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Centenario

de Louis
Kahn
Se cumple este año
el centenario de
Louis I. Kahn
(1901-1974),
considerado
actualmente
como uno de los
más grandes
arquitectos del siglo
XX.
La obra de Kahn
aparece publicada
en extenso en una
monografía,
agotada en su día,
que AV dedicó al
último de los
maestros modernos
y que ahora
reimprime con
ocasión de la
efeméride.
Encontrará más
información sobre
la figura de Kahn
en
www.birkhäuser.ch

Incluimos a
continuación el
texto de Luis
Fernández-Galiano
publicado en el
diario El País.

Luis Fernández-Galiano
Louis Kahn, el presente
eterno
Louis Isadore Kahn nació el 20 de febrero de 1901 en la isla de
Ösel (hoy Saaremaa), un enclave que cierra en el Báltico el golfo
de Riga, perteneciente entonces a Rusia y actualmente a Estonia,
pero que en otros momentos ha formado parte de Finlandia, Suec
Dinamarca y Alemania. Sus padres, el estonio Leopold Kahn,
suboficial pagador del ejército imperial ruso y escribiente tras
licenciarse, y la lituana Bertha Mendelsohn, aficionada al arpa y a
la literatura, eran dos judíos de familias numerosas cuya modesta
educación no pudo rescatarles de una pobreza extrema, que les
indujo a emigrar a los Estados Unidos a los pocos años de casarse
La familia se estableció en Filadelfia cuando Louis tenía 5 años, y
allí vivieron en condiciones muy difíciles, incapaces siempre de
pagar el alquiler, lo que les obligó a mudarse 17 veces en dos año
mantenidos por las prendas de lana que la madre tejía para fábrica
ante la incapacidad de su marido para trabajar de forma regular en
el oficio que había elegido, pintor de vidrieras, y soportados
emocionalmente por el yídish y la música que Bertha promovía
para conservar vivas sus raíces culturales europeas

En este ambiente de miseria y determinación se desarrolló la


infancia de Louis y sus dos hermanos menores, marcada también
en su caso por las cicatrices en el rostro y las manos producidas p
las ascuas de un fuego al que cayó con tres años de edad, lo que
casi le cuesta la vida, y por la voz atiplada que le dejó como
secuela la escarlatina contraída poco después de llegar a América
unas taras físicas que concitaban simultáneamente el abuso de sus
condiscípulos y la protección singular de su madre, persuadida de
su talento artístico y empeñada tenazmente en fomentarlo. Buen
dibujante como su padre, el joven Louis logró un reconocimiento
precoz de sus profesores, que orientaron su carrera hacia la pintur
pero dotado del mismo oído musical que su madre, el aprendizaje
casi autodidacta del piano le valió una beca para el conservatorio
que finalmente rehusó, eligiendo desarrollar su capacidad artística
en la arquitectura, y utilizar sus dotes musicales para pagarse los
estudios tocando el órgano en cines que proyectaban películas
mudas.

Como estudiante de la Universidad de Pensilvania, Kahn tuvo la


fortuna de ser alumno de Paul Cret, un distinguido arquitecto
francés que introdujo en Filadelfia el rigor de los métodos de la
École des Beaux-Arts de París, y en cuya oficina trabajaría tambi
durante algún tiempo a su regreso de Europa en 1929, tras un viaj
de un año en el que invirtió los ahorros de sus primeros empleos
profesionales. La Depresión, sin embargo, interrumpió las obras e
marcha, y durante la década de los treinta Kahn sólo tuvo la
oportunidad de intervenir en algunos proyectos de viviendas
promovidas por la administración en el marco del New Deal,
dedicando muchos de esos años a la reflexión y el debate sobre el
futuro de la arquitectura, mantenido por la familia de su mujer,
Esther Israeli, una ayudante de investigación del Departamento de
Neurocirugía de la Universidad de Pensilvania con la que se había
casado en 1930. La entrada de Estados Unidos en la II Guerra
Mundial alteró esta situación de estancamiento profesional, y Kah
orientó su carrera hacia el activismo social y los proyectos
urbanísticos, desarrollados con George Howe hasta 1942 y con
Oscar Stonorov hasta 1947, fecha en la que fue elegido presidente
de la American Society of Planners and Architects (el equivalente
americano de los CIAM), abrió su estudio independiente y se
incorporó como profesor a la Universidad de Yale.

En Yale encontró Kahn su plataforma de despegue: un entorno


estimulante de alumnos y profesores embarcados en la
transformación de la enseñanza académica y la introducción de lo
principios modernos; un joven historiador del arte, Vincent Scully
que se convertiría en su más activo propagandista; y un encargo,
Galería de Arte de la propia universidad, que Kahn ejecutó con un
brutalidad delicada insólita en el panorama conformista de la
arquitectura institucional norteamericana, con forjados de
casetones tetraédricos y una escalera triangular inserta en un
rotundo cilindro de hormigón que se imitaría por doquier, y que
descubrió al mundo el talento singular de una figura hasta entonce
marginal. El resto de la historia es bien conocida, y se jalona con
una secuencia de obras magistrales que dieron un nuevo sentido a
la monumentalidad contemporánea: edificios de solemnidad
arcaica, exquisitamente construidos y rigurosamente
coreografiados a través de la geometría elemental, imponentes e
íntimos a la vez, y tan líricos en el modelado de la luz como
elocuentes en la articulación expresiva de los encuentros entre
materiales.

Las cubiertas piramidales de los Baños de Trenton, el proyecto


donde Kahn asegura haberse “descubierto a sí mismo”, las torres
medievalizantes de sus Laboratorios Richards en Filadelfia, dond
por primera vez materializó su concepto de espacios servidores y
espacios servidos, y el gran patio abierto al horizonte del Instituto
Salk en La Jolla, un monasterio científico para el inventor de la
vacuna contra la poliomielitis que traduce al idioma moderno la
obsesión del arquitecto con la Villa Adriana, son tres obras
maestras concebidas en la segunda mitad de los años cincuenta. E
inicio de los sesenta está protagonizado por sus grandes proyectos
asiáticos, el Instituto Indio de Administración en Ahmedabad y la
que sería su obra más monumental, el formidable Capitolio de
Dhaka, en Bangladesh, una ciudadela parlamentaria para un joven
país islámico realizada como una titánica fortaleza de cubos y
cilindros de hormigón perforados por círculos y triángulos, donde
el clasicismo romántico de cuño piranesiano que alimenta esta
etapa de Kahn adquiere resonancias cósmicas, y que todavía
tardaría dos décadas en completarse.
Durante la segunda mitad de los años sesenta, Kahn depura aún
más su lenguaje, proyectando tres obras de perfección
emocionante: la Biblioteca de Exeter, un cubo de ladrillo cuyas
esquinas ausentes evocan las ruinas romanas tan amadas por el
arquitecto, y cuyos gigantescos óculos de hormigón en el patio
luminoso recuerdan los sueños ilustrados de Ledoux; el Museo
Kimbell en Fort Worth, una sucesión de falsas bóvedas de
hormigón, hendidas por lucernarios longitudinales, que crean una
atmósfera intemporal y elegante de exquisita serenidad, y que
muchos consideran su obra mejor; y el Centro de Arte Británico d
Yale, situado frente a la Galería de Arte que lo había dado a
conocer veinte años atrás, un prisma urbano de hormigón, vidrio
acero que despliega las salas del museo en torno a dos patios de
minuciosa exactitud y solemnidad geométrica, y que Kahn no
llegaría a ver terminado.

Al iniciarse los años setenta su popularidad le había convertido en


un viajero constante; en el que sería su último año de vida voló un
o más veces a Dhaka, Teherán, Tel Aviv, Bruselas, París, Rabat y
Katmandú. A su regreso en 1974 de un largo viaje a la India, don
tras visitar su obra de Ahmedabad regresó a los Estados Unidos e
un periplo interminable con escalas en Bombay, Kuwait, Roma,
París y Londres, un Kahn exhausto se desplomó en los aseos de la
estación de Pensilvania —donde debía tomar el tren que le llevara
de Nueva York a Filadelfia— durante la tarde del domingo 17 de
marzo, y su cuerpo con el corazón roto permaneció varios días en
un cajón frigorífico del Departamento de Personas Desaparecidas
de Manhattan. Había vivido cincuenta años de oscuridad y algo
más de veinte de fulgor, y se consumió en la hoguera del éxito.
Pero dejó tras de sí una huella construida que es patrimonio de la
arquitectura y de la humanidad.

Cinco interrogantes para un centenario

¿Hay que celebrar el centenario de Kahn?


No es imprescindible. Entre 1991 y 1994, una colosal exposición
viajó por siete museos de tres continentes, y su catálogo (preparad
por los profesores de la Universidad de Pensilvania David B.
Brownlee y David G. De Long), que recoge lo sustancial de la
investigación desarrollada desde 1983 en el archivo que Kahn leg
a su alma mater, sigue siendo la obra básica de referencia para
entender a este gigante del siglo pasado. Sólo la publicación en
1997 de las Cartas de Roma, dirigidas entre 1953 y 1954 por Lou
Kahn a su amante Anne Griswold Tyng, una arquitecta veinte año
más joven que fue a tener la hija de ambos lejos de Filadelfia,
arroja una luz inesperada sobre la personalidad obsesiva y
mezquina del arquitecto. Pero la revisión esencial de Kahn se hizo
hace una década, y la conmemoración actual está condenada a ser
más festiva que inquisitiva. Si los músicos celebran el año de
Verdi, los filósofos el de Gracián y los escritores el de ‘Clarín’,
¿por qué no han de festejar los arquitectos el año de Kahn? Aunq
lo cierto es que utilizando las fechas de nacimiento y muerte, amé
de las de otros acontecimientos singulares de la biografía y la obr
y ampliando el registro conmemorativo con cincuentenarios,
sesquicentenarios y demás calderilla cronológica, cualquier figura
histórica o cultural resulta homenajeable en cualquier momento. E
año pasado sólo los venezolanos celebraron en su pabellón de
Venecia el centenario de Carlos Raúl Villanueva, una figura que
hubiera merecido un más amplio reconocimiento, y es de esperar
que los centenarios de Josep Lluís Sert en julio de 2001 y de Luis
Barragán en marzo de 2002 tengan una dimensión que supere el
ámbito catalán o el mexicano. Mientras tanto, levantemos nuestra
copas en honor de Kahn, un judío de Estonia y de Filadelfia que
hoy es ya del mundo.

¿Es uno de los grandes arquitectos del siglo?


Como diría Frank McCourt, lo es. Si Estados Unidos es un gran
país, Louis Kahn es un gran arquitecto que fundamenta su
importancia en la interpretación americana de viejos temas del
viejo mundo, un inmigrante desvalido al que su nueva patria acog
con inteligencia generosa, y un talento confuso que sólo pudo
florecer en el marco afirmativo y optimista del mecenazgo
institucional americano. Kahn no existiría sin Jonas Salk, Kay y
Velma Kimbell o Paul Mellon. Su revisión del funcionalismo par
construir monumentos modernos que pudieran expresar la volunta
de permanencia de las instituciones y celebrar la cohesión de la
comunidad es tan característica de la pax americana de la
posguerra como las casas de Wright lo fueron del individualismo
emersoniano de una nación de granjeros. Pero sus hallazgos
formales son ya patrimonio de la arquitectura del mundo, y sólo
una miopía eurocéntrica y el tardío desarrollo de su carrera le
regatean aún una plaza en el club de los grandes, esos que Charle
Jencks llama the big four (Wright, Mies, Le Corbusier y Aalto), y
cuya obra completa los historiadores del Docomomo (asociación
para documentar y conservar la arquitectura del Movimiento
Moderno) proponen a la Unesco declarar Patrimonio Mundial,
conjuntamente con 28 edificios sueltos de figuras menores, entre
los cuales los Laboratorios Richards de Kahn. El maestro de
Filadelfia es, sin embargo, junto con Gropius (el hoy injustamente
minusvalorado fundador de la Bauhaus) el único que, además de
los cuatro grandes, figura mencionado en los títulos de capítulo d
la historia de la arquitectura moderna más difundida, la de William
Curtis, y tengo para mí que con justicia. Aunque no alcance la
estatura mítica de Wright, Mies o Le Corbusier, quizá la Unesco
debería transformar the big four en the big five, y no otorgar a la
obra de Kahn menor protección que a la de Aalto.

¿Tiene su obra deudas poco reconocidas?


Demasiadas. A Kahn nunca le faltaron adjetivos elogiosos para
agradecer las enseñanzas beauxartianas de su maestro Paul Cret,
que durante los años veinte formó al arquitecto en la disciplina de
la idea y el rigor de la geometría; el apoyo esencial de su colega
George Howe, pionero del Estilo Internacional en los Estados
Unidos y protector de Kahn durante los años difíciles de la
Depresión y la guerra, y que desde el decanato de Yale le
consiguió en 1951 su primer proyecto importante, la Galería de
Arte de la universidad; o el entusiasmo, lindante con el ditirambo
del historiador Vicent Scully, que halló en el estrafalario Kahn el
genio heroico y arcaico que exigía su visión dramática de la
historia del arte, convirtiéndose en su principal publicista durante
los años cincuenta y sesenta. Pero es deplorable la resistencia de
Kahn a reconocer su deuda con su colaboradora y amante Anne
Tyng, una dotada arquitecta que entre 1945 y 1955 introdujo en s
obra el orden abstracto de la geometría estructural, sirviendo de
puente con la fértil inventiva de Buckminster Fuller; con su
discípulo y colaborador Robert Venturi, que tras deslumbrarlo co
su tesis doctoral trabajó en su estudio en 1956, familiarizándolo
con la poesía de los espacios estratificados y yuxtapuestos de la
arquitectura manierista, que tan importante sería en la obra tardía
de Kahn; o con los ingenieros de su entorno, el francés Robert Le
Ricolais, colaborador desde 1953 y colega desde 1955 en la
Universidad de Pensilvania, y, sobre todo, August Komendant,
asesor permanente de Kahn desde 1956. Y, sin embargo, Tyng fu
como ha escrito Fuller, “la estratega en geometría de Louis Kahn”
“Lou aprendió de Bob”, para decirlo con las palabras de la esposa
y socia de Venturi, Denise Scott Brown, “la excepción, la
distorsión y la inflexión propios del manierismo”; y las grandes
obras de las dos últimas décadas de la carrera de un Kahn que
“carecía de los conocimientos más básicos sobre estructuras” son
impensables sin la participación de Komendant, el ingeniero que
tan poco diplomáticamente describía la ignorancia técnica del
arquitecto.

¿Fue el padre de la arquitectura posmoderna?


Sólo superficialmente. Es verdad que con él se formaron
protagonistas de la aventura posmoderna como Charles Moore; q
obras como la de Mario Botta no se conciben sin su influencia; y
que a partir de su contacto con Venturi su trayectoria dio un giro
trascendental, incorporando la escenografía de la falsa fachada y l
evocación de las arquitecturas históricas. Pero el término
posmoderno ha adquirido hoy una connotación peyorativa que lo
asocia sólo a una forma frívola de clasicismo epidérmico —
olvidando tanto su defensa de la continuidad urbana y los context
históricos como su crítica pop del hermetismo expresivo moderno
—, y sería disparatado buscar sus orígenes en el arcaísmo
esencialista de Kahn, un fundamentalismo autorreferente que
subordina el contexto y el lenguaje a sus mandalas geométricos. E
cierto que devolvió la respetabilidad a la historia; pero las
lecciones que Kahn extrae de Roma o el mundo antiguo no son
sustancialmente diferentes de las apuntadas por Le Corbusier
cuando representa la Ciudad Eterna a través de la eternidad
cristalina de los sólidos platónicos, buscando en la geometría
elemental un clasicismo más hondo que el de la figuración amabl
de guirnaldas y volutas. Venturi aprendió en Italia otras lecciones
y aprendería más aún de los casinos de Las Vegas; y Aldo Rossi
excavó en su memoria personal y geográfica para encontrar unos
arquetipos diferentes a los de Kahn: líricos y trágicos en lugar de
cósmicos y solemnes, como corresponde al contraste entre su
exploración individual y la obsesión del maestro de Filadelfia por
los orígenes míticos de los espacios colectivos. El 18 de enero ha
muerto en Miami Morris Lapidus, un arquitecto de origen eslavo
como Kahn, de su misma edad (había nacido en Odessa en 1902)
que al igual que él socavó en los años cincuenta la neutralidad
rutinaria del Estilo Internacional; pero establecer a través de
Venturi un vínculo entre las instituciones severas de Kahn y los
hoteles abigarrados, irónicos y excesivos de Lapidus sería una
pirueta teatral que supera el umbral de cinismo permisible.

¿Son más importantes sus ideas o sus obras?


Sus obras, de lejos. Aunque Kahn fue un profesor carismático,
reverenciado por sus estudiantes, los numerosos textos que le
sirvieron para cristalizar sus ideas son una amalgama deshilvanad
y confusa de intuiciones aforísticas y trivialidades, esmaltados de
errores históricos, con frecuencia tan oscuros como los dictámene
de un chamán, y a veces más herméticos que las profecías de una
sibila. Kahn se jactaba de no leer nunca, y el torrente hemorrágico
de logomaquia metafórica que fascinaba a sus discípulos causaba
el desconcierto de sus clientes, a los que inicialmente ahuyentaba
con su aspecto desaliñado de charlatán excéntrico. A Kahn, sin
embargo, lo rescatan las obras de las dos últimas décadas de su
vida. Hasta los cincuenta años es un profesional esforzado, que
construye viviendas baratas para el gobierno federal o las
asociaciones judías, y que promueve la arquitectura moderna a
través de publicaciones y organismos varios; pero a su regreso de
una estancia de tres meses en Roma en 1951, Kahn proyecta la
Galería de Arte de Yale, y con esta obra y los Baños de Trenton d
1955 el arquitecto inicia un periodo de extraordinaria fertilidad y
originalidad creativa que no se cierra hasta su muerte en 1974. Lo
edificios de esta última etapa combinan la monumentalidad y la
delicadeza con una rara sensibilidad que no puede dejar de
conmover: la gran plaza metafísica frente al Pacífico de los
Laboratorios Salk se flanquea con celdas de estudio recoletas
donde el roble domestica al hormigón; las bóvedas cicloides
paralelas del Museo Kimbell otorgan a cada lienzo de esa
colección exquisita un ámbito íntimo de contemplación luminosa
y los colosales óculos del patio de la Biblioteca de Exeter
suministran un contraste inesperado con los cubículos de madera
engarzados en la fachada de ladrillo, que acogen al lector en su
marco mínimo. Cualquiera que haya visitado estos lugares mágic
debe haber sentido que, más allá de la arquitectura y sus historias
en sitios así es posible ser feliz. Pero quizá la alquimia de la
arquitectura no debiera perseguir otra cosa.

Instituto Salk de Estudios Biológicos,


La Jolla, California, 1959-1965

Capitolio de Dhaka,
Bangladesh, 1962-1983
Foto: JA

Biblioteca de la Academia
Phillips Exeter,
Exeter, New Hampshire,
1965-1972
Museo de Arte Kimbell,
Fort Worth, Texas, 1966-1972

Centro de Arte Británico


de Yale, New Haven,
Connecticut, 1969-1974
Fotos: Grant Mudford

Navarro Baldeweg culmina el Museo


de Altamira y realizará el de la
septiembre 2000
Evolución Humana en Burgos
El arte de la reproducción facsímil no se cuenta entre las
manifestaciones más excelsas de la alta cultura arquitectónica; es
más, en arquitectura, cuando se habla de copias, es más frecuente
pensar en Disney o Las Vegas que en el pabellón de Mies van der
Rohe para Barcelona. Pero hete aquí un caso que nada tiene que
ver con la exaltación de la nostalgia ni con la reivindicación del
espectáculo. En Altamira, junto a la localidad santanderina de
Santillana del Mar, se ha construido una réplica de la cueva de los
bisontes y de sus extraordinarios graffiti del paleolítico, junto a un
museo arqueológico y centro de estudios proyectados por Juan
Navarro Baldeweg. Las pinturas, conservadas gracias a las
condiciones climáticas y lumínicas de la gruta, corrían un serio
peligro si no se protegían de, entre otras cosas, el flujo masivo de
visitantes. Y con este remedo exacto que procura la emoción
original Altamira no pierde su condición de punto de atracción
turística, procurando a su vez mejor acomodo a las colecciones
prehistóricas del Museo de Cantabria y ofreciendo un nuevo
espacio de investigación.

La ‘neocueva’, como ya se la conoce, se levanta a unos 100 metro


de la original, integrada en un edificio de 3.000 metros cuadrados
construido por el arquitecto y pintor cántabro tras ‘recortar’ la
corteza del emplazamiento para producir un impacto mínimo en e
entorno. La relación de lo construido con el paisaje y las
geometrías netas son signos de identidad de la obra de Navarro,
que en este caso evitan cualquier asociación con el parque
temático. Todo se organiza alrededor de la entrada, desde la cual
centro de investigación se dispone en cuerpos longitudinales con
los espacios de exposición, las salas de reuniones, la librería y el
restaurante. Estos volúmenes, revestidos de piedra y paneles de
aluminio color mostaza, se ordenan linealmente, abriéndose en un
pequeño abanico que se prolonga en unas terrazas. Bajo una gran
cubierta inclinada se encuentran la gruta —suspendida por finos
cables metálicos (arriba, su trasdós desde la zona de
investigadores)—, la biblioteca, los laboratorios y las oficinas,
iluminados cenitalmente.

Como en anteriores edificios del autor, la luz juega aquí un papel


como creadora de efectos espaciales: difundida a través de los
lucernarios longitudinales situados en los planos en pendiente de
cubierta —parcialmente plantados de hierba—; y reflejada en los
planos inclinados y suspendidos que en el interior guían los pasos
del visitante.

Para Navarro Baldeweg, la terminación de esta obra delicada y


rigurosa ha coincidido con un momento venturoso en el que ha
ganado dos importantes concursos españoles: el del Teatro del
Canal en Madrid (véanse las páginas 70-73 de este mismo
número), y el del Museo de la Evolución Humana en Burgos,
donde su proyecto —varias piezas que forman un volumen
compacto, protegidas por una cubierta plegada— se impuso a las
propuestas presentadas por Arata Isozaki, Cruz y Ortiz, Steven
Holl y Jean Nouvel. Desde Altamira a Atapuerca, Navarro regres
a los dominios de la arqueología; esta vez para construir un centro
donde se expondrán los hallazgos del yacimiento
paleoantropológico más antiguo de Europa. (Foto: Duccio
Malagamba).
Intradós de la reproducción de la
cueva de Altamira.

Panel ganador del concurso d


Atapuerca.

Juan Navarro Baldeweg.

Luis Fernández-Galiano
Elogio del facsímil
Mea culpa d’un sceptique: con este título publicó Émile Cartailha
en 1902 el artículo que legitimó la autenticidad de las pinturas de
cueva de Altamira, puesta en duda por la comunidad científica
desde su descubrimiento por Marcelino Sanz de Sautuola veintitré
años antes; y un mea culpa similar convendría hoy a los escéptico
que tantas veces hemos expresado reticencias irónicas frente a los
facsímiles como simulacros culturales. La réplica de Altamira
construida junto a la cueva original es de tan meticulosa exactitud
se inscribe en un proyecto investigador y pedagógico de tan
equilibrada pertinencia, y se alberga en un edificio de tan elegante
arquitectura y feliz inserción en el paisaje que habrá de perforar e
blindaje cáustico de los que allí sólo esperan hallar un parque
temático al servicio de la industria turística.

La historia de Altamira, desde luego, está esmaltada de recelos. Y


en las polémicas que siguieron al hoy mítico: «¡Papá, bueyes!» de
la hija de ocho años de don Marcelino, la asombrosa perfección d
los bisontes polícromos entró en conflicto con las convicciones
evolucionistas de los prehistoriadores —que obligaban a suponer
una infancia artística balbuceante para la humanidad primitiva—,
desde la Institución Libre de Enseñanza hasta los grandes
especialistas franceses se negaron a aceptar la datación paleolítica
de las pinturas. Sólo los posteriores hallazgos de arte rupestre en
Francia rehabilitaron Altamira, con el mea culpa de Cartailhac y l
monografía que dedicó a la cueva en 1906 junto al abate Breuil, e
ilustre prehistoriador que habría de convertirse en la mayor
autoridad del arte paleolítico. Pero la respetabilidad científica no
garantizaría la adecuada protección de la que pronto se denominó
«Capilla Sixtina del arte cuaternario», y en los albores del siglo se
inicia un trayecto poco edificante que combina las iniciativas
personales ejemplares con la frecuente desidia institucional. Este
proceso, que tuvo su momento más ominoso en 1936, con la
incautación de la cueva por el Frente Popular para su utilización
como refugio antiaéreo, cuartel de milicianos y almacén de
municiones (salvándose del bombardeo, al parecer, por una orden
expresa del general Kindelán a la Legión Cóndor) condujo a un
deterioro progresivo, agudizado por la multiplicación de las visita
producto de su explotación turística desde los años cincuenta, con
el resultado obligado de su cierre preventivo en 1977.

Abierta de nuevo en 1982 para el muy limitado número de


personas que no pone en riesgo el mantenimiento de las
condiciones ambientales en su interior, la oportunidad de una
réplica que permitiera las visitas masivas se ha discutido desde
entonces, y se halla en el origen del proyecto que ahora llega a su
término: un museo y centro de investigación construido en torno
facsímil de la cueva. Quizá por la escasa calidad de la reproducció
existente en el Museo Arqueológico Nacional, acaso por la
ubicación en un parque temático de la réplica ejecutada en 1993 e
Japón, y sin duda por la sospecha de falsificación de la memoria y
trivialización de la experiencia que habitualmente asociamos al
facsímil, la iniciativa no encontró un aplauso unánime. En este
mismo diario mencioné en alguna ocasión la réplica japonesa de
Altamira con tono satírico y, también en El País, el siempre agudo
Vicente Molina Foix se refirió al proyecto de Santillana como un
«Disneylandia rupestre» que suministraría «engaño cultural» a
través de un simulacro didáctico. Pero al menos en mi caso, el
proyecto realizado ha disuelto el recelo inicial, y me manifiesto
dispuesto a expresar un mea culpa con el que quizá coincidan
algunas otras de las voces reticentes.

En este elogio del facsímil no hay, por tanto, intención de ironía,


sino aprecio genuino por el proyecto museológico redactado por
José Antonio Lasheras y por el proyecto arquitectónico ejecutado
por Juan Navarro Baldeweg, que han sabido reconciliar pedagogí
y emoción en un edificio ejemplar, soporte de ese artificio
extraordinario que llaman la neocueva, y capaz de albergar tambi
el habitual programa expositivo y de investigación de un museo
arqueológico, reforzado en este caso por la provisión excepcional
de aparcamientos y espacios de acogida que corresponde al
importante flujo de visitantes previsto. Semienterrado en una
colina para no interferir con el paisaje circundante —que en la
boca de la neocueva se complementará con una plantación de los
mismos árboles que hace 14.000 años poblaban el entorno del
pintor paleolítico—, el edificio hace un uso extensivo de la luz
cenital, a través de lucernarios longitudinales que rasgan las
cubiertas ajardinadas, prolongándose en el interior con viseras
escultóricas que subrayan con eficacia manierista su desarrollo
lineal. Los revestimientos pétreos y los paneles de aluminio de
color mostaza colaboran con los leves banqueos y los ligeros
desplazamientos de los cuerpos construidos para situarse sin
violencia en el lugar, lo que el edificio hace con una naturalidad
distraída que contrasta eficazmente con la intensidad escenográfic
y lírica de las salas iluminadas por los planos inclinados de las
viseras cenitales, que dan a los interiores la nitidez inmaterial y
abstracta de su difusa claridad.

Pero quizás el episodio más sugerente de la obra sea aquel donde


ficción, el arte y la naturaleza se trenzan con mayor deliberación:
trasdós de la neocueva, que ofrece su dorso rugoso de aerolito
ingrávido a la mirada de los investigadores, suspende el envés de
trama pedagógica de un ejército de hilos disciplinados que
reconcilian el rigor exigente de las leyes físicas con el azar abrupt
de los acontecimientos geológicos, manifestando la ardua vocació
de exactitud de la ciencia allí donde muchos no verían sino las
bambalinas de una representación caprichosa. El arquitecto quiso
hacer partícipe de esta mirada inteligente al visitante del facsímil,
pero los gestores del museo prefirieron mantener el recorrido
inocente que implica «the suspension of disbelief» de la ficción.
Asegura Luigi Luca Cavalli-Sforza que el gran artista que pintó lo
bisontes de Altamira hablaba euskera, y ese fogonazo de la
intersección entre genética, arqueología y lingüística ilumina la
percepción de la actualidad dramática de nuestro país con una luz
arcaica que anima a privilegiar el entendimiento sobre la
escenificación. Enfrentados a la abrumadora experiencia emocion
e intelectual de la bóveda polícroma, es difícil no sentir un
relámpago de admiración deslumbrada por el genial autor
paleolítico que salva el abismo de milenios entre nuestras miradas
y es imposible no saber que nuestra común condición humana tra
un arco de fraternidad y empatía por encima de las identidades
borrosas de los pueblos y de las lenguas.

Rem Koolhaas recibe el Premio


Pritzker 2000
junio 2000
El arquitecto y teórico holandés Rem Koolhaas (La Haya, 1944)
recibió el Premio Pritzker 2000 en Jerusalén. Nuestro colaborado
Carlos Jiménez, miembro del jurado que ha otorgado este galardó
relata a continuación la ceremonia de la entrega.

Carlos Jiménez
La buena nueva desde
Jerusalén
El pasado 29 de mayo tuvo lugar la ceremonia de entrega del 23º
Premio Pritzker, concedido a Rem Koolhaas en su edición del año
2000. Celebrado en los terrenos del Parque Arqueológico de
Jerusalén, el acontecimiento no podía haber tenido un escenario
más espectacular: una terraza con varios niveles en la que cada un
de las piedras está cargada de evocaciones milenarias; un paseo
elevado desde el que se aprecia el embrujo de la luz procedente d
desierto; un extenso balcón desde el que se observa el reluciente
perfil de esta magnífica ciudad, inexorablemente envuelta en un
duelo entre la memoria y la fe. No se podía evitar una sensación d
ironía: Koolhaas recibía el codiciado premio en una ciudad cuya
intensa implicación en los avatares de la historia se manifiesta
hasta en los detalles más nimios. En ese momento mágico de la
exaltación y los honores propios de la ceremonia, se podía notar l
incomodidad de Koolhaas al sentirse momentáneamente atrapado
entre los restos de la Calle de Herodes, el escenario donde tuvo
lugar la principal concentración. Nada podía resultar tan alejado d
esa cualidad vasta y vertiginosa de la ciudad contemporánea que
tan querida le resulta a este arquitecto. Adosada y paralela al
asombroso muro suroeste del Monte del Templo, esta calle
quebrada y alborotada nos recordaba a todos la fragilidad de la
historia, al tiempo que reafirmaba su incontenible rostro humano.

La trayectoria profesional de Rem Koolhaas conserva su ritmo


vibrante gracias a su fervorosa devoción por todo lo que suene a
contemporaneidad. Con 56 años, el arquitecto holandés, intrépido
paladín en busca de cualquier signo de los fenómenos urbanos má
recientes, ha alimentado su actividad a base de aprovechar el
diluvio de información que cae sobre cualquier ciudad del planeta
una actividad que el arquitecto ha desarrollado con brillantez
gracias a la inmediatez de la palabra escrita, realzada por un fond
siempre cambiante de imágenes impresas y digitales.

En varias ocasiones a lo largo de la velada, Koolhaas fue


presentado como “un arquitecto y un hombre de la palabra”. Era
una forma interesante de ungir al arquitecto, que hizo su entrada e
el mundo arquitectónico a finales de los años setenta con la carga
explosiva de sus sagaces manifiestos y sus mensajes taquigráficos
Con frecuencia estos mensajes revelaban el placer malicioso del
provocador perpetuo, una cualidad cultivada por el arquitecto a lo
largo de los años con una precisión y una entrega exquisitas.

En su presentación de Koolhaas al público asistente, Ehud Olmer


alcalde de Jerusalén, le dio la bienvenida “al corazón del mundo
entero”, en una ferviente referencia a la ciudad. Después de que J
Carter Brown (presidente del jurado del Premio Pritzker de
Arquitectura) y Thomas J. Pritzker (presidente de la Fundación
Hyatt) dijesen sus palabras de elogio y enhorabuena, Koolhaas
procedió a pronunciar uno de los discursos de aceptación más
rápidos y cortos que se recuerdan. Empezó contando una anécdot
relativa a su primer encuentro con el problema judío, acaecido
cuando tenía 21 años y estaba por primera vez en Nueva York; al
encontró también la cordial tutela de Peter Eisenman, su mentor
mientras estudiaba en el Instituto de Arquitectura y Estudios
Urbanos. Tras expresar su gratitud hacia Eisenman (“que en mi
opinión merece el Premio Pritzker incluso más que yo”), Koolhaa
aceptó el premio con una sonrisa algo forzada. Dando una
pincelada de humor a su texto (por lo demás rigurosamente
preparado, aunque poblado de insinuaciones irrevocables), el
arquitecto dio las gracias al jurado por haber tomado “una decisió
tan acertada este año”.

Dirigiendo siempre sus palabras al micrófono, Koolhaas reafirmó


su convicción de que “nuestro cliente ya no es el Estado o sus
derivados, sino esos individuos particulares a menudo impulsados
por audaces ambiciones y costosas trayectorias que nosotros, los
arquitectos, respaldamos sin reservas. El sistema es definitivo: la
economía de mercado. Trabajamos en una era posideológica y,
debido a la falta de apoyo, hemos abandonado la ciudad y otros
problemas más generales. Los temas que inventamos y defendem
son nuestras propias mitologías, nuestras especialidades. No
tenemos discurso algunos sobre la organización territorial, ni sobr
el asentamiento o la coexistencia humana. En el mejor de los caso
nuestro trabajo explora y explota con brillantez una serie de
condiciones singulares”. Con su acostumbrado desdén por todo lo
que sea más antiguo que la vanguardia rusa, Koolhaas rindió
homenaje a las posibilidades que la realidad virtual ofrece a la
arquitectura, un mundo que vislumbra regido no por el ‘ladrillo’
(que en su opinión es culpable de “cuatro mil años de fracasos”),
sino por el ‘ratón’ (en el que “Photoshop y el ordenador permitirá
crear utopías instantáneamente”). Sin embargo, pese a toda esa
habilidad espectacular que Koolhaas intentaba sacar de su educad
terrorismo verbal, las palabras sonaban vacuas dentro de esa
cámara imperiosamente sublime de piedra sobre piedra que
rodeaba a todos los presentes.

El jurado alabó las escasas pero influyentes obras de Koolhaas,


destacando en particular la casa en Burdeos (1998) como un
edificio que garantizará al arquitecto un lugar en la historia. En
otros comentarios el jurado aludía con entusiasmo a los
provocadores escritos del arquitecto y a sus obras en curso. Entre
estas últimas se señalaban la gigantesca ampliación de los estudio
MCA-Universal en Los Ángeles y la Biblioteca Pública de Seattle
además de edificios menores como el Centro Universitario del IIT
en Chicago y la Casa de la Música en Oporto. Al valorar tan
superficialmente los edificios construidos por el arquitecto en los
últimos veinte años, el jurado mostraba implícitamente sus grande
expectativas respecto a la obra que está por llegar. Bill Lacy,
director ejecutivo del Premio Pritzker, comentaba en privado que
había cierta similitud entre la situación actual de Koolhaas y la de
Frank Gehry cuando recibió este mismo premio en 1989. En aque
momento, señalaba Lacy, Gehry estaba a punto de romper aguas
con sus obras más logradas.
Una vez terminado el acto, se podía encontrar a Koolhaas
ligeramente relajado y rodeado de admiradores en el American
Colony Hotel, situado en el centro de Jerusalén. Allí, en el cómod
entorno de un séquito de amigos y simpatizantes cercanos, el
arquitecto continuó pronunciándose sobre su obsesivo análisis de
todo lo que configura la urbanidad global. Perfectamente
consciente de las actuaciones arquitectónicas en un paisaje a
menudo indiferente a la promesa de la arquitectura, Koolhaas
expresó su deseo de sondear el fenómeno del comercio, que
actualmente está alterando la apariencia física de las ciudades.
Como si estuviese examinando el cuerpo obeso de una sociedad a
merced de uno de sus apetitos más incontrolables, Koolhaas
mostraba una fascinación ingenua por una de las transacciones m
antiguas de la humanidad, los caprichos del comercio, expresada
con sus inimitables e impacientes bravuconadas. Es en estos polo
opuestos donde se encuentran las intuiciones puras de Koolhaas,
las profecías de un pensador global. Una vez que las oleadas
retóricas alcanzan cierta distancia, lo que queda son los agudos
oráculos del arquitecto, como éste que resonaba en sus
observaciones finales: “A menos que rompamos nuestra
dependencia de lo real y reconozcamos la arquitectura como un
modo de pensar en todos los temas, desde los más políticos a los
más prácticos; a menos que nos liberemos de esa eternidad de
especular sobre nuevos problemas, imperiosos e inmediatos, com
la pobreza o la desaparición de la naturaleza, la arquitectura pued
que no llegue al año 2050.”

Nouvel ampliará el Museo Reina


Sofía
diciembre 1999
El arquitecto francés Jean Nouvel ha resultado ganador en el
concurso convocado para ampliar el Centro de Arte Museo
Nacional Reina Sofía de Madrid. En la fase final participarón
además Tadao Ando, Santiago Calatrava, Manuel de las Casas,
David Chipperfield, Antonio Cruz y Antonio Ortiz, Zaha Hadid,
Enric Miralles, Juan Navarro Baldeweg, Dominique Perrault,
Emilio Tuñón y Luis Moreno Mansilla, y Guillermo Vázquez
Consuegra.

Incluimos a continuación el texto de Luis Fernández-Galiano


publicado en el diario madrileño El País.
Luis Fernández-Galiano
El cielo protector

Jean Nouvel ampliará el Reina Sofía con un ala de cobre. Bajo un


plano ingrávido y perforado, delgado y frío como un cuchillo, el
arquitecto francés ha dispuesto tres volúmenes que definen el
perímetro triangular del solar, dejando entre ellos una plaza
cubierta por el dosel metálico: ese nuevo patio arbolado y pétreo,
en el que se conservan restos de los edificios que han de ser
demolidos y parte de la vegetación existente, es el núcleo cordial
de la ampliación del viejo hospital de Sabatini. A través del patio
cubierto se entra al nuevo edificio de exposiciones temporales,
conectado con el actual museo y sus muelles de carga; y se llega
también al prisma transparente de la biblioteca y al volumen
ovoide del auditorio, que tienen accesos independientes desde la
calle para poder usarse al margen del horario de apertura
expositivo. Estas tres piezas de acero, granito y vidrio, construida
con la paleta lacónica del negro, el gris y los reflejos, se coronan
con un palio rojizo y reflectante que parece flotar sobre ellas, y qu
desde la cornisa inferior del hospital extiende su protección hasta
arista aérea del voladizo sobre la acera.

Utilizando sabiamente ideas de proyectos anteriores, desde el


carenado futurista del palacio de congresos de Tours a la
marquesina inmaterial del centro cultural de Lucerna, Nouvel se
enfrenta a la incómoda parcela con sensibilidad urbana y
deferencia monumental. Al fragmentar en tres edificios el
programa de la ampliación, y al colocarlos casi exactamente sobre
las huellas de otros tantos pabellones demolidos, el arquitecto se
deja llevar con naturalidad por la lógica geométrica y el grano
dimensional de la ciudad, insertando sin violencia en el barrio una
arquitectura de gran elegancia técnica y extraordinario
refinamiento escenográfico; y al situar el conjunto bajo el ala de
cobre que prolonga el remate original de Sabatini, se subordina co
cortesía al edificio histórico, cuyas sólidas fábricas se valoran por
contraste con la levedad translúcida de los muros y la delgadez
suspensa de la visera, y cuya fachada genuina se rescata desde el
patio, al seccionar simbólicamente con el filo del dosel la torpe
planta añadida al hospital el siglo pasado.

En la fase final del concurso, el patio de Nouvel se comparó con


otros dos proyectos que representan caminos alternativos para
abordar la ampliación: el bloque de gran altura y el edificio
compacto. Dominique Perrault, distinguido con el segundo premi
proponía un gran prisma –algo así como un Pompidou sin tubos–
que se levantaba considerablemente por encima de las cubiertas d
actual museo, y que cedía a la ciudad la mayor parte del solar en
forma de una plaza pública triangular; coronado por un restaurant
mirador, el bloque se revestía con un faldón inclinado de malla
metálica dorada que cubría toda la fachada, sirviendo a la vez de
protección solar y de gesto de acogida hacia los visitantes. Juan
Navarro Baldeweg, que obtuvo el tercer premio, prefirió proyecta
un edificio muy compacto y de intrincada geometría, que se unía
por un extremo al hospital de Sabatini, dejando entre ambas
construcciones un espacio en forma de cuña que hacía las veces d
umbral urbano; apoyado en un gran trípode estructural, el volume
facetado se iluminaba cenitalmente con lucernarios que listaban la
mayor parte de la superficie de cubierta.

Los restantes nueve proyectos cubrían un amplio abanico de


soluciones, aunque muchas de ellas podrían entenderse como
variantes de las opciones básicas destacadas con los premios; éste
es el caso de los tres áccesit concedidos por el jurado, otorgados a
proyectos que, significativamente, exploran las mismas alternativ
que los tres premios: el patio, el bloque y la pieza compacta.
Antonio Cruz y Antonio Ortiz proponían, como el ganador, un
patio en torno al cual se desarrollasen las actividades del centro, y
que también permitiese conservar algunos de los árboles de gran
porte existentes en el solar; pero, exacerbando el contraste con la
grave regularidad del hospital, su patio no se conformaba con
varios edificios, sino con una cinta serpenteante y surreoide en
torno a un vacío arriñonado, que se elevaba en un extremo para
presentar a la glorieta de Atocha un frente publicitario. Luis
Moreno Mansilla y Emilio Tuñón proyectaban, como el segundo
premio, un bloque de gran altura, en continuidad con una cierta
tradición madrileña de prismas en los bordes de la Castellana; per
en su caso el delgado bloque se levantaba sobre un podio destinad
al auditorio y a las exposiciones, y aprovechaba la generosa
amplitud de su fachada para transformar ésta en una celosía-
anuncio. Guillermo Vázquez Consuegra, por último, coincidía co
el tercer premio en proponer una pieza escultórica y compacta;
pero la suya tenía como rasgo más significativo una gran plaza
cubierta por el cuerpo volado de la zona de exposiciones, a la que
se llegaba a través de una escalinata en cuña, y que se conectaba
con el patio central del edificio de Sabatini mediante un paso
secamente recortado en sus fábricas. Tres áccesit, por lo que se ve
más tipológicos que accidentales.

Por lo demás, Manuel de las Casas proyectó un colosal cubo de


más de 60 metros de lado que llevaba al paroxismo la búsqueda d
la compacidad, apenas aliviada por su coronación translúcida;
David Chipperfield propuso unos desconcertantes patios
engarzados que sugerían una difícil continuidad compositiva con
hospital de Sabatini; Tadao Ando dibujó unas escuetas piezas
prismáticas que colonizaban el solar con trivial esquematismo, y
que se engarzaban al edificio existente de la forma más lesiva par
el uso actual; Santiago Calatrava formuló una propuesta más
comercial e inmobiliaria que propiamente cultural, con una versió
de su galería de Toronto separando el hospital de un formidable
volumen que agotaba la totalidad de la parcela; Enric Miralles y
Benedetta Tagliabue construían una espectacular torre de planta
cruciforme y modelado escultórico, erguida juguetonamente sobr
un paisaje transitable de cubiertas alabeadas sobre grandes salas
semisubterráneas; y Zaha Hadid traducía las bandas sinuosas de s
proyecto de Roma al solar madrileño, conformando una madeja
espacial similar a un nudo de autopistas flácidas.

Con algunas excepciones, los doce participantes –que representan


adecuadamente la élite de la arquitectura española y del mundo–
han dado lo mejor de sí mismos, y la victoria de Nouvel tiene el
mérito añadido de la calidad de los competidores y lo disputado d
este concurso musculoso. Pero si el torneo ha sido reñido, el
resultado ha hecho justicia al juego. La inteligente colocación en
terreno y la minuciosa lectura del compromiso (que debe no poco
la intervención del jefe de proyecto, el arquitecto español Alberto
Medem) hacen sobradamente merecido el triunfo del equipo
francés. Pragmático y lírico, el proyecto es una propuesta verosím
que debería llegar a puerto sin visicitudes reseñables; si la
navegación es favorable, Madrid inaugurará, en el otoño del año
2003, un patio de penumbras listadas y cobrizas bajo el cielo
protector de una hoja intangible.

Eisenman, ganador en Santiago


noviembre 1999 Peter Eisenman ha ganado el concurso convocado por el gobierno
regional gallego para construir una Ciudad de la Cultura en
Santiago de Compostela. La propuesta del neoyorquino se impuso
a las de su compatriota Steven Holl, los franceses Jean Nouvel y
Dominique Perrault, el polaco Daniel Libeskind, el holandés Rem
Koolhaas y el equipo suizo de Annette Gigon y Mike Guyer, así
como a las de los españoles Ricardo Bofill, Juan Navarro
Baldeweg, César Portela y Manuel Gallego, que también aspiraba
a materializar este colosal proyecto, el más ambicioso emprendid
hasta ahora en España en este campo.

Incluimos a continuación un texto refundido de dos artículos de


Luis Fernández-Galiano, publicados en el diario madrileño El Pa
y en Arquitectura Viva.

Luis Fernández-Galiano
El monte tallado

La Xunta de Galicia celebra el año santo Xacobeo con un


experimento religioso. Si la cultura llega a ser la religión del Terc
Milenio, el monte que Peter Eisenman comenzará a tallar en el añ
2000 se convertirá sin duda en un lugar sagrado de peregrinación;
si los dioses futuros son otros, el conjunto del Monte de las Gaias
sobrevivirá como un monasterio resistente o se extinguirá dejando
para los arqueólogos un palimpsesto de ruinas herméticas.

La Ciudad de la Cultura de Galicia es, en efecto, un formidable


complejo de museos, bibliotecas, archivos y salas de reunión que
se propone reconciliar la conservación patrimonial con la
producción de conocimiento: un ámbito de encuentro para la
investigación y la creación, para las nuevas tecnologías y el
consumo cultural, para la educación de masas y el mercado del
ocio. Fábrica y ferial de la cultura, el proyecto de Santiago es una
extraordinaria aventura en el terreno, apenas explorado en España
del engarce de la sociedad de la información con la sociedad del
espectáculo; y su deliberado experimentalismo arquitectónico
constituye tanto una declaración de intenciones como el borrador
formal de un diseño intelectual: la imagen material de un itinerari
intangible que exigirá a sus artífices una fe blindada para culmina
el camino iniciado con el concurso.
Éste, que ha permitido comparar las propuestas de una docena de
los mejores arquitectos españoles y extranjeros (finalmente 11, al
retirarse Santiago Calatrava), es otro indicio fidedigno de la colos
ambición utópica y futurista del proyecto. Sobre una loma
enfrentada al casco histórico de Santiago, y al borde de la autopis
que vertebra la fachada atlántica de Galicia, los concursantes
disfrutaron de la oportunidad insólita de proyectar una ciudad
ideal: en un entorno intacto, ante una ciudad sagrada, y con tanta
libertad formal como generosidad presupuestaria, es difícil
imaginar una mejor ocasión profesional y artística. Por desgracia,
no todos los arquitectos estuvieron aquí a la altura exigente del
encargo.
Especialmente decepcionante fue la propuesta de Rem Koolhaas,
único de los autores que no acudió a presentar personalmente su
proyecto; fruto de la colaboración entre OMA y One Architecture
el trivial platillo volante posado sobre la colina es una caricatura
ridícula de los rasgos más absurdos de la joven arquitectura
holandesa. Tampoco estuvo acertado el autor del Museo Judío de
Berlín, Daniel Libeskind, que para Santiago proyectó un
gigantesco bloque al borde de la autopista, erosionado por grietas
agujeros como si hubiera sobrevivido a un demoledor bombardeo
Ni era tampoco buena –por más que perfectamente previsible– la
retórica imagen de una plaza-mirador presentada por Ricardo
Bofill, con los edificios como porciones de queso en torno a un
monolito vítreo con ascensores.
Muy diferente fue la actitud de los tres restantes españoles, que
prefirieron ignorar las demandas simbólicas del concurso, evitand
construir en los lugares más expuestos, y disponiendo sus edificio
sobre la suave ladera del monte hacia la autopista, de forma que
apenas se advirtiesen desde el centro histórico de la ciudad: éste
fue el nexo de unión entre el etnográfico y esquemático rueiro de
equipo de César Portela, las elegantes plataformas neoplásticas y
fabriles de Manuel Gallego y el delicado arnés de piezas diseñada
por Juan Navarro Baldeweg para ceñir los lomos del cerro. Tres
propuestas verosímiles, pero cuyo voluntario perfil silencioso
minusvaloraba la singularidad emblemática del lugar y del
programa.
El respeto a la topografía del emplazamiento indujo a los
arquitectos franceses a enterrar muchos de los edificios: la
totalidad en el caso de Dominique Perrault, que vaciaba el monte
para construir en su interior un hormiguero laborioso de la cultura
expresado en el exterior tan sólo por el prisma de vidrio de un
monumental lucernario, que con espejos conducía la luz hasta las
profundidades de esa caverna artificial; y sólo algunos de los
auditorios, museos y depósitos en el caso de Jean Nouvel, que
proponía perforar la colina con un larguísimo y delgado bloque d
cristal al que se adherían bajo tierra los elementos singulares com
tubérculos que brotasen de una raíz luminosa y geométrica.
En contraste con las excavaciones francesas, tanto el
norteamericano Steven Holl como los suizos Annette Gigon y
Mike Guyer colonizaban la cima del cerro con edificios
rotundamente expuestos: el arquitecto de Seattle, a través de una
macla de volúmenes escultóricos que corona la cumbre con una
explosión inestable de fragmentos prismáticos, y los arquitectos d
Zúrich distribuyendo los usos entre cuatro piezas de hormigón qu
se levantan sobre una plataforma de granito como megalitos
metafísicos, geométricos y solitarios, formando una naturaleza
muerta de belleza desolada hermética y glacial.
El proyecto ganador de Peter Eisenman por último, reconcilia con
gran inteligencia plástica y simbólica los requisitos contrapuestos
de respetar un entorno milagrosamente intacto y de suministrar un
imagen insólita y seductora.

Topografía táctil
Peregrino de lenguajes, Peter Eisenman alcanza en Compostela la
meta de un camino. Todas sus experiencias formales confluyen en
este proyecto que puede ser el más importante de su trayectoria:
frente a una ciudad sagrada, el neoyorquino modela una loma con
ondas perforadas por profundas gargantas, y bajo ese paisaje
alabeado dispone a su albedrío los museos, bibliotecas y auditorio
de una acrópolis cultural para Galicia. En esta topografía táctil se
agavillan las sendas exploradas por una biografía impaciente: la
obsesión sintáctica de los años setenta, aquí presente en las malla
ortogonales que se deforman después con distorsiones rítmicas; la
excavaciones artificiales de los ochenta, reproducidas a través de
traslación de las trazas del casco medieval de Santiago al cerro
intacto del nuevo recinto; y los pliegues azarosos de los noventa,
llevados a su extremo más deliberado y coreográfico en una
corteza ondulante y agrietada que extiende sobre la colina un dose
pétreo.
Similar a un plegamiento geológico en el que se hubieran tallado
rendijas geométricas, el volumen de la Ciudad de la Cultura se
desmadeja sobre el terreno con plasticidad escultórica, y desdibuj
sus límites hasta fundirse con un lugar al que se enhebra a través
cinco calles prolongadas con paseos arbolados. Las calles remiten
las mismas cinco del casco antiguo compostelano, así como a su
extensión tradicional con rueiros, y de hecho la forma definitiva
del conjunto se obtiene a partir de la planta del núcleo histórico, a
la que se superpone la característica estructura estriada de la
venera, la concha de molusco que es el símbolo de la peregrinació
a Santiago. Levantando su perfil agitado frente a las torres de la
catedral y sobre la autopista que vertebra la fachada atlántica de
Galicia, la nueva Ciudad de la Cultura se propone así como una
montaña mágica que convoca a peregrinos del conocimiento.
El arquitecto describe el proyecto como una concha fluida, y fluid
es en efecto la moldeable materia de este caparazón pulsante que
derrama sus ondas en el paisaje, donde se vierten progresivament
amortiguadas como un perezoso oleaje de granito; fluida es la
plasticidad arcillosa y torneada de estas cubiertas que se levantan
del suelo, vuelven a caer hasta confundirse con el pavimento y se
elevan de nuevo en un latido arrítmico que invita a sustituir la
mirada por el tacto; y fluido es también el temblor vibrátil de los
labios vaginales que, aunque cuarteados y con grietas, más evoca
el molusco que su concha. A fin de cuentas, la venera es antes
símbolo de Venus que de Santiago, y su etimología inequívoca
entra aquí en resonancia con formas femeninas en su receptibilida
dúctil y emotiva. Huyendo de las geometrías asertivas y
aplomadas, esta topografía evita también la violencia de las arista
que sólo aparecen cuando su masa se recorta con la penetración d
la trama urbana sobreimpuesta, en una representación metafórica
invertida de la violación de la naturaleza por la edificación.
En su tránsito de las aristas a las ondas, Eisenman deja atrás la
papiroflexia angulosa de sus proyectos de los años noventa para
explorar un campo nuevo, ya ensayado en las propuestas de los
concursos de Brujas y Manhattan, pero en ningún lugar
desarrollado con la segura elocuencia de Santiago. Esta
arquitectura topográfica, que su autor entiende como una forma d
superar la oposición entre figura y fondo, revisa asimismo los
límites de lo que Kenneth Frampton —en la tradición de Semper—
suele llamar tectónico y estereotómico: la estructura ligera ligada
la cubierta y la obra gruesa vinculada al terreno. Aquí, las cubiert
pétreas se montan y se modelan, tectónicas y estereotómicas a la
vez, confundiéndose con el terreno en una continuidad tejida que
extiende sobre el monte una gruesa alfombra de granito, en cuyos
pliegues recortados se reúnen las formas mórbidas de la erosión
geológica con los contornos nítidos de la excavación arqueológica
Si se compara la ampulosidad teatral de estos ropajes rotundos co
las incisiones caligráficas y los dobleces aristados de proyectos
anteriores, se advierte que el arquitecto abandona el hieratismo
plisado de las esculturas románicas por las túnicas ondulantes de
los ángeles góticos, las fachadas diagramáticas de los palacios
renacentistas por el fragor volumétrico de los retablos barrocos, o
la geometría facetada del F-117 Nighthawk por la horizontalidad
alabeada, colosal y flotante del B-2 Spirit. Por un azar onomástico
Peter Eisenman reúne en su nombre el hierro tectónico y la piedra
estereotómica, y es posible que su deriva de la malla sintáctica al
volumen escultórico sea también un deslizamiento del apellido
familiar al patronímico individual; pero por otro azar
extraordinario, el arquitecto tiene un hermano teólogo y erudito
bíblico quien ha argumentado detalladamente que el Santiago
asociado a la venera y quizás enterrado en Compostela no es
Santiago el Mayor, sino Santiago el hermano de Jesús, a su juicio
el único de los Santiagos del Nuevo Testamento con existencia
histórica probada, identificado como el Maestro de Justicia en los
Manuscritos del Mar Muerto, y al que debe considerarse, por
delante de Pedro, como legítimo sucesor de Cristo en el liderazgo
de la Iglesia.
Esa coincidencia inesperada cierra un fraternal círculo virtuoso,
que encomienda a un judío la construcción de un santuario de la
cultura frente a la tumba del rival de un Pablo gentil y helenístico
que hizo la nueva religión universal seccionando sus raíces
mosaicas. Es posible que la tumba del Apóstol fuese sólo una
genial invención de la renovatio asturiana para tejer el norte de
España con la Europa cristiana; es posible que el presidente galleg
Manuel Fraga no se contemple como el sucesor de los
constructores de la catedral, los obispos Peláez y Gelmírez; y es
posible que el relato de Robert Eisenman sobre Santiago no sea
sino una sugerente hipótesis trenzada con los mimbres delgados d
la erudición y la ficción. Pero en la página más famosa de À la
recherche du temps perdu, Proust advierte que la envoltura de su
magdalena reproduce el abanico estriado de la concha peregrina,
es seguro que el placer producido por esta forma ondulante, mági
y mítica no puede sino augurar un final venturoso a este camino
arquitectónico de la gramática a la memoria, del doblez a la onda
del ojo a la piel.

New ale Center for British Art/Luis I Kahn

Two works which a street is sandwiched in, and is opposite symbolize the life of one
architect.
Photo by Norman McGrath. Copyright © 1996-
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The Yale Center for British Art, Chapel
Street view. Photo: Norman McGrath

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