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Antes de poner a consideración de Uds. una posible propuesta de reflexión a partir de las
conclusiones (provisorias, por supuesto) de nuestra mañana común de trabajo, quiero
agradecerles la generosidad y sencillez con la que han compartido conmigo las riquezas y
pobrezas de su vida eclesial: muchísimas gracias por su confianza. Para mí, ha sido como
ser llevada cálidamente al interior de la casa en la que Uds. viven cada día, de esa
realidad de la Iglesia santiagueña que quiere “desandar las certezas” que posee sobre su
propia identidad y conciencia eclesial, “desandar el camino” que ha transitado junto a su
pueblo, junto a su “familia santiagueña”.
Pero también he experimentado que era la realidad universal de la Iglesia quien nos
albergaba y recibía a todos; que era ella, por el don del Espíritu, quien constituía nuestra
común “casa y escuela de comunión”, capaz de configurarnos con el Misterio del Dios
Vivo y entramarnos a todos en el misterio de una Caridad que ampare, recree y origine
nuevamente a nuestra tierra. Pues es junto a Él, por Él y en Él que deseamos acompañar
a nuestro pueblo en sus alegrías y sufrimientos, desentrañar sus acontecimientos desde
una palabra que provenga de la hondura del Espíritu, ofrecer nuestra vida para que su
bendición la vuelva pan y sustento de los nuestros: es sólo el Dios hecho hombre quien
nos hace anhelar que nuestra historia, vida y acción sean compañía, palabra y pan para
los nuestros. Pues no podemos ni queremos llegar solos a la casa del Padre: queremos
abrir su puerta de las manos de aquellos con los que compartimos la vida y la fe, y que
éstas nunca más se hallen amenazadas.
En orden a esto, que creo que coincide con el sentir de todos, expongo lo que he
escuchado. A mi juicio, en sus palabras sería posible distinguir:
Todo ello está en las palabras que he oído, pero, si me permiten decirlo, también he
creído escuchar otras, con sonidos más débiles e inseguros, atravesadas de preguntas y
sin poder formularse como propuestas, palabras que se encuentran a mitad de camino
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Situándonos desde allí, intentaré esbozar algunos comentarios o propuestas sobre cada
uno de los puntos destacados con anterioridad.
Digo ello, porque la presencia de su historia como Iglesia, de su identidad de tal, de sus
criterios y propuestas, de la que por supuesto y con razón, se hallan orgullosos, constituye
una insondable riqueza. Ésta ha sido su carta común de presentación en la reunión; sus
lugares eclesiales fueron sus identificaciones personales; los criterios pastorales
asomaron entre sus palabras una y otra vez, con la naturalidad de quienes han
contribuido a formularlos. Mirados desde esta conciencia eclesial, las Semanas, la
Catequesis Presinodal y el Sínodo, se presentan como actos de brotan de la vida madura
de su Iglesia, como expresiones de una conciencia eclesial que busca ahondar en la
comunión y participación y entrar más profundamente en el misterio de servicio que
atraviesa su ser.
Pero dichos acontecimientos no son sólo signo de aquello, sino también de la necesidad
que tenemos como Iglesia de volver a recibirnos desde el Dios vivo; es signo de que
nuestra conciencia común experimenta que “desandar las certezas”, “desandar los
caminos”, no son sólo objetivos, propuestas que nos hacemos, sino necesidades
sentidas desde los límites que poseen nuestros objetivos, desde la fragilidad de nuestros
pasos, desde el anhelo aún no saciado de vida en Dios que padecemos en nosotros y en
la carne y sufrimiento de nuestro pueblo.
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En este orden, lo que quisiera poder expresar es que es su misma conciencia eclesial la
que quizás deba animarse a volverse pobre; quizás es ésta la riqueza cuya entrega no
puede negarse si a cambio de ella se encuentra ofrecido el don del seguimiento del
mismo Jesucristo; porque estaremos en el camino y en la incertidumbre, pero sus pasos a
nuestro lado bastarán. Sin intentar sacar de ello ninguna interpretación apresurada, sino
ofrecerlo sólo como dato a pensar, pongo a consideración de Uds. que el nombre de
Jesucristo, con independencia del material escrito en el que sí está, no ha sido puesto ni
una sola vez sobre la mesa que compartimos. No tengo ninguna duda de que es Él el
criterio último de sus actos y decisiones personales y de conjunto; no tengo ninguna duda
de que es por Él que entregan su vida a su pueblo: pero no han hablado de Él
explícitamente. En cambio, han hablado siempre de la Iglesia. Extraño a Jesucristo en sus
palabras, aunque seguramente no lo extrañaría si tuviera acceso a su interior. Las
preguntas que me hago son entonces: ¿cuál es el lugar que posee Jesús, el Cristo, en su
conciencia eclesial?, ¿cuáles son las figuras que expresan su Presencia en su vida de
Iglesia?, ¿cuáles son las figuras que lo opacan?
Quizás sea necesario ingresar también esta experiencia de compañía y diálogo con
nuestra sociedad, a la situación de los discípulos de Emaús. Tal vez sea necesario poner
frente a nuestros ojos las ilusiones que se agolparon en nuestro interior, los sueños más
audaces, esos que no contamos a nadie, pero que habitaban nuestro corazón. Tal vez
muchos debamos reconocer que la expectativa frustrada de los caminantes de Emaús era
la nuestra: “nosotros esperábamos que Él iba a ser el liberador de Israel”. Ésa es también
una propuesta de preguntas posibles para este segundo punto: ¿esperábamos como
Iglesia que esta instancia fuera la liberación de Santiago?, ¿hemos sentido golpeada
nuestra esperanza?, ¿queremos alejarnos de ese lugar (la Jerusalén del texto evangélico)
porque no parece haber ninguna otra posibilidad y queremos que no duela tanto? ¿Qué
ha hecho la sociedad santiagueña con lo mejor de nuestras propuestas? Hemos intentado
ofrecerle recursos para el diálogo: ¿ha ejercido su capacidad de hablar? Porque también
un pueblo habla con sus acciones y decisiones públicas y políticas. Cuando lo ha hecho,
¿qué ha dicho? No tanto con relación a la Iglesia, sino, ¿qué ha dicho sobre sí mismo?,
¿qué ha dicho sobre lo que espera y cree?
Por otra parte, ¿de dónde proceden las resistencias a la liberación que posee nuestra
familia santiagueña? Pues la propuesta de justicia y derecho, democratización y
participación, ha chocado y choca, no sólo con malas prácticas democráticas, no sólo con
la corrupción o las faltas de integridad moral, sino con un sustrato vivo donde se juega el
sentido de la vida, del misterio, de las relaciones personales y comunitarias. Este sustrato
vivo constituye la matriz cultural de nuestro pueblo. Necesitamos leerla, pues de ella
puede haber brotado una voz dura y desconocida que nos dice como a Iglesia: “¿Quién te
mete a ti en esto, Jesús de Nazareth?”; y también la voz de un indefenso y humillado
durante generaciones sin nombre, que no puede animarse a abrir su vida a otras
experiencias, porque el temor y el dolor ancestral lo hace permanecer asido a lo único que
conoce, como Israel en Egipto cuando ya no recibe paja para hacer el adobe y siente
renovada y endurecida su esclavitud.
Con respecto a este tercer y central aspecto, los acontecimientos de la Semana Pastoral y
el Sínodo, no necesito hacer yo ninguna pregunta, pues todos Uds. tienen presentes la
inquietud del Pueblo de Dios. Sólo intentaré recogerla, pues es ella la que pregunta.
Resulta vigorosamente claro que este acontecimiento (el Sínodo) procede de su vida
eclesial y su fuerza de maduración. También es admirable el modo cómo las propuestas
de las diversas Semanas Pastorales producen la dirección hacia la instancia siguiente,
como ahondamiento y continuidad de las mismas. De manera que puedan con razón, tal
como lo ha señalado el Obispo, pensar que ya poseen una historia de ejercicio vivo del
acontecimiento de comunión y participación que representa el Sínodo, pues lo han
efectuado en las Semanas: poseen una “práctica sinodal, sin las formalidades y
compromisos de un Sínodo”.
En la cartilla que han confeccionado, han puesto frente a la mirada de todos el itinerario
de esta práctica, a través de la memoria viva de las Semanas, y han situado este nuevo
acontecimiento bajo la luz de la historia de su diócesis y su práctica pastoral, la exégesis
de los textos escriturarios, y la eclesiología. El acontecimiento del Sínodo se ha vuelto
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hacia atrás, hacia la historia; se proyecta hacia la acción futura; y busca nutrirse de la
Palabra y de la mirada que la Iglesia posee sobre su propio Misterio. La comunión y la
participación se ofrecen como principios que pueden transformarse, mediante una
necesaria transformación, en configuraciones metodológicas de la dinámica sinodal. En
otros términos, a través de esa cartilla, la Iglesia santiagueña se dispone a transitar hacia
el Sínodo, llevando en sus manos la ofrenda de su historia, del servicio a su pueblo, y de
la luz de su experiencia sapiencial, tanto como sabiduría teológica cuanto como sabiduría
del pobre, que es la que vibra en sus criterios y en su acción pastoral.
Sin embargo, es este acontecimiento el que se ha vuelto un imán que atrae innumerables
preguntas y desasosiegos. Es como si su anuncio, posiblemente por su novedad,
posiblemente por haber despertado la esperanza de todos, hubiera tocado aquellas fibras
en las que el Pueblo de Dios experimenta el desafío de volver a depositar en Él toda su
confianza. Pero las fibras donde se escucha ese desafío pertenecen a ese núcleo de
nuestra experiencia singular de humanidad y nuestra experiencia colectiva de pueblo y de
cultura; en donde resuenan nuestros fracasos y nuestros miedos, los dolores que
guardamos, las angustias que nos acompañan, la incredulidad que coexiste con nuestra
fe en su trayecto histórico, el sufrimiento de miles de hombres y mujeres, sufrimiento al
que aún no hemos logrado dar ninguna respuesta. En el caso particular de nuestro
pueblo, y no de otros, ahí resuenan el abandono y la soledad, el miedo a ser nuevamente
avasallados, la indiferencia de los poderosos y sus alianzas a nuestras espaldas, las
promesas que no se cumplen, las riquezas que vemos y la miseria que no tiene fin. Ahí
resuena esa ancestral historia donde tememos siempre que la Iglesia, por mucho que se
vuelque en palabras, acciones y personas, a la opción por los débiles, muestre
nuevamente el rostro (como lo hemos visto nosotros, y nuestros padres, y los padres de
nuestros padres), muestre nuevamente el rostro de los poderosos de este mundo, de los
que están a resguardo de nuestras dificultades, de los que hablan un lenguaje que no
podemos comprender y sacan un látigo de humillación al que nuestra espalda recuerda.
No, de ningún modo es desacertado afirmar, como lo han hecho, que se necesita
“credibilidad”: o incluso más, que lo necesitado es una gran recreación de la confianza,
pues su opuesto atraviesa toda la expectativa del Sínodo.
Para terminar
No es necesario establecer más preguntas: su vida de Pueblo de Dios las tiene. Sólo
quisiera, si me permiten, llevarlas a todas al interior de la pregunta que Uds. han
formulado como parte de su propuesta de Semana Pastoral: “¿Qué van conversando por
el camino?”. En nuestro lenguaje cotidiano, nosotros diríamos: ¿de qué están hablando?
Llevados al interior de la Buena Nueva cuyo anuncio es nuestra identidad, deberíamos
decir: ¿de quién estamos hablando? Porque los discípulos de Emaús están hablando de
la Pasión y Muerte de Jesús, como hechos concretos de sufrimiento, esperanza,
desaliento; y parecen haber puesto a un costado lo que Él ha dicho sobre todo ello. Y lo
que Jesús ha dicho es su Resurrección. Los discípulos han dejado de sostener los hechos
de la vida de Jesús en sus propias palabras; se han vuelto intérpretes mesurados de
hechos y acontecimientos, intérpretes cuya reconstrucción mira a menos los hechos
nuevos que relatan las mujeres, y aunque constatan su presencia (el sepulcro está vacío),
vuelven a reinterpretarla desde la muerte: Él no está.
Ahora bien, cuando una Iglesia particular detiene su camino para escuchar la
interpelación del Dios con nosotros, todas sus incertidumbres están en “carne viva”. Junto
a su Figura, aunque nuestros ojos no lo reconozcan, sólo hay verdad: la verdad de
nuestras certezas e incertidumbres, la verdad de nuestras heridas, la verdad de nuestros
anhelos, la verdad de nuestra fe o nuestra incredulidad, la verdad de nuestra honestidad o
nuestra corrupción. Su Presencia desoculta nuestro rostro: no sólo el de cada uno, el
personal y privado, sino también nuestro rostro de Iglesia. Este se desoculta, porque
ninguno de nuestros rechazos puede ser más potente que la fuerza inquebrantable de su
Amor: por eso es un ofrecimiento de conversión, pero también el riesgo más potente de
endurecimiento. Para quien no ha querido, ni quiere recibirlo, su cercanía y su pregunta
son insoportables. Al tomar la decisión del Sínodo, también han tomado el riesgo de su
cercanía, el riesgo de sus preguntas, el riesgo de rechazar su Amor. Les es posible
rechazar la acción del Espíritu, y es preciso tener ello presente. Por esto, ninguna
pregunta, ninguna reflexión, puede sustituir la oración incansable que eleva nuestra vida
eclesial a la presencia y acción de Dios.
Ya no puedo decir más. Espero no haber ofendido a nadie en lo más alto y mejor de sus
entregas. Si en algo lo he hecho, me confío a nuestra Madre común y le pido que quite de
sus oídos todo daño que provenga de los límites, errores o cizaña entremezclada con mis
palabras. Les agradezco nuevamente, y espero que en algo pueda esto ser útil. Con
cariño, admiración y gratitud a la Iglesia santiagueña y a su Obispo.
Ruth