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Reseña

La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica


Walter Benjamin
Por Juan Evaristo Valls Boix

En La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica, Walter Benjamin (Berlín,


15 de julio de 1892 – Portbou, 27 de septiembre de 1940), autor ligado a la Escuela de
Francfurt (aunque nunca perteneciente a ella) y simpatizante del marxismo, se hace eco
del gran problema social de su tiempo, los regímenes fascistas y dictatoriales, y propone
combatirlos desde una nueva teoría del arte: la nueva infraestructura, caracterizada por la
producción técnica, ha dado lugar a un nuevo modo de entender lo artístico. Si bien antes se
accedía a la obra de arte desde conceptos como genialidad, creación o perennidad, y el
espectador era concebido como un admirador o adorador de la obra original, la nueva forma de
entender el arte, ligada a su reproductibilidad técnica, se caracteriza por el desmoronamiento de
esto mismo, la pérdida de su aura: lejos de forjar esa actitud de admiración, una actitud dócil,
débil y susceptible de ser manipulada por la política –por los regímenes fascistas– , propone una
politización del arte, un nuevo arte que genere una actitud crítica y revolucionaria en el
colectivo y lo arme frente al fascismo, le haga valer sus derechos. El arte está al servicio de la
política para despertar la conciencia de las masas, educarla y hacerle reivindicar su digna
existencia.

Ya en el prólogo, a través de la tesis básica marxista que afirma que los cambios en la
infraestructura social revierten en su superestructura y apoyado en las consideraciones de Paul
Valéry Pièces sur l’art, Benjamin denunciará que los conceptos (creación, genialidad,
perennidad, misterio) que han servido para ver y comprender el arte hasta el momento,
aplicados de un modo incontrolado, pueden ser útiles para los fines de dominación del fascismo
sobre el colectivo. A diferencia de estos, y debido a la nueva era de producción técnica, se
presentará una serie de conceptos para la teoría del arte que resultan inútiles para tales fines,
además de ser aprovechables para la formación de exigencias revolucionarias y la politización
del arte. La capacidad de reproducir masivamente obras de arte (infraestructura) traerá consigo
una nueva concepción del arte (superestructura).

Durante los primeros capítulos, Benjamín se preocupará por exponernos tal cambio. Si bien la
reproducción de obras de arte ha sido un fenómeno repetido en la historia, con sus mejoras y
avances, la capacidad de reproducción técnica que en el 1900 se ha alcanzado supone un
hondísimo cambio en la manera de entender la tradición artística heredada, a que accedemos a

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través de ella, pues nos permite obtener imágenes y sonidos en la misma velocidad y cantidad
que obtenemos agua y luz en nuestras casas. La exactitud de una copia reproducida
técnicamente es mucho mayor que la que posee una copia manual, considerada como una
falsificación –el auténtico sigue siendo el original, el que marca autoritariamente el valor de
ambas–, y es, por ello, más independiente que la segunda de su modelo. No solo queda
desvinculada del original, sino que sale al encuentro de su destinatario, llega a espectadores y
situaciones a los que nunca llegaría el original. La autenticidad, creada a través de la historia de
la obra –desde su origen hasta su testificación histórica, durante su duración y transmisión
material–, se pierde en la copia, que queda desligada de la tradición, mientras que gana
actualidad y divulgación. Asimismo, la presencia de la obra, en lugar de irrepetible, se vuelve
masiva.
Todo ello muestra el carácter histórico de la percepción y los condicionamientos sociales a
que esta está sujeta. La aspiración de la masa por acercar espacial y humanamente las cosas a sí
y acoger la reproducción y difusión de cada dato antes que su singularidad, en suma, su interés
por hacer que la realidad llegue por igual a todo el colectivo en aras de una mayor comprensión
de la misma está íntimamente relacionado no solo con la reproductibiliad técnica del arte, sino
que origina a través de tal capacidad técnica el desmoronamiento de su aura. Benjamín define el
aura como la “manifestación irrepetible de una lejanía (por cercana que pueda estar)”1; su
relación con el arte marca toda una tradición estética que hacía del arte algo casi sagrado, ya que
el modo aurático de comprender el arte está ligado a su primitiva función de herramienta
religiosa en los ritos antiguos: la manera secular de nuestro tiempo en que persiste
parasitariamente tal valor cultual es la llamada autenticidad de las obras originales.
Esta visión cultual del arte trata de imponerse sobre la nueva perspectiva del mismo modo
que el fascismo trata de privar al colectivo de sus derechos y de mantener las condiciones de
propiedad acordes a ellos: ante géneros artísticos ligados a la reproducibilidad técnica, y por
tanto revolucionarios, como la fotografía, el viejo arte ha reaccionado teologizándose,
“purificándose” de cualquier función social: trata de defender su valor aurático ante la
capacidad de reproducción técnica, cuya imposición supone la emancipación definitiva de la
obra de su existencia ritual originaria. Así, en el momento en que una obra queda vinculada a la
reproducción técnica –como es el caso del cine o la fotografía, géneros en que esta es
intrínseca–, su función se torna política, crítica, y los antiguos valores cultuales tradicionales
quedan anulados. Las obras nacen para ser difundidas y conocidas, para dirigirse a su
destinatario, y consiguen así una mayor atención y la constitución de una conciencia despierta y
preparada, lejos de la mentalidad débil y dócil, tan apropiada para las obras entendidas desde
una perspectiva cultual, y útil para el control político del caudillo. El valor cultual, que ha
marcado la recepción histórica del arte, queda sustituido por un nuevo y antagónico valor, el
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BENJAMIN, Walter: La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica, pág. 25

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exhibitivo, que se impone en la era de la reproductibilidad. Mientras que el valor cultual empuja
a la obra a permanecer oculta, misteriosa, y la rodea de un halo místico y espiritual, el valor
exhibitivo, ligado a la distribución técnica de copias, da a conocer la obra, es afín al interés del
colectivo y tiende a sustituir al antiguo. La masa toma conciencia de su situación a través del
nuevo arte.

Habida cuenta de la transformación de la concepción del arte, Benjamin aplica sus


críticas a los distintos géneros artísticos y los somete a examen. Una primera expresión
del cambio que supone en el arte la irrupción definitiva de la reproductibilidad técnica
se observa en la fotografía: esta es un claro ejemplo de cómo el valor exhibitivo reprime
al cultual, que bien trató de manifestarse a través del rostro humano y el recuerdo en los
retratos fotográficos; ello se desvaneció con la ausencia en la fotografía de personas, así
como en su carácter documental. No obstante, tal cambio en la concepción del arte no
fue advertido en el mismo siglo (XVIII) de la invención de la fotografía. Antes de
considerar si la fotografía era un arte o no, la incorporación del cine a la historia del arte
se hizo a través de una consideración por completo cultual del mismo: al entender
todavía el arte como aurático, solo lo aurático del cine podía ser incorporado a tal
historia. A pesar de ello, era ya irremediable –pese a los mencionados intentos por
evitarlo– que el arte concebido desde la reproducción técnica perdiera su función y su
valor ritual: su autonomía, su elitista y casi sacro desapego de cualquier otra finalidad –
l’art pour l’art– se extinguió para siempre, y el arte se puso al servicio de lo social,
cobró una función política y didáctica2.
El género del cine, comparado con el teatral, muestra de nuevo las diferencias entre
viejo y nuevo arte. Mientras que el actor de teatro se muestra al público en una totalidad
ininterrumpida y acomoda su discurso al espectador sin que este pueda intervenir (a la
manera de un caudillo carismático), el actor de cine está mediado por una serie de tests
y medios técnicos que fragmentan su interpretación, lo distancian del público y
permiten a este valorarlo críticamente. El actor de cine se pone al servicio del montaje y
del aparato, y pierde así su carácter de aquí y ahora, su valor aurático –que en el actor
teatral no deja de estar presente–: el hombre actúa ante la máquina –y no directamente
ante el público– con toda su persona, pero renuncia inevitablemente a su aura, está
destinado al montaje y a la fragmentación, a la instrumetralización –es un resorte más–
y, más tarde, a la difusión masiva en forma de copia: el actor ya no es esa manifestación
2
Para satisfacer, como se ha señalado, el interés de la masa de concienciarse de la situación en que vive y
de reclamar, según esta, sus derechos.

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irrepetible (la representación de una obra teatral es tan solo una y única, a diferencia de
las proyecciones cinematográficas, de carácter múltiple) de una lejanía (el personaje que
representa, mitificado, hecho para la admiración) por cercana que pueda estar (a escasos
metros, encima del escenario). De este modo, la mediación y fragmentación propias de
la obra cinematográfica generan una ilusión de segundo grado, a diferencia de la ilusión
inmediata del teatro, con su unidad de representación y su aquí y ahora. Algo similar
ocurre con la pintura: la imagen de la pintura es total y está marcada por la autoridad del
pintor, mientras que la imagen de la cámara es múltiple, técnica y anónima, y por tanto,
desauratizada; frente a un cuadro, cuya contemplación es aislada, individual y en claves
de recogimiento, la imagen múltiple del cine tiene un destinatario masivo. A pesar de
todo, esta nueva concepción del arte puede verse contaminada por valores auráticos a
través del mercado y su interés por revalorizar incesantemente aquello que vende: el
mercado introduce en el cine valores auráticos al fomentar el starsystem y el culto a las
estrellas, a la persona y vida de sus actores fuera de los rodajes, por lo que no es de
extrañar que durante cierta época, llamados por el aura, miles de personas desearan
formar parte de un rodaje, así como anteriormente otras tantas quisieran ser algo así
como un escritor, una autoridad.

En los últimos capítulos, Benjamín expondrá cómo revierten en el arte los cambios y
exigencias del colectivo que hicieron posible su nueva concepción. A través de ella, se
altera también la relación entre arte y espectador masivo: deja de ser privada, burguesa e
individual y se vuelve pública y colectiva; ello se evidencia de nuevo en el cine y
también en la arquitectura, desauratizada por el uso y la costumbre. Asimismo, la
vigencia social de un arte asocia la actitud fruitiva ante la obra con una actitud crítica: el
arte está al servicio de la sociedad, de toda la sociedad.
El cine, al igual que el psicoanálisis, ofrece una gran posibilidad de profundización en
nuestra apercepción, gracias a la posibilidad de análisis y de aislamiento que ofrece de
todas sus partes, lo que no ocurriría con la pintura, unitaria y menos exacta. Ante la
cámara se abre una realidad de detalles minúsculos (gracias a los zooms, a la cámara
lenta...) que el ojo nunca habría descubierto: experimentamos el insconsciente óptico a
través del cine al igual que el psicoanálisis revela el insconsciente pulsional. Hay aquí
un marcado afán por conocer, por descubrir lo oculto, que en el arte aurático nunca se
habría producido, y que responde de nuevo a la inquietud del colectivo por conocer a
través del arte su realidad social y política. Por ello será el cine el género más útil como

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instrumento político, por su capacidad de detalle y crítica, por su poder de divulgación o
por su intrínseca desauratización. Este interés del colectivo ya se había manifestado
antes de la invención del cine; toda forma artística anticipa de algún modo
características de la siguiente: el dadaísmo intentó, a través de la pintura, producir los
efectos de que hoy presume el cine: destruye el aura a través de una degradación
sistemática de sus materiales y un menosprecio de los valores del mercado, y es capaz
de convertir el recogimiento ante el arte en una conducta asocial y anticuada, además de
dar a sus obras el carácter de escándalo público, con lo que combate el recogimiento
aurático a través de la distracción. La obra, desde entonces, y especialmente en el cine,
se ha convertido en un proyectil que impacta con cualquier destinatario, se ha vuelto
táctil, cercano. Ante un cuadro la actitud era de abandono, de recogimiento, de
contemplación de la pura imagen; no así desde el dadaísmo y ante el cambiante plano
cinematográfico, que produce un efecto de choque, despierta y activa al destinatario. En
definitiva, la masa se ha vuelto capaz de orientar el arte hacia sí misma, hacia sus
exigencias y necesidades, y lo ha dotado de una función política y social. La cantidad se
ha convertido en calidad, la obra de arte llega a todo el mundo con una disipación
inherente a ella de sus valores auráticos, y el espectador ya no ofrece culto alguno a la
obra: es un examinador crítico.

El epílogo de la obra está enlazado temáticamente con el prólogo al mostrar de nuevo


el problema social del fascismo, latente hilo conductor del ensayo. Este pretende
organizar a las masas según su propio interés e impedir la expresión de sus derechos 3 y
la alteración de las condiciones de propiedad a favor de ellos. La conservación de tales
condiciones de propiedad que el fascismo pretende desemboca en un esteticismo –
aurático– de la vida política que viola los derechos de las masas y las embelesa y
adormila a través del culto al caudillo (como también ocurría en el culto al artista genial
o al cuadro original, culto en que han sido educadas). Dicho esteticismo acaba en la
guerra, el modo de dar un fin al movimiento y expresión de la masa sin alterar las
condiciones de propiedad. La masa, subordinada al caudillo, olvida sus derechos y le
sigue ciega, acríticamente –como antes alababa, sin juicio alguno, a los genios del arte–.
La humanidad, a través de la estetización de la política, se convierte en espectáculo de sí
misma y acoge su destrucción como goce estético. Que ello se dé lugar en la historia
muestra que la sociedad no estaba preparada para acoger el profundo cambio que la
3
Algo fácilmente realizable a través de los medios técnicos.

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reproductibilidad técnica ha operado en el arte: al estar sujeta todavía a la concepción
aurática de lo artístico, han sido los regímenes dictatoriales quienes se han servido de la
movilización de los medios técnicos para seguir manipulando, ahora en mayor medida,
al colectivo. Por ello, el comunismo responde y combate la estetización de la política
con la politización del arte –acorde al interés de las masas y al cambio histórico, como
se ha visto–, que despertará la capacidad crítica de la sociedad y moverá a las masas a la
defensa de sus derechos. El arte, combativo, social y revolucionario, se convierte en el
medio de expresión del colectivo.

Walter Benjamin plantea una brillante conexión entre los cambios históricos, las
querencias del protagonista de tales cambios –el colectivo– y sus consecuencias en su
medio de expresión, el arte. Destaca el carácter emancipador del mismo, así como su
capacidad educadora, didáctica y crítica, y trata de purgar lo artístico de cualquier rastro
de valor aurático que pudiera contaminarlo. Nos muestra, así, que un uso social sensato
del arte pone alerta nuestra conciencia y ayuda a la defensa de nuestros derechos, a la
conservación de la dignidad. Pero, a pesar de todo ello, parece que olvida, como
denuncian autores como Adorno, el carácter acomodaticio de la masa y su tendencia,
antes que por el activismo político, por la evasión de sus problemas. Un arte concebido
al servicio de la masa y desde la reproductibilidad técnica está fácilmente sujeto a la
banalización, a la pérdida de su lenguaje propio y a la degradación en mero
entretenimiento. Frente a las tesis de corte marxista de Benjamin, que abogan por un
arte para todos, subordinado a lo social, la visión de Adorno revindica la experiencia
estética en puridad –que en Benjamin ha devenido en recepción disipada, distraída– y
propone un arte aristocrático, no solo desprendido de sus valores auráticos de
recogimiento y seguidismo, sino también de su posible sometimiento y subordinación a
lo social, que lo harían decaer en lo meramente divertido. El individuo, ante la obra
artística, –y no bombardeado por ella desde la saturación, gran peligro del arte masivo
de Benjamin– puede gozosamente aprender y desarrollar su capacidad crítica, y para
ello debe esforzarse por comprender la obra de arte, proceso que efectivamente le
emancipará de la evasión que la industria de la cultura distribuye en serie.

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