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(15) Para desarrollar un centro, uno no trabaja directamente en él: Uno hace lo que lo desarrollará como
resultado de hacer. Por
ejemplo, amar abre el centro del corazón. Trabajar en cualquier campo creativo vivifica el centro de la
garganta, etcétera.
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Una noche, uno de los invitados era un gran actor conocido por su enorme talento
en el cine como en los escenarios. Era, en particular, uno de mis héroes y disfruté
escuchándolo hablar.
Mucho más tarde uno de los invitados le preguntó cuál ra el secreto de su arte. —
Bueno —dijo el actor—, es curioso, pero aprendí mucho aciendo siempre la misma
pregunta cuando era joven. De Niño, me encantaba el circo: todo colorido, ruidoso,
extravagante y excitante. Me imaginaba que yo estaba allí en la pista bajo las luces,
sintiendo los rugidos de la gente. Me sentía estupendamente. Uno de mis héroes era un
funambulista de una Compañía circense famosa; tenía un equilibrio y una gracia en cuerda
extraordinarios. Entablamos amistad un verano; yo estaba fascinado por su habilidad y por
el aura de peligro que rodeaba, pues muy rara vez usaba la red. Una tarde, a fínales de
verano, estaba yo triste porque el circo se marchaba al día siguiente. Busqué a mi amigo y
charlamos en la oscuriad. En ese instante, lo único que quería era ser como él; queria
meterme en un circo. Le pregunté cuál era el secreto de su habilidad.
»Primero —me dijo—, veo cada paso en la cuerda como el más importante de mi
vida, el último que voy a hacer, y quiero que sea el mejor. Planeo cada paso con mucho
cuidado; muchas cosas de mi vida las hago por hábito, pero esto no. Me cuido de todo: de
la ropa que llevo, de lo que como, de mi imagen. Repaso mentalmente cada paso y lo veo
como un gran éxito antes de hacerlo; me imagino lo que veré, oiré y cómo me sentiré. Así
no tendré sorpresas desagradables. También me pongo en lugar de la audiencia, y me
imagino lo que verán, oirán y sentirán. Hago todo esto antes de actuar. Cuando estoy
arriba, en la cuerda, aclaro la mente y me concentro profundamente en lo que hago.
No es esto exactamente lo que yo quería oír en aquel momento, aunque por alguna
extraña razón, siempre recuerdo sus palabras. —¿Tú crees que no pierdo el equilibrio? —
me preguntó. —Nunca he visto que lo perdieras —contesté. —No es cierto —me dijo—.
Siempre estoy perdiéndolo. Lo que pasa es que siempre lo controlo con los límites que me
pongo. No podría pasar por la cuerda a menos que perdiera el equilibrio constantemente,
primero hacia un lado y luego hacia el otro. El equilibrio no es algo que se tiene como los
payasos tienen una nariz falsa, es un estado controlado de movimiento de un lado a otro.
Cuando termino de pasar, repaso todo para ver si hay algo de lo que pueda aprender, y
luego me olvido de todo. —Yo aplico estos mismos principios a mi forma de actuar —dijo
el actor.
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Melburn McBroom era un jefe autoritario y dominante que tenía atemorizados a todos sus
subordinados, un hecho que tal vez no hubiera tenido mayor trascendencia si su trabajo se
hubiera desempeñado en una oficina o en una fábrica. Pero el caso es que McBroom era
piloto de avión. Un día de 1978, su avión se estaba aproximando al aeropuerto de
Portland, Oregón, cuando de pronto se dio cuenta de que tenía problemas con el tren de
aterrizaje. Ante aquella situación, McBroom comenzó a dar vueltas en torno a la pista de
aterrizaje, perdiendo un tiempo precioso mientras trataba de solucionar el problema.
Tanto se obsesionó que consumió toda la gasolina del depósito mientras los copilotos,
temerosos de su ira, permanecían en silencio hasta el último momento. Finalmente el
avión terminó estrellándose y en el accidente perecieron diez personas. Hoy en día, la
historia de este accidente constituye uno de los ejemplos que se estudia en los programas
de entrenamiento de los pilotos de aviación.’ La causa del 80% de los accidentes de
aviación radica en errores del piloto, errores que, en muchos de los casos, podrían
haberse evitado si la tripulación hubiera trabajado en equipo. En la actualidad, el
adiestramiento de los pilotos de aviación no sólo gira en torno a la competencia técnica
sino que también presta atención a los rudimentos mismos de la inteligencia social (la
importancia del trabajo en equipo, la apertura de vías de comunicación, la colaboración, la
escucha y el diálogo interno con uno mismo). La cabina de un avión constituye un
microcosmos de cualquier tipo de organización laboral. Pero, aunque no dispongamos de
la evidencia dramática que supone un accidente de aviación, no deberíamos pensar que
una moral mezquina, unos trabajadores atemorizados, un jefe tiránico y, en suma,
cualquiera de las muchas posibles combinaciones de deficiencias emocionales en el
puesto de trabajo, carezca de consecuencias destructivas. En realidad, los costes de esta
situación se traducen en un descenso de la productividad, un aumento de los accidentes
laborales, omisiones y errores que no llegan a tener consecuencias mortales y el éxodo de
los empleados a otros entornos laborales más agradables. Este es, a fin de cuentas, el
precio inevitable que hay que pagar por un bajo nivel de inteligencia emocional en el
mundo laboral, un precio que puede terminar conduciendo a la quiebra de la empresa. El
hecho de que la falta de inteligencia emocional tiene un coste es una idea relativamente
nueva en el mundo laboral, una idea que algunos empresarios sólo aceptan con muchas
reservas. Un estudio realizado sobre doscientos cincuenta ejecutivos descubrió que la
mayoría de ellos sentía que su trabajo exigía «la participación de su cabeza pero no de su
corazón». Muchos de estos ejecutivos manifestaron su temor a que la empatía y la
compasión por sus compañeros de trabajo interfirieran con los objetivos de la empresa.
Uno de ellos llegó incluso a decir que consideraba absurda la idea misma de tener en
cuenta los sentimientos de sus subordinados porque, a su juicio, «es imposible
relacionarse con la gente». Otros se disculparon diciendo que, si no permanecieran
emocionalmente distantes, serían incapaces de asumir las «duras» decisiones propias del
mundo empresarial, aunque lo cierto es que les gustaría poder tomar esas decisiones de
una manera más humana. Ese estudio se realizó en los años setenta, una época en la que
el ambiente del mundo empresarial era muy distinto del actual. En mi opinión, estas
actitudes, hoy en día, están pasadas de moda y se está abriendo paso una nueva realidad
que sitúa a la inteligencia emocional en el lugar que le corresponde dentro del mundo
empresarial. Como me dijo Shoshona Zuboff, psicóloga de la Harvard Business School,
«en este siglo las empresas han experimentado una verdadera revolución, una revolución
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que ha transformado correlativamente nuestro paisaje emocional. Hubo un largo tiempo
durante el cual la empresa premiaba al jefe manipulador, al luchador que se movía en el
mundo laboral como si se hallara en la selva. Pero, en los años ochenta, esta rígida
jerarquía comenzó a descomponerse bajo las presiones de la globalización y de las
tecnologías de la información. La lucha en la selva representa el pasado de la vida
corporativa, mientras que el futuro está simbolizado por la persona experta en las
habilidades interpersonales».
Algunas de las razones de esta situación son bien patentes, imaginemos, si no, las
consecuencias de un equipo de trabajo en el que alguien fuera incapaz de reprimir una
explosión de cólera o que careciera de la sensibilidad necesaria para captar lo que siente
la gente que le rodea. Todos los efectos nefastos de la alteración sobre el pensamiento
que hemos mencionado en el capitulo 6 operan también en el mundo laboral. Cuando la
gente se encuentra emocionalmente tensa no puede recordar, atender, aprender ni tomar
decisiones con claridad. Como dijo un empresario: «el estrés estupidiza a la gente».
Imaginemos, por otra parte, los efectos beneficiosos del dominio de las habilidades
emocionales fundamentales (ser capaces de sintonizar con los sentimientos de las
personas que nos rodean, poder manejar los desacuerdos antes de que se conviertan en
abismos insalvables, tener la capacidad de entrar en el estado de «flujo» mientras
trabajamos, etcétera). El liderazgo no tiene que ver con el control de los demás sino con el
arte de persuadirles para colaborar en la construcción de un objetivo común. Y, en lo que
respecta a nuestro propio mundo interior, nada hay más esencial que poder reconocer
nuestros sentimientos más profundos y saber lo que tenemos que hacer para estar más
satisfechos con nuestro trabajo.
Existen otras razones menos evidentes que reflejan los importantes cambios que están
aconteciendo en el mundo empresarial y que contribuyen a situar las aptitudes
emocionales en un lugar preponderante. Permítanme ahora destacar tres facetas
diferentes de la inteligencia emocional: la capacidad de expresar las quejas en forma de
críticas positivas, la creación de un clima que valore la diversidad y no la convierta en una
fuente de fricción y el hecho de saber establecer redes eficaces.