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El comunismo se propaga por el mundo pero muere el

espíritu revolucionario

Los soviéticos ofrecieron al mundo una ‘receta’ bien efectiva, tanto en


el plano político como en el económico. Eso quedó de manifiesto, al
término de la Segunda Guerra mundial, cuando comenzó a difundirse
el modelo por distintos rincones del mundo.

Hablemos de eso.

Recordemos: antes de 1945 se había asentado esa doctrina staliniana


del “socialismo en un solo país”. Más que un asunto del trabajador del
mundo, era una experiencia puramente soviética. Al término de la
Segunda Guerra Mundial, la fórmula de socialismo que les he
descrito, comenzó a prender en distintos rincones del mundo.

Esto, la expansión del comunismo, fue sin duda el hecho político más
trascendente que conoció el mundo en el periodo que estamos
estudiando en este curso (1945-1990).

Lo primero que hay que decir es que el comunismo no llegó a los


demás países como lo había hecho con los rusos. Hubo otros
caminos, distintas fases y matices importantes de considerar.

La primera posta de llegada del comunismo fue Europa Oriental.

En Europa Oriental las atrocidades de la guerra habían sido enormes.


Destrucción, genocidio, movimientos de población sin precedentes.
Pero todos estos sufrimientos colectivos no provocaron, sin embargo,
el mismo efecto vivido en Europa al término de la primera Guerra
Mundial. En ese entonces, el descalabro social y la muerte sembrada
en todas partes, muerte obrera sobre todo, había creado el espacio
para que se produjeran focos de descontento que fueron el caldo de
cultivo para el estallido de una serie de estallidos revolucionarios
espontáneos, que estuvieron a punto de cambiar el paisaje político de
Europa. En 1945 la realidad fue muy distinta. Los pesares sufridos en
Europa Oriental provocaron un repunte del comunismo, que ya no era
un proyecto revolucionario (había sido burocratizado por Stalin), pero
no hubo revoluciones proletarias espontáneas.... para que se
asentara el comunismo, en lugar de revolución, lo decisivo fue el
apoyo que dieron los soviéticos a los dirigentes comunistas locales.

El proceso de instalación de estados socialistas, dirigidos por partidos


comunistas configurados según el patrón soviético (es decir,
estalinista) comenzó a darse a partir del mismo momento en que las
tropas soviéticas comenzaron la ocupación de Polonia, Hungría,
Rumania, Bulgaria y Checoeslovaquia, luego de Yugoeslavia, Albania
y una parte de Alemania. Esto no sucedió en 1945, sino un par de
años antes.

Stalin no necesito de grandes movimientos de masas, de


revoluciones, de ingeniería social, para dar el zarpazo. Dejó instalado
en el territorio al ejército rojo. Los frágiles gobiernos de coalición
formados por las elites locales fueron barridos y las sociedades fueron
obligadas a ingresar al campo del socialismo real, sin ningún
entusiasmo. Llegaron directo desde Moscú camionadas de nativos de
esos países orientales, recién salidos de su adiestramiento moscovita.
Burocratas disciplinados, dispuestos a ejecutar sin discusión alguna
Moscú las decisiones de la Cominform o Agencia de Información
Comunista (constituida por Stalin en 1947), dedicada a dirigir los PC
de estos países satélites en Europa.

Esta acción de fuerza, ordenada por Stalin, contrariaba el acuerdo


explícito al que se había llegado con las potencias occidentales. Pero
no hubo reacciones firmes (no se habría necesitado mucho para
detener a Stalin en ese momento). Esta omisión de reacción, fue
tomada rápido como una aceptación, permitiendo que se consagrara
este orden abusivo. Contra occidente. También contra la voluntad de
los pueblos sojuzgados por los comunistas.

La aplicación de la receta stalinista no fue recibida con demasiado


entusiasmo por la gente. Especialmente en el capítulo de las purgas.
¿Qué necesidad había de esa barbarie? Los partidos comunistas
locales, sin embargo, tuvieron que organizar procesos públicos y
tuvieron que cortar cabezas. En algunos casos (el polaco y el
alemán), los comunistas locales lograron evitar ejecuciones de
comunistas destacados. También debieron avanzar con todo lo otro,
incluido en el paquete...

Los resultados de todo esto fueron dictaduras de partido único, que


funcionaban con solvencia gracias a la coacción, más que por el valor
que concedían los pueblos a estos proyectos. Esos regímenes
autoritarios, que lograron construir sociedades relativamente
igualitarias. Pero ya no ilusionaban, porque hacía rato que habían
dejado de encarnar las banderas de la revolución.

¿Cómo era? ¿en qué se había concretado, por fin, el modelo soviético,
cuando comenzó a ser aplicado en otras partes?

Podemos definirlo con bastante precisión histórica: Se trata de un


sistema de organización económica y social basado en la propiedad y
administración colectiva o estatal de los medios de producción y en la
regulación por el Estado de las actividades económicas y sociales, y la
distribución de los bienes. A través de esta forma de organizar la
economía y la sociedad se busca algo muy concreto: el socialismo
trata de erradicar las diferencias económicas entre los diversos
estratos de la sociedad. Para imponer un modelo de sociedad más
igualitaria (aunque no necesariamente más integrada) el Estado
ultropoderoso que preside cada aspecto de la vida (no sólo los
económicos) necesita un instrumento: el estado se encarna en una
organización concreta (el partido comunista) que no tiene ningún
contrapeso, que ejerce una implacable dictadura, siempre en
coordinación con la cabeza de este bloque político, que se encuentra
en Moscú.

En todas estas copias del modelo soviético, pues, terminamos


encontrando, en grados variables, los mismos elementos (sino todos
ellos, por lo menos algunos, en grados variables):

a) Sistemas políticos monopartidistas con estructuras de autoridad


muy centralizadas (a veces dependientes de la voluntad de una sola
persona), dependientes del poder central en Moscú.

b) Divinización de la personalidad de los dirigentes supremos.


c) Una verdad cultural e intelectual determinada por la autoridad
política: no existen las libertades básicas de movimiento, de
pensamiento, de opinión.

d) Purgas hacia dentro y hacia fuera del régimen.

e) Economías de planificación central, incluyen alguna versión de los


planes quinquenales y de la (cuestionable) reforma agraria soviética.

Lo que destaca en este modelo son algunos elementos que ustedes


seguro ya adviertiron. Se trata, en lo esencial, de dictaduras bastante
coercitivas, que no se legimitan por su popularidad, sino por dos de
sus grandes logros, que, veremos, resultan muy atractivos a los
países subdesarrollados: su capacidad para generar sociedades más o
menos igualitarias (los países del tercer mundo son odiosamente
desiguales) y su notable capacidad para provocar procesos de
desarrollo acelerado, en poquitos años.

El modelo particular de socialismo de los soviéticos aportó, hemos


visto, el primer (único) camino no capitalista de desarrollo que
conocimos en el siglo XX que lograba, de manera efectiva, atenuar
las diferencias de clases, en sociedades en que esas diferencias eran
graves. ¿Ofrecía el socialismo real la eliminación de todos los factores
de desigualdad, por ejemplo los étnicos? Eso es imposible. Las
diferencias no desaparecieron del todo en el campo socialista,
habitado por realidades humanas tan misceláneas, pero se
conformaron, sin embargo, mundos sociales mucho más parejos. Y lo
más importante de todo, sociedades industrializadas...

El modelo soviético, al final, fue sobre todo una receta económica


efectiva en el caso de los países a los que les iba muy mal.

Esto quedó muy claro luego de la experiencia de aplicación en Europa


oriental.

El éxito de los nuevos regímenes comunistas era difícil de negar para


nadie. Los planes quinquenales permitieron que países agricolas muy
atrasados como los de Europa oriental comenzaran a industrializarse
muy aceleradamente. A todos ellos les fue relativamente bien en ese
ámbito, a costos sociales enormes (la promesa de una vida mejor,
bajo el socialismo, quedó relegada para un futuro remoto). Pero en
una escala macro, más allá de lo que pudieron vivir y sufrir los
protagonistas, el status de estos países fue mucho mejor luego de la
arrasadera estalinista, de lo que estaba antes. A todos menos al
único país con una economía más o menos moderna: el balance de
Alemania oriental era el único realmente negativo.

¿Cuál era la conclusión? Simple. El modelo soviético servía más en los


países atrasados que en los avanzados. Les aportaba, junto con
factores de igualdad de efectividad a veces discutible, un programa
apurado que permitía llevar al desarrollo, en una década y algo más,
en sociedades agrícolas precarias.

Por ese motivo la opción soviética de socialismo resultó tan atractiva


en el tercer mundo, en la etapa que se abre a partir de 1945.

Pero no se trataba de realizar una copia perfecta, sino de tomar


ciertos aspectos del estalinismo que funcionaban, como apoyo a
proyectos de liberación mucho más amplios, mucho más libres, más
diversos en sus alcances y propósitos, a veces completamente
distintos de los que inspiraron a los rusos o a los yugoeslavos (p. ej.,
de liberación de la tutela de las potencias colonialistas). Esas
adaptaciones no sólo estaban muy lejos de los contenidos políticos
que eran inherentes a un modelo (cuya sustancia era resultado de la
historia muy propia de los rusos). Eran infieles también por otro
motivo, acaso más importante.

Había algo que ya no era posible copiar: la vocación revolucionaria.

Los socialismos reales demostraron ser muy poco revolucionarios, si


se entiende como revolucionario intención de profundizar los
cambios, buscando nuevos caminos en la construcción del socialismo,
usando como motor las energías transformadoras de movimientos de
masas auténticos.

Es importante remarcar este punto.


El ejército rojo trajo el comunismo a Europa, no la revolución. El
socialismo auténtico, que quería construir por etapas, avanzando
siempre hacia futuros mejores, hasta llegar a la comunidad perfecta
(la del comunismo), fracasó en lograr incendiar el mundo capitalista.
No se propagó allí, en el corazón del primer mundo, como predijera
Marx. Tampoco logró revivir, como revolución que profundiza una
herencia socialista, en el segundo mundo, que hemos comentado. Al
principio devino en un aislado proyecto que se daba en un solo país
europeo, una verdadera monarquía no hereditaria, cuyo rasgo más
sobresaliente eran sus políticas de centralización política, económica
y cultural. Al término de la Segunda Guerra se proyectó el socialismo
soviético hacia Europa. Pero ya no se trataba de una piedra caliente,
no se trataba de revolución verdadera, sino del remedo de un
proyecto que ya estaba focilizado.

No se innovó en nada. Sólo se hizo réplicas a escala de la ortodoxia


estalinista.

En realidad la revolución desapareció en el norte del mundo como


posibilidad, como perspectiva, como cualquier cosa. Allí las políticas
de cambio se congelaron. En el mundo socialista ya nadie pensó en
profundizar la revolución, en seguir impulsando el proyecto socialista,
explorando otras posibilidades, distintas a las imaginadas por Stalin.
Lo que se dio fueron burocracias sumamente conservadoras, que
repetían sin mucha novedad esas recetas que los soviéticos habían
creado hace tanto tiempo.

Ya no había interés en las novedades, solo en la sobreviviencia.


Porque luego de la muerte de Stalin el edificio el socialismo comenzó
a vivir un largo marasmo político, del cual no logró salir nunca. El
edificio de los socialistas reales comenzó a mostrar numerosas
fisuras. Tantas que los dirigentes de los PC en la URRS y de la
Cominform no tenían tiempo, ni recursos, ni capacidad para pensar
en otra cosa que apuntalar las estructuras con parches precarios que
impidieran que todo se viniera al suelo (luego vuelvo sobre el tema
de la crisis final de los socialismos reales).
Para los soviéticos el asunto del socialismo parecía políticamente
resuelto: habían logrado poner un pie fuerte en esa Europa que
servía como colchón-protector para el ruso, habían logrado crear un
mundo propio, en la parte de arriba del orbe.

Las bombas nucleares hicieron el resto. Cuando los soviéticos


pudieron contar con armas de destrucción masiva, su ecosistema
político pareció completamente seguro. En 1955 pudieron luego
formar un pacto defensivo conveniente y eficiente (el pacto de
Varsovia), que les aseguraba la paz con occidente. Ya no había
amenazas reales para la URRS en sus dominios. Era posible, pues,
cerrar ese mundo tranquilo con una pesada “cortina de hierro” que se
encargaría de mantener el campo socialista bajo perfecto resguardo.

Es cierto que muchos advertían la necesidad de introducir cambios en


el régimen, para asegurar que pudiera seguir funcionando en el
nuevo escenario que planteaba un mundo mucho más complejo, que
exigía adaptaciones y actualizaciones constantes. Es cierto, por lo
mismo, que surgieron corrientes minoritarias dentro del régimen, que
abogaban por la realización de ciertos cambios. Pero estos cambios
no buscaban ni profundizar el socialismo ni modificar un ápice la
creación de Stalin: buscaban solamente hacer lo necesario para
asegurar su prolongación, acaso para la eternidad....

Por lo demás, incluso estos conservadores, disfrazados de


reformistas, tenía poco que hacer. Mientras siguió viva esa elite de
burócratas formada por Stalin, no fue posible mover una hoja dentro
del sistema. Hubo que esperar a que desapareciera el último gran
lider estalinista para que Gorvachov retomara, en el nombre de las
nuevas generaciones de comunistas, ese espíritu transformador del
principio (cuando, por otra parte, ya era muy tarde).

¿Para que agregar nuevos comensales a la mesa del socialismo real


(un tipo de régimen que ya estaba para pieza de museo)?

La revolución China, que llevó al poder al PC local, siguiendo un


camino revolucionario propio (en el que nada tuvieron que ver los
soviéticos) los sacó de esa política por un tiempo. No podían permitir
que esta gran nación-continente se le escapara. Sobretodo luego de
que China provocara una guerra en la vecina Corea, que dejó a los
soviéticos enredados en un asunto desagradable, con los
estadounidenses. Lo mismo pasó más adelante, en forma espaciada,
con Cuba (1959), con Argelia (1962). Pero ya sin esa conviccion
troskysta que quería mundializar la revolución. Lo cierto es que a la
URRS, más allá de estos casos aislados, parecía no importarle mucho
lo que pasara con los revolucionarios del resto del mundo.

En otra nota vuelvo sobre esto. Lo importante, para esta parte de mi


argumento, es asentar la idea siguiente: el proyecto de socialismo, a
la soviética, parecía haber concluido del todo. Por lo menos para los
rusos.

Pero ¿para el resto?

Para el resto la revolución seguía despertando grandes ilusiones. En


los años sucesivos se fueron agregando nuevos invitados al “campo
socialista”. Pero vinieron de más al sur. Sin que tuvieran mucho que
ver los soviéticos. Allí, en ese rincón acaso mucho más impensado
que en la Europa atrasada, la revolución tomó más fuerza que nunca.
La llamarada del cambio prendió como nunca coloreando de rojo un
tercio del mundo. Un rojo de revolución.

Estos nuevos socios del club comunista no necesitaron la ayuda del


ejército rojo, como los de Europa oriental. Les bastaron sus
convicciones. Allí el socialismo era una bandera propia. Allí si se creía,
como en ninguna parte, en la urgencia de inventar caminos propios
para asaltar los estados: allí si se creía en la revolución, como no lo
había hecho ningún europeo (desde luego más que esa minoría
infima de bolcheviques que había sembrado el primer socialismo); allí
espíritu revolucionario era fresco y permitía soñar nuevos caminos
para iniciar la transición al socialismo; como el “socialismo con
empanadas y vino tinto” de Allende: cualquier camino menos la
receta tan burguesa, de los prudentes soviéticos, con su prudente
ejército regular (comprometido en esa prudente Guerra Fría, cuyo
único objetivo era mantener la estabilidad en el mundo, mucho más
que sembrar el cambio revolucionario).

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