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A la Iglesia de Santiago del Estero

Ruth Ramasco de Monzón


Santiago del Estero, 17 de septiembre de 2005

Querida Iglesia de Santiago del Estero:

Ayer y hoy la Iglesia santiagueña se ha detenido a recoger su historia, a buscar sus


testigos y acontecimientos significativos, a preguntarse dónde está y hacia dónde va. No
ha sido una Semana Pastoral como las anteriores, porque la presencia del dolor y del
desconcierto, de alguna manera, extraña y misteriosamente, ha recogido en uno todos los
dolores, todos los desconciertos, todos los desamparos. Nos hemos animado a pararnos
allí, y es desde allí desde donde queremos pedirle al Dios vivo que se quede con
nosotros. Lo hacemos como Iglesia, sostenidos por la Madre de los Pobres. Ella ha
acompañado siempre nuestras alegrías y nuestros fracasos, nos ha consolado cuando no
había consuelo, nos ha animado a seguir viviendo y luchando. Junto a ella, parados con la
verdad de nuestro camino en nuestras manos, queremos alzar nuestra voz —esa voz de
los pobres, que tantos ignoran y desprecian— y decirle a Jesús que lo hemos reconocido
en el Misterio de la vida que se comparte, en el Misterio de nuestra vida de pueblo y de su
historia.

Quisiéramos hablar desde nuestra experiencia de pueblo de Dios, en ese misterio de


fragilidad donde la vida laical se vuelve el rostro del todo de la Iglesia. Porque cada uno
de sus estamentos es el rostro de toda la Iglesia: espeja para los otros miembros el todo
del Don de Dios, diversamente ofrecido y asumido. Pero hay momentos en los que su
Rostro se asoma sobreabundantemente en alguno de ellos. Y tal vez éste sea uno de
esos momentos, el momento en el que los laicos deban animarse a mostrar en su rostro
el Rostro del Dios Vivo.

El pueblo de Dios en el NOA, en la historia y vida de sus laicos, conoce profundamente el


desamparo: sabe que está solo frente a los poderosos de turno, sabe que su vida es
insignificante frente a los ojos de muchos, sabe que su mano es sólo un voto, el hambre
de los suyos sólo la chance de que le sea ofrecido el bolsón y la consiguiente
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dependencia, sabe que su falta de trabajo lo vuelve fuerza de choque en las


manifestaciones, o de vitoreo público y aplauso mandado por el puntero del que depende
para comer. El pueblo de Dios conoce, en sus entrañas, en su piel, en sus huesos, las
miradas sin alma de los que lo buscan para aprovecharse, los apretones de manos
fuertes e hipócritas, o blandas y escurridizas, el menosprecio de sus alegrías, la
compasión fingida frente a los dolores que lo están destrozando por dentro. Sabe también
que los que se llenan la boca de palabras y de discursos, son muchas veces sólo eso:
sonido y aire, promesa y mentira, traición y soledad. Conocemos el desamparo por
dentro; vivimos dentro de él, lo llevamos en nuestras espaldas al caminar. Pero lo
sabemos, no sólo porque ésa es la trama interna de nuestra vida social, sino porque nos
encontramos ofrecidos y entregados a ella como la frágil semilla del Reino, que no se
distinguiría en nada de la tierra que lo cobija, a menos que se advirtiera en ella el brote
verde que refleja la vida que puja en su interior. Nuestro desamparo es el de Santiago del
Estero, el NOA y América Latina; pero es también el desamparo indefenso del Dios
Viviente.

El pueblo de Dios, en la vida de sus laicos, conoce también la compasión. En efecto,


nuestra experiencia de vida no es la de encontrarnos solos, sino ya de antemano ligados
a otros en un destino común: tenemos familia, son los nuestros, su vida es un problema
nuestro, su subsistencia también. Y nuestra familia no está formada por una o dos
personas: hay hijos, padres, tíos, abuelos, parientes lejanos, vecinos, amigos, padrinos,
ahijados. Nuestra responsabilidad no es simplemente cómo subsistir individualmente, sino
cómo salimos adelante todos. Cuando se nos increpa sobre nuestra dificultad para
plantearnos proyectos individuales, es necesario tener presente que nosotros no podemos
sentir que la vida es una cuestión individual, sino una fuerza que nos vincula. Nuestra
experiencia de compañía, que posee el carácter de los vínculos que brotan de las
entrañas, hace que nuestra vida individual sienta, goce y padezca otras vidas humanas
como propias. Las alegrías de otras vidas, su bondad, sus dolores, sus debilidades
humanas y morales, los males de los otros; una múltiple y diversa experiencia de
humanidad es nuestra riqueza. En cada uno de los nuestros, nuestra vida está expuesta y
es vulnerable. No la conocemos de fuera, sino afectando nuestro destino, nuestros
recursos, nuestro honor, nuestra casa; en otras palabras, porque la vivimos en esa
cercanía que hace que vivir sea convivir. La compasión, ese vivir en las entrañas la vida
de los otros, brota de nuestra misma textura social de pueblo y sus vínculos internos.
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Aunque sea necesario rectificar muchas cosas de esta experiencia, aunque sea necesario
abrir la trama de este tejido para que sus miembros tengan mayor capacidad y libertad de
construcción de proyectos individuales y tareas objetivas, los laicos de Santiago del
Estero, y creo yo de todo el NOA, experimentan que este estar situados en carne viva, en
la carne viva de los que aman, en el interior de la vida de su sociedad, hace que para
ellos sea verdad, quizás mucho más verdad que para otras culturas, el hecho de que el
Misterio de Dios sea ofrecido como experiencia de pueblo.

Desde esa vivencia entrañable del desamparo y la compasión, que ha vuelto para
nosotros particularmente cercano el Misterio de una Mujer que es nuestra Madre y nos
consuela, que nos recoge a todos y no desprecia a nadie, la vida humana tal como ésta
es, sin adornos ni máscaras, no nos es desconocida. Por eso, reconocemos los estragos
que el dinero, el exceso de poder, la vanidad de las funciones, produce en los hombres y
mujeres de nuestra sociedad. Comienzan a formar parte de los círculos de los poderosos,
o los ricos, o los funcionarios: la arbitrariedad y la injusticia empieza a deslizarse entre sus
manos; los grupos de aduladores serviles son su compañía permanente; ya nada pueden
hacer si no es a través de aquellos a los que mandan; la amistad se transforma en un
intercambio de favores de negocios y de privilegios; las familias, en beneficiarios,
pedigüeños o deudores eternos. El Misterio del Dios vivo y su crítica permanente a toda
injusticia, dominación del hombre por el hombre, enriquecimiento ilícito, ambición
desmedida, idolatría de lo superfluo, es encerrado en el interior del Sagrario y
transformado, en sus vidas y en sus palabras, en una dulzona comodidad sin
consecuencias, en un rito de los días festivos, en identidad social heredada o prestigio de
un sacerdote en sus mesas. Los laicos, que conocemos a nuestros conciudadanos en su
vida de todos los días, sabemos cuánta iniquidad cotidiana atraviesa y orada nuestra vida
social; sabemos también cuán expuestos estamos todos a asumir las mismas actitudes, la
misma voracidad de bienes, el mismo desprecio a los nuestros. Peleamos con ello todos
los días: caemos en sus redes mil veces en nuestra vida. Y si alguno de nosotros no ha
caído individualmente, sabemos que lo ha hecho alguno de los que amamos, y que su
bajada de brazos tironea los nuestros hacia el mismo suelo. Sí, conocemos cuán fácil
resulta dejarse llevar por el poder, el dinero, el sexo, la vanidad; sabemos lo que significa
llevar en nuestra carne la vida degradada de los nuestros, superpuesto su rostro al de
nosotros. Y no podemos ni queremos apartar este rostro, pues amamos a muchos de
ellos: son los nuestros, nuestros hermanos y hermanas, nuestros padres y madres,
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nuestros hijos e hijas. De alguna manera, el Jesús que experimenta en su rostro vuelto
hacia el Padre, el rostro de pecado de todos los hombres, es, aunque sea en una
milésima fracción, Quien nos es conocido cuando nos volvemos a Dios con el rostro
envilecido de los nuestros.

Al recoger nuestra historia, hemos encontrado nuestra difícil vida de pueblo, su postración
económica y social, las duras estructuras de caudillismo que nos recorren el alma, la
pasividad que nos postra, la desmesura del valor dado a las catástrofes y un subterráneo
río de fracaso colectivo que parece devastarnos periódicamente. Hemos encontrado
también la presencia de numerosas iniciativas personales e institucionales que quisieran
encontrar un cauce para generar vida y dignidad, recursos genuinos y futuro. Hemos
descubierto testigos: algunos de valor incalculable y presencia pública marcada; otros,
casi desconocidos por los demás.

Hemos reconocido en nuestra Iglesia una fuente de compromiso de humanización, una


presencia viva entre los pobres, un baluarte de nuestra dignidad de hombres y mujeres.
Nos hemos sentido orgullosos de sus luchas y hemos asumido como nuestros sus
errores, sus límites, su inmadurez, su pecado. En ese misterioso don de humanidad frágil,
que es el de nuestra vida laical, debemos decir que hacemos con nuestra historia, con sus
testigos, con sus acontecimientos, una ofrenda viva que llevamos hacia el altar. Si en esa
ofrenda escogemos de nuestra vida de Iglesia su cercanía con los pobres, su oposición a
las injusticias, su intención de estar junto a los débiles de este mundo, hasta volverse tan
indefenso como ellos, nadie puede oponerse. Sabemos que nuestra historia y sus testigos
no son sólo ello; sabemos que también la injusticia atraviesa nuestra vida misma de
Iglesia; sabemos que la infidelidad a Dios también es su pan de cada día; los privilegios y
la prepotencia, un mal que quiebra muchas de sus voluntades e intenciones; sabemos
que el gusto por el poder, el sexo, el dinero y la vanidad destruye el alma y la entrega de
muchos de los nuestros. Pero sabemos también que el corazón del hombre sólo es
transparente para Dios, y que es Jesucristo, el que toma nuestra defensa y nos devuelve
al Padre, quien escoge de nuestra vida de pueblo y de Iglesia los frutos que nuestras
manos presentan y los eleva con Él, por Él y en Él; Él, que es la Misericordia del Padre.

Ahora bien, nuestra trama de pueblo hace que no nos resulte imposible comprender la
debilidad: ello brota de nuestras entrañas. Pero escoger un camino y una lucha, sostener
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la pelea, proponernos metas y llegar a ellas, no nos es tan simple. Una gran sombra de
sufrimiento y abandono envuelve fácilmente nuestra alma. Por eso podemos ser tan
fácilmente conducidos por otros. Por eso tiene tanta fuerza de cohesión el caudillismo en
nuestra vida social; por eso vivimos con tanta dependencia (y a veces irresponsable
comodidad) la relación con nuestros sacerdotes, religiosas y religiosos, dirigentes
eclesiales. Depositamos nuestras luchas en otros: en otros que nos guíen, que asuman la
última responsabilidad, el último costo, la última palabra. Y, sin embargo, ser adulto
consiste en animarse a tener la última responsabilidad, la última decisión, y correr el
riesgo de equivocarse. Es decir, es tener en las manos el riesgo de la vida y de la muerte,
tal como lo sabemos los que tenemos hijos.

La Iglesia santiagueña ha efectuado un largo proceso de madurez; madurez en el


compromiso, en la asunción de problemas sociales, en el esfuerzo de lucidez de la
mirada, en la formación de criterios y organizaciones eclesiales. Pero no hay adultez en la
Iglesia hasta que el laicado no asuma que es él, o sea nosotros, quienes debemos tomar
el riesgo de la decisión última en la construcción de la sociedad, sin esperar ser eximido
de ella ni protegido. Sí, acompañado; sí, interpelado; sí, desafiado en sus criterios desde
el espejo vivo del rostro de Jesucristo. Por eso, debemos animarnos a decir a nuestros
sacerdotes, obispos, religiosas y religiosos: acompáñenos (como lo han hecho);
ayúdennos a discernir (como lo han hecho); compartan con nosotros la vida de Dios que
es de todos; devuélvannos el sentido de Dios cuando nuestras vidas lo pierdan. Pero no
corten nuestro vuelo, porque nuestras alas sienten el llamado del Dios Vivo; no cieguen
nuestros ojos, porque la luz del Misterio de la Encarnación es nuestra fuerza y pan de
cada día; no teman por nuestros pasos, porque el fuego del Espíritu los anima. Tenemos
la certeza de que el Dios vivo quiere poner su morada entre nosotros, y nuestra Madre ya
ha hecho de nuestro mundo pobre de Santiago la casa que le pertenece.

Necesitamos seguir caminando en esta encrucijada; esa encrucijada que nos ha hecho
llenar los templos y rezar, buscar calor en la presencia de los otros, mirar hacia atrás para
recogernos. Pero no podemos caminar sin estar de pie y eso quiere decir aceptar que
somos nosotros quienes debemos sostener, alentar, consolar, hacer lo que hacemos
cuando alguno de nuestros hijos o hijas sufre: meterlo en la cama y sentarnos a su lado
para que pueda dormir. Eso es también lo que quisiéramos decirle a nuestros sacerdotes,
a nuestros religiosos y religiosas, a nuestros obispos: —Duerman. Nosotros estamos
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aquí; no están solos. Si algún dolor los destroza; si algún mal amor les quiebra el alma; si
no saben qué hacer, sólo sientan nuestra presencia cerca y duerman. Nosotros estamos
despiertos y nos encargaremos de lo que haya que hacer. La Iglesia es nuestra casa y
volver Eucaristía el mundo es nuestro don. Déjennos que seamos para Uds. ministros
vivos de la vida de Dios en el dolor y el desamparo: nosotros sabemos mucho de ello.

Al ponernos de pie, asumimos nuestra identidad de laicos de la Iglesia Santiagueña. Nos


ponemos de pie con la verdad de nuestra identidad de pueblo llevada en la vida, en los
ojos, en las entrañas de nuestra alma. Descubrimos en esa identidad una participación en
el Misterio de Jesucristo, limitada y llamada a la conversión, frágil y necesitada de otros,
pero participación real, viva y eficaz.

Esa identidad nos hace cercanos al desamparo del Dios viviente, al carácter de pueblo
que ilumina el Misterio de la Iglesia, a su profunda comprensión de la humanidad. Desde
esa identidad, y asidos de la mano de nuestra Madre, caminamos con nuestra dignidad de
pueblo frente a los poderosos de este mundo, hombres y mujeres miedosos que no se
animan a enfrentar la vida sin tener algo que los amuralle y defienda. No tememos; o si
tememos, estamos acostumbrados a vivir con nuestros miedos: no podrán apartarnos de
Dios. Nos hemos equivocado; nos equivocaremos mil veces más; pero aún así, creemos
en la fuerza del Resucitado: los débiles de este mundo ya la hemos conocido en nuestras
vidas. Por eso, al ser golpeados, ponemos la otra mejilla, la de hierro, para que se rompan
la mano cuando vuelvan a golpearnos; la de nuestra fe dura como el hierro, nuestra
esperanza viva, nuestra caridad incansable. Creemos, porque nuestra historia de Iglesia y
sus testigos así lo han dicho, que el Señor nos resucitará.

Ruth

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