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LAS INVASIONES BÁRBARAS

Carlos S. Olmo Bau.

Poco antes del pasado verano, poco antes, también, de la terrible respuesta israelí
a la toma de prisioneros (tres, recordemos) y (sí –no olvidemos-) al hostigamiento de
fuerzas palestinas y libanesas; ‘La 2’ de TVE emitió “Las Invasiones Bárbaras” (2003),
un film franco-canadiense, con guión y dirección de Denys Arcand y con Rémy Girard
(Rémy), Stéphane Rousseau (Sébastien), Marie-Josée Corze (Nathalie), Marina Hands,
Dorothée Berryman, Johanne Marie Tremblay (hermana Constance), Yves Jacques,
Pierre Curzi, Louise Portal y Mitsou Gelinas como principales intérpretes.
Curiosamente también en esa época pudo observarse en formato DVD entre la
marabunta de cartones que rodean el suelo de los kioskos de prensa o cuelgan de sus
tendederos. Ojalá hayan sido muchas las personas animadas a adquirirla.
Arcand retoma buena parte de los personajes en torno a los que hiló una película
anterior, “El declive del imperio americano” (1986), cuya visión o re-visión no resulta
imprescindible para disfrutar de este, aunque pueda servir para entender guiños,
referencias y el “hoy” de algunas historias narradas; así como para apoyar las
reflexiones que puedan surgir viéndola.
No desvelo mucho de la trama si digo que el argumento central es el encuentro,
más que re-encuentro, de un padre enfermo, profesor en una pequeña Universidad, que
se sabe agonizante (Rémy) y su hijo (Sébastien), profesional triunfante acostumbrado a
moverse con ese poderoso caballero que es don dinero. A ambos separan muchas cosas,
quizás más que las que al final, acercan, aunque estas últimas sean las que más pesen.
Si he utilizado la palabra agonizante y no expresiones como enfermo terminal o la
menos delicada moribundo; es por que este personaje encarna (estoy tentado a decir que
a la perfección, pero no me atrevo a tanto,… y además no sería el único en la trama) la
idea de Miguel de Unamuno, recogida también por el peruano José Carlos Mariátegui,
según la cual la agonía no es el final de la vida, no es el principio de la muerte, si no que
es sinónimo de lucha; que agoniza quien vive luchando. Luchando contra la vida
misma. Y luchando contra la muerte.
En ese sentido, por ejemplo, agoniza también el hijo que, en ese enfrentamiento,
descubre y redescubre cariños, amores,… Sobre-interpretando quizá en exceso, que es
lo que solemos hacer quienes llevamos el cine al aula de Ética o Filosofía, pensando que
puede emplearse en mostrar, enseñar, educar,… Sébastien se libera del imperio de la
razón económica, apática, sometida a la dictadura del intelecto, que deja de lado
emociones, ningunea al pathos. Y abraza una razón logopática, lógica y afectiva, en la
que la dicotomía razón/pasión carece de sentido.
Una razón logopática en la que sí se desenvuelve Natalie, que agoniza enganchada a la
heroína, desenganchándose de ella, enganchándose desde la muerte a la vida,…

La barbarie viste muchos ropajes.

Preguntando por el film en Internet, a través de un par de buscadores, ya desde


las coordenadas que se sugieren, y más en las páginas con las que estas enlazan,
cualquier navegante encuentra repetida la idea de que, a punto de de desaparecer, Rémy,
nuestro historiador-filósofo, enfermo, sí, acuciado por el dolor, irónico, desesperado,
aburrido, con sensación de fracaso,… defiende la idea de que “hay que conservar los
manuscritos”. Y sí, ya casi al final de la película, rodeado de su gente querida, Rémy
susurra: “Edad Media… Los manuscritos… Los bárbaros por todas partes... El
príncipe se aproxima…”.
De nuevo cabe interpretar, abrir puertas desde el film, ir más halla del guión en
sí, jugar, en el aula a veces, en esta tribuna ahora,… Jugar a darle cuerpo a esa metáfora:
Salvar los manuscritos. Pero ¿Salvarlos de quién? ¿De los Romanos que acaban con el
Museo y la Biblioteca de Alejandría? ¿De los Vikingos o los Hunos que arrasan las
abadías y monasterios? ¿De los propios abades, inquisidores, papas,… que ocultan o
destruyen los libros que contienen un juicio diferente o ideas que llevan a la duda? ¿De
los católicos monarcas que llenaron de lágrimas las cartas de Sefarad y con el tiempo
sumieron en el olvido los nombres que precedieron y siguieron a Rabbí Mošé ben
Maimón? ¿De los nazis? ¿De los kjemeres rojos? ¿De las bombas serbias que
destruyeron la biblioteca de Sarajevo? ¿De las bombas estadounidenses que hicieron lo
propio con los museos y bibliotecas de Bagdad o facilitaron su expolio?
Para una de las cosas que sirve este juego es para constatar que los bárbaros pueden
vestir muchos ropajes.
El juego se puede ampliar con otras preguntas, animando búsquedas de distintas
respuestas. ¿Cómo defender los manuscritos?, por ejemplo.
Y cuando uno se atreve a manejarse con metáforas como quien se maneja,
improvisando, con el barro; puede ir más allá: ¿Qué entender, ya que se ha
descontextualizado tanto la frase, sacándola del contraplano, por “manuscrito”? ¿El
contenido de la maleta que Walter Benjamin llevaba consigo en su último viaje?
Quiza ello podría dar pié, por ejemplo, a entresacar de su fragmentado pensamiento
ideas como que “todo documento de cultura es documento de barbarie”.

Razón, memoria, pasión.

¿Sería lícito llegar a ver en esa metáfora del manuscrito la piel de Hipatia
arrancada a tiras con conchas de moluscos por una horda de cristianos embebidos del
clima construido por un Cirilo, Patriarca de Alejandría, posteriormente (es de suponer
que no sólo por eso) canonizado?
Quizá este último ejemplo sea demasiado extremo. Pero quizá también no sean los
manuscritos en sí los que, ya finalizando la película, Remy reclama salvar. O salva en
parte su hijo Sebastián dejándolos en manos de Nathalie, ángel de la guarda que, más
allá de la paliación del dolor físico, es capaz de incidir en los pensamientos postreros
del protagonista, reintroduciendo la duda, iluminando sombras,…
Por que quizá es la memoria lo que este viejo profesor afirma hay que salvar, antes de
decidir burlar a la muerte y morir junto al lago en que fue feliz. La memoria…
Antes, en una sala del hospital, con el trasfondo de los aviones estrellándose
contra las Torres Gemelas de Nueva York, un televisor lleva a la escena la opinión de
Alain Luissier:
(…) “¿Cuántos hubo? ¿Tres mil muertos más o menos? Pues a nivel
histórico es más bien insignificante. Tomemos sin ir más lejos el ejemplo
americano: Cincuenta mil personas murieron en la batalla de Gettisburg.
Pero lo que sí es significativo, como dirían mis antiguos profesores de la
Universidad, es que el corazón del imperio quedó tocado.
En conflictos anteriores –Corea, Vietnam, la Guerra del Golfo,…- el Imperio
siempre había logrado mantener a los bárbaros lejos de sus muros, de sus
fronteras.
En ese sentido, tal vez nos acordemos, y digo tal vez, de septiembre de 2001
como el principio de las grandes invasiones bárbaras”.
Obviamente al director y guionista de la película no pueden achacarse las
interpretaciones que de sus obras hacemos quienes, como este que suscribe, la emplean
para animar debates e investigaciones; máxime cuando además uno piensa que eso de
las invasiones bárbaras tiene más una dirección; que no se reduce a que los bárbaros
hayan atacado el corazón del Imperio. Porque la barbarie está también –y bien- asentada
en dicho corazón imperial y se expresa con insultante insolencia desbaratando nuestra
endeble cultura de derechos humanos, de separación de poderes, de proporcionalidad de
la pena, de presunción de inocencia, de…
Chile, Nicaragua, Guatemala, Granada, Afganistán, Irak, Guantánamo,… sí, son
nombres que automáticamente podrían ponerse encima de la mesa para afianzar esa
afirmación. Pero a estas alturas se necesitan más matices, más profundidad,… más
memoria. ¿Alguien se acuerda de Génova 2001?
La memoria, que como se dijo antes de la razón, no tiene por que separarse de la pasión
y el sentimiento, puede hoy fijar a través de la retina los ojos ya sin vida de un niño del
que un mero pie de foto indica que ha sido asesinado, en esta ocasión, por el ejército de
un Estado, Israel, que se llama democrático. Tanto la razón como la pasión deberían
ayudar a la memoria a retener también las lágrimas que las bombas de Hizbulá causan.
El dolor que los atentado suicidas generan. La sangre en los patucos de ese bebé
rescatado sin vida (curiosa expresión) de entre los escombros de una casa en Gaza.

Horror, Historia y Ética.

El Rémy enfermo, aún capaz de levantarse de la cama y discutir con Constance,


la hermana que intenta llevar consuelo espiritual (también, e incluso más, ánimo y
cariño, desde la caricia o la sonrisa,…) a los y las pacientes; considera en una de esas
conversaciones que el siglo XX no ha sido especialmente sangriento. Hay que intuir el
comienzo de la conversación porque la escena nos lleva directamente a ella diciendo:
“eso lo dice por que vivimos en una época horrible…”; para dar paso al monólogo del
profesor:
“Ah, pero no es especialmente horrible, de eso nada. Contrariamente a
lo que se piensa el siglo XX no fue particularmente sangriento. Las guerras
causaron cien millones de muertos, es una cifra aceptada. Añádale diez
millones más de los Gulags rusos. Los campamentos chinos nunca se sabrá,
pero dicen que veinte millones. Llevamos ciento treinta, ciento treinta y cinco
millones de muertos.
No impresiona demasiado teniendo en cuenta que en el siglo XVI, los españoles
y los portugueses consiguieron, sin cámaras de gas ni bombas, hacer
desaparecer ciento cincuenta millones de indios de América Latina. ¿Eh? Eso sí
que es un buen trabajo, hermana: ciento cincuenta millones de personas
liquidadas. Usted dirá que tenían el apoyo de su Iglesia. Pero hicieron un buen
trabajo.
Tan bueno que en América del Norte, holandeses, ingleses, franceses y luego los
americanos se sintieron inspirados y degollaron a cincuenta millones.
Doscientos millones de muertos en total. La mayor masacre de la humanidad.
Eso ocurrió aquí, ahí, a nuestro alrededor… Y ni un triste museo al holocausto.
La historia de la humanidad, hermana, es una historia de horror.”
En esta y en la anterior cita parece profundizarse en la sentencia con la que un más
joven Rémy, en una de sus clases, abre la citada El declive del imperio americano:
“Tres cosas son importantes en Historia: En primer lugar, los números.
En segundo lugar, los números. En tercer lugar, los números.
Eso significa, por ejemplo, que los negros en Sud-África están destinados a
triunfar algún día, mientras en Estados Unidos probablemente no lo harán
nunca.
La Historia no es una ciencia moral. Legalidad, compasión, justicia,… estas
nociones son ajenas a la Historia”.
Más que una invitación al debate parece una auténtica provocación. Pero no es tan fácil
anclar a nuestro profesor en un rancio positivismo histórico. Es más, esa afirmación
taxativa nos permite adentrarnos en la meta-historia o la filosofía de la historia, mirar de
reojo al propio positivismo científico, al historicismo hermenéutico, al marxismo
fundacional, a la escuela de los Annales, al estructuralismo, al posmodernismo, a las
nuevas narrativas,… incluso, retomando a Benjamin, al empeño en pasar el cepillo de
la historia a contrapelo. Un empeño que, sí, destapa los horrores, los holocaustos (en
plural), que nuestro Rémy señala y deja entrever… y alguno más.
Pero que para nuestro protagonista la Historia fuera, en un tiempo, algo que no debía
dejarse tutelar por la moral, el derecho o la ideología; no significa que él y sus colegas
no tuvieran inquietudes iusfilosóficas, políticas o éticas,… y que estas no envolvieran a
la investigación historiográfica o marcaran su vida (más, incluso, que lo anterior).
Separatismo, independentismo, soberanismo, soberanismo asociacionista,
existencialismo, anticolonialismo, marxismo, marxismo-leninismo, trotskismo,
maoísmo, estructuralismo, feminismo, situacionismo,… incluso el cretinismo son
coordenadas visitadas por el conjunto de amigos y amigas que se dan cita en la cinta.
Entusiasmo frente a optimismo.

En otra conversación, esta más que subida de tono, Rémy interpela:


- “Que Pío XII se quedara de brazos cruzados en su dorado Vaticano mientras
llevaban a Primo Levi a Auschwitz no es una pena, no es lamentable, es algo abyecto,
es algo inmundo”.
- “Si lo que dice es cierto –replica Constance- si toda la historia está llena de
crímenes abominables, entonces razón de más para que exista alguien que nos pueda
perdonar. Eso creo yo”.
La lacónica contrarréplica es un cansado “pues tiene usted mucha suerte”.
Quienes leemos a Primo Levi no deberíamos dejar de horrorizarnos ante la
constante invasión de la barbarie en el día a día, en una, otra, otra y otra dirección,… y
no sólo allí a lo lejos.
Tienen suerte quienes creen en algo o alguien que nos pueda perdonar o ayudar. A
quienes no es el caso, si no caemos en la indiferencia, nos queda la agonía de la
impotencia. Y cuando encontramos fuerzas o nos liberamos de la comodidad, la ayuda
del entusiasmo, que no del optimismo.

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