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Heidegger y la esencia de la política


Daniel Mundo

¿Qué es la política? Si bien ésta es una de esas típicas preguntas con las que a
Martin Heidegger le gustaba titular sus seminarios, es Hannah Arendt la que la
formula. Lo hace en un proyecto de investigación que no concluirá, y que
terminará siendo un libro de fragmentos publicado luego de su muerte. Remite,
la pregunta, a esas preguntas fundamentales que abrieron el camino de la
filosofía, para las cuales no hay una respuesta unívoca o universal. Para Arendt lo
que se pone en juego en ella es el sentido mismo del ser-humano. Ser y Tiempo
ya se había interrogado sobre ello, y alcanzado algunos pensamientos
irreversibles1. Había que dejar de pensar —evitar, enfatiza Derrida: vermeiden:
evitar, esquivar— ciertos términos como “hombre”, espíritu, psique o alma2.
Arendt encontró su propia forma para hacerlo: advirtió que la metafísica había
pensado la muerte como el rasgo más propio del hombre antes que el nacimiento
y la capacidad humana de crear principios, y que su tema de preocupación había
sido el hombre en singular, pero que el hombre, como ser-en-el-mundo, nunca
vive en singular, que su auténtica característica es la pluralidad. No el hombre
sino los hombres serán para ella el foco de interés. Heidegger, sin duda, imaginó
o pensó algo alrededor de ello, por lo menos porque en 1924 dictó un curso sobre
la Política de Aristóteles, que según los comentarios de Hans Jonas, fue su mejor
curso de la década del veinte. Arendt tenía dieciocho años en ese momento.
Heidegger trabajó en él el concepto de praxis (“Las acciones difieren —afirma
Aristóteles— con respecto a lo bello y a lo no bello no tanto por ellas mismas
como en función del fin por el cual son emprendidas”, Política, vii 1333 a 9-10), y
seguramente también el de philia. La sabiduría política, para Aristóteles, consiste

1 “¿Qué se busca ontológicamente cuando se busca el sentido del cuidado? ¿Qué significa sentido?
/…/ sentido es aquello en que se mueve la comprensibilidad de algo, sin que ello caiga explícita y
temáticamente bajo la mirada. Sentido significa el fondo sobre el cual se lleva a cabo el proyecto
primario de la comprensión del ser”, Ser y Tiempo, Santiago de Chile, Editorial Universitaria,
1997, p. 341 (traducción J. E. Rivera Cruchaga).
2 Imprescindible es el libro de J. Derrida: Del espíritu. Heidegger y la pregunta, Valencia, Pre-

textos, 1989, donde Derrida piensa la evolución del concepto de “espíritu” (con y sin comillas) en
la obra heideggeriana. No deja de ser cierto, sin embargo, que —afirma D. LaCapra— en muchas
interpretaciones pareciera ser Derrida, en una identificación proyectiva, y no Heidegger, el que se
disculpa o explica: “En respuesta a esta tal vez demasiado generosa especulación, se puede
señalar que hubiera sido preferible que lo dijera Heidegger antes que Derrida”, en Representar el
Holocausto. Historia, teoría, trauma, Buenos Aires, Prometeo, 2008, p. 159 (traducción Marcos
Mayer).

1
básicamente en ser capaces de comprender el mundo desde perspectivas distintas
a la que uno suele ocupar —lo que hoy diríamos pensar el mundo poniéndose en
el punto de vista del otro o de los otros. Fue exactamente eso lo que la
competitividad y la inseguridad económica, la masificación social y el desamparo
individual destruyeron en la Alemania de la posguerra, si es que algo como este
tipo de comunidad alguna vez había existido realmente allí.

En 1924 Hitler dio un golpe de estado, que fracasó, pero que lo catapultaría a la
escena pública y lo convertiría en uno de los referentes de la extrema derecha
alemana. En la década del veinte Alemania se vio empujada a una modernización
cultural y tecnológica que transformó de modo radical sus hábitos y costumbres,
que hoy nos resultarían provincianos. Estos cambios, por supuesto, también
afectarían a la vida universitaria, aunque la universidad, como siempre, tuvo
cierta autonomía con respecto al resto de la sociedad, que le permitió procesar a
su modo la crisis que descalabraba el orden instituido. La modernización no fue
bien recibida, pues se vivió como los efectos de una derrota que todos o muchos
creían inmerecida. La entrada al proceso civilizatorio significó para Alemania la
validación de una democracia liberal débil, apañada por los poderes de un
Occidente que a pasos agigantados transformaba las condiciones de vida del
planeta entero. Desde el Este, el comunismo soviético, que no terminaba de
asentarse y que pronto acudió a métodos de producción industrial capitalista, no
se presentaba tampoco como una opción muy halagüeña3. Ambos, al fin de
cuentas, colocaban en el futuro más que en el pasado su utopía. El hombre que
lucha por su destino, sea éste individual o colectivo, se inscribe aún en el
horizonte de la tradición humanista y prometéica, es decir en el universo
pretecnológico que estaba siendo reemplazado en ese instante histórico4. Lo que
se ponía en peligro era la vida tradicional, la existencia comunal, un tipo de vida o

3 Significativo es el otro Este que Heidegger, ya en la década del veinte, tenía como interlocutor: la
cultura japonesa y su concepción del vacío (sunya) en parentesco con la Nada (mu en japonés;
das Nichts). En 1922 el filósofo japonés Hajina Tanabe viajó a Friburgo para asistir a los cursos de
Heidegger y para contactarlo con la Escuela de Kyoto, una de las escuelas que más hizo en la
europeización de Japón. De allí en más esa relación no se interrumpiría. La profunda crisis
psicológica y material en la que encallaría una vez concluida la guerra sería superada en buena
medida —por lo menos según la opinión de F. Volpi— gracias al contacto con la cultura japonesa.
En 1946 probó de traducir el Tao te Ching junto con Paul Shih-Yi Hsiao. En 1956, en Friburgo, se
encontró con Suzuki, el gran propagador del Zen. En mayo de 1958, por poner otro ejemplo, dictó
un curso sobre Zen y arte, junto con Hoseki Shin’ichi Hisamatsu. Ver de Carlo Saviani: El oriente
de Heidegger, Barcelona, Herder, 2004. También, de R. Ríos: “El Zen y el ser”, en La iluminación
Zen, Buenos Aires, Ediciones Lea, 2007.
4 El Heidegger de Ser y Tiempo también colocaba la primacía en el futuro, por ejemplo en el § 65:

“El haber-sido {Gewesenheit} emerge en cierta manera del futuro”, Op. Cit., p. 343 (Gaos había
traducido: “El sido surge en cierto modo del advenir”, México, F.C.E., 1951, p. 375. Heidegger
renegará pronto de cierta antropologización que todavía puede leerse en el libro de 1927. Hay que
dejar bien en claro que Heidegger se distancia abismalmente de la interpretación que del tiempo
—el futuro, el pasado o la tradición— hará el nacionalsocialismo, anclada como está en el cuerpo
biológico y exaltando la sangre y la raza.

2
de uso del tiempo que la modernización, como un movimiento imparable,
arrasaría5.

En el universo técnicamente administrado o híper-comunicado, la tradición —


como la memoria viva de un pueblo, como la pertenencia íntima y orgánica al
propio pasado— queda perimida de un modo semejante a como el silencio, el
aburrimiento o la lentitud se vuelven insoportables. El pasado —en ese temprano
momento ya reorganizado e instrumentalizado— nada tiene ahora para decir y
enseñar de modo auténtico: si hay alguna enseñanza o saber proviene más bien
del futuro, y depende de nuestra plasticidad, de nuestra rapidez de reflejos,
aprender algo o quedar obsoletos. En el lugar de la vida tradicional —la imagen
de Heidegger sentándose con los campesinos suabos, fumando su pipa en silencio
luego de un largo día de trabajo, transporta al mismo tiempo ternura y
patetismo— se impondría una vida cuyos rasgos esenciales desde hacía años ya se
detectaban en Berlín: vínculos interpersonales superficiales; multitudes de
individuos empujados de aquí para allá por modas efímeras o velozmente
reemplazables, y a la vez individuos en soledad sin poder pedir ayuda a nadie ni a
nada; trabajos precarios, que suponían una transformación total en la
organización social; aparición de nuevas clases sociales con nuevos
requerimientos político-económicos; una vida en común organizada alrededor
del consumo voraz de periódicos, constituían los rasgos propios de la
socialización acelerada que vivía una persona en esos años que se percibían como
de decadencia. La degradación, o lo que se vivía como degradación personal y
como pérdida en las relaciones interpersonales, afectaba también al mundo y a
las cosas que lo poblaban: esas cosas estaban a punto de abandonar a su suerte al
espíritu objetivo que hasta ese momento supieron cuidar y transportar, y que
había sido el lazo que ataba a una tradición que se extinguía. En fin, todo perdía
densidad, y el olvido —verdadero fantasma de la nada que convertía a la muerte
en un hecho anónimo—, más que la muerte misma, titilaba en el horizonte como
la auténtica angustia del alemán de la República de Weimar6. La figura del
trabajador pergeñada por Jünger, o el imaginario de la guerra como combate
heroico, dan cabal cuenta de la desorientación que sufría el pensamiento en esos
años de insoportable incertidumbre.

La inestabilidad económica no sólo era una novedad en una Alemania que se


resistía a dejar atrás al siglo XIX; rápidamente dejó de ser un accidente
coyuntural, un problema contingente a ser resuelto de modo técnico, y se
convirtió en una especie de costumbre para la que no se encontraba solución. La
sensación o el sentimiento que esta situación generaba en cada uno de los
ciudadanos era de extremo desamparo. Sin duda fue éste uno de los principales
motivos porque los que la inflación y el incontrolable aumento de parados, es
decir factores económicos, destronaron la política de su lugar de técnica regia. La

5 La temporalidad es uno de los grandes núcleos de pensamiento de Ser y Tiempo. Hay


codependencia entre la temporalidad y el Dasein: “El fundamento ontológico originario de la
existencialidad del Dasein es la temporalidad”, § 45.
6 G. Simmel había detectado a comienzos de siglo en “Las grandes urbes y la vida del espíritu”

estos rasgos que en los años veinte comenzaron a infectar al resto del territorio alemán.

3
república de Weimar, por su parte, no colaboraba con ninguna acción en el
fortalecimiento de las instituciones políticas. Los mayores terrores de la sociedad
capitalista (reales, conceptuales, imaginarios, efectivos) se encarnaron durante
esos años en prácticas que los diseminaban por toda la epidermis social, y que
condujeron a la bancarrota las leyes y hábitos que regían la vida en común.
Mucho antes de que el nacionalsocialismo se impusiese la sociedad alemana se
había atomizado y desmembrado. Ningún actor tenía el poder suficiente como
para asumir el gobierno soberano y reestablecer un criterio mínimo como para
organizar la vida social, e impedir así que fuese la autoridad absoluta la que se
terminara imponiendo como el modo de resolver una situación que se presentaba
como ingobernable. El autoritarismo se perfilaba como la única vía para
contrarrestar la corrupción que se imaginaba congénita de la sociedad burguesa y
demacra-liberal. Esta confianza en la autoridad incuestionable era, por supuesto,
un mito, pero un mito lo suficientemente poderoso como para corroer cualquier
otro tipo de confianza política. La desconfianza como vínculo primario —y el
indiferentismo por cualquier destino que no sea el propio7— desembocó casi
naturalmente en el nihilismo, no sólo la desvalorización de todos los valores y el
borramiento de cualquier fin último —o su transformación en ideales abstractos,
que viene a significar lo mismo—, sino también la con-vivencia con una nada de
la resignación activa que nadificaba o anonadaba toda acción. A fines de la
década del veinte Heidegger era clasificado como un nihilista8.

7 En Ser y Tiempo Heidegger distingue por lo menos tres tipos de indiferencia: la indiferencia de
la materia (una mesa) con respecto a su ser; la indiferencia (Indifferenz) del Dasein a su ser
característica de su cotidianidad, en la que la indiferencia es sólo una modalidad de su no-
indiferencia; y la indiferencia (Gleichgültigkeit) propia de la historia de la metafísica del interés
de preguntar por su ser.
8 La conferencia dictada en 1929, “¿Qué es metafísica?”, sin duda abonó este calificativo. En ella

se concibe a la Nada como el fondo infundado o sin-fondo de una trascendencia irreductible a


algo: “¿Qué puede ser la nada para la ciencia sino abominación y fantasmagoría? Si la ciencia
tiene razón, una cosa hay, entonces, de cierta: la ciencia no quiere saber nada de la nada”, Buenos
Aires, Ediciones Fausto, 1992, p. 42 (traducción O. Caletti). Ser y Nada tienden a superponerse.
La cuestión del nihilismo como destino de la metafísica proviene de la obra de Nietzsche. Su
realización, en la Época Moderna, se da en la voluntad de poder, que sobrepasa al hombre —como
Señor de la Tierra— para disolverlo en una Nada negativa o nulidad. Heidegger practicará la
lectura más concienzuda que pueda hacerse de este tema. Nietzsche plantea el derrumbe histórico
de todos los conceptos fuertes que vertebraron la tradición occidental. A este derrumbe lo llama
“Dios ha muerto”. Con la pretensión de lograr una superación del nihilismo propone una especie
de inversión del platonismo. Para Heidegger esta inversión radical es el último paso en la historia
de la metafísica. Sostendrá, entonces, la necesidad de suspender cualquier intento de superación
(Überwindung) o de confrontación práctica con el momento histórico presente, pues consideraba
que tal superación se inscribía en la misma historia de la metafísica: “todo querer-superarlo /al
nihilismo/ permanece sin común medida con su esencia”, Nietzsche II, Barcelona, Destino, 2000
(traducción J. L. Vermal). La discusión que luego de la guerra mantuvo con Jünger sobre el
nihilismo aclara la posición de Heidegger: el nihilismo tiene más que ver con el orden y la
disciplina impuestos en la sociedad moderna que con el caos o la crisis de los valores. En última
instancia, se asocia con la técnica y con la lengua: una vez más, ahora como programa explícito,
hay que evitar salvar el lenguaje de la metafísica. Reiner Schürmann, en “¿Qué hacer en el fin de
la metafísica?”, en Heidegger y la filosofía práctica, Alción, Córdoba, 1993, cita un lamento de
Heidegger por haber debido hablar sólo “enunciando proposiciones”. A lo que Sloterdijk responde
irónicamente afirmando que a Heidegger le hubiera gustado publicar silencios. En “El hombre
operable”, Revista Artefacto nº 4. En Serenidad Heidegger sostiene que lo inquietante no es el

4
La sociedad alemana de la década del veinte necesitaba con urgencia un régimen
político que lograse imponer su autoridad, encaminar las relaciones sociales
hacia algún tipo de estabilidad, y volver al futuro, así, más o menos previsible, y
al pasado devolverle toda la grandeza que el alemán imaginaba que tenía. Se
inventó una tradición nacional que de allí en más no dejaría de crecer. Y a la vez
se encontró la línea divisoria para revalidar lo válido y eliminar lo inválido: frente
a la universalidad de los principios iluministas, que Europa y el pensamiento
progresista habían asumido, había que trazar con claridad la distinción entre lo
puro y lo impuro, entre lo digno de supervivencia y lo que debía desaparecer. El
cuerpo biológico donde lo político se confunde con la vida misma fue la constante
que se tomó como medida. Fue fácil, en esta situación histórica, encontrar un
chivo expiatorio que cargase con la responsabilidad de la decadencia que se vivía:
los judíos, los traidores de 1918, los enemigos internos —comunistas o
socialdemócratas— no tardaron en convertirse en las fuerzas que disolvían los
lazos ancestrales de la sangre y la tierra. Había que crear anticuerpos contra ellos,
que infectaban el cuerpo de la nación. La revolución soterrada que se emprendía
—o que se deseaba emprender— necesitaba un conductor. Debía ser alguien que
lograra convalidar los mitos —o si se quiere, la grandeza del pueblo alemán— en
los que una inmensa mayoría de la población deseaba o necesitaba creer. El
discurso populista le permitiría dobleces argumentativas de las que nadie pudiera
pedir explicaciones. El tono heroico y bélico constituyó el último condimento
para que como una peste el discurso prendiera e infestara la opinión pública9.

dominio planetario de la técnica sino la no-preparación del hombre para soportar la mutación
radical del mundo. “La ausencia de indigencia es la indigencia suprema” afirma en Überwindung
der Metaphysik. Lo cierto es que, como afirma R. Bernstein, The New Constelletion: The Ethical-
Political Horizons of Modernity/Posmodernity, Cambridge, MIT Press, 1992, si de Ser y Tiempo
podía desprenderse una especie de phronesis, luego de finalizada la guerra el pensamiento de
Heidegger tenderá a descartar cualquier preocupación por la sabiduría práctica o la práctica
política, y a dividir el mundo en una dicotomía maniquea: la acción tecnológica o técnica
provocante, por un lado, y la revelación poética y el pensamiento de la esencia, por otro. Ver
especialmente: “La pregunta por la técnica”, en Ciencia y Técnica, Santiago de Chile, Editorial
Universitaria, 1983.
9 Ese tono late ya con intensidad en el § 74 de Ser y Tiempo, cuando se plantea que el Dasein “se

comprende a sí mismo en la propia superioridad de poder (Úbermacht) de su libertad finita”; o


unos renglones más adelante: “Conviviendo en el mismo mundo y resueltos a determinadas
posibilidades, los destinos individuales ya han sido guiados de antemano. Sólo en el compartir y
en la lucha queda libre el poder del destino común”, op. cit., p. 400. Fundamentales son los libros
de R. Esposito: Comunitas. Origen y destino de la comunidad, Buenos Aires, Amorrortu, 2003
(traducción C. R. Molinari Marotto); e Inmunitas. Protección y negación de la vida, Buenos
Aires, Amorrortu, 2005 (traducción L. Padilla López). El cuerpo social, afirma aquí, deja de ser
una metáfora jurídico-política para ser una realidad biológica en la que interviene tanto el Estado
como el mercado científico-médico. Es reduccionista y errado reducir los pensamientos de
Heidegger al biologicismo y al racismo sostenidos por el nacionalsocialismo y por los discursos de
Hitler en particular. La ambigüedad de sus enunciados, en todo caso, es la responsable de este
tipo osado de traducción. Difícil, sin embargo, es tomar partido por un “Heidegger resistente”
dentro del régimen nacionalsocialista, como hace, por ejemplo, Marcel Conche: Heidegger en la
tormenta, Melusina, 2006 (traducción P. Sánchez Orozco): “Heidegger se toma todo esto al pie de
la letra; por eso cree en Hitler” (p. 36); “Hitler /…/ a la buena gente, le da la impresión de ‘ser
sincero’” (p. 63).

5
Esta sociedad, evidentemente, requería también de una filosofía que le ayudase a
encontrar ese rumbo que los “traidores” le habían hecho perder, un sentido para
el que el academicismo no estaba preparado. Para los que cursaron los
seminarios de Martin Heidegger durante esos años era él, no cabía duda, el que le
devolvió a la filosofía esa misión, al tiempo que le insuflaba vida al hecho mismo
de pensar. Heidegger le dio al lema husserliano “a las cosas mismas” un giro
existencial, concreto, material casi, que en sus clases —según cuentan sus
concurrentes— el pensamiento parecía palparse, y los pensadores antiguos,
renacer. Rompió el en-claustramiento del discurso filosófico y concretó lo que ya
G. Simmel, otro lector de Nietzsche, había sugerido un par de décadas antes:
había que abandonar las dicotomías tradicionales con las que se había organizado
el universo filosófico. Ahora bien, si Nietzsche invirtió el poder de esas
dicotomías, Heidegger lo destruyó. No sólo se atrevió a pensar sin prejuicios ni
“barandillas”, como afirmara H. Arendt; inventó un nuevo pre-juicio, un nuevo
supuesto sobre el cual se desplegó el mundo posterior. Ahora bien, al destruir o
tratar de consumar o superar la tradición metafísica se vio obligado a inventar
una jerga personal que, como parodió T. Adorno, se presentaba como lo único
realmente auténtico. Heidegger no sólo resignificó conceptos fundamentales de la
metafísica; como supo hacer Platón, trastornó también el lenguaje coloquial, y
con él el mundo de la vida.

Heidegger fue un docente carismático que tuvo una gran influencia sobre los
estudiantes. Estos viajaban a Marburgo o a Friburgo únicamente para asistir a
sus clases. La tenía aun antes de que apareciera Ser y Tiempo. Ser y Tiempo, a su
vez, se convirtió en bibliografía obligatoria. Los pensamientos de Heidegger se
elevaban y crecían como un huracán, y nada de la vieja filosofía se mantenía en
pie a su paso. Sus adeptos aumentaban, y sus pares, los profesores atónitos no
sólo con el incontrolable crecimiento de Heidegger sino también con el
aparentemente ineludible derrumbe social, desconfiaban de semejantes éxitos.
Algunos de sus biógrafos le darían un lugar especial a esta singularidad del
personaje, y pondrían de relieve —como hace, por ejemplo, R. Safranski— la
mezquindad de sus maquinaciones, su personalidad egocéntrica y egoísta. Es
muy posible que su carácter fuera cercano a estos rasgos, típicos, aunque
matizados seguramente, en el medio ambiente universitario en general, y más
aún en el alemán. La lectura fenomenológica, mechada de traducciones
arbitrarias pero verosímiles, es decir, quizás no literalmente o filológicamente
“correctas”, pero esencialmente “verdaderas”, volvían persuasivos sus
argumentos. Heidegger creyó, no se lo puede culpar por ello, que su modo de
argumentar y de criticar hasta la ruina los antiguos textos serviría también a la
hora de pensar y encaminar la realidad pulverizada en la que Alemania se hundía.
Cuando se enfrentó a la realidad debió cambiar su metodología crítica o
“destuktiva” —lo real ya estaba bastante arruinado como para soportar otros
martillazos— por un programa concreto y eficaz: en noviembre de 1933 llamó
insistentemente a votar por el plebiscito convocado por Hitler para abandonar la
Liga de las Naciones. En uno de sus llamados llega a decir: “Únicamente el
Fürher es la realidad presente y futura de Alemania y también su ley.

6
Aprendamos a conocerlo aún más profundamente: desde ahora la cosa más
pequeña exige decisión y toda acción responsabilidad ¡Heil Hitler!”10.

No es alocado imaginar que una época que llega a su fin hace culminar todos sus
rasgos fundamentales. El fin de la metafísica que Nietzsche había concretado y
Heidegger terminado de consumar, acarrearía también, cómo dudarlo, el fin de la
política. Si había que fundar una nueva ontología fundamental, o si había que
reescribir la historia del ser desde su olvido, también había que pensar —si es que
el pensamiento aún guarda sentido, y para Heidegger ineluctablemente que sí—
una comunicación originaria para el Dasein que fuera distinta a la confrontación
o al disenso político, distinta incluso a tomar-la-palabra y constatar así una
apertura al mundo y una perspectiva desde la que el mundo se re-presenta. El
Dasein estaba solo con su inquietud o su angustia. Estaba, o imaginaba que
estaba, incomunicado. El totalitarismo político (hoy investido como una apretada
red mediática mundial) terminaría cumpliendo esa fantasía. Un mundo
despojado de misterio.

La trascendencia hacia la que tendía la existencia era una cuestión que afectaba al
individuo en su soledad, un modo solitario de enfrentar y resolver la propia
finitud. La existencia, la manera en que el Dasein se refiere a su ser, se cumplía
en la inquietud que despierta la angustia, su disposición afectiva fundamental11.
Sin cuerpo, o con un cuerpo apenas pensado en sus disposiciones afectivas
(Stimmung) o en sus estados de ánimo (Gemüt), el Dasein se proyectaba en el
mundo al tiempo que debía cuidar o preocuparse por que el mundo sea12. La
trivialidad cotidiana que con sus ajetreos nos reduce a la comprensión de lo que
son los entes, nos evita la comprensión ontológica del ser. Así como nadie puede

10 Extraído de LaCapra: Representar el Holocausto…, p. 161.


11 Es por lo menos sintomático que por esos años S. Freud también convirtiese a la angustia en el
núcleo de la persona. Además, de algún modo también Freud activó una nada activa o al mismo
nihilismo al postular el inconsciente como una especie de doble, más poderoso incluso que el
individuo consciente en el que habitaba. La poética del cine expresionista muestra en toda su
negrura la desesperación que provocaba este estado de cosas en la estructura afectiva del
individuo.
12 Sartre le reprochó a Heidegger la escasa mención del cuerpo que se hace en Ser y Tiempo. En

1965, cuando se le interrogó por esa desatención, Heidegger respondería que en 1927 no sabía
mucho sobre él. En verdad, hoy podemos decir que las tonalidades de la disposición afectiva
vendrían en reemplazo a la objetivación que trae consigo la noción de cuerpo. No es el cuerpo en
sí lo que se interviene, o no es él el que se interviene de modo predominante (aunque al cuerpo se
lo reduzca a la imagen de la máquina, y a la abstracción de su fuerza de trabajo): es el estado
anímico lo que se remodula: “Una tonalidad es una modalidad, no sólo una forma o un modo
exterior sino un modo en el sentido musical de la melodía. Ésta no flota por encima del modo en
el que el hombre se encuentra, en sentido estricto, ser-ahí. Da, por el contrario, el tono para ese
ser, es decir, dispone y determina tonalmente el modo y el cómo de este ser” en Conceptos
fundamentales, Madrid, Alianza Editorial, 1989. Es por nuestras tonalidades o nuestros estados
anímicos que nos involucramos o implicamos en el mundo. Sobre la captura del cuerpo por el
régimen totalitario, ver de C. Lefort: “La imagen del cuerpo y el totalitarismo”, en La invención
democrática, Buenos Aires, Nueva Visión, 1990 (traducción I. Agoff). El vínculo social fundado en
la comunidad de sangre implica un cuerpo socioindividual deglutido en la identidad cerrada del
pueblo-Uno: un adentro no divido, suficiente —ilusoriamente suficiente— en-sí-mismo, separado
de un afuera a eliminar o someter.

7
vivir exponiéndose todo el tiempo en el espacio público (salvo que se pierda en
esa exposición, y ya no sea uno el que se ex-pone), nadie se salva de vivir en ese
estado promedio o en el tiempo inauténtico. La autenticidad no es una conquista,
es una posibilidad que si en algún momento se concreta nadie tiene la certeza de
poseer. Como un don, en el instante en el que se la adivina, se la pierde13. Supone,
o podríamos pensar que supone, algún grado de autonomía, pero también está
abierta a los otros, e incluso a la alteridad diferencial que desgarra el interior del
yo. Toda comprensión se afinca en una precomprensión no tematizable. Entre un
modo y otro de comprensión existe un salto: la trascendencia supone un nivel
distinto de comprensión. Comprender el ser significa asumirnos en la nada en la
que nos asentamos. La comprensión auténtica no comprende una cosa o una
acción en lo que son, comprende el proyecto (Entwurf) que esa cosa o acción
encarna en una cierta situación, y que si está presente en el momento de la
comprensión es ausentándose, haciendo tan sólo posible la posibilidad14. De
alguna manera se perfilaba ya aquí un movimiento anticivilizatorio o
antimoderno, a tono con los revolucionarios conservadores que comenzaban a
aparecer en ese momento histórico. La ciencia y el sentido común que se
desprendía de ella se anclaban en una metafísica de la presencia, corolario, por
otro lado, de esa tradición que se había empeñado en olvidar al ser, o al ser del
ser. El periodismo, por su parte, cimentaba que el término medio o lo
promediable estadísticamente se convirtiera en el criterio de validación de una
acción o un discurso. Lo fundamental, para Heidegger, entonces, no es lo que es
un ser (un ente), sino la posibilidad de ser de ese ser, el poder-ser más u otra cosa
que comporta el ser, posibilidad que nunca se cumple y que habría que proteger y
cuidar en su potencialidad. Volver a las cosas mismas desplazando la facticidad o
el utilitarismo. En fin, si el Dasein es un ser para la muerte no lo es porque
enfrente a la muerte, su muerte, en un acto heroico, y la convierta en un proyecto
conciente o encarado voluntariamente; es porque la muerte es la posibilidad
nunca concretada más propia del ser humano que cuando se consuma agota
cualquier otra posibilidad. Su posibilidad imposible, el ser para la muerte, es su
posibilidad más auténtica. El señorío del Dasein, por lo tanto, no radica en otro
lado que en la indigencia de su existencia. ¿Cómo no leer en el tono trágico de
estos planteos —como lo hizo tempranamente E. Levinas—un “testimonio de la

13 Sobre el tema del don, que proviene de un descubrimiento de M. Mauss, el texto que abre una

tradición de pensamiento es el de G. Bataille: “La noción de gasto”, en La parte maldita,


Barcelona, Editorial Icaria, 1987 (traducción F. Muñoz de Escalona). Los ensayos de M. Blanchot
donde retoma y despliega esta idea de Bataille son muchos, ver El diálogo inconcluso, Caracas,
Monte Ávila Editores, 1996 (traducción P. de Place). J. Derrida retoma el tema y lo desvía o lo
acentúa en Dar (el) tiempo. I. La moneda falsa, Barcelona, Paidos, 1995 (traducción C. de
Peretti).
14 Comprende también la “resolución anticipada” (vorlaufende Entschlossenheit), anclada en una

situación en la que se revela el ‘ahí’”, y relacionada con la problemática de la temporalidad y la


historicidad. Alrededor del concepto de resolución se juega todo un tema de traducción que
supone mundos distintos: si se la traduce como “decisión” se emparenta Ser y Tiempo con el
decisionismo schmittiano que en ese momento estaba apareciendo, y con el que sin duda tiene
afinidad. En una traducción literal Entschlossenheit puede entenderse como “no cerrado” o como
“apertura”, o también como “disposición”. Sartre y Merleau-Ponty la interpretarán como
disponibilité.

8
época”?15 El superhombre nietzscheano se inviste o tiene la posibilidad de
presentarse como un infrahombre o un hombre débil.

Sin advertirlo, posiblemente olvidándolo por un momento, cuando Heidegger se


comprometió con la acción política dejó atrás los des-cubrimientos de la nueva
ontología —proyecto, por otro lado, inconcluso o abandonado— y reasumió el
mismo modus operandi que había emprendido el Platón tardío —el Platón de la
República o el de la Carta VII: el mejor de los reinos posibles es aquél gobernado
por un filósofo que pudiera dejar atrás su práctica de pensamiento —que en
esencia consiste en forzar el pensamiento de sus discípulos u oyentes hasta lograr
inyectarles la duda sobre todos los supuestos o prejuicios sobre los que se
asientan— y asumiera su rol de gobernante y educador. Con Platón, el filósofo
encarnaría al gobernante, y la praxis política se reduciría a ejecutar órdenes. En
esencia, esto es lo que el sentido común aún considera que es la política: delegar
la soberanía, administrar lo público, dar órdenes o recibirlas. El político remite al
gobernante —y a lo sumo al gobernado cuando se le solicita su voto. La política se
reduce a la correcta administración de la cosa pública. También, aquél que asume
la protección frente a los enemigos, internos y externos. Estos enemigos
esenciales son ahora enemigos culturales o económicos antes que militares y
políticos. El único modo de enfrentarlos y vencerlos es eliminándolos, pues como
un virus se confunden con el cuerpo mismo de la nación. El resultado de este tipo
de política de exterminio —mientras el discurso político abunda en alabanzas a la
tolerancia— culmina en el campo de concentración y en la tortura como método
de información.

El filósofo, cuando sale de su reducto y de la soledad en la que vive para pensar,


se proyecta al poder, y si no se ubica en la cumbre misma, se pone a su misma
altura: da órdenes o guía, ya no sólo por lo que la luz de sus ideas iluminó, sino
también obedeciendo a una cadena de mandos que nacía del Fürher del Estado, o
quizás incluso de un dictum anterior a él que provenía del llamado del Volk, de la
tierra, cuando no de la sangre y la lengua. El intelectual, por supuesto, no
ocupará un lugar subalterno, no es o ni quiere ser un simple engranaje más en la
máquina de poder: él se colocaba en una posición de vanguardia, ya que bajo su
mando y dirección la institución que gobernaba debía salvar el momento de
peligro que se vivía, y a la vez formar a los dirigentes del futuro. Frente a la tenaza
de Oriente y Occidente el pueblo alemán era el encargado de custodiar una
herencia que provenía de la antigua Grecia. En cierto momento Heidegger creyó
que podía y debía cumplir esa misión de guía. Cuando asumió el rectorado, esa
confianza en sí mismo —sólida, hasta inquebrantable—, en su capacidad de con-
tener el derrumbe, de dirigir o guiar hacia su destino a una sociedad
desorientada, evidenciaba cuestiones que ya estaban presentes, con otros
términos, en esa obra magna que es Ser y Tiempo. Por supuesto, es estúpido
achacarle alguna responsabilidad política, en el sentido habitual del término, a
Ser y Tiempo de lo que sucedería a los pocos años, más bien funciona como un

15“La ontología en lo temporal según Heidegger”, Buenos Aires, Revista Sur, Año XVI, Nº 167,
septiembre de 1948.

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diagnóstico de lo que estaba adviniendo, aunque nadie pudo comprenderlo de
este modo en ese momento. Ser y Tiempo no anunciaba, obviamente, el régimen
totalitario que ya estaba gestándose, pero anunciaba que todas las certezas que
habían servido hasta el día de ayer ya no sólo no servían, sino que estaban
fundadas sobre premisas falsas, erróneas o erráticas. Hasta ese momento los
pensamientos fundamentales habían descuidado el pensamiento fundamental.
Enfrentarse a ese descuido, a ese olvido o a ese error no traería por fin la
redención, más bien al contrario, nos mostraría que nuestro diálogo esencial no
era con un ser presente y poderoso, sino con una nada positiva que hacía mundo.
El nihilismo que incubaba Heidegger en los últimos años de la década iluminaba
que todo lo que creíamos seguro y propio era el producto de un error, y que en
ese error o en ese errar se cifraba el destino de Occidente.

Si bien cuando Heidegger pensó el proyecto técnico moderno y su dominio


planetario de algún modo vislumbró o develó el universo que amanecía entre las
ruinas de la decadencia, no logró desprenderse del todo de esa historia del ser
que —según sus planteos— había culminado hacía medio siglo. Quiero decir, si
bien el hombre ya no era tal, sino otra cosa llamada Dasein, si bien su voluntad y
su voluntad de voluntad estaban subordinadas a una voluntad más potente que
las dirigía, si bien la causa eficiente se convirtió también en una cosa más
sometida a la lógica implacable de la reemplazabilidad, sin embargo, aunque
fuese como pastor o cuidador, aunque fuese como aquél ente que aún mantenía
una relación de exterioridad con su ser, de su cuidado casi involuntario o de una
voluntad pasiva o su voluntad de no querer provendría un atisbo de salvación, si
esperar que una cosa así aún era posible. En el posthumanismo heideggeriano el
hombre, ya no como Señor de la Tierra pero sí como guardabosque del pasado o
acompañante de la apoteosis futura, tenía una misión.

Cuando intentamos pensar la relación de Heidegger con la política o con su


compromiso político indefectiblemente lo primero que nos asalta son los meses
en los que ocupó el rectorado en la Universidad de Friburgo, en 1933. Sobre este
hecho controvertido y en cierto modo imperdonable son incontables las páginas
que se han escrito. En grandes líneas, lo que se busca es condenar o exculpar.
Tenemos, entonces, los que no pueden no ver a Heidegger como nazi (algunos lo
conciben como ideólogo refinado, otros directamente como filósofo o funcionario
del nazismo); o los que no toleran pensar los supuestos que Heidegger compartía
con el nazismo. De estas posturas Heidegger siempre pretendió tomar distancia,
pues él las encasillaría dentro del discurso periodístico, de las habladurías que no
comprenden ni les interesa comprender la esencia del (no) compromiso político
que supuso su nacionalsocialismo. Hay un tercer grupo que abreva en este
compromiso, sin duda el más fértil, que intenta develar las filiaciones y
contradicciones que pululan en los textos de Heidegger de esos años, antes,
durante y después del Tercer Reich. También sobre esta lectura cuidada,
Heidegger se llamó a silencio, aunque ahora el dilema no se resolvería en el plano
óntico sino que se plantearía en el nivel ontológico. En este nivel lo menos que
puede decirse es que los discursos y las acciones se vuelven ambiguos, y que los
silencios o no-aclaraciones claramente presentados por Heidegger con respecto a

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sus simpatías con el nacionalsocialismo ideal que él imaginó, o con el
nacionalsocialismo efectivo, histórico, que aconteció —y que, por otro lado, tanta
molestia causaron a más de un discípulo— se vuelven significativos16. No
olvidemos que en una primera instancia fue casi toda la comunidad alemana la
que se llamó a no aclarar lo acontecido. La comunidad europea, por otro lado,
rápidamente se amparó en figuras míticas (como por ejemplo —el ejemplo más
notorio— la resistencia francesa) para desresponsabilizarse de su indiferentismo
cuando no de sus colaboracionismos reales y carnales. La sobreinterpretación de
una actor por sobre la subvalución de otro creó una realidad en la que lo que se
constataba era un enorme esfuerzo por pasar desapercibido o ser heroificado. En
esta atmósfera Heidegger fue una especie de chivo emisario. Cayeron y caen aún
sobre el mayor filósofo de Alemania condenas o absoluciones, las dos con igual
grado de justicia.

Hannah Arendt —que según Safranski es el mejor lector que tuvo el Maestro de
Alemania— dedicó toda su vida a pensar y esclarecer el lugar de la política en un
mundo que evidenciaba su carácter prescindible o desechable. En la última etapa
de su vida encontró la figura política que había venido buscando no en el actor
sino en el espectador. Heidegger no fue, o por lo menos no lo fue en el sentido
habitual del término, un espectador que pensara los conflictos políticos que
sacudían su mundo. Fue, en todo caso, un pensador de la esencia de lo político.
Pero como sostiene en algún lado Arendt, cuando el filósofo deja su soledad y se
inmiscuye en la vida política, como hizo Platón, casi indefectiblemente termina
abogando por una dictadura, ya que ésa es la relación natural que mantiene con
sus ideas. Heidegger, de nuevo, replica a Platón. Luego del derrumbe y la derrota,
Heidegger rechazó ofrecimientos de casi toda Europa para dar clase y eligió
permanecer en su tierra, refugiarse en la Selva Negra y en un misticismo y en una
ambigüedad poética que de allí en más no dejaría de ahondarse. Sin embargo —y
como sin duda muchos otros que tienen una menor presencia pública que él—, no
dejó de creer lo que había creído en 193317. El proyecto técnico, mientras tanto, se
expandió y colonizó hasta tal punto casi todas las esferas de la existencia que los
vaticinios catastróficos de Heidegger no sólo se cumplieron sino que han quedado
anacrónicos. Heidegger, al no retractarse ni justificarse, es decir, al no responder
del modo en el que la buena conciencia lo exige, estaría cumpliendo, a su pesar
quizás, el destino que vendría a encarnar lo político en el siglo XXI.

16 Hay en Ser y Tiempo tanto elementos fehacientes para convalidar la sospecha de cierta
continuidad ente los pensamientos allí vertidos y los explicitados en los discursos políticos de
1933-1934. También es posible sostener que hubo una especie de reduccionismo “óntico” o una
interpretación dogmática de las cuestiones ontológicas y la analítica existenciaria develadas en
1927. Si en Ser y tiempo existe una tensión irresoluble en la diferencia ontológica, en los textos
“políticos” sobrecodificados o saturados de 1933-34 esa tensión originaria encuentra una
resolución.
17 En la entrevista a Der Spiegel editada por Wolin hay un comentario de Heidegger que no

aparece en otras versiones: “Hoy, incluso con más decisión que nunca, repetiría el discurso de ‘La
autoafirmación de la universidad alemana’, aunque sin referirme al nacionalsocialismo”, en R.
Wollin: The Heidegger Controversy: A Critical Reader, 1991. Entre otras cuestiones apremiantes
Heidegger reiteró en 1966 que no está “convencido” que la democracia sea el sistema político que
mejor “se acomode” al “movimiento global de la técnica moderna”.

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