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El presente texto fue escrito con motivo de las “Primeras Jornadas de estudio e intercambio

de la formación actoral en Buenos Aires desde la óptica de los estudiantes”. Las mismas se
realizaron durante los meses de marzo y abril de 2006 en el Centro Cultural Adán
Buenosayres.

Creando con-fusiones, por Juan Coulasso

Primeramente me gustaría empezar con algunas cifras. Existen actualmente


alrededor de 2000 talleres y/o escuelas de teatro en Capital Federal dirigidos a
estudiantes de 13 años en adelante. Si pensamos en un promedio de 20 personas por
taller obtenemos un total de 40.000 alumnos aproximadamente. Si ahora calculamos
un promedio de $70 de arancel mensual por alumno por taller resulta que la “movida
teatral” hace circular $2.800.000 por mes y $28.000.000 al año considerando 10
meses de clases. Entonces dividimos el monto mensual por la cantidad de docentes y
se nos configura el monto promedio aproximado de ingresos: $1400 (un sueldo básico
para enfrentar el día a día en nuestra Argentina devaluada). Por supuesto que todo el
cálculo fue en base a promedios, la realidad indica que están los que ganan $7000 y
los que ganan $200 como así también los que tienen 40 alumnos y los que dan clases
para 5. Decidí prologar este texto con algunas cifras para apelar a la toma de
conciencia, tanto de un lector informado como al de uno que recién se inicia en los
avatares del Teatro, de la magnitud del fenómeno en el que ya está o va a estar
involucrado.

Si pensáramos, a su vez, hipotéticamente en las diez o doce poéticas de


actuación dominantes de los últimos 30 años llegaríamos a los siguientes nombres: la
escuela realista de Stanislavsky en su versión “psicologista” (asociada a la llegada de
la Crilla en los ´50) y a través de Agustín Alezzo, Alejandra Boero, Beatriz Matar y
Carlos Gandolfo; la versión de Augusto Fernándes de la escuela realista de
Stanislavsky, de las que derivan Lito Cruz, Fernando Piernas y Julio Chávez; la
escuela realista de Stanislavsky en su modalidad “método de las acciones físicas” de
Juan Carlos Gené y Raúl Serrano; las líneas derivadas del trabajo de Grotowsky y
Barba: Guillermo Angelelli, Omar Pacheco, Antonio Célico; las líneas derivadas de
Meyerhold y Artaud (junto a otros movimientos de vanguardia): Ricardo Bartís,
Pompeyo Audivert; las derivadas de Kantor: Ana Alvarado (del Periférico de
Objetos); la línea derivada del Clown asociada a la llegada de Cristina Moreira en
1983 luego de sus estudios con Le Coq; las líneas derivadas del “Método” de
Strasberg fusionadas con Leyton, Utah Hagen, Stella Adler; la línea de Alberto Ure y
su discípula Cristina Banegas (que combina una serie de técnicas, entre ellas la
psicodramática). De estas líneas que podríamos llamar “puras” existen infinidad de
variantes y combinaciones. En cualquiera de las 2000 clases que se dictan
mensualmente lo más probable es que se mencione algunos de estos nombres para
ponerlo como ejemplo o bien para defenestrarlo. He aquí la introducción ideal para
enfrentarnos a nuestro primer problema: “¿Con quién estudiar?”, “¿Por qué?”,
“¿Quién es el mejor?”, “¿Qué gano o qué pierdo estudiando con cada uno?”; o para el
que ya está cursando: “¿Es la técnica que me enseña mi maestro la única posible?”,
“¿Qué hago si, hace ya algún tiempo, no me siento ´expresivo´ o ´auténtico´ con las
técnicas que me enseñan?”. Y, frente a semejante eclecticismo: ¿qué se supone que
debo hacer exactamente para transformarme en un ´buen actor´?

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Supongo que coincidimos en que la mayoría de las técnicas han devenido de
alguna u otra forma de una poética específica, y que esto nos demuestra que cada
panorama de ejercitaciones nos llevaría a entrenar nuestro instrumento dentro de los
márgenes de esa poética que le dio origen. Y aquí me permito realizar una nueva
pregunta: ¿un “buen” actor acaso no es aquel que puede dominar diversas técnicas? O
bien ¿cómo sabe un actor en qué técnica podría desarrollarse más expresivamente si
sólo conoce la que su docente le induce a construir y desarrollar? En los tiempos que
corren el responsable de descubrir y guiar este proceso es, lamentablemente, el
alumno. El estudiante de actuación vive hoy en el seno de una desorientación y
desinformación absoluta. Y esto es, creo yo, responsabilidad de los organismos que
regularon la educación (y no me refiero sólo a los públicos, que son minoría).

Los centros de educación del actor se han movilizado históricamente de


manera competitiva y soberbia. Asimismo como no ha existido ningún espacio de
intercambio ni ningún interés por integrar los conceptos de cada escuela, la
diseminación es tal que ya no podemos saber verdaderamente qué enseña quien
enseña, ni porqué. De esta forma hemos generado un tipo de alumno cuyas
expectativas están las más de las veces libradas a un único juicio de valor, a una única
manera de ver el teatro. Asimismo, este fenómeno ha producido dos consecuencias
graves: por un lado los alumnos que son elogiados por el maestro se transforman en
verdaderos “dueños del saber teatral” (es decir, heredan la soberbia). Al igual que sus
maestros, creen que su metodología es la única posible y construyen en sí una manera
de “ver” muy ligada a lo que aprendieron. Alimentan tristemente una actitud casi de
índole tribal (muy argentina por cierto) en relación a su Escuela. ¿Por qué esa
necesidad de destruir o criticar al otro para autodefinirme? ¿Acaso es tan difícil
contemplar lo diferente sin condenarlo? Por otro lado los alumnos que son juzgados
ferozmente caen indefectiblemente en procesos enormemente traumáticos, creyendo
que “no sirven para esto”, coartando su posibilidad creativa bajo la idea del fracaso
(máxime teniendo en cuenta que en nuestra profesión, el éxito es un dragón feroz que
tortura permanentemente nuestra salud mental). Siguiendo este camino, entonces,
facilitamos la producción de “tribus”, de ridículas “camisetas teatrales”, la
construcción de “modos de ver” absolutistas y finalmente la existencia de la idea de
que mi éxito o fracaso depende de una sola mirada. Es algo así como aceptar la
absurda noción de que hoy por hoy existe un solo tipo de espectador o una sola forma
de ver el mundo. Nuestro destino artístico queda afectado entonces por mecanismos
de regulación y manejo de poder donde lo único que interesa es que mi punto de vista
triunfe por sobre el de los demás, más allá de la efectividad de mis ideas. Si no hay
debate en relación a nuestro trabajo es, decididamente, porque nuestra comunidad no
aspira a un crecimiento compartido sino a un crecimiento individual desenfrenado.
He aquí un problema que hemos heredado del tan mentado “liberalismo económico” y
del cual debemos encontrar la manera de huir cuanto antes.

Propongo empezar a fomentar una idea de visión más relativa acerca de lo que
debe (o no) ser el teatro. Propongo la construcción de espacios de intercambio entre
las diversas poéticas dominantes (como es casi una utopía pensar en un concilio de
maestros, buscaría al menos que se produzca entre los alumnos). Propongo la
redacción de cuadernillos informativos acerca de las muy variadas Escuelas de teatro.

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Propongo la búsqueda de la unidad de conceptos en los planos que sea posible y la
aceptación simultánea de la diversidad de conceptos. Propongo la posibilidad de
generar un organismo de asesoramiento que aspire a la objetividad, que deseche de
una vez por todas la actitud tribal, en definitiva, que amplíe el espectro de percepción.
Propongo elaborar un manifiesto que aspire a establecer las bases y el sentido de la
educación artística futura, que tenga en cuenta las necesidades actuales tanto de los
artistas como de los espectadores, dentro de las categorías independiente, oficial y
comercial tanto en Teatro, como en Cine y TV.

A modo de sentar testimonio de algunos problemas más que nos acucian citaré
las opiniones de algunos reconocidos pedagogos: por un lado Raúl Serrano enuncia
que “...quienes tienen la intención de considerarse actores han ido abandonando
definitivamente, en los últimos años, la meta de llegar a trabajar como tales” (más
adelante me ocuparé de desarrollar el contenido de esta cita) . Desde otra perspectiva
se afirma que: “... hay más estudiantes de teatro que público teatral”; “los nuevos
alumnos no tienen la convicción necesaria para llegar a ser actores”; “los nuevos
alumnos no ven teatro”; “hay una inmediatez en la interpretación que poco tiene que
ver con un estudio profundo de un autor, de su idea, su época y su circunstancia”;
“los nuevos alumnos dejan en claro que su proyecto dista de ser el de volverse
actores profesionales”1; y por último: “La esencia de la masividad estudiantil hay que
buscarla en otro lado: en la configuración de la propia subjetividad de quienes
estudian teatro. La mayor parte de ellos cumple largas jornadas de trabajo en
empleos que exigen sólo su participación física. Se trata de trabajos
despersonalizados, mecánicos y rutinarios, y en consecuencia los jóvenes buscan
afanosamente actividades compensatorias capaces de permitirles en algo la
expresión de sus propios deseos y afanes. (...) Tan solo un pequeño porcentaje de
quienes estudian, logra, en algún momento, alcanzar el nivel profesional de trabajo.
(...) Así el estudio del teatro aparece no sólo como formador de actores profesionales,
sino también cumpliendo un rol compensatorio y social para nada desdeñable”2.

Podemos afirmar que hoy en día, entonces, se ha producido un crecimiento


enorme en la cantidad de alumnos, y se torna evidente que el grado de influencia
cultural que tienen los discursos de los docentes (matriculados o no) ha ganado
enorme peso en las últimas dos décadas. Asimismo la pedagogía ha ganado
posibilidad de investigación en tanto que no hay quien regule ni supervise su
funcionamiento (existe oficialmente la carrera de Pedagogía Teatral, dictada en el
IUNA, y en Andamio 90, pero sólo una pequeña proporción ha pasado por estas
instituciones), pero al mismo tiempo se ha producido un retroceso importantísimo en
la búsqueda de la unidad aún dentro de la diversidad. Sólo podemos saber cómo
trabajan los docentes que publican, que no son muchos.

Por otra parte cabe sumar a lo antedicho una cuestión fundamental más a
analizar: hace ya un largo tiempo que la aspiración a la calidad en la carrera de
1
Las citas extraídas pertenecen a: “La enseñanza de la actuación en Buenos Aires”, Mesa redonda coordinada por
Osvaldo Pellettieri, Revista Teatro XXI, Buenos Aires, GETEA, 2005, año XI, nro. 20 p. 43-49 / “La enseñanza de
la actuación en Buenos Aires”, de Victor Goldgel Carballo, Teatro argentino y crisis, Buenos Aires, Eudeba, 2004,
p 145-159.

2
“Algunas ideas pedagógicas”, por Raúl Serrano, Artefacto, nro.3, 1992, p.5-9.

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actuación se ha desasociado del ingreso al mundo laboral. A los productores de cine
y televisión ya no les interesa más que la fisonomía corporal del sujeto, y los
productores de teatro comercial y oficial consideran mayoritariamente a aquellos
actores que tienen un amplio reconocimiento en los medios masivos de comunicación
(muchos de ellos, cabe aclarar, poseen escasa formación). Entonces ¿para qué sirve,
exactamente, esforzarse para obtener una excelencia formativa?

Tengo 25 años, y me encuentro ya un poco cansado y entristecido por algunas


cosas. Me duele escuchar estudiantes que se frustran porque su docente (él único que
conocen) le vaticinó en un ejercicio que “actúa mal” y como no saben de la existencia
de otras formas de expresión se piensan a si mismos como fracasos. Me resulta injusto
que un estudiante que apuesta a su formación (en el marco de una industria que no
reconoce su capital) se vea obligado a pagar una enorme suma de dinero para conocer
el trabajo de un docente (¿no se podrían repartir videos?). Asimismo me parece
empobrecedor que los nuevos actores tengan una visión cerrada, sin perspectiva ni
conocimiento de la totalidad del campo en el que se encuentran, con una capacidad de
diálogo nula, reproduciendo modelos cuyo origen y sentido desconocen. Desde otro
costado del asunto, me desconsuela pensar que los empresarios de televisión se
transforman en los jueces que rigen nuestro destino artístico, fomentando la idea de
que la Fortuna es azarosa y no producida por medio del esfuerzo y el trabajo a
conciencia, que “si te toca te toca”. No quiero pensar que no es posible crear una
industria que premie el esfuerzo de los que eligen invertir para volverse más capaces.
Hoy en día, sólo por su rostro, un principiante puede ganar $1800 por un día de rodaje
en una publicidad, mientras que otro con años de formación (y miles de pesos
invertidos), trabaja de mesero.

Dejo momentáneamente la cuestión laboral de lado (ésta sola merece un


artículo entero) para profundizar en lo pedagógico: me parece necesario aclarar que
las diversas poéticas se han construido y movilizado por motivos múltiples y
complejos y, fundamentalmente, por una condensación entre un factor objetivo y otro
fuertemente subjetivo (la búsqueda de la originalidad, los diferentes modos de ver al
ser humano, la influencia de la poética dominante y la necesidad de superarla o
transformarla, los estudios realizados, los libros leídos, los autores admirados, los
recuerdos de la niñez, los traumas, los sueños, las relaciones afectivas). Ahora bien, si
tomamos en cuenta al alumno que se inicia, ¿qué le estamos diciendo cuando le
solicitamos que apre(he)nda nuestra “Técnica”? Desde mi humilde punto de vista
puedo decir que heredé una manera de operar distinta como actor en cada escuela a la
que asistí. Cada una de estas formas estaba constituida por un bagaje técnico y por un
universo temático, es decir, una manera de construir un sujeto-actor (física,
intelectual y espiritualmente). Mi aprendizaje estuvo signado por diversos períodos:
fui alumno de discípulos de Gené y Serrano; fui alumno de Alezzo y de John
Strasberg; por tanto puedo decir que fui formado en el marco del sistema de
Stanislavsky; fui alumno de Angelelli, lo cual es como decir que heredé conceptos de
Barba y Grotowsky; fui alumno de Chavez y de alguna forma heredé aspectos de
Fernándes; fui clown por un breve tiempo; y finalmente asistí al Estudio de Bartís, lo
cual significa absorber algo de Meyerhold y del surrealismo. De todos estos enormes
maestros - a los cuales les agradezco infinitamente y debo todo mi aprendizaje - me
he llevado un panorama inmenso de verdades, pero al mismo tiempo, al intentar

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condensar y asociar el saber que me quedó de cada uno debo confesar que me ha
costado un profundo trabajo evitar caer en una confusión peligrosamente anuladora.
En muy escasas oportunidades escuché a un maestro reconocer que su “Técnica” no
era la única. Y a su vez, no percibí ningún interés por problematizar objetivamente
(dentro de lo posible) acerca del tipo de producción que propone cada escuela. Me
llevó un largo tiempo poner en crisis cada una de mis etapas formativas de manera tal
de adquirir un pensamiento autónomo que reelaborara de manera creativa lo que me
preexiste (algo que creo esencial en una instancia avanzada del proceso formativo).
Solo ahora puedo decir que el “realismo” es, en realidad, un recorte, que propone un
modo de hacer y de ver, que presenta algunos principios que no son únicos. Y
asimismo, que no necesito negarlo rotundamente para reafirmarme. O bien, que antes
de elegir una vertiente o su contraria prefiero investigar con las dos. ¿Acaso no se
puede actuar con “verdad” dentro de un universo que no es “real”?. ¿No podemos
“extrañarnos” o “afectarnos” sin dejar de ser “humanos”?. Afortunadamente mis
experiencias me llevaron a pensar que se pueden condensar leyes que en un principio
parecen contradictorias. Y que aún si se mantienen como contradictorias eso no
debería hacernos pensar que operamos de forma incorrecta: la contradicción tal vez
sea una de las ideas que ha sostenido la maravilla del teatro durante siglos. La
contradicción debe utilizarse para sumar. Todas las voces que coexisten en mí poseen
un aspecto que me sigue conmoviendo y a su vez otro que ya no me expresa de la
misma forma que antes. Me alegra y me resulta enriquecedor poder pensar que más
allá de identificarme o no con lo que cada poética busca, bajo ningún concepto puedo
ignorarlas o catalogarlas como equivocadas, porque eso sería como plantear que “lo
que no me gusta está mal”. ¿Quién puede decir, sinceramente, en arte, que su forma
es la más correcta? Todo evento artístico se circunscribe dentro de una época y tiene
justificación en fenómenos concientes o inconscientes que podemos y debemos
descubrir.

Para cerrar me gustaría recapturar la idea de que es necesario conocer para ser
libre en la elección. Asimismo deseo dejar en claro que el tipo de expresión que cada
uno elija para su producción artística, más allá de que trascienda o no, debe ser una
decisión pura y exclusivamente de cada individuo y que no existe nadie capaz de
impedirle la posibilidad de efectuar esa elección. Ahora bien, en materia pedagógica,
la situación es otra. Debemos al menos tratar de instaurar una aspiración de
objetividad, dado que con quien tratamos es con alguien que no conoce y cada palabra
que dirigimos hacia él imprime una huella imborrable. A su vez, debemos volver
conciente al alumno del funcionamiento del medio en el cual pretende incluirse y esto
significa que comprenda que, más allá de lo que la industria pide en este momento, la
formación debe ser elemental en su construcción como sujeto artístico.

Por todo esto, me parece capital que cada actor / director / pedagogo pueda
dilucidar cuáles son, de dónde vienen y qué significan las frases y/o conceptos con los
que se han forjado nuestros distintos “manuales de saberes teatrales”. Es decir: el
vínculo entre la palabra y su consecuencia práctica real. Y luego, poder dilucidar los
puntos comunes, asociar las palabras, verificar lo que tiende a ser semejante en las
diversas poéticas, y por último visualizar el aporte particular de cada una (con su
necesaria justificación espiritual, racional o bien irracional). En ese sentido, creo yo,
los libros ayudan mucho. Supongo que todo por qué inaugura un para qué y entonces

5
podríamos comprender la utilidad de instrumentar una poética u otra, de aprehender
una poética u otra, de enamorarnos de una poética u otra, de transmitir una poética u
otra...

Buenos Aires, Junio de 2006.

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