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PERSONA Y MISTERIO EN JUAN PABLO II

Ruth María Ramasco de Monzón

San Miguel de Tucumán, 25 de abril de 2011

Nos han pedido que reflexionáramos y expusiéramos hoy, como apertura de


este ciclo de conferencias, la visión antropológica de Juan Pablo II. En orden a este
cometido, haremos primero dos observaciones previas. La primera es que su
Antropología es inseparable de aquel ámbito que investiga la trama de las acciones y
decisiones humanas: la Ética. Nuestra humanidad, en su nudo de sentido más profundo,
se revela en nuestros actos. La segunda observación es que somos conscientes de que la
totalidad de su pensamiento filosófico es como el curso de un río que fluye desde y hacia
el interior de un único acontecimiento: Jesucristo. Tal como lo señala antes de ser Papa,

“la Encarnación y la Redención significan un «entrar»


profundamente en la totalidad de estos problemas (los del
hombre), un «asumir» su peso, un «confirmar» su
sentido, su importancia, grandeza y finalidad concreta” 1

Queremos entonces entrar en el curso de este río, no porque desconozcamos


la fuente de la cual fluye y el mar que lo recoge, sino porque son ellos mismos los que
indican su sentido, su importancia, su grandeza. Es por esto que nuestra propuesta de
trabajo será abordar el sentido de persona y su irreductibilidad, pues es en ella donde los
hombres podemos experimentar nuestra insondable apertura al misterio. Esta apertura,
en el pensamiento filosófico de Juan Pablo II, posee la configuración del testimonio,
realizado como acción de la persona en cuanto tal. Tal es lo que intentaremos exponer.

Propondremos entonces tres aspectos:

1. La negación de la dignidad, como experiencia insoslayable de su reflexión.

2. La persona y su irreductibilidad.

3. El acto moral como testimonio de la persona.

1
KAROL WOJTYLA, Signo de Contradicción. Meditaciones, BAC, Madrid, 1979, pp. 150-
151.
[2]

1. La negación de la dignidad, experiencia insoslayable de su reflexión

Si bien existen muchos tipos de intelectuales, quienes emprenden la dura


tarea de pensar, al modo de Karol Wojtyla, no lo hacen para satisfacer un complicado
juego apto sólo para académicos. Lo hacen porque los hombres sufren, no encuentran
sentido, son humillados, son torturados, se venden y venden a los suyos, comercian con
el dolor y la miseria de sus hermanos, matan y mueren. Quienes reflexionan desde el
impacto de la vida de los suyos, sólo anhelan que sus palabras consigan para ellos un
poco de pan con el que puedan tener fuerzas para vivir y morir. Creemos que, sin esta
consideración y memoria de los hombres y mujeres humillados en su dignidad, no
podemos penetrar en el pensamiento antropológico de Juan Pablo II.

Karol Wojtyla conoció, en la dureza de la ocupación nazi de Polonia, en el


reparto posterior a la guerra y la asimilación de su patria a la égida soviética, que los
hombres y mujeres podían ser y eran efectivamente avasallados en su vida, sus
decisiones, sus sueños, sus amores: todo eso que constituye el centro de la vida de un
hombre, de cualquier hombre, pero que no parece tener ninguna importancia frente a un
poder que puede pisar, por razones geopolíticas o ideológicas, o por una capacidad de
daño que supera ambos tipos de razones, lo que nosotros vivimos y somos. En palabras
del otrora simple ciudadano de un país avasallado, “participé en la gran experiencia de
mis contemporáneos, en la humillación a manos del mal” 2. En las palabras del horror por
la inhumanidad que surgen de la voz del Papa que recorre Auschwitz3: “Nunca a
expensas el uno del otro, al precio de la esclavización del otro, al precio de la conquista,
el atropello, la explotación y la muerte”.

De ahí que toda su reflexión sobre los hombres se encuentre atravesada por
la memoria del avasallamiento de los hombres; por su indignidad efectiva, no sólo
provocada por la ausencia de recursos y la miseria, sino por las decisiones y las acciones
de otros hombres. Pues la indignidad y humillación de los hombres no es sólo un
problema de recursos, aunque por supuesto también lo sea: es un problema de las

2
GEORG WEIGEL, Testigo de la esperanza, Plaza y Janés, Barcelona, 1999, p. 129.
Referido como conversación del autor con el papa Juan Pablo II, 16 de enero de 1997.
3
Ibid., p. 429.
[3]

acciones de los hombres y de sus decisiones, tanto las de los sujetos singulares como las
de los colectivos sociales y políticos.

Es desde ahí que podemos comprender el carácter central que poseen la


persona y su dignidad en todos sus escritos, cualquiera sea la época de su vida a la que
pertenezcan. Frente a la indignidad experimentada como hecho, como dato concreto de la
vida de los hombres en sociedad, Karol Wojtyla afirma, en seguimiento de la tradición
cristiana, y también en seguimiento de numerosos pensadores, que el hombre es una
persona. Al hacerlo, subraya que es irreductible.

Observemos la íntima relación que posee esta afirmación, de sustento


metafísico, con la fuerza de la experiencia histórica de su patria y del mundo durante el
siglo XX. Cuando los hombres y mujeres son avasallados, son reducidos: se vuelven
utilizables e instrumentales para los que poseen poder, o fuerza, o dinero, o armas. No
importa su historia, pues los edificios que la recuerdan pueden ser transformados en
cenizas; no importan sus decisiones de sentido, pues algunos pueden decir que esas
decisiones se anulan por decreto; no importan sus tradiciones seculares, pues la fuerza
puede arremeter contra ellas y sustituirlas; no importan la vida y los esfuerzos
compartidos, pues un poder decide quiénes son humanos y quiénes no, o quiénes son
hermanos de nuestra historia y quiénes no. Todo puede ser reconducido,
instrumentalizado; nada hay en los hombres que pueda resistirse a las decisiones
aparentemente omnipotentes de otros.

2. La persona y su irreductibilidad

El joven estudiante o seminarista polaco, el actor que compone obras teatrales


y poesía, el sacerdote que piensa que hay que ir a la filosofía “en su función esencial,
como expresión de las intelecciones fundamentales y de las motivaciones últimas”4, el
obispo de Cracovia, el cardenal, el Papa, afirman que la persona es un núcleo viviente de
irreductibilidad5. Y lo es porque su irreductibilidad expresa, realiza, o simplemente es, la
marca de su dignidad. Así como la marca pintada en la puerta de la casa de los hebreos

4
KAROL WOJTYLA, “La persona: sujeto y comunidad”, en Trilogía inédita II: El hombre y
su destino, Ed. Palabra, Madrid, 2005, p.43.
5
Cf. KAROL WOJTYLA, “La subjetividad y lo irreductible en el hombre”, en Trilogía
inédita II: El hombre y su destino, Ed. Palabra, Madrid, 2005, pp. 25-39.
[4]

la noche en la que saldrían de Egipto y de la esclavitud, esa marca que impedía su


muerte. Pero no se trata ahora de una marca exterior que poseemos debido a algún rango
adquirido o una profesión o un privilegio: es nuestro mismo rango de humanidad. Cada
vez que hay un hombre o una mujer, hay ahí un núcleo de valor tal que no puede ser
sometido, sujetado, abusado: hay allí un nudo de libertad.

Pensemos desde nuestra cultura y nuestra sociedad, tan acostumbrada al


abuso en sus diversas formas; pensemos lo que significa para nuestra historia, tantas
veces expoliada y entregada a la rapiña de los nuestros y los extraños; lo que significa
para nuestros niños y niñas violados, para nuestros jóvenes avasallados por las
estrategias de consumo; pensemos qué significa llegar a entender que en cada uno de
nosotros hay una fuerza viva, honda, profundísima, capaz de decir: ― “¡No! ¡Nadie tiene
derecho a abusar de mí! ¡Nadie puede considerarme una prolongación de sus ideas, o
sus placeres, o sus codicias, o sus arquitecturas y planos de poder! Yo soy digno. Yo soy
digna. Nuestra vida común puede ser vivida en dignidad” ― Cuando nos animemos a
pensar desde allí y a sentir nuestra humanidad y la de los otros desde allí, nos
acercaremos a la afirmación central de la antropología de Juan Pablo II, en su nivel
natural.

Esta afirmación de la propia irreductibilidad se expresa como una vigorosa


denuncia del carácter mentiroso que poseen el avasallamiento y la negación. Un mundo
que niega la dignidad del hombre, de todo hombre, de un solo hombre, es un mundo que
miente. Como él mismo lo señala hasta el cansancio, “es falseada la verdad del hombre:
quién es el hombre y cuáles son los límites insuperables de su ser y su libertad”6.
Subrayemos esto: la negación de la verdad del hombre es una negación de su libertad. Y
a la inversa: la negación de la libertad del hombre es una negación de su verdad.

Ahora bien, ¿dónde encontramos los hombres y mujeres esa irreductibilidad?


Porque si no podemos encontrarla, si no podemos fundamentarla, no podremos
sostenerla más allá del nivel de las meras afirmaciones. Karol Wojtyla, hombre de oración
y de audición persistente de la Buena Nueva, no busca sólo en estas instancias la fuente
de la dignidad del hombre: busca en esa inmensa cantera que es la reflexión viva de los
hombres, sus concepciones teóricas, sus debates. Es absolutamente consciente de las
dificultades de aquellas concepciones que trabajan con la sola noción de “naturaleza
humana” y se sitúan en una perspectiva objetiva; es consciente también de los riesgos de
6
Dominum et vivificantem, II. P., 3. 37.
[5]

subjetivismo implicados en la afirmación plenipotenciaria del sujeto. Sabe que ambas


posturas, en el debate de su tiempo, están planteadas como una mutua oposición
excluyente7. Una mirada encerrada en la objetividad corre el riesgo de impedir el inmenso
dinamismo de la vida y de la historia; una mirada subjetiva, abierta al hombre como
iniciativa y diversidad, corre el riesgo de que los hombres no podamos apelar a nada
común.

En ese debate teórico, Karol Wojtyla no escucha sólo palabras áridas y


lejanas: reconoce en ellas las tensiones de las vidas humanas que no saben bien cómo
conjugar sus expectativas y la complejidad de sus anhelos, el anhelo profundo de libertad,
el anhelo hondo de verdad. Porque todas las esclavitudes que los hombre prolíficamente
inventamos no han hecho que logremos sepultar la anchura que experimenta nuestro ser
al atisbar aunque sea una mínima brizna de libertad; y ninguna de las críticas a los
absolutismos de la verdad, o a su pretensión imperial de omnipotencia, han logrado
desterrar de nuestras vidas la alegría del hallazgo de una verdad, por pequeña que fuera.
¿O acaso hay alguien que no se asfixia cuando debe vivir en un inmenso mundo de
mentiras? ¿O acaso no seguimos pensando que hay algo que se llama y es una mentira?
¿Cómo dar cabida y posibilidad de realidad a estas dos espadas que parecen hechas
para dar un combate a muerte, combate en el que nuestro anhelo de verdad o nuestro
anhelo de libertad, uno de las dos, debe morir?

3. El acto moral como testimonio de la persona

Juan Pablo II piensa que hay una instancia de la vida de los hombres y a la
vez una categoría de pensamiento que nos permite descubrir nuestra irreductibilidad y a
la vez fundamentarla teóricamente. Este ámbito es el de la “experiencia humana” 8. “En la
experiencia, el hombre nos es dado como el que existe y obra”9. ¿Cuál es esta
experiencia a la que se refiere? ¿Cuál es la experiencia que permite el descubrimiento de
nuestra irreductibilidad; es decir, de nuestra dignidad?

7
Ibid.
8
Cf. KAROL WOJTYLA, “La persona: sujeto y comunidad”, en Trilogía inédita …., p.45-
50.
9
Ibid., p. 46.
[6]

Observemos lo que dice. Descubrimos quienes somos en la acción. Es allí


donde descubrimos que ya éramos, pero, a la vez, experimentamos que podemos decidir.
La acción es quien nos manifiesta nuestro ser de personas10. Somos (naturaleza) quienes
son capaces de acción (sujeto) ¿Por qué? Porque se realiza desde nuestra libertad.
Porque es la acción el lugar donde nos autodeterminamos11. Nosotros a nosotros mismos,
no otros: sólo nosotros.

Para el inquieto profesor de Ética, para el estudioso que ha pesado la tradición


filosófica, la crítica kantiana y las propuestas de Max Scheler, para el gran admirador del
método fenomenológico, descubrimos y realizamos nuestro carácter irreductible, nuestro
carácter y dignidad de personas en la experiencia moral12. Allí es donde tenemos que
decidir sobre el bien y el mal. Porque los hombres no sólo nos preguntamos qué
hacemos, sino si lo que hacemos está bien o mal. Más aún: necesitamos saber qué hace
que algo sea bueno o malo. Por eso, la acción que se vuelve para nosotros revelación y
realización de lo que somos es aquella en la que nuestra pequeña vida tiene la osadía de
superarse a sí misma “hacia valores aceptados en la verdad y realizados con un profundo
sentido de responsabilidad”13. Por eso, también, “la moralidad es la expresión más fuerte
de la trascendencia propia de la persona”14. Y no cabe una teoría del hombre que no
implique una concepción de su moralidad.

Al decidir, los hombres nos superamos a nosotros mismos, pues este acto no
se realiza sólo desde el pequeño terreno de las anécdotas de nuestra vida y de nuestras
emociones superficiales, sino teniendo que poner en la balanza aquello que consideramos
valioso porque es bueno, porque debe ser realizado. Más aún, porque hay que ponerlo en
la realidad o quitar de ella lo que lo niega. No podemos decidir sin que nuestro ser tienda
sus manos hacia lo que lo supera. Es decir, nuestras decisiones morales nos hacen
palpar el misterio de lo que somos.
10
Cf. KAROL WOJTYLA, ¿Participación o alienación?, en Trilogía inédita…, pp. 11-131.
Ver también KAROL WOJTYLA, Persona y acción, BAC, Madrid, 2007.
11
Cf. KAROL WOJTYLA, “La estructura general de la autodecisión”, en Trilogía inédita
…, pp. 171-185.
12
Cf. KAROL WOJTYLA, “El hombre y la responsabilidad”, en Trilogía inédita …, 219-
295. 242
13
KAROL WOJTYLA, “La subjetividad y lo irreductible en el hombre”, en Trilogía inédita
…, p. 36.
14
Ibid.
[7]

Escuchemos estas palabras: las escuchemos allí donde nos sentimos la mera
proyección de las decisiones de otros, o el cruce de un conjunto de deseos insatisfechos,
o una marioneta más de una inmensa mascarada global. Tocamos, percibimos nuestra
dignidad, nuestro valor, allí donde nos descubrimos capaces de recibirnos a nosotros
mismos (recibirnos, como algo ya dado, no sólo desde Dios, sino también desde los
hombres, incluidos nuestros límites); recibirnos y decidir. No simplemente allí donde nos
suceden cosas: allí donde decidimos sobre ellas.

Esta expresión resulta a veces muy dura de digerir en nuestro común suelo
latinoamericano, pues la denuncia de la injusticia, insoportablemente real, nos ha hecho
olvidar, demasiadas veces, que no podemos considerarnos sólo víctimas; nos ha hecho
renunciar a ese duro, difícil e insoslayable momento en el que somos responsables de
nuestra vida personal y nuestra vida común porque podemos decidir sobre ella. La
decisión nos torna responsables. Bajo la potente luz de esta afirmación de la
responsabilidad, quizás deberíamos preguntarnos por qué renunciamos tan fácilmente a
la belleza arriesgada de la libertad. O por qué nos apartamos de las obras.

Es en la acción donde nuestro ser se entrega a los otros, pues sólo quien
puede autodominarse es capaz de entregarse. Por ello, en la trama de la experiencia
moral, descubrimos que nuestro ser se encuentra vinculado y con capacidad de donación,
de construcción de comunidad, de construcción de una sociedad. Es en la acción, con la
dureza de su exigencia y la hermosura de sus límites e intranquilidades, donde damos
testimonio de nuestra dignidad de personas. “Irreductible implica entonces que todo
hombre es como el testimonio evidente de sí mismo, de la propia humanidad y de la
propia persona”15

Todo hombre, toda mujer, atestiguan, en sus decisiones morales y las


acciones que proceden de ellas, que son quienes se dan a sí mismos lo que son. Ese
acto que proviene de las entrañas de nuestra libertad, singular o común, es, en sí mismo,
testimonio de la verdad de su ser y realización de su dignidad. Misterio de nuestra
realidad: la libertad se realiza como testimonio de la Verdad. Por eso, en los ejercicios
espirituales que predica y que luego serían publicados con el título, Signo de
contradicción16, cuando debe explicar el misterio del hombre, lo describe como el misterio
15
KAROL WOJTYLA, “La subjetividad y lo irreductible en el hombre”, en Trilogía inédita
…, p. 34.
16
Op. Cit., pp. 150-186.
[8]

de un ser que es profeta, sacerdote y rey. Profeta, porque su ser en su acción da


testimonio de la Verdad; sacerdote, porque su ser en su acción se vuelve entrega y
donación; rey, porque su ser en su acción, vivida como cultura y trabajo, devuelve a la
creación la verdad de su realidad.

Sólo quien es testigo de la verdad de su ser y puede hacerlo desde sí, puede
dar testimonio del Dios que lo ha creado y redimido. Sólo él puede atestiguar, sin que sea
una alienación, que Dios es la Verdad más honda de su realidad. Si la estructura del
testimonio fuera ajena a lo que somos, darlo resultaría un acto superficial y vano. Pero no
es ajena. En palabras de Juan Pablo II, “…la obra divina de la Salvación fue extraída por
Dios… de lo que es humano, esencialmente humano y constitutivo del hombre” 17, pues
Cristo poseía “la plena dimensión histórica de los hechos, de los acontecimientos, de las
obras, de las palabras y de los testimonios”18.

Conclusión

Esta invitación al testimonio como constructor de nuestra vida privada y


pública; este exigente llamado al coraje de las decisiones morales y la responsabilidad
que ellas acarrean, suena muy diferente en los oídos de los jóvenes y de los adultos. Los
jóvenes tienen la alegría de una fe a la que quieren entregar la fuerza y el entusiasmo de
su vida; los adultos poseemos la alegría de la fe, acompañada de una certeza: nuestro
testimonio hace que nuestros errores, nuestros límites y nuestro pecado, queden a la vista
de los hombres. Pues nuestra vida es pequeña y llena de oscuridades frente a la verdad
del Dios vivo. Pero la fe, o mejor dicho la vida de Dios que nos es donada en ella, nos es
más amada que la misma vida. Por eso, no importa si al dar testimonio de Dios la
pequeñez de lo que somos se vuelva manifiesta. Por eso, también, queremos animar a
los jóvenes a que el descubrimiento de sus propios límites, cuando llegue, no los haga
abandonar a Aquél a Quien creían. Dan testimonio de lo que es más verdadero que Uds.
mismos. Pues cuando damos testimonio de otras verdades, nuestra vida puede encajar
sin dificultad; pero si damos testimonio de aquella Verdad que supera totalmente lo que
somos, no podemos sino descubrir nuestros límites.

¿Por qué importa esto? ¿Por qué arriesgarse a esta inmensa fragua y
exposición de nuestra vida? La respuesta es sólo una y la hemos puesto de manifiesto al

17
Op. Cit., p. 151.
18
Op. Cit., p. 150.
[9]

comenzar: porque los nuestros, nuestros compañeros y compañeras de camino en este


momento de la historia, sufren y no saben en qué pueden esperar. Si queremos ser
honestos, debemos decir que, fuera de los confines del catolicismo (y a veces, ni siquiera
esta expresión es inmune a los recortes), los hombres y mujeres con los que vivimos no
esperan una palabra de sentido que provenga de la Iglesia, ni mucho menos tienen
hambre y sed de ella. Para un gran número de seres humanos, la Iglesia es como una
anciana moribunda, recluida en una habitación de nuestra casa común, importunando
desde allí con reclamos y cuidados; para muchos, también, ya ha vivido demasiado
tiempo. Es verdad que la persona y la vida de Jesucristo aún entusiasma a muchísimos;
es verdad también que muchos guardan un inmenso amor por la Iglesia que ha
convocado a su juventud. Pero en su fuero íntimo, no saben bien cómo conciliar su amor
con la vida multiforme de los hombres, con sus dolores, con sus alegrías. Sus corazones
de hijos honran y respetan a la Iglesia; sus corazones de hombre y mujer adultos vibran
con las propuestas, las alegrías y las angustias de los suyos. Y muchas veces,
muchísimas veces, no encuentran espacio para estas propuestas, alegrías y angustias en
la mirada y el corazón de quien lo ha engendrado para la vida en Dios.

Pero si la vida de la Iglesia no puede ser para los hombres consuelo, luz, pan,
vino, entonces está muda. Si sólo dice algo a los que están dentro de sus límites,
entonces su vida ya no participa de esa inmensa fuerza del fuego del Espíritu que
permitía que cada uno la escuchara en su idioma: “..partos, medos, elamitas, los
habitantes de Mesopotamia, Judea, Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia o en
Panfilia…”19

En el mundo y en la Iglesia, la persona, las palabras y las acciones de Juan


Pablo II, han convocado admiradores fervientes, críticos inexorables, cercanías y
distancias de muy diverso grado o nivel. Sin embargo, su vida ha conocido el coraje y el
dolor del testimonio, su vida ha pasado por la fragua de la fe. Y nadie puede entrar a esa
fragua sino porque escucha el inmenso clamor que brota de la vida de los hombres y del
amor insoslayable del Dios que los crea, los redime, los santifica, de Aquel que quiere ser
su Dios y Señor.

19
Hch. 2, 9-10.

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