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Premio Nacional de Crítica y Ensayo:

Arte Contemporáneo en Colombia

Categoría: Ensayo Largo

Fernando Maldonado:
Revelaciones

Seudónimo: FULCANELLI
C.C. 19.498.336
Fernando Maldonado: Revelaciones
Por Fulcanelli
La aguzada percepción de un artista que navega por varios cauces de la plástica, desde el

dibujo y la pintura, hasta la escultura y la ilustración, advierte que la sobre exposición del

cuerpo por parte de lo mediático y lo virtual amenaza la extraordinaria existencia del erotismo

en la Tierra, y constituye una temeraria avanzada que nos aproxima inexorablemente a su

desaparición.

Si vivimos la post-historia como algunos teóricos han llamado a este tiempo servil,

debemos habituarnos por tanto a la ausencia del hombre como concepto y resignarnos

al reino donde el sujeto parece haber encontrado su extinción, su suicidio filosófico; o

en caso contrario, fecundar —como lo hace Fernando Maldonado— una opción donde el

cuerpo impere colmado de los signos que por milenios lo han convertido en un espacio tan

perturbador.

Primero fue el arte abstracto el que hace un siglo promulgó su abolición y en estas

últimas décadas, vigías de otra forma de su agonía, debimos presenciar como el cuerpo fue

atrapado en el estadio de lo explícito, de lo hiperreal, de lo fácilmente expuesto. Y así, si le

creemos a Roland Barthes, nuestra sexualidad se encontró anulada por la aparente libertad

que nuestra sociedad propala: por la "ausencia de represión". Esas ventanas y rendijas

por donde observa el espectador a las figuras pintadas por Maldonado, aquellos cuerpos

femeninos sorprendidos en sus rituales privados, no son otra cosa que el intento de recobrar

una formulación prohibida, de decirnos que estamos espiando algo proscrito para recuperar
al evasivo erotismo, para crear dentro de nosotros ese dique que intensifica las fuerzas

transgresoras de lo imaginario.

En la pintura de Fernando Maldonado los personajes padecen de una soledad que no

transige sino con la muerte. Sus imágenes pintadas asiduamente desde una perspectiva

imposible, donde se suman dos o más puntos de fuga que le conceden su alta violencia

estética, dejan muchas veces percibir en las sombras de sus adustos hombres y de sus

deleitosas mujeres, agujeros luminosos que nos recuerdan la omnipresencia de la muerte, de

su ojo solar siempre acechante, de su sigilo ineludible. La metáfora de la sombra perforada,

tan cara al artista, es una seña sobrecogedora y halla su desbordamiento si evocamos la

sentencia de Edmond Jabès inscrita en El libro de las preguntas, que podría ser sin lugar a

dudas una excelsa definición de toda pintura: “los colores son los gritos de la sombra”. Un

alarido luminoso, un canto que retrae a las tinieblas...

Las figuras de Maldonado parecen avizorar la lejanía, se enfrentan serenas al destierro

interior, y en realidad expresan su ser amurallado, su presencia inaccesible. Las estancias en

donde las sorprendemos enfatizan su condición de objeto y aquellos seres ensimismados se

exponen a nuestra contemplación, porque el pintor quiere potenciar nuestra mirada, decirnos

que ellos son lo expuesto, pues jamás advierten que los observamos —y allí radica una de

las claves de su inquietante pintura—, debido a que por ese artilugio de inocencia, por ese

distanciamiento singular, nos convertirnos en el sujeto que espía, en el voyeur que presencia

un acto privado, que revela una soledad irreductible o que elucida un oráculo íntimo.

Lo teatral habita esta pintura propiciadora, tal vez porque el barroco ha dejado su herencia

en este universo intimista, pues como lo señalara André Malraux en Las voces del silencio,
la “pintura quiso ser un teatro sublime”, o en verdad, un drama sin devenir, que acontece

fuera del tiempo, en lo alto del momento, porque “el instante es la más desnuda soledad en

su valor metafísico” (Bachelard).

Los ritos siempre devienen en simple representación, y como es sabido, nuestra sociedad

en su hartazgo ha hecho del cuerpo un escenario sin misterio, una estricta referencia expuesta,

consumible, obscena, desmedida, sin su fulminante poder transgresor. Hemos descubierto

que en la desconfiscación del deseo, en la entronización mediática de lo corporal, existe

un calabozo más temible para el placer que en los oscurantismos inventados por las más

crueles religiones. La devastación del cuerpo no fue un producto del cerrojo cristiano que

periclitó la opción de su goce sino de la escalada del hombre de nuestros días empeñado en

desnudarlo hasta el hastío. Édouard Manet en 1866 cuando pintó “El origen del mundo”, no

podría imaginar que aquella desmesurada transparencia con la que se comenzaba a plasmar

el sexo femenino terminaría por poner en peligro las raíces del deseo y ocasionaría un viraje

en la concepción de nuestra sexualidad.

La exploración de Maldonado no ha tenido tregua. Después de haber pasado durante

su primera década creativa por lo que podría llamarse un “futurismo religioso”, recurrente

en vírgenes galácticas y profetas citadinos, se adentró en un universo de "Levitantes",

donde la magia se celebra, en el cual algunas plantas como el peyote y la sábila producen

maravillosas composiciones, o donde peces anaranjados flotan en jaulas rústicas para el

asombro del contemplador.

En ese periodo seres que controlan extraños poderes protagonizan sus cuadros. El Don

Juan de Castaneda es secretamente evocado y lo chamánico funda una realidad alterna,


como si asistiéramos a una religión que aún no podemos aprehender. La “salida en sí mismo”

promulgada por Artaud encuentra en esa fase su exuberante escenario. Y complementando

ese universo de poder interior, esa obsesiva búsqueda de lo sagrado, este artista, quien

bebiera en la fuente del surrealismo y del expresionismo, profundizó febrilmente en

atmósferas urbanas captando pasajeros en buses y fijando escenas interiores de gran

belleza, consolidándose como uno de los más notables pintores en el desarrollo de los

ambientes urbanos en esta patria incierta. Y es aquí —es importante mencionarlo— durante

esta exploración, cuando eclosiona un elemento que iría a caracterizar gran parte de la obra

que realizaría después, un poderoso signo transversal en su plástica: la interpictoridad, la

desacralización que realiza frecuentemente de grandes obras del arte abstracto y conceptual

del siglo XX, utilizándolas como alfombras, cortinas o prendas en sus cuadros; sistemática

profanación artística, donde sus víctimas son piezas de Frank Stella o Kasimir Malevich,

de Mondrian y Kandinsky, degradadas por el arco del humor, a un plano exclusivamente

ornamental.

Aunque en aquella prolija "serie urbana" la referencia de Edward Hooper parece

inevitable, es necesario hacer al respecto ciertas precisiones. La ambientación de la urbe y el

intimismo impenetrable de sus personajes es a veces coincidente, pero Maldonado adiciona

a la búsqueda del gran pintor estadounidense una impronta surrealista, unos elementos

mágicos inquietantes, un color local de singular cromatismo y la certidumbre de oficiar una

denuncia de la farsa promulgada por el arte abstracto, que alcanza aquí un poder corrosivo.

Posteriormente irrumpe su homenaje al cosmos lúdico primigenio, y mientras recordamos

que hemos perdido la infancia pero no su poderío, los niños en estas obras son sorprendidos
en sus ensoñaciones, y completamente ajenos al malabarismo que realizan sus juguetes,

siguen abstraídos, sin poder advertir que los aviones y las muñecas de madera emprenden

una rebelión, un vuelo misterioso en su entorno, una fascinante renuncia de la gravedad.

Fiel a su calidad de voyeur inventa la serie la "ventana mágica" y retrata importantes

personajes de su admiración donde sobresale un ciego —Borges— observando atentamente

la hora en su reloj de pulso. La ironía protege estas aventuras artísticas. El acento expresionista

en sus figuras reviste contundencia. Las mujeres perturban, excitan y con desaire observan

el horizonte... No encuentro el rictus de la desolación en estos seres, sino la indiferencia que

concede una serenidad iniciática.

Por último, y para culminar este asedio a una obra incalificable, de una gran riqueza

pictórica y onírica, donde autos antiguos flotan y el sueño propone su otra realidad tan

generosa a los románticos, donde el surrealismo deja elementos inesperados y una zoología

lúdica, donde la sombra es puesta en entredicho por el poder de esa sombra mayor que es

la luminosa muerte, donde todos somos vigías de la soledad por el solo hecho de que el

cuerpo ha emprendido un exilio del que quizá jamás pueda retornar, el artista bogotano

decidió adentrarse en un universo que podríamos denominar sin ser imprecisos el “Oráculo

Moderno”. Aquí sus personajes indefensos, obnubilados, empequeñecidos por su cotidiana

existencia, se prosternan ante los televisores y los computadores para orar, para esperar de

ellos una señal que pueda hechizarlos, intentando evadir así su inútil realidad. Porque —

pareciera decirnos—, los seres de nuestro tiempo son tan insignificantes que ya no acuden

al oráculo de Delfos para encontrar la revelación, ni para leer la sabia sentencia “conócete
a ti mismo”, sino que obliterados ante los nuevos “medios de incomunicación” proclaman

un “desconócete a ti mismo”.

Y es por ello que para Maldonado la pintura continúa su febril pretensión de liberarse, de

oficiar la sorpresa, y este desprendimiento le concede un colorido denodado, unos cambios

de planos más radicales y fecundos. La pincelada es ahora más simple, más precisa y

violenta como una cicatriz, más difícil como una incisión en el cielo. Y de pronto todos

los elementos que el artista ha conquistado, los mundos que consagrara en su ardua labor

de seis lustros se vinculan, se fusionan para entregarnos el fulgor de una obra radical que

nunca acepta que lo sagrado haya perdido su dominio.

Y mientras somos sacrificados al nuevo y ubicuo tótem todos los pasajeros del mundo, ni

siquiera necesitamos de un templo enigmático o de un Chac Mool para que los sacerdotes

ultimen a las víctimas porque la ceremonia ocurre pasivamente en nuestros lechos. Los

dioses nuevos como los antiguos se alimentan de carne. La voracidad es tan visible que se

hace relevante reiterar el postulado del inconmensurable despojamiento del cuerpo que se

vislumbra en este atardecer existencial.

“¿Será que ningún dios, ni el del puro pensamiento, puede existir sin sacrificio humano?”,

se preguntó con desesperación la filósofa María Zambrano. Pero Maldonado —como

muchos integrantes de esta heroica resistencia— sabe que aquello es imposible y seguirá

oponiéndose con su pintura a la inmolación generalizada que se practica en homenaje a


las nuevas deidades, cuyas fauces rectangulares son las de la incandescente pantalla —

desde donde oscuros demiurgos tiranizan nuestras ideas y socavan nuestros sueños, como

aciagos productores de la “verdad” en el mundo—, porque si dejara de hacerlo el cuerpo se

desvanecería y con él nuestra oportunidad de que el erotismo nos reinvente noche a noche

en la transgresora majestad de su nada.

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