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PROYECTO

y DESTINO
“progetto e destino”

giulio carlo argan


traducción: marco negrón

ediciones de la bilioteca de la universidad central de venezuela_1969

edición original:la casa editirice il saggiatore_milán_1965


No se puede hablar razonablemente (y tampoco dejar de hablar) de la crisis
del arte contemporáneo, si antes uno no se pone de acuerdo sobre el significado de
la palabra crisis; no siendo desde luego posible hablar de crisis por el solo hecho de
que el proceso histórico del arte haya asumido una evolución diversa, más .rápida o
más discontinua, de la que pensamos que tuvo en el pasado. Estando así las cosas,
el acuerdo debe fundarse necesariamente sobre el análisis más riguroso hasta
ahora realizado del concepto de crisis, el hecho en 1955 por Husserl en relación a
las “ciencias europeas”.1 Este análisis no toca los problemas artísticos y tiene un
campo claramente delimitado, la cultura europea; tampoco tendría sentido
trasladar mecánicamente al arte la metodología de la investigación husserliana,
porque el problema de la crisis del arte es, al menos en apariencia, más difícilmente
reducible a la sola área histórica europea. Pero el arte cae dentro de órbita de ese
análisis, en cuanto búsqueda orientada a estudiar la transformación global del
hombre y su modo de ser en el mundo, y, sobre todo, en cuanto la crisis no es sólo
la crisis del suceso mundano (es más, en la ciencia ella ocurre pese a ese suceso) o
de la influencia del arte en el cuadro general de la civilización, sino de la artisticidad
misma del arte. Estamos entonces frente al caso de una actividad que, en un cierto
momento de su desarrollo histórico, cae en la duda y llega al punto de impugnar su
propia razón institucional, llega, parece, sin el impulso de la exigencia crítica que
es, en cambio, propio de la ciencia.
El problema que aquí se quiere plantear no es el de una crisis global de la
conciencia en la cual estaría incluido también el arte, o de un pasivo abandono de la
humanidad a un destino ineluctablemente letal. Con la muerte todo termina y no
tiene mayor interés saber cuál será el fin específico del arte dentro del fin del todo,
pero es importante conocer el significado y la función del arte que se hace en las
actuales condiciones de la vida del mundo y ante todo si se hace arte
sobreentendiéndose que si se hace arte existe una función del arte y que si no se
hace arte o se hace cada vez mas débilmente, es porque se ha alcanzado o esta por
alcanzarse el punto en el cual el arte se niega a sí mismo (y justamente con las
obras que siguen llamándose artísticas) desconociendo y destruyendo su propia
artisticidad.2 No basta, para afirmar que tal crisis existe, constatar que el arte como
toda otra actividad humana, no tiene ya un referimiento fijo a una filosofía, a una
sistema institucionalizado del saber, a aquello que Husserl llamaba “la naturaleza
matematizada” y en la cual justamente indica el fundamento de la cultura clásica.
También el arte tiene ahora como campo “el mundo de la vida” o, para servirnos
aún de las palabras de Husserl, “el reino de los fenómenos subjetivos que
permanecen anónimos”. En el plano histórico se puede decir que también en el arte

1
el paso de la Weltanschauung al Lebenswelt comienza a cumplirse en el siglo XVII,
continúa en el XVIII con el ideal de una filosofía universal y el proceso de su
disolución interna asocia su esfuerzo al de la filosofía moderna como lucha por el
sentido de la humanidad y que el punto en el cual toca finalmente la crisis está
señalado por el surgimiento del Expresionismo, en un terreno de cultivo que es el
mismo en el cual se forma el pensamiento de Husserl. Es entonces cuando se
abandona la búsqueda, que había llegado a ser febril, de nuevas armazones
sistemáticas para encuadrar la experiencia del mundo objetivo o de nuevas
matemáticas para matematizar la naturaleza (que tales pueden considerarse todos
los movimientos que van del Impresionismo al Cubismo y a Mondrian); y que los
signos del arte dejan de servir para manifestar o interpretar una realidad dada y
deben hacer la experiencia o hacer la humanidad con su mismo hacerse.
Moviéndose en el mundo de la vida, ilimitado y mutable, en el cual todo escapa a la
definición, el arte deja de tener puntos de referencia constantes: no lo es la
naturaleza que, siendo ahora considerada una representación de la mente humana,
termina por entrar en la historia de los pensamientos y de los hechos del hombre;
ni lo es la historia que, habiendo dejado de ser una construcción teológica, se
presenta como cúmulo de eventos, un so-sein, un laberinto en el cual nunca se
sabe con certeza donde se está, así las cosas remotas pueden de pronto aparecer
vecinísimas y las vecinas lejanas y casi inaferrables. Lo demuestra la innumerable
cantidad y el continuo mutar de los referimientos históricos: Picasso puede sentirse
igualmente e incluso contemporáneamente vecino al arte micénico, y al azteca, a
los negros y a Rafael o Velázquez. La información histórica es sin duda
infinitamente más amplia que en el pasado, pero la historia ya no es una
construcción fundada sobre juicios de valor y en vez de proveer modelos plantea
continuamente, con urgencia, problemas.
Más que una suerte de eliseo poblado de espíritus magnos, ella es una
sociedad mas vasta, sin límites de tiempo y no menos agitada y turbulenta que la
actual: una extraña región, en fin, en la cual hasta el hombre neolítico se
transforma en un contemporáneo nuestro, un ser con el cual tenemos que hacer y
cuyos actos (las obras artísticas en este caso) no son actos cuyo valor real se haya
transformado, con el tiempo, en ideal (en modelo, lo que elimina la actualidad del
valor: como las obras antiguas, irreconocibles en su realidad de hecho cuando las
vemos interpretadas por Mantegna o Miguel Ángel), sino que tienen un valor en
cuanto que, arrancadas a la paz eterna de la historia, hacen problema.3
En una sociedad como esa, sin tiempo ni espacio, el artista (y, en general, el
hombre moderno) busca desesperadamente detener un presente en el cual quiere
realizarse y que continuamente le escapa: el presente (lo ha explicado Bergson) no
es otra cosa que un futuro que transcurre en el pasado. Se quiere “ser del propio
tiempo”, pertenecer a la sociedad presente, pero pronto se comprende que no es
posible porque la presentificación del pasado priva a ese mismo pasado de aquel
sentido sin el cual no puede tenerse el sentido del presente. Se asume entonces
una actitud acrítica, cuyas dos formas características y alternantes son la protesta y
la utopía: formas que necesariamente se mezclan porque se protesta siempre en
nombre del pasado o del futuro ("antes las cosas estaban mejor”; "en el futuro será
diferente"), pero en realidad temiendo o no deseando que el pasado regrese o que
el futuro se haga presente. Lo que atrae, en el pasado y en el futuro es, en fin de
cuentas, su no ser "presente". Es incluso posible reunir en una esas dos categorías
aparentemente contradictorias y considerar el todo como utopía: entendida no
tanto como prefiguración de un tiempo mejor sino como disgusto e imposibilidad de
vivir en este. De vivir, se entiende, históricamente, es decir, según aquel "telos
innato en la humanidad europea desde el nacimiento de la filosofía griega y que
consiste en la voluntad de ser una humanidad fundada sobre la razón filosófica y
sobre la conciencia de no poder serlo sino así”, es decir "sobre aquella entelechia
que es inherente a la humanidad como tal” (E. Husserl, La crisi delle scíenze
europee).

2
La utopía es el simulacro de una sociedad imposible. Se genera como el
sueño, de la experiencia vivida, de la renuncia a continuar viviéndola en la
dramática tensión de la historia. No implica una crítica de la situación, sino sólo el
disgusto de que ella sea imperfecta e inestable, sensible a las contradicciones de
las fuerzas históricas. A partir de la República de Platón, el utopismo es una actitud
constante, si bien minoritaria, en la cultura occidental, una deformación orgánica de
su historicismo fundamental; pero nace en el seno mismo del historicismo, como
momento de la contradicción perenne de idea y experiencia4. Es la historia que
escapa a sí misma rompiendo la curva de su propio proceso cíclico y desplazándose
por la tangente. El utopista no es un profeta; es el primero en saber que su
fantasma no tomara cuerpo. Coloca su imagen en un espacio y en un tiempo
imposibles: la proyecta en el futuro como en la dimensión más incierta o, para
mayor seguridad en un pasado inmemorial, porque el futuro podría incluso
realizarse mientras que el pasado no puede transformarse en presente; también el
lugar es distante e indefinido, al margen del horizonte o más allá, en otro planeta;
los habitantes de la isla dichosa o de la ciudad ideal son estatuas animadas o, en el
utopismo más reciente, máquinas vivientes.
El modo de pensar utopista es simple y, en apariencia, ingenuo. Se aísla del
contexto histórico un carácter, que se cree más significativo y se fantasea sobre un
desarrollo in vitro del mismo, sin impedimentos ó contrastes de género: cada
utopía tiene un color, es religiosa o jurídica o económica o filosófica. Pero es muy
raro que la utopía tenga la motivación moral del deseo: el utopista es un ser
cansado de la vida histórica. Se siente superado o por su devenir y, no pudiendo
detenerlo, querría al menos que su movimiento fuese regular y previsible; imagina
un proceso histórico neto y lineal aun sabiendo que un recorrido sin obstáculos,
errores y caídas no sería histórico. Aplica, en resumen, a la historia, una lógica
suya, artificiosa, que evita incluso la concatenación de las causas y de los efectos.
Por haber violentado la realidad, aislando una fuerza del sistema y prolongándola al
infinito, se ve obligado a alejarse cada vez más de lo real, hasta desaparecer en el
vacío de los espacios y de los tiempos imaginarios. En la utopía, la sociedad crece
por absurdo, trepando sobre sus propios hombros y sin progresar un paso.
La utopía no es un momento, ni siquiera inicial, de la ideología. No es, como
esta, una idea-fuerza o un proyecto de acción, ni el alma de un siquiera vago
intento revolucionario. Significa, por el contrario desconfianza en la eficacia de la
acción, en la empresa histórica de la humanidad. Nunca dicen los utopistas cómo la
sociedad pueda llegar a darse el orden que describen como ideal: en el origen está
siempre el regalo de la naturaleza, el favor de un dios, o la antigua sabiduría de un
legislador. Si bien su diseño finge prefigurar el porvenir, como modo de
pensamiento es arcaica y, habiendo renunciado al compromiso, reaccionaria. El
utopismo de nuestro tiempo, que comienza en la fábrica-modelo y termina en la
ciencia-ficción, es tecnológico. Dado que el progreso tecnológico es el hecho
sobresaliente de la época en la cual vivimos, la utopía moderna sigue la regla
general: imagina un mundo en el cual no haya otra cosa que progreso tecnológico.
Pero, por primera vez, la utopía amenaza con realizarse, con dejarse alcanzar y
superar por los hechos. Más que preceder los eventos, los relata y los interpreta, se
sustituye a la historia. En el pasado se construía sobre algo distinto de la práctica
de la existencia: la idea, en efecto, era la teoría que informaba la praxis. En aquel
entonces, en el principio estaba la idea; hoy, en el principio está la acción. Del
Seiscientos en adelante, la historia de la cultura es la historia del progresivo
prevalecer de la praxis sobre la teoría, de la experiencia sobre la idea: hasta que la
teoría se transforma en teoría de la praxis y la idea en idea de la experiencia. La
utopía construida sobre la praxis llega a ser una superpraxis, una praxis que crece
sobre sí misma y se trasciende, hasta colmar el horizonte del ser y sobrepasarlo.
No son ya las ideas las que producen la técnica ni las decisiones humanas las que
determinan los actos: ahora tenemos máquinas, actos mecánicos, que producen
ideas y toman decisiones.

3
El tipo del progreso técnico o mecánico es idéntico al del pensamiento
utopista: crece sobre sí mismo sin contradicciones, con una marcha regular y
aparentemente lógica, como la de las series numéricas; y como éstas, tiene sus
valores imaginarios e irracionales. Así como no se puede pensar un número sin que
se pueda pensar inmediatamente después uno mayor, tampoco se puede pensar un
hallazgo tecnológico que no sea inmediatamente superado por otro mejor. Pero así
como es posible fraccionar consecutivamente un número sin llegar nunca al
sucesivo, así la cantidad no puede generar la calidad. No hay espacio para una
intervención crítica que concluya la serie cuantitativa e imponga el salto cualitativo:
la maquina se supera, lo que equivale a decir que se critica, automáticamente.
Es entonces cuando se perfila la crisis, el dilema. Con la máquina el hombre
ha inventado algo que podrá sustituirlo, hacer vana toda la empresa histórica de la
humanidad, replantear el problema de fondo, regresando de golpe a la primera
página del Génesis. Se tiene ya la sensación de haber llegado al punto-límite, ¿pero
era este el punto hacia el cual, inconscientemente, había comenzado a orientarse la
humanidad cuando dio inicio a su propia empresa histórica y aprendió a coordinar
las acciones con un fin, a proyectar la existencia antes de vivirla? Desde la hybris
arcaica hasta el racionalismo moderno, la humanidad ha intentado sustraerse a la
ineluctabilidad del hecho, al dictado de una voluntad superior. Ahora tiene la
sospecha, la angustia, de no haber hecho otra cosa que calcar, en los esquemas
lúcidos de sus proyectos, el oscuro diseño del sino: como quien huye de un
enemigo y, cuando deja de sentir su paso a las espaldas y cree estar a salvo, lo
reencuentra ante un pasaje obligado y ya no puede evitarlo.
Llegados a este punto no podemos hacer menos que replantear el sentido de
la vicisitud humana en el mundo: es necesario saber si todo aquello que ha sido, ha
sido proyecto o destino, si el hombre ha construido según sus propios designios o
si, creyendo hacerlo, no haya hecho algo que ya había sido dicho y decidido.
Haciendo la vida para sustraernos a la muerte ¿hacemos verdaderamente la vida o
no hacemos más bien, con nuestras manos, nuestra muerte? ¿Qué es lo que tiene
el signo de la vida, qué es lo que tiene el signo de la muerte en todo aquello que la
humanidad ha hecho desde sus inicios? Nunca como hoy se le ha pe ido a los
historiadores visiones de conjunto, síntesis del pasado desde el punto de vista de
las ansias presentes. Ya no basta siquiera saber lo que ha ocurrido desde cuando
comenzó la vida asociada y los hombres fundaron costumbres e instituyeron leyes
para coordinar las acciones de los individuos; para saber todo es necesario ir más
atrás, considerar que la fase histórica es poco más que un instante en la duración
de la existencia de la humanidad, buscar en aquel pasado perdido e inmemorial los
sedimentos de experiencia que actúan aún como motivos profundos, explicar el
malestar presente con el inconsciente colectivo de la humanidad tal como se
buscan los orígenes de las neurosis individuales en la experiencia inconsciente de la
infancia y en los traumas de la vida prenatal. Invocando un pasado no-histórico se
busca atormentadamente explicar, e incluso historiar, la actual desaparición de la
línea histórica, el no-historicismo de fondo de la humanidad presente. Última
esperanza, nos hemos dirigido al arte, como aquella que, entre las actividades
humanas, parece más irreductible al destino, más libre, más desinteresada, más
consciente del valor autónomo del hacer; justamente porque muchos piensan que
el arte no nace de la voluntad ni de la razón, se pide al arte un remedio al destino
que los hombres se habrían dado por exceso de voluntad y de razón. Todas las
otras actividades, se dice, pueden ser sustituidas por la máquina o limitadas a
moverse según su ritmo; ¿pero podrá la máquina, empeñada como está en hacer
un trabajo económico, llegar a producir obras de arte? Hay algo de patético en este
llamado in extremis dirigido al arte por la sociedad de la técnica, de los hechos
concretos, de los intereses positivos: la misma que ignoró a Cézanne hasta después
de su muerte y empujo a Van Gogh al suicidio. Querría responder que el arte es un
recinto sagrado, en el cual jamás podrá penetrar el tecnicismo que nosotros
mismos hemos puesto en movimiento, el lugar en el cual el individuo será siempre

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soberano. En conciencia, no puedo decirlo: el arte es sólo un bastión que ya ha sido
embestido, sobre el cual se combate aún.

Para que podamos ver claro, es necesario precisar un primer punto:


oponiendo el arte a la tecnología no se opone lo ideal a lo práctico, sino un tipo de
técnica a otro. No es muy importante que, en nuestra sociedad tecnológica, una
estatua griega sea conservada en un museo o tirada entre los desperdicios:
conocemos tiempos en los que de mármoles antiguos se hacía cal y en los cuales,
sin embargo, se creaban obras maestras; y otros en los que hacía un arte pobre y
se conservaban celosamente los mármoles antiguos. Si es por esto, la sociedad de
la técnica excogitará ciertamente procedimientos rigurosamente científicos para
conservar las estatuas y las pinturas antiguas (pero continuará destruyendo las
ciudades). ES, en cambio, muy importante saber si, en una sociedad que realice la
utopía tecnológica, se seguirá produciendo arte esto, esto es, si la técnica moderna
podrá hacer arte o si una técnica artística podrá coexistir con la técnica industrial, o
si simplemente no habrá más arte. Esta esquemática proposición de problemática
implica una petición de principio: que cosa sea su propiedad, el arte. Pero es esto lo
que queremos saber: nos preguntamos, solamente si los hombres podrán continuar
haciendo, así sea valiéndose de otras técnicas, algo que siempre han hecho, o más
precisamente, si podrán continuar relacionando los mejores productos de su obrar
con el tipo de valor que han relacionado, en el pasado, a las obras que han llamado
artísticas.
Me propongo, en consecuencia, tratar de la relación entre las técnicas
artísticas y la tecnología del mundo moderno, y tratarla como historiador. ¿Pero no
habré hecho ya una partida en falso? ¿No me habré desplazado ya, con este
honesto propósito, más allá del horizonte real, a un terreno metafísico, casi
suponiendo que la historia sea el contemplar, desde un punto de estación, una
realidad fenoménica en devenir? ¿No habré caído ya en el error, justamente
deplorado por Umberto Eco, de juzgar una cultura con precedentes modelos de
cultura? Antes de empezar el experimento es necesario analizar la condición del
experimentador, en este caso del historiador: ¿está autorizado a hacer el
historiador? El historiador puede hacer el historiador a condición de que el objeto
de su pensamiento sea algo ya histórico, y no sólo en el sentido de ya acaecido,
sino en el sentido de acaecido históricamente, de actuado para la historia. La
historia es el relato de la fase histórica de la humanidad, vale decir, de la fase de su
existencia en la cual el comportamiento humano aparece determinado por un cierto
modo de premeditar, decidir y repensar las acciones que llamamos histórico. No
puede saltar los confines de este período; saltándolos, pasa a la antropología
general, a la historia natural, a la biología.
Antes del inicio de la fase histórica, la humanidad existía; es probable, si
bien no es seguro, que después del fin de la fase histórica seguirá existiendo. Pero
existió y seguirá existiendo de un modo diverso. El antes se llama prehistoria; no
es un período del cual ignoramos todo, pero en él el acontecer humano no se
presenta diferenciado del de otros seres vivientes. Es posible que la investigación
traiga a la luz elementos que permitan desplazar los límites de la fase histórica y
rescatar para la historia fases consideradas prehistóricas, pero la historia, como tal,
comienza con las primeras formas de vida asociada, es decir, cuando los individuos
comienzan a confrontarse entre ellos y a someter su comportamiento a ciertas
normas consideradas de interés común. El testimonio de un estudioso de la
prehistoria como Gordon Childe es, sobre este punto, definitivo. No sabemos cómo
se llamará el después, el período que sucederá a la fase histórica: pero todo hace
prever que, en esa fase, el acontecer humano se presentará como acontecer
tecnológico o como un período en el cual el devenir de los eventos seguirá un ritmo
mecánico cada vez menos influenciado y dirigido por la voluntad de los hombres. Es
cierto que un acontecer tecnológico ha acompañado, en todo su curso, el acontecer
histórico; pero hoy la técnica se plantea como autoridad, tiende a asumir una
función hegemónica y exclusiva, a realizar su propia utopía, a sustituir con su

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movimiento lineal, inflexible, las curvas, las paradas y las reanudaciones del
movimiento histórico. El punto problemático no es el origen y la naturaleza de la
técnica, sino su plantearse hoy como utopía realizable o realización posible de todas
las utopías. Por tanto, como antihistoria.
Si nos ocupamos del arte no es sólo porque tenemos muy adentro este
problema, sino además por la importancia que él tiene ante el problema general de
la civilización contemporánea. Una seria investigación sobre la evolución
tecnológica no puede prescindir de la cuestión del arte, porque en la fase que
hemos llamado histórica y que coincide con todo el arco de la civilización el arte es
una componente constante con la función de diseñar modelos de valor y de
comportamiento operativo. No se puede hacer la historia de la civilización sin hacer
la historia del arte, aun si ello no basta para concluir que una fase sucesiva no
estructuralmente histórica, del acontecer humano debe ser necesariamente sin arte
o, lo que sería aún más triste sin una experiencia y una actividad estéticas. Este es
un primer punto a retener: para dehistoricizar el comportamiento humano, la
técnica debería comenzar con el dehistoricizarse a sí misma, o sea, con el romper o
revocar la relación que la ligaba, en el pasado, con el arte. Es, por tanto, hipocresía
afirmar que, separándola finalmente del arte, se demitiza o seculariza la técnica
como si el arte, por haber tenido que hacer con las religiones, sea uno con el
sentimiento de lo divino o de lo sagrado. Por el contrario, es justamente
dehistoricizando la técnica como se la hace una deidad o un mito hasta el punto de
descubrir en su ritmo repetitivo una suerte de ritualidad, sustitutiva de la agotada,
olvidada, ritualidad religiosa. Explicaré ahora lo que he querido decir declarando
desde el principio que, a costa de tropezar en la primera trampa, trataré la cuestión
como historiador. La fase histórica, aquella en la cual el comportamiento humano
está signado por un cierto modo de conciencia e intencionalidad, no se ha cerrado y
no está irrevocablemente escrito que esté por cerrarse. Como hombres que hemos
nacido y vivido en esta fase, pensamos en el posible, probable fin de ella como una
eventualidad que cae dentro de la perspectiva de nuestro obrar y, en cierta medida
de nuestra responsabilidad. Me dirán que (a menos de hacer teología) como esta
fase ha tenido un principio que no coincide con el principio de la humanidad,
asimismo tendrá un fin que no coincidirá necesariamente con el fin de la
humanidad. Es como decir que, habiendo nacido, deberemos morir. Debiendo morir
debemos pensar en la muerte, pero pensar en la muerte no significa que estemos
muriendo y que no nos queda otra cosa por hacer que morir. Hay momentos de la
vida en los cuales el pensamiento de la muerte es más asiduo e insistente o en los
cuales, como escribía Miguel Ángel no nace en nosotros pensamiento en el cual no
este esculpida la muerte. Pero esta inmanencia de la muerte, precisamente, los
caracteriza como momentos de la vida. Puede ser triste que, en este punto de su
camino, la civilización histórica aparezca mortal (a punto de morir), pero todo lo
que podemos concluir es que esta angustia es aun un signo de nuestro
pensamiento histórico. Si llegara realmente el fin, si el impulso tecnológico anulara
el impulso histórico, de un tal fin no podríamos ya hablar como historiadores, así
como muertos no hablaremos más de la muerte.
En cuanto al comportamiento histórico, diré que él no es otra cosa que el
comportamiento de la humanidad en la fase histórica, la que conocemos
históricamente y que no podríamos conocer de otra manera y que, siendo un ciclo o
una espiral, no tiene formas constantes, y más aún, la distingue el hecho de que
ningún evento repite exactamente otro o es mecánicamente producto del
precedente. Los eventos aparecen, eso sí, concatenados, pero no por el mecanismo
lógico de una causalidad infalible. El equilibrio que se alcanza entre sociedad y
naturaleza o entre los grupos y los individuos en la sociedad, es siempre el
resultado de proyectos contrastantes y de duras luchas por hacerlos triunfar: en la
historia los hombres consideran el éxito o el fracaso de los proyectos trazados y
sacan enseñanzas para los que harán.
Hay un cierto acuerdo en el hacer coincidir el inicio del ciclo histórico con el
momento, en si mismo tan profundamente misterioso, en el cual el hombre

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comenzó a distinguir -su propio modo de ser y obrar del de los otros organismos
vivientes, separándose así de la existencia biológica. Los antropólogos explican que
el hombre no se adapta al ambiente, sino que adapta el ambiente a sí; por ello su
existencia no deja huellas casuales, sino signos que tienen el valor de mensajes y
con los cuales podemos comenzar a reconstruir su historia. Son documentos por
medio de los cuales se recuerda y se es recordado: y no son sólo las narraciones
escritas y las memorias transmitidas, sino también los cantos, las imágenes
trazadas o plasmadas, las huellas de los establecimientos, los restos de las
construcciones, las armas, los enseres, todo. No hay documento que no sea el
producto de un proyecto y de una operación técnica; y el documento es siempre un
objeto, aunque se trate de una narración, de una poesía, de un canto, La
constitución de una cosa cualquiera presupone una doble perspectiva temporal,
hacia el pasado y hacia el futuro. El primer hombre que fabricó una copa para
beber y luego de haber bebido la guardó para volverla a utilizar, tenía la memoria
de la utilidad de la copa y preveía que le serviría de nuevo. Sobre una experiencia
pasada, construyó un proyecto para el porvenir. De los hechos mínimos a los
máximos, el comportamiento histórico se desarrolla en un arco temporal que va de
la experiencia al proyecto: lo que es objeto en el presente, fue proyecto en el
pasado y es condición del porvenir. El historiador no hace más que poner en claro
este recorrido: halla los proyectos, evalúa el resultado favorecido o contrastado por
otros proyectos, contribuye a clarificar y mejorar el método de proyectar.
A esta primera coordenada, el tiempo, se agrega una segunda, el espacio.
Cada objeto es un punto, un sitio en el espacio: pero es también una mediación
entre mí y el otro, entre mí que estoy acá y el otro que está allá. Hay distancia y
relación. También una disertación, un grito, una señal miden una distancia dentro
de la cual es posible una relación. El arma permite golpear donde la mano no llega;
la cabaña media la relación entre la persona y el descampado o el bosque; el
manto, entre la temperatura del cuerpo y la del ambiente, la copa entre la boca y el
manantial, y así siempre. Son todas relaciones de espacio, medidas, proporciones,
con la intención de alcanzar un equilibrio en el espacio. Como la técnica que adapta
el ambiente es siempre una mediación entre sí y otro, no hay técnica sin distinción
entre sujeto y objeto. Plantear el objeto significa también reconocer que los objetos
son múltiples y que cada uno tiene ciertas cualidades que le son propias y otras que
son comunes con otros objetos, con todos. El conjunto de los objetos en relación
entre ellos es aún un objeto, el objeto absoluto, la naturaleza. Y como la relación
fundamental, la que instituye el sistema de las relaciones espacio-temporales, es la
relación de causa a efecto, como cada objeto es el efecto de una causa, así al
objeto universal se le da una causa universal, Dios. El artesanado es el sistema
tecnológico propio de las civilizaciones teocráticas o que, en todo caso, se
reconocen un fundamento religioso: partiendo del pensamiento de lo divino, se
quiere infundir en cada objeto hecho un trazo del objeto universal, creado. El sujeto
que produce objetos actuando como causa, repite en el detalle el gesto del creador,
es decir, imita la naturaleza. La creación humana se llama invención y comprende
la idea del encontrar porque, si Dios es omnipotente e infinito, todo está ya hecho o
previsto en la creación, incluso la obra del hombre, y éste sólo puede encontrar
algo que está ya, latente o ignorado, en el diseño de lo creado. La acción que
conduce a encontrar es la investigación: toda la empresa humana, en la fase
histórica, es investigación orientada a la invención. Se puede inventar un objeto o
un utensilio que sirva para hacer objetos, no hay diferencia en el concatenarse
infinito e las relaciones, cada instrumento es un objeto, cada objeto es también un
instrumento. La mediación instrumental no es solo una praxis, sino también un
proceso cognoscitivo: cuanto más compleja es la mediación instrumental, tanto
más extenso es el campo de experiencia; cuanto más aumenta la distancia entre
sujeto y objeto, tanto más la naturaleza, objeto unitario y global, se manifiesta en
su totalidad. El mejor objeto que el hombre logra producir es aquel que contiene
una más vasta experiencia una concepción total del mundo. La obra de arte, como
producto supremo del hacer humano, es justamente el objeto perfecto, aquel cuyos

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contornos coinciden idealmente con el horizonte de lo conocible y equivale, en
términos de valor, a la naturaleza. Hay obras en las cuales la concepción del mundo
se despliega en toda su grandiosidad, otras en las cuales se confía al mensaje de
un signo: pero el sígnífìcatum es siempre la realidad como un todo. La teoría del
arte como mimesis, que expresa la relación noética entre el hombre y la naturaleza,
explica también toda la producción que llamamos artesanado y que, como dice su
etimología, está en estrecha conexión con el arte. Ella tiene, como esquema
común, la morfología natural. También la arquitectura es mímesis, sea en las
grandes estructuras que realizan una imagen del espacio, sea en los mínimos
detalles, que son siempre igualmente deducidos, proporcionalmente, de la
espacialidad del conjunto. Arte y artesanado, además operando a niveles diversos,
tienen un fundamento común en la materia natural, que a través de la obra
humana progresa hacia una perfección ideal: el trabajo humano, como tiempo de
existencia y de experiencia, aumenta el valor inicial de la materia, en parte también
porque éste esté determinado en relación a la operación humana. La materia
supera así su propia inercia, su propio límite físico originario entra en relación con
el mundo, se hace portadora de la experiencia histórica.
La obra no es solamente manual, también la imaginación es una técnica, es
generadora de imágenes que pueblan el espacio de la mente antes que el del
mundo. Consideremos “por ejemplo" la decoración clásica, antropomórfica o
zoomórfica o fitomórfica, algunas veces tan desarrollada como para representar, en
el breve giro de una copa o de un vaso, la figuración de un mito o de un hecho
histórico, como si la superficie del objeto fuese un espejo mágico capaz de reflejar
las imágenes del mundo externo, visible y no visible. Las imágenes distraen de la
realidad del objeto como utensilio: la copa es una copa, pero es también el mito de
Dionisio o de Artemisa: y ya ha sido sustraída a su límite de cosa, puesta en
relación con el espacio o incluso con una espacialidad imaginaria, que comprende el
Olimpo de los dioses. También cuando los motivos ornamentales son, como dicen
los arqueólogos, “abstractos”, es fácil descubrir que ellos son aún símbolos del
espacio o del tiempo y, a través del significado que una determinada sociedad ha
convenido en asignarles, establecen la misma relación de la decoración figurativa.
Toda intervención operativa en la materia, incluso la más simple la instituye
como valor de espacio: se la pule, bruñe, burila, modela para modular su reacción a
la luz y por tanto, también al espacio para definir las distancias en las cuales el
pedazo de materia trabajada tendrá posibilidades de relación será algo más que su
propia realidad física, se dará como hecho espacial. Es, en efecto, situándose en el
espacio y en el tiempo como la cosa se hace objeto o representación, valor:
definiendo conjuntamente a sí misma y el sujeto, porque del efecto se pasa a la
causa como de ésta se regresa al efecto. Oskar Kraus, en la introducción a la
Psicología de Brentano, dice: “Es necesario tener claridad en relación al termino
objeto. Si se lo utiliza con el mismo significado de cosa, o bien de real, entonces es
una expresión autosignificante (autosemántica)… Si en cambio se utiliza objeto,
objectum, en combinaciones como tener-algo-por-objeto, la palabra objeto no es
entonces autosignificante sino consignificante (sinsemántica), porque tales nexos
de palabras pueden ser perfectamente sustituidos por la expresión representar
algo”. Pues bien, todo el esfuerzo de la producción artística y artesanal del pasado
ha sido dirigido a producir objetos, formas sin semánticas cosas que superasen su
propio límite de cosas para referirse al objeto sumo y unitario, la naturaleza o la
divinidad. Desde el nivel más bajo, donde se tiene el máximo de cantidad con el
mínimo de calidad, hasta el más alto donde se tiene el máximo de calidad con el
mínimo de cantidad (el unicum de la obra de arte), el objeto esta igualmente
relacionado con la contingencia, con la ocasionalidad, con la utilitaridad de la
existencia y con la universalidad y la eternidad del ser. Lo que realiza y manifiesta
es precisamente la idea de lo universal y de lo eterno con la cual, en formas y
modos diferentes según el lugar y el tiempo, las civilizaciones históricas han dado
un sentido o un valor a los actos prácticos de la existencia. Es fácil entender cómo
toda esta producción, fundada sobre el binomio creación invención, presupusiese la

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idea de un dios personal y creador, plena y formalmente revelado en la criatura (de
allí el pensamiento de la sacralizad, o al menos, del carácter ético del trabajo
artesanal) y como el final de la producción artesanal coincida con el fin de aquella
concepción de lo divino y con la consiguiente “desacralización” de la naturaleza.
Queda por ver si el nuevo curso de la producción, la industria, prescinda de toda
idea de lo sagrado o implique una del todo diversa; si, en suma, cambiando
radicalmente el propio modo de obrar la humanidad renuncia a justificar con el
postulado de valores eternos la contingencia de la praxis o si, por primera vez,
haya logrado separar la idea del valor de la idea de lo divino y de sus caracteres de
universalidad y eternidad.
El problema indeferible es otro. No hay nada de sorprendente en el hecho de
que en un momento dado, los hombres hayan dejado de apoyar sobre la
naturaleza, sobre sus formas, sobre sus ciclos estacionales sus propias ideas de
espacio y de tiempo y en cambio las hayan apoyado sobre la sociedad y sobre el
dinamismo de sus relaciones internas, asumiendo como significativas sólo las
formas artificiales semánticamente referibles a la vida y a la actividad social. Pero
sigue siendo incierto, e improbable que el hombre conserve respecto al ambiente
social la misma actitud que había asumido respecto a la naturaleza es decir, la
distinción entre sujeto y objeto. La sociedad no puede darse como objeto al
individuo a cada uno de sus componentes: no es estable y arquitectada como la
naturaleza; cambia continuamente y cada uno puede hacer algo por cambiarla; la
relación con los demás no es de contemplación, sino de interacción y de interés. El
gran cambio en el actuar humano incluso en el arte, es precisamente este paso de
la contemplación-representación de la naturaleza-modelo a la acción que incide
sobre la realidad social y la modifica, y que es recíproca, y obliga al individuo a
enfrentar situaciones siempre distintas, a regular su comportamiento según las
circunstancias que en cada ocasión se le presentan. En estas condiciones el
proyectar se hace particularmente difícil, porque demasiados datos permanecen
incógnitos y el destino no esta ya en las manos de un dios (cuyos designios, de
alguna manera, conocemos a través de la naturaleza y de la historia), sino de los
otros hombres, así como cada uno de nosotros puede ser “destino” para otros. Y,
sin embargo, nunca como en está situación se había sentido la necesidad de
proyectar, de garantizar a sí mismo y los otros respecto a un destino que ha dejado
de ser la providencia. La escogencia ética, de hechos es aún posible: dependerá de
nosotros, de nuestros contemporáneos, hacer del porvenir un proyecto, una crítica
y acaso un contraste de proyectos, o bien un destino, y un oscuro destino así sea a
“alto nivel tecnológico”.

Es dudoso que el fin del arte y del artesanado, como procesos


fundamentados en la representación, se deba atribuir, simplemente, al desarrollo
avasallador de la industria, la cual por lo demás no es en absoluto una revolución,
un nuevo curso de la actividad productiva que comience al término de uno
precedente concluido. Una coexistencia pacífica de artesanado e industria ha
existido desde épocas muy lejanas. De un lado estaba la producción individual, del
otro la producción en serie; y no se trataba siquiera de categorías incomunicantes,
porque a menudo ambos procesos operativos se sobreponían o se entrelazaban,
proveyendo la industria a ampliar el consumo de los tipos artesanales y recurriendo
el artesanado a la industria para algunas fases iniciales de desbastación y
elaboración de las materias primas. La producción industrial permanecía, sin
embargo, subalterna: desde que se le pedía repetir no se le podía pedir inventar, y
la invención permanecía siempre como el momento supremo de la operación
humana.
La llamada revolución industrial no consistió tanto en la introducción de
nuevas fuentes de energía como en una inversión de la jerarquía de los valores. Es
evidente que hoy la industria produce muchas cosas que el artesanado no estaba
en grado de producir y que (salvo el caso de un provisional aumento de la estima a
causa de su rareza) los objetos producidos por el artesanado son, en cuanto a nivel

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de valor, muy inferiores a los producidos por la industria. ¿Qué significa esta
inversión?
El artesanado, en su momento de mayor esplendor, ponía en el más alto
nivel de valor la pieza única e irrepetible (la obra de arte) haciendo coincidir el
máximo de calidad con el mínimo de cantidad. La industria, por el contrario, pone la
serie en el sumo nivel de valor: el objeto puede ser repetido en millares de
ejemplares sin perder nada de su calidad, al contrario, su valor consistirá
justamente en el ser infinitamente repetible y repetido. Este cambio de los valores
en el orden de la producción corresponde a un cambio de los valores en el orden
social: el valor pasa del individuo a la serie de individuos y no, por tanto, a la
sociedad como sistema de actividades humanas diferenciadas, sino a la masa que
cancela el individuo o sólo lo considera como unidad en la serie. La cantidad toma,
en la jerarquía de los valores, el lugar de la calidad.
Sabemos, por la experiencia de tantos siglos de historia del arte, qué
significa calidad; y no es una casualidad que este término sea específicamente
aplicado al arte, casi por contraste, justamente en el momento y en el lugar donde
tiene inicio la llamada revolución industrial. En cambio, el concepto de cantidad,
como concepto de valor, es nuevo. El presupone, evidentemente, la idea de la
repetición y, se entiende, de la repetición idéntica. Todos admiten que la máquina
funciona con mayor precisión que la mano del hombre, aun si ésta está armada de
los utensilios apropiados; sólo la máquina está en grado de repetir exactamente un
movimiento dado o una serie de movimientos. El hombre no tiene esta virtud. Si se
propone trazar una serie de círculos iguales, sus tentativas irán primero mejorando
gradualmente, porque la acumulación de experiencia le permitirá eliminar los
errores iniciales, pero una vez alcanzada la forma justa (suponiendo que la alcance)
comenzarán a empeorar cada vez más, porque disminuirá el interés de la
operación; a menos que no llegue a trazar sus círculos por pura costumbre, sin
pensarlo, en cuyo caso se habrá reducido a actuar como una máquina. ¿Por qué el
hombre, mientras piensa y obra según el pensamiento, no es capaz de repetirse
con exactitud? Porque no se ha educado para hacerlo, se ha educado para no
hacerlo, para hacer siempre algo distinto de lo que ha hecho. La vida es
experiencia, la repetición es suspensión de la experiencia. La experiencia es
búsqueda, no vale la pena buscar algo ya encontrado. El hombre histórico, el
hombre de la invención, no puede admitir la repetición, quiere que la experiencia
camine y no que marque el paso: nunca es la misma agua la que pasa bajo el
puente. Repetir significa perder el tiempo: en el sentido, justamente, que
repitiendo nos colocamos fuera del orden histórico que hemos dado al tiempo.
En el pasado los hombres exigieron a la máquina o a la industria la función,
juzgada servil, de la repetición. Los procedimientos industriales no eran muy
distintos de los del artesanado, la mano de obra estaba aún constituida por
artesanos, si bien menos calificados y privados de la iniciativa y de la
responsabilidad de la creación, exonerados sobre todo de la tarea (que pasaba al
técnico) de proyectar. Por otra parte, desde que una industria existía, se reconocía
la necesidad de la repetición en la economía general de la actividad social. Valía
como comunicación, ya que ninguna invención tiene valor si no es comunicada. La
producción industrial afectaba un área más vasta, elevaba el nivel medio de la
cultura. La necesidad de la repetición nacía también de la exigencia de regular el
tiempo histórico, de impedir la aceleración creciente de invenciones que la sociedad
no habría tenido tiempo de utilizar. Pero era necesaria también a los fines de la
investigación y de la invención. Si la invención de un tipo debe responder a una
exigencia social es necesario que el tipo precedente haya sido, al menos como valor
de experiencia o de información, consumido. Vale o valía, en suma, en el círculo
social, lo que vale o valía en el proceso inventivo individual: cada nueva invención
nace de la crítica del pasado, a la cual se agrega un proyecto para el porvenir. Por
esta implícita correlación de pasado y futuro, el acto inventivo es, en todos los
campos, el acto histórico por excelencia; y tiene como campo la sociedad entera. A
través de la comunicación dentro del horizonte más amplio posible, el centro

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inventivo no solo transmite sino que además recibe informaciones e impulsos sin
los cuales no podría ponerse en movimiento.
Está probado que, en toda la fase histórica, el arte ocupa el centro de la
tecnología artesanal como calidad absoluta: a tal punto que los modelos de valor
propuestos por el arte han sido, por extensión, adoptados como modelos para las
actividades no artísticas. Pero el valor cualitativo el arte estaba en el vértice de una
pirámide que tenía la base cuantitativa más amplia posible: la relación calidad-
cantidad ha sido siempre una relación fundamental, una ley. Esto fue admitido
inclusive cuando, en los tiempos heroicos del desarrollo industrial, se invirtió la
escala de los valores, colocando en el vértice la cantidad: la calidad era el proyecto
o, mejor aún, el modelo o el prototipo, del cual los objetos de la serie no eran mas
que la repetición exacta. En esta dirección se movió el diseño industrial, en la
esperanza de poder dar al nuevo aparato tecnológico los impulsos inventivos que el
arte había dado al antiguo. El fracaso del diseño industrial, que sin embargo había
iniciado brillantemente la colaboración entre arte e industria, ha demostrado que la
tecnología industrial, al menos en esta fase de su desarrollo quiere el comando
absoluto y no admite la intervención inventiva del arte en su proceso. No está aún
dicho que excluya la calidad, pero ciertamente la excluye en cuanto se identifique
con la invención.
No es verdad que la razón de la deplorada ruptura entre el arte y la sociedad
sea la caída de la instancia que constituyera, en otros tiempos, el artesanado. La
fractura es entre la industria y el artesanado, y la crisis del artesanado ha
comprendido, inevitablemente, su manifestación más calificada: el arte. Es ocioso
discutir si el arte pueda o no realizarse a través de las técnicas mecánicas
industriales: el problema es saber si la industria tenga o no necesidad de vértices
cualitativos, de valores en el límite de la metafísica y si estos, cuando existieren,
serían aún clasificables en el orden estético. Para saberlo debemos preguntarnos
primero si el proceso evolutivo que ha llevado a la industria a asumir el comando
sea un proceso exclusivamente tecnológico y si resulte por tanto legítimo plantear
la cuestión en los términos de una confrontación entre dos tipos tecnológicos, el de
la industria y el del arte. ¿De qué manera el progreso técnico ha llegado a
comprometer el desarrollo histórico, del cual el arte ha sido una componente
esencial, y a instaurar, luego de la era histórica, una era tecnológica o, como se
dice, la tecnocracia? Se sostiene comúnmente que la técnica moderna es el
producto de la ciencia y que ésta, por su estructura esencialmente lógica ha
excluido el arte, cuyos procesos son constitucionalmente intuitivos. No tengo
dificultad en admitir que, a partir del siglo XVII, la ciencia física, esencialmente la
mecánica, ha sustituido al arte como fuerza propulsora y directora del progreso
técnico: la ciencia ha asumido el comando, quitándoselo al arte, en el campo de las
actividades inventivas. Pero no veo cómo se pueda negar que, de Galileo a Einstein,
la ciencia haya vivido una existencia plenamente histórica, ni cómo se pueda
sostener que sus procedimientos son estrictamente lógicos y no-intuitivos. ¿Cómo
podría haber dehistoricizado la técnica, incluso todas las actividades humanas, si ha
sido la portadora de grandes instancias ideológicas, las que han permitido superar
las viejas concepciones teocráticas y feudales, el advenimiento de una cultura
burguesa y laica, la afirmación de la democracia, el nacimiento del socialismo; y, en
el caso específico de la economía productiva, el éxito de la industria como actividad
de la colectividad para la colectividad? No me asusta el pensamiento de una
tecnología que tenga su modelo en la metodología rigurosa de la ciencia como
antes lo había tenido en el arte, ni creo en un antagonismo irreductible, en la
imposibilidad de la coexistencia, en la misma sociedad histórica, de arte y ciencia.
Sus campos, en un tiempo comunes o al menos finítimos, han sido luego
cuidadosamente diferenciados; pero la diferenciación es una relación y una relación
ha existido hasta épocas muy próximas a la nuestra, hasta Seurat, el Cubismo,
Mondrian, Pevsner. En la arquitectura la relación sobrevive, aunque no fuese más,
en las búsquedas estructuralistas, de Maillart y Freyssinet a Nervi y Morandi. Pero

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valen ante la ciencia, las mismas preocupaciones que hay ante el arte: hay razón
de temer que esté por ser sobrepasada por la técnica.
En el pasado la técnica nunca se ha autodirigido; pero el fin del ciclo
histórico podría estar determinado justamente por el hecho de que, por vez
primera, la técnica se mueve con impulsos, direcciones y finalidades que no
provienen ni de la filosofía ni de la ciencia ni del arte, sino de su propio mecanismo,
de la tendencia, de la cual parece animada, a afirmarse como actividad autónoma y
lo más pronto posible hegemónica. En menoscabo, naturalmente, de las otras,
comenzando precisamente por la ciencia. Cada vez que oigo hablar de bombas
atómicas o de hidrógeno como productos supremos de la tecnología moderna y de
su fecundo connubio con la ciencia, no puedo menos que preguntarme si el
connubio no sea, por desventura, un divorcio. Una ciencia orientada a la
destrucción del mundo traicionaría sus propias razones institucionales, sería
anticiencia. Jamás la ciencia habría podido recorrer este esquivo camino,
disimulando con el suceso mundano un vergonzoso descalabro moral, sino después
de haber perdido la capacidad de autodeterminarse y dirigirse y,
desventuradamente, haberse reducido a ser la criada de sus propias aplicaciones,
de una técnica amotinada y perversa. Por la vergüenza de la bomba, y tantas otras,
no es la ciencia la que debe ser llevada al banquillo de los acusados; su puesto
esta, al lado del arte, entre las víctimas; y quien sabe si allí no encontrarán, en las
lágrimas de la común desventura, la solidaridad que los había unido, en los siglos
de oro, en las mentes de Piero della Francesca y Leonardo.
También este cuadro de la técnica-diablo contra la ciencia-mártir y el arte-
ángel es más seductor que persuasivo. ¿Por qué la ciencia y el arte deberían poder
determinar e imponer libremente sus valores y no podría hacerlo la técnica? ¿Por
cuál decreto el arte y la ciencia deberían permanecer como actividades superiores y
la técnica como subalterna? ¿Quizá por el antiguo privilegio del espíritu sobre la
materia, o porque, según las categorías escolásticas, las primeras son actividades
intelectuales o liberales y la segunda mecánica o práctica? Pero el mundo moderno,
como se delinea en el siglo XVII después de la gran crisis religiosa, es el mundo de
la praxis; y si el futuro verá a las clases trabajadoras asumir la dirección, ¿no es
quizá justo que la experiencia de la cual son portadoras, que es la de la técnica,
ascienda al vértice de la escala de los valores? Arte y ciencia, cuando eran
actividades-guía, no derivaban su autonomía y autoridad de un mandato divino,
sino del hecho que su estructura disciplinaria, su metodología podía soportar una
concepción del mundo que la sociedad, en momentos dados de su historia, asumía
como horizonte de su propia existencia. ¿No podría, la técnica seguir la misma
parábola? No tenemos ningún prejuicio para considerar que la hegemonía de la
técnica sería tan nefasta cuanto benéfica fue la del arte o la de la ciencia o la de la
filosofía.
Basta una ojeada a la historia de la técnica para ver que ha habido
momentos en los cuales también ella ha intentado dar forma a una concepción del
mundo, así fuera de un mundo no-natural, de un mundo social o de la vida. Más
aún: la superación de las filosofías sistemáticas o de la Weltanschauung cumplida
por el criticismo marxista no habría sido posible más que partiendo de la plataforma
de experiencia constituida por el tecnicismo industrial. Pero algo de malo debe
haber ocurrido si, después de la Weltanschauung optimista de los iluministas, de los
enciclopedistas, de los positivistas, de los socialistas, y después de la crítica
marxista y husserliana de la filosofía como concepción del mundo, la técnica
proyecta ahora sus milagros sobre el telón terrificante de una Weltnichtung. Y esto
basta para pensar que el temido exceso de función sea en realidad un defecto o un
error funcional y que la técnica, en su apogeo, esté ya en crisis, transformada en
criada de la peor de las políticas: la del poder.
No estoy en grado de hacer un análisis, de formular un diagnóstico de la
situación tecnológica actual, pero bastarán algunas observaciones generales. Es
evidente que no se puede hablar de desarrollo tecnológico autónomo o de
autodeterminación de la técnica mientras la máquina no haga más que ejecutar

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proyectos hechos por el hombre según modelos o esquemas aún no estrictamente
tecnológicos. Si la máquina puede sustituir las operaciones manuales, no sólo de un
individuo sino de un grupo, nada impide pensar que pueda sustituir algunas (como
ya lo hace) y finalmente todas las operaciones mentales, realizando en pocos
instantes el trabajo que centenares de especialistas no harían en un año. Puedo
también imaginar máquinas que proyecten, que tomen la iniciativa del proyectar así
como hay ya máquinas capaces de corregir sus propios errores. Pero aun cuando
las máquinas hiciesen todo el trabajo del hombre, no por ello la humanidad debe
terminar: el tiempo que la instrumentación y la organización del trabajo han dejado
poco a poco disponible no ha sido después de todo tan mal empleado si ha servido
para hacer la civilización. La cibernética no es en absoluto una ciencia inhumana,
aún cuando indague las relaciones profundas entre la psicología humana y la
máquina. No dudo que la presencia, la omnipresencia de las máquinas influya
profundamente en el comportamiento humano; pero no veo por qué bajo esta
influencia la humanidad debería morir de vergüenza o enloquecer de soberbia. Los
procesos del arte y de la ciencia, por no decir de la filosofía y de la religión, han
caracterizado enteras culturas, determinado enteros períodos de la civilización. ¿Por
qué tenemos, y no sin razón, tanto miedo de que nuestro comportamiento pueda
ser influenciado por la tecnología? ¿Por qué sólo la civilización industrial debería
condenarnos a la alienación total?
La lógica, incluso el sentido común, se niegan a admitir este peligro y, sin
embargo, él existe. No existe, y no nos interesa, así como lo imagina y lo describe
cierta narrativa de ciencia-ficción: como el amotinamiento, la conjura, la revuelta
de las máquinas pensantes y semovientes o bien (por el fácil intercambio entre
utopía tecnológica y utopía biológica) de monstruos suscitados por las
perturbaciones provocadas por la técnica en el equilibrio natural; y como paso del
poder del hombre a otras fuerzas, incontrolables y hostiles. Pero existe en el hecho
mismo de que semejantes fantasías sean posibles; de que el hombre, deduciendo
de premisas de hecho consecuencias paradójicas (no coherentes), se trasponga e
identifique en la máquina y, en suma, se imagine a sí mismo no pensante y sus
acciones determinadas por una lógica abstracta, externa al pensamiento y a la
voluntad humana: de aquella que llama, en efecto, la lógica del destino.
Objetivamente, el diseño de una civilización tecnológica no se presenta a nuestros
ojos como el diseño de una civilización histórica. Ninguna de las grandes promesas
de la técnica industrial ha sido mantenida: ni la promesa del libre y pacífico
intercambio de mercancías y productos, ni la promesa de una sociedad sin clases,
ni la promesa de la libertad política y económica, ni la promesa del bienestar
universal. Ni, sobre todo, la promesa de una sociedad racional, perfectamente
“integrada": después de haber creado una gran clase "desintegrada" y “alienada",
el proletariado ha terminado por extender a todos la desoladora condition ouvrière
descrita por Simon Weil: ninguno es ya responsable de una iniciativa, de un
proyecto, de un resultado. La “revolución de los técnicos", profetizada por
Burnham, fuese o no deseable no se ha producido o no a sido una revolución. En
lugar de un mundo de una racionalidad lúcida, refulgente, funcional, tenemos ante
nosotros un mundo turbulento y convulsionado, en el cual la irracionalidad se
manifiesta con una brutalidad repelente que no tiene precedentes en los siglos de la
barbarie más sanguinaria. El mundo de la no-historia no es el de las fábricas de
cristal donde silenciosos técnicos de bata blanca manejan las palancas de
complicados cuadros de mando: es el mundo de las grandes guerras destructoras,
de las dictaduras políticas y militares, de los campos de exterminio, de la
intolerancia racial y religiosa, de la desocupación en masa. Es también el mundo en
el cual el diálogo, el discurso persuasivo, han cedido el sitio a la propaganda
gritada, al embutido de los cráneos, a los lavados cerebrales, y en el cual el "tifo"5
de la masa excitada ha sustituido la opinión razonada.
Se dirá, no sin razón, que esta situación está ligada al progreso tecnológico:
a la producción en masa debe corresponder un consumo en masa. La cuestión no
es sólo de cantidad: hoy estamos todos persuadidos de que la máquina produce

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valores de calidad que el hombre no podría producir de otra manera. Es un nuevo
tipo de calidad cuyo carácter aún no se alcanza a definir con claridad, no bastando
ciertamente los términos de exactitud y precisión, que sugieren aún alguna otra
cosa. Lo ha definido, pero negativamente, Günther Anders describiendo la
"vergüenza prometéica": la máquina y su producto aparecen como algo "hecho" o
perfecto y por ello ponen al hombre en condición de inferioridad o de vergüenza,
constriñéndolo a sentirse, en cuanto hombre, "no hecho", imperfecto. Hay un
desnivel entre la calidad biológica, de la cual el hombre no puede rescatarse, y la
calidad tecnológica; pero el desnivel se obtiene disminuyendo al hombre,
haciéndolo penosamente consciente y avergonzándolo de su propio límite biológico.
Es necesario no ilusionarse demasiado en relación a la calidad de los productos de
las máquinas: en rigor, como veremos, las máquinas no producen objetos,
producen, al infinito imágenes. En la nueva escala de valores el objeto se hace
imagen y el sujeto, pasando del primero al último lugar, se hace cosa. La
degradación más dolorosa le ha tocado al hombre.
La industria no puede moverse sino con un movimiento uniformemente
acelerado; necesita demandas artificiales y, cuando éstas no bastan y se teme la
acumulación de productos no consumidos, recurre a aquellas desmesuradas
vorágines de bienes materiales que son las guerras. No hay consumo más rápido
que la destrucción y por ello la industria no puede menospreciar el poder político.
Pero no por una simple necesidad económica: una oscura tendencia destructiva
existe en la industria desde que ha destruido el objeto y su valor y se ha puesto a
producir imágenes, que tienden a repetirse y multiplicarse al infinito.
Mientras se me diga que, dejando a la gente la selección de los productos
según la normalidad de las necesidades y la justeza de las respuestas, la industria
iría en ruinas, y que por ello es necesario quitar a la gente la capacidad de evaluar
cancelando de las conciencias el sentido de los valores, puedo aún responder que
prefiero el mal menor y que vaya entonces la industria en ruinas. Pero si la
industria produce imágenes y la imagen no es objeto de juicio, ¿que podrá juzgar la
gente? Para destruir el sentido de los valores y arrancar a la gente de la actitud de
la crítica y del juicio se ha excogitado la cultura, la información de masas, el
bombardeo en alfombra de imágenes visivas y sonoras a través de la radio, la
televisión el cine, las tiras cómicas. Así la gente elige, pero sin un juicio previo:
trátese de la pasta dental, de la carne enlatada, del político por quien votar. Es el
fenómeno que Günther Anders llama iconomanía. También estas imágenes son
productos, industriales tanto como aquellas a las cuales hacen propaganda; hoy no
es ya posible distinguir entre imágenes-objetos e imágenes-para-los-objetos.
Indudablemente la técnica industrial es una cosa seria, tiene su rigor, su método;
pero está escandalosamente comprometida en este cúmulo, en este carnaval de
imágenes. ¿Era este su programa cuando se planteó como operación rigurosa,
praxis perfecta y ejemplar en un mundo enteramente volcado a la praxis?

La cuestión de la calidad del producto, así sea en los términos indicados de


"mejor que lo humano", no es la cuestión central de la tecnología moderna: no es,
siquiera una cuestión porque la técnica es considerada omnipotente, puede obtener
todo lo que quiere, y que el producto sea imperfecto no se admite ni siquiera como
hipótesis. ¿Qué es lo que se quiere? ¿Lo que los consumidores piden o más bien lo
que se les hace que pidan mediante los adecuados aparatos de condicionamiento?
El artesanado, que tenía como modelo el valor "eterno" del arte, tendía a la
máxima duración; la industria tiende a la mínima, a la sustitución más frecuente
posible. El consumo material tiene una duración demasiado larga, por ello se
recurre al consumo psicológico: se elimina el traje, el automóvil, antes que se
dañen; y si, dentro de ciertos límites, la duración potencial continúa siendo un
atributo de la calidad, es justamente porque se quiere que el producto sea
eliminado cuando aún podría servir. El criterio del vencimiento psicológico, de la
obsolescencia no debe sólo acelerar el consumo material, debe sustituirlo.

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El hecho mismo de que no se hable más de objetos sino de productos es
indicativo: la palabra hace pensar en la cosa apenas sacada de la cadena de
montaje, fragante de nitrocelulosa. Cuando este sentido de apenas-producido se
disipe, la cosa perderá interés, nos habremos fastidiado. Ciertas cosas, que nos
atraían mientras las veíamos envueltas en el celofán, quisiéramos tirarlas apenas
les hemos quitado la envoltura: el celofán las daba como imágenes y nos
interesaban, como cosas ya no nos interesan. A la naturaleza de imagen más que
de cosa, propia del producto industrial, aluden los sociólogos cuando dicen que el
producto está, consumido, obsoleto, cuando ha agotado su poder de información y
ya no transmite mensaje alguno. ¿Pero de qué informa, de hecho, el producto?
El ritmo cada vez más rápido de la demanda y de la oferta es el indicio de un
agudo interés por el producto; pero, como se ha visto, el interés debe tener una
duración mínima y dar inmediatamente lugar a la saturación y a la insoportabilidad.
Se crea así el mito del producto, y a esto ha colaborado en no poco el diseño
industrial, con la, experiencia estética que tenía sobre sus hombros; pero deben ser
mitos efímeros o la máquina se detiene. El producto artesanal tenía como esquema
la naturaleza, que se contempla en la constancia de sus formas y en la uniformidad
de sus ciclos; el producto industrial tiene como esquema la existencia social, con
sus intereses solicitados por mil estímulos diversos, con su rápido, movimiento. En
un tiempo la manilla de la puerta era un elemento arquitectónico en miniatura o
una graciosa escultura naturalista; hoy es la huella de la mano que la empuña, de
un gesto. En sí, el cambio no tiene nada de alarmante: también el arte tenía como
esquema-base la naturaleza y luego ha asumido como esquema-base, pattern
espacial, la sociedad. También la sociedad se da en apariencias sensibles, llena el
espacio con sus formas; la ciudad es un paisaje artificial. Aparentemente ha
cambiado sólo el referimiento al esquema. Pero algo de mucho más profundo
ocurre cuando se comienza a hablar de formas estrictamente adherentes a la
función. Hasta un cierto punto la función específica caracteriza la forma del
producto, la separa de la tipología tradicional; luego, a partir de ese punto,
destruye el objeto como tal, nos presenta algo que, por así decir, pasa por el
objeto. La función está, también ella, mitizada. Supongamos que la manilla
moderna nos haga ahorrar un mínimo de fuerza y una irrisoria fracción de segundo:
no es esta ventaja irrelevante el objetivo de la nueva invención formal. El mínimo
desperdicio de fuerza, y de tiempo se dan aquí no ya en términos de existencia,
sino de economía tecnológica: la función de abrir la puerta no es más que un
momento, cuantitativamente despreciable, de una función mucho más amplia, de la
funcionalidad en general. Ni siquiera el más pequeño detalle puede ser eximido de
esa ley.
No se admite (sería una peligrosa reserva acerca de la "eficiencia"
tecnológica) que un producto pueda ser deficiente o imperfecto; pero tampoco se
admite la perfección absoluta. Para la publicidad, que conoce las reglas del juego,
todos los productos son “mejores”. Si es tan fácil llegar al standard la elección no
puede proceder de un juicio sino de movimientos irracionales, sobre los cuales
precisamente se trata de actuar. El producto en serie es el símbolo de un deseo
satisfecho; pero el deseo, en realidad, no es el deseo de la cosa que falta, sino el
deseo de tenerlo que tienen los demás, de ser como todos, aun si muy pronto se
sentirá la incapacidad de soportar esta identidad y la necesidad de cambiar, no ya
para ser diferentes, sino para ser los primeros en tener lo que dentro de poco
tendrán los demás. Se produce así una disociación entre la cosa su significado,
tanto más profunda en cuanto la función específica se refiere a la funcionalidad
general, se dispersa en su ritmo continuo. La comunicación objetiva que la cosa,
como tal, podría transmitir, sería demasiado débil: es necesario amplificarla,
exagerarla, repetirla hasta la obsesión. A la legítima pregunta acerca de la calidad
del producto se responde (antes que sea planteada, para que no sea planteada), no
ya con la demostración, sino con la publicidad; a la pregunta acerca de la capacidad
o el programa de un político o de un partido, se responde con la propaganda, el
slogan. Lo que se ofrece a la elección, dentro e los limites en los cuales es aún

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posible una elección, es un nombre, una marca, una figura, una frase, una palabra,
un signo. La acción persuasiva (si bien de hecho se ordena y no se persuade) no
debe entonces ejercitarse al nivel de la conciencia sino del inconsciente: se explota,
por ejemplo, el instinto erótico para hacer atractiva una bebida. Alrededor de toda
la búsqueda operacional, que sería la búsqueda tecnológica verdadera y propia,
actúa, en un área infinitamente más vasta, la búsqueda motivacional, o de los
impulsos que llevan a la elección o a la acción sin pasar por el juicio y la decisión:
de aquello, en resumen, que nos hace querer lo que en realidad no queremos. Es
evidente el nexo entre la búsqueda motivacional y la comunicación de masas que,
debiendo actuar subliminarmente, se vale casi exclusivamente de la imagen. La
cantidad de información, el subseguirse incesante de los mensajes, las dimensiones
enormes, la violencia de los factores perceptivos son otros tantos modos de
paralizar la facultad de juicio. Lo que se quiere, en fin de cuentas, es que la
información golpee y no se fije, se imprima en la memoria sin interesar a la
conciencia.
En el campo de la producción la consecuencia inmediata es la deformación
del producto: si lo que interesa es la publicidad, es necesario que el consumidor
pueda encontrar en el producto la publicidad que lo ha impresionado. La relación
entre la operación tecnológica y el aparato de condicionamiento se manifiesta
especialmente en la identificación de la publicidad con el producto (de aquí también
su reducirse a imágenes) o, más precisamente, en su conformación publicitaria.
Todos saben que la forma de los automóviles, mucho más que con la funcionalidad
mecánica, está en relación con un significado de rango y consenso. Ello,
ciertamente, no excluye la búsqueda tecnológica pura y el progreso mecánico de
los utensilios; pero no es improbable que también éstos, en cuanto dirigidos a
desarrollar ciertas cualidades más que otras, se resientan del valor simbólico que
tiene "la máquina" en la sociedad actual. Es el fenómeno que se llama styling; y no
está limitado a la esfera de las ambiciones sociales si hay incluso un styling en la
presentación de ciertos alimentos o de ciertos medicamentos. El styling, en cuanto
refleja la funcionalidad social más allá de la función objetiva, tiende a reducir las
formas de los productos industriales a ciertos esquemas formales: al tiempo de las
líneas rectas, de los planos rígidos, de las aristas vivas, ha seguido el tiempo de las
curvas parabólicas, del cóncavo y del convexo, de las formas "orgánicas" o
"biomórficas". El objetivo es, evidentemente, asimilar el estilo de los productos al
que se presume sea el “estilo de la vida" y establecer así una relación de empatía
entre el producto y el consumidor: una relación que quizá Günther Anders también
explicaría con la "vergüenza prometéica”, con la superioridad que el hombre
reconoce al producto por el hecho mismo de ser "producido" y no "nacido".
Una vez más se nos pregunta si estas elecciones de esquemas formales
fundamentales son espontáneas o provocadas. La respuesta es obvia: son
provocadas, y ello con el objeto de determinar la obsolescencia general de todo un
ciclo de producción. También Hogarth, a mediados del Setecientos había indicado
en la línea ondulada y serpentina un principio que hoy llamaríamos de styling, aun
cuando refiriéndolo al modo de crecimiento de las formas naturales y aplicándolo
por extensión (pero quizá el proceso era inverso) a las formas sociales del mueble y
del vestido. La línea ondulada era el diagrama del movimiento de la "mente activa",
que procede por asociación y combinación de ideas-imágenes: tanto es verdad que
el tema de la línea ondulada, como línea del wit, lo reencontramos en a teoría de la
jardinería de Brown e incluso, traspuesto al campo literario, en Sterne, como
representación gráfica del desarrollo divagante de la narración. Nada de similar, en
cambio, en los procedimientos actuales del styling: en la arquitectura como en el
diseño industrial y en la producción corriente los “estilos” se han sucedido sin que
nada hubiera cambiado sustancialmente en la concepción del mundo o de la
sociedad, por un mero fenómeno de “moda”, siendo la moda misma una crisis de
las costumbres provocadas por la industria para un más rápido consumo y
sustitución. La comunicación de masas, si bien pletórica y caótica, no carece
entonces de una cierta dirección, sugerida también ésta por la voluntad de acelerar

16
el carrusel de la demanda y la oferta. Por un lado, no se puede no considerar la
inflación de las imágenes como un fenómeno que afecta la esfera estética: si se
recurre a la imagen, se considera al ser humano como un ser en el cual la actividad
perceptiva es dominante. Por el otro, no se puede no estar seriamente preocupado
por la función subordinada y servil que se le asigna, en el ámbito de la producción
industrial, a procedimientos todavía estructuralmente artísticos de determinación
de imagen, como los que aún son empleados para la publicidad y el diseño
industrial. Se admite que el comportamiento humano puede ser influenciado a
través de la percepción; se explota sin escrúpulos esta posibilidad; pero se la
explota con la intención ni siquiera disimulada de actuar sobre el inconsciente, de
privar al individuo de la capacidad e incluso de los órganos de juicio, de anular su
libertad, de imponerle no sólo hacer sino querer hacer lo que de él se quiere, a fin
de explotarlo económicamente. ¿Puede ser arte el que acepta colaborar en esta
reducción sistemática del hombre a la esfera económica?

Remitiéndome al pensamiento de Lucien Blaga6, el primero que afrontara el


problema del estilo como "estilo de vida", diré que el amplio círculo de la
comunicación de masas puede ciertamente identificarse con el horizonte sociológico
de la civilización industrial, pero, estando las cosas como están, resulta difícil saber
si es la actividad artística, u otra, la que determina el acento axiológico.

Ciertamente, el arte ya no es capaz de plantearse como procedimiento


operativo ejemplar ante los procedimientos técnicos de la producción. Todas las
técnicas artísticas tradicionales están en crisis, no han podido soportar la
confrontación con las técnicas industriales. Técnicamente, ya no existen ni la
pintura ni la escultura ni la arquitectura. Es cierto que nunca han existido técnicas
canónicas para cada arte: toda técnica tiene su historia, ha cambiado
continuamente. Nada de extraño tendría si continuaran cambiando; pero lo más
probable es que no continúen cambiando y que, en vez de ello dejen
definitivamente de existir.
Ha habido efectivamente una relación entre las técnicas operativas del arte y
las del artesanado: el tejido, el esmalte, la joyería, la cerámica en los momentos en
los cuales han producido valores de arte absoluto han provisto indudablemente
modelos tecnológicos a las manufacturas industriales, al igual que la arquitectura a
la construcción corriente. Pero hay una relación a un nivel más alto. Las técnicas
artísticas son también técnicas de ideación: típica técnica de ideación es el dibujo,
al cual se ha asignado en efecto, una función de guía en todas las artes. También
antiguamente el arte operaba en una vasta área de información al nivel de la
imagen. Francastel7 ha demostrado que la obra de los pintores, por ejemplo, insiste
sobre el mundo de imágenes de la época y eventualmente de épocas precedentes
asumidas como fundamento de la cultura de imágenes. Pero, al término de la obra,
este mundo de imágenes aparece profundamente cambiado: el artista lo ha
seleccionado, ordenado, construido. En muchos modos diferentes: pero era siempre
el arte el que determinaba el acento axiológico respecto al horizonte sociológico del
tiempo. En el Renacimiento, cuando se hacen los primeros parangones entre el arte
italiano y el flamenco, se distingue ya entre información detallística, descriptiva,
inventarial e información reductiva o sintética. Van Eyck representaba el espacio
con todo lo que estaba dentro del espacio, Paolo Ucello con cuatro paredes
desnudas convergentes, pero su jaula perspectiva no era ciertamente menos
informativa, en cuanto a una concepción del espacio, que la cuidada descripción
flamenca.
Hoy el problema no es el destino de la técnica operativa sino el de la técnica
ideativa: nos preguntamos si, en el cuadro tecnológico moderno haya sitio para la
ideación y, si lo hubiere, si la ideación puede tener su modelo en la ideación
artística, como selección, ordenación y construcción del mundo de imágenes de la
sociedad contemporánea.

17
Considerando la situación artística y teniendo presente que es un carácter
suyo la hipótesis de un próximo no-ser (la muerte del arte), no puede sorprender
que las dos corrientes mas significativas -la neo constructivista o gestáltica y la de
réportage social, hasta la Pop-Art- se presenten como poéticas extremas y
directamente comprometidas frente al mundo de imágenes creado por la técnica
industrial. La primera está en relación con el desarrollo tecnológico riguroso, la
segunda con el aparato de información y condicionamiento, los mass-media.
Refiriéndonos aun a la distinción de Blaga, diremos que la primera representa el
acento axiológico, la segunda el horizonte. La primera es severamente, si bien
abstractamente, selectiva (se ha visto cómo tecnología y condicionamiento no son
separables); la segunda es, por principio, no selectiva; la primera es programada y
presenta las imágenes en series preordenadas, la segunda es no programada se
limita a extraer algunas imágenes del montón a darlas como simbólicas (de la
situación, pero también de la imposibilidad de elegir en que se encuentra quien está
en la situación). Otra diferencia: la corriente gestáltica reduce toda la actividad
artística al procedimiento ideativo-operativo, dado como procedimiento unitario; la
corriente informativa elimina el procedimiento y declara su inutilidad. Una quiere
darnos objetos irreductibles a cosas, pero reductibles y de hecho reducidos a la
especialidad pura. La otra da cosas irreductibles a objetos y, con mayor razón, al
espacio.
Todo hace creer que las dos poéticas sean de signo contrario: de hecho
ambas empujan a la poética a un punto-límite donde se disuelve sin influir en el
hacer. El concepto de poética ha asumido un significado esencial en relación a la
disponibilidad semántica, ilimitadamente abierta, del Informal; lo pierde en las dos
corrientes indicadas porque ambas operan en un área semántica extremadamente
restringida. En efecto, para la primera la imagen tiene solo la función de visualizar
el procedimiento, para la segunda todas las imágenes tienen el mismo referimiento,
son meras citaciones de ejemplos. La corriente gestáltica disuelve la poética
identificándose in toto con el procedimiento operativo que, simplemente, la verifica:
parte del proyecto pero a propósito, no lo realiza, se limita a “reificarlo” como
proyecto. La distinción es importante. En el iter clásico del proyectar el artista
concibe la obra como idealmente hecha y sucesivamente dispone el plan de las
fases ejecutivas, el proyecto, que tiene una función puramente instrumental porque
la obra esta ya visualmente dada. Se comporta como un viajero que, sabiendo que
debe ir a un lugar determinado, traza sobre el mapa el mejor itinerario. Pero aquel
que se encontrase en un bosque o en un desierto, extraviado, no tiene una meta,
tiene sólo un fin: salir. Intenta orientarse según un cierto método, teniendo en
cuenta todos los indicios: su problema no es el de llegar a un punto dado, sino de
controlar la coherencia de su propio movimiento para no regresar al punto de
partida o comenzar a girar en círculos. En el primer caso, en suma, lo que importa
es el punto de llegada, en el segundo, el recorrido: y de recorrido verdaderamente
se trata en la gestáltica, porque el proyecto se construye paso a paso y lo que
cuenta es "programado", es solo la coherencia y el método del movimiento. En el
primer caso, todavía, existe la voluntad de llegar a un determinado lugar; en el
segundo, la intención de salir del bosque o del desierto; en el primero vemos la
finalidad en el proyecto, en el segundo vemos sólo el proyecto. La corriente
gestáltica, en fin, intenta recuperar el hilo de Ariadna de una tecnología pura en el
enorme enredo de las imágenes provenientes de los innumerables, arrogantes
emisores de mass-media; y no disimula la amargura que le causa el que ese hilo
rojo, el hilo de Ariadna, se encuentre confundido en aquella madeja multicolor y
enmarañada. La relación con la tecnología es patente: se toman los materiales
típicos de la industria para demostrar las nuevas posibilidades de determinación
espacial que ellos abren, de la misma manera que los arquitectos estructuralistas
demuestran la nueva espacialidad que puede delinearse trabajando con el cemento
y el acero. Me referiré aún a un escrito de Blaga de 1936, cuando la situación
presente estaba bien lejos de perfilarse: “También el acento axiológico (el también
se refiere al horizonte) es ante todo el reflejo de una actitud subconsciente del alma

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humana. Si bien orgánicamente solidario con su horizonte, el subconsciente toma la
iniciativa de una apreciación de los horizontes sobre los cuales se ha fijado, los
inviste de un determinado valor. Uno se puede sentir orgánicamente solidario con
algo, pero este hecho no obliga a darle a ese algo un valor necesariamente positivo.
A veces puede ser que sí; otras uno se puede sentir solidario con algo y, sin
embargo, negarlo como no-valor. La solidaridad orgánica no implica una solidaridad
en el campo de los valores".
Aplicando a nuestro caso el concepto de Blaga, debemos observa; ante todo
que, si la corriente gestáltica se plantea como acento axiológico sus motivaciones
son inconscientes. Su racionalismo es aparente, no suficientemente probado por el
simple uso de formas geométricas; es un racionalismo que puede indudablemente
llamarse "inconsciente", como actitud espontánea, originaria o adquirida ab antiquo
y sedimentada en lo profundo del ser. Su movimiento es automático, uno se limita
a controlarlo. Las formas geométricas no tienen un valor en sí, como en Malevic o
en Mondrian, ni un significado espacial: son símbolos de racionalidad y por su
tipicidad, fácilmente combinables según procedimientos aritméticos, elementales.
Como símbolos, tienen el valor de referentes, pero sólo eso: el referimiento no está
indicado, si no se reconstruiría, bajo nuestros ojos el objeto. El fenómeno es
enteramente perceptible y no se refiere a nada más: lo que se quiere demostrar es
que la percepción es un proceso, tiene un esquema, procede seleccionando,
ordenando, construyendo. En realidad lo que se quiere hacer perceptible no es el
objeto de la percepción sino la percepción en sí, como proceso. Como un proceso es
un movimiento en el espacio y en el tiempo, las imágenes gestálticas son siempre
cinéticas: el movimiento puede ser obtenido con medios mecánicos o sugiriendo al
espectador ciertos desplazamientos o con el ritmo mismo de las imágenes. Como
no se puede decir cuál de las tantas combinaciones posibles sea estéticamente
mejor, dado que cada una de ellas no es valorable en sí sino sólo en la serie, las
nociones de espacio y tiempo adquieren respectivamente, el valor de “campo” y de
"período". Pero espacio y tiempo permanecen hipótesis, como las formas y el
movimiento: ƒormae mentis las formas geométricas, motus mentis el movimiento
mecánico. Evidentemente se experimenta sobre el sujeto, objetivándolo; y como se
quiere que el sujeta sea “el sujeto” en abstracto y no un individuo particular, la
búsqueda gestáltica es, necesariamente, búsqueda de grupo.
La psicología de la forma explica que, ante un conjunto de signos o de data,
el perceptor los organiza según ciertos esquemas, atribuyéndoles así un cierto
significado. El pattern tiene indudablemente orígenes y motivaciones en los estratos
profundos, es el resultado de experiencias remotas a menudo comunes a toda una
civilización: se trata de visualizarlo o fenomenizarlo sin resolverlo en la conciencia,
donde perdería toda su fuerza “motivacional”. Asumiéndolo como motivo o impulso,
y no como concepto innato a priori, se lo traduce inmediatamente en un hacer, en
un recorrido que objetivamente se cumple- aun cuando no tenga un principio y un
fin porque ocurre en un espacio que es "campo" y en un tiempo que es "período".
Es un movimiento que puede definirse direccionalidad pura, acento axiológico
absoluto, y que demuestra ante todo cómo sea erróneo identificar a priori el
inconsciente con el irracional, dado que la racionalidad es también una herencia
cultural, y luego cómo el mundo de la imagen no sea en absoluto un mundo carente
de estructura y dirección.
Admitida, y no puede dejarse de admitir, la relación entre las corrientes
gestálticas y la técnica industrial, deducimos ante todo que, limitando el análisis a
las imágenes y a la metodología proyectística, se reconoce implícitamente que los
productos industriales tienen calidad de imágenes y no de cosas. La propuesta
metodológica de la imagen "rigurosa" equivale a una crítica de las técnicas
industriales como productoras de imágenes "no-rigurosas”. Aplicando la fórmula de
Blaga, diremos, pues, que, en relación a las técnicas industriales, la gestáltica es
orgánicamente solidaria, pero que esta solidaridad no implica una solidaridad en el
valor, un juicio positivo. Muchos artistas de esta corriente son, profesionalmente,
diseñadores industriales; su descendencia de la Bauhaus (especialmente de

19
Moholy-Nagy) y de las búsquedas visivas de la escuela norteamericana es
indiscutible: el área de su actividad es, por tanto, la misma del diseño industrial,
pero con una intencionalidad crítica dirigida a rescatarlo de la condición
envilecedora en que ha caído sometiéndose pasivamente a una dirección no-técnica
y poniéndose al servicio de las exigencias de mercado. No es la revolución, sino la
secesión de los técnicos, que en la operación desinteresada y analítica de sí misma
buscan aquel rigor metodológico del cual son separados o disuadidos cuando deben
servirse concretamente del aparato tecnológico industrial. Saben que el producto
está sometido a la deformación funcional debida a la presencia de la razón
económica y se niegan a mezclar las aguas límpidas de la investigación con las
turbias del mercado; reconstruyen un tipo ideal de comportamiento tecnológico
fuera de los impulsos del consumo, en una dimensión teórica. Se acercan así a los
orígenes históricos de la técnica industrial: cuando en el siglo XVIII, en el ámbito de
la naciente cultura iluminista, fue planteada como técnica absolutamente racional y,
al mismo tiempo, como cultura específica de la clase burguesa. Conscientes de este
origen, proponen con los hechos la distinción neta entre la técnica industrial, como
fenómeno de cultura, y la superestructura de explotación que hoy la gobierna, el
capitalismo; sosteniendo implícitamente que la causa de la condición insatisfactoria
del tecnicismo actual no es la deterioración de la técnica, sino de la burguesía. De
su involución política, que la ha transformado de clase progresista en reaccionaria,
depende el hecho de que la aplicación técnica haya predominado sobre la técnica
pura.
La distinción vale como instancia crítica, pero no sabría decir cuán
importante sea. La ambigüedad de la producción industrial tiene causas profundas,
no todas imputables a sus relaciones con el régimen capitalista; ni me parece que
las corrientes gestálticas hayan llevado la crítica tan a fondo como para
descubrirlas. Reificando el proyecto, lo proponen como objeto, prototipo de todos
los posibles objetos, idea-función de todas las funciones posibles. La industria
capitalista es, como lo ha sugerido Max Weber, el resultado del espíritu protestante,
que niega el objeto (y justamente en ese su valor que hoy llamamos sinsemántico)
como relación y, por tanto, como trámite entre lo humano y lo divino, ¿Es suficiente
hacer regresar el objeto a la funcionalidad ideal, al absoluto inorgánico, para
restituirle el valor perdido?
Retornando a sus orígenes primarios, la industria se presenta (y justamente
en una condición social fuertemente calvinista y, en el campo religioso,
intransigentemente anacrónica, como la del Setecientos inglés) como antítesis a la
grandiosa propuesta tecnológica y sociológica del catolicismo que fue el Barroco.
Como complemento del llamado a las fuerzas populares y al culto de masas para la
lucha contra la Reforma, el catolicismo había dado vida a un vigoroso renacimiento
del artesanado llamándolo a hacerse el amo de todos los recursos de la técnica y a
fundir en una sola, espectacular fenomenización de lo real, la experiencia de la
naturaleza y de la vida social e incluso política, a fin de demostrar cómo la
imaginación de lo verosímil sigue naturalmente la creación por una vía señalada por
la providencia, mientras la fantasía o, en términos más actuales, la utopía llena el
mundo de quimeras o fantasmas. Aquel artesanado se apropia, poco a poco, de
posibilidades operativas cada vez mayores, entre otras razones porque la técnica
humana se concibe como la ocasión para el manifestarse de la razón y de la
providencia divinas; y como el fenómeno que manifiesta lo divino es el milagro, y
tal es la naturaleza misma, el objeto se presenta siempre como una forma natural
con, además, el énfasis y la sorpresa del milagro o, cuando menos, los signos
evidentes de aquella imaginación con la cual el hombre intuye lo divino a través y
más allá de lo natural. Hay una relación profunda entre la devoción, como praxis
ejemplar de la vida, y la técnica, como recta praxis del trabajo: la compensación de
la primera es la gracia, de la segunda la obra concluida. Así, el objeto es la
verdadera compensación del trabajo; el ciclo del comercio, que lo sigue, está aún
fundado en el intercambio, si bien mediado por la moneda: yo te doy una cosa mía
y recibo una cosa tuya. Pero se trata siempre de un valor-objeto, mientras la

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industria, por su propia simiente calvinista, niega el valor final del objeto y lo
reduce a mero instrumento de una función: yo no te doy una cosa que te hace más
rico, sino un medio para vivir y aumentar tus posibilidades de trabajo.8
El objeto del artesanado encierra en sí el secreto del oficio, la experiencia
madurada en un largo tiempo de trabajo, en un período de existencia humana: es
posible asumir una actitud sentimental hacia el objeto, amarlo. No podemos amar
las cosas-imágenes de la industria, aun cuando no podamos evitar su presencia.
Son el efecto de un acto mecánico, no son hechas por ninguno en particular, la
técnica que las ha hecho no es un secreto para ninguno. Son unidades en la serie:
el objeto del artesanado nace y muere como nosotros, la cosa industrial tiene
siempre dentro de sí -lo explica amargamente Günther Anders- una spare-thing ,
una cosa idéntica de reserva; no termina, se reproduce al infinito. La misma
función que la ha producido la re-produce. La identidad, la uniformidad de las cosas
industriales hace que a ninguna de ellas corresponda un punto del espacio: la
misma cosa es conjunto aquí, allá, donde sea. Es ubicua, diseminada, inaferrable;
siendo conjuntamente sí y otra, alude al espacio del mundo moderno, irreductible a
representación, a forma. Alguien ha hablado de la manía de la industria de fabricar
innumerables tipos de containers de los que no se sabe qué deban contener, si vino
o gasolina o ácido; la industria de la construcción fabrica enormes containers
humanos, en los cuales el individuo no encuentra ya un lugar suyo, es número en la
serie, cosa industrial.
A la desolación fría de este mundo inorgánico el arte ha reaccionado primero
con el Romanticismo, animando y dramatizando la perspectiva de la historia, luego
con el Impresionismo y el Cubismo, renovando la estructura de la visión, y
finalmente con la última desesperada protesta del Informal. Rasgada la retícula
milimetrada de un falso orden racional, el mundo se manifiesta como desorden,
todas las formas tornan a confundirse, en la materia borbollante, el actuar humano
se reduce al gesto de la defensa instintiva; en este retorno a un origen no-histórico,
bic et nunc, se recupera cuando menos la fuerza de oponer, así sea con un acto
negativo, lo orgánico a lo inorgánico. La Gestáltica se opone al Informal, pero lo
presupone: el movimiento que descompone, analiza y recompone es aún el gesto
del Informal, tiene el mismo campo y el mismo período. El "inconsciente racional"
es, al menos por hipótesis, la condición de la existencia humana en la dimensión de
lo inorgánico.
¿Cómo se existe en esta dimensión? No más, ciertamente, según el orden de
la existencia histórica, que ahora aparece sólo como una vida orgánica superior,
sino según un orden tecnológico rectificado, llevado nuevamente a la medida
humana por el mismo hecho de estar estrechamente ligado a la percepción. No
pudiendo partir de postulados a priori, la Gestáltica los busca y recupera en la
experiencia: analiza el comportamiento tecnológico y lo corrige retrospectivamente.
Es, como se diría en términos tecnológicos, un feed-back, quizá precisamente el
feed-back del sistema tecnológico industrial.
Como invitación a la austeridad en el carnaval de los mitos efímeros y de las
imágenes inestables, la Gestáltica es moralista. ¿Pero cómo moralizar si no toca la
realidad de las cosas, si no se enlaza la crítica del hecho al programa del por hacer?
¿Y puede el suyo considerarse un hacer, cuando sabemos que es verificación del
hecho e hipótesis del por hacer, lo que equivale a decir que desintegra el hacer en
dos momentos que no se consolidan en el presente de un “verdaderamente hacer"?
¿Reconociendo en la Gestáltica un valor no se cae en el error de considerar
expresión de la funcionalidad arquitectónica los andamiajes que se usan para
construir? Objetivamente, los "grupos" gestálticos hoy operantes no han resuelto
estas aporías; y corren el riesgo de reducir su búsqueda al proyecto del proyecto,
de la metodología proyectística, de la “proyectualidad". Pero no se puede negar que
hayan puesto en causa un concepto nuevo, al menos en el orden estético: el
concepto de "hipótesis formal”. Es sustancialmente idéntico el concepto de hipótesis
funcional de las ciencias experimentales: un presupuesto del cual se parte
prescindiendo de la certeza de su valor de verdad (o de validez estética, de bello),

21
y del cual no se puede dejar de partir, ni se podría partir si su valor de verdad
fuese comprobado, ya que formulando la hipótesis se plantea en definitiva una
condición de problematicidad y es de ella de donde parte el pensamiento. Y
tampoco el pensamiento se orienta a la verificación de la hipótesis de partida, que
puede incluso revelarse inverificable: lo importante es que la hipótesis conserve, a
lo largo de todo el proceso, su vigor de solicitación funcional, de problematicidad.
Un ser en condición de problematicidad procede necesariamente por hipótesis: y la
problematicidad es la condición del hombre moderno, por lo cual hasta el propio ser
y ser para ser se configura como hipótesis. Es como decir que la hipótesis es la
forma "racional" y, en consecuencia, constructiva de la misma angustia existencial,
que había encontrado su expresión en el Informal: lo que puede incluso explicar la
repetición de imágenes (la repetición es forma de la angustia) y la tentativa de
reinserir en la repetición una corriente de existencia, mediante la percepción.

"El horror de la cosa que impulsa la corriente gestáltica hacia la reificacion


del proyecto o la pura programación tiene su motivo, aun si el mundo de las cosas
es sistemáticamente ignorado, dado como una incógnita. ¿Dónde está la cosa? La
hallamos como caída del cielo (o sólo de la ventana) en el arte llamado de
réportage social, cuya manifestación extrema es el Pop-Art. La hallamos envilecida,
deformada, inservible, consumida; se diría que tirada en el montón de las
inmundicias, se querría apartarla con el pie. O bien, más raramente, es nueva como
una moneda, y por esto también más anónima y vulgar. No importa: es una spare-
thing, el bombillo nuevo que se coloca en lugar del fundido y que esta noche,
mañana, estará también en el montón de las inmundicias. No tiene ninguna
importancia reconocer la cosa, situarla en el espacio y en el tiempo, enlazarla a un
momento de nuestra existencia; experimentada a priori, no puede hacer
experiencia, sólo se puede consumir y eso si no se la da ya por consumida desde el
inicio. El artista que nos da una clave para el código es Rauschenberg, en parte
porque está aún ligado a los motivos del Informal. Proyecta sobre una pantalla
inestable, de varias dimensiones, lo que podríamos llamar el contexto espacial, la
dimensión de la noticia. En sus obras encontramos cosas: bombillos, relojes,
neumáticos, y luego imágenes tomadas de los rotativos y de los carteles.
Encontramos también pintura, colores empastados y aplicados sobre una superficie.
Hay pintura porque, entre las diversas componentes del conjunto, Rauschenberg
quiere introducir ciertas distancias de espacio y de tiempo: la misma imagen puede
producirse a distancias o niveles diversos, dos imágenes distintas, acaso
ofensivamente distintas, pueden darse como contiguas. Por tanto Rauschenberg
admite que la arcaica técnica de la pintura sirve al menos para transmitir datos
relativos al espacio y al tiempo, para facilitar una clave del código. Si un mensaje
cifrado puede leerse sólo conociendo da prima el código, la pintura es la huella
histórica que nos permite orientarnos en el desorden del presente. En cuanto a
desorden, además, una página de Rauschenberg (quizá es más justo decir página
que cuadro) no es más desordenada de cuanto no lo sea una página de Joyce, de la
cual, sin embargo, estamos en grado de reconocer el orden poético. Una imagen
aparece, se agiganta, produce otras como ecos lejanos, suscita todavía otras del
todo diversas, debido a quién sabe qué zambullidas, saltos o encabritamientos de la
memoria; se forman mitos de antiguas emociones olvidadas y rápidamente se
deshacen, impulsados o rechazados; asociaciones mentales se desenrollan como un
filme, con los cortes de la censura; signos se hacen cosas y no se sabe por dónde
agarrarlos, pero hay también cosas que siguen siendo cosas, flotan como corchos
en la superficie de la "noticia". Estamos llenos de imágenes y de voces; y otras,
infinitas otras, siguen alcanzándonos, golpeándonos en las zonas enfermas y
sensibles de nuestros complejos, de nuestras neurosis. Quisiéramos echar todo
afuera, confesar a gritos nuestra culpa: ninguno oiría, el estruendo que nos rodea
es un muro de silencio, además ninguno querría oírnos, ninguno nos acusa, el que
está en la muchedumbre es siempre, a priori (esta es la tragedia), inocente. Vayan
a preguntarle a Rauschenberg si es así y les responderá que no, que se encuentra

22
muy bien donde está y que el mundo es hermoso: un ser que está dentro de la
situación no puede objetivarla y juzgarla, para él el presente se aleja y no se hace
pasado, regresa siempre a flote como un gato muerto en la corriente de un río.
Es la continuidad, la insistencia, la obsesión de la noticia lo que destruye el
sentido de la historia. Así debe ser: en la sociedad industrial la gente está
demasiado ocupada para meditar, decidir, actuar, basta con que responda al
estímulo. A fin de que la reacción sea como debe ser, instantánea y débil, el
estímulo es renovado continuamente: por eso somos alimentados, los
norteamericanos dicen “forrajeados", continuamente de informaciones. Millones de
personas vieron, en la televisión, matar a Kennedy y luego a Oswald. Los dos
hechos mayores desde el fin de la guerra no han sido historiados, permanecen en
nosotros como hechos de crónica y símbolos; pocos han sacado un juicio sobre la
situación norteamericana, sobre el encuentro brutal de dos Américas, que tales
hechos revelan; los más no lo han hecho porque asistieron al evento, eran testigos
y no jueces. La realidad tocada con la mano no se hace historia: se corrompe de
inmediato como un cuerpo muerto o se sublima en el símbolo. El cadáver bajo
tierra, el alma en el paraíso: todo en orden, ¿no es cierto?
En Rauschenberg tenemos cosas e imágenes: también estas tiradas en la
basura, sucias y estropeadas. No hay diferencia: la cosa que ya no es utilizable se
da como imagen. La fotografía de Kennedy, de la diva, del campeón de béisbol se
da como recorte de periódico, hasta se ve el reticulado del clisé. En tanto, como
noticia, ya está mediada por el objetivo fotográfico: entre sí y el mundo el hombre
"integrado", casi como si temiese la percepción directa, ha colocado un medium
mecánico. La máquina uniforma el modo de "toma visiva" de la realidad: y no se
diga que el arte guía o dirige el objetivo (como en los tiempos de Nadar), ocurre lo
contrario El pintor tradicional selecciona, en el modelo o en el paisaje, los trazados
que, considera expresivos de su idea de la figura o del panorama; la fotografía los
da todos juntos, en masa, con una fuerza de impacto indiscutiblemente mayor.
Pero el shock toma el lugar de la emoción; inclasificadas e inclasificables, las
calidades registradas por la fotografía son comunicadas sub-limine: por ello no
bastan las intenciones galantes de un pintorzuelo como Cabanel para darle a una
mujer desnuda la fuerza de atracción sexual de una fotografía. De hecho la imagen
pintada, por el solo hecho de ser pintada y tal vez mal pintada, tiene un coeficiente
de valor mayor que la imagen fotográfica, devaluada desde el inicio: y así se quiere
que sea porque, si un afiche de la Coca-Cola nos interesase por la belleza de la
imagen y nos colocase de esa manera en posición de juzgar, no serviría ya como
vehículo del mensaje que debe transmitir. El arte del pasado partía de un juicio de
valor y confería al objeto un plus-valor; ahora que se parte de un no-valor el
proceso de enriquecimiento del arte sólo puede ser una ulterior devaluación, la que
degrada el objeto a cosa. El Pop-Art de un Oldenburg, de un Lichtenstein, de un
Dine es, deliberadamente, un proceso de deterioración, que da un vuelco a la
intencionalidad declarada del proceso tecnológico.
He sido acusado de maniqueísmo. Pero consideremos una cocina de
Oldenburg: los bistecs y los pepinos son imitaciones, simulan los falsos alimentos
que los comerciantes colocan en las vitrinas conservando los verdaderos en el
frigorífico, son la copia de una copia. El proceso de copia banaliza, y mientras más
pasajes se hagan más se entra en la banalidad, que es el único mito de Oldenburg,
este Dalí que no ha tenido siquiera el espíritu de hacer un pacto con el diablo. Dine
nos da el tabique de un gabinete sanitario: mira las cosas con la fijeza estúpida de
quien en el excusado está haciendo otras cosas, se complace en imaginar la
persona (que no se ve, pero quien ve es visto) en una condición mortificante. En las
esculturas de Segal las cosas son verdaderas, sólo las personas son fantoches:
moraleja, las personas son menos auténticas que las cosas. Lichtenstein repite en
grande, con pedantería, un recuadro de los "muñequitos" o una desaliñada imagen
publicitaria: quiere decir que el hacer humano es de una estupidez infinita, de una
inutilidad desesperante. Hay quien encuentra ironía en esto, pero la ironía de
Picabia no aflora ciertamente en Lichtenstein: incluso si apareciese sería para

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desanimar la reacción moral. Pero no existe: existe en cambio la complacencia
cínica de presentar como inmutable una situación desagradable. Estamos
indudablemente en el polo opuesto de la Gestalt; pero la Gestalt no puede
descartar el Pop-Art, el Pop-Art la Gestalt9.De un lado el proyecto que no hace
cosas, del otro, cosas hechas sin proyecto: orden sin realidad, realidad sin orden.
Los hombres aturdidos por la tempestad artificial de la información y de la cultura
de masas son los mismos que, durante siete horas al día vestidos con monos que
las máquinas no ensucian, controlan los aparatos de precisión y hacen la
tecnología. Son dos estados entre los cuales parece que jamás podrá establecerse
un equilibrio; no sólo dejarán de ser los mismos hombres, dejarán de ser hombres.
La oscilación pendular entre orden y desorden incapacita para la elección y
la iniciativa, pero no importa mucho, las máquinas avanzan solas, el mundo camina
por su cuenta. La política ha perdido actualidad: el operador industrial no hace
política porque tiene la coartada de la técnica, lo opuesto a la ideología; el
consumidor no hace política porque la abundancia de la información paraliza la
capacidad de elección ideológica. Es cierto que también en una perfecta sociedad
tecnológica, al lado de la experiencia lúcida del obrero especializado, del técnico,
existe la confusa y desolada del desocupado; ¿pero cómo distinguirlo, si cada
obrero especializado es un candidato a la desocupación porque cada nuevo
hallazgo, cada nuevo suceso de la técnica lleva millares de obreros especializados a
engrosar la masa de los asistidos por la beneficencia pública? Sin decir que la
política, expulsada como ideología, retorna como no-ideología, brutal voluntad de
poder: ¿Qué cosa es el fascismo sino política no-ideológica? Gestalt y Pop-Art son
dos modos de arte no-ideológico, y no es la misma cosa; pero hace falta poco para
ver que si la Gestalt es típicamente "tercera fuerza", el Pop-Art es anarquía de
derecha, oportunismo reaccionario. La calificación política no es arbitraria: ninguna
de las dos corrientes se plantea como una verdadera y propia poética, implica una
concepción global del arte, y ambas se presentan como soluciones unilaterales,
partidistas. Yo mismo, en este escrito, he sido llevado a hablar de ellas como de
dos equipos de fútbol en el campo de juego: no disimulando que hago el tiƒo por
una de ellas, pero tampoco disimulando que de tiƒo más que de juicio se trata.10

La misma oscilación se observa en la arquitectura, con ciertas diferencias:


dado que todavía se puede hablar de arquitectura en un momento en el cual la
actividad constructiva se nos presenta dividida según tres direcciones: la
planificación urbana, el instrumentalismo técnico, la búsqueda estilística o formal.
Como las actividades de la construcción se han adecuado más prontamente a la
situación tecnosociológica (y no podía ser de otra manera), en este campo no hay
sitio para la cuestión maniquea. Si bien la distinción sea más aparente que real,
aquí estamos seguros de que nada se ha hecho como protesta o revuelta social. Por
ello el antagonismo de proyecto y cosa, como contradicción pasada de la sociedad
al arte, es más explícito.
Las dos primeras direcciones, urbanismo y estructuralismo, son
sustancialmente solidarias. Los técnicos de las primeras construcciones metálicas y
de concreto declinan (como los primeros urbanistas "sociales") toda ambición
estética. El estructuralismo se presenta como búsqueda técnica pura. Pero es una
técnica muy distinta de la industrial: busca incluso una justificación histórica en el
gótico interpretado por Viollet le Duc. En cuanto al producir, produce sólo para sí
misma: la estructura del edificio es también la estructura de la función. Se inserta
en el contexto urbano o en el del paisaje como un gigantesco utensilio, de manera
que todos puedan servirse de él. Sólo más tarde uno se da cuenta de que
precisamente estas grandes estructuras transforman el espacio que cabe en
espacio practicable; y que, proyectándolas, se proyecta una función y no una
representación. Es lo que ocurre en el campo del urbanismo con el paso de la idea
de la representación a la de la función urbana. La búsqueda estilística o formal, que
ha recuperado el aliento después de la crisis rigorista del racionalismo, devalúa la
actividad de plano y replantea la validez del edificio en sí, de la cosa arquitectada.

24
No busca determinar una situación espacio-temporal in ƒieri, pero busca la forma
plástica unitaria y cerrada, como realidad y símbolo. Entre las dos posiciones hay
una relación de antagonismo y complementariedad, como entre Gestalt y Pop-Art:
las Unités d'habitation de Le Corbusier, para no hablar del más paradójico
Sinturbanismo de Richter, se orientan a meter el urbanismo dentro de la
arquitectura, comprimiendo toda una ciudad en un solo edificio, bloqueando así, por
todo el período de su duración, el desarrollo histórico de una comunidad. Como en
los colosales rascacielos norteamericanos, la arquitectura, en vez de disolverse en
la planificación urbana, vuelve a coagularse en el bloque. Al mito de lo monumental
y del poder político sucede el mito de lo macroscópico y del poder tecnológico. Los
grandes temas del proyectar son la prefabricación, la industrialización de la obra:
entonces, mas que organizar el ritmo de la vida social, la proyectación traza el
programa técnico para realizar un modo de vida dado a priori como óptimo. Es
verdad que la tecnología se presenta como el instrumento, el brazo secular del
poder que el proyectista se arroga prescribiendo a la comunidad un orden estable
o, al menos, de larga duración; pero precisamente en la instrumentalidad está su
aspecto peligroso.
No es este el único lado negativo del retorno de la planificación ilimitada del
urbanismo a la temática proyectista del edificio representativo y a sus problemas
formales, con un proceso involutivo del cual puede dar la medida, en un maestro
como Oud, el paso de la arquitectura-urbanismo de la aldea Kiefhock en Rotterdam
y de las casas mínimas de Stüttgart, entre 1925 y 1930, a la funcionalidad
monumentalizada de los edificios Shell en La Haya y de la Esveha en Rotterdam.
Inmediatamente después de la guerra se produjo una clamorosa revuelta
contra el racionalismo arquitectónico y su programa social, denunciado como
utópico: una extraña acusación, si se reflexiona que en Alemania el racionalismo
había nacido como reacción, en sentido "científico", al utopismo del
Novembergruppe. Debiendo, por tanto, partir de otras premisas, se pasó a Wright y
poco después a Gaudí; del orgánico naturalista al orgánico espiritualista. Entre los
dos hechos no había relación, pero queriendo cancelar la llamada culpa racionalista
se reclamaban a una época (la precedente a la primera guerra) en la cual Wright y
Gaudí habían ejercido sobre la arquitectura europea una influencia que el
racionalismo había detenido apenas nacía. Más que una lección formal, por tanto,
se buscaba una coartada a la problemática social exasperada por a segunda guerra,
se volvía a la situación prebélica (considerando las dos guerras como los momentos
de una misma fase) ¿Por qué precisamente solo la arquitectura habría debido
preocuparse de la cuestión social? ¿Y hay una cuestión social, o hay sólo
situaciones a las cuales es necesario, cada una a su vez, responder? La pregunta
implicaba ya un deslizamiento: bien pronto se sostendría que el arquitecto debe
expresar los sentimientos de quien le pide el proyecto, así se trate del obispo o del
general o del capitán de industria. La referencia a Gaudí era sospechosa. Gaudí fue
sin duda un outsider, pero no un pionero: fue un barroco en retardo o un
neobarroco. Su importancia histórica (independientemente de la genialidad de sus
invenciones plásticas), consiste sobre todo en haber concebido la técnica un
fundamento de su búsqueda, como técnica de imagen, disolviendo el lazo que la
esposaba a la ciencia. Pero para re-esposarla en seguida a la fantasía, pidiéndole de
realizar inmediatamente en fenómeno visivo la imagen fantástica como la que
trasciende la realidad y llega al espectáculo trastornador de lo divino: por esto,
justamente se enlaza idealmente (y no sólo idealmente, si se piensa en la
interpretación que dará poco después del Barroco un escritor español y católico
como Eugenio D’Ors)11 al artesanado arquitectónico barroco. La técnica de Gaudí es
indudablemente una técnica versátil, inventiva, incluso trazante por la rapidez con
que realiza en hechos perceptivos las imágenes móviles de la fantasía; y como
justamente de fantasía se trata, que va más allá de la conciencia y la mortifica con
la vergüenza de sus limites, necesario que la percepción sea intensa, más grande
que lo verdadero. Gaudí ama las grandes dimensiones, las formas nuevas capaces
de asombrar, los espacios cavernosos, los colores chillones, pero tanta fuerza

25
perceptiva no produce la emoción, que es una puerta abierta a la conciencia, sino
una suerte de excitación creciente y nunca satisfecha. Se tiende a continuarla al
infinito, como han hecho sobre las huellas de Gaudí los arquitectos fantásticos
alemanes a comienzos del siglo: hasta los expresionistas, hasta Mendelshon. Esta
exaltación colectiva es todo el fin social de Gaudí y, en cuanto a su arquitectura, es
indudable que sus recientes seguidores no han entendido su tétrica y fastuosa
grandeza: la mezcla, casi goyesca, lo grandioso y lo grotesco, la atracción y la
angustia de la tentación, el antiguo miedo largamente reprimido y finalmente
liberado en una orgía autopunitiva, como en aquellas desaforadas fiestas populares
que terminan siempre con el muerto. Es la tragedia de una fe arcaica en un mundo
moderno, también por esto su arquitectura evoca la excitación, la festividad
desenfrenada pero tétrica del arte colonial mexicano. Lo que no basta para hacer
de Gaudí, como se querría, el santo patrono de lo que podríamos llamar la Pop-
Architecture.
Como, sin embargo, los racionalistas habían hecho del espacio un espacio
proyectado para la vida social, un espacio urbano, no se podía salir de la dimensión
social y urbana sin salir al mismo tiempo del espacio o, mejor, sin renunciar a
concebir el ambiente como representación espacial. El edificio es depositado en el
ambiente y, casi por reacción a la constructividad racionalista, busca con él, una
relación mágica, de sitio privilegiado, de genius loci. Queriéndose reificar la
arquitectura se reifica también el espacio y el tiempo, como hic et nunc. El
resultado es el llamado brutalismo arquitectónico y, último estadio, la
transformación del proceso constructivo en destructivo, como una carrera hacia la
devaluación del mismo objeto que se quiere exaltar: como se ve en la arquitectura
de Herb Green, nacida en ruinas pero sin el patético historicismo de Horace Walpole
en el castillete gótico de Strawberry Hill. Es el mismo proceso, por ejemplo, de la
escultura escombro de Chamberlain.
Excluida del espacio ideal del proyecto, precipitada en el espacio existencial,
la cosa arquitectónica se ha devaluado a tal punto que se ha intentado revaluarla
invistiéndola de contenidos "espirituales" y, bien pronto, explícitamente religiosos
dando por descontado (sin levantar las protestas de los competentes en la materia)
que en el culto religioso el individuo supere la sociedad y la sociedad se supere a sí
misma, sin sospechar que así se demuestra que la religión no se cuenta ya entre
los fundamentos de la sociedad. De esa manera han surgido por todas partes
tantas iglesias como jamás habrían soñado en construir, en tan breve tiempo, los
patronos y las damas patronas de la Camden Society, que tenían al menos el
candor de admitir que el objetivo era atraer de nuevo a la fe y al respeto de las
jerarquías sociales al subproletariado industrial. Pero lo que más sorprende en este
reflorecer de la construcción de iglesias, es la ostentación de virtuosismo técnico
acompañado de la más desenfrenada anarquía tipológica:12 ¿es que se quiere dar a
entender que la técnica soberana no es después de todo tan soberbia como para no
saber, de cuando en cuando, inclinarse ante los supremos valores o, peor, hacer
ver al buen Dios que aún los hombres saben, en su honor, crear algo? Sería un
pecado de orgullo; y no queriendo imputarlo con ligereza a quien los tiene peores,
me inclino más bien a pensar que se pretenda, bastante ingenuamente,
reconsagrar la técnica desconsagrada, invistiéndola de la espiritualidad que ella
misma ha cancelado del mundo. Si la técnica está de acuerdo con Dios, los señores
de la técnica están de la parte de la razón.

Hay otros aspectos sintomáticos en esta especie de campo de hongos de


iglesias modernas. El primero es que nunca se puede saber, así como así, si son
católicas o reformadas. Para los arquitectos no hay diferencias; y no las hay porque
lo que quieren, o lo que quieren los comitentes, es inculcar en el pueblo el
sentimiento religioso, pero no ya como impulso espiritual, sino como vacuna capaz
de inmunizar contra las ideologías subversivas. Dominicus Böhm -en la historia de
la arquitectura moderna, el más acreditado proveedor de iglesias- era un buen
hombre, convencido de que el hábito hace al monje; su gran batalla contra la

26
tipología tradicional de la arquitectura eclesiástica se asemeja a la de ciertos
religiosos de amplia visión en relación al vestido talar. Pero más sutil e insidiosa es
la posición de un Le Corbusier, del cual se puede decir con propiedad que la capilla
de Ronchamp concluye la disputa entre la religión “iluminada” del burgués y aquella
menos liberal y más auténtica, del cura de pueblo. Es una obra de arte, pero
esconde bajo la elegancia manierista una grave ambigüedad ideológica. ¿Por qué
quiere ser arquitectura sagrada y no, simplemente, religiosa? ¿Por qué es santuario
y no iglesia? ¿Por qué exalta una fe primitiva y originaria, como si la fe no tuviese
una figura propia en el mundo histórico moderno? ¿Por qué su forma es abnorme
respecto a la morfología constructiva de nuestro tiempo? ¿Por qué hace el juego de
las verdades reversibles: racional-irracional, realidad-símbolo? ¿Por qué evita el
espacio social y busca la relación con la naturaleza-mito? ¿Por qué, finalmente, la
belleza formal y la inteligencia técnica no quieren expresar sino ser expresadas,
dándose así como el verdadero contenido de la obra?

Si la actividad artística actual no se configura como un sistema unitario ni


como un conjunto de poéticas diversamente orientadas sino que cada una busca la
integridad del valor artístico, el problema de la evaluación estética aparece como
casi insoluble: y es grave, porque el valor estético existe sólo en el juicio que lo
reconoce. ¿Cómo se puede aprobar in toto una tendencia que no puede justificarse
sin la tendencia contraria? ¿Cómo aprobar ambas si son antitéticas? Rechazarlas,
además, significaría admitir que, no habiendo valores actuales, es necesario tomar
con algún retoque los de ayer, como lo hacen los celadores de la "nueva
figuración”: entonces la muerte del arte ya se ha producido y hemos salido de la
fase histórica en la cual el arte ha tenido siempre la tarea de elaborar modelos de
valor. Hemos visto cómo el mundo actual consume enormes cantidades de
imágenes; es fácil prever que la fenomenología del mundo de mañana estará toda
fundada sobre la imagen. Si no es capaz de evaluar las imágenes, el mundo ya no
será capaz de evaluarse, existirá sin tener siquiera la conciencia de existir. Se
puede proponer, con Eco, un método descriptivo, comparativo, selectivo como el
seguido en el “ensayo de lectura de Steve Canyon", o el otro no muy diferente del
"máximo de información” o máximo de novedad sugerido por Dorfles: pero estamos
aún en el ámbito del concepto histórico de invención, lo que quiere decir que, pese
a la promesa de no hacerlo, se sigue evaluando la cultura de masas con
precedentes modelos de cultura. El mismo Eco, sin embargo, ha indicado una vía
muy prometedora introduciendo el concepto de "obra abierta", resultando entonces
claro que el tipo de obra absolutamente abierta es el proyecto. ¿Es posible asumirlo
como objeto de juicio? ¿En qué condiciones el proyecto se da como hecho estético
no hipotético o prefigurado sino autosuficiente y actual? ¿Y en qué sentido es
justamente el proyecto, o la actividad de proyectar, el agente que opera la
transformación de la estructura misma del arte?
En el pasado (al menos en toda la cultura occidental) el arte, realizándose a
sí mismo, o a su artisticidad, realizaba el objeto en absoluto, la objetualidad;
instituía el valor como representación. En la base de la pirámide estaba la cosa,
entidad cerrada, irrelacionable, autosemántica; en el vértice estaba el objeto,
sistema de todas las relaciones posibles, entidad sinsemántica. El arte era el
responsable del proceso evolutivo de la cosa al objeto, porque cada operación era
un poner-en-relación. El aislamiento de una categoría específica de objetos-arte
como objetos absolutos, confirma la función del arte como actividad superior o
guía: cuadros y estatuas no son los ejemplares de una técnica específica, sino una
metodología válida, como principio, para todas las técnicas particulares. Así el arte
sancionaba el valor ideal del trabajo artesanal, autenticaba la técnica como praxis
de la existencia.
La operación industrial, desintegrada y desintegradora (alienadora), sin otro
fin que el desarrollo de sí y de su propio potencial, ha roto el ciclo evolutivo de la
cosa al objeto: el ciclo con el cual la naturaleza era continuamente creada por la
operación humana o de la civilización. El objeto se ha descompuesto en cosa e

27
imagen, en dato y proyecto: carácter y límite de todo el arte moderno,
especialmente visible en el diseño industrial, es, justamente, realizar la dualidad de
dato y proyecto. Pero el proyecto intenta en vano compensar, son su componente
utópica, la inercia y la banalidad del dato. La única posibilidad de salvar algo de la
experiencia y de la capacidad de experiencia que el mundo ha adquirido mediante
el arte es, entonces, la reificación del proyecto, su constitución en objeto, su
proponerse, no ya a la esperanza, sino a la motivada intencionalidad humana.
Para indagar las posibilidades concretas del proyectar, en la situación
histórica actual, debemos referirnos nuevamente a la arquitectura. También ella ha
tenido una fase, aún no superada, de decadencia cualitativa. Los enormes bloques
construidos por la especulación inmobiliaria bajo la mentirosa etiqueta de "popular",
son los equivalentes de la mala literatura amarilla, rosa y negra: no un hecho
nuevo sino la corrupción del viejo. El hecho nuevo y positivo es otro: la arquitectura
se ha adecuado a la cultura de masas y a la situación tecnológica actual
destruyéndose como arquitectura y transformándose en urbanismo.
El urbanismo es plan, proyecto, programa de proyectación. Si el urbanismo
debe proponerse, como en un tiempo la arquitectura, a la evaluación crítica, el
objeto de juicio debe ser el plano: no como virtualidad o fase inicial o prefiguración
de la obra, sino como realidad estética, obra autónoma. No podemos juzgarlo como
algo-que-será por dos motivos: primero, porque este algo podrá no ser y, si será,
será seguramente distinto del plano y pertenecerá a otro tiempo histórico;
segundo, porque, juzgando así, no juzgaremos el plano sino que prejuzgaremos
algo que deberá ser juzgado como obra. No podemos juzgar un plano en cuanto
realizable, porque juzgaremos sobre una posibilidad; pero no podemos tampoco
juzgarlo como una imagen dada, por sus calidades gráficas, plásticas o colorísticas.
Como imagen, el plano es necesariamente incompleto; más que imagen es una
pista para la imaginación. Imágenes completas y detalladas son sólo las de los
utopistas como la Cité industrielle de Tony Garnier (sobre la huella de Fourier;
pero, más que utopía, esquema de proyectación que informa toda la obra el
arquitecto posterior a 1901) o las ciudades imaginarias de los componentes del
Novembergruppe, y lo son porque la utopía se cumple o expresa enteramente en la
imagen. El plano mismo no es un proyecto verdadero y propio: concebido en
relación a un período de desarrollo, no cierra a la sociedad futura la facultad de
organizar libremente su propia existencia, sino que considera el porvenir sólo como
perspectiva histórica del actuar presente. La realización global de un plano (valga el
ejemplo de Brasilia) es un error, entre otras cosas porque implica un criterio de
imperio político: la fijación monumental de una situación histórica en la figura de la
capital, preocupación preminente de los regímenes dictatoriales, sustituye la
realidad social por la abstracción del Estado.
Si bien el plano no prefigura ni prejuzga el futuro, debemos también decir
que sin una idea del futuro no puede haber plano. Remitiéndome a una observación
de Ricoeur a propósito de la relación entre historia y verdad, diré que el plano
depende de la concepción que del pasado y del futuro tiene quien lo realiza, como
hombre de una determinada situación en acto. Por ejemplo: el arquitecto del
Renacimiento concebía la antigüedad clásica y, sin embargo, no poseía una noción
precisa de lo antiguo y de sus fases históricas; concebía el futuro y, sin embargo,
no concebía el Barroco, que fue precisamente su futuro.
Pero, respecto a la actividad de plano, el verdadero problema no es el
pasado o el futuro, es el presente: el pasado puede ser una imagen nemotécnica, el
futuro es una imagen eidética, el presente es la obra. ¿Se puede sostener que el
plano es una obra de arte autónoma, que vale por sí y no nos remite a nada más?
Debemos enfrentar el plano en su objetividad: es un conjunto de signos, una
escritura en código. Nuestro tiempo está lleno de escrituras en código y es siempre
posible descifrarlas o, como se dice, decodificarlas. Finnigan’s Wake es una
escritura en código y la empresa de traducir en claro cada grupo de signos (ni
siquiera se puede decir palabras) ha dado lugar a toda una filología; sólo que, una
vez "decodificado", el texto deja de existir, al menos como work in progress o, diría

28
Eco, obra abierta. ¿Podemos concebir Finnigan’s Wake como un plano?
Ciertamente, pero no como el proyecto de la misma narración "en claro”, sino como
el programa en acto de una reforma radical de la lingüística: en este sentido, no
tiene gran importancia saber qué hay debajo o detrás de la realidad textual de los
misteriosos grupos de signos. Y bien el plano urbanístico como forma actual de la
arquitectura no es otra cosa que work in progress: una obra de arte que está hecha
en cuanto está in ƒieri. Lo que en realidad planifica el plano no es un edificio o un
conjunto de edificios, aun si en la práctica resulta del conjunto de estos proyectos,
sino una reforma de la estructura de lo real en cuanto ésta se fenomeniza en una
diferente distribución, mensuración, calificación del espacio; más precisamente aun
modifica y reforma la metodología de proyectar, determinándola cada vez mejor en
su finalismo entendido como condición calificadora del actuar humano. Dicho en
otros términos, el plano no es el proyecto de una acción futura, sino un actuar en el
presente según un proyecto. Admito que los signos de un plano tienen un valor
puramente señalético, no simbólico: tienden, como toda señalética, a influenciar el
comportamiento, pero sólo en cuanto verifican nuestro interés hacia los demás. La
que pueda ser la actitud de los que reciben nuestras señales es otra cuestión: es la
cuestión de su relación con el pasado, es decir, de su historicidad. Vale, sin
embargo, la pena observar que el plano ejercita su influencia sin estar sometido al
consumo, lo que abre el paso a la posibilidad de que la fruición de la obra artística
pueda ocurrir por canales distintos de los de la economía de mercado, en los que la
sociedad capitalista la ha encanalado y constreñido, y a la eventualidad de un
rescate de la condición de alienación en que la economía industrial nos ha colocado.
El proyecto es, en el sentido más actual y preciso del término, estructura.
Trazando las líneas maestras según las cuales se desarrollará la existencia de la
sociedad y, al mismo tiempo, negando que estas líneas estén predeterminadas o
prefijadas, expresa en primer lugar la virtualidad de la condición presente, las
posibilidades que le son implícitas. Pero expresa también aquella que se asume
como estructura de la sociedad, proceso de su autodeterminarse, diagrama de su
devenir histórico: porque la estructura no se puede concebir como forma concluida
e inmóvil, sino como estructuración, como "conciencia estructuradora”. En todos los
campos de la ciencia moderna el análisis estructural, que en ningún modo se puede
contraponer al historicismo, busca en la estructura la husserliana "esencia" de los
fenómenos, su proyecto interno, la virtualidad que los organiza necesariamente en
grupos según determinados patterns, que en definitiva se reducen al pattern de la
mente humana, de sus posibilidades de relación, de su capacidad de construir
conjuntos que sean mayores que la suma de los componentes y en los cuales cada
componente esté bajo el signo del "todo" inmanente. Es, por tanto, este análisis
estructural, la guía más fiable para una crítica que se proponga, como problema del
valor, el valor de la estructura o del proyecto.
Asumido como forma autónoma y significativa, el plano es la forma
específica de la intencionalidad, en el sentido preciso, husserliano del término:
puede también decirse que el planificar es una reducción fenomenológica, una
epoché, una suspensión el juicio o un poner entre paréntesis todo lo que
comúnmente se acepta, un acto riguroso de la conciencia como relación de noesi y
noema. Pero aún más que el valor teorético del concepto de intencionalidad,
importa su significado como definición del estado de conciencia del hombre "en
situación", en la situación objetiva

del mundo actual: ligado al hic et nunc en el cual se determina, el único


proceso que lo lleva a superar esta condición ineliminable, y el mismo límite de su
yo individual, es la intuición eidética. El plano es el producto de tal intuición porque,
aunque partiendo necesariamente de los datos, no se orienta a resolver las
diversidades y contradicciones en una media de factores comunes sino a aferrar
una "esencia": “la intuición de las esencias es conciencia de algo, de un quid hacia
el cual se dirige su mirada y que le es dado en sí mismo" (E, Husserl, Ideen, par.
3). En otros términos, si el plano es intuición eidética, él es un en-tender a la

29
sociedad: pero no a la sociedad como es dada, ni a una sociedad imaginaria y por
venir, ni a un equilibrio social obtenido haciendo la media de las fuerzas que en ella
se desarrollan, sino a una "esencia" de la sociedad, que está en la sociedad de
hecho y que ésta tiende a realizar a través de mil dificultades. Es, en efecto, muy
improbable que el plano hecho hoy sirva para el futuro, pero es cierto que el plano
hecho para el futuro sirve para vivir hoy: la obra del urbanista que hace un plano
no es de efecto retardado, es toda para el presente. La ética que mejor define el
tipo de intencionalidad que promueve la actividad de planificar y programar es
quizá la de Scheler, que desarrolla en la problemática de los valores la
intencionalidad noética husserliana: una ética material y no formal, fundada en la
elección crítica de los valores en la esfera de la experiencia y cuya forma concreta,
a nivel sociológico, es la "simpatía" y cuyo fin último es la fundación, por encima de
la comunidad biológica y de la jurídica, de una "comunidad del amor".
El carácter propio de la intencionalidad, como actividad psíquica bien distinta
del deseo y de la voluntad, es efectivamente de tender a un fin, pero no de un
modo directo e imperativo: no, sobre todo, de manera de dar el fin corno ya
idealmente alcanzado y presente en la conciencia, de manera que no quede más
que cumplir los actos materiales que lo traduzcan en hecho. Como forma de la
intencionalidad el plano debe entonces ser evaluado por la tensión y por la
dirección, en una palabra, por el método del proceso: por el modo con el cual, a
través de la solución de toda una serie de problemas que se encuentran a cada
paso, se procede hacia una finalidad que sin embargo no es propiamente un fin.
Infinitos son los datos, los casos, los aspectos, los obstáculos, y cada vez más
confusas y desalentadoras son las imágenes aparentes del mundo, que aparece
ahora a merced del destino, y de un destino que parece irrefutable porque los
hombres mismos lo han querido y formado. El proyecto teje su trama tenue y clara
dentro de la turbia niebla del destino, aclarándola: como hacer enteramente
consciente y responsable, desconoce la concepción del hecho como dictado por una
voluntad superior, que únicamente puede ser sufrido ("Fatum autem dicunt
quidquid dei ƒantur, quidquid Juppiter ƒatur", Isidoro de Sevilla, Etym., VIII, II). En
suma, destruye el mito, desconoce la superstición del hecho: hoy, del "hecho
tecnológico”. Más allá de la técnica mecánica, dibuja cuidadosamente la línea de
horizonte de una técnica superior, la metodología: una técnica en la cual la
precisión no destruye el valor de la esencia y en la cual el hombre moderno podrá
recuperarse finalmente de la "vergüenza tecnológica”.
Es el plano mismo que, realizándose como elección y designación de valores,
define su propia metodología. La experiencia demuestra que el proyectista que ha
realizado esta elección según su conciencia de especialista y ha observado con
asidua coherencia su propia línea metodológica, ha realizado una obra incluso
estéticamente válida; si no, el resultado es incluso estéticamente negativo. Hay
evidentemente fuerzas externas (la especulación inmobiliaria, para mencionar una)
que intentan desviar el plano, orientando hacia un interés particular un trabajo que,
teniendo como principio la “simpatía” sociológica, debería ser hecho para la
colectividad. Cuando las fuerzas externas prevalecen el plano traiciona las razones
y las finalidades institucionales de la planificación: el fracaso del proyecto abre las
puertas al desorden del destino.
No siempre el problema se ha planteado en estos términos. El palacio de un
señor del Quinientos podría surgir sacrificando un barrio popular y ser una obra
maestra. Hoy el área histórica activa no es la del individuo sino la de la
colectividad, y un plano que no sea hecho para la colectividad carece de razón
histórica. El proyectista que elabora un plano luchando contra las fuerzas que
tratan de impedirle proyectar para la colectividad determina su propia metodología
como comportamiento de lucha contra esas fuerzas. Nunca se proyecta para, sino
siempre contra alguien o algo: contra la especulación inmobiliaria y las leyes o las
autoridades que la protegen, contra la explotación del hombre por el hombre,
contra la mecanización de la existencia, contra la inercia de las costumbres, contra
los tabúes y las supersticiones, contra la agresión de los violentos, contra la

30
adversidad de las fuerzas naturales; sobre todo, se proyecta contra la resignación
ante lo imprevisible, la casualidad, el desorden, los golpes ciegos de los eventos, el
destino. Se proyecta contra la presión de un pasado inmodificable, a fin de que su
fuerza sea impulso y no peso, sentido de responsabilidad y no complejo de culpa.
Se proyecta contra algo que es, para que cambie: no se puede proyectar para algo
que no es; no se proyecta para lo que será después de la revolución, se proyecta
para la revolución, es decir, contra todos los tipos y formas de la conservación. Es,
por tanto, imposible considerar la metodología y la técnica del proyectista como
zonas de inmunidad ideológica. Su metodología y su técnica son rigurosas porque
son ideológicamente intencionadas. La ideología no es la abstracta imagen de un
futuro-catarsis, es la imagen de un mundo que intentamos construir luchando:
planificando no se planifica la victoria, sino el comportamiento que se propone
mantener en la lucha.
También en la arquitectura, en los últimos años, ha habido una flexión
contemporánea del compromiso ideológico y de la calidad estética: lo que
demuestra cómo la ideología no ha sido sustituida por la técnica en su función de
activar en la búsqueda del valor, incluso en el campo estético. Lo prueba la
confrontación entre ciertos planos de urbanismo actuales y, digamos, cualquier
proyecto de Wright, de Aalto; fácilmente se verá que se puede proyectar una
ciudad como una mala arquitectura y hacer un excelente urbanismo proyectando
una modesta casa de campo. Aalto no tiene una posición ideológica políticamente
calificada; pero su idea, o ideología de la sociedad se hace concepción del mundo y
se traduce en una forma plástica que independientemente de sus dimensiones
representa plenamente el espacio. He allí un típico ejemplo de metodología
intencionada si bien no ideológicamente condicionada (otro error, como se puede
ver en la arquitectura oficial soviética).
Un análisis no limitado al área del arte y de sus técnicas nos permitiría
demostrar que si la antítesis de técnica e ideología es, en el actual estado de cosas,
objetivamente indiscutible, sería mucho más difícil sostenerla cuando el concepto
de tecnología fuese reabsorbido y reformado, como está ocurriendo en el de
metodología que para empezar lo purgaría de su aspecto pragmático. Un paso
ulterior en la investigación nos conduciría a descubrir que no sólo no podría
sostenerse una antítesis de metodología e ideología, sino que además no es posible
imaginar una metodología que no tenga una componente y un impulso ideológicos.
La misma cuestión de la supervivencia del arte no se plantearía ya, como
hoy se plantea, en términos de angustioso dilema dado que sería fácil reducir las
poéticas a metodologías intencionadas: lo que permitiría cuando menos evaluar los
fenómenos del arte actual en relación a la historia de la influencia del factor
ideológico en la interpretación de la funcionalidad social del arte y de reconocer
cómo muchos de esos fenómenos, que aparecen inciertos o aberrantes, deban su
insuficiencia histórica y estética a la viciosa tendencia a considerar el futuro como
una prefiguración profética y por lo general apocalíptica en vez de considerarlo
como dimensión legítima y necesaria de la historia.

La reducción de las técnicas artísticas a la metodología intencionada del


proyectar no constituye, en sí la transformación radical del proceso artístico
anunciada y promovida por las vanguardias. En términos históricos que,
obviamente, no son ya los clásicos de la mímesis y de la invención, se reproduce la
situación delineada en el Renacimiento cuando se instituyó, por encima de las
técnicas particulares, una técnica universal: el dibujo, como técnica mental o de la
ideación, principio ideal o teórico que estaba en el origen de las múltiples especies
de la praxis. Y el dibujo era ya, institucionalmente, proyecto.
No es un recurso histórico: es justamente esa situación que, evolucionando
ha llegado hoy a su punto de crisis, a la exigencia de una transformación radical de
los principios, de los modos de las finalidades del proyecto. El plano ya no es aquel
limitado, de la relación entre arte y producción. En este plano no habría posibilidad
de solución. El arte no puede volver al artesanado que ha dejado de existir; no

31
puede adecuar sus procedimientos a los de la industria porque en vez de dar
modelos los recibiría. Pero es necesario tener presente que, rompiendo sus lazos
con el artesanado romántico y gótico, el arte no reducía sino que ampliaba su
propio campo; entraba en contacto con otras actividades culturales; se hacía
partícipe de un conjunto de actividades superiores de las cuales se hacía depender
la producción económica. Dejaba de proveer modelos de técnica para proveer
modelos de cultura; y así ha «sido hasta que la técnica industrial, sustituyendo la
artesanal, ha rechazado esos modelos y se ha declarado autosuficiente.
Si ya el arte estaba calificado como proyecto o diseño, la antítesis que se
perfilaba era la antítesis de proyecto y no-proyecto; la misma que, en un horizonte
más vasto, se establecía entre cultura humanística o historicista y cultura
tecnológica. ¿Pero no es paradójico señalar a la tecnología industrial como no-
proyectística si, obviamente, ella da la máxima importancia a la fase preliminar de
proyectar? Y si admitimos que el trabajo industrial es operación continua y, por
tanto, proyectar sin fin y, por otra parte, indicamos como posible y necesaria la
reducción del arte al proyecto, ¿no deberemos, por coherencia, terminar por asumir
a la industria como modelo de comportamiento artístico?
La noción de proyecto debe ser precisada. El proyecto de un producto
industrial es la resultante de un cierto número de datos, cotejados y combinados de
manera de resolver sus contradicciones. Más que un proyecto es un cálculo
preventivo; el resultado, más que una proposición, es una deducción. En el curso
del proceso encontramos confrontaciones, reducciones, elecciones finales, pero
orientadas al suceso del producto o al progreso de la técnica que lo produce. No
hay una evaluación propiamente crítica, porque la crítica evalúa el acto que se ha
realizado, se realiza o se quiere realizar en relación a las razones institucionales y a
las finalidades de una actividad o disciplina dadas, de las cuales se reconoce la
necesidad y se quiere asegurar la duración y el desarrollo. Para admitir que el
proceso de la producción industrial tenga una componente crítica, deberemos
aceptar el postulado de que la razón y el fin de la industria, incluso de todo el
trabajo humano desde sus orígenes hasta hoy, es el beneficio, aun cuando lo
entendamos como ulterior incremento al trabajo mismo. Y no podemos admitirlo
porque sabemos que desde sus primeros actos la industria ha destruido el objeto
reduciéndolo a instrumento de beneficio, a mercancía.
La componente crítica ha permanecido siempre presente y operante en el
arte: el hecho mismo de que el juicio sobre la obra de arte se exprese
generalmente como juicio de ser y no-ser, arte y no-arte, demuestra cómo se
quiere ante todo comprobar si el hecho enjuiciado verifica o no las razones
primeras por las cuales se hace arte y por las cuales se quiere que el arte sea.
Cuando se formula en normas para la ejecución o para la ideación, como en los
tratados del Medioevo y del Renacimiento, la componente crítica es abiertamente
inherente al hacer, como estímulo y como control. Pero también es tal cuando
aparentemente se la separa, expresándose a través de juicios sobre lo que ya ha
sido hecho y no puede ser cambiado con el juicio que se pronuncia. Esta separación
se precisa en el Seiscientos: con Bellori y Boschini en Italia, con De Piles y Félibien
en Francia; y es significativo que coincida con el especializarse y tecnificarse del
hecho artístico, es decir, cuando el arte asume una posición de avanzada y de guía
en el gran movimiento de progreso tecnológico con el cual se abre la civilización
moderna.
La "crítica del gusto” sanciona y media la relación sentimental o de simpatía
que se quiere instituir entre el objeto (compensación providencial a la fervorosa
praxis operativa) y la persona: le dice al artista lo que debe dar, al público cómo
debe recibir lo que el artista le ofrece. La relación no es propiamente de consumo,
ya que el juicio de arte y no-arte es sólo una justificación intelectual a la
admiración, a la corriente de sentimiento que transporta y comunica el valor sin
agotar la fuente (dada por inagotable) del mensaje. En la contemplación el objeto
conserva toda "su naturaleza", permanece fresco y significante. La fuente
providencial (que tal es la imaginación) de todas las formas, de todos los objetos

32
fabricados por el hombre (y que son bienes y no mercancías) está hecha de tal
modo que mientras más se le saca, más brota de ella. La operación que hace el
objeto lo hace "nacer”: ante los milagros técnicos de un Borromini, un Guarini, un
Neumann, un Fischer von Erlach nos prende una suerte de exaltación, ante el más
banal de los aparatos electrodomésticos nos sentimos humillados por la
"vergüenza" de que habla Günther Anders.
Quizá podamos considerar los géneros artísticos barrocos como específicos,
intencionales modelos de cultura. No quiero decir que el artesano, haciendo en
estuco una guirnalda de flores, tome como modelo las naturalezas muertas de los
“floristas”; pero el florista sugiere a todos un modo "justo", técnicamente justo, de
ver las flores y el ver justo vale tanto para el artesano que hace objetos como para
quien usa y contempla el objeto hecho por el artesano. La componente crítica,
como elección del modo justo entre los posibles modos de ver, está igualmente
presente en el acto del hacer admirablemente y del fruir admirando; es la corriente
que continuamente lleva a quien recibe la intención (en el sentido religioso del
término) de quien da, y lleva de nuevo a quien da, para que dé otra vez y mejor, el
agradecimiento de quien recibe. Es ciertamente el círculo económico de la demanda
y de la oferta, pero tan amplio como para comprender la motivación ética de la
comunicación y del intercambio de las experiencias humanas.
Lo que desaparece del aparato tecnológico industrial, que ha ocupado el
lugar del artesanal, es la componente crítica. Respecto a un producto dado a priori
por óptimo no se pide un juicio; será en todo caso el técnico quien reconocerá que
se puede hacer mejor. Y tampoco puede darse un juicio de ser o no-ser respecto a
una cosa que no es o es solamente una de las infinitas copias que repiten un
arquetipo que, a su vez, es apenas una hipótesis operativa. No implicando un juicio
de ser y no-ser que compruebe su existencia, la actitud ante el objeto es un tener
en cuenta sin tomar posición: el interés moral y con él la realidad dramática de la
historia quedan excluidos del círculo, que ya es sólo económico, de la producción.
Se habla más que nunca de relaciones humanas, pero no ya entre persona y
persona, entre mí y los demás, sino entre individuo y colectividad, entre uno y
todo. La sustitución de los productos, antes regulada por el ciclo histórico de las
costumbres, ocurre ahora según los ciclos más rápidos y más cerrados de la moda;
en el primer caso se tiene una crítica el pasado, en el segundo nada más que un
cambio.
Pero el proceso que lleva del artesanado a la industria es irreversible, así
como también lo es la crisis del objeto. La industria es indudablemente el sistema
del trabajo y de la producción de nuestro siglo; el ciclo de su evolución aún no se
ha cerrado, puede tener desarrollos imprevisibles y la posibilidad de una relación
entre arte e industria permanece, pese a todo, abierta. Pero no será la relación
entre dos modos de operación técnica, sino entre dos modos de proyectar.
Tenemos de un lado el proyectar como cómputo exacto de datos tecnológicos, de
mercado, de comercialización; del otro un proyectar como construcción histórica,
examen crítico de situaciones históricas, planificación de la existencia. ¿Es posible
la coexistencia de los dos procesos o la rectificación del uno mediante el otro?
La evolución del arte moderno y su actual crisis no sólo son el contragolpe
del triunfo de la tecnología industrial. Si esta crisis es la crisis del objeto y de su
forma paradigmática, la obra de arte, ella se ha producido por causas internas,
antes que la industria agotase o cancelase de la faz del mundo el valor y la idea
misma del objeto. El grandioso, dramático principio de la crisis es el non-finito de
Miguel Ángel. El arte da lugar a la realidad cumplida de la obra hasta el momento
en que es la representación de una realidad cumplida y dada, la naturaleza (pero
ya para Leonardo la naturaleza era problema, no dato); ni puede dar lugar a una
realidad cumplida si su contenido es la existencia, que no es dada sino que deviene,
y no es la solución sino la problematicidad misma del problema. Ya en Miguel Ángel
y más aún en la poética romántica del "sublime", a la idea del arte-existencia se
asocia la de la muerte o, como la muerte no hace experiencia, el pensamiento de la
muerte como inmanente a los pensamientos y a los actos de la vida, que de otra

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manera no tendrían un significado. Más tarde la concepción de la obra de arte como
obra de la vida -incumplida, continua, precaria y siempre en suspenso como el
tiempo de la vida misma- se precisa en Mallarmé y, en el campo de la figuración,
en Klee, llegando al límite extremo en el work in progress de Joyce que transforma
la estructura del lenguaje en el mismo instante de su formularse. Arte no-cumplido
es arte en proyecto y, conjuntamente, proyecto de existencia según un orden que
no es el de la lógica formal, sino un orden que está en el interior de la existencia
como tal, de su actuarse: un principio de estructura que se delinea y se construye
en la sucesión misma de los eventos no pasivamente sufridos: como la estructura
lingüística de De Saussure, que no tiene esquemas o modelos a priori, sino que
forma poco a poco un sistema “où tout se tient". Como en otros tiempos revelaba
en el objeto la estructura inmóvil del mundo objetivo, hoy el arte debe revelar en el
proyecto la estructura móvil de la existencia. El proyecto, del cual el arte debe
proveer el modelo metodológico, es, en suma, la defensa maniobrada de la vida
social, histórica, en su cotidiana confrontación con la eventualidad y el caso; y
contra la muerte, eventualidad extrema y último de los casos. Hay en el proyectar
del arte un sentido, un interés, una pasión de la vida que no encontramos en la
lógica irreprensible del proyectar tecnológico: ese proyectar que crece sobre sí
mismo por sucesivas ilaciones, ignorando la alternativa de muerte que acompaña
toda acción moral, y que, por tanto, está siempre en peligro de pasar, sin siquiera
darse cuenta, el límite de la vida. Lo ha pasado, efectivamente: ha llegado, de
progreso en progreso, a programar la muerte.
¿Pero puede el interés por la vida que guía el proyectar artístico
considerarse un interés crítico? La intervención de la crítica en el proceso-proyecto
del arte, el criticismo profundo de ese proyectar al cual el arte debería dar el
modelo, consisten en la verificación, paso a paso, de los actos intencionados y de
sucesión. Si, en su conjunto, la operación proyectística del arte es a un tiempo
crítica, rectificación y modelo del común obrar y, hoy, del obrar tecnológico de la
industria y de la serialidad preordenada de sus actos, la función esencial del arte
debería ser reducir esta serialidad a una sucesión intencionada. Lo que críticamente
se comprueba no es tanto el acto en sí cuanto el acto como condición, de estímulo
y de dirección, de un actuar ulterior. Si la obra de arte no vale ya por cumplida o
perfecta sino por no-cumplida, es necesario también preguntarse qué prepara y
traerá en sí, qué problema planteará el futuro. ¿Plantea un problema que exija aún
una solución artística o un problema que la excluya? La supervivencia del arte en el
mundo de mañana, cualquiera que pueda ser, depende solamente del proyecto que
el arte de hoy hace para el arte de mañana.

1964.

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1. La noción de crisis, con referencia específica a las artes y también en relación a las
contrastantes pero equivalentes "retóricas” de la crisis y de la no crisis, es analizada con agudeza por
Emilio Garroni (La crisi Semantica delle arti, Roma, 1964) y por Umberto Eco (Apocalittici e integrati,
Milán, 1964).

2. El concepto de artisticidad del arte, en sentido fenomenológico y no idealista, ha sido


planteado con claridad por Dino Formaggio (L’idea di artisticità, Milán, 1962) pero véanse también
Rosario Assunto (L’integrazione estetica, Milán, 1959) y E. Garroni (op. Cit.) Es claro que el concepto de
artisticidad del arte no puede determinarse prescindiendo de las técnicas, en las cuales se concreta la
específica intencionalidad semántica de las diversas artes (v., al respecto, Galvano della Volpe, La crítica
del gusto, Milán, 1960 y 1964) pero tampoco en sentido exclusivamente técnico. Por otra parte, se sabe
que es imposible distinguir, en el ámbito de las técnicas de una época, una técnica o grupos de técnicas
específicas y exclusivamente artísticas o peor aun, indicar una intencionalidad artística en el origen de
una determinada técnica: si bien no se puede negar que la intencionalidad estética, insertándose en una
técnica ya institucionalizada, constituye un agente de su desarrollo y, se podría decir, de aquel
desarrollo que la lleva a colocarse al nivel de las actividades humanas superiores. La necesidad de una
supertécnica artística, capaz de calificar como igualmente artísticos productos de diversas técnicas, fue
sentida por primera vez en pleno Humanismo, cuando se colocó en la raíz de todas las artes el dibujo,
entendido como imago ab omni materia separata; (L. B. Alberti), si bien, como acción gráfica el dibujo
ya fuese considerado como momento de los diversos procedimientos técnicos. Pero es claro que el
dibujo, como técnica de ideación, es siempre un proyecto; y que la misma distinción entre un carácter
liberal y un carácter mecánico del arte (que se plantea al mismo tiempo) equivale a afirmar que, por
encima de las técnicas tradicionales hay en el arte un momento de proyectación, determinante tanto de
la imagen como de la misma técnica. Y no es necesario subrayar la coincidencia de esta instancia
proyectística con la gran tesis humanista orientada a plantear la historia como guía y principio de
coherencia del actuar humano.
La presencia de una intencionalidad estética, que caracteriza como artísticos procedimientos
técnicos institucionalmente no-artísticos (piénsese, por ejemplo, en el caso de la fundición:
procedimiento técnico fundamental de toda la metalurgia; pero válido cuando investido de una
intencionalidad estética, como procedimiento específicamente artístico), demuestra lo absurdo de las
interpretaciones estrechamente sociológicas (como la de Hauser) orientadas sustancialmente a
demostrar que el arte expresa visivamente conceptos que ya tienen, en una determinada civilización un
valor definido. Lo que no es, dentro de ciertos límites, discutible, siendo evidente, por ejemplo que el
ideal del imperio romano no nace del arte de su tiempo y que los artistas se han limitado a ilustrarlo: si
bien está por verse si, ilustrado o celebrado en obras de escultura y arquitectura, ese ideal sea
exactamente el mismo que los escritos de los historiadores o de los oradores declaran en palabras. Es
noción común que el arte comunica cosas que no podrían ser comunicadas de otra manera y que en
consecuencia le son intrínsecas, y no son otra cosa que su “artisticidad”. La medida de la componente
estética de una situación cultural dada no es otra que la medida de la importancia dada a la artisticidad
del arte: se diría así que, en Italia, el Cuatrocientos es un periodo de alto nivel, el Ochocientos un
periodo de bajo nivel de artisticidad. El que, luego, tal artisticidad sea por así decir disuelta a posteriori,
en la interpretación de la obra, incluso a través de la crítica, es un aspecto del consumo. Es sin duda
posible expresar en conceptos y en palabras los significados que para nosotros tiene el Juicio Final de
Miguel Ángel y es legítimo que éstos sean enlazados a la que es, para nosotros, la problemática del
destino de la humanidad o, en un campo del todo distinto, de la representación del espacio mediante
masas en movimiento. Pero con esto no afirmamos que la intención de Miguel Ángel fuese decir las
cosas que su obra, indiscutiblemente, nos dice; pero nuestro proceso no es en absoluto arbitrario porque
tampoco le atribuimos en absoluto aquella intención. Es sin embargo, muy cierto que estaba en la
intencionalidad estética de Miguel Ángel hacer una obra capaz de suscitar, a distancia de siglos,
problemas de orden estético e incluso moral: su grandeza está en el haber encontrado signos que hoy
pueden cargarse de instancias problemáticas, aún cuando éstas sean del todo diversas de las originarias.

3. En el arte contemporáneo se hacen cada vez más raros los casos de referimientos históricos
intencionados, que manifiesten la voluntad de los artistas de enlazarse a una determinada tradición y de
reconstruir un recorrido histórico coherente: el arte del pasado se asume en su totalidad y en la infinita
diversidad de sus fenómenos, lo que significa que se da todo como presente y vecino. El hecho que Klee
utilice signos sacados de los escudos de los guerreros de los mares del Sur no demuestra, en absoluto,
simpatía alguna por tal área histórica: esto es tan cierto que dichos signos no se asumen por lo que
significan (y que se ignora), sino como si de los cuales, desconociéndose el significado objetual, se
reconoce sin embargo la artisticidad, así que el servirse de ellos puede demostrar indirectamente que el
significado estético al qué se aspira no es localizable históricamente o, por lo menos, reducible a
situaciones históricas definidas.

4. Respecto al concepto de utopía, además de la obra clásica de Karl Manheim, Ideologie un


Utopie, con varias ediciones a partir de 1900, v., Raymond Ruyer, L’Utopie et les Utopies, París, 1950 y,
para una valoración positiva del factor utópico en el arte moderno, Emilio Garroni, Arte Mito Utopia,
Roma, 1963.

5. He querido conservar aquí este expresivo término italiano. Hacer el tifo es participar como
espectador apasionado, parcial, a un encuentro deportivo: comportarse como "hincha" o, nuevamente
en italiano, tiƒoso de una de las partes en competencia. (N. del T.)

35
6. Lucien Blaga, Orìzzonte e stile. A cargo de A. Banfi, Milán, 1936.

7. Pierre Francastel, Peinture et Société, Lyon, 1950 (Einaudi, 1957)

8. Tenemos pinturas de naturaleza muerta hechas con objetos producidos por el artesanado; no
podemos imaginar una naturaleza muerta hecha con cosas producidas por la industria. A menos que
sean tomadas y "montadas" directamente en el cuadro, como en los assemblages de Arman: no pueden
ser interpretadas, sólo pueden ser citadas. Es un signo de la crisis del objeto. Por otra parte, el
desarrollo tecnológico tiende a la eliminación física de los objetos. Se comienza compendiando en un
solo objeto las propiedades que antes eran inherentes a objetos distintos, y se termina sustituyendo los
objetos con circuitos de distribución. Las redes de distribución del agua y de la energía eléctrica han
eliminado prácticamente todos los objetos destinados a recoger y conservar el agua, para la producción
de la luz y del calor. La difusión de alimentos "confeccionados" industrialmente eliminará la producción
de vajillas. Reposaremos, como anunciaba paradójicamente Breuer, sobre cojines invisibles de aire
comprimido. El espacio social dejará de ser definido por la presencia familiar de los objetos; cesará de
existir la solidaridad que ligaba las personas a un ambiente concreto, hecho de objetos que tenían un
significado.
El aspecto interesante y tal vez positivo de este proceso es que el circuito de distribución se
puede llevar de nuevo, en rigor, a un hecho de planificación urbana: a un "proyecto" que se realiza y
modifica continuamente, dando lugar a una serie de fenómenos sin la mediación de los objetos. El
circuito es una función colectiva en la cual uno se inserta: como tal tiene también una posibilidad de
visualización estética. La imagen de las calles iluminadas y de los anuncios luminosos configura la ciudad
como una animada red de corrientes y de puntos de luz: y no puede negarse que esta imagen
contribuya a determinar nuestra concepción de la ciudad moderna y de su vida.

9. Hay, en efecto, puntos de interferencia y hasta de identificación. En las corrientes Op


(Optical) americanas la imagen tiene a menudo el solo objetivo de producir un shock visual que sirve de
vehículo para transmitir una solicitación de un tipo totalmente distinto. Se tiene, en este caso, una
reificación de la imagen, no sustancialmente diversa de la ostentación de la cosa en la Pop-Art.
En cuanto a las búsquedas cinéticas del arte programado, la dirección de la indagación aún no
parece claramente determinada. En la mayor parte de los casos la inclusión de un factor mecánico para
obtener la variación, la repetición, la asociación de las imágenes en el tiempo tiene sólo el valor de una
hipótesis de trabajo. Evidentemente, la búsqueda se orienta a individuar los patterns mentales a lo largo
de los cuales se realiza, con una coherencia propia, lo que podríamos llamar un pensamiento perceptivo
o un pensamiento por imágenes. Estos esquemas o trazados son el producto de antiguas, tradicionales,
sedimentadas actitudes, a partir de las cuales es sin duda posible reconstruir la historia: como, por
ejemplo, cuando constatamos que, colocados ante un cierto número de manchas o de puntos dispuestos
de un modo totalmente casual, tendemos a ligarlos entre ellos según esquemas geométricos. El pequeño
motor que pone en acción la cinética de las imágenes sustituye provisionalmente los movimientos
asociativos y combinatorios de la mente humana, con la justificación, en verdad demasiado simplista, de
que la máquina reproduce siempre un modo de pensamiento y de operación humanos. Lo mismo se
puede decir de formas geométricas, frecuentemente recurrentes en el arte programado, con el único
valor también este hipotético de símbolos racionales. Se explica así la tentativa de algunos (de Pol Bury,
por ejemplo) de dar a la imagen un movimiento orgánico, con un proceso análogo, pero en el plan
cinético, al del biomorfismo de un Arp. El resultado, sin embargo, es todavía la ambigüedad (aquí en
clave surrealista) de los antiguos automas.
Muy distinto es el propósito, mucho más riguroso, de Victor Vasarely, que parte de un pattern
geométrico o de una estructura lógica de las imágenes, registrando en el curso del proceso las
mutaciones que se producen por el hecho mismo del visualizarse de las imágenes. La psicología de la
percepción viene así dada como correctiva de la rigidez e inmovilidad del esquema: lo que se quiere
poner en evidencia es la cinética interna de la imagen y no su posibilidad de ser puesta en movimiento
mecánicamente.

10. Para la Pop-Art, vista también desde la perspectiva de su contraste y su relación con las
corrientes gestálticas, v. mi ensayo Il banchetto della nausea, en La botte e il violino, septiembre, 1954.

11. “El estilo de la barbarie persistente, permanente bajo la cultura”. (N. del T.)

12. Para un examen del concepto de tipología véase el ensayo siguiente de este mismo
volumen. Me limito a observar que las tipologías fundamentales de la arquitectura religiosa cristiana
responden a precisas exigencias rituales y devocionarias del culto, de la instrucción y de la propaganda
religiosa, aun cuando esporádicamente aparezcan variantes determinadas por la función civil y política
atribuida a la Iglesia. Ante el actual abandono de las tipologías tradicionales, a las cuales no ha seguido
ninguna nueva tipología relacionada a nuevas exigencias funcionales, no e puede dejar de deducir que la
función social y urbana de la arquitectura religiosa ha decaído o que, por lo menos, reina al respecto una
increíble confusión de ideas.

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