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En el país de los feacios gobernaba un rey que tenía una sola hija llamada
Nausica. Nausica era muy buena y hermosa. Todos la querían porque era
dulce y compasiva con el resto de los súbditos.
Una noche en que la princesa dormía, la diosa Atenea se le presentó en sus
sueños y le habló así:
-Nausica, mañana bien temprano pídele a tu padre que te prepare un carro
con sus mulas para lavar la ropa en el río porque has crecido mucho y es
tiempo que te cases.
Cuando se despertó, Nausica recordó su sueño y corrió al encuentro de su
padre para pedirle el carro y las mulas para lavar la ropa en el río sin
confesar su sueño.
Al rey le llamó la atención, pero como la quería tanto le dio lo que le pedía
con mucho gusto. Prepararon un carro muy fuerte al que ataron varias
mulas. Su madre la reina le dispuso una canasta con provisiones. Otras
doncellas amigas y varias esclavas también partieron junto a Nausica para
pasar el día junto al río.
Al llegar, soltaron las mulas para que pastaran en el prado y ellas se
divertían mientras lavaban cantando y jugando a salpicarse. Era un
hermoso día y parecía una excursión perfecta.
Luego de tender la ropa al sol para que se secara, comieron la sabrosa
vianda que la reina madre había preparado con tanto esmero.
Era un día pleno de sol y decidieron jugar a la pelota. Se dispusieron en
rueda y con habilidad se pasaban la pelota de mano en mano mientras
reían a carcajadas. De repente, una de las doncellas se descuidó y la pelota
cayó en el río. Todas gritaron alarmadas ya que la corriente del río dirigía
rápidamente la pelota hacia el mar.
Los gritos de las jóvenes despertaron a Ulises que dormía muy cerca en su
cama de hojas y ramas secas.. Ulises se cubrió con algunas ramas para
presentarse ante las jóvenes ya que debido al consejo de la ninfa del mar,
no tenía ropa para cubrirse.
Su aspecto era entre andrajoso y temible, por esa razón las muchachas
corrieron espantadas al verlo.
Nausica, siempre amable y compasiva se mantuvo de pie ante la presencia
del naufrago. Ulises se acercó y dijo:
-Soy Ulises. He combatido en Troya y al querer regresar a mi patria he
atravesado muchas penurias. Mis hombres están muertos y mis naves
destruidas. Jamás he visto una doncella tan hermosa. Si te apiadas de mí
los dioses te recompensarán.
Nausica lo escuchó con atención y luego de alcanzarle algo de ropa para
cubrirse le respondió:
-Estás en el país de los feacios. Yo soy la princesa Nausica y mi padre es el
rey.
Luego ordenó a las esclavas que buscaran un regio traje para vestir al
extranjero.
Nausica no pudiendo disimular su asombro le confesó a sus amigas:
-¡Miren ahora al extranjero! ¡Parece un dios! Si algún día me caso, espero
que mi esposo sea como Ulises.
Después de alimentarlo generosamente, Nausica se acercó para decirle:
-Puedes subirte al carro con nosotras, pero antes de llegar a los límites de
la ciudad debes bajarte y esperar un tiempo para evitar comentarios
malintencionados sobre mi o sobre ti. Los feacios son buenas personas y
cualquiera te indicará el camino para llegar al palacio. Una vez en el
palacio, dirígete a mi madre, dobla la rodilla al presentarte y seguramente
te acogerá amablemente y te procurará los medios necesarios para que
puedas regresar a tu país.
Cuando Nausica terminó de darle consejos, todos subieron al carro y se
alejaron rápidamente dejando atrás el río.
Penélope y su tela
Muchos años pasó Ulises lejos de su patria. Su hijo. Telémaco crecía año
tras año hasta convertirse en un hombre. Su mujer, la reina Penélope era
bellísima y el reino de Itaca muy rico.
La prolongada ausencia de Ulises, despertó la codicia de los caballeros de
la corte que pretendían tomar posesión de la corona, pensando que Ulises
estaba muerto. Estos nobles se instalaron en el palacio de Ulises,
comiendo, bebiendo y disfrutando de una vida regalada sin que Penélope
pudiera hacer nada al respecto.
Cada tanto le ofrecían matrimonio a la reina, pero ella confiaba que su
marido regresaría algún día y no sabiendo como deshacerse de esos sujetos
infames tramó un plan: Instaló un telar y comenzó a tejer una intrincada
tela y les dijo:
-Hasta que no termine esta tela no puedo dar una respuesta.
Penélope se sentaba todo el día a trabajar con ahínco ante el telar, pero por
las noches cuando todos dormían deshacía lo tejido durante el día. Así la
tela no avanzaba prácticamente nada.
Las presiones de los nobles hacían sufrir mucho a Penélope y a Telémaco y
juntos lloraban de tristeza.
Un día en que Telémaco deambulaba angustiado, vio llegar a un extranjero
muy guapo vestido con un riquísimo traje de guerrero adornado en oro y
plata.
Telémaco lo recibió en un lugar apartado del palacio, a salvo de curiosos y
lo agasajó con un espléndido banquete. Desde allí se escuchaban las
risotadas de los pretendientes que instalados en el palacio se entretenían
jugando y bebiendo a costa de la corona.
Telémaco, apesadumbrado le confió al extranjero: Esas risas son de los
pretendientes de mi madre. Creen que mi padre ha muerto y por esa razón
usurparon el palacio disfrutando de los bienes de mi padre y le preguntó:
- Dime extranjero: ¿Sabes acaso si mi padre aún vive?
El extranjero no era otro que la diosa Atenea, que se había transfigurado
como caballero para acercarse a Telémaco.
Tratando de captar su confianza le dijo:
-He visto a tu padre. Está vivo, pero en una isla lejana y muy pronto
regresará a Itaca.
Luego agregó:
- Debes seguir mi consejo y no te arrepentirás: Mañana debes presentarte
ante los nobles y decirles con firmeza que deben abandonar el palacio.
Actúa con valentía y seguridad y te prometo que las futuras generaciones
recordarán tu nombre.
Luego de darle sus recomendaciones la diosa Atenea le infundió coraje y
valor. Él que parecía un muchacho tímido y apocado se convirtió en un
hombre recio y valeroso.
Telémaco quiso agasajar a la diosa con regalos pero ella se esfumó
rápidamente.
Telémaco, con una nueva fuerza en su corazón se dirigió a la sala donde
estaban reunidos los nobles y a viva voz les dijo:
-¡Ya es suficiente por hoy! Mañana convocaré al Consejo y allí sabremos
si van a seguir viviendo a costa de la corona o si yo puedo ser el rey de
Itaca y dueño de mi patrimonio.
Los pretendientes no podían creer lo que veían. Ellos pensaban que
Telémaco era un niño y ahora veían que se enfrentaban a un hombre de
verdad.
Por la mañana, Telémaco convocó al Consejo y se dirigió al lugar seguido
por sus dos fieles perros.
Cuando los nobles llegaron, Telémaco les dijo:
- En primer lugar quiero expresar mi dolor ante la larga ausencia de mi
padre, pero también quiero expresar mi desconsuelo ante el bochornoso
comportamiento de estos sujetos que se dicen nobles y aprovechan su
ausencia para derrochar su patrimonio en juergas como dueños y señores
de una corona que no les pertenece.
Los nobles se enfurecieron al ver la fuerza de Telémaco y le recriminaron:
-No es nuestra culpa que nos hayamos instalado tanto tiempo en el palacio,
sino de tu madre que nos ha engañado prometiendo que elegiría un nuevo
esposo cuando concluyera su tela y ahora bien sabemos que desteje por la
noche lo que teje durante el día. Una vez que tu madre elija esposo nos
iremos.
Telémaco volvió a arremeter con fuerza:
- Si no se van ya mismo del palacio, los dioses los castigarán sin piedad.
En ese preciso momento dos águilas sobrevolaron el lugar trenzándose en
una feroz lucha hiriéndose a picotazos.
Un anciano al verlas dijo:
- Este es un signo de que algo grave ocurrirá a los que pretenden la mano
de Penélope.
Los pretendientes se rieron a carcajadas de las palabras del anciano y
replicaron:
-Si Ulises no ha regresado es porque debe estar muerto y no nos
moveremos de aquí hasta que Penélope no elija un esposo.
Telémaco respondió:
- Entonces, me embarcaré e iré a buscar a mi padre.
Los nobles se burlaron una vez más. Solo Mentor apoyó a Telémaco y el
Consejo se disolvió.