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ESPIRITUALIDAD, COMPONENTE DE LA IDENTIDAD IGNACIANA

Miguel Ángel Rui-Wamba SJ.


Seminario AUSJAL sobre Identidad, Espiritualidad y Universidad
Universidades Países Andinos
Pontificia Universidad Católica del Ecuador
Mayo 2004

Permítanme que en esta ponencia que tiene por título:


“Espiritualidad, componente de la identidad ignaciana”, me limite a subrayar dos
presupuestos que están a la base de la identidad propia de Ignacio de Loyola y a sacar
algunas conclusiones sobre su incidencia en nuestra espiritualidad y servicio. Pienso que
de esta manera podríamos mejor y más concretamente reunir los tres grandes temas de los
que quiere tratar el presente encuentro de la AUSJAL: “identidad, espiritualidad y
universidad”.

Los dos presupuestos de los que quisiera hablarles y que a mi


entender están a la base de la identidad propia a Ignacio de Loyola son:
a) El presupuesto dialogal y
b) El presupuesto de conciencia
San Ignacio no ha inventado ni el diálogo ni la conciencia, pero sí los ha puesto como
prioritarios en el centro de su visión de Dios y de la sociedad humana. Recordemos en
qué consisten estos presupuestos ignacianos y veamos algunas de las conclusiones
prácticas a que nos invitan.

a) Presupuesto dialogal
El principio hermenéutico que abre los Ejercicios Espirituales
Ignacianos es un presupuesto dialogal. Se trata del célebre “Prosupuesto” que Ignacio
sitúa entre el título de los Ejercicios (“Ejercicios Espirituales para vencer a sí mismo”,
etc. EE. 21) y el texto programático del “Principio y Fundamento” (“El hombre es criado
para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor y, mediante esto, salvar su
ánima”, etc. EE.23). ¿Qué “presupone” Ignacio de la persona que quiere beneficiarse de
su pedagogía espiritual? Voluntad de comunicación y libertad de escucha. “Para que así
el que da los Ejercicios Espirituales, como el que los recibe, más se ayuden y se
aprovechen, se ha de presuponer que todo buen cristiano ha de ser más pronto a salvar
la proposición del prójimo que a condenarla; y, si no la puede salvar, inquiera cómo la
entiende; y, si mal la entiende, corríjale con amor; y, si no basta, busque todos los
medios convenientes para que, bien entendiéndola, se salve” (EE.22).

Ignacio dice aquí, a mi entender, cosas de gran importancia bajo un


lenguaje aparentemente banal y corriente. No podemos entretenernos ahora en un estudio
comparativo de este presupuesto ignaciano con el presupuesto de otras espiritualidades y
modos de pensar. Baste como botón de muestra comparativo el comienzo del “Discurso
del Método” de René Descartes –antiguo alumno de la Compañía-, que está en la base del
discurso científico moderno y de muchas maneras nuestras de pensar: “El buen sentido
es la cosa que mejor repartida está en el mundo, pues todos juzgan que poseen tan buena
provisión de él que aun los más difíciles de contentar en otras materias no suelen
apetecer más del que ya tienen. En lo cual no es verosímil que todos se engañen, sino
más bien esto demuestra que la facultad de juzgar bien y de distinguir lo verdadero de lo
falso, que es propiamente lo que llamamos buen sentido o razón, es por naturaleza igual
en todos los hombres; y, por lo tanto, que la diversidad de nuestras opiniones no procede
de que unos sean más racionales que otros, sino tan sólo de que dirigimos nuestros
pensamientos por caminos distintos y no consideramos las mismas cosas. No basta,
ciertamente, tener un buen entendimiento: lo principal es aplicarlo bien” (Discurso del
Método. Primera Parte. Alianza Editorial 2000, p. 81).

Descartes se interesa por el “Discurso del Método”, Ignacio por el


método del discurso. Los Ejercicios Espirituales Ignacianos nos proponen una relación
dialogal a tres bandas (ejercitante, ejercitador y Dios, Nuestro Señor) de la que dependerá
la salud – salvación de la persona que entra en ejercicios. Ignacio no presupone como
Descartes un “buen sentido”, sino un “buen cristiano”, cuya bondad no depende del
buen uso de su racionalidad sino de su capacidad de diálogo con Dios y con el prójimo.
Con cuatro siglos de adelanto Ignacio nos recuerda aquí que “la razón humana no es
monológica, sino dialógica” (Adela Cortina, La ética de la sociedad civil, Anaya 1994, p.
133). No nos interesa ahora resaltar la genialidad ignaciana de su futurista filosofía y
teología del lenguaje, sino simplemente el recordar el contenido fundamental de su
presupuesto antropológico dialogal, para situar en toda su amplitud y profundidad uno de
los rasgos característicos de su espiritualidad, que tendrá importantes consecuencias
educativas para sus discípulos –como veremos más tarde -.

b) Presupuesto de conciencia
El otro presupuesto metodológico ignaciano es el presupuesto de la
conciencia. Lo encontramos también en los Ejercicios Espirituales, diez números más
adelante que el presupuesto dialogal, como introducción al “examen general de
conciencia” (EE. 32). Ignacio presupone “tres pensamientos en mí, es a saber, uno
propio mío, el cual sale de mi mera libertad y querer, y otros dos, que vienen de fuera: el
uno que viene del buen espíritu, y el otro del malo”.

De nuevo estamos aquí ante una lenguaje, que en su aparente


sencillez dice cosas enormes: el bien y el mal vienen de fuera - como gracia o desgracia -;
el yo es libre; el corazón es un campo de batalla. El desarrollo de los Ejercicios –de la
espiritualidad ignaciana– ilustrará y dará un contenido real a esas afirmaciones.

Para nuestro propósito de búsqueda de rasgos fundamentales de la


identidad ignaciana que tengan una incidencia importante en su espiritualidad y
pedagogía pastoral, conviene subrayar aquí la complejidad y riqueza del yo ignaciano. La
sociedad ambiente nos tiene acostumbrados –y desde siglos- a considerar la conciencia
humana desde perspectivas simplistas y excluyentes. Baste señalar las aporías culturales
recurrentes, que tratan inútilmente de armonizar cuerpo y espíritu, necesidad y libertad,
ciudadano y sociedad, etc. En mi opinión, el debate actual y mundial sobre el
“pensamiento único” (subordinación indebida de lo político a lo económico) y su
devastador imperio ilustra bien la impotencia cultural y espiritual de nuestros
contemporáneos ante cuestiones de vital importancia para su supervivencia y la urgencia
de alternativas (... de “salvación”, diría Ignacio). En frase feroz sobre un cierto
pensamiento reductor contemporáneo, Charles Peguy afirmaba del kantismo que tenía las
manos puras, pero que no tenía manos.

Ilusión o realidad es también la preocupación ignaciana. Para


Ignacio el simple yo no existe; es decir, el yo simple independiente de toda realidad y
relación exterior a él. Existe la persona humana resultado de múltiples y ricas
convergencias. Aquí se sitúa su “principio y fundamento” antropológico y teológico,
radical: “El hombre es criado” (EE. 23) por y para Dios, en y con otras personas
humanas de igual destino y dignidad. “No corras –dirá en frase feliz e ignaciana, otro
antiguo alumno de la Compañía, el gran poeta Juan Ramón Jiménez- que a donde tienes
que llegar es a ti mismo”. Los Ejercicios Espirituales dan una pedagogía espiritual “para
vencer a sí mismo” (EE. 21), pero no a fuerza de más egoísmo autista, sino gracias al
reconocimiento de mi rica vocación de servicio y de auténtico amor.

No nacemos persona, nos hacemos y nos hacen persona: la realidad,


las circunstancias y los diversos amores y desamores que tejen nuestra vida. La
conciencia ignaciana se sitúa en el corazón de esa batalla por una existencia plenamente
humana y feliz, en donde nadie ni nada quede arbitraria o egoístamente excluido. La
espiritualidad ignaciana en sus manifestaciones más logradas –apostólicas y educativas-
nos conduce al reconocimiento de una identidad propia de gran riqueza y actualidad, que
si no sonara pretenciosamente llamaría, sin más, “el evangelio de la persona”. A mi
entender, ese evangelio ignaciano tiene varios componentes específicos, que son otros
tantos desafíos pastorales y educativos –que en una segunda parte de mi ponencia, más
práctica, quisiera ahora desarrollar-.
(Espiritualidad, componente de la identidad ignaciana)

II El Evangelio de la Persona: rasgos de la identidad ignaciana y su incidencia en la


formación universitaria que impartimos. Deseos y realidades. Material para evaluaciones
e intercambios.

1. Identidad responsable, espiritualidad comprometida


“No hay un sistema de Educación neutro, puramente aséptico, sin
esa imagen de fondo, que últimamente es una filosofía o una teología del hombre y del
mundo. Y es precisamente esta imagen la que hace valer o no un sistema educativo, por
encima de los métodos, programas, medios..., importantísimos, ciertamente, pero al fin
subordinados a esa imagen. Ahora bien, ¿qué imagen es esa que concurrimos a formar?”
(Pedro Arrupe, 22-1-1978). La nuestra y la de los que nos son confiados.

2. Identidad inclusiva, espiritualidad incluyente (Fe-Justicia & Fe-Culturas)


“No basta denunciar la pobreza, la injusticia, o el deterioro del
medio ambiente. Es necesario hacerlo universitariamente, con sabiduría espiritual, y con
el cultivo existente de los saberes necesarios para construir nuevas realidades más justas
y más humanas. Tenemos que ordenar los medios a sus fines correspondientes. Por eso
hoy más que nunca necesitamos una Universidad que, en la formación de los jóvenes, en
sus investigaciones, y en su voz en la sociedad, se distinga por su conexión con las
necesidades de los pobres y sus aspiraciones legítimas, al mismo tiempo que hace de
puente con el mundo empresarial y con la gestión pública, para que puedan construir una
sociedad inclusiva con oportunidades de vida digna para todos” (Mensaje del P. General
por el 60° aniversario de la Universidad Iberoamericana, 7 Marzo 2003, Ciudad de
México). ¿Qué priorizamos? ¿Qué no excluimos?.

3. Identidad plural, espiritualidad común


“La misión de la Universidad, sobre todo en países en vías de
desarrollo, es gigantesca: preparar los profesionales que puedan transformar la sociedad
en que vivimos, logrando su desarrollo integral; analizar los grandes problemas del país
en investigaciones de gran calidad científica, y ofrecer las mejores soluciones a dichos
problemas; ayudar eficazmente a transformar los valores sociales partiendo de una
verdadera concepción del hombre y del mundo. Por eso se necesitan equipos integrados
de laicos y jesuitas, con ideas claras sobre la sublime misión de la Universidad, y con un
profundo compromiso universitario y cristiano. Catedráticos, administradores, directivos,
todos deben compartir la ilusión de esta misión” (Luis Achaerandio Zuazo sj.,
Características de la Universidad inspirada por el carisma propio de la Compañía de
Jesús, Universidad Rafael Landívar, 1994). ¿Ilusionamos?

4. Identidad “objetiva”, espiritualidad de metas


“Nunca sopla buen viento para quien no sabe a dónde va”, refrán
marinero.
La oración ignaciana: “pedir lo que quiero”. La aportación jesuita:
principios “Ad Amorem”. ¿Qué pasos? ¿Para qué proyectos?

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