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Como en pocas de las grandes obras de la literatura mundial, Conrad consigue


en su novela ³El corazón de las tinieblas´ crear un mito, una leyenda que va
más allá del plano personal contemporáneo y nos remite a arquetipos del
comportamiento humano. Por ello, ni el corazón de las tinieblas está en el
curso superior del río Congo, ni el Coronel Kurtz se centra en una persona
concreta. Esto no es negado por ninguno de sus analistas porque, si bien es
cierto que algunos se remiten a la experiencia personal de Cornad durante su
estancia en el Congo para encontrar las referencias reales de Kurtz, el sentido
final de la novela reside en su alejamiento de estos referentes. Así, volver a
plantear la cuestión de dónde se encontraba el corazón de las tinieblas o quién
era el coronel Kurtz podría parecer, a primera vista, una paradoja. No obstante,
el reto que Conrad nos propone sigue estando ahí: intentar confrontar la
realidad con la fuerza visionaria del mito.

Quien se ocupa de la historia de los mercenarios blancos en el Congo durante


los años 60, se encuentra no sólo con múltiples personajes del tipo ³Kurtz´, sino
que llega al mismo lugar geográfico en el que Conrad, 60 añ os antes, recogió
sus propias experiencias. Incluso si nos ocupáramos de los más recientes
conflictos en África, tropezaríamos automáticamente en el territorio
geográficamente delimitado por el curso superior del Nilo, los Grandes Lagos y
los afluentes del Congo. Igual que a finales del s.XIX, aún hoy centenares de
niños son secuestrados y forzados a convertirse en soldados, los Señores de la
Guerra saquean los tesoros naturales de las tierras, y el mundo civilizado se
estremece todavía cuando vuelven a relatarse noticias de masacres, cruentas
torturas y ³trofeos´ humanos. Claro que podemos buscar y encontrar ³el
corazón de las tinieblas´ de Conrad en cualquier rincón del mundo o de la
psique humana, pero es en África central en donde esa herida abierta, sie mpre
sangrante, se encarna con más fuerza. La novela de Conrad no es sobre los
africanos, sino sobre cómo los ³representantes de la civilización´ llegados a una
sociedad percibida como primitiva, sucumben a la tentación del poder para
erigirse en reyes y, finalmente, en dioses. A lo largo de este proceso, la fina
cáscara de la civilización se disuelve para dejar emerger la mentalidad del
³Salvaje´.

A finales del siglo XIX, África encarnaba, como ningún otro continente, el
primitivismo, la barbarie y el misterio. También por ello, África inspiró durante
esa centuria a los mejores artistas modernos e incluso al recién nacido
psicoanálisis. Hacia 1900, el centro del continente negro era el único lugar en
donde los mitos aún permanecían, mientras que Europa h acía ya tiempo que
había perdido los suyos. Para un europeo, los viajes a África se convertirían
automáticamente en un viaje a las profundidades de su propia mente, para la
que la confrontación más terrible no era sólo la percepción y toma de
conciencia de lo primitivo, sino su profunda soledad y la sensación de pérdida
del individualismo racionalista moderno en un mundo colectivo y místico.



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La ocupación de África empezó tarde. Por entonces, el continente era pobre
comparado con Latinoamérica o Asia -su única riqueza reconocida por Europa
se limitaba a la trata de esclavos-; su población, esencialmente guerrera; y su
clima y enfermedades, mortales para los europeos. Por todo ello, los poderes
coloniales se habían limitado hasta entonces a la edificación de unas cuantas
fortificaciones en la costa, en donde también podían adquirir esclavos de
manos de los tratantes nativos. La primera incursión tierra adentro llegó desde
Egipto, ya que era a lo largo del Nilo donde los Khedives ( o virreyes) intentaban
ampliar su poder buscando esclavos para sus ejércitos, como milenios antes lo
hicieran los faraones.

En Egipto gobernaba Mehmet Ali, un aventurero albano que tras la retirada de


Napoleón se había hecho con el poder. Impresionado p or la potencia militar
francesa, Mehmet Ali intentaba reformar su ejército a manera de los europeos.
Para ello, encontró los mejores asistentes entre los veteranos napoleónicos
que habían quedado sin trabajo después de Waterloo. Egipto se vio pronto
inmerso en su incapacidad para satisfacer el hambre infinita de hombres del
ejército, una escasez a la que se sumaban las múltiples deserciones e incluso
automutilaciones de la población egipcia para escapar del aborrecido servicio
militar. Así, inmediatamente t ras la ocupación del Sudán en 1823, Egipto
empezó a ³reclutar´ esclavos negros. Se estima que en las décadas siguientes,
unos dos millones de sudaneses fueros reducidos a la esclavitud, con los que
los oficiales turcos formaron -bajo la dirección de sus in structores franceses- el
ejército más poderoso del Oriente, que sería capaz de sofocar la rebelión
griega en 1826 y que sometería repetidamente a la misma Turquía.

Aún cuando Egipto, bajo la presión internacional, tuvo que renunciar a sus
ambiciones sobre Turquía, y a pesar de su cada vez mayor dependencia de los
ingleses, su expansión hacia el sur progresaba. A la nubia Dongola -entre
Assuan y Khartoum-, le siguieron el reino de Darfur -que se extendía desde la
franja sur del Sahara hacia el oeste -, y la provincia de Ecuatoria, que llegaba
hasta los lagos centroafricanos. En el norte de este enorme territorio, los
musulmanes dongoleses se habían mezclado a lo largo del tiempo con tribus
beduinas y habían pasado a considerar el comercio de esclavos como u n
derecho adquirido y, por tanto, asunto propio. Los secuestros se producían
entre las tribus animistas del sur del Sudán, en Ecuatoria y también en las
zonas centroafricanas más lejanas. Claro está que la presión inglesa debería
haber puesto fin a la trat a de esclavos, pero Egipto tenía otras prioridades: en
primer lugar, afianzar la colaboración con los poderosos tratantes de esclavos
para asegurar una pacífica administración de los territorios ocupados y, en
segundo lugar, procurar la supervivencia del p ropio ejército necesitado del
reclutamiento forzoso de sudaneses.

La supremacía de los jeques y tratantes de esclavos dongoleses se sustentaba


en los llamados ³Basinger´, esclavos negros adiestrados en el uso de las
armas. Por norma, profesaban absoluta lealtad a sus señores, y tras algunas
muestras de valentía en los campos de batalla, llegaban incluso a poseer
esclavos propios o a ascender, los mejores de ellos, a suboficiales con propias
tropas. Cuando su señor era derrotado, el vencedor los incorpora ba a su propio
ejército sin problemas ya que, mientras hubiera suficiente alimento y pudieran
participar de los botines, los Basinger seguían fielmente y sin quejas a sus
cambiantes señores. A menudo secuestrados siendo niños, se habían
convertido en auténticos soldados profesionales. No queda constancia de si
algún grupo de Basinger armado intentó abrirse camino hasta su tierra natal, ya
que para ellos la ³patria´ se había convertido en aquel lugar en donde guerra y
botín coincidían. Sin estos profesionale s apátridas, ningún tratante de esclavos
se hubiera arriesgado a adentrarse en África central; y tampoco los poderes
coloniales, aún a pesar de sus ametralladoras habrían conseguido avanzar
hacia los territorios del interior. A pesar de su sumisión, si estos grupos de
Basinger eran maltratados por sus señores, mal alimentados, sacrificados en
enfrentamientos inútiles o se les negaba el derecho al botín, las posibilidades
de un motín aumentaban geométricamente. Pero tampoco en este caso, y a
pesar de la recuperada libertad tras vencer a sus oficiales en cruentos
enfrentamientos, mostraban intención de disolverse y volver a sus tribus de
origen, sino que vagaban como hordas de saqueadores por todo el territorio o
intentaban fundar sus propios estados.

Los Basinger también fueron entregados por los jeques dongoleses como pago
de impuestos a Egipto y formaron parte del ejército que, bajo las órdenes de los
oficiales turcos y en alianza con la caballería de los jeques, consiguió la
rendición del Sudán. Sud án fue el destino de ³castigo´ tanto de algunos
funcionarios de la administración egipcia como de muchos oficiales turcos. Los
menguados ingresos de estos representantes del gobierno egipcio alimentaron
un ambiente donde las intrigas, el despotismo, la cor rupción y los abusos
progresaban a sus anchas, y en donde cada uno intentaba crear su propia red
de extorsión. El creciente malestar entre la población sudanesa acicateaba la
resistencia y el odio hacia sus ocupantes hasta el punto que, para intentar
mejorar la situación y ante todo para tratar de dar fin al rasante aumento de la
trata de esclavos, Egipto decidió mandar europeos al Sudán. A los mercenarios
franceses siguieron, durante la década de los 60, muchos oficiales
norteamericanos que, tras el fin de la Guerra de Secesión, buscaban nuevos
destinos.

Una de las figuras más destacadas fue el aventurero escocés Charles George
Gordon quien, al mando de tropas nativas, había dirigido con éxito el fin del
levantamiento de Taiping en China y que por ello m ereció el sobrenombre de
³Chinese-Gordon´. Gordon fué nombrado en 1874 gobernador de Ecuatoria y
después de todo el Sudán. Como apoyo, tomó a su servicio norteamericanos y
europeos de diversas procedencias, de entre los que nombraría a sus
³Paschas´ o gobernadores de provincias independientes, algunas de las cuales
eran tan extensas como algunos países europeos. Gordon, el más fuerte
militarmente y mejor ublicado a ³tan sólo´ uno o dos meses de viaje de la
civilización, gobernaba la provincia central desde Khartoum. En Darfur regía el
Pascha austríaco Slatin, en Bahr el Gazal el Pascha británico Lupton, y al sur,
en Ecuatoria, el alemán Eduard Schnitzer, quien había tomado el nombre turco
Emin. La provincia de Emin tenía una extensión de 360.000 km² (por hac er una
comparación, la actual Alemania tiene 350.000km²), y para su administración
contaba con algunas docenas de oficiales y funcionarios turcos, 500
dongoleses -en su mayoría ex-tratantes de esclavos-, 400 africanos libres, y
cerca de 1000 Basinger que le fueron ³entregados´ como tributo. Con estas
tropas, Pascha Emin tenía que fundar nuevos asentamientos, recaudar los
impuestos, dominar rebeliones y presionar a los tratantes de esclavos. Los
impuestos que enviaba a El Cairo consistían en marfil, plumas de avestruz,
caucho y, aunque parezca contradictorio, esclavos, ya que a pesar de la
política oficial, era normal pagar a los soldados con ³servidores´, e incluso los
gobernadores precisaban de ellos para mantener la capacidad ofensiva de sus
tropas. Así, en la lucha contra la trata de esclavos, se trataba más de eliminar
del negocio a los tratantes independientes dongoleses y árabes, y traspasarlo
bajo otras etiquetas a la organización del estado egipcio.

La posición de los Paschas en estas provincias re motas se asemejaba más a la


figura de un rey africano que a la de un administrador moderno. En
expediciones de castigo, estos ³representantes de la civilización´ calcinaban
aldeas completas, colgaban jefes de tribu y jeques y, para estimular a sus
propios mercenarios, permitían saqueos desproporcionados. A lo largo de este
proceso aprendieron pronto que su fama era su arma más poderosa: sólo con
oír su nombre, los posibles rebeldes deberían aterrorizarse y someterse a la
obediencia y a la servidumbre. En es te contexto irrumpió en la escena la
revolución de los Mahdistas, que conseguirían dominar todo el Sudán y
tomarían a estos europeos como sus más emblemáticas víctimas.

En el Islam el Mahdi es el enviado de Dios, el que ha de vencer la injusticia en


el mundo. Y al igual que en Occidente aparecían uno u otro salvador, también
en el Islam surgía de vez en cuando algún Mahdi. En 1881 un eremita dongolés
acariciaba el ansiado título de último profeta. Los funcionarios gubernamentales
hicieron nimio caso a las primeras voces que daban noticia de sus
aspiraciones. Sólo tras la masacre de la primera guardia de soldados enviados
a detenerle y poco después de que una mayor tropa fue enteramente
eliminada, el gobierno intentó reaccionar. Pero entonces era ya demasi ado
tarde. Turcos y egipcios eran odiados profusamente por la población a causa
de sus desmanes en la explotación de los recursos y en los continuos saqueos,
y muchos de los jeques habían tenido que asumir enormes pérdidas al serles
retirados los derechos a la venta de esclavos. A ello se le añadía las antiguas y
permanentes contiendas entre las distintas tribus, las más poderosas de las
cuales no conseguían imponerse bajo el gobierno de los egipcios. Ahora, los
olvidados y los desplazados esperaban poder ajustar viejas cuentas bajo la
guía del Mahdi. Otros vieron en él la posibilidad de saciar sus ansias de
saqueo, y algunos simplemente esperaban a ver cuál era el contendiente más
poderoso para incorporarse a sus filas. Pero por encima de todo ello, el
movimiento tomó de la religión una dinámica imparable. En la esperanza de
entrar directamente en el paraíso, los fanáticos derviches del Mahdi se
arrojaban a la lucha sin considerar posibles pérdidas.

A pesar de algunas -pocas- derrotas, las tropas de Mahdi avanzaban


triunfantes al sur del Sudán, reforzadas constantemente por dongoleses
rebeldes, por algunos árabes y por desertores del ejército egipcio. Mientras
algunas pequeñas guarniciones se rendían sin oposición y quedaban
incorporadas al ejército mahdista, otras eran arrolladas por los derviches en
misiones suicidas. A principios de 1883, y tras la caída de El -Obheid, el Mahdi
se hizo con el poder de Kordofan dividiendo definitivamente a las provincias del
sur. Slatin se mantenía aún en Darfur, Lupton en Bahr el-Ghasal, y Emin en
Ecuatoria. El mayor peso de la lucha contra los Mahdistas fué llevado por Slatin
y Lupton. Tras perder a sus mejores hombres en los enfrentamientos con sus
tribus aliadas, ahora alzadas en rebeldía, y tras contemplar como su muni ción
se reducía alarmantemente, ambos gobernadores se acuartelaron en sus
mejores fortalezas. Era una contienda perdida. A la extremada situación se
añadían otros dos factores: la ruptura de las alianzas con tribus hasta entonces
proegipcias y que cada vez en mayor número se afiliaban con los mahdistas; y
las conspiraciones de los propios oficiales con los enemigos. Slatin intentó, con
su conversión al Islam, una última e inútil estrategia para elevar la moral de su
ejército.
Pero para mantener el Sudán se necesitaba un refuerzo mayor. A pesar de los
intentos por hacer llegar nuevas tropas de refresco, el exterminio de una
expedición especial enviada bajo las órdenen del inglés Hick desvaneció las
últimas esperanzas de salvar el Sudán. Para evitar un mayor derramamiento de
sangre, Slatin se entregó sin resistencia. Poco antes, Lupton, abandonado por
sus propios soldados, había capitulado. Sólo Emin en la lejana Ecuatoria fue
temporalmente ³perdonado´, ya que el Mahdi tenía planes más ambiciosos:
dirigirse con sus tropas hacia Khartoum, defendida aún por Pascha Gordon.
Tampoco él pudo ofrecer mayor resistencia: con escasos hombres y menos
munición, Gordon sólo podía esperar lo peor. Tras 10 largos meses de sitio, el
ejército mahdista entraba en la ciudad para acabar con los extenuados
defensores: Khartoum se sumió en un inmenso baño de sangre y Gordon cayó
muerto en las escaleras del palacio del gobernador.

Lupton y Slatin permanecieron prisioneros como esclavos en Khartoum, Slatin


bajo el servicio personal del Mahdi. Tras la muerte de este último en 1885,
pasó a manos de su sucesor que bajo el título de Califa -el sucesor- gobernaba
el Sudán. Aprovechando su cercanía al Califa, Slatin intercedió a favor de
Lupton, quien había sido oficial de la Marina, para conseguirle un puesto como
ingeniero en el servicio de los barcos de vapor de los mahdistas. Pero él
mismo, como musulmán convertido, tenía que mantenerse alejado de los otros
europeos. Slatin se convirtió en el objeto de prestigio del Califa a quien le
gustaba cabalgar acompañado por el antiguo Pascha, quien debía correr
descalzo junto a su caballo; o encargarle pequeños servicios de mensajero. El
Califa disfrutaba especialmente destinándole a dirigir los rezos matinales, él, el
antiguo cristiano de exóti co y divertido acento austríaco. A pesar de todo, Slatin
había mejorado su situación: de prisionero encadenado, había pasado a ser un
miembro de pleno derecho en la corte del Califa, con esclavos propios. Poseía
casa en Khartoum con mujeres, niños y servid ores, y cuando realizaba un
servicio al gusto del Califa, éste le enviaba nuevas esclavas para su
distracción. Lupton murió entre penurias al cabo de algunos años, mientras
Slatin, tras once años de cautiverio, consiguió huir con vida con la ayuda del
servicio secreto británico.

A pesar que los ataques de los mahdistas contra Egipto, Etiopía y el Congo
fueron rechazados con éxito, la pérdida del Sudán por parte de Egipto -que en
este tiempo había pasado a ser protectorado británico - fue una auténtica
catástrofe para todos los imperios coloniales. Por primera vez, no sólo eran
derrotadas tropas nativas equipadas con armamento y oficiales europeos, sino
que la revolución había conseguido quitarle al poder colonial una considerable
extensión de territorio. Para mayor ofensa, la cabeza del legendario Pascha
Gordon había sido paseada por las calles de Khartoum. Y el camino desde el
Nilo hacia el interior de África quedaba definitivamente cortado.

Un año después de la caída del Sudán a manos de los mahdistas, y mientras


Gran Bretaña se lamía las heridas a su prepotente orgullo imperial, llegaron
desde el sur nuevas noticias: Emin resistía aún en Ecuatoria y pedía refuerzos
en forma de tropas y munición. De repente, toda Europa reaccionó enfebrecida:
un único héroe había resistido los ataques de las hordas mahdistas y había
salvado al menos parte del honor del hombre blanco, mancillado entre el polvo
de las calles de Khartoum. Había que apoyarle o al menos intentar salvarlo,
oficialmente por una cuestión de hono r. Detrás de esta propaganda patriótica,
se escondían, sin embargo, razones estratégicas: ya que Egipto -y con él la
corona británica- había dado Ecuatoria por perdida; esta tierra de nadie podía
considerarse un buen botín a causa de la organizada administ ración de Emin.
Y el hombre adecuado para esta misión sería Henry Morton Stanley.

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Stanley era por entonces una leyenda viva. Bajo encargo del ³New York
Herald´ había conseguido encontrar en 1871 al desaparecido Livingston en el
Lago Tanganica. Un par de años más tarde, con una expedición salida desde
Zanzibar, había explorado los grandes lagos centroafricanos, descubierto las
fuentes del río Congo y, desde allí, cruzado el continente completo de este a
oeste. Pero Stanley no sólo había establecido la que sería una de las más
importantes travesías de tránsito africano, también se había abierto el camino
entre múltiples contiendas armadas, demostrando con ello que un grupo de
hombres decididos y equipados con buenas armas podían conse guir cualquier
cosa. Por estas hazañas era celebrado en sus visitas a los salones europeos y
a las casas de los nobles como ³un nuevo Pizarro´.

Este entusiasmo ignoraba deliberadamente que los exploradores europeos no


fueron los primeros que se adentrar on en África por este camino. La ruta
seguida por Stanley no era más que la ruta de los tratantes de esclavos suahilis
y árabes cuyo territorio de comercio, al igual que los europeos, se había
limitado a la costa durante cientos de años, pero que con la ap arición de la
quinina y la mejora de las armas de fuego se adentraban en los territorios del
interior. Hay que anotar que por esas fechas morían más blancos en el delirio
de la fiebre que bajo las espadas de los nativos. Mientras Stanley precisaba de
cañones automáticos de Krupp y ametralladores de Maxim para abrirse camino
-la decisiva derrota de los mahdistas en Omdurman llevó el nombre de la
³batalla de las ametralladoras´ -; a los tratantes de esclavos les bastaron quinina
y algunos fusiles de repetición para avanzar, en los años 70, hasta Katanga y
Maniema, en la costa oeste del lago Tanganika. Las tropas necesarias las
encontraban, como los turcos, entre sus esclavos del Sudán quienes, mientras
a lo largo del Nilo habían recibido el nombre de Basinger, en el Congo serían
llamados ³Wangwana´. Como los Basinger, también eran secuestrados siendo
niños por los árabes y educados en el servicio militar, y fueron valiosos
instrumentos en las manos de sus señores. Un tratante de esclavos poseía a
menudo algunos miles de ellos. El más poderoso y temido entre estos tratantes
era Tippu Tip, que había conseguido erigir su propio reino alrededor de
Nyangwe y que era considerado como señor de Maniema. Tippu Tip sería el
aliado más importante de Stanley en esta región, acompañándole a lo largo del
río Congo a cambio de un buen pago y de la posibilidad de extender hacia el
norte sus territorios de caza de esclavos.

Tras el retorno de Stanley de su expedición por el Congo, agentes del rey


Leopoldo de Bélgica contactaron con el legendario explorador. Hacía tiempo
que Leopoldo pretendía fundar una colonia. En la costa, entre las posesiones
portuguesas y francesas, no quedaba casi nada más por conquistar, pero en
los territorios del interior, junto a los grandes afluentes y más allá de los
violentos meandros y cascadas, había aún mucho espacio abierto fuera de las
aspiraciones de los poderes coloniales establecidos. Con s u expedición,
Stanley le había mostrado a Leopoldo el objetivo y también que él era el
hombre destinado para esta tarea. Y ya que en Bélgica existía muy poco
interés por los negocios africanos de su rey, la fundación de la colonia fue
asumida por éste como asunto privado, cuya dirección asumió Stanley.

El éxito en el sometimiento de los nuevos territorios a la corona belga fue


posible, al igual que en el Sudán, con africanos dirigidos por unos pocos
blancos. Stanley reclutó su primer contingente de entre los tratantes de
esclavos de Zanzibar, a quienes siguieron grupos de mercenarios de la Costa
de Oro, Sierra Leona, y los Haussa, provenientes de la región que conforma la
actual Nigeria. Con estas tropas era relativamente fácil conseguir más
trabajadores, porteadores y mercenarios entre las tribus vencidas. De todo este
contingente se formó en 1886 la FP (Force Publique), cuyas columnas podían
distinguirse muy poco de las de los tratantes de esclavos. Mujeres y niños
seguían a los soldados, y a las victorias sucedían los tradicionales saqueos y
asesinatos.

Stanley fue reclamado pronto por el rey para defender, en el frente de


propaganda europeo, el derecho belga sobre los nuevos territorios. Y mientras
el explorador se aplicaba en continuas conferencias en toda Europa para
conseguir el reconocimiento oficial de la colo nia, la FP empezaba a recoger en
el Congo los primeros réditos en forma de caucho y marfil. Oficialmente se
intentaba expandir la civilización y de terminar con la esclavitud, pero de nuevo
se trataba aquí de una operación para apartar del negocio a los ár abes y
dedicar a los nativos a constituir la fuerza de explotación de la colonia, bajo los
títulos de recogedores de caucho, porteadores y, naturalmente, soldados. En la
incesante búsqueda de nuevas zonas por colonizar y nuevos hombres para
reclutar, la FP avanzaba cada vez más hacia el interior. Pero en Europa, la
renovada discusión sobre la liberación del Pascha Emin había llamado la
atención del rey Leopoldo, quien ahora dirigía su mirada hacia Ecuatoria,
estratégicamente situada al noreste de sus nuevos territorios. A esta posibilidad
de ampliar rápidamente la colonia se añadían las toneladas de marfil
almacenadas por Emin, que esperaban tan sólo la apertura de una vía de
transporte para convertirse en un muy lucrativo negocio.
En Inglaterra, la decisión de liberar a Emin había tomado forma en una
expedición financiada con recursos privados que debía ser liderada por
Stanley. Lo que los decididos financieros habían olvidado es que Stanley aún
se encontraba al servicio de Leopoldo. Y así el infortunio i nició su camino.
Stanley, en lugar de tomar el ya conocido y más corto camino desde Zanzibar
hasta Ecuatoria a través de los territorios del este, quiso avanzar desde la
colonia belga a través de la jungla para poder anexionarse Ecuatoria de
manera inapelable. La expedición se inició naturalmente en Zanzibar, lugar de
reclutamiento habitual de mercenarios y porteadores, donde fueron contratados
600 porteadores armados. Para asegurar las alianzas, Stanley nombró a Tippu
Tip, en nombre del rey Leopoldo, gober nador de la provincia alrededor de las
Stanley-Falls. El poderoso tratante de esclavos vio en esta oferta la posibilidad
de ampliar enormemente su territorio de influencia y sus reservas de armas y
de munición, y aseguró a cambio suficientes porteadores pa ra afianzar el éxito
de la expedición.

Una vez costeada África, Stanley, sus oficiales europeos, los zanzíbares y 150
toneladas de munición se adentraron en el río Congo a bordo de los barcos de
vapor de la ³Compañía del Congo´ hasta llegar a la desembo cadura del
Aruwimi, donde debían encontrarse con los porteadores prometidos por Tippu
Tip. A la vista de las continuas excusas y dilaciones del traficante, Stanley se
puso en camino a través de la jungla hacia el lago Albert con los más
saludables de sus hombres. Los enfermos quedaron atrás con la mayor parte
del equipo y bajo la vigilancia de algunos oficiales blancos. Días más tarde, a la
falta de porteadores se le sumó la escasez de provisiones. Stanley había
calculado proveerse de ambos de la manera hab itual: mediante
enfrentamientos victoriosos con las distintas tribus nativas. Pero éstas, que ya
tenían por entonces suficiente experiencia con la FP o con los cazadores de
esclavos, huían a la proximidad de la expedición o la atacaban en mortíferas
emboscadas. La mayoría de los hombres de Stanley no sobrevivieron a las
penurias. Aquellos que ni bajo la influencia del látigo, el temido chicote, podían
ser motivados a continuar el camino, eran abandonados a su suerte como
escoria. Y aunque Stanley intentaba mantener la disciplina colgando a algunos
desertores, muchos zazibarenses aventuraron la huida adentrándose en la
temida jungla.

Finalmente, un resto de medio hambrientos y agotados hombres alcanzaron el


lago Albert. El Pascha Emin no quedó muy impresio nado por la llegada de este
grupo de ³salvadores´ a quien tuvo primero que alimentar y vestir. Una vez
recuperadas las fuerzas, Stanley desanduvo el camino para recuperar a sus
hombres de la retaguardia. Pero también el campamento del Aruwimi estaba
devastado. El sirviente de Stanley, William Hoffman, describe la escena del
siguiente modo: abandonados en el suelo, sin enterrar y putrefactos, yacían los
cuerpos de hombres muertos. Cerca, demasiado débiles para levantarse, se
arrastraban los enfermos, algunos en evidente agonía, con sus carnes
devoradas por infecciones y disentería, con sus cuerpos llenos de úlceras tan
grandes como platos. Todo el lugar se me aparecía como un inmenso
cementerio; el olor era insoportable; las vistas aún peores. (...) Las estad ísticas
también eran brutales: de los 257 hombres que dejamos en Yambuya,
encontramos tan sólo a 71 con vida´(1). La gente de Tippu Tip había
aprovechado la ocasión para intercambiar, con la hambrienta retaguardia de
Stanley, comida por armas y municiones. Para intentar mantener la disciplina,
los oficiales blancos habían utilizado métodos cada vez más drásticos, en los
que daban rienda suelta a sus más primitivos instintos. Por encima de cualquier
otro, el mayor británico Barttelot era temido por su brutalidad, hasta que un
nativo, cuya mujer Barttelot pretendía asesinar en un ataque de furia, le
disparó. Barttelot había permitido, entre otras cosas, que uno de los
³científicos´ de la expedición, un tal Jameson, entregara una de las esclavas a
un grupo de caníbales para poder hacer dibujos ³al natural´ de las escenas que
prosiguieron. El mismo Stanley, curtido por su larga experiencia africana,
escribió poco después que sus oficiales habían cometido actos ³demasiado
terribles para describir en toda su barbar idad - cosas que si fueran descritas
harían que la sangre de un caballero ingles hirviera y que sus mejillas se
colorearan de vergüenza´ (2).

En estas circunstancias, Stanley no tenía demasiado que ofrecer a Emin. A


pesar de ello, aún quería obtener su triunfo personal, es decir, si no podía
ganar Ecuatoria para la colonia belga, al menos llevaría a Emin a Europa como
trofeo. Pero ni éste ni sus soldados tenían intención de abandonar su cuartel
para volver al continente. Se habían defendido con éxito con tra los mahdistas e
incluso les habían inferido graves pérdidas. Todos tenían familias, los oficiales
auténticos harenes. Pero ante todo los soldados nativos, que habían conocido
a los mahdistas como tratantes de esclavos, estaban dispuestos a luchar hasta
el último hombre. Con el retorno de Stanley a Ecuatoria empezaron a correr los
rumores que éste sólo venía a rescatar a Emin y a los oficiales turcos, y que los
soldados negros y sus familias serían vendidos como esclavos. Se animaron
revueltas y finalmente se levantó un auténtico motín que no dejó más opción a
Emin que huir con sus salvadores. Con este episodio terminaron los servicios
de Stanley con la colonia belga, aunque no las aspiraciones de ésta sobre
Ecuatoria.
Cuando diez años después (1898) un a expedición de la Force Publique se
abrió camino desde el Congo hasta el Nilo a la altura de Wandelai, encontraron
todavía restos de la tropa de Emin, que aún se defendían con eficiencia. Tras la
retirada de esta expedición, Bélgica mandó una nueva cinco años más tarde,
en otro intento de anexionarse Ecuatoria. Esta vez habían conseguido reclutar
un ejército mucho mayor y planeaban avanzar hasta el mismo Khartoun. Esta
ambición de poder había afectado también al comandante al mando de la
vanguardia de la expedición, quien había prohibido a sus soldados la
tradicional costumbre de llevar consigo a sus mujeres y, no contento con ello,
obligaba a sus agotadas tropas a ejercicios militares nocturnos. Para reforzar
su autoridad era generoso con el uso del chicot e. Poco antes de alcanzar el
Nilo, los soldados se amotinaron, le ataron a un árbol y lo torturaron hasta la
muerte. Sólo unos pocos de sus oficiales consiguieron la huida hacia el grueso
del ejército, con la confianza de encontrar en él refugio seguro. Al atacar
también este contingente, los rebeldes provocaron la deserción de la mayoría
de los soldados negros hacia sus filas. Animados por las continuas
incorporaciones de nuevos desertores, los amotinados intentaron erigir un
propio reino junto al lago Tan ganica. Sólo años después, y tras múltiples y
sangrientos enfrentamientos con la Force Publique, los rebeldes supervivientes
se retirarían hacia el sureste, por entonces bajo el dominio alemán.
Este ejemplo ilustra el mayor problema de los blancos en África. Al contrario
que los ingleses en la India, en África no se contaba con un ejército colonial
disciplinado. Ya que en las nuevas colonias primaba la máxima de pocos
medios para grandes y rápidos beneficios, los poderes coloniales utilizaron los
mismos métodos que los tratantes de esclavos árabes, es decir, constituir sus
contingentes bélicos con esclavos, quienes sólo tenían dos motivos para seguir
sometidos a sus señores: el miedo y la codicia por un buen botín. A menudo,
un solo blanco apoyado en un peq ueño ejército dominaba un enorme territorio
del cual debía extraer la mayor cantidad posible de marfil, caucho y hombres.
En las incursiones militares, un puñado de oficiales blancos dirigía una tropa de
más de 1.000 nativos, de cuya lengua apenas conocían las expresiones más
esenciales. Bajo estas circunstancias, los blancos asumieron frecuentemente el
papel de jefes de tribu o magos. Y ya que no tenían acceso ni posibilidad de
comprender esta cultura ajena y, además, se encontraban aislados de la suya
propia, a menudo perdían completamente el sentido de realidad. Secuestros de
aldeas enteras, látigazos, ahorcamientos y ejecuciones de todo tipo,
hambrunas entre los trabajadores..., todos ellos eran métodos habituales
practicados en cada una de las colonias. Los enfermizos cerebros blancos
llegaron, sin embargo, aún más lejos en la elección de los mecanismos para
consolidar su poder. Por miedo a rebeliones, a menudo se entregaba a los
mercenarios negros un sólo cartucho, que era repuesto únicamente cuando se
podía comprobar que había sido usado. Para ello, se les exigía la presentación
de la mano derecha del enemigo muerto. Pero ya que los soldados utilizaban
también sus armas para la caza o a veces fallaban el tiro en el enfrentamiento
con el enemigo, se aprovisionaban de manos procedentes de vivos. Así, la
recepción de extremidades de mujeres y niños era normal y aceptada por los
señores blancos. Un misionero americano relata este hecho en 1895:
³Imagínense, ellos vuelven de un enfrentamiento con los rebeldes , y ustedes
ven en la proa de sus canoas un montón de algo. Son las manos de dieciséis
soldados enemigos muertos: soldados!, No han visto ahí también las manos de
mujeres y niños? Yo sí las he visto´.
La Force Publique encontró sus mejores mercenarios en tre las tribus caníbales,
y también aquí presentaban los oficiales blancos una gran comprensión. El
mismo William Hoffman, que se había curtido en ver atrocidades durante sus
expediciones junto a Stanley y que había permanecido en el Congo al servicio
de los belgas, dió noticia de las extremadas crueldades cometidas durante las
rebeliones de mercenarios en Kasai. Vió como colgaban y torturaban a
mujeres, y cómo éstas eran despedazadas vivas. Al requerirle a un oficial
blanco que interviniera en la acción, é ste le había contestado que no tenía
ninguna orden ³para inmiscuirse en los asuntos de los soldados´. Repetidas
veces fué testigo de desmembramientos y cocciones de prisioneros por parte
de los mercenarios caníbales: ³era espantoso ver como cortaban y
despiezaban un cuerpo como si fuera un beefsteak, y cómo lo cocinaban con
avidez en sus fogatas´(3).
Naturalmente no todos los mercenarios blancos en África era simples
carniceros. Para unos pocos se mezclaban también la pasión por la aventura y
el interés por culturas ajenas, como por ejemplo Slatin, quien ya con 16 años
había llegado al Sudán. Hablaba árabe fluidamente y a pesar de su largo
cautiverio nunca mostró resentimiento contra sus carceleros. De la misma
naturaleza era el aventurero británico Herber t Ward, que también proveniendo
de familia burguesa se lanzó a una vida en el mar: vivió con los Maoris, trabajó
como buscador de oro en Australia y para una empresa de comercio británica
en Borneo. Se le contó también entre los primeros oficiales blancos que, junto a
Stanley, formaron la colonia belga en el Congo. Otros, como el italiano Romolo
Gessi en el Sudán o algunos oficiales belgas, se esforzaban realmente en
acabar con el comercio de esclavos y con los tratantes, aunque todos estaban
al mando de soldados y porteadores esclavizados. De Emin se sabe que la
brutalidad y la violencia le resultaban repugnantes y que se preocupaba de
mejorar las condiciones de vida de los nativos. A pesar de ello, escribe
resignadamente en su diario: ³mientras yo me ocupo en acabar con su
comercio, mis propios sirvientes compran esclavos a su servicio´(4). Por ello,
Emin era para Stanley, que sí se manejaba bien con el látigo, un extraño
idealista. Incluso Hoffman le describe como ³ un charlatán encantador, indeciso
y vacilante´.
No obstante, para todos los blancos África era una oportunidad de salir de las
rígidas estructuras europeas, de hacer carrera e incluso de hacerse con una
cantidad considerable de riquezas en una dimensión impensable en Europa. Y
para ello tenían muy poco tiempo ya que las probabilidades de muerte violenta,
o bajo la fiebre o el alcohol, eran extremadamente altas. En la fase de
fundación de la colonia del Congo, Stanley mismo se quejaba que todo el
proyecto era nada más que una gran empresa de tra nsporte de vino y cerveza.
Todos tenían ganancias porcentuales en los beneficios sobre la venta del marfil
y el caucho, y muchos ampliaban su patrimonio con los resultados de la venta
de esclavos y de alcohol. Ahí destacaban los peores y más salvajes cabec illas,
como el comandante belga de la estación de las Stanley -Falls, quien decoraba
los parterres de su estación con cráneos y poseía un considerable harén de
concubinas. O en el Sudán, Alfons de Malzac -un tratante francés de marfil y
esclavos- de quien se contaba cómo había atado a un árbol, ya decorado con
calaveras, a uno de sus esclavos y le había utilizado de diana, porque se había
atrevido a interponerse en una pelea de Malzac con su concubina preferida.
A pesar de las enormes diferencias entre tod os estos hombres, había en ellos
algo en común: todos eran desarraigados que buscaban su fortuna como
aventureros al servicio de otros señores. El primer gran grupo estaba formado,
como ya hemos comentado, por veteranos napoleónicos, a quienes siguieron
los oficiales de la Guerra de Secesión. Tanto en el Sudán como en el Congo se
encontraban muchos alemanes e italianos cuyo número disminuyó al entrar
ambos países en el grupo de los poderes coloniales. Suizos y escandinavos
permanecieron bajo los dominios de Leopoldo de Bélgica. Otro grupo estaba
conformado por los británicos, entre los que se encontraban muchos ex -
marineros. Naturalmente en el Congo dominaban los belgas y, entre ellos, los
flamencos, cuyas oportunidades de prosperar en casa eran igual a ning una.
También clarificador es el ejemplo de Emin, quien tras realizar sus estudios de
medicina en Alemania, no le fué concedido el permiso para ejercer a causa de
su origen judío. Un último ejemplo extremo es la biografía de Stanley, crecido
en miserables circunstancias en un orfanato inglés. Después emigró a Estados
Unidos, luchó en ambos bandos durante la guerra de la Secesión, y estaba
dispuesto a pagar cualquier precio por una mejora de su estatus social.
Pero también Joseph Conrad era uno de estos hom bres de cualquier parte y de
ninguna. Como polaco sin patria, de apellido alemán, creció con la nacionalidad
rusa, viajó en barcos con bandera inglesa hacia Asia, y finalmente ofreció sus
servicios a Leopoldo de Bélgica. Así pues, era un experto conocedor de estos
ex-oficiales, marineros y aventureros que buscaban oro en California o en
Transvaal, vendían armas a los maoris en Nueva Zelanda, a los buren en
Sudàfrica o a los rebeldes en Cuba, traficaban en Asia con culis chinos, y en
África con esclavos y marfil. Gordon, el defensor de Khartoum, estaba en Asia
al tiempo que Conrad, donde ya se había convertido en ³Chinese -Gordon´
rodeado de leyendas acerca de enormes botines, amasados en los saqueos de
sus mercenarios en diversas ciudades chinas. También Ward y Barttelot habían
servido en Asia antes de llegar al Congo. Conrad, pues, ya se había cruzado
en los puertos asiáticos con toda esta masa de hombres que después
reencontraría en el Congo. Cuando el narrador Marlowe en ³Lord Jim´ describe
a la tripulación del ³rufián de la costa australiana´ Brown, nos remite no sin
motivo a las tropas de los primeros tiempos de la Force Publique: ³Brown's
crowd transferred themselves without losing an instant, taking with them their
firearms and a large supply of ammuniti on. They were sixteen in all: two
runaway blue-jackets, a lanky deserter from a Yankee man-of-war, a couple of
simple, blond Scandinavians, a mulatto of sorts, one bland Chinaman who
cooked- and the rest of the nondescript spawn of the South Seas.´(5).A pe sar
que Conrad despreciaba a hombres del perfil de Brown, probablemente se
había dado cuenta que las diferencias en el seno de estos grupos de
aventureros apátridas eran mayores que la diferencia entre algunos de ellos y
él mismo. Los límites eran difusos y a menudo entre el ³todavía aceptable´ y el
³ya corrupto´ sólo existía una fina barrera. Precisamente este cruce de
fronteras y de límites, especialmente en situaciones extremas, es lo que
ocupaba continuamente a Conrad. En 1890 visitó la tumba del Mayor Edmund
Musgrave Barttelot, en el norte del Congo, el héroe del ejército inglés e hijo de
un parlamentario que, un par de años antes -al frente de la retaguardia de
Stanley- había perdido la razón tras reiteradas orgías de sadismo. Al contrario
que Edmund Morel, Roger Casement, Mark Twain o Arthur Conan Doyle, que
denunciaron las crueldades de la colonia del rey Leopoldo, Conrad se interesó
por la psicología de los actores que provenían de su mismo ambiente social. Y
por ello fué capaz de transmitir el horro r más profunda y permanentemente que
sus contemporáneos.

’     
La fuerza visionaria de la novela de Conrad se hizo evidente en los años 60 del
siglo XX, cuando durante los procesos de descolonización aparecieron de
nuevo cruentas narraciones de las actividades de los mercenarios blancos en
el Congo, descritos por un autor como ³genios diabólicos sacados de una
anacrónica y desagradable botella medieval´ (6).
Tras la aparición de las primeras revueltas después de la declaración de
indepencia del Congo, los belgas abandonaron rápidamente el territorio. Bajo
su dominio, ninguna fuerza política nacional ni tampoco ningún movimiento de
liberación organizado habían podido desarrollarse, quedando como alternativas
de poder tan sólo el partido político dividido de Lumumba -designado primer
ministro en situación de urgencia -, algunos potentados locales, y los soldados
coloniales de la Force Publique. Mientras la Force Publique, renombrada ANC
(Armée Nationale Congolaise) se sumía en motines y saqueos , los políticos en
Leopoldville se peleaban por el poder, y en todo el territorio las tribus
recuperaban sus tradicionales confrontaciones; la Unión Minera belga intentaba
salvar sus prebendas más importantes. Éstas yacían en el rico subsuelo de la
provincia de Katanga, al sur. Para ello, los belgas encontraron al socio
adecuado en Moise Tschombe, quien pocos años antes había fundado un
partido secesionista en Katanga.
Con la Union Minière cubriéndole las espaldas, Tschombe declaró, poco tiempo
después de la independencia del Congo, la secesión de Katanga. Antes de su
definitiva salida, los belgas desarmaron a las unidades de la ANC en Katanga y
dejaron a Tschombe dinero, armamento y algunos instructores militares. No
había nada más que hacer. Pero los des órdenes en el Congo y la secesión de
Katanga invitaban a la ONU a una intervención. Ni los americanos, ni los rusos,
y ni siquiera los nuevos estados africanos deseaban una alteración de las
fronteras establecidas. Para todos estaba claro que el potencial éxito de la
independencia de Katanga generaría numerosas guerras en todo África. Las
tropas de la ONU, ensimismadas en sus propias querellas y ocupadas
principalmente con las revueltas en Leopoldville, no preocupaban inicialmente a
Tschombe. Por contra, le intranquilizaban bastante más los Baluba, quienes en
el norte de Katanga se habían rebelado contra él con el apoyo de Lumumba.
Para someter a los Baluba y consolidar su poder, Tschombe necesitaba
mercenarios profesionales que, al contrario que los instruc tores dejados por los
belgas, tomaran parte activa en la lucha.
Los primeros mercenarios llegaron de aquellos países en los que las actuales o
recién terminadas guerras coloniales habían dejado veteranos en paro: Bélgica,
Inglaterra, Sudáfrica, Rhodesia y la Algeria francesa. Su trabajo debían
empezar con la instrucción de los llamados ³gendarmes de Katanga´,
reclutados entre las tribus sometidas a Tschombe. Era un pequeño ejército
formado por algunos cientos de blancos y un par de miles de ³gendarmes´ qu e,
en cualquier caso, estaba muy por encima de las espadas y machetes de los
Balubas. Como en todas las guerras entre tribus en África, los enfrentamientos
se caracterizaron por la extremada crueldad de ambos contendientes. Con sus
tropas de choque, pequeñ as, motorizadas y muy bien armadas, los
mercenarios extendieron rápidamente el miedo y el terror entre sus enemigos,
y los Balubas que no había sido masacrados o subyugados, huyeron a miles
hacia el norte. Estas ³acciones de liberación´ acuñaron para los m ercenarios el
apodo de ³Les Afreaux´ (Los Terribles). La prensa internacional daba noticia de
sus atrocidades, al tiempo que los protagonistas convertían esta prensa en su
mejor arma, ya que a menudo su simple aparición provocaban el pánico entre
sus enemigos.
Mientras Tschombe afianzaba de este modo su lenta pero efectiva expansión
en el territorio, Lumumba reclamaba cada vez más vehementemente la
intervención de las Naciones Unidas en contra de los secesionistas. Pero éstas
no se animaban a participar m ilitarmente y se limitaban a firmar resoluciones en
las que se requería la retirada de los mercenarios extranjeros. Ya que el Congo
sin Katanga no podía sobrevivir económicamente y la ONU no parecía ofrecer
ningún apoyo efectivo, Lumumba se dirigió a los rusos. Con ello, consiguió
atraer la atención de la CIA quien rápidamente encontró en el General de la
ANC Mobutu el representante adecuado para sus intereses. Con el apoyo de
los americanos, Mobutu inició un golpe militar y Lumumba, quien había
buscado refugio en un cuartel de la ONU, fue enviado a Katanga bajo
circunstancias nunca aclaradas. Allí, claro, los gendarmes de Tschombe se
ocuparon aplicadamente de él. Tras la muerte de su principal enemigo,
Tschombe estaba en el punto más álgido de su poder: en Bélgica y en
Sudáfrica fueron reclutados nuevos mercenarios a los que se incorporaron
pequeños grupos de paracaidistas de la Legión Extranjera, ya que
precisamente entonces -y a causa del fallido golpe de estado en Argelia - su
1.Regimiento había sido disue lto. Se formaron nuevas unidades, otras fueros
desmembradas; y unos pocos mercenarios fueron hechos prisioneros por las
tropas de la ONU -que finalmente había decidido intervenir - y expulsados del
país. En esta situación de cambios continuos había, sin emb argo, entre los
secesionistas tres formaciones que podían ser reconocidas: los belgas, bajo la
dirección de Jean (³Black Jack´) Schramme, quien antes de la independencia
había sido granjero en el Congo; los sudafricanos, con el irlandés Iren Michael
(³Mad Mike´) Hoare al mando, quien había adquirido experiencia en lucha en la
jungla como oficial colonial en Malasia; y el grupo de paracaidistas franceses
dirigidos por Bob Denard, un veterano de las guerras de Indochina y Algeria. A
ellos se les añadían algun os aviones pilotados por polacos y sudafricanos.
Los polacos eran exiliados que, tras la II Guerra Mundial en la que habían
luchado para Inglaterra, no habían vuelto a Polonia, ³vendida´ secretamente
por Churchill a Stanlin. Habían llegado al Congo agrup ados bajo el liderazgo de
un tal ³Mister Brown´ o ³Kamikaze Brown´, quien algo más tenía en común con
la figura de la novela Lord Jim de Conrad que el simple nombre. En realidad se
llamaba Jean Zumbach y había nacido en Polonia de padre suizo y madre
polaca. En la II Guerra Mundial había sido piloto y había huido, como tantos
otros, a Inglaterra, donde voló para la Royal Air Force. Terminada la Guerra,
fundó una compañia privada de transportes aéreos a la que se le sumaban los
beneficios del contrabando de diamantes, medicamentos, relojes suizos y
divisas. Cuando estos negocios dejaron de ser tan lucrativos, decidió asentarse
en París, donde abrió una discoteca y se puso a echar barriga. Tras la
declaración de secesión en Katanga, Brown ³arregló´ unos cuanto s aviones
para Tschombe con sus respectivos mecánicos y pilotos, entre los que se
encontraba él mismo y algunos de sus antiguos camaradas.
Aunque quizás nunca hubo más de 500 mercenarios blancos al mismo tiempo
en el Congo, estos pocos junto a los gendar mes de Katanga que habían
instruido, no tenían nada que temer del gobierno central. Pero con el asesinato
del ³comunista´ Lumumba, Tschombe había dado un paso en falso. Ya que los
Estados Unidos apoyaban al prooccidental Mobutu, las tropas de la ONU
cobraron finalmente ánimos para combatir contra Katanga. Los primeros
enfrentamientos fueron una clara y ofensiva derrota para la ONU, mucho mejor
equipada en hombres y armamentos que los rebeldes. Sobre todo los
contingentes suecos e irlandeses no fueron enemig o a considerar para los ex-
legionarios y los sudafricanos, bien entrenados en la sucia guerra de maleza.
Los suecos recibieron pronto la fama de no atreverse a salir jamás de sus
tanques, y una completa guarnición irlandesa de 184 hombres capituló ante un
solo mercenario blanco acompañado de algunos gendarmes. ³Los Terribles´
coleccionaban cascos azules como trofeos y la ONU se ejercitaba de nuevo en
la ineficacia. Esta situación cambió en diciembre de 1961, cuando la poderosa
aviación de las Naciones Unida s arrasó en un ataque sorpresa a toda la fuerza
aérea de Katanga. Y después, renunciando a la intervención de tropas de tierra
europeas, echó mano de sus propios mercenarios. Los Gurkas indios asaltaron
Elizabethville, capital de Katanga, y tras largas e i nútiles negociaciones,
tomaron en 1963 la ciudad minera de Kolwezi, último refugio de los
secesionistas. A pesar que los mercenarios y los gendarmes mostraron
extremada dureza en su resistencia, tuvieron que retirarse finalmente ante los
profesionales y rutinarios ataques de los Gurkas. La mayoría ya había
abandonado el barco que naufragaba, pero un núcleo duro de un centenar de
mercenarios y un par de miles de gendarmes se retiraron bajo el mando de
Schramme hacia Angola, entonces colonia portuguesa.

Las intervenciones de los mercenarios parecían acabarse aquí. Pero también la


ONU estaba agotada. Sus operaciones en el Congo había costado billones, y
habían demostrado públicamente las divisiones internas en la organización y su
incapacidad para ofrecer una acción efectiva. Por su parte los americanos, a
quienes les había tocado la parte del león, habían logrado su objetivo al instalar
un gobierno por-occidental, al mando del presidente Kasavubu y del General
Mobutu. Tchombe se exilió a España, parte de s us desacreditados gendarmes
fueron absorbidos por la ANC y otros pasaron a ganarse la vida como bandidos
en la jungla. Los mercenarios habían vuelto a Sudáfrica o a Europa, y otro
grupo, comandado por Denard, se dirigió al Yemen, donde se ocuparon en
apoyar a los monárquicos en sus enfrentamientos contra los republicanos y el
ejército de intervención egipcio. Schrame, como hemos comentado, conspiraba
en el norte de Angola a la espera de mejores tiempos junto a Tschombe, con
algunos incondicionales y un mill ar de gendarmes de Katanga.
La reestablecida paz en el Congo no duró demasiado. La corrupción
administrativa aumentaba, y los soldados de la ANC intentaban mejorar sus
sueldos mediante latrocinios y extorsiones. El asesinado Lumumba se había
convertido en un héroe nacional para la oposición. Pierre Muele, antiguo
ministro en el gobierno de Lumumba, pedía apoyos en la Europa del Este y en
China con cuya colaboración declaró, a principios de 1964, en el oeste del
Congo, el levantamiento de los Simbas (leone s). A pesar que los dirigentes de
la rebelión se autoproclamaban revolucionarios socialistas, la magia y la
superstición jugaron un papel fundamental en este movimiento. Los Simbas,
protegidos por los amuletos de sus hechiceros que debían hacerlos
impenetrabes a las balas enemigas, atacaban llenos de fe en su imbatibilidad:
con tan sólo machetes y lanzas, se enfrentaban al ejército gubernamental,
armado hasta los dientes por los americanos. Entre estas tropas también se
extendían los más salvajes rumores sobre la fuerza ³mágica´ de los Simbas,
con el resultado que la simple proximidad de los Simbas provocaba a menudo
auténticas desbandadas. Por otra parte, muchas de las tribus detestaban al
corrupto gobierno, de manera que los Simbas eran recibidos en gran p arte del
territorio como liberadores e incluso batallones enteros de la ANC se unían a
ellos. En su rasante camino hacia el éxito, los Simbas sumieron en un auténtico
baño de sangre a las tribus alineadas con el gobierno y a las clases dirigentes
negras. Tampoco algunos blancos escaparon al sacrificio: misioneros, técnicos
y latifundistas principalmente belgas, sucumbieron a la revolución. No obstante,
la mayoría de ellos fueron hechos prisioneros y trasladados a Stanleyville y
Paulis donde eran utilizados como rehenes en contra de los posibles ataques
de los americanos y los belgas.
A causa de la participación de China, los Estados Unidos estaban dispuestos a
ofrecer al gobierno de Kasabutu cualquier tipo de apoyo exceptuando soldados,
dado que ellos mismos estaban cada vez más implicados en la Guerra de
Vietnam. Sus posibilades se limitaban, pues, al envío de dinero y de aviones
con sus correspondientes pilotos, la mayoría de los cuales eran cubanos
exiliados entrenados por la CIA. A pesar de este refuerz o militar, el avance de
los Simbas era imparable. Los soldados de Mobutu estaban completamente
desmoralizados y se tenía por seguro que Tschombe desde Madrid iba a
utilizar las revueltas en beneficio propio para intentar declarar de nuevo la
independencia de Katanga. En el intento de evitar una guerra en dos frentes, el
presidente Kasavubu, el general Mobutu y los expertos americanos elaboraron
una estrategia especialmente elegante: traer a Tschombe desde el exilio y
entregarle el gobierno de todo el Congo. Tschombe fue en ese momento el
hombre adecuado en el lugar adecuado. Llamó a sus fieles gendarmes a las
armas y utilizó sus viejos contactos y el dinero de la CIA para recuperar la
ayuda de los mercenarios blancos.

El primero en responder a la oferta fué Schramme, quien, con sus veteranos y


un nuevo ejército de 8.000 gendarmes, cruzó la frontera de Angola; Denard,
quien no podía abandonar tan rápidamente el Yemen, le siguió poco después.
Pero la mayor parte de los reclutas fueron enrolados bajo la direcci ón de Hoare
en Sudáfrica. Ya que la CIA era un socio solvente y las acciones heroicas de
³los Terribles´ habían adquirido un valor glorioso en determinados círculos, no
había escasez de voluntarios. De cualquier forma entre ellos quedaban pocos
veteranos de Katanga así que, para dotar con rapidez a su 5.Batallón del
efectivo previsto, Hoare tomaba todo lo que su agente en Salisbury y
Johannesburgo le mandaba, incluidos vagos y fracasados. La prensa los
definía como ³camareros griegos y pinches de cocina de diversa procedencia,
que querían dirigir la guerra´ y de ³escoria de los bares de Johannesburgo´(7).
Incluso Hoare, como antiguo oficial colonial británico, se quejaba del alarmante
bajo nivel de estas tropas y del gran porcentaje de ³alcohólicos, drogadic tos,
homosexuales y fumadores de hachís´(8).
A pesar de la dudosa mezcla de reclutas y de su inexperiencia, la entrada en
acción de los mercenarios fué un éxito clamoroso. La liberación de los rehenes
blancos en Stanleyville y Paulis fué llevada a cabo p or los paracaidistas
regulares belgas, pero la reocupación del inmenso territorio y la derrota de un
ejército integrado por miles de rebeldes, fué obra exclusiva de un par de
cientos de mercenarios. Su táctica se basaba esencialmente en la velocidad y
en la efectividad de sus armas. Con sus Jeeps, los mercenarios irrupían en
estaciones y en poblaciones enemigas y, frente a poquísima resistencia, abrían
fuego indiscriminado con sus ametralladoras de gran calibre y sus armas
automáticas. A menudo, los Simbas eran tomados por sorpresa y ante la voz
de alarma de combate, huían despavoridos. Estos éxitos fueron sólo posibles,
claro está, por dos condicionantes: porque los Simbas no entendían de guerras
modernas, y porque estaban insufucientemente armados. Al prin cipio, era
frecuente que un pequeño grupo de mercanarios blancos con sus
ametralladoras masacrara a cientos de Simbas, aún convencidos de su
invulnerabilidad y que atacaban en territorio abierto armados tan sólo con
lanzas. Y aún cuando los Simbas consigui eron dotarse de armamento más
moderno, disparaban a veces con los ojos cerrados al creer que el simple ruido
y su magia aniquilarían al enemigo. Cuando China y algunos estados africanos
empezaron a intensificar su apoyo a los rebeldes, distribuyendo armas e
instruyendo a los cuadros militares, era ya demasiado tarde. La superstición,
que había sido el arma más poderoso de los Simbas, iba a llevarlos a la propia
derrota. Los mercenarios se habían convertido ya en los ³gigantes blancos´,
guerreros mágicos e invencibles, y ni la artillería y las granadas chinas fueron
utilizadas con demasiado convencimiento. Tan pronto como los tambores
anunciaban la llegada de los ³gigantes blancos´, los Simbas se dispersaban a
pesar de su demostrado valor ante la muerte.

Aún así, la reconquista del este del Congo no fué ningún paseo. Emboscadas y
a veces severos enfrentamientos en la toma de algunas estaciones provocaban
también la pérdida de algunos mercenarios, bajas que a pesar de su nimiedad
mermaban considerablemente el ya escaso número de mercenarios en acción.

En octubre de 1965 la rebelión de los Simbas estaba sofocada y los ³gigantes


blancos´ eran celebrados en el mundo occidental como auténticos héroes. Por
fin, y tras todos los desmoralizantes fracasos de la descol onización, la
supremacía del hombre blanco quedaba de nuevo demostrada. Periodistas
europeos y americanos viajaban por el Congo y relataban a la audiencia la
liberación de monjas y misioneros y la restauración de la ley y el orden. Pero
junto a la propagan da, la opinión pública también supo de otras historias, cuya
lectura hacía estremecer a cualquier civilizado lector en Europa evidenciando
tan sólo que los mercenarios seguían ejerciendo sus métodos tradicionales.
Así, aparecieron en primer lugar las histo rias sobre torturas y ejecuciones.
Claro está que los trabajos más sucios eran encargados a los subordinados,
pero entre los mercenarios blancos se contaban algunos asesinos
apasionados. Un sudafricano fué sorprendido en su sórdido negocio, en el que
cocía cabezas de africanos para vender sus cráneos -naturalmente con el
agujero de la bala - a los pilotos y periodistas americanos, que consideraban el
objeto como un adecuado souvenir de su estancia en el Congo. Algunos
mercenarios los utilizaban también como decoración para sus Jeeps o como
floreros. Pero por encima de todo, los mercenarios se entregaban a su
actividad preferida desde tiempos inmemoriables: el saqueo. Aún a pesar que
los hombres recibían un buen sueldo, el incentivo mayor seguían siendo los
botines. Tan pronto como se ³liberaba´ una ciudad, los Jeeps del 5.Batallón
aceleraban el paso primero hacia los bancos y después hacia las villas de los
colonos y de los africanos acomodados, que eran ³limpiadas´ con esmero. Las
cajas fuertes volaban al impacto de bazookas y dinamita, cuyas explosiones se
dejaron oir en Stanleyville durante varios días. De uno de los suboficiales se
cuenta cómo fletó un avión lleno de neveras, cámaras, muebles e incluso
coches hacia Stanleyville para venderlos a los comercia ntes indios. Y los
oficiales o bien tomaban parte en todo ello, o miraban hacia otro lado,
intentando no poner en peligro la moral de sus hombres.
Los problemas empezaron cuando Mobutu relevó de su cargo a Tschombe
quien a sus ojos ya había cumplido su función. Tschombé volvió a su exilio
madrileño y, días después, Mobutu tomó el poder mediante un golpe de estado.
Poco más tarde, Hoare recibió su carta de despido ya que a pesar que Mobutu
no quería renunciar a los mercenarios, debía mantenerlos fuera del control de
Tschombe, y Hoare se contaba precisamente entre uno de sus más fieles
colaboradores. El despido no era difícil, ya que por norma los mercenarios
firmaban un contrato de seis meses y solía haber un continuo ir y venir de
nuevos rostros. Los sudafricanos del 5.Batallón fueron reemplazados por
españoles e italianos, mientras los batallones francoparlantes 6. y 10. eran
mantenidos bajo el mando de Denard y Schramme respectivamente

Tras el fin de la guerra la mayoría de los mercenarios se acuartelaro n en sus


guarniciones para llevar una vida relativamente tranquila, bebiéndose el sueldo
y divirtiéndose con sus sirvientes africanas. Pero las conspiraciones no tenían
fin. Denard visitaba secretamente a Tschombé en Madrid mientras Schramme
erigía una base fuerte en el Congo central. Por otro lado, en julio de 1966, se
produjo el motín de una unidad de gendarmes de Katanga a quienes se les
habían añadido unos cuantos mercenarios blancos. Mientras el resto de las
unidades se mantenía a la espera de los acon tecimientos, los amotinados se
entregaron a Schramme quien les había prometido la amnistía. Aunque Mobutu
aseguró pretenciosamente ³qué significan 1.000 extranjeros voluntarios en un
ejército de 31.500 soldados?´, el motín había desatado el pánico entre la s
tropas y demostrado al mundo lo peligrosos que eran los mercenarios. Para
desanimar nuevos levantamientos, Mobutu intentó deshacerse, uno tras otro,
de los ³voluntarios extranjeros´. Primero fué disuelto el 5.Batallón y luego
reducido el grueso de las de más unidades. Entonces, Denard recibió la orden
oficial de marchar contra Schramme y desarmar a su unidad, pero, como
auténticos ³Condottieri´, ambos mercenarios establecieron una alianza para
llevar adelante un gran golpe. Juntos planearon la ocupación de Stanleyville y
otras ciudades en el este del Congo para después avanzar hacia Katanga. Allí
esperarían a Tschombe que debía volar desde Madrid para reunirse con ellos y
marcharían con un gran ejército de gendarmes hacia la ocupación de todo el
Congo y la reinstauración de su hegemonía. Pero a la CIA, que mantenía bajo
su manto protector a Mobutu, ya le habían llegado voces del plan: en un vuelo
entre Ibiza y Mallorca, Tschombe fué secuestrado por su guardaespaldas (un
mercenario francés) y llevado a Algeri a, donde ingresó en prisión. Sin en
amparo de su escudo político, los mercenarios se quedaron en un primer
momento desconcertados, pero el ambiente estaba tan enrarecido que
decidieron no posponer más el golpe.
El 5 de Julio, el 10. Batallón atacó los cu arteles de la ANC en Stanleyville
(entonces renombrada como Kisangani) disparando a todo lo que se movía.
Las tropas de la ANC se dispersaron en pánico. Sin embargo, en otros lugares
los mercenarios sufrieron graves derrotas. Denard, malherido, buscó refug io
junto a otros lesionados en Rhodesia. Schramme se acuarteló en Kisangani
esperando la incorporación de nuevas unidades dirigidas por otros blancos con
los que, finalmente, consiguió reunir un contingente de unos 150 mercenarios
blancos y unos 800 gendar mes de Katanga. Pero pronto se vieron bajo el
asedio de la aviación de Mobutu y sus paracaidistas instruidos por los israelies.
Además, los Estados Unidos habían emplazado unos cuantos aviones de
manera que Mobutu pudiera movilizar rápidamente a sus reservistas. Ante el
empeoramiento de la situación, los mercenarios se dieron a la fuga
escabulléndose entre las líneas enemigas y ocultándose durante varias
semanas entre la maleza, para aparecer repentinamente en el lago Kiwu donde
tomaron la rica ciudad front eriza de Bukavu.
Aún en esa situación comprometida, Schramme no estaba dispuesto a la
rendición, exigía la dimisión de Mobutu y proponía un gobierno alternativo
dirigido por un katangues desconocido. Mientras tanto, Denard reunía nuevas
fuerzas en el norte de Angola para entrar de nuevo en el Congo desde el sur.
Los veteranos de Schramme respondían a todos los ataques de los
paracaidistas de Mobutu y, después que un ex -legionario derribara tres aviones
enemigos, incluso la aviación de Mobutu se negó a rea lizar nuevas
intervenciones. En el transcurso de estos enfrentamientos, las reservas de
munición de Schrame estaban agotándose y todas las esperanzas se dirigieron
a la llegada de Denard quien con poca fortuna caía con sus tropas en una
emboscada. En estas circunstancias, Schrame tuvo de abandonar la
resistencia y retirarse, con apenas 130 mercenarios blancos, 800 gendarmes
de Katanga y 1.500 mujeres y niños, hacia Ruanda, donde fueron internados

Pocos años después, los ³gigantes blancos´ encontraron su fi n en Biafra,


donde se enfrentaron a un ejército africano bien instruido y equipado, y nada
impresionado por la fama de ³los Terribles´. Algunos de ellos murieron allí, la
mayoría volvió lo más rápido posible a casa, y sólo dos terminaron su contrato
de seis meses. Después de Biafra, la intervención de los mercenarios blancos
se limitó a la instrucción de fuerzas especiales y a la aviación. Como ejército de
combate fueron sustituidos por africanos. En relación a esto último, es
interesante lanzar una última mirada a los gendarmes de Katanga, que
recogieron entonces la tradición del mercenario emigrante en África. Esta
tradición, iniciada por los veteranos napoleónicos y los oficiales de la Guerra de
la Secesión, mantenida por los polacos apátridas, los ex -legionarios y los
cubanos exiliados, pareció haber encontrado su final con estos hombres de
Katanga durante las turbulencias de la guerra civil angoleña. Sin embargo, y
contra toda previsión, unos 8.000 de ellos reaparecieron de nuevo 30 años más
tarde, en 1996, como apoyo a Kabila en el Congo occidental. El más joven de
ellos tenía 55 años, 4.000 eran generales, 2.000 coroneles y el resto, mayores.
Con su primera intervención junto a Kabila consiguieron un triste récord ya que
nunca en la historia de mundo ha bían caído tantos generales en una sola
batalla.
     
Es evidente que los mercenarios blancos de los años 60 en el Congo sufrieron
el mismo proceso de barbarización y embrutecimiento que sus predecesores a
quienes Conrad había descrito. Pe ro buscar a Kurtz entre ellos es una tarea
vana. Sus autobiografías están llenas de fanfarronadas, excusas vanidadosas y
humor primitivo. Especialmente destacable aquí es Siegfried Müller, antiguo
³Oberleutnant´ de la Wehrmacht alemana. Al llegar tarde par a incorporarse a la
lucha por Katanga, se había establecido en Sudáfrica como manager de un
hotel. Allí esperaba posibles misiones y cuidaba los contactos con algunos
compatriotas correligionarios más jovenes. Cuando finalmente fueron
requeridos nuevos mercenarios se dijeron a sí mismos: ³haremos una caza de
cazadores -una- una caza de negros o algo así -haremos una quijotada -
ningún peligro, todo okay´, como contaba el mismo Müller en una entrevista.
Pero el veterano del frente ruso Müller no ofreció serv icios suficientemente
convincentes, por lo que fue rápidamente relevado del mando. A pesar de ello
alcanzó cierta fama bajo el apodo de ³Congo -Müller´, fama que se debía sobre
todo a las imaginaciones de algunos perodistas que suponían detrás de cada
mercenario a un ex-nazi. Para ellos, Congo Müller, que lucía con ostentación
su Cruz de Hierro, era la encarnación perfecta de este prototipo. Entre sus
compañeros en el Congo, sin embargo, era más que nada motivo de burla:
contaban que incluso por las noches s e prendía la Cruz de Hierro en el pijama.
Pero la popularidad de Müller no es debida a sus hazañas en África sino a una
entrevista realizada por la televisión de la ex -RDA: creyendo que se encontraba
ante periodistas occidentales comprensivos, contaba borr acho y entre risas,
sus masacres en el Congo, y se declaraba dispuesto a ofrecer su ³know-how´
al servicio de la liberación de la RDA o incluso a formar parte de una ³Legión
Vietnam´. Esta entrevista, bajo el título ³El hombre sonriente - confesiones de
un asesino´, fué televisada en 1966 y en Alemania del oeste fué considerada
una mera operación de propaganda hasta que la difusión de nuevas noticias
sobre el papel de los mercenarios en el Congo aclaró su veracidad.
De una calidad semejante son las memorias de Jean Zumbach, quien se queja
amargamente de los cheques sin fondo de Tschombe aún reconociendo sus
profusas ganancias por las provisiones conseguidas de los traficantes de
armas. Para Zumbach, la mala comida y las duchas estropeadas de los hoteles
africanos son los acontecimientos más dignos de destacar de su estancia en el
Congo, frente a las fechorías que él y sus camaradas causaron. A sus ojos,
todo fué un gran divertimento en el que se trataba, sobre todo, de engañarse
los unos a los otros. En todos estos libros, entrevistas y artículos de periódico
uno se topa con las mismas banalidades. No hay rastro de un Kurtz que se
atormenta con el ³horror´ y lucha por su alma. Hombres risueños cuentan de
sus hazañas heroicas y de sus invasiones. Así, el lector experimenta lo mismo
que Hanah Arendt, cuando desde Jerusalen narraba el proceso contra
Eichmann: ella hubiera deseado encontrar un ³Iago, Macbeth o Ricardo III´ , y
se vió de pronto confrontada ante la ³banalidad del mal´.

Este perspicaz punto de vista de Arendt era algo nuevo; la realidad que se
escondía detrás no. En los múltiples textos justificativos de los participantes en
la expedición del Pascha Emin, se pueden encontrar el mismo heroísmo
primitivo, la misma vanidad e ignorancia. Durante la trav esía de la jungla en
Ituri, los porteadores morían como moscas. Sin embargo, Stanley parecía
mostrar más compasión para con su perro ³Randy´ que para con los
porteadores que, tras no responder a los latigazos, quedaban abandonados a
su suerte en los bordes de los caminos. Y cuando sus oficiales se quejan por
escrito que eran tratados como arrieros de esclavos, lo hacen tan sólo porque
consideraban este trabajo muy por debajo de su cualificación.
Conrad describió con precisión a estos hombres cuando escrib e en ³Eldorado
Exploring Expedition: ³Their talk, however, was the talk of sordid buccaneers: it
was reckless without hardihood, greedy without audacity, and cruel without
courage; there was not an atom of foresight or of serious intention in the whole
batch of them, and they did not seem aware these things are wanted for the
work of the world. To tear treasure out of the bowels of the land was their
desire, with no more moral purpose at the back of it than there is in burglars
breaking into a safe´(9). A pesar de ello queda la pregunta abierta de cómo
Conrad consiguió, a partir de este material ³humano´ tan insulso, construir un
monstruo dramático como Kurtz, quien debiera representar a un prototipo de
estos ³buscafortuna´ blancos desarraigados que recorría n Áfica en el s.XIX. Un
texto histórico como éste no puede permitirse esgrimir una respuesta, que
quizás pudiera encontrarse en su biografía. Probablemente el horror del que
Conrad nos habla tenía su origen en el propio espanto de verse enfrentado a
una desaforada realidad de la que él mismo tomaba parte. O quizás, como hijo
de su tiempo, no estaba en disposición de aceptar la terrible banalidad del mal
en toda su dimensión.

F. Westenfelder

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