Professional Documents
Culture Documents
O
A finales del siglo XIX, África encarnaba, como ningún otro continente, el
primitivismo, la barbarie y el misterio. También por ello, África inspiró durante
esa centuria a los mejores artistas modernos e incluso al recién nacido
psicoanálisis. Hacia 1900, el centro del continente negro era el único lugar en
donde los mitos aún permanecían, mientras que Europa h acía ya tiempo que
había perdido los suyos. Para un europeo, los viajes a África se convertirían
automáticamente en un viaje a las profundidades de su propia mente, para la
que la confrontación más terrible no era sólo la percepción y toma de
conciencia de lo primitivo, sino su profunda soledad y la sensación de pérdida
del individualismo racionalista moderno en un mundo colectivo y místico.
©
La ocupación de África empezó tarde. Por entonces, el continente era pobre
comparado con Latinoamérica o Asia -su única riqueza reconocida por Europa
se limitaba a la trata de esclavos-; su población, esencialmente guerrera; y su
clima y enfermedades, mortales para los europeos. Por todo ello, los poderes
coloniales se habían limitado hasta entonces a la edificación de unas cuantas
fortificaciones en la costa, en donde también podían adquirir esclavos de
manos de los tratantes nativos. La primera incursión tierra adentro llegó desde
Egipto, ya que era a lo largo del Nilo donde los Khedives ( o virreyes) intentaban
ampliar su poder buscando esclavos para sus ejércitos, como milenios antes lo
hicieran los faraones.
Aún cuando Egipto, bajo la presión internacional, tuvo que renunciar a sus
ambiciones sobre Turquía, y a pesar de su cada vez mayor dependencia de los
ingleses, su expansión hacia el sur progresaba. A la nubia Dongola -entre
Assuan y Khartoum-, le siguieron el reino de Darfur -que se extendía desde la
franja sur del Sahara hacia el oeste -, y la provincia de Ecuatoria, que llegaba
hasta los lagos centroafricanos. En el norte de este enorme territorio, los
musulmanes dongoleses se habían mezclado a lo largo del tiempo con tribus
beduinas y habían pasado a considerar el comercio de esclavos como u n
derecho adquirido y, por tanto, asunto propio. Los secuestros se producían
entre las tribus animistas del sur del Sudán, en Ecuatoria y también en las
zonas centroafricanas más lejanas. Claro está que la presión inglesa debería
haber puesto fin a la trat a de esclavos, pero Egipto tenía otras prioridades: en
primer lugar, afianzar la colaboración con los poderosos tratantes de esclavos
para asegurar una pacífica administración de los territorios ocupados y, en
segundo lugar, procurar la supervivencia del p ropio ejército necesitado del
reclutamiento forzoso de sudaneses.
Los Basinger también fueron entregados por los jeques dongoleses como pago
de impuestos a Egipto y formaron parte del ejército que, bajo las órdenes de los
oficiales turcos y en alianza con la caballería de los jeques, consiguió la
rendición del Sudán. Sud án fue el destino de ³castigo´ tanto de algunos
funcionarios de la administración egipcia como de muchos oficiales turcos. Los
menguados ingresos de estos representantes del gobierno egipcio alimentaron
un ambiente donde las intrigas, el despotismo, la cor rupción y los abusos
progresaban a sus anchas, y en donde cada uno intentaba crear su propia red
de extorsión. El creciente malestar entre la población sudanesa acicateaba la
resistencia y el odio hacia sus ocupantes hasta el punto que, para intentar
mejorar la situación y ante todo para tratar de dar fin al rasante aumento de la
trata de esclavos, Egipto decidió mandar europeos al Sudán. A los mercenarios
franceses siguieron, durante la década de los 60, muchos oficiales
norteamericanos que, tras el fin de la Guerra de Secesión, buscaban nuevos
destinos.
Una de las figuras más destacadas fue el aventurero escocés Charles George
Gordon quien, al mando de tropas nativas, había dirigido con éxito el fin del
levantamiento de Taiping en China y que por ello m ereció el sobrenombre de
³Chinese-Gordon´. Gordon fué nombrado en 1874 gobernador de Ecuatoria y
después de todo el Sudán. Como apoyo, tomó a su servicio norteamericanos y
europeos de diversas procedencias, de entre los que nombraría a sus
³Paschas´ o gobernadores de provincias independientes, algunas de las cuales
eran tan extensas como algunos países europeos. Gordon, el más fuerte
militarmente y mejor ublicado a ³tan sólo´ uno o dos meses de viaje de la
civilización, gobernaba la provincia central desde Khartoum. En Darfur regía el
Pascha austríaco Slatin, en Bahr el Gazal el Pascha británico Lupton, y al sur,
en Ecuatoria, el alemán Eduard Schnitzer, quien había tomado el nombre turco
Emin. La provincia de Emin tenía una extensión de 360.000 km² (por hac er una
comparación, la actual Alemania tiene 350.000km²), y para su administración
contaba con algunas docenas de oficiales y funcionarios turcos, 500
dongoleses -en su mayoría ex-tratantes de esclavos-, 400 africanos libres, y
cerca de 1000 Basinger que le fueron ³entregados´ como tributo. Con estas
tropas, Pascha Emin tenía que fundar nuevos asentamientos, recaudar los
impuestos, dominar rebeliones y presionar a los tratantes de esclavos. Los
impuestos que enviaba a El Cairo consistían en marfil, plumas de avestruz,
caucho y, aunque parezca contradictorio, esclavos, ya que a pesar de la
política oficial, era normal pagar a los soldados con ³servidores´, e incluso los
gobernadores precisaban de ellos para mantener la capacidad ofensiva de sus
tropas. Así, en la lucha contra la trata de esclavos, se trataba más de eliminar
del negocio a los tratantes independientes dongoleses y árabes, y traspasarlo
bajo otras etiquetas a la organización del estado egipcio.
A pesar que los ataques de los mahdistas contra Egipto, Etiopía y el Congo
fueron rechazados con éxito, la pérdida del Sudán por parte de Egipto -que en
este tiempo había pasado a ser protectorado británico - fue una auténtica
catástrofe para todos los imperios coloniales. Por primera vez, no sólo eran
derrotadas tropas nativas equipadas con armamento y oficiales europeos, sino
que la revolución había conseguido quitarle al poder colonial una considerable
extensión de territorio. Para mayor ofensa, la cabeza del legendario Pascha
Gordon había sido paseada por las calles de Khartoum. Y el camino desde el
Nilo hacia el interior de África quedaba definitivamente cortado.
ü ©
Stanley era por entonces una leyenda viva. Bajo encargo del ³New York
Herald´ había conseguido encontrar en 1871 al desaparecido Livingston en el
Lago Tanganica. Un par de años más tarde, con una expedición salida desde
Zanzibar, había explorado los grandes lagos centroafricanos, descubierto las
fuentes del río Congo y, desde allí, cruzado el continente completo de este a
oeste. Pero Stanley no sólo había establecido la que sería una de las más
importantes travesías de tránsito africano, también se había abierto el camino
entre múltiples contiendas armadas, demostrando con ello que un grupo de
hombres decididos y equipados con buenas armas podían conse guir cualquier
cosa. Por estas hazañas era celebrado en sus visitas a los salones europeos y
a las casas de los nobles como ³un nuevo Pizarro´.
Una vez costeada África, Stanley, sus oficiales europeos, los zanzíbares y 150
toneladas de munición se adentraron en el río Congo a bordo de los barcos de
vapor de la ³Compañía del Congo´ hasta llegar a la desembo cadura del
Aruwimi, donde debían encontrarse con los porteadores prometidos por Tippu
Tip. A la vista de las continuas excusas y dilaciones del traficante, Stanley se
puso en camino a través de la jungla hacia el lago Albert con los más
saludables de sus hombres. Los enfermos quedaron atrás con la mayor parte
del equipo y bajo la vigilancia de algunos oficiales blancos. Días más tarde, a la
falta de porteadores se le sumó la escasez de provisiones. Stanley había
calculado proveerse de ambos de la manera hab itual: mediante
enfrentamientos victoriosos con las distintas tribus nativas. Pero éstas, que ya
tenían por entonces suficiente experiencia con la FP o con los cazadores de
esclavos, huían a la proximidad de la expedición o la atacaban en mortíferas
emboscadas. La mayoría de los hombres de Stanley no sobrevivieron a las
penurias. Aquellos que ni bajo la influencia del látigo, el temido chicote, podían
ser motivados a continuar el camino, eran abandonados a su suerte como
escoria. Y aunque Stanley intentaba mantener la disciplina colgando a algunos
desertores, muchos zazibarenses aventuraron la huida adentrándose en la
temida jungla.
La fuerza visionaria de la novela de Conrad se hizo evidente en los años 60 del
siglo XX, cuando durante los procesos de descolonización aparecieron de
nuevo cruentas narraciones de las actividades de los mercenarios blancos en
el Congo, descritos por un autor como ³genios diabólicos sacados de una
anacrónica y desagradable botella medieval´ (6).
Tras la aparición de las primeras revueltas después de la declaración de
indepencia del Congo, los belgas abandonaron rápidamente el territorio. Bajo
su dominio, ninguna fuerza política nacional ni tampoco ningún movimiento de
liberación organizado habían podido desarrollarse, quedando como alternativas
de poder tan sólo el partido político dividido de Lumumba -designado primer
ministro en situación de urgencia -, algunos potentados locales, y los soldados
coloniales de la Force Publique. Mientras la Force Publique, renombrada ANC
(Armée Nationale Congolaise) se sumía en motines y saqueos , los políticos en
Leopoldville se peleaban por el poder, y en todo el territorio las tribus
recuperaban sus tradicionales confrontaciones; la Unión Minera belga intentaba
salvar sus prebendas más importantes. Éstas yacían en el rico subsuelo de la
provincia de Katanga, al sur. Para ello, los belgas encontraron al socio
adecuado en Moise Tschombe, quien pocos años antes había fundado un
partido secesionista en Katanga.
Con la Union Minière cubriéndole las espaldas, Tschombe declaró, poco tiempo
después de la independencia del Congo, la secesión de Katanga. Antes de su
definitiva salida, los belgas desarmaron a las unidades de la ANC en Katanga y
dejaron a Tschombe dinero, armamento y algunos instructores militares. No
había nada más que hacer. Pero los des órdenes en el Congo y la secesión de
Katanga invitaban a la ONU a una intervención. Ni los americanos, ni los rusos,
y ni siquiera los nuevos estados africanos deseaban una alteración de las
fronteras establecidas. Para todos estaba claro que el potencial éxito de la
independencia de Katanga generaría numerosas guerras en todo África. Las
tropas de la ONU, ensimismadas en sus propias querellas y ocupadas
principalmente con las revueltas en Leopoldville, no preocupaban inicialmente a
Tschombe. Por contra, le intranquilizaban bastante más los Baluba, quienes en
el norte de Katanga se habían rebelado contra él con el apoyo de Lumumba.
Para someter a los Baluba y consolidar su poder, Tschombe necesitaba
mercenarios profesionales que, al contrario que los instruc tores dejados por los
belgas, tomaran parte activa en la lucha.
Los primeros mercenarios llegaron de aquellos países en los que las actuales o
recién terminadas guerras coloniales habían dejado veteranos en paro: Bélgica,
Inglaterra, Sudáfrica, Rhodesia y la Algeria francesa. Su trabajo debían
empezar con la instrucción de los llamados ³gendarmes de Katanga´,
reclutados entre las tribus sometidas a Tschombe. Era un pequeño ejército
formado por algunos cientos de blancos y un par de miles de ³gendarmes´ qu e,
en cualquier caso, estaba muy por encima de las espadas y machetes de los
Balubas. Como en todas las guerras entre tribus en África, los enfrentamientos
se caracterizaron por la extremada crueldad de ambos contendientes. Con sus
tropas de choque, pequeñ as, motorizadas y muy bien armadas, los
mercenarios extendieron rápidamente el miedo y el terror entre sus enemigos,
y los Balubas que no había sido masacrados o subyugados, huyeron a miles
hacia el norte. Estas ³acciones de liberación´ acuñaron para los m ercenarios el
apodo de ³Les Afreaux´ (Los Terribles). La prensa internacional daba noticia de
sus atrocidades, al tiempo que los protagonistas convertían esta prensa en su
mejor arma, ya que a menudo su simple aparición provocaban el pánico entre
sus enemigos.
Mientras Tschombe afianzaba de este modo su lenta pero efectiva expansión
en el territorio, Lumumba reclamaba cada vez más vehementemente la
intervención de las Naciones Unidas en contra de los secesionistas. Pero éstas
no se animaban a participar m ilitarmente y se limitaban a firmar resoluciones en
las que se requería la retirada de los mercenarios extranjeros. Ya que el Congo
sin Katanga no podía sobrevivir económicamente y la ONU no parecía ofrecer
ningún apoyo efectivo, Lumumba se dirigió a los rusos. Con ello, consiguió
atraer la atención de la CIA quien rápidamente encontró en el General de la
ANC Mobutu el representante adecuado para sus intereses. Con el apoyo de
los americanos, Mobutu inició un golpe militar y Lumumba, quien había
buscado refugio en un cuartel de la ONU, fue enviado a Katanga bajo
circunstancias nunca aclaradas. Allí, claro, los gendarmes de Tschombe se
ocuparon aplicadamente de él. Tras la muerte de su principal enemigo,
Tschombe estaba en el punto más álgido de su poder: en Bélgica y en
Sudáfrica fueron reclutados nuevos mercenarios a los que se incorporaron
pequeños grupos de paracaidistas de la Legión Extranjera, ya que
precisamente entonces -y a causa del fallido golpe de estado en Argelia - su
1.Regimiento había sido disue lto. Se formaron nuevas unidades, otras fueros
desmembradas; y unos pocos mercenarios fueron hechos prisioneros por las
tropas de la ONU -que finalmente había decidido intervenir - y expulsados del
país. En esta situación de cambios continuos había, sin emb argo, entre los
secesionistas tres formaciones que podían ser reconocidas: los belgas, bajo la
dirección de Jean (³Black Jack´) Schramme, quien antes de la independencia
había sido granjero en el Congo; los sudafricanos, con el irlandés Iren Michael
(³Mad Mike´) Hoare al mando, quien había adquirido experiencia en lucha en la
jungla como oficial colonial en Malasia; y el grupo de paracaidistas franceses
dirigidos por Bob Denard, un veterano de las guerras de Indochina y Algeria. A
ellos se les añadían algun os aviones pilotados por polacos y sudafricanos.
Los polacos eran exiliados que, tras la II Guerra Mundial en la que habían
luchado para Inglaterra, no habían vuelto a Polonia, ³vendida´ secretamente
por Churchill a Stanlin. Habían llegado al Congo agrup ados bajo el liderazgo de
un tal ³Mister Brown´ o ³Kamikaze Brown´, quien algo más tenía en común con
la figura de la novela Lord Jim de Conrad que el simple nombre. En realidad se
llamaba Jean Zumbach y había nacido en Polonia de padre suizo y madre
polaca. En la II Guerra Mundial había sido piloto y había huido, como tantos
otros, a Inglaterra, donde voló para la Royal Air Force. Terminada la Guerra,
fundó una compañia privada de transportes aéreos a la que se le sumaban los
beneficios del contrabando de diamantes, medicamentos, relojes suizos y
divisas. Cuando estos negocios dejaron de ser tan lucrativos, decidió asentarse
en París, donde abrió una discoteca y se puso a echar barriga. Tras la
declaración de secesión en Katanga, Brown ³arregló´ unos cuanto s aviones
para Tschombe con sus respectivos mecánicos y pilotos, entre los que se
encontraba él mismo y algunos de sus antiguos camaradas.
Aunque quizás nunca hubo más de 500 mercenarios blancos al mismo tiempo
en el Congo, estos pocos junto a los gendar mes de Katanga que habían
instruido, no tenían nada que temer del gobierno central. Pero con el asesinato
del ³comunista´ Lumumba, Tschombe había dado un paso en falso. Ya que los
Estados Unidos apoyaban al prooccidental Mobutu, las tropas de la ONU
cobraron finalmente ánimos para combatir contra Katanga. Los primeros
enfrentamientos fueron una clara y ofensiva derrota para la ONU, mucho mejor
equipada en hombres y armamentos que los rebeldes. Sobre todo los
contingentes suecos e irlandeses no fueron enemig o a considerar para los ex-
legionarios y los sudafricanos, bien entrenados en la sucia guerra de maleza.
Los suecos recibieron pronto la fama de no atreverse a salir jamás de sus
tanques, y una completa guarnición irlandesa de 184 hombres capituló ante un
solo mercenario blanco acompañado de algunos gendarmes. ³Los Terribles´
coleccionaban cascos azules como trofeos y la ONU se ejercitaba de nuevo en
la ineficacia. Esta situación cambió en diciembre de 1961, cuando la poderosa
aviación de las Naciones Unida s arrasó en un ataque sorpresa a toda la fuerza
aérea de Katanga. Y después, renunciando a la intervención de tropas de tierra
europeas, echó mano de sus propios mercenarios. Los Gurkas indios asaltaron
Elizabethville, capital de Katanga, y tras largas e i nútiles negociaciones,
tomaron en 1963 la ciudad minera de Kolwezi, último refugio de los
secesionistas. A pesar que los mercenarios y los gendarmes mostraron
extremada dureza en su resistencia, tuvieron que retirarse finalmente ante los
profesionales y rutinarios ataques de los Gurkas. La mayoría ya había
abandonado el barco que naufragaba, pero un núcleo duro de un centenar de
mercenarios y un par de miles de gendarmes se retiraron bajo el mando de
Schramme hacia Angola, entonces colonia portuguesa.
Aún así, la reconquista del este del Congo no fué ningún paseo. Emboscadas y
a veces severos enfrentamientos en la toma de algunas estaciones provocaban
también la pérdida de algunos mercenarios, bajas que a pesar de su nimiedad
mermaban considerablemente el ya escaso número de mercenarios en acción.
Este perspicaz punto de vista de Arendt era algo nuevo; la realidad que se
escondía detrás no. En los múltiples textos justificativos de los participantes en
la expedición del Pascha Emin, se pueden encontrar el mismo heroísmo
primitivo, la misma vanidad e ignorancia. Durante la trav esía de la jungla en
Ituri, los porteadores morían como moscas. Sin embargo, Stanley parecía
mostrar más compasión para con su perro ³Randy´ que para con los
porteadores que, tras no responder a los latigazos, quedaban abandonados a
su suerte en los bordes de los caminos. Y cuando sus oficiales se quejan por
escrito que eran tratados como arrieros de esclavos, lo hacen tan sólo porque
consideraban este trabajo muy por debajo de su cualificación.
Conrad describió con precisión a estos hombres cuando escrib e en ³Eldorado
Exploring Expedition: ³Their talk, however, was the talk of sordid buccaneers: it
was reckless without hardihood, greedy without audacity, and cruel without
courage; there was not an atom of foresight or of serious intention in the whole
batch of them, and they did not seem aware these things are wanted for the
work of the world. To tear treasure out of the bowels of the land was their
desire, with no more moral purpose at the back of it than there is in burglars
breaking into a safe´(9). A pesar de ello queda la pregunta abierta de cómo
Conrad consiguió, a partir de este material ³humano´ tan insulso, construir un
monstruo dramático como Kurtz, quien debiera representar a un prototipo de
estos ³buscafortuna´ blancos desarraigados que recorría n Áfica en el s.XIX. Un
texto histórico como éste no puede permitirse esgrimir una respuesta, que
quizás pudiera encontrarse en su biografía. Probablemente el horror del que
Conrad nos habla tenía su origen en el propio espanto de verse enfrentado a
una desaforada realidad de la que él mismo tomaba parte. O quizás, como hijo
de su tiempo, no estaba en disposición de aceptar la terrible banalidad del mal
en toda su dimensión.
F. Westenfelder