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Vida Religiosa y
profesionalización
Toni CATALÁ, SJ*
Somos muy buenos observadores de lo que pasa. Cada día hay más
«observatorios». Antes sólo eran astronómicos: sólo se «observaban»
fenómenos naturales; ahora los hay para la emigración, para la
violencia domestica, de bioética y derecho, de salud y mujer... Dios
me libre de negar la necesidad de observar; pero hace faltar elaborar.
Necesitamos observadores y diagnosticadores, pero hacen falta
muchos más elaboradores. Elaborar, según el Diccionario de la Real
Academia, significa «transformar una cosa u obtener un producto por
medio de un trabajo adecuado». Nos topamos otra vez con el trabajo,
entendido como proceso de transformación y de producción; pero esto
en la cultura «posmoderna» suena muy fuerte. Ya es asunto casi de
risa el hablar de modificar o transformar la realidad; ésta parece
dejada a su aire, y da la impresión de que no hay nada que hacer, o de
que no se puede hacer nada.
Como bien y duramente afirma Metz5, se está generando una
«mentalidad de espectadores». Esta mentalidad y actitud también se
está dando en la Comunidad Cristiana, donde cada vez hay más gente
mirando el mundo desde fuera; y lo más grave es que este ser
espectadores conduce al lamento y a la gesticulación inútil, es decir, a
la desolación. Esta mentalidad y actitud es muy peligrosa, porque
mutila nuestro modo de estar en el mundo, restándole posibilidades.
Cuando sólo observamos, convertimos la realidad en puro objeto;
cuando nos implicamos, descubrimos sujetos; y cuando descubrimos
que «ellos» son «tús», nos engarzamos en la vida de otro modo: la
vida cobra sabor, toca el corazón, se palpita con las gentes y con la
vida. Este engarce pasa por el trabajo, por la labor, por la mediación,
por la implicación. Hay que aprender entonces destrezas; hay que
manipular, en el sentido de «operar con las manos o con cualquier
instrumento», de «tocar» la realidad. Entonces hay que tragarse para
siempre que «la prosa de la realidad no tiene el lirismo de las
formulaciones» (P. Ricoeur). Porque se abajó, fue exaltado; «tocó» el
fondo de la condición humana, y por eso lo cantamos como el Santo:
«La Gracia está en el fondo de la pena».
Me sigue dando que pensar cómo en los Ejercicios Espirituales
(101-109), presenta san Ignacio en la misma contemplación, no en dos
distintas, a la Trinidad Santa mirando el mundo y obrando la
redención: «ver y considerar las tres personas divinas como en el su
solio real o throno de la su divina majestad, cómo miran toda la haz y
redondez de la tierra... obrando la sanctísima incarnación, etc.». Mirar
y obrar, observar y trabajar. Nuestra cultura nos invita a mirar, pero
no a obrar. Sospecho que, entre otras cosas, este obrar cuesta porque,
frente a la grandiosidad de la mirada sobre «la haz y redondez», se da
también en lo pequeño y perdido, en Nazaret, en lo anónimo, en lo
carente de relevancia, y ello contradice nuestro delirio de un yo
personal e institucional fuerte, relevante y centro de todo. La idolatría
del yo no soporta la espesura de lo perdido, lo insignificante y lo
pequeño. Lo único que hace María de Nazaret ante el Mensajero es
expresar su impotencia.
La distinción entre la vida «oculta» y la vida «pública» de Jesús de
Nazaret no ayuda a insertarse laboriosamente en la vida, a en-carnarse
en la vida laboral y profesional, la «común ley», porque da la
impresión de que sólo tiene sentido lo público, lo que se ve, lo que se
observa, y en nuestra cultura lo que no se ve y se exhibe parece que no
existe. Sólo existe lo que sale en los medios de comunicación, cuando
resulta que lo oculto está preñado de Misericordia. No me resisto, en
un momento en que la Vida Religiosa está preocupada por su
significatividad, a recordar una historia bizantina de «locura y
santidad» que nos puede ayudar a mirar la vida desde el
«ocultamiento» del Hijo, desde la trama oculta que sólo ve el Padre
del Cielo. Se trata de la historia del «obispo obrero», que concluye con
esta alabanza a Dios del divino Efrén: ¡Cuántos siervos ocultos tiene
Dios, y Él es el único que los conoce!6
«¡Cuántos siervos ocultos tiene Dios, y Él es el único que los
conoce!». Esta historia conmovedora nos tendría que hacer caminar
humildemente y mirar la vida con ojos limpios, para percibir que hay
mucha bondad y compasión «oculta» bajo los «cabellos polvorientos»
y la «ropa sucia» de nuestras gentes.