de la Antigüedad. Otras, como la sociología o la sicología social, no tienen mucho más de un siglo. Algunas toman como objeto el conjunto de fenómenos sociales, mientras otras se orientan, como la economía o la lingüística, a un dominio de actividad humana determinado. Pero en todas ellas se trabaja con conceptos (operación que consiste en situar un objeto en una categoría y no en otra y definirlo en extensión y en comprensión), se emiten juicios (lo que se dice del concepto, distinguiéndose desde Hume los juicios de hecho y los juicios de valor y, desde Kant, los juicios analíticos y los juicios sintéticos y los juicios a priori y a posteriori, que consideran la experiencia, además de los juicios estéticos) y se producen razonamientos lógicos por inducción, que procede de lo particular a lo general, o por deducción, que procede con un punto de partida general –un juicio, una premisa– a partir de la cual derivan conclusiones particulares. Un punto de partida usual es también un postulado, principio no demostrado que se formula como base de una investigación o del desarrollo de una teoría.

    El método con el que procede el pensamiento científico consiste en lo esencial en organizar informaciones y hechos introduciendo vínculos entre ellos, conexiones que crean esquemas, estructuras, modelos (siendo los más elementales pero los más frecuentes los de tipo lineal, que suelen inducir al error en ciencias sociales) que proveen sentido si permiten superar los estereotipos e identificar patrones de comportamiento. Esos esquemas, estructuras y modelos se situán inevitablemente en paradigmas, es decir teorías que componen un cuadro y su contenido durante un tiempo determinado, hasta que otro es reconocido como superior y lo reemplaza, según el enfoque de Thomas Kuhn¹⁷. Bertrand Russell, por su parte, subraya la necesidad de distinguir los «tipos lógicos», es decir, los distintos niveles de análisis y la necesidad de no confundirlos¹⁸.

    En todas las ciencias humanas se plantea el problema de la articulación de lo histórico y lo estructural, de lo cuantitativo y lo cualitativo, de la distinción entre correlaciones estadísticas y relaciones de causalidad, de las relaciones entre modelización matemática y narraciones de situaciones temporal y espacialmente situadas, y en especial el grado de identificación entre sujeto y objeto de estudio.

    Es frecuente la tentación de rehuir la complejidad y permanecer en interpretaciones basadas en relaciones simples de causalidad, por lo que ha tendido a hacerse dominante en diversas ciencias humanas, y en especial en la economía neoclásica, una «ontología del positivismo» o principio de objetividad, enunciado del siguiente modo por Milton Friedman: «el conocimiento científico positivo que nos permite predecir las consecuencias de un posible curso de acción es claramente un prerrequisito para el juicio normativo acerca de si ese curso de acción es deseable», agregando con gran seguridad en su punto de vista que «el Camino al Infierno está pavimentrado por buenas intenciones precisamente por la no consideración de este punto más bien obvio»¹⁹. Con ocasión de la controversia que suscitó Milton Friedman sobre la supuesta irrelevancia del irrealismo de los supuestos neoclásicos, Fritz Machlup sostuvo una tesis curiosa: aun cuando los supuestos fundamentales de una teoría fueran falsos, esta no debería considerarse desacreditada mientras una nueva no la desplace. Entre tanto, los falsos supuestos pueden ser aceptados como postulados que facilitan el razonamiento axiomático y la determinación de conclusiones lógicas²⁰. La economía neoclásica acompaña este punto de vista positivista con la adopción de lo que denomina «individualismo metodológico», que considera a los individuos y su comportamiento, supuestamente regido por leyes deterministas de maximización racional del interés propio, como la realidad social fundamental.

    En contraste, diversas corrientes de las ciencias sociales postulan que la realidad social no existe en tanto hecho objetivo, sino que es una construcción y representación mental, la que a su vez es parte de esa realidad social. Esas corrientes se alimentan de diversos autores que se interrogan sobre el estatuto social del conocimiento desde que, siguiendo otra vez a Michel Foucault, «se planteó al pensamiento racional la pregunta no sólo acerca de su naturaleza, de su fundamento, de sus poderes y de sus derechos, sino también acerca de su historia y

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