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Acerca del perdón de los pecadores

Poema del Hombre – Dios (fragmento)

Jesús ha dado alcance a los diez apóstoles y a los principales discípulos en las faldas del Monte de los Olivos,
cerca de la fuente de Siloán. Cuando ellos ven venir, a paso expedito, a Jesús entre Pedro y Juan, van a su
encuentro, y se juntan al pie de la fuente.

«Subimos al camino de Betania. Dejo la ciudad por un tiempo. Yendo, os diré lo que debéis hacer» ordena Jesús.

Entre los discípulos están también Manahén y Timoneo, que, tranquilizados, han vuelto a ocupar su lugar. Y
están Esteban y Hermas, Nicolai, Juan de Éfeso, el sacerdote Juan y, en definitiva, todos los más rescatables
por sabiduría, además de los otros, sencillos pero muy activos por gracia de Dios y voluntad propia.

«¿Dejas la ciudad? ¿Te ha sucedido algo?» preguntan muchos.

«No. Pero hay lugares que esperan…».

«¿Qué has hecho esta mañana?».

«He hablado… Los profetas… Una vez más. Pero no entienden…».

«¿Ningún milagro, Maestro?» pregunta mateo.

«Ninguno. Un perdón. Y una defensa».

«¿Quién era? ¿Quién ofendía?».

«Los que se creen libres de pecado acusaban a una pecadora. La he salvado».

«Pero, si era pecadora, tenían razón ellos».

«Su carne era ciertamente pecadora. Su alma… Mucho podría decir sobre las almas. Y no llamaría pecadoras
sólo a aquellas cuya culpa es visible. Son pecadoras también aquellas que empujan a otros a pecar. Y con un
pecado más astuto. Cumplen al mismo tiempo la función de la serpiente y del pecador».

«Pero ¿Qué había hecho la mujer?».

«Adulterio».

«¡¿Adulterio?! ¡¿Y Tú la has salvado?! ¡No debías haberlo hecho!» exclama Judas Iscariote.

Jesús le mira fijamente, luego pregunta: «¿Por qué no debía?».

«Pues porque… Te puede perjudicar. ¡No sabes cómo te odian y cómo buscan de qué acusarte! Es cierto…
Salvar a una adúltera es ir contra la Ley».

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Acerca del perdón de los pecadores
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«Yo no he dicho que la salvaba. Les he dicho que sólo quien estuviera libre de pecado lanzase la piedra contra
ella. Y ninguno lo ha hecho, porque ninguno estaba libre de pecado. Así que he confirmado la Ley, que conmina
con la lapidación a los adúlteros; pero también he salvado a la mujer, porque no se encontraba ya un
lapidador».

«Pero Tú…».

«¿Querías que la lapidara Yo? Habría sido justicia, porque Yo la habría podido lapidar. Pero no habría sido
misericordia».

«¡Ah! ¡Estaba arrepentida! Te ha suplicado y Tú…».

«No. No estaba siquiera arrepentida. Estaba sólo humillada y con miedo».

«¡Pero entonces!… ¿Por qué?… ¡Yo ya no te comprendo! Antes lograba todavía comprender tus perdones a
María de Magdala, a Juan de Endor, a… en definitiva, a muchos peca…».

«Dilo: a Mateo. No me lo tomo a mal. Es más, te quedo agradecido si me ayudas a recordar mi deuda de
gratitud a mi maestro» dice Mateo, calmo y digno.

«Sí, pues también a Mateo… Pero eran personas arrepentidas de su pecado, de su vida licenciosa. ¡Pero ésta!…
¡Yo ya no te comprendo! Y no soy el único que no te comprende…».

«Lo sé. No me entiendes… Siempre me has comprendido poco. Y no sólo tú. Pero eso no cambia mi modo de
actuar».

«El perdón se da a quien lo pide».

«¡Si Dios debiera dar el perdón sólo a quien lo pide! ¡Si debiera castigar inmediatamente a quien a la culpa no
hace seguir el arrepentimiento! ¿Tú no te has sentido nunca perdonado antes de haberte arrepentido? ¿Puedes
decir con certeza que te has arrepentido y que por eso has sido perdonado?».

«Maestro, yo…».

«Escuchadme todos, puesto que mucho de entre vosotros consideran que he errado y que Judas tiene razón.
Aquí están Pedro y Juan. Ellos han odio lo que he dicho a la mujer y os lo pueden referir. No he sido un
insensato en el perdón. No he dicho lo que dije a otras almas, a las que perdonaba porque estaban
completamente arrepentidas. Pero he dado modo y tiempo a esa alma de llegar al arrepentimiento y a la
santidad, si quiere alcanzar estas cosas. Recordadlo para cuando seáis maestros de las almas.

Dos cosas es esencial tener para poder ser verdaderos maestros y dignos de ser maestros. Primera cosa: una
vida austera respecto a nosotros mismos, de forma que podamos juzgar sin las hipocresías de condenar en los

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otros lo que a nosotros nos perdonamos. Segunda: una paciente misericordia para dar a las almas la forma de
sanar y fortalecerse.

No todas las almas se curan instantáneamente de sus heridas. Algunas lo hacen por fases sucesivas, y a veces
lentas y con el riesgo de recaídas. Alejarlas, condenarlas, atemorizarlas, no es arte de médico espiritual. Si las
alejáis de vosotros, volverán, resurtiendo, a arrojarse a los brazos de los falsos amigos y maestros. Abrid
vuestros brazos y vuestro corazón, siempre, a las pobres almas. Que sientan en vosotros un verdadero y Santo
confidente, sobre cuyas rodillas no se avergüencen de llorar. Si las condenáis y las priváis de las ayudas
espirituales, cada vez más las haréis enfermas y débiles. Si les infundís temor en vosotros y en Dios, ¿Cómo
podrían alzar los ojos vosotros y a Dios?

El hombre encuentra como primer juez al hombre. Sólo el ser que vive espiritualmente sabe encontrar primero a
Dios. Pero la criatura que ha llegado ya a vivir espiritualmente no cae en culpa grave. Su parte humana puede
todavía tener debilidades, pero el espíritu fuerte vela y las debilidades no pasan a ser culpas graves. Mientras
que el que todavía es mucha carne y sangre peca, y encuentra al hombre. Ahora bien, si el hombre que le debe
indicar a Dios y formar el espíritu le infunde miedo, ¿Cómo podrá el culpable abandonarse en Él? ¿Y cómo
puede decir: “Me humillo porque creo que Dios es bueno y que perdona”, si ve que uno que es como Él no es
bueno?

Vosotros debéis ser el término de parangón, la medida de lo que es Dios, de la misma forma que una moneda
pequeñísima es la parte que hace comprender la riqueza de un talento. Pero si vosotros – pequeños que sois una
parte del Infinito y lo representáis – sois crueles con las almas, ¿Qué creerán ellas, entonces, que es Dios?
¿Qué dureza intransigente pensarán que tiene Él?

Judas, tú que juzgas con severidad, si en este momento te dijera: “Te denunciaré ante el Sanedrín por prácticas
mágicas… ”».

«¡Señor! ¡No lo harás! Sería… sería… Tú sabes que eso…».

«Sé y no sé. Pero, como puedes ver, inmediatamente invocas piedad para ti… y sabes que no serías condenado
por ellos porque…».

«¿Qué quieres decir, Maestro? ¿Por qué dices esto?» dice, muy agitado, Judas, interrumpiendo a Jesús.

El cual, muy calmo, pero con una mirada que barrena el corazón a Judas, y al mismo tiempo frena a su turbado
apóstol, en quien convergen las miradas de los otros once apóstoles y de muchos discípulos, dice: «Pues porque
te estiman. Tienes buenos amigos tú allí dentro. Lo has dicho varias veces».

Judas suelta un suspiro de alivio, se seca el sudor, un sudor extraño en este día frío y ventoso, y dice: «Es
verdad. Viejos amigos. Pero no creo que si pecara…».

«¿Y entonces pides piedad?».

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«Ciertamente. Soy todavía imperfecto y quiero llegar a ser perfecto».

«Tú lo has dicho. También aquella criatura es muy imperfecta. Le he dado tiempo para ser buena, si quiere».

Judas deja de rebatir.

Están ya en el camino que va a Betania, lejos ya de Jerusalén. Jesús se detiene y dice: «¿Y vosotros habéis
entregado a los pobres lo que os he dado? ¿Habéis hecho todo lo que os había dicho?».

«Todo, Maestro» dicen los apóstoles y discípulos.

«Fortaleced vuestro corazón y los de quienes creen en mí. Sed cada vez más justos, desinteresados, pacientes.
Sed lo que os he ensañado que debéis ser. Recorred las ciudades, los puebles, las casas situadas en lugares
recónditos. No evitéis a nadie. Soportad todo. No servís a vuestro yo, de la misma forma que Yo no sirvo al yo
de Jesús de Nazaret, sino que sirvo al Padre mío. Vosotros también servid al Padre vuestro. Por tanto no
vuestros intereses, sino los suyos, deben ser sagradas para vosotros, aunque procurasen dolor o lesión a
vuestros intereses humanos. Tened espíritu de abnegación y de obediencia… La soberbia es la palanca que
derriba a los espíritus y la calmita que me los arrebata. Amaos mucho entre vosotros. Ayudaos los unos a los
otros. Amigos míos, que todo lo demás os lo diga vuestro espíritu, recordándoos lo que he enseñado, y que os lo
digan vuestros ángeles. Yo os bendigo».

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