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DE POR QUÉ ES NECESARIO SEGUIR HABLANDO DE DEMOCRACIA HOY:

ALGUNAS CUESTIONES PREVIAS Y PROBLEMAS A ANALIZAR

He oído lo que decían los charlatanes sobre el


principio y el fin,
Pero yo no hablo del principio y del fin.
Jamás hubo otro principio que el de ahora,
ni más juventud o vejez que las de ahora,
Y nunca habrá otra perfección que la de ahora,
Ni más cielo o infierno que estos de ahora.
Instinto, instinto, instinto,
Siempre el instinto procreando el mundo.
(Walt Whitman)

Estos versos del poeta estadounidense nos sitúan en la senda por donde transitar hacia la
democracia, aportando el marco categorial desde el que concebir cualquier construcción
teórica sobre la misma.

La democracia del momento presente. Pensar así la democracia significa situar al ser
humano, con toda su complejidad y potencial creativo, en el centro del pensamiento
político. Significa apostar por una concepción normativa fuerte sobre derechos
humanos, que sirva de soporte a ulteriores construcciones teóricas. Estar atento a las
necesidades, inquietudes, anhelos e impulsos vitales de las personas. Significa cooperar
en lugar de competir, y ser en lugar de tener. Para ello es necesario construir desde lo
común, desde la base de un conocimiento mutuo y una experiencia compartida por
todos los miembros de una comunidad. Desde estas coordenadas es posible sostener un
cambio de paradigma que alumbre una nueva ontología constitutiva del ser humano.

Vivimos tiempos difíciles en los que la incertidumbre existencial amenaza con derribar
todas las certezas ontológicas en las que habíamos basado nuestra existencia.
Momentos de crisis en los que gran parte de las conquistas sociales alcanzadas en
materia de protección social y derechos laborales, que parecían irreversibles, están
ahora en entredicho o han sufrido ya un duro golpe. A diario se nos vende que el mundo
que conocíamos es insostenible, que deben hacerse sacrificios para preservar aquello
que con tanto esfuerzo habíamos logrado: la democracia y el progreso social. En la
conciencia colectiva se va instalando un discurso que viene haciendo mella desde los
años 80, auspiciado por el proyecto neoliberal. Nos referimos a toda la literatura
dedicada a cuestionar, para desmantelar después, el Estado del Bienestar, principal
bastión de la socialdemocracia europea.

El mundo que conocíamos se tambalea y no sabemos qué pasará mañana. Frente a la


realidad de un mundo en crisis (en todos los sentidos, no sólo económica, también de
valores) en el que pocas cosas pueden darse por seguras, el discurso político
promociona la idea de la seguridad y la libertad como valores primarios que deben
defenderse a toda costa. Pero no nos engañemos. La realidad es bien distinta. El
discurso hegemónico defiende una idea muy parcial y limitada de la seguridad y de la
libertad. Por un lado, la idea de seguridad que avala el neoliberalismo se apoya en el
miedo a la incertidumbre, al no saber qué pasará mañana, para situar a los seres
humanos en el inmovilismo y asentar el conformismo social. El cambio social se
bloquea y el progreso social se configura a medida de los intereses de los grupos
dominantes, que controlan las herramientas discursivas de la manipulación ideológica.
La pregunta es si esa supuesta seguridad es real o, por el contrario, es una añagaza
desmoralizante. Nos gustan las comodidades de la existencia cotidiana, el calor de
nuestros hogares, la seguridad de lo conocido. Tememos las incertidumbres, los
obstáculos, las resistencias y las dudas. Toda nuestra vida la pasamos anhelando una
existencia sin riesgos ni vacilaciones; una existencia estable que nos proporcione una
seguridad ontológica tranquilizadora. Preferimos no cuestionar, no preguntar, no
indagar sobre lo que existe por temor al resultado. Pero lo cierto es que la seguridad,
hoy más que nunca, es una ilusión. En nuestra reconfortante Europa millones de seres
humanos se levantan cada mañana sin un destino definido, sin un trabajo al que acudir.
El resto ignora si podrá conservarlo mañana y se aferra a él aún a costa de ceder parte de
sus derechos. Otros no saben si la pequeña empresa que tanto esfuerzo y dinero les
costó la podrán seguir manteniendo mucho más tiempo.

El trabajo se ha precarizado en extremo, los derechos de los trabajadores están sufriendo


duros reveses en estos tiempos, el aumento del desempleo es un drama humano que no
podemos obviar, la inseguridad es una constante en el trabajo, en los negocios, en las
calles… y aún así nos aferramos a lo que tenemos aunque no nos guste. Porque…
¿Tenemos otra alternativa? Al menos somos libres, ¿o no? ¿Qué idea acerca de la
libertad promociona el discurso hegemónico? Que las vías de la libertad no conocen
límites. En realidad, el individuo fabricado a la medida del capital mundializado queda
reducido a su pura funcionalidad. Tiene la impresión de ser libre porque no puede
reconocer, en el dédalo de los determinismos que la globalización económica ejerce
sobre su persona, la alienación que le gobierna y que le priva de su individualidad. El
capital mundializado produce individuos atomizados, aislados unos de otros,
desprovistos de puntos de referencia propios, cuya existencia se halla en gran parte
determinada por exigencias y apremios que le son ajenos.

El neoliberalismo certifica una idea muy sesgada, limitada y, desde luego, interesada e
ideológica, de la libertad: la libertad del consumidor. El individuo es libre sólo en la
medida en que puede obtener/comprar todo aquello que su dinero le permite. Ante sí
tiene multitud de productos entre los cuales escoger. Nadie lo coacciona a decidir en un
sentido u otro. Pero si ampliamos el horizonte y superamos esta estrecha concepción de
la libertad humana percibiremos enseguida que la libertad, como la seguridad, es una
ilusión. ¿O es que acaso nuestras opciones vitales son tan libres como nuestras
decisiones de consumo? ¿Tenemos libertad para determinar, o para negociar siquiera,
nuestras condiciones laborales o, por el contrario, se nos imponen unilateralmente?
¿Tenemos libertad para destituir a un gobierno que adopta medidas impopulares?
¿Tenemos libertad para decidir las políticas que afectan más seriamente muestras vidas?
¿O libertad en nuestras fábricas o en nuestras oficinas para resolver sobre las
condiciones en las que desarrollamos nuestro trabajo diario? Obviamente la respuesta a
todas estas preguntas es no. Y sin embargo, el relato neoliberal ondea la bandera de la
libertad como una conquista política y social que debe preservarse de cualquier
intromisión. Una idea de la libertad que enlaza con la visión del individuo como un ser
aislado. Sin embargo, necesitamos de un entorno, de una cultura, de unas bases y
acuerdos de convivencia, de todo un entramado social para desarrollar nuestra
existencia. Somos seres humanos en la medida en que nos situamos en un contexto e
interactuamos en él. Debemos, por tanto, concebir la libertad de un modo más realista,
acorde con la sociabilidad y la naturaleza humana. La libertad es un concepto amplio y
abierto del que se ha hecho, sin embargo, un uso interesado al identificársela con la
simple capacidad de actuar individualmente frente a los demás o como “metáfora
económica del organismo político”.1

Es necesario recordar algo que, en ocasiones, pasa desapercibido: que la


instrumentalización ideológica que el discurso hegemónico hace de la libertad y de la
seguridad no es gratuita ni neutral. Por el contrario, se orienta a la defensa a ultranza de
un sistema económico mercantil-capitalista, y a la protección del poder y de los
privilegios que obtienen quienes lo dirigen o se benefician de él (una ínfima porción de
la población mundial). Persigue asentar en la conciencia colectiva el sistema mercantil,
naturalizándolo de tal modo que cualquier alternativa a su visión hegemónica del
mundo es considerada una utopía producto de la irracionalidad, incluso por aquéllos a
quienes el sistema excluye sistemáticamente del reparto de beneficios. El paradigma
mercantil impone su visión hegemónica: preestructura la actividad política y
económica; configura el espacio de las relaciones sociales y es el marco cognitivo desde
el que nos aproximamos intelectualmente al mundo. Cualquier otra visión alternativa
fuera del paradigma mercantil carece de validez porque sólo él determina el marco
donde la vida parece posible.

La lógica mercantil se impone, por tanto, en todos los ámbitos: en el espacio de la


interacción humana, nos comportamos como actores que miden los costes/beneficios de
nuestras relaciones sociales; en el espacio político, la supuesta racionalidad del mercado
sirve como vara de medir las decisiones políticas obviando la justicia de los resultados.
Como consecuencia de ello la persona (el valor ser) ha quedado relegada a un espacio
marginal por el imaginario mercantil (el valor tener). Frente a lo que debiera significar
ser persona se sitúa una concepción ideológica sesgada acerca de lo que el ser humano
significa. Esta significación del ser humano lleva a la frustración y al pesimismo
existencial, al desaprovechar toda la potencia creativa y constitutiva del individuo
(Instinto, instinto, instinto. Siempre el instinto procreando el mundo).

En el espacio político esta frustración se traduce en un aumento de la apatía y de la


abstención electoral. Las estadísticas sobre participación electoral en los países
europeos arrojan resultados cada vez más desalentadores. El problema es crítico porque
el incremento del abstencionismo, la apatía y la desafección democrática que padecen
nuestras sociedades viene acompañado de una separación creciente entre gobernantes y
gobernados. La fractura elitista del gobierno representativo, lejos de cerrarse, se abre
cada vez más.2 Los gobernantes diseñan las políticas al margen de aquéllos a quienes
1
RODRÍGUEZ PRIETO, R.; SECO, J.M “¿Ciudadanos o demócratas? El papel de la educación en la
democracia”. Derecho y conocimiento, volumen 3 (ISSN 1697-1582). Facultad de Derecho. Universidad
de Huelva.
2
La separación entre gobernantes y gobernados, representantes y representados, es para Manin un rasgo
inherente al principio electivo propio del gobierno representativo, que establece la naturaleza aristocrática
del mismo. El procedimiento electivo descarta la posibilidad de que los representantes sean similares a su
electorado dado que, necesariamente, deben tener algún rasgo distintivo valorado positivamente que los
distinga de quienes les eligen y les hagan superiores a ellos. Siendo la idea democrática de similitud, por
tanto, incompatible con el gobierno representativo, la única cuestión posible concierne al tipo de
superioridad que ha de regir. Y para Manin estamos asistiendo hoy al auge de una nueva élite (políticas y
mediáticas) y al declive de otra (burócratas de partido) (MANIN, B. Los Principios del Gobierno
Representativo, Alianza Editorial, Madrid, 2006). En realidad, a lo que asistimos hoy en plena
mundialización es más grave. Porque esa nueva élite política y mediática (que practica lo que el
politólogo francés denomina democracia de audiencias) ha perdido el control y autonomía en sus
decisiones políticas. Y es otra élite, procedente del mundo de la gran empresa y las finanzas, la que ajena
al más mínimo control democrático y sin necesidad de rendir cuentas, imponen sus reglas.
van dirigidas y los ciudadanos perciben que, voten a quien voten, nada va a cambiar lo
que se traduce en conformismo, resignación y en una pérdida de confianza en las
instituciones políticas y en quienes deberían representarnos. Pero aún hay más. El
problema se acentúa cuando el ciudadano percibe con claridad que el espacio de las
decisiones públicas se ha traslado de la esfera nacional a otros ámbitos en los que el
necesario control democrático de las decisiones se dificulta enormemente, con la
consiguiente pérdida de legitimidad.

La política nacional se desplaza desde los órganos clásicos de decisión y representación


en las poliarquías electorales liberales, el Parlamento, a las corporaciones
transnacionales (al amparo de instituciones como el G-8, el Fondo Monetario
Internacional, el Banco Mundial o la Organización Mundial del Comercio). Estas
esferas, inasequibles para los ciudadanos, y ajenas a cualquier control participativo o
democrático imponen sus decisiones a millones de seres humanos. La política queda
completamente subsumida en la economía: es el mercado quien impone sus decisiones.
El vaciamiento de la política y el déficit democrático es evidente. La ciudadanía percibe
que la política ya no se hace a nivel nacional y que ni siquiera es política, que la
economía ha invadido lo político y se ha apropiado de ella. Esta supremacía de lo
mercantil se observa en la apuesta que la clase política realiza a favor de las políticas
más adecuadas a las exigencias del mercado.

La voluntad de lo mercantil se impone incluso por encima de las decisiones que pueda
tomar el cuerpo electoral en una votación. Aquéllos espacios en los que cristalizó la idea
de la soberanía nacional, los parlamentos nacionales, han ido perdiendo capacidad real
para señalar la dirección política en un país; primero, delegando parte de sus funciones
en el poder ejecutivo; después, siendo instrumentalizados por el poder fáctico que ejerce
el capital mundializado.3

La privatización domina todos los espacios de la vida: desde los espacios públicos como
las calles4, invadidas por la publicidad, hasta impregnar todos los escenarios de la

3
Al tiempo de escribir estas líneas puede leerse en la edición online de El País (El País, 10 de noviembre
de 2010) la siguiente noticia “Cameron mutila el Estado del Bienestar”. En ella el autor explica el mayor
recorte del gasto público en la historia del Reino Unido desde la Segunda Guerra Mundial: destrucción de
medio millón de empleos en el sector público, reforma de las prestaciones por desempleo, aumento de las
tasas universitarias, etc. El Reino Unido no es un caso aislado. Prácticamente todos los países de la
eurozona han adoptado diversas medidas severas de constricción del gasto público. Pero esta
homogeneidad a la hora de aplicar medidas de ajuste fiscal y el discurso imperante que las defiende
como las únicas vías posibles para salir de la crisis no debe engañarnos. Responde a una estrategia
planeada y dirigida por los centros de acumulación de capital contra cualquier obstáculo para la
consecución del objetivo que pretende: la privatización total de la vida en todos los sentidos y el dominio
absoluto del capitalismo más depredador y salvaje. No queremos decir con ello que haya que defender a
toda costa el carácter asistencialista que había adquirido el Estado del Bienestar. La pasividad y
dependencia que fomenta el asistencialismo no beneficia en absoluto a la sociedad. Sin embargo, la única
solución posible no es su destrucción sino su reconceptualización sobre bases distintas, que impriman
vigor e insuflen energía a una sociedad dormida. Se trata de atender a las necesidades sociales de un
modo integral, partiendo de un diagnóstico claro sobre las causas de la desigualdad social para incidir
directamente sobre ellas y paliar sus efectos.
4
“Lo que noté es que todos estos actos y acciones tenían un elemento común: RECLAMÁBAMOS. Ya
fuera que reclamásemos calles libres de automóviles, edificios para los okupas, el sobrante alimentario
para las personas sin hogar, las universidades como sitios para protestar o para hacer teatro o un entorno
visual sin anuncios, siempre reclamábamos. Que nos devolvieran lo que siempre debió ser nuestro. No en
el sentido que tiene nuestro como nuestro club o nuestro grupo, sino en el sentido de nuestro como
interacción humana. Los grandes centros comerciales son grandes espacios metafóricos
que conforman la realidad, el discurso y las prácticas sociales a la medida de la lógica
mercantil. En ellos cristaliza, quizás más que en ningún otro lugar, la libertad individual
del liberalismo. Centenares de seres humanos, reunidos todos en un mismo espacio, y,
sin embargo, invisibles entre sí excepto en el momento crucial del consumo en el que la
interacción social se reduce a un intercambio de coste/beneficio. El mercantilismo ha
logrado colonizar incluso la vida misma: tráfico de órganos, biopiratería5, prostitución
ilegal…. Nada escapa al sometimiento de las reglas del mercado: la maximización del
beneficio.

Para encubrir la pérdida de legitimidad democrática las decisiones políticas aparentan


ser el resultado de la aplicación secular de una técnica que se presenta a sí misma como
la única racionalidad posible. La profesionalización de la clase dirigente, de la ruling
class, y la incorporación al discurso político de términos procedentes del magnagement
empresarial son, quizás, sus aspectos más sobresalientes. El resultado es que cualquier
visión alternativa al diseño societario-occidental capitalista deviene irracional.
Cualquier propuesta o iniciativa que contravenga el orden existente se considera una
ensoñación, una utopía producto de mentes fantasiosas. El objetivo deseado es el
bloqueo de las alternativas y la absolutización del imaginario mercantil. Por ello se
promociona la idea del fin de las ideologías y el inicio de una nueva era marcada por la
racionalidad técnica y la neutralidad de las decisiones políticas.

Pero no nos engañemos. Pese al carácter totalitarista del proyecto neoliberal nos
encontramos en un momento histórico en el que la irrupción de las ideologías y de la
acción política es cada vez más notoria. 6 Y sin embargo, se detecta también una
personas. Y como todas las personas. Nuestro como no de gobierno y no de las empresas. (…) Queremos
que el poder vuelva al pueblo en tanto que grupo. Queremos Recuperar Las Calles.” (Citado por KLEIN,
N., No Logo, Paidós, Barcelona, 2005). El movimiento Recuperar Las Calles (RLC) organiza desde 1995
fiestas espontáneas en las calles más concurridas e importantes de numerosas ciudades de todo el mundo
(Vancouver, Barcelona, Londres, Nueva York, etc.) en protesta por la privatización y comercialización de
los espacios públicos, la invasión publicitaria, el tráfico…
5
Uno de los perniciosos efectos de la biopiratería es que permite a las sociedades farmacéuticas
transcontinentales controlar, a escala mundial, la fabricación, distribución y comercialización de los
principales productos, como los antiretrovirales. La protección mundial de las patentes, cuya propiedad
está en manos de estas sociedades, excluye a prácticamente todos los enfermos de los países pobres de
poder pagar los tratamientos. Sin embargo, la OMC contabiliza en 40 millones las personas portadoras
del virus de la inmunodeficiencia adquirida, de las que 34 millones viven en países del Tercer Mundo. El
comercio, en este caso como en tantos otros, con vidas humanas es evidente y despreciable. No obstante,
organizaciones como la OMC promueven y amparan estas prácticas mediante diversos Acuerdos como el
relativo a los aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio (TRIPS).
Citado por ZIEGLER, J. Los nuevos amos del mundo, Ediciones Destino, Barcelona, 2005. Págs. 182-
183.
6
Son numerosos los movimientos, asociaciones e iniciativas que cuestionan el actual sistema y
promueven formas de vida alternativas. Jean Ziegler los denomina frentes de resistencia. Movimientos
diversos que impugnan los fundamentos mismos del modo de producción y de dominación capitalista y
que actúan en los cinco continentes frente al capitalismo totalizador. La “nueva sociedad civil planetaria”
que, según el autor, está a punto de surgir agruparía estos frentes de resistencia en una lucha común y
global: las organizaciones obreras y sindicales, los movimientos campesinos, las mujeres que luchan en
todo el mundo contra la discriminación de género, los pueblos autóctonos y sus sociedades tradicionales
precapitalistas (como el Frente Zapatista de Liberación Nacional), los movimientos y asociaciones
ecologistas, y los grandes movimientos sociales u organizaciones no gubernamentales que no se limitan
una intervención sectorial sino que pretenden criticar y combatir el orden planetario del capital financiero
en su conjunto. Esta sociedad civil es hoy el lugar donde se despliegan los nuevos movimientos sociales,
profunda insatisfacción ciudadana con el sistema político y, aún más grave, una
connivencia consciente de los ciudadanos con la separación creciente entre gobernados
y gobernantes. El problema es grave porque a menos participación en la vida pública-
política menos capacidad de respuesta al diseño político de nuevas relaciones de poder y
mayor lejanía entre quienes gobiernan y los destinatarios de sus decisiones. La idea
democrática de gobierno del pueblo para el pueblo ha sido sustituida por una élite
política que gobierna siguiendo los dictados de una oligarquía financiera y empresarial.
La consecuencia de ello es que se produce un redimensionamiento, mercantil, de la
democracia. Cualquier construcción teórica sobre la democracia queda condicionada por
ideas externas a su propio significado y lógicas de funcionamiento que no son las suyas.
No puede medirse la democracia con criterios de mercado. No es cuantificable ni puede
sometérsela a ninguna prueba de racionalidad o factibilidad técnica.

A diario en los medios de comunicación, en las aulas de las universidades, en los


corrillos de las oficinas, en la calle, late un discurso interesado que ha conseguido calar
en las conciencias ciudadanas: las conquistas sociales del Estado del Bienestar son
insostenibles a medio y largo plazo. La criminalización de lo público está consiguiendo
colonizar el imaginario colectivo. No faltan voces que sostienen la necesidad de superar
el pesado lastre que para el progreso económico y social supone la prestación de unos
servicios públicos de calidad. Se alzan voces que proponen, y ensayan ya, remedios
supuestamente infalibles: reducción de salarios, adelgazamiento de la Administración
Pública, flexibilización del contrato laboral, desregulación del mercado de trabajo,
disminución del empleo público, etc. Prácticamente todos los países de nuestro entorno
(Grecia, Alemania, España, Reino Unido…) han transitado o lo están haciendo en estos
momentos por la senda del neoliberalismo más salvaje, certificando el abandono de la
política en brazos del mercado y el fin de la era del Welfare State. Se asume como un
hecho irrefutable que el “excesivo tamaño del Estado” ha obstaculizado el desarrollo
económico y es, en parte, responsable del retraso en la recuperación económica. El
objetivo está claro: naturalizar el discurso para desmantelar después, con la aquiescencia
de los ciudadanos, el sector público quedando así expedita la vía para mercantilizar toda
la vida pública, política y social. La utopía neoliberal parece ya cada vez más cerca.

El temor a un estallido político-social al término de la Segunda Guerra Mundial (vivo


aún en el recuerdo la Gran Depresión de 1929) empujó a los líderes europeos a suscribir
un consenso tácito consistente en garantizar a la población trabajadora un conjunto de
derechos sociales y laborales que les otorgaba cotas notables de seguridad en el puesto
de trabajo, bienestar material y capacidad de consumo. Todo ello sin tocar la propiedad
de los medios de producción, conservando el carácter oligopólico del mercado y la
subordinación jerárquica en las empresas. El resultado, consciente, fue una visible
despolitización y desmovilización de la clase trabajadora, que se integró a partir de ese
momento como una pieza fundamental del sistema económico capitalista, dada su
capacidad de consumo y su confinamiento al ámbito de la vida privada. En la década de
1980 los fundamentos en los que se había basado el Estado del Bienestar comenzaron a
ser cuestionados, marcando el inicio del fin de la era del bienestar y la sustitución
progresiva del viejo consenso de 1947 por uno nuevo, el llamado consenso de
Washington. Del paquete de medidas económicas que contenía el documento original
(disciplina fiscal, privatización, desregulación, reforma impositiva, liberalización de las

donde se inventan estructuras y relaciones nuevas fuera de los cánones impuestos por la hegemonía
actual. (Ibíd., p.203)
tasas de interés…) llama poderosamente la atención la defensa a ultranza de la
propiedad privada y la negación de cualquier intromisión en los derechos de propiedad.
Se entiende que todas las concesiones hechas por el estado del bienestar en materia de
derechos de los trabajadores (salario mínimo, vacaciones pagadas, limitación de la
jornada de trabajo...) fueron intolerables ataques a la propiedad privada. Con el fin de
justificar el desmantelamiento del estado del bienestar se esgrimen dos tipos de
argumentos. El primero se apoya en principios filosóficos para sostener que este ataque
a los derechos de propiedad y a la libertad contractual es éticamente injusto por si
mismo, independientemente de sus consecuencias; el segundo, más pragmático, recurre
a las supuestas consecuencias desastrosas para la economía y para la sociedad en su
conjunto (incluidos los propios trabajadores) por su funcionamiento ineficaz.

El contraataque ha sido duradero y en todos los frentes. Este contraataque recibe


diversos nombres. Uno de los cuales, globalización, es el que se ha impuesto con más
fuerza. Y ¿en qué ha consistido? Podemos conceptuarlo como un proceso de
redistribución a escala mundial que, partiendo de la liberalización de los flujos de
capitales financieros internacionales, tiene como consecuencia una espectacular
transferencia de recursos de los países pobres a los ricos y, dentro de estos, de las clases
menos favorecidas a los estratos más ricos de la población. En 2003 Harold Kerbo 7
notaba que a partir de la década de 1980 se había producido un espectacular incremento
de la desigualdad de la renta en Estados Unidos. Comparando los cambios producidos
en los ingresos de los quintiles de renta de 1967 a 2000 muestra que, a partir de esos
años, los cambios en la fiscalidad y en las políticas neoliberales de R. Reagan
produjeron una transformación drástica de la desigualdad de la renta de forma que los
grupos de rentas bajas perdieron una porción de la renta mientras que los grupos
superiores ganaban considerablemente. Los datos no pueden ser más elocuentes:
“mientras que el 60 por 100 inferior de los estadounidenses perdían ingresos en los años
ochenta, el 5 por 100 de las familias más acomodadas ganaron cerca del 15 por 100 en
renta y el 1 por 100 más rico ganó cerca del 63 por 100 de su renta”. Entre las razones
principales del espectacular aumento en la desigualdad de la renta señala dos: por un
lado, las políticas tributarias (bajada de impuestos para los ricos y subida para los
pobres) y los recortes de transferencias como los programas asistenciales para los
pobres; por otro, una acentuación en la diferencia salarial entre los empleos mejor y
peor pagados debido a un aumento de empleos de alta y baja remuneración.

Si hasta el momento podíamos con razón admitir que la contrarreforma legislativa y


administrativa desreguladora se había dejado sentir con menos fuerza en Europa, las
cosas están cambiando con las medidas impuestas recientemente por, prácticamente,
todos los países de la eurozona. Y así si en los 50 y 60 podía hablarse de una
despolitización general de los trabajadores y de su confinamiento consumista en la vida
privada, en estos momentos la cosa es aún más grave.

Quizás la principal lección que pueda extraerse del relativamente tranquilo período del
Estado del Bienestar es que las concesiones en materia de derechos laborales, de
bienestar material y seguridad no son más que eso, concesiones. Que no pueden
defenderse si es a costa de renunciar a una aspiración secular en la historia de la
humanidad: el deseo de controlar democráticamente, de abajo a arriba, la vida
económica y social. El futuro de la democracia depende por lo pronto de si las
poblaciones trabajadoras son capaces de defender esos derechos que el consenso de
7
KERBO, H., Estratificación social y desigualdad, Mc Graw Hill, Madrid, 2003.
Washington pretende arrebatarles. Pero no sólo eso. Depende también de si consiguen
articular una respuesta sólida y coherente al proyecto neoliberal hegemónico.

Vivimos una época histórica. Un momento de inflexión en el que lo más probable es el


afianzamiento del contraataque neoliberal y lo improbable, aunque no imposible, es el
florecimiento de una nueva hegemonía alternativa al proyecto totalizador capitalista.
Una alternativa que recupere la voluntad política del autogobierno, que promueva
instituciones más libres, abiertas y participativas y que provea de contenido real a los
principios clásicos de libertad, igualdad y justicia social. Una alternativa que recupere la
voluntad política de redistribuir equitativamente el poder, político, económico y social,
y de arrebatarle a los grupos dominantes el control insensato que ejercen sobre la vida
política, social, económica y espiritual del planeta.

La historia de la democracia es una historia de lucha. De lucha por la emancipación de


la humanidad; de lucha por la igualdad de todos y todas; de lucha por la obtención de un
espacio armónico de convivencia que incluya a todos los seres humanos. La
democracia, como proyecto histórico de distribución del poder entre y para la gente no
se agota, en absoluto, en la democracia liberal representativa. La democratización de la
vida y de las relaciones ha sido la aspiración secular de la humanidad. Luego, hablar de
democracia hoy es avanzar en el camino que nos lleve a la emancipación de la
humanidad. Es hablar de poder. Pero no de poder para unos pocos, sino de poder para
todos. Es hablar desde un marco en el cual el individuo, concebido ya de un modo
realista, como un ser relacional y social, puede desenvolverse plenamente y desarrollar
su libertad. Esta construcción de la libertad es más acorde con la realidad de las
necesidades contingentes de los seres humanos porque éstas tienen que ver con su
posición contextual en el mundo. Sin embargo, es triste ver cómo la democracia hoy,
despojada completamente de cualquier componente normativo, se circunscribe a una
serie de procedimientos electivos periódicos en los que la capacidad de decisión del
electorado tiende a cero. Ésa es la democracia que tenemos. La pregunta que todos
deberíamos hacernos es: ¿tenemos la democracia que queremos?

LA DEMOCRACIA QUE TENEMOS NO ES LA DEMOCRACIA QUE QUEREMOS

(Subiéndose al escritorio)
Me he subido a mi mesa para recordar que
hay que mirar las cosas de un modo diferente.
El mundo se ve distinto desde aquí arriba.
(John Keating, en El Club de los Poetas Muertos)

La democracia no puede entenderse más que como proyecto histórico de distribución


del poder entre todos los seres humanos mediante el autogobierno colectivo8. Sin
embargo, en su recorrido ha sido instrumentalizada hasta un punto en el que,
actualmente, se identifica plenamente con el gobierno liberal representativo concebido,
en sus orígenes, en explícita oposición a la democracia. En los debates estadounidenses
que dieron lugar a la Declaración de Independencia de 1776 y en la redacción de la
Constitución de 1786, los Padres Fundadores eran conscientes de la enorme diferencia
que existía entre el gobierno representativo y el gobierno del pueblo.9 En el fondo lo que
subyacía en las dos posturas enfrentadas era el debate sobre el poder popular, porque
existía el convencimiento, en uno y otro bando, de que la democracia era una cuestión
de clase. Y fue el temor a perder los privilegios que les otorgaban la propiedad y la
riqueza lo que impulsó a los Padres Fundadores a abrazar el gobierno representativo. Un
gobierno popular limitado (que ellos denominaban “república” o “república
representativa”), opuesto a la democracia, en el que los pobres tendrían algún tipo de
participación pero en el quedarían preservadas y garantizadas la propiedad y la riqueza.

La paradoja es que sin haber evolucionado desde entonces de forma sustancial, el


gobierno representativo se perciba hoy como democrático cuando originalmente no lo
era. Y lo que no deja de resultar sorprendente es que más de doscientos años después la
pretensión de preservar la propiedad, la riqueza y los privilegios siga siendo el único
fundamento de nuestro sistema político.

Así que lo que late en el fondo de cualquier construcción teórica sobre la democracia es
la pregunta por el poder, por el fáctico y por el nominal. A lo que la democracia debe
dar respuesta es a la pregunta de quién detenta formalmente el poder, quién lo ejerce en
la práctica y cómo. Cuando los asuntos públicos se dilucidan en esferas que le están
vetadas a los ciudadanos; cuando estos pierden no ya el poder para decidir sino el
control democrático de las decisiones; cuando la atribución de responsabilidades se
dificulta hasta el punto de hacerse impracticable; y cuando la enorme capacidad para
dirigir la vida política e influir en la toma de decisiones de una minoría socava los
cimientos de la igualdad política… ¿qué poder real tienen los ciudadanos? ¿Quién
concentra el poder en los sistemas políticos representativos?

La historia de la democracia ha estado jalonada de prácticas y luchas sociales dirigidas


al reconocimiento de nuevos derechos y a la apertura de espacios para la acción pública-
política. Las necesidades humanas no pueden aprehenderse desde lo absoluto dado que
son el resultado de la conjugación de múltiples factores en un espacio y un tiempo
determinados. Igualmente los conflictos a los que la acción política debe dar respuesta
no son intemporales. Evolucionan a la par que las sociedades. Por ello la democracia,
como proceso histórico de luchas, movimientos y prácticas sociales, no puede
concebirse desde planteamientos estáticos que pretenden reducirla a una mera forma de
gobierno, la del sistema liberal representativo. Definir la democracia desde esta óptica
persigue naturalizar una fase concreta de su desarrollo histórico y, consecuentemente,
8
RODRÍGUEZ PRIETO, R.; SECO, J.M., ¿Por qué soy de izquierdas? Por una izquierda sin complejos.
Almuzara, Córdoba, 2010.
9
ARBLASTER, A., Democracia, Alianza Editorial, Madrid, 2007.
legalizar definitivamente la correlación de fuerzas existentes, con sus correspondientes
desigualdades y relaciones de dominación.

Y ésa es la razón por la que se insiste en circunscribir la democracia a una serie de


procedimientos electivos periódicos en los que la ciudadanía tan sólo puede decidir,
entre dos o tres candidatos propuestos, a quién otorgará su confianza. El cometido
ciudadano se agota en el acto de depositar la papeleta en la urna. Y es mediante ese
único acto a través del cual la ciudadanía puede expresarse su voluntad. Pero no se trata
únicamente de que la capacidad de decisión y la voluntad ciudadana se limite a una
opción electoral. Es que si el acto volitivo es la elección de algo sin precepto ni impulso
externo que obligue a ello, la decisión electoral no tiene nada que ver con un ejercicio
en el que los ciudadanos expresan su voluntad. Los ciudadanos no conocen
personalmente a los candidatos, tan sólo tienen de ellos una imagen, distorsionada y
difusa, construida y mediatizada por los medios de comunicación. Una campaña
electoral es un proceso de careo en el que a los votantes se les presentan una variedad de
imágenes, representaciones mentales muy simplificadas y esquematizadas, en
competencia. 10 Y como consecuencia de que la elección de un candidato resulta de la
suma de las interpretaciones mentales individuales (sobre el programa electoral y sobre
la imagen que proyectan); de que las promesas electorales están caracterizadas por la
indeterminación y ambigüedad y de que los representantes no están sujetos a más
mandato imperativo que al del partido, el resultado es que estos, una vez en el cargo,
conservan un altísimo grado de independencia en sus actuaciones y de parcialidad en
sus juicios y decisiones con respecto a su electorado.

A ello se añade el hecho de que quienes ejercen cargos representativos no están


obligados, durante su mandato, a rendir cuentas por su gestión. Tampoco la ciudadanía
tiene capacidad para destituir a un gobierno que ha adoptado malas decisiones. A lo
sumo, el único poder de que dispone es el de sancionar, con carácter retrospectivo, a un
mal gobierno retirándole su confianza al término de su mandato. Pero ningún
dispositivo asegura que el gobierno entrante adopte mejores decisiones. Tan sólo cabe
esperar que así sea. Pese a todo, el problema no estriba en si las decisiones son buenas o
malas, eficaces o ineficaces. La cuestión apunta, en última instancia, al carácter
antidemocrático de unas decisiones en las que la participación del pueblo ha sido
inexistente, aún si juzgamos que de alguna manera (ya sea apelando a principios
morales de justicia o a criterios de rentabilidad, productividad y utilidad de la gestión)
han sido las mejores. Es decir, que el carácter antidemocrático de las decisiones
políticas es independiente y no está en absoluto relacionado con el resultado de las
mismas.

Pese a todo, la palabra democracia aún conserva la idea de poder popular en su seno. La
mayoría de la gente todavía asocia, en mayor o menor medida, la democracia con una

10
Manin denomina por ello a los sistemas representativos electorales “democracias de audiencia”. A
diferencia de la democracia de partido o del parlamentarismo, nuestros actuales sistemas electorales están
conformados por representaciones mentales difusas (tanto en lo que respecta a las imágenes de los
candidatos como en lo relativo a la imprecisión y confusión con que se elaboran los programas
electorales). Para Manin esto se debe, por un lado, al hecho de que gran número de votantes no son lo
suficientemente competentes como para entender los detalles técnicos de las medidas propuestas y, por
otro, al problema de los costes de diseminar información. Uno de los mayores problemas con que se
enfrentan los ciudadanos en los sistemas actuales es la desproporción entre los costes de la información
política y la influencia que con su voto esperan ejercer sobre el resultado electoral.
cierta noción de autogobierno colectivo, de gestión colectiva de los asuntos públicos
mediante procesos abiertos, participativos e igualitarios de discusión y deliberación
pública. La participación asociada a la responsabilidad son los dos pilares sobre los que
se sustenta la democracia. 11 Participación de los ciudadanos en todos los niveles del
proceso de decisión y acción política: desde la fijación de los asuntos que deben
conformar la agenda de gobierno (el control ciudadano en este nivel es imprescindible
para un ejercicio democrático pleno) y su deliberación, hasta la adopción final de la
decisión y su posterior ejecución y evaluación. La democracia participativa no hace
dejación de sus deberes para con la ciudadanía y no delega el poder para decidir. De
hecho, es la misma ciudadanía la que ejerce de un modo responsable, solidario y
cooperativo sus funciones como agentes activos de la acción política. El proceso de
toma de decisiones permanece a pie de calle. Es una democracia de la vida y para la
vida porque sitúa la vida humana (no el beneficio mercantil) en el centro de la acción
política y porque hace de las decisiones un ejercicio constante de aprendizaje cívico.
Aprendemos a ser ciudadanos en el proceso de participación. Es un proceso que se
retroalimenta. Todo ello en un marco institucional menos formal diseñado para
engendrar, con el concurso de los ciudadanos, el interés colectivo y atender a las
necesidades humanas desde la contingencia y la contextualización de los problemas.

Mediante el acto de la participación pública los fines públicos salen a la luz, son creados
y re-creados mediante el proceso deliberativo y finalmente cristalizan en las decisiones
adoptadas. Pero para que la participación como principio de acción política tenga pleno
sentido debe ponerse en relación con la idea de responsabilidad. La democracia
participativa restaura los derechos y deberes del ciudadano entendido, no como una
persona aislada, sino como un ser social que desarrolla su vida en un espacio
comunitario. Por ello la democracia participativa pone un especial énfasis en el valor
político de la comunidad como el espacio en el que los intereses privados e individuales
son mensurados por el interés colectivo. Un espacio en el que la búsqueda de un
nosotros no signifique la aniquilación del yo individual, sino todo lo contrario: su
fortalecimiento, y en el que los derechos individuales no supongan un obstáculo al
reconocimiento de derechos colectivos. Porque no debemos olvidar que los derechos
fueron conquistados merced a las reivindicaciones cívicas, que el disfrute de los
derechos depende de que somos ciudadanos y que somos ciudadanos en tanto miembros
de una determinada comunidad política.

Desde esta óptica no existe ningún conflicto entre el individuo y la comunidad o entre
derechos individuales y derechos colectivos. Si superamos la limitada visión del
contractualismo liberal percibiremos que conceptos que se nos presentan a menudo
como pares antagónicos (individuo/comunidad, libertad/igualdad, derecho
individual/derecho colectivo, libertad negativa/libertad positiva) no sólo son
dependientes, complementarios e inseparables sino que se encuentran imbricados
formando un único molde conceptual. Asimismo la idea de responsabilidad cívica, que

11
Barber opone a la democracia representativa (a la que califica de thin democracy, democracia blanda)
su concepto de democracia fuerte (strong democracy), que posibilite y afiance el autogobierno de los
ciudadanos, para que las personas puedan desarrollar todas sus potencialidades vitales y desenvolverse
plenamente en comunidad. Para ello alerta sobre la necesidad de instaurar un sentimiento cívico de
responsabilidades y obligaciones compartidas. (BARBER, B., Democracia Fuerte, Almuzara, Córdoba,
2004).
establece los necesarios deberes del ciudadano para con su comunidad, aparece como la
contraparte efectiva de los derechos y libertades que su status de ciudadanía le otorga.

En nuestro sistema-mundo capitalista la libertad contractual se ha encumbrado como el


valor político supremo. Cualquier crítica a la libertad así concebida deviene irracional y
es interpretada como un ataque a la vida misma tal como la conocemos. Todo nuestro
sistema económico, político, social y cultural se ha construido alrededor de una idea
errónea de libertad: la libertad del náufrago. Una libertad insustancial y puramente
nominal erigida obviando una cualidad fundamental e innata de la naturaleza humana:
su sociabilidad. Es en sociedad donde los seres humanos desarrollan su existencia
proyectando todas sus potencialidades individuales y donde su libertad, convergiendo
con la de los demás, descubre su verdadero significado y auténtico valor. Pero es que
además el contractualismo elaboró un concepto de libertad a medida para las clases
propietarias (la libertad burguesa), abstrayéndose deliberadamente de las condiciones
materiales de los seres humanos y haciendo de la libertad y de la igualdad dos conjuntos
vacíos sin interacción entre sí. Esta falsa dicotomía libertad-igualdad, además de revelar
un ejercicio de ideologización preclara, nada tiene que ver con la realidad, donde los
valores de ambos conjuntos interactúan permanentemente.

El objetivo para la democracia debe ser construir un sentido de la libertad más acorde
con la realidad de los seres humanos: un concepto ampliado, abierto y contingente. Una
libertad contextualizada (concebida en interacción con la igualdad) y fuerte (como
contraparte necesaria de la responsabilidad), que haga del nosotros un futuro posible.
Ésa es la libertad democrática. Pero estas disposiciones presuponen una atmósfera
cultural, un marco cognitivo y un acercamiento al mundo y a los demás seres humanos
que equivalen a lo contrario de lo que representa el imaginario mercantil. Presuponen
también una autonomía individual muy diferente del individuo funcionalizado y
replegado sobre sí mismo amparado por la hegemonía neoliberal. Por ello, si queremos
avanzar por la senda de la democracia es preciso y urgente impulsar una educación
cívica que consiga estimular un cambio de mentalidad y de actitud en la ciudadanía. La
educación cívica se encuentra en la base misma de la democracia12 porque sin
ciudadanos activos, responsables y formados cívicamente no será posible la plenitud
democrática del autogobierno colectivo. La democracia permanecerá entonces como
una forma de gobierno instrumentalizada por un minoritario grupo social que ejerce el
control monopolístico del poder.

La crisis del Estado del Bienestar, la desafección y apatía política presente en nuestras
sociedades, el poder desmedido de las corporaciones y su influencia en la vida política y
social, la pérdida de legitimidad de las decisiones políticas… apuntan al fracaso de la
concepción liberal sobre el individuo y las instituciones políticas en términos puramente
individualistas e instrumentales. Las sociedades democráticas no pueden sostenerse
únicamente sobre derechos, libertades e instituciones. Dependen también de una cierta
idea de comunidad, de un sentimiento de identidad y adhesión al sistema político. Pero
cuando el mismo sistema que reclama la adhesión de los ciudadanos a sus principios y
propuestas normativas a la vez los extraña y excluye sistemáticamente del proceso de
adopción de las decisiones se corre el riesgo de estar alimentando una fractura
sociopolítica que, a largo plazo, puede ser irreversible. En el camino hacia el

12
RODRÍGUEZ PRIETO, R.; SECO, J.M “¿Ciudadanos o demócratas? El papel de la educación en la
democracia”. Derecho y conocimiento, volumen 3 (ISSN 1697-1582). Facultad de Derecho. Universidad
de Huelva.
autogobierno se necesitan ciudadanos comprometidos con su comunidad y con el interés
colectivo, y no simplemente titulares de derechos, contribuyentes y consumidores, y a
tal fin el papel de la educación es fundamental. Porque la ciudadanía democrática
(comprometida, participativa, responsable, cívica, cooperativa) no se adquiere al nacer.
Es un proceso de aprendizaje y ejercitamiento progresivo y colectivo en la medida en
que aprendemos integrándonos en una determinada comunidad.

Sin embargo nuestro sistema educativo parece no querer reconocer esta acuciante
necesidad y se ciñe a cumplir obedientemente su función de formar ciudadanos
adaptados a las exigencias del orden social dominante, reproduciéndolo
convenientemente. Como reflejo del modelo educativo imperante la privatización y la
comercialización se hacen cada vez más patentes en nuestros colegios y en nuestras
universidades. Por un lado, la enseñanza universitaria deja de ser una institución al
servicio de la sociedad para convertirse en una herramienta de transmisión ideológica
del capital, con un doble objetivo: la preparación profesional de los jóvenes y su
socialización y adoctrinamiento en los principios, normas y valores de la sociedad
corporativa. La universidad se postra ante los “dioses de la modernidad”: servicio al
mercado, investigación patrocinada por empresas privadas, convenios de financiación
con multinacionales, invasión publicitaria… son algunas de las señas de este modelo de
universidad que Barber denomina modelo vocacional y al que opone un modelo
dialéctico cuyo objetivo es “servir y desafiar a la sociedad al mismo tiempo, transmitir
simultáneamente valores fundamentales, como la autonomía y libertad de pensamiento
y crear una atmósfera donde los estudiantes no estén condicionados por lo transmitido
(la transmisión tiende a convertir en adoctrinamiento), y donde el pensamiento es
verdaderamente crítico, independiente y subversivo (que es lo que la libertad
significa)”.13

Por otro lado, el número de centros docentes públicos retrocede en beneficio de la


escuela privada a la par que se abre un debate acerca de la capacidad de la escuela
pública de ofrecer un servicio de calidad, lo que a su vez equivale a legitimar la
conveniencia de los procesos de privatización de la educación. Mientras tanto, la
intervención del Estado en materia educativa se repliega hasta reducirse su papel a la
simple gestión, supervisión o inspección del sistema educativo. Esta dejación de
funciones que hace el Estado no es baladí: supone un grave perjuicio para la democracia
dado que la regeneración democrática de la sociedad descansa en el cultivo de los
valores cívicos que hacen posible la vida en común. Por ello la supervivencia misma de
la sociedad se ve amenazada cuando la educación pública, remanso del interés general y
el bien común, cede cada vez más espacios a la iniciativa privada y cuando permitimos
que sean la eficiencia y la rentabilidad los criterios utilizados para evaluar bienes
públicos como la educación. La conclusión es obvia: no puede haber educación sin
democracia, como tampoco democracia sin educación.

Participación, responsabilidad y educación conforman el núcleo del modelo de


democracia que proponemos. Un modelo de democracia centrífuga que opone a la
concentración del poder en unas pocas manos la dispersión y distribución del mismo
entre todos los seres humanos; que no ignora las necesidades cotidianas abstrayéndose
de las condiciones de posibilidad que preestructuran la vida humana; que no absolutiza
la libertad y la igualdad sino que hace de ellos valores contingentes desde los cuales
proyectar una sociedad igualitaria, inclusiva y autogestionada. Una democracia, en
13
BARBER, B., Pasión por la democracia, Almuzara, Córdoba, 2006, pp. 190-192.
definitiva, que se proyecta más allá de una mera forma de gobierno o un procedimiento
electoral hasta cristalizar en un proyecto alternativo de transformación socio-histórica
de la realidad. Todo ello desde categorías analíticas (sobre la vida, la política, la
sociedad y las relaciones humanas) opuestas a las sostenidas por el proyecto capitalista-
neoliberal.

LA DEMOCRACIA COMO EXPERIENCIA POLÍTICA DE AUTOGOBIERNO

La Vida es la tendencia del ser a desarrollarse


en las circunstancias que tienden a aplastarlo.
(Swami Vivekananda)
A las 6:15 horas del 3 de agosto de 1999 el Boeing 747 procedente de Sabena aterrizó
sin problemas en el aeropuerto de Bruselas-Zaventem. Los incipientes rayos de un sol
rojizo que despuntaba al alba prometían un día espléndido. Los pasajeros iban
descendiendo tranquilamente por la escalerilla y subiendo al autobús que los conduciría
hasta la terminal del aeropuerto mientras un empleado de mantenimiento examinaba el
aparato. En el tren de aterrizaje el empleado descubrió los cuerpos sin vida de dos
adolescentes negros, Fodé Touré Keita y Alacine Keita, de 15 y 14 años. Viajaban en
busca de un futuro mejor, quizás ni siquiera mejor, sólo de un futuro para ellos y sus
familias pero no lograron llegar a su destino. En el bolsillo de la camiseta de Fodé el
empleado encontró la siguiente carta manuscrita: “Si ven que nos sacrificamos y que
exponemos nuestras vidas es porque en África todos sufrimos y les necesitamos para
luchar contra la pobreza y poner fin a la guerra en África. Sin embargo, nosotros
queremos estudiar y les pedimos que nos ayuden a estudiar para ser como ustedes en
África. Por último, les suplicamos que nos disculpen por osar escribirles esta carta, ya
que son ustedes personas muy importantes a las que respetamos mucho. Pero no olviden
que es a ustedes a quienes debemos quejarnos por la debilidad de nuestra fuerza en
África”.14

Habitamos un mundo plagado de contradicciones: diariamente fallecen cerca de diez


mil personas a causa del hambre y la desnutrición crónica o de sus secuelas inmediatas
y, sin embargo, el producto mundial bruto y el volumen del comercio transnacional
aumentan sin cesar. Al mismo tiempo que el modo de producción y de acumulación
capitalista da muestra de una vitalidad y creatividad pasmosa las desigualdades sociales
se acentúan acrecentando la distancia que separa a ricos y pobres. El enorme poder y la
manifiesta influencia que ejerce un minoritario grupo sobre decisiones que afectan la
vida de millones de personas es un hecho lamentable que no podemos seguir
silenciando.

Hemos procurado esbozar los principales problemas que impiden conceptuar nuestros
sistemas liberales representativos como democráticos. La delegación permanente de la
acción política, la imposibilidad de un control ciudadano de las decisiones políticas, la
pérdida de legitimidad de las instituciones, la separación creciente entre gobernantes y
gobernados o la aniquilación de las condiciones que favorecen el desarrollo de una
educación cívica deben hacernos reflexionar: ¿estamos a gusto con lo que tenemos?
¿Nos conformamos con una democracia meramente formal y procedimental? ¿Es
posible pensar la democracia de un modo diferente? ¿Podemos diseñar instituciones
políticas más cívicas, más participativas, y a la vez compatibles con la complejidad de
nuestras sociedades? La respuesta a esta pregunta es sí. Es posible aprehender el
concepto de democracia en su totalidad, como un concepto rico y complejo cuyas
diferentes interpelaciones apuntan, en última instancia, a la distribución del poder entre
todas las personas con el fin de remover las causas que impiden un desarrollo armónico
y pleno de su existencia como seres humanos. Desde esta óptica la identificación de la
democracia con una forma de gobierno (liberal representativo) es una visión muy
limitada, interesada y, desde luego, ideológica, de lo que la democracia significa. La
democracia liberal representativa está seriamente comprometida con la defensa y el
mantenimiento de un sistema económico capitalista que prefigura una estructura social

14
Tan trágica historia está extraída del libro de ZIEGLER, ob.cit., pp.3-4. El facsímil de la carta está
publicada por la Oficina Europea de las Naciones Unidas con la referencia E/CN.4/2000/52, Ginebra,
2000.
atravesada por profundas desigualdades y cuyos valores, normas y principios son
abiertamente antidemocráticos. Por el contrario, teniendo como referentes las premisas
anteriores, la democracia apunta al autogobierno colectivo a través de instituciones que
propicien una participación cívica, responsable y continuada en la vida política.

Si apostamos por una noción de democracia fuerte y ampliada a la gestión colectiva de


los asuntos que nos conciernen como seres humanos debemos interrogarnos sobre su
compatibilidad con el diseño societario capitalista. ¿Puede la democracia desarrollarse y
coexistir con el capitalismo? La respuesta es que no. Que capitalismo y democracia son
conceptos antinómicos, términos ambivalentes cuyas lógicas internas y principios de
funcionamiento se encuentran en abierta contradicción.

En primer lugar, el mercado capitalista es un sistema de organización económica,


basado en la acumulación y en la maximización del beneficio, que requiere para su
existencia que un grupo minoritario controle todos los recursos productivos en una
sociedad. La concentración del capital y de la propiedad de los medios de producción en
unas pocas manos deriva en un control monopolístico del poder político, económico y
social. La democracia, por el contrario, está comprometida con la distribución del poder
entre todos los seres humanos con el fin de asegurar sus condiciones de posibilidad. Se
opone, por tanto, a que una élite acapare el poder en una sociedad ejerciendo una
preponderancia desproporcionada respecto al resto de la población. Requiere una
igualdad de condiciones (una igualdad política, luego también económica y social) 15 que
contradice las bases de funcionamiento del capitalismo. Pero no sólo eso; la democracia
está igualmente comprometida con la idea de justicia social y con la denuncia de las
causas que provocan situaciones de explotación, dominación y/o opresión en los seres
humanos. Situaciones que en la gran mayoría de los casos encuentran su fundamento
último en las anomalías y disfunciones que provoca el mercado capitalista.

En segundo lugar, capitalismo y democracia representan visiones antropológicas


enfrentadas. El contractualismo, como fundamento filosófico-ideológico del
capitalismo, ha concebido al ser humano como un individuo aislado y asocial que desde
un hipotético estado de naturaleza inicial, decide consentir la firma de un contrato, por
el que cede parte de su libertad, a cambio de ver garantizadas y protegidas su vida, su
seguridad y su propiedad. La sociedad que emerge del pacto social y el Estado así
constituido adquieren un carácter instrumental al servicio de los fines garantistas para
los que fueron creados. La democracia concibe sin embargo al ser humano como un
individuo social, contextual y relacional. Un individuo que no nace sólo en ningún

15
La democracia requiere de un fundamento de valores y experiencias compartidas por los miembros de
una comunidad política de modo que el pueblo se identifique con el sistema político al que pertenece y
pueda confiar en él. Para Arblaster esto significa, no sólo que los procedimientos se consideren justos,
sino que los individuos y grupos sientan que son iguales respecto a su capacidad para influir en las
decisiones políticas y que éstas respondan a lo que el pueblo reconoce como los intereses generales de la
sociedad. Por tanto, señala, existe una relación directa entre democracia e igualdad económica y social
por dos razones: en primer lugar, porque un alto grado de desigualdad en una sociedad impide el
desarrollo de la voluntad general o interés común y amenaza la coherencia social; en segundo lugar,
porque las desigualdades sociales y económicas niegan el principio de igualdad política sin el que la
democracia no puede ser concebida. Por otro lado, si sostenemos (hay razones lógicas para ello) que la
riqueza es causa de la pobreza y debemos elegir entre tolerar ambas o abolir la pobreza es obvio que la
segunda opción es la más democrática. (ARBLASTER, ob.cit.)
fantástico estado de naturaleza sino que nace y se desenvuelve a lo largo de su
existencia en una determinada sociedad. La concepción antropológica del capitalismo se
enfrente a una visión realista y posibilista del ser humano. Porque es un hecho
incuestionable que las personas necesitan de sus semejantes para vivir sus vidas. Por
ello la democracia es más realista porque persigue desenmascarar las circunstancias del
entorno que condicionan, bien facilitando, bien constriñendo, los impulsos vitales de la
existencia humana.

Como consecuencia de lo anterior, los valores éticos y principios de conducta


adyacentes son radicalmente opuestos. En el capitalismo las relaciones sociales están
marcadas por el egoísmo en la búsqueda de la máxima satisfacción individual. El
egoísmo es la principal guía de conducta y el impulso motivacional primario. Claro que
ello no descarta la posibilidad de que se den relaciones interpersonales solidarias,
cooperativas y guiadas por la justicia y el bien común. Lo que decimos es que el
capitalismo alimenta valores y actitudes (el oportunismo, el individualismo, la
competitividad, la maximización del beneficio individual…) que socavan los especiales
lazos que unen a las personas en comunidad sin los cuales, sin embargo, el mercado no
puede subsistir. El mercado necesita de unos especiales vínculos de confianza y lealtad
entre los miembros de una sociedad y de compromiso con las normas establecidas pero
no es un generador de confianza ni de compromiso. Por tanto, el capitalismo mina las
bases del compromiso cívico y las posibilidades de la democracia. Frente al egoísmo y
la competitividad la democracia pone el énfasis en la búsqueda del bien común y resalta
la función social de la cooperación y la solidaridad en la cohesión de una comunidad.
Proyecta la idea de comunidad como el espacio natural en el que el ser humano puede
desarrollarse plenamente en libertad16.

16
El conocido dilema del prisionero presenta una hipotética situación en la que las actitudes egoístas que
buscan el mayor beneficio personal conducen a un resultado desastroso para el grupo y para sus
miembros e ilustra la utilidad social de la cooperación frente a la competitividad. Incluso la teoría
contractualista, que presupone individuos egoístas, calculadores e interesados en maximizar el beneficio
individual, recurre a la cooperación para solventar la inseguridad del estado de naturaleza inicial.
Imaginemos una situación estratégica como la descrita por Hobbes en el Leviatán: la “guerra de todos
contra todos”. El robo, la violación o el asesinato son sólo ejemplos extremos de lo que serían
comportamientos cotidianos basados en el convencimiento de que el hombre es un lobo para el hombre, y
de que mirar por el propio interés es el único comportamiento que vale, y más en una sociedad en la que
todos ponen en práctica este tipo de acciones. El desastre social al que conducen las estrategias egoístas
terminará provocando un cambio en el que se potencie la colaboración y se castigue el egoísmo. El poder
político surge entonces como un acuerdo de los individuos que se dan cuenta del perjuicio del egoísmo
generalizado. Luego, el Estado y la sociedad que emergen del pacto no habría sido posible si los
individuos en el estado de naturaleza no se hubiesen decidido a colaborar entre sí en la búsqueda del bien
común. Ciertamente el trasfondo motivacional del pacto social sigue siendo egoísta (pues se trata se
consentir un mal menor con el fin de salvaguardar mis bienes y proteger mi vida y mi libertad frente a la
de los demás) pero ello no invalida, antes bien, refuerza el argumento de que la cooperación beneficia a
todos y es más útil que el enfrentamiento. Ante la débil naturaleza humana, cada uno prefiere renunciar a
alguna de sus facultades y ceder parte de su libertad consintiendo un poder capaz de reglamentar la vida
en común. La reiteración de la peor solución para todos lleva a un pacto en el que un poder centralizado,
generado a partir de la renuncia individual de cada uno, penaliza el egoísmo y establece la colaboración
mínima que ha de ser respetada por todos los individuos. Incluso el mercado necesita de la cooperación
para su funcionamiento. De acuerdo con la racionalidad inherente al mercado, la del homo œconomicus, a
todos nos interesa que los demás, excepto nosotros mismos, respeten las normas. Así nos beneficiamos de
ellas sin coste alguno. Pero si todos actuáramos igual, el respeto y el compromiso con las normas y las
instituciones desaparecerían y, en esa circunstancia, el mercado se mostraría incapaz de producir esos
bienes públicos dado que, como bien público, no puede excluirse a nadie de su consumo y no hay forma
de hacer que todos paguen por él.
En tercer lugar, el capitalismo dificulta el reconocimiento de la voluntad general e
impide el disenso: por un lado, las opiniones tenidas por mayoritarias (lo que da forma y
sustancia a la opinión pública) pueden no ser tales en una situación en la que el sistema
político otorga más voz a los que más tienen de forma que las preferencias de un grupo
minoritario de la población acaban imponiéndose al resto; por otro, el disentimiento
tiene un coste y en circunstancias en las que los individuos dependen de otros para
desarrollar plenamente sus vidas es probable que las opiniones discrepantes no se
expresen. Cuando los republicanos norteamericanos vinculaban la propiedad con el voto
se referían, entre otras cosas, a que la seguridad económica favorece la autonomía de los
juicios y la independencia de criterio. Pero hay más. Cuando no se dan unas condiciones
de igualdad material y social entre los miembros de una sociedad y cuando el sistema
atiende preferentemente las demandas de un grupo minoritario de esa sociedad con
poder e influencia, es probable que las ideas contrarias a la opinión mayoritaria no sólo
no se expresen sino que se adulteren. Mecanismos psicológicos operan para que las
opiniones discrepantes se transformen hasta conformarse con la opinión mayoritaria,
aún cuando ésta resulte contraria a la propia práctica vital del individuo, que sabe, por
otra parte, que su opinión nunca “contará” para el sistema. Por último, un nivel mínimo
de seguridad material garantizada al margen de las incertidumbres del mercado evita
negociar cada elección vital en términos de coste-beneficio y permitiría que se
considerasen otros criterios (de justicia, de interés general o de otro tipo).

Además, y en relación con las líneas precedentes, un grado elevado de desigualdad en


una sociedad impide la formación de una voluntad común porque las disparidades de
clase, poder e influencia dan lugar a que cada grupo o clase social defienda sus propios
intereses frente al interés general de la comunidad. El grupo dominante, en función de
su capacidad económica que le otorga poder, influencia y privilegios, termina
convirtiendo sus demandas e intereses en decisiones colectivas, las cuales se naturalizan
gracias al control de un potente aparato ideológico y propagandístico que impide el
desarrollo y difusión de alternativas. Las desigualdades de riqueza pueden utilizarse
para comprar influencia política, para adquirir un poder político que no deriva de una
legítima decisión de la comunidad. Piénsese en la desigual distribución en la propiedad
de los medios de comunicación (uno de los instrumentos ideológicos y propagandísticos
controlados por y al servicio de los poderosos), que establece un enorme campo de
desigualdad en las decisiones sobre la vida colectiva: por un lado ocultando preferencias
que están presentes en el cuerpo social pero que no encuentran un canal de
comunicación y de distribución adecuado; por otro, mediante el control de la agenda
política, los propietarios de los medios de comunicación y las empresas que los
financian dictan los asuntos “importantes” sobre los que vale la pena debatir; por
último, dado que los medios de comunicación son la base informativa de la ciudadanía,
el control de los problemas que conforman el debate político oculta deliberadamente
otros problemas, propuestas o críticas alternativas para que la ciudadanía no llegue a
conocerlas.

La democracia es incompatible con una diversidad ilimitada de grupos e intereses en la


sociedad, que amenacen su coherencia e integridad. Necesita que todos los miembros de
una comunidad sientan que son iguales en su capacidad de influir en el proceso político;
que todos participan en las mismas condiciones en la adopción de las decisiones
colectivas; que esas decisiones respondan a las necesidades de los individuos y que
nadie se sienta excluido o marginado del proceso político ni de la vida pública. La
democracia significa que la ciudadanía tome las riendas de su existencia y se
autogobierne. Esto no es posible cuando las disparidades socioeconómicas otorgan a
una minoría poder y privilegios para decidir lo que conviene al resto de la sociedad. La
democracia es inseparable de la igualdad de poder para decidir y ello es incompatible
con las desigualdades económicas. Sin embargo, el mercado no sólo es compatible con
desigualdades de la renta profundamente desigualitarias y con necesidades básicas sin
satisfacer, sino que las produce.

Por tanto, si se apuesta en serio por la democracia, por la justicia social, por la plena
realización de los principios de igualdad y libertad, por el autogobierno colectivo de los
seres humanos, se tiene que apostar necesariamente en contra de un sistema económico,
el capitalismo, que margina y excluye a una gran parte de la población, y en contra de
una filosofía política que instrumentaliza la libertad, la igualdad y la democracia en su
propio beneficio y que concibe la naturaleza humana y la sociedad exclusivamente en
términos utilitaristas.

La construcción teórica sobre la democracia no debería, por ello, conformarse con


realizar un diagnóstico crítico sobre las causas del mal funcionamiento de los sistemas
liberales representativos. Si nos manifestamos decididamente a favor de la democracia
tenemos que asumir la necesidad de: (i) poner de manifiesto las relaciones de
dominación que articula el sistema capitalista. El modelo vigente de relaciones
productivas articula relaciones muy asimétricas entre los individuos. La pobreza, la
concentración de la riqueza, los índices de calidad de vida así lo atestiguan. Urge, por
tanto, dar a conocer otras formas productivas no capitalistas. (ii) Tener como objetivo la
transformación socio-histórica de la realidad desde el reconocimiento de los contextos,
las condiciones y los procesos de distribución de la riqueza (condiciones de posibilidad)
entre los seres humanos, en un momento y tiempo determinados. Pero no debe
entenderse que se trate de un objetivo estático, de un paraíso a alcanzar. Antes bien, el
objetivo de transformación social debe ser dinámico porque son cambiantes las
condiciones de posibilidad en que los seres humanos desarrollan su existencia. (iii)
Abanderar una idea alternativa al progreso social. El discurso neoliberal ha colonizado
la idea de progreso, apropiándose de todas sus posibles interpelaciones de modo que en
el imaginario colectivo el progreso ha quedado identificado con el desarrollo
económico. (iv) En definitiva, construir una nueva hegemonía (integradora, inclusiva,
social y económicamente justa) basada en la educación cívica, la responsabilidad y la
participación como ejes articuladores de la acción sociopolítica y en la cooperación, el
beneficio colectivo y el interés común como valores morales imperantes (frente a la
competitividad, el egoísmo y el individualismo).

Debe cuestionarse que la sociedad-mundo capitalista sea el destino irremediable e


irremisible de la humanidad. Por el contrario, es posible alimentar esperanzas para un
futuro alternativo, un futuro distinto a aquél que promociona la hegemonía neoliberal.
Vivimos en un mundo en el que las luchas fratricidas se suceden sin descanso; en el que
el desprecio de la vida humana es un dato irrefutable y las relaciones interpersonales
están mediatizadas por un mercantilismo que todo lo cuantifica, lo valora y lo mide. Por
tanto, es un imperativo categórico ético y moral: (i) denunciar las situaciones de
explotación, dependencia servil, opresión y sufrimiento que causa el mantenimiento del
status quo capitalista. Debe desenmascararse la utopía neoliberal. Para ello urge cambiar
nuestros modos de pensar, sentir y vivir, lo que significa la deconstrucción de la
hegemonía actual y la construcción de una hegemonía alternativa. (ii) Articular un
proyecto sólido y coherente de transformación socio-histórica de la realidad, sobre la
base de un compromiso ético con un mundo mejor, posible y creíble (plausible).

La idea de metamorfosis es el núcleo desde el que el que proyectar cualquier iniciativa


de transformación social porque a la radicalidad de la idea de revolución añade un
componente de conservación (de la vida, de las culturas, de la Tierra).17 Hoy podemos
decir que nos situamos al comienzo de lo que puede llegar a ser una metamorfosis de la
realidad. Florecen en todos los continentes propuestas que cuestionan, parcial o
íntegramente, el paradigma actual (el sistema económico, cultural, político y cognitivo
del capitalismo) a la vez que se ponen en marcha numerosas iniciativas locales que
aspiran a engendrar un cambio de mentalidad. Se trata de prácticas innovadoras, con un
mensaje rupturista a menudo radical que, si bien permiten abrigar esperanzas de
transformación social, la dispersión y aislamiento en el que se hallan sumidas supone un
grave peligro para el logro de sus objetivos. No deja de ser una paradoja que en la era
del e-mundo, la de las revoluciones tecnológicas (Internet y las nuevas tecnologías de la
comunicación y de la información) y los avances en la interconectividad mundial, estas
pequeñas islas sobrevivan y permanezcan sin apenas contacto entre sí. Pero en cierto
sentido no lo es, sobre todo si tenemos en cuenta el poder desmedido que ejercen los
grupos dominantes en el control del acceso a los recursos de la información y la
comunicación.

La globalización de la comunicación, que por sí misma es un hecho objetivable y


cuantificable (no faltan datos y estadísticas al respecto) es tanto una oportunidad para la
interacción humana como una amenaza a la pluralidad y diversidad cognitivo-cultural,
por el control hegemónico y monopolístico de la propiedad de los medios. Aun así
existen razones para el optimismo porque la paz, la armonía y el bienestar social
colectivo han sido siempre aspiraciones constantes de la humanidad, que renacen cada
cierto tiempo para sacar a los seres humanos del letargo existencial. El contexto actual
de crisis mundial es, por ello, una oportunidad para enunciar alternativas. Porque la
crisis no es meramente una crisis financiera provocada por un mal funcionamiento del
sistema sino una crisis del capitalismo concebido como sistema-mundo, es decir, una
fractura de los valores y modos de pensar, sentir y vivir que el capitalismo alimenta.

Desde esta óptica la hegemonía alternativa debe orientarse a subvertir la ética del capital
por una ética de la humanidad. Una ética, no para el mejor de los mundos posibles, sino
para un mundo mejor.

17
La idea de metamorfosis, tomada del sociólogo y filósofo francés Edgar Morin, apunta a la amenaza de
la desintegración que se cierne sobre un sistema incapaz de resolver los problemas que atenazan su
existencia, a menos que esté en condiciones de originar un metasistema capaz de hacerlo y entonces de
metamorfosea. La formación de las sociedades históricas constituye un proceso de metamorfosis a partir
de un conglomerado de sociedades arcaicas de cazadores-recolectores que produjo las ciudades, el
Estado, la estratificación social, las artes, el comercio… A partir del siglo XXI se plantea el problema de
la metamorfosis de las sociedades históricas en una sociedad de un tipo nuevo: una sociedad-mundo que
englobaría a los estados nación sin suprimirlos. Para Morin la metamorfosis en el contexto actual de la
globalización capitalista, aunque improbable, es posible si las iniciativas locales puestas en marcha en
diferentes partes del mundo se conjugan y acaban confluyendo en una única Vía. Una Vía alternativa al
pensamiento hegemónico orientada en tres direcciones: mundialización/desmundialización,
crecimiento/decrecimiento, desplegar/replegar. (El País, 17 de enero de 2010. Elogio de la metamorfosis,
Edgar Morin)

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