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CHARLES BAUDELAIRE

EL PINTOR DE LA VIDA MODERNA


I. —LO BELLO, LA MODA Y LA FELICIDAD

Hay en el mundo y aun en el mundo de los artistas, muchas gentes


que van al museo del Louvre, pasan rápidamente sin dedicar una mirada a
una multitud de cuadros muy interesantes aunque de “segundo orden” y
se plantan, embelesados, ante un Ticiano o un Rafael o cualquiera de
esos cuadros que tanto han popularizado los grabados y las
reproducciones; después salen satisfechos y más de uno se dice: "Ya
conozco mi museo". Existen también gentes que, habiendo leído antaño
a Bossuet y a Racine, creen poseer la historia de la literatura.
Pero, afortunadamente, se presentan de vez en cuando los
enderezadores de entuertos, los críticos, los aficionados, los curiosos,
los que afirman que no todo está en Rafael y que no todo está en Racine y
que los "poetas menores" tienen algo de bueno, de firme y de delicioso; y,
por fin, que si tanto se ama la belleza general, expresada por los poetas y los
artistas clásicos, se comete un grave error desatendiendo la belleza particular,
la belleza de circunstancia y el rasgo de las costumbres.
Debo decir que, de varios años a esta parte, el mundo se ha corregido
un poco. El aprecio en que tienen los aficionados actuales a aquellas
delicadezas grabadas y coloreadas del. siglo último, prueba que ha tenido
lugar una reacción en el sentido que el público necesitaba; Debucourt, los
Saint-Aubin y muchos otros, han sido inscritos en el diccionario de los artistas
dignos de ser estudiados. Pero esos representan el pasado; y hoy no quisiera
apartarme de la pintura de costumbres del presente. El pasado es
interesante, no solamente porque los artistas supieron extraer de él una
belleza que lo actualizó, sino también como pasado, por su valor histórico.
Lo propio sucede con el presente. El placer que experimentamos ante la
representación del presente participa no sólo de la belleza de la que
puede estar revestida la representación, sino también de su calidad
esencial de presente.
Tengo ante mí, una serie de grabados de modas que abarcan
desde el período de la Revolución hasta más o menos la época del
Consulado. Esos vestidos que provocan la risa de muchos irreflexivos, de
muchos que se hacen pasar por serios sin tener verdadera seriedad,
poseen el encanto de su doble naturaleza, artística e histórica. Muy a
menudo son bellos y están espiritualmente diseñados, pero lo que me
interesa, al menos tanto como lo otro, es que experimento un gran placer
al encontrar en todos o en casi todos ellos, la moral junto con la estética
de la época. La idea que el hombre se hizo de lo bello, quedó impresa en
todo su ajuste, drapea o atiesa el hábito, redondea o estira su gesto y
hasta llega a penetrar sutilmente y a la larga, los rasgos del rostro. Estos
grabados pueden traducirse, para su división, en los que contienen
belleza y los que contienen fealdad: cuando feos, se convierten en
caricaturas y cuando bellos, son estatuas antiguas.
Las mujeres ataviadas con aquellas ropas se parecen más o
menos a unas o a otras, según el grado de poesía o de vulgaridad que
les ponen el sello. La materia viva hace ondular lo que nos parece

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demasiado rígido. La imaginación del espectador puede, todavía hoy,


hacer caminar y temblar esa "túnica" y ese "chal". Quizá alguno de estos
días se presente en un teatro cualquiera, un drama que nos reserve la
sorpresa de la resurrección de esos vestidos, dentro de los cuales
nuestros padres se hallaban tan encantados y encantadores, como
nosotros dentro de nuestros pobres hábitos (los que también tienen su
gracia, es verdad, pero de una naturaleza más bien moral y espiritual), y
que si los llevan y animan comediantes o actores inteligentes, nos
sorprenderemos de habernos reído tan a la ligera. El pasado, conservando
todo su sabor de fantasma, recuperará la luz y el movimiento de la vida y se
hará presente.
Si un hombre imparcial ojeara "todas" las modas francesas, desde el
origen de Francia hasta nuestros días, no encontraría nada chocante, ni
siquiera sorprendente. Las transiciones estarían tan frecuentemente
acortadas como en la escala del mundo animal. No hay lagunas,
entonces, no hay sorpresas. Y si agregara a la viñeta que representa cada
época, el pensamiento filosófico que la agitaba u ocupaba, pensamiento del
cual la viñeta sugiere inevitablemente el recuerdo, verá cuán profunda es
la armonía que rige a todos los miembros de la historia y que, aun en los
siglos que tenemos por monstruosos y locos, el inmortal apetito dé lo
bello encuentra siempre satisfacción.
Es ésta, en verdad, una hermosa ocasión para dejar establecida
una teoría racional e histórica de lo bello, en oposición a la teoría de lo
bello único y absoluto; para demostrar que lo bello es siempre e
inevitablemente de doble composición, aunque la impresión que
produzca sea una; puesto que la dificultad en discernir los elementos
variables de lo bello en la unidad de impresión, no afecta para nada a la
necesidad de variedad en su composición. Lo bello está hecho de un
elemento eterno, invariable, cuya continuidad es excesivamente difícil
determinar, y de un elemento relativo, circunstancial, que será, si se
quiere –de vez en cuando o todo de una vez-, la época, la moda, la
moral, la pasión. Sin este segundo elemento, que es como la envoltura
graciosa, cosquilleante, apetitosa del divino pastel, el primer elemento
sería indigerible, inapreciable, incapaz de adaptarse a la naturaleza humana a
la que no le es propio. Desafío a que se encuentre una muestra cualquiera
de belleza en donde no estén contenidos estos dos elementos.
He elegido, si se quiere, los dos peldaños extremos de la historia.
En el arte hierático, la dualidad se advierte al primer golpe de vista; la
parte de belleza eterna no se manifiesta sino con permiso y siguiendo la
regla de la religión a la cual pertenece el artista. En la obra más frívola
de un artista refinado que ,pertenezca a una de esas épocas que
nosotros calificamos, un poco vanidosamente, de civilizadas, se muestra
también la dualidad; la parte eterna de la belleza quedará, al mismo
tiempo, velada y expresada, si no por la moda, al menos por el
temperamento particular del autor. La dualidad del arte es una
consecuencia fatal de la dualidad del hombre. Considerad, si así os
place, como alma del arte, a esa porción eterna que subsiste y, como a
su cuerpo, al elemento variable. Por esto Stendhal, espíritu impertinente,
quisquilloso, casi repugnante, pero cuyas impertinencias provocan
eficazmente la meditación, se acercó a la verdad más que muchos otros,

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al decir que "lo Bello no es más que la promesa de la felicidad". Sin duda
esa definición sobrepasa la meta; somete demasiado a lo bello al ideal
infinitamente variable de la felicidad; despoja con demasiada ligereza a
lo bello de su, carácter aristocrático; pero tiene el gran mérito de alejarse
decididamente del error de los académicos.
Más de una vez he explicado estas cosas; con estas líneas digo ya
bastante para los que gustan del pensamiento abstracto; pero sé que, en
su mayoría, los lectores franceses no se complacen en él y yo, por mi
parte, tengo prisa por entrar en la parte real y positiva de mi asunto.

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