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Juan Pablo II

Carta apostólica para el Año de la Eucaristía: Mane nobiscum


domine

La dimensión más evidente de la eucaristía es, sin duda alguna, la


de una comida. La eucaristía nace el Jueves Santo en el contexto de la
cena pascual. Lleva, pues, en su misma estructura el signo de un
convite: “Tomad y comed.. Después, tomó la copa,... se la dio diciendo:
bebed todos de ella...” (Mt 26,26-27) Esta aspecto expresa muy bien la
relación de comunión que Dios quiere establecer con nosotros y que
nosotros debemos desarrollar los unos con los otros.

No obstante, no hay que olvidar que la comida eucarística tiene


también, de manera eminente un sentido profundamente sacrificial.
Cristo nos presenta de nuevo el sacrificio ofrecido una vez por todas en
Gólgota. Estando presente como el Resucitado lleva los signos de su
pasión, cuyo memorial se celebra en cada misa. Así nos lo recuerda la
liturgia en la aclamación después de la consagración: “Anunciamos tu
muerte, proclamamos tu resurrección, ¡ven Señor Jesús!” Al mismo
tiempo, actualizando el pasado, la eucaristía nos recuerda la última
venida de Cristo, al final de los tiempos. Este aspecto “escatológico” da
al sacramento de la eucaristía una dinámica que anima con el soplo de
la esperanza el caminar cristiano.

Todas las dimensiones de la eucaristía se reúnen en un aspecto


que, más que todos los demás, pone nuestra fe a prueba, a saber, el
misterio de la presencia “real”. Con toda la tradición de la Iglesia
creemos que, bajo las especies eucarísticas Jesús está realmente
presente...Esta presencia es la que da a todas las demás dimensiones:
comida, -memorial pascual, anticipación escatológica- un significado que
va más allá de un puro simbolismo. La eucaristía es misterio de
presencia, por la cual se realiza de manera eminente la promesa de
Jesús de quedarse con nosotros hasta el fin del mundo.

Juan Pablo II
Carta apostólica para el Año de la Eucaristía “Mane nobiscum domine

“Tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio. Entonces se les


abrieron los ojos..” (Lc 24,31)

El icono de los discípulos de Emaús puede servir muy bien a la


Iglesia como orientación en este Año en que presta una atención
especial al misterio de la santa eucaristía. En el camino de nuestras
preguntas, nuestras inquietudes y, a veces, nuestras profundas
decepciones, el divino Caminante continúa a nuestro lado como
compañero que nos introduce, interpretando las Escrituras, en la
comprensión de los misterios de Dios. Cuando el encuentro se realiza en
su totalidad, a la luz de la Palabra sigue la luz que brota del “pan de
vida” por el que Cristo realiza de la manera más alta su promesa de
quedarse con nosotros “todos los días hasta el fin del mundo.” (Mt
28,20)...

La narración de la aparición de Jesús a los dos discípulos de


Emaús nos ayuda a destacar un primer aspecto del misterio eucarístico
que tiene que estar siempre presente en la devoción del pueblo de Dios:
la eucaristía como ”misterio luminoso”...Jesús se llama él mismo “luz del
mundo” (Jn 8,12) y esta característica se pone de relieve por aquellos
momentos de su vida como la Transfiguración y la Resurrección, en
donde su gloria divina resplandece claramente. En la eucaristía, al
contrario, la gloria de Cristo queda velada. El sacramento de la
eucaristía es el “mysterium fidei”, el misterio de la fe por excelencia.
Precisamente, a través del misterio de su ocultamiento total, Cristo se
revela como misterio luminoso, por el que el creyente es introducido en
la profundidad de la vida divina...

La eucaristía es, ante todo, luz porque en cada misa la liturgia de


la Palabra de Dios precede la liturgia eucarística, en la unidad de las dos
mesas, la de la Palabra y la del Pan... En la narración de los discípulos
de Emaús, Cristo mismo interviene para mostrar, “empezando por
Moisés y siguiendo por todos los profetas” que “toda la Escritura” (cf Lc
24,27ss) conduce al misterio de su persona. Sus palabras hacen “arder”
los corazones de los discípulos, los saca de la oscuridad de la tristeza y
de la desesperanza y suscita en ellos el deseo de quedarse con él.
“¡Quédate con nosotros, Señor!”

Juan Pablo II
Audiencia general del 6-12-1979

“¿No está escrito en vuestra ley: Yo os digo: vosotros sois


dioses?” (Jn 10,34)

“Dijo Dios: Hagamos a los hombres a nuestra imagen, según


nuestra semejanza.” (Gn 1,26) Como si el Creador entrara en si mismo,
como si, creando, no solamente llamaba desde la nada a la existencia,
diciendo: “hágase”, sino de un modo particular, sacaba al hombre del
misterio de su propio ser. Esto se comprende porque no se trata
solamente del ser sino de la imagen. La imagen tiene que reflectar, tiene
que reproducir en cierto sentido, la sustancia de su prototipo... Es
evidente que no hay que entender esta semejanza como si se tratara de
un retrato sino como el hecho de que un ser viviente tiene una vida
semejante a la de Dios...

Por la definición del hombre como “imagen de Dios”, el Génesis


pone en evidencia aquello por lo que el hombre es hombre, aquello por
lo que es un ser distinto de las demás criaturas del mundo visible. La
ciencia, como se sabe, ha llevado a cabo y lo sigue haciendo, esfuerzos
por demostrar los lazos que existen entre el hombre y el mundo natural,
para demostrar su dependencia de este mundo, incluyendo al hombre en
la historia de la evolución de las especies.

Aunque respetando estas investigaciones, no nos podemos


limitar a ellas. Si analizamos el ser profundo del hombre vemos que se
diferencia del mundo de la naturaleza más de lo que puede parecer a
primera vista. En este sentido trabajan también la antropología y la
filosofía cuando intentan analizar y comprender la inteligencia, la
libertad, la conciencia y la espiritualidad del hombre. El libro del Génesis
parece ir más allá de todas estas experiencias de la ciencia y, afirmando
que el hombre es “imagen de Dios” da a entender que la respuesta al
misterio de su humanidad no hay que buscarla en su semejanza con el
mundo de la naturaleza. El hombre se parece más a Dios que a la
naturaleza. En este sentido el salmo afirma: “aunque seas dioses...” (cf
Sal 82,6), palabras que Jesús citará más tarde.

Juan Pablo II
Redemptor hominis 12

La verdad nos hará libres (cf Jn 8,32)


Jesucristo sale al encuentro del hombre de todas las épocas,
también en la nuestra, con las mismas palabras: “Así conoceréis la
verdad y la verdad os hará libres.” (Jn 8,32) Estas palabras contienen
una exigencia fundamental y al mismo tiempo una advertencia: la
exigencia de honestidad frente a la verdad como condición de una
auténtica libertad; y también la advertencia de evitar toda libertad
aparente, toda libertad superficial y unilateral, toda libertad que no llega
hasta la raíz de la verdad sobre el hombre y sobre el mundo.

Todavía hoy, después de dos mil años, Cristo se nos presenta


como aquel que trae al hombre la libertad fundada en la verdad, como
aquel que libera al hombre de lo que limita, disminuye y, por decirlo así,
destruye esta libertad hasta las raíces mismas, en el espíritu del
hombre, en su corazón, en su conciencia. ¡Admirable prueba de todo
esto han dado y siguen dando aquellos que, por Cristo y en Cristo, han
llegado a la verdadera libertad y han dado testimonio de ello incluso en
condiciones de opresión desde el exterior!

Y cuando Jesucristo mismo aparece ante el tribunal de


Pilatos...,¿no responde: “Soy rey, como tú dices. Y mi misión consiste en
dar testimonio de la verdad.” (Jn 19,37)? Por estas palabras
pronunciadas ante el juez en un momento decisivo, Jesús confirmaba de
nuevo lo que había dicho anteriormente: “conoceréis la verdad y la
verdad os hará libres.” (Jn 8,32) A lo largo de los siglos y las
generaciones, comenzando por el tiempo de los apóstoles ¿no fue Cristo
mismo que compareció ante los jueces en los hombres juzgados a causa
de la verdad, y que fue hasta la muerte en tantos hombres condenados
a causa de la verdad? ¿Dejaría de ser el abogado del hombre que vive
“en espíritu y en verdad” (Jn 4,23)?

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