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A PÓSTOL DE S EVILLA
VIDA DEL PADRE TEJERO
PRIMERA PARTE
ANTES DE COMENZAR
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Creo que he explicado los significados de todas las que pueden resultar
extrañas o que hacen referencia a costumbres o comidas de localidades
concretas.
Por eso, yo recomendaría leer las notas a pie de página, que no son muchas,
pero sí útiles. De todos modos, al final del libro podrán encontrar un anexo
con varios índices:
– el onomástico, que nos permitirá saber si está documentada la existencia
real de cada una de las personas que aparecen en los diferentes capítulos.
– un pequeño índice toponímico, en el que figuran los lugares en que estuvo
el Padre Tejero, y las calles de Sevilla que actualmente han cambiado su
nombre, o incluso han desaparecido.
Completan este anexo una pequeña cronología completa de la vida del Padre
Tejero, así como un índice de los archivos y páginas web en que se ha
encontrado la documentación, una pequeña bibliografía y la reproducción del
manuscrito de la carta que el Padre Tejero dirigió a “la familia de la Congregación
de Filipenses Hijas de María Dolorosa y Casa de Arrepentidas” desde Cádiz
el 5 de septiembre de 1866.
Espero que disfruten leyéndolo tanto como he disfrutado escribiéndolo; y que
a todos nos sirva para comprender que Dios nos ama por encima de todo;
que quiere la felicidad de todos y que en Él podemos confiar siempre, sean
cuales sean las circunstancias que nos rodeen, como hizo y enseñó el Padre
Tejero.
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Capítulo Primero
GARRAY
1 He interpretado libremente los datos que aparecen en los Diccionarios Geográficos de Madoz y Blasco
–ambos del siglo XIX– sobre Garray, Soria y las fiestas de los santos mártires. Evidentemente, he
recreado el nacimiento de Francisco de Jerónimo, el motivo de su nombre y las mariposas. También
he utilizado los datos de www.arteguías.com.
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Vida del Padre Tejero
1Garray y Tardesillas son pueblos cercanos a Soria; el primero de ellos edificado junto a las ruinas de
Numancia. su nombre significa "Tierra quemada".
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Apóstol de Sevilla
Vio a lo lejos a Escolástica, la joven hija de la partera, que iba con un canasto
lleno de flores silvestres.
– ¡Escolástica! –gritó asomándose a la puerta–. ¡Escolástica, avisa a tu
madre, que ya viene el niño!
– ¡Ya voy, señora Marta! Que mi madre está en la ermita preparando el altar.
– Corre, hija, que éste no tiene espera.
Intentó poner agua a hervir, pero las contracciones eran cada vez más fuertes.
Se acercó a la alacena y sacó las toallas y las sábanas que tenía preparadas
desde hacía unas dos semanas; faltándole, según sus cálculos, una semana
para el parto.
Y se tuvo que sentar. No sabía si iba a poder subir al dormitorio; ese niño,
tan tranquilo durante el embarazo, se empeñaba en salir...
‘Hijo, espera, que no estoy preparada’. Le pareció que el niño le había
escuchado, pues se tranquilizó durante unos momentos; pero al poco volvió
a la carga.
Facundo, su hijo mayor, que hasta ese momento había estado tranquilo
jugando con las ramitas que su abuelo le había tallado en forma de ovejas,
al escuchar gritar a su madre se asustó y corrió hacia ella con cara desencajada.
– Facundo, hijo, no te asustes –dijo ella acariciándole la cabeza–, es tu
hermanito, que viene. Ve a avisar a tu padre, que está en el ayuntamiento.
El niño parecía reacio a moverse; y no porque no supiera, pese a su corta
edad, llegar hasta el ayuntamiento, que se encontraba justo detrás de su
casa. Finalmente, cuando su madre le sonrió haciendo un gran esfuerzo, se
dirigió a la puerta. Marta aguantó dos o tres contracciones más para que el
niño no volviera y después, ya sola, gritó con todas sus fuerzas. No recordaba
que el nacimiento de Facundo hubiera sido tan doloroso.
LA HORA
Los minutos se le hicieron interminables, pero finalmente llegó su prima
Tiburcia, la partera, acompañada de Escolástica. Como era habitual en ella,
entró disponiéndolo todo. Marta siempre se había admirado de su serenidad
y de cómo controlaba los más mínimos detalles cuando estaba en un parto.
Ella le había ayudado en más de uno. Pero ahora Tiburcia venía sola.
– Parece que ya viene el niño. ¿Has puesto agua a calentar?, humm, veo
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Vida del Padre Tejero
que no has tenido fuerzas. ¡Escolástica, hija, aviva esa lumbre y pon la olla
llena a calentar! ¡Y no te olvides de la olla pequeña!
La niña hizo lo que su madre le decía. Cuando Marta iba a preguntar por qué
venía sola, Tiburcia prosiguió sin dejarle meter baza.
– ¿Las sábanas?, ah, ya las veo. Escolástica, hija, tráeme una toalla grande
mientras yo subo con tu tía al dormitorio.
Un ‘sí, madre’ fue todo lo que la niña pudo decir, ya que su madre seguía
hablando.
– Vamos Marta, ¡déjame que vea cómo va eso! –Le palpó el vientre mientras
le daba la mano–. ¡Muy bien!, nos da tiempo de subir. Porque no querrás
que tu hijo nazca en la cocina...
No dejó que Marta respondiera, le ayudó a levantarse y, mientras subían las
escaleras, siguió hablando.
– Te habrá extrañado que haya venido sola, pero Escolástica me ha pedido
muchas veces ser mi ayudanta, y como las demás están preparándolo todo
para mañana, me ha parecido que, con el cariño que tú le tienes, no te
importaría. Además, tú eres buena pariendo, lo demostraste cuando nació
tu Facundo...
Echó una mirada en torno, buscando al niño, y, al no verlo, le dijo:
– ¿Lo has mandado a buscar a su padre? Muy bien.
Pasaron al dormitorio. La habitación tenía una ventana por la que entraban
los rojizos rayos de una preciosa puesta de sol que iluminaban la cama de
matrimonio, con dosel de madera de nogal, que ocupaba el centro de la
misma. El dosel fue el regalo de bodas que su padre había mantenido en
secreto durante todo su noviazgo. ‘Lo estrenarás cuando te cases’ era lo
único que le decía.
Un palanganero con su jarra y su toalla, una cómoda, una silla de anea y
una cuna, preparada para el niño que iba a nacer, completaban el mobiliario.
Una cruz en la cabecera de la cama y un espejo constituían el único adorno
de la habitación y de la casa, ya que la vida es dura en Soria, y más en un
pueblo como el de Garray, tan bravo en su pasado, pero tan castigado durante
la guerra con el francés, cuando estuvo acuartelada allí la gran guardia de
caballería y un destacamento de infantería del que el general Durán se sirvió
para sus operaciones de bloqueo de la plaza de Soria. Al fin lo abandonó el
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Vida del Padre Tejero
EL PADRE
Entre tanto se escuchó la puerta, por la que entraba Manuel, el padre de la
criatura. Tiburcia le gritó desde arriba:
– No se te habrá ocurrido traer al niño...
– No –contestó él–, lo he dejado ‘ayudando’ en el ayuntamiento.
– Ja, ja –dijo la comadrona–, eso está bien. Bueno, ahora te toca esperar.
A Manuel se le quedaba pequeña la estancia, que recorría a grandes zancadas.
Le hubiera gustado poder hacer algo mientras oía a su mujer dar gritos... ¡Si
por lo menos le dejaran entrar!, pero no, no es cosa para hombres. Se
marearía y daría más quehacer; o por lo menos eso era lo que siempre le
había dicho Marta cuantas veces había sacado el tema. Así que no le quedaba
más remedio que caminar. Intentó sentarse en la mecedora; volvió a levantarse;
buscó algo que estuviera desordenado para colocarlo en su sitio; pero ni las
ollas, ni los platos, ni la escoba o el atizador del fuego, ni el brasero, ... ¡nada!
Marta siempre tenía la casa en orden.
... ¿O sí tenía algo que hacer? Salió a la calle y vio que la colcha estaba sin
terminar de colgar. ¡Eso no podía ser! Con un hijo recién nacido, su casa
tenía que ser la mejor del pueblo en la procesión. Subió a la escalera a
colocar los adornos...
Pero no pudo hacerlo, ya que al llegar a la altura de la ventana vio que su
hijo estaba naciendo en ese preciso momento.
¡Qué maravilla! Al final, los santos patronos le habían permitido ver el
nacimiento de su hijo. Se quedó extasiado mirando hasta que Tiburcia, dando
un par de azotes al niño, pues un niño era al final, se lo dio a Escolástica
para que lo lavara con el agua hervida de la olla grande, que estaba ya
templada, mientras ella terminaba de ayudar a Marta.
Manuel notó que las lágrimas corrían por sus mejillas. ‘¡Gracias, Dios mío!’,
dijo en voz baja.
Bajó de la escalera, no fuera a ser que le descubrieran, entró en la casa y
subió las escaleras rápidamente.
– ¿Puedo pasar ya?
– Venga –le respondió su mujer–, ¡pasa ya, pesado! –Y le recibió con una
sonrisa, mostrándole al hijo recién nacido–. ¿Qué nombre le pondremos?
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yeros; los medianos conejos y perdices, truchas y barbos; este año también
ofrecían una nutria; y los mayores llevaban una oveja, una cabra y un ternero.
Se iban colocando frente al altar recubierto de flores y allí esperaban a que
el cura, con el de la filial del pueblo de Tardesillas, salieran de la ermita a
bendecir las ofrendas y al pueblo.
Pero este año, el señor cura tenía una sorpresa.
Un jornalero que estaba sacando piedra en las ruinas de Numancia encontró
un magnífico collar de plata en figura de cadena con fuertes eslabones y, a
trechos, graciosos bustos; pesaba 18 onzas y lo vendió por 160 reales al
teniente cura de la parroquia quien ahora lo presentaba ante los patronos
para que también recibiera su bendición antes de fundirlo, como era su
objetivo, y hacer un copón para “depósito de su Divina Majestad”.
Después de invocar la bendición del cielo y la protección de los santos Nereo,
Aquileo, Pancracio y Domitila sobre los trabajos y los frutos de la tierra, el
cura imploraba la bendición para todos los habitantes de Soria, Garray,
Tardesillas, Dombellas, el Garrejo y todos los pueblos de la comarca.
– Y hoy, muy especial, la bendición de Dios sobre Francisco de Jerónimo,
hijo de nuestros buenos vecinos Manuel y Marta, que nació ayer.
– ¡Vivan los santos Nereo, Aquileo y Pancracio! –gritó el señor alcalde cuando
el cura terminó–. ¡Viva Santa Domitila!
– ¡Viva!
– ¡Vivan todos los habitantes de Soria, Garray, Tardesillas, Dombellas y el
Garrejo! –gritó también, como era costumbre, el alcalde de la capital.
Y tras los vivas y hurras, entonó el cura los “Gozos a los santos patrones”,
que acompañaron todos los lugareños siguiendo la tradición, y dio comienzo
la procesión que llevaba las reliquias hasta la parroquia del pueblo.
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Vida del Padre Tejero
Mostraos agradecidos,
protectores de Garray
célebres y esclarecidos,
Santos Mártires gloriosos
escuchad nuestros gemidos.
Cuando Marta escuchó los hurras desde su casa, se asomó a la puerta con
el niño en brazos, cantando la canción que acercaba las reliquias a su casa.
Mientras esperaba la llegada de la procesión vio tres mariposas de colores
volando juntas.
EL BAUTIZO
Marta no se encontraba bien, pero quería acudir al bautizo de su segundo
hijo, como hizo con el primero. Así que, sin decir nada a su marido, puso a
Francisco el traje de cristianar que hizo su abuela con el traje de novia que
‘estaba ya tan pasado y viejo que no se podía más’. Después se puso su
vestido de fiesta para ir a la parroquia de San Juan Bautista, única del pequeño
pueblo en que tan sólo había doscientos habitantes.
Su madre, Juana, que en cuanto se enteró del nacimiento de su nieto había
ido a ayudarla, estaba vistiendo también a Facundo.
– Madre... –le dijo Marta.
– ¿Sí hija? –le respondió desde la otra habitación.
– ¿Tú te cansabas más después de nacer Josefa que después de Valentín?
– No, pero eran otros tiempos, las mujeres teníamos que levantarnos de la
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cama casi el mismo día de haber parido. Ahora os cuidáis más y es mejor,
porque antes muchas morían al poco tiempo de dar a luz. Además, las
comadronas tienen más cuidado de lavarse las manos y de lavaros bien, y
esas cosas. ¿Por qué lo dices? ¿Te cansas tú?
– No, no, por nada, curiosidad.
– ¡No estarás sangrando!
– No, no, de verdad, estoy bien, sólo un poco cansada.
Ya en la iglesia, Marta dio gracias a Dios por los dos hijos tan hermosos que
tenía. Allí estaba la familia de Tardesillas, sus hermanos y sus cuñados. No
dejaba de hacerle gracia que su hermana y ella tuvieran a dos hermanos por
maridos. Si Mariano era tan bueno con su hermana como Manuel lo era con
ella, estaban las dos de suerte. Sus hijos tendrían los mismos apellidos.
Siendo jóvenes lo habían hablado...
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– Así pensarán que son hermanos, como nosotras somos hermanas –le dijo
un día Josefa–. ¡Y yo voy a querer a tus hijos como si fueran míos!
– Yo también –le había respondido ella.
Y allí estaban Josefa y Mariano. Mariano sería el padrino.
– Mariano, que me tienes que cuidar al niño... como si fuera tuyo –le dijo.
– Descuida, Marta, que ‘tres leguas’ no es distancia, y tus hijos ya tienen dos
casas, una en Garray y otra en Tardesillas.
– ¡Y otra en Soria! –intervino la abuela.
– Con que tengan siempre a su padre y a su madre, me conformo. –Manuel
sonrió mirando a Marta–. ¿No es cierto?
La llegada del señor cura, don Santiago Monesterio, párroco del pueblo, hizo
callar a todos.
– Bueno, bueno... Vamos a hacer cristiano a este pequeño ‘morito‘ antes de
que tenga que ir a ‘quintas’. ¿Cómo me habíais dicho que iba a llamarse?
– Como el santo del día, señor cura.
– Bien está, que san Francisco de Jerónimo es un buen santo para cuidar
de él.
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Capítulo Segundo
DE LUTO (1826-1828)
NUEVA ESPERA
El día había sido largo. Marta estaba deseando acostarse; no estaba
acostumbrada a salir del pueblo y en su situación le costaba aún más. Los
mareos y ganas de vomitar, que normalmente sentía sólo en la mañana, hoy
no le habían abandonado. No quería decírselo aún a Manuel, pero no le iba
a quedar más remedio. Su marido no era tonto y, por más que ella hubiera
intentado disimular, él había notado que algo sucedía.
‘Pero los hombres, aunque se den cuenta de que algo pasa, no tienen acierto
para saber qué es’, se decía. De todos modos, tarde o temprano se enteraría,
y más valía que fuera por ella. Pero no era el mejor momento. El año había
sido malo. Tras la guerra con el francés, ahora venían tiempos de hambre.
‘Soria es una tierra dura’. Cada vez era más corriente escuchar esta frase
en las calles y en la cantina.
Y siempre alguien respondía:
– Sí, pero los sorianos descendemos de un pueblo de héroes, somos fuertes.
– No nos queda más remedio –añadía siempre Mariano, el más anciano–,
y el que no es fuerte... no vive para contarlo.
A Mariano le gustaba presumir de haber cumplido ya los ochenta y cinco
años.
– Y el que no se lo crea, que le pregunte al Señor Cura.
– Ya, ya, Mariano. Sabemos que eres recio.
Para Marta esto nunca era un consuelo. Era cierto que su vida había sido
dura y que ella había vivido para contarlo. Pero le dolía el alma al ver cómo
morían los hijos de sus vecinas. Le dolió el alma cuando su Facundo casi
muere al nacer.
‘Preferiría haber muerto yo’ pensaba siempre; ¿por qué tendría que haber
tanto sufrimiento?
Y ahora, otra vez encinta. ¿Qué diría su Manuel? Casi no tenían para los
cuatro; y gracias a que ella seguía dando el pecho a su pequeño. ¿Qué
harían cuando fueran cinco?
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todo el pueblo...
Se puso en pie e imitando la voz de los pregones, dijo:
– ¡Que me oigan todos! ¡Que todo el pueblo se entere! ¡Que todo el mundo
se entere! ¡Soy Manuel! ¡Hijo de Francisco García y Coloma Sanz! ¡Estoy
casado con la mujer más bonita de todo Garray, de toda Soria, de todo el
mundo! Doña Marta Tejero, hija de Lorenzo y Juana. ¡La quiero más que a
mi vida! Y, para completar mi felicidad, tengo dos hijos: Facundo y Francisco.
Marta se echó a llorar.
– ¡Pero tonta! ¿Por qué lloras?... ¡Estas mujeres! no hay quien os entienda...
Si os dicen algo que no os gusta...¡lloráis!, y... si se os dice algo bonito...
¡lloráis también!
Francisco, que no había dejado de mamar mientras escuchaba a su padre,
al llorar su madre se separó de ella, la miró con cara de mucha pena, y
acariciándole la cara, como ella le había hecho tantas veces si él se caía
aprendiendo a andar, le dijo:
– Cura sana....
Marta y Manuel rieron.
– ¡Shhh! –dijo Marta–, que Facundo tiene que estar ya dormido.
– Si está dormido no le despierta una bomba de los franceses. No te preocupes.
Marta aprovechó para decir:
– Es cierto. –Y, dirigiéndose al niño, añadió–: Tú también, a la cama, que ya
has comido.
Francisco puso cara de querer más; pero su padre lo tomó en brazos y dijo:
– Nada de más, que mamá está muy cansada. Dale un beso de buenas
noches y... a la cama.
La madre hizo la señal de la cruz en la frente de su hijo mientras decía:
– ¡Buenas noches, mi niño! ¡Dios te bendiga esta noche y todos los días de
tu vida hasta que seas un santo!
– Amén. –dijeron hijo y padre a la vez.
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que nadie fuera a casa más que la partera y tú. Nos habíamos puesto de
acuerdo para dejar abierta la puerta y que él lo pudiera ver. Pero nadie se
tenía que enterar... ¡Un parto no es cosa de hombres!, ya sabes.
– Es cierto tía. Yo también le vi cambiado, pero pensaba que había sido por
el hecho de nacer Francisco. Ahora lo entiendo.
– Y, volviendo a nuestro tema: yo ya lo he hablado con él, sabes que no hago
nada sin decírselo, y está de acuerdo en que te vengas con nosotros una
temporada.
– Sí, tía, lo que pasa es que no quiero ser una molestia; aunque también es
verdad que no me gusta estar sola.
– Pues te lo vuelvo a repetir, vente una temporada a vivir con nosotros, así
me ayudas con los niños. Vas todos los días a tu casa a sacar las ovejas
para el pastor y a recogerlas a la noche; le das un repaso de vez en cuando...
y, cuando te sientas mejor, te vuelves.
– No sé, no sé, lo pensaré...
EL PRIMOGÉNITO
No había terminado el invierno. El mes de abril había sido muy frío. La nieve
en los cerros pelados hacía gélido el clima; pero parecía que con los primeros
días de sol, el verdor rompía y querían asomar las primeras flores del año.
Las casas eran de piedra, con lascas cubriendo la techumbre y formando la
típica chimenea en forma de embudo invertido, lo que permitía guardar mejor
el calor. De todos modos, las leñeras estaban casi agotadas y, si Dios no lo
remediaba, nadie en Garray podría encender las chimeneas.
En el edificio del ayuntamiento, el más grande de la población, no había
chimenea, pues no había cocina. Pero el alcalde y el secretario tenían
obligaciones que no podían dejar de cumplir, por lo que vestían toda su ropa
de abrigo, como si estuvieran en la calle.
– Aún con toda la ropa tengo mucho frío. Atiza ese brasero, por favor. Parece
que este año no va a llegar el calor.
– Ya no quedan brasas –dijo Manuel mientras removía las cenizas buscando
algo de lumbre–, por eso hace tanto frío.
– Entonces dejemos esto para mañana, que el gobernador civil no vendrá
hasta después de los santos patronos y tenemos aún más de una semana
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1 Cascarilla:Nombre con que se conocía la corteza de quina, que se molía y se disolvía en vino o en
aguardiente para bajar la fiebre..
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Sintió fuerte el abrazo de su hijo, mientras, con la mano que tenía cogido a
Facundo comprobaba que éste ya se había ido.
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Desde aquel día, Francisco sólo conoció un color en su madre: el luto.
La que siempre compraba telas de color alegre, porque ‘el oscuro da pena’,
según decía; no fue capaz de superar la muerte de su primer hijo.
La tristeza le debilitó y, aunque se esforzaba en presencia de los pequeños,
no lograba ocultar la pena que le corroía. ‘¿Por qué, Dios mío?, ¿por qué?’.
Sólo aquella frase que el Señor cura dijo en el funeral, cuando enterraron al
niño bajo el coro de la iglesia del pueblo, “en el grado de los párvulos”, le
consolaba un tanto: ‘Dios no perdonó a su propio hijo’ había dicho don
Santiago, ‘Y Dios ama más que tú, Marta’, le había añadido semanas después
en confesión, cuando ella le narraba su dolor.
‘Tienes que pensar en ese hijo que va a venir’, le decían también las vecinas.
Y ella pensaba, pero no conseguía recuperarse de su pena.
UN NUEVO GOLPE
Parecía que finalmente la cosecha de este año no sería tan mala como todos
habían previsto tras un invierno tan largo que apenas hubo primavera. Pero
los vientos de marzo, ‘fríos de pecado’, como decía el viejo Mariano, al que
nunca habían oído una palabra malsonante; las lluvias de mayo, siempre
bienvenidas; y el sol de junio y julio, habían granado los cereales y las
legumbres y engordado los tubérculos.
– Bendigamos a Dios que nos ha dado buena cosecha –había dicho don
Santiago en la última misa del mes de agosto–, si obedecemos sus leyes,
siempre podremos contar con que no nos dejará desamparados.
Eso era lo que a Marta le costaba comprender: que el amparo de Dios
dependiera de nuestro comportamiento.
Era madre de tres hijos y esperaba la llegada del cuarto. Su marido y ella
habían sido siempre buenos cristianos. No se habían acostado juntos antes
de casarse, como ella sabía que hacían otras parejas, que después iban con
prisas para que no se supiera lo que siempre terminaba sabiéndose.
Nunca habían hecho daño a nadie, es más, su Manuel siempre que podía
daba limosnas al señor cura, para que las diera a los pobres sin que éstos
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supieran quién era su benefactor; porque decía que ‘la mano izquierda no
debe saber lo que hace la derecha’.
Era cierto que habían sido muy felices desde que se casaron hasta que murió
su Facundo.
Pero ahora su pequeña llevaba dos días con unos vómitos y diarreas que ni
el médico conseguía cortar. Sus hijos eran criaturas que no habían hecho
nada malo. ¿Cómo podía Dios castigarlos a sufrir de esa manera? ¿Por qué
había muerto su Facundo antes de poder gozar de la vida? ¿No decía la
Biblia, y don Santiago lo repetía en el púlpito, que Dios es bueno?... Entonces...
si no era un castigo sino una prueba, ¿por qué no le daba a ella las
enfermedades y la muerte, en lugar de a sus hijos? De mil amores se habría
cambiado por ellos.
A ella no le importaba sufrir, pero no podía soportar ver sufrir a sus hijos.
Creía firmemente que después de la muerte, sus pequeños iban con Dios
a gozar del cielo; pero... ¿por qué sufrían tanto antes de morir?
Le ardía la cabeza, estaba mareada, no debía pensar más. ‘Dios es más
grande que tú, no puedes comprenderlo’. Siempre recordaba las palabras
de su padre, de fe sencilla pero profunda y ciega.
‘Dios es más grande que tú...’
‘Dios es más grande que tú...’
‘Dios es más grande que tú...’
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El mes de septiembre había entrado con su acostumbrada suavidad. Después
del caluroso agosto, en el que sólo apetecía estar a la sombra, septiembre
era un descanso.
La orilla del río era el mejor lugar del pueblo para pasar las tardes y allí se
encontraban todos: quién pescando, quién paseando, quién simplemente
sentado en el tronco caído que siempre había estado allí.
Al anochecer las luces y las sombras se alargaban y el agua brillaba
resplandores dorados en las hojas de los chopos, que la suave brisa movía
en todas direcciones.
Hoy parecía que la pequeña Tiburcia había mejorado un poco, por eso Manuel
animó a Marta a que salieran a dar un paseo con los pequeños.
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de la muerte de sus hijos. Nada le hace aceptar que ha sido muy buena
madre. Y ahora no se da cuenta de que Francisco y el hermano que le va a
nacer la necesitan. Parece que está ausente. No deja de llorar, aunque cuida
y mima a Francisco hasta la exageración,... No sé, parece que vaya a dejarse
morir. No hace más que decir que tenía que haber muerto ella. No sé qué
hacer, Padre.
Era Manuel quien ahora hablaba con el sacerdote. Estaba desesperado por
la pena de su mujer. No se sentía fuerte, temía haber traído la mala suerte
a su familia por haber visto los partos de sus hijos y también se sentía pecador,
condenado.
Don Santiago, que sabía mucho de sufrimientos en su larga vida sacerdotal,
sabía escuchar a sus parroquianos. Era su gran don. En muchas ocasiones,
incluso no hacía falta que abriera la boca. Las personas sólo acudían a él
porque sabían que les escuchaba. Incluso de algunos pueblos de alrededor
se acercaban las gentes para confesarse con él los sábados por la tarde y
los domingos, tanto en Garray como en Tardesillas.
Era un buen sacerdote.
Pero, con Manuel y Marta, algo le pasaba. Eran especiales, nunca había
visto dos personas tan bien compenetradas, que se quisieran tanto. Era cierto
lo que había leído: los tiempos estaban cambiando, había maridos que eran
amigos de sus esposas, y eso era bueno... Pero con Manuel y Marta, él se
perdía, porque con dos espíritus tan sensibles, dos espíritus tan capaces de
ternura y de misericordia con los demás, tan preocupados por el bienestar
de su familia,... le resultaba difícil conjugar sufrimiento y bondad, salvación
y condenación, amor y castigo.
Había algo en la teología que había estudiado que no cuadraba con Marta
y Manuel. El libro de Job terminaba bien, pero parecía que la ‘racha’ de Marta
y Manuel no terminara.
Es verdad que ya en muchos casos había visto morir a varios hermanos en
una epidemia, como la de la última peste, y que incluso algunas familias
habían muerto completas en ella. Pero esas familias no ponían los medios
profilácticos sobre los que los médicos hablaban, dándoles cada vez más
importancia.
Él iba con relativa frecuencia a Soria y a Osma, cabeza del Obispado, y
hablaba con los profesores del Seminario, y leía mucho, pues le parecía que
si un buen pastor debe estar preparado para salvar las almas de sus feligreses,
aún más lo debe estar para acompañarlas en el camino de la vida.
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¿Sería cierto que ‘le mataba’ el cariño por Manuel y Marta, como le decían?;
¿sería por eso que no era capaz de explicar las pruebas por las que Dios les
estaba haciendo pasar?
– Sí, Padre, porque temo que a mi mujer le pase algo en el parto; pues su
tristeza es tan grande que temo que el hijo que espera no quiera venir.
Manuel, que había seguido hablando mientras el párroco parecía alejado de
allí, le hizo volver con una pregunta.
– ¿Y será posible, Padre, que muera el hijo que espera por su tristeza?
– Los niños son más fuertes de lo que creemos, Manuel. –Se oyó decir a si
mismo el sacerdote–. Son fuertes, y si es la voluntad de Dios, tu hijo nacerá;
y si Dios no lo permite, vosotros no tendréis la culpa; porque ‘más fuerte que
la muerte es el amor’, como dice el Cantar de los Cantares. Y vosotros dos
amáis mucho. Os amáis el uno al otro, y amáis a vuestros hijos, a Francisco,
que está aquí, y a Facundo y Tiburcia, que ya gozan de la plenitud de Dios,
y a este niño que va a nacer.
Tras la absolución, Manuel volvió a su casa más tranquilo. Era verdad, ellos
dos se amaban y amaban. Sus hijos no habían cometido pecado y habían
recibido el bautismo, por tanto, estaban gozando de Dios; y eso era mejor
que pasar hambre o enfermedad aquí. Debía afirmar su fe, debía orar con
su mujer para que Dios aumentara su fe.
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La niña que nació, no nació muerta, pero sí demasiado pequeña y muy débil.
Marta y Manuel rezaban todos los días para que viviera.
Llamaron a la niña Petra, para que el apóstol, ‘roca de la iglesia’, la protegiera.
– El Apóstol será un buen protector para vuestra Petra –había dicho don
Santiago al bautizarla.
En esa confianza rezaban todos los días; pero la niña iba debilitándose más
y más y no había pasado un mes cuando la vida de Petra, como una vela a
la que se le termina la cera, se fue apagando, hasta abandonarla el doce de
noviembre de 1827.
EL BENJAMÍN
Ese invierno fue muy duro para Marta; aunque gracias a Dios no lo fue tanto
para el campo. Hubo buenas nieves, pero no demasiadas, y la primavera
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trajo lluvias y vientos a sus tiempos. La fiesta de los santos se celebraría con
todo el esplendor de los años buenos.
Manuel había conseguido que, por la fiesta, por los santos patrones, Marta
se pusiera una camisa blanca que había dejado de usar por el luto.
– A Dios no puede gustarle que siempre vayas de negro. Él hizo las flores
de colores, el cielo azul y el río transparente. ¡Creo que Dios no inventó el
negro! –le había dicho.
Consiguió que Marta sonriera. Ese había sido su propósito desde que habían
enterrado a Petra. Incluso lo había hablado con su hijo, que pese a tener
solamente dos años, parecía comprender perfectamente todo lo que había
pasado, y que sólo con su padre se atrevía a decir ‘¿Eh...manos?’, entonces
Manuel le tomaba en brazos, le sonreía y señalando al cielo le decía: ‘Se
han ido al cielo a jugar, vamos a jugar tú y yo también a ir al cielo’, y le hacía
cosquillas y le hacía saltar en sus brazos, hasta que el niño reía.
Mientras Marta se ponía su camisa blanca, comprendió que nuevamente
estaba embarazada. ¡Qué raro, esta vez no había sentido mareos ni ganas
de vomitar! pero la camisa le apretaba y hacía más de un mes que no le
bajaba la regla. ¡Estaba embarazada!
Un estremecimiento de gozo y de temor le recorrió todo el cuerpo.
Manuel, que se encontraba sentado en la cama atándose los zapatos limpios,
percibió el estremecimiento de su mujer y corrió a su lado.
– ¿Qué tienes? ¿Qué te pasa? Te has puesto blanca de pronto y estás
temblando como hoja que mueve el viento.
Marta se abrazó fuertemente a él y comenzó a llorar silenciosamente.
– ¿Estás embarazada?
Marta asintió sin dejar de llorar.
– Marta, mi Marta, querida Marta; no temas. Estamos en manos de Dios,
como el barro en manos del alfarero. No temas, que yo estoy a tu lado, y
nuestro hijo Francisco también. Este año el invierno ha sido benévolo; no
temas, este año no nos faltará de nada. No temas, ... No temas ...
Y Manuel la retuvo entre sus brazos, acariciándole la cabeza y besándole,
sin dejar de decir: ‘No temas...’
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Vida del Padre Tejero
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Apóstol de Sevilla
Veían a Francisco correr con sus primos por el prado donde estaban sentadas,
mientras los maridos, Manuel y Mariano, buscaban ganado para comprar,
pues la cosecha había sido muy buena y ambos querían asegurarse un buen
invierno.
– Josefa...
– Dime.
– Prométeme que, si muero, cuidarás a Francisco con tus hijos.
– No seas tonta, mujer, que no te vas a morir.
– Vale, pero tú prométemelo.
– Te lo prometo. Pero ahora me tienes que prometer tú que si yo muero,
serás tú quien cuide de los míos.
Marta rió ante la ocurrencia de su hermana pero, en seguida, volvió a ponerse
seria y continuó:
– Déjame terminar, por favor.
Su hermana la miró fijamente.
– Quiero que estés en el parto.
– Pues claro, hermanita.
– Y que, si corre peligro la vida de mi hijo, le salves a él antes que a mi.
– ¡No me hagas eso, Marta! Que todo va a ir bien.
– Tú prométemelo.
Josefa, casi llorando, finalmente se lo prometió.
– ¡Mamá, mira qué bonita! y la he cazado yo solo.
Era Francisco, que se acercaba con sus primos y con una lagartija muy
grande en la mano.
– ¡Yo le he enseñado a hacerlo!
– ¡Sí!, es verdad, el primo me ha ayudado, pero la he cazado yo solo.
– Muy bonita, hijo mío, cazador de lagartijas. Pero luego la sueltas, que el
animalito no tiene culpa.
37
Vida del Padre Tejero
– No, tía –dijo el primo, experto en la materia–, primero tenemos que cortarle
el rabo para que le crezca otra vez.
– Anda, iros ya y dejadnos tranquilas un rato.
Cuando las dos hermanas volvieron a quedarse solas, Marta dijo:
– No lo olvides, me lo has prometido.
Josefa, con una sonrisa que ocultaba una lágrima, le dio un abrazo a su
hermana pequeña mientras decía en voz baja:
– Sí, prometido, prometido.
······························
Josefa no pudo cumplir toda su promesa, no pudo salvar a la hija que Marta
llevaba en sus entrañas. Aunque llamaron al médico, aunque le atendieron
Escolástica y ella, aunque hicieron todo lo posible para que esa niña, que
venía con el cordón umbilical enrollado en el cuello, se salvara.
Y Marta no lo pudo resistir.
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Capítulo Tercero
CAMBIOS
TARDESILLAS
– Señor Cura, quiero que a Marta le rece la misa de entierro, la novena y el
fin de novena. Y, aunque ella no hizo testamento, quiero que también se le
digan veinte misas cantadas y otras veinte rezadas. Y otra misa votiva a
Nuestra Señora del Rosario y otra votiva a los santos patronos Nereo, Aquileo,
Domitila y Pancracio, que ella les tenía mucha devoción. Y también responso
1
dominical y que sea enterrada cual corresponde .
– Bien, Manuel, la enterraremos en la iglesia parroquial, en el segundo
sepulcro de la tercera grada del lado de la pila del agua bendita. Y le diremos
todas las misas que quieras.
– Sí, que mi Marta tiene que ir al cielo a ver a sus hijos. No quiero que quede
años y años en el purgatorio. Tiene que ir al cielo a ver a sus hijos.
Para Manuel se acabó la vida con la muerte de su esposa.
No salía de casa, no hacía la comida, no era capaz de nada.
Estuvo cerca de un mes sin acudir a la escuela; sin ir al ayuntamiento.
Las vecinas, en especial Escolástica, le acercaban la comida y sacaban al
niño de la casa.
Ya próxima la Navidad, su hermano Mariano se presentó en su casa con
Josefa.
– Vengo a llevarme a Francisco. Esto no puede seguir así, ese niño se va a
morir de pena.
Esperó que Manuel respondiera algo; pero sólo el silencio respondió a sus
palabras.
Mariano continuó:
– Sabes que soy el padrino de Francisco; es mi responsabilidad. Además,
Marta nos hizo prometer que cuidaríamos del niño si ella moría.
Manuel continuó callado un rato. El silencio habría podido cortarse con un
cuchillo. Finalmente, Manuel pareció reaccionar:
39
Vida del Padre Tejero
– Me tenía que haber ido a Andalucía con Teodoro, como él me había dicho.
Todo esto no habría pasado.
Josefa intervino:
– Manuel, sabes que no tienes la culpa de ninguna de las muertes. Sólo Dios
es el dueño de la vida y de la muerte; y tú siempre te has puesto en sus
manos. Marta siempre decía que eras tú quien le había ayudado cada vez
a superar la profunda tristeza que siempre blandía espada contra ella.
– Pero sin Marta no soy nada. –Manuel rompió en profundo llanto y Mariano
le abrazó.
Josefa atizó el fuego, que estaba casi apagado pese a ser ya diciembre,
preparó una taza de café y se la dio a su cuñado diciendo:
– Manuel, la vida sigue y tienes un hijo que tiene que vivir.
Manuel tan solo dijo:
– Haced lo que creáis conveniente, yo no sé qué hacer. Estoy más muerto
que Marta.
······························
"Tardesillas"
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Apóstol de Sevilla
Así fue como Francisco pasó a vivir en casa de sus tíos en Tardesillas.
Poco a poco, el tiempo fue sanando el corazón partido de Manuel. Su hijo
iba todos los días a verle, Escolástica le llevaba la comida y cada día conseguía
que dijera una palabra.
Antes de que el invierno acabara, Manuel volvió a incorporarse a su trabajo
en la escuela. Luis le había hecho comprender que los niños no tenían por
qué recorrer en invierno las tres leguas que separaban Garray de Tardesillas,
para ir a la escuela de allí; y además, para aquel maestro eran muchos niños
si se juntaban los de los dos pueblos.
Pero uno de los niños sí continuó haciendo diariamente el camino doble para
ir a la escuela.
Desde que su padre volvió a dar clase, Francisco dijo a su tía que quería ir
con él.
– Bien, irás, pero sólo mientras la nieve no cubra los caminos.
– ¡Vale, tía!
Así, Francisco iba a diario con su padre. Si había escuela, a la escuela; y si
no la había, a pasar con él un rato.
El ánimo de Manuel fue recuperándose y fue encontrando, poco a poco la
alegría de tener un hijo, de hablar con él, de jugar con él y enseñarle tantas
cosas como podía. Pero también él aprendía mucho de su hijo.
Cuando le veía recordaba a Marta diciendo: ‘¡Que bueno es nuestro hijo! ¡Y
que sensible! ¡Y qué fuerte!’
Recordaba cuanto sufrieron cuando Francisco pasó la escarlatina, y cómo
su esposa rogaba a Dios para que no muriera. ‘Señor, te lo ofrezco, pero que
no se me muera mi Francisco.’
Parecía que Dios le había escuchado.
Y, como el arco iris, señal de la promesa de Dios de no enviar otro diluvio
universal, a Francisco le había quedado una señal; una pequeña irritación
en el ojo. Normalmente no se le notaba; pero estaba ahí y, de vez en cuando,
le daba la lata.
Y su padre se lo decía cuando el niño se quejaba del ojo:
– Hijo, como el arco iris es recuerdo de la promesa de Dios, tu ojo es recuerdo
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Apóstol de Sevilla
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Vida del Padre Tejero
EL TÍO TEODORO
– ¡El tío Teodoro! ¡El tío Teodoro! ¡Bieeen!
Cada vez que volvía por Garray y Tardesillas le pasaba lo mismo: se sentía
tío de toda la chiquillería de ambos pueblos, que corría tras él por todo el
pueblo en cuanto le veían.
– ¡Tío Teodoro! ¿Qué nos has traído?
Y, claro, si era tío de todos los niños, tenía obligación de traer algo para cada
uno. ¡Menos mal que siendo comerciante siempre podía conseguir chocolatinas
en abundancia!
Teodoro, hermano mayor de Mariano y Manuel, había dejado el pueblo muy
joven, en uno de los años malos que habían traído el hambre, y se había
hecho comerciante.
– Los comerciantes siempre tienen para comer –había dicho.
Y la verdad era que a él parecía que el comercio le había sentado bien. Ahora
podía permitirse traer un montón de chocolatinas para todos los niños del
pueblo.
– No sería justo traer a unos sí y a otros no –decía siempre–, porque todos
tienen derecho a tener una alegría de vez en cuando y no seré yo el que se
la niegue.
Cuando Teodoro iba al pueblo, los hermanos aprovechaban la ocasión para
comer todos juntos.
– A mi costa. –Reía siempre Teodoro antes de pagar al Goyo.
– Bien, hermanos, ¿cómo ha ido el año por estos lares? Tenéis que contarme
todo de pé a pá.
– Nada interesante –intervino Manuel– como siempre: frío en invierno, calor
en verano y lucha todo el año. Y los niños parece que cada vez quieren
estudiar menos.
– ¡Qué dramático eres! –era Mariano quien hablaba–. No van mal las cosas.
Es verdad que el hambre aprieta de vez en cuando, pero no van mal las
cosas. Ya sabes que Josefa es una gran mujer y estira el dinero no se sabe
cómo. Además, tu hermano siempre colabora para que, si no le falta nada
a su hijo, tampoco les falte a los primos. ¿Sabes la jugarreta que nos hizo
Francisco este invierno?
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Apóstol de Sevilla
– ¿Qué hizo?
– ¿Recuerdas cuando Manolo se puso de pequeño a jugar con un lobezno?
– ¡No es lo mismo! –protestó Manuel.
– ¡Tú calla! –Bromeó Teodoro, a quien parecía que el clima andaluz había
hecho menos serio–. ¡Claro que me acuerdo, aquel verano me eché mi
primera novia!
– ¡Pues su hijo lo ha hecho con un lobo grande!
– ¡No me digas! ¡No pasaría nada!
– ¡Gracias a Dios!, porque después de jugar con él, se ve que al lobo se le
había abierto el apetito y se comió a toda una familia de húngaros.
– ¡Vaya con el lobito! ¿Y el padre de la criatura?
– ¡Imagínate!, cuando lo vio no sabía si abrazarle o regañarle, si besarle o
castigarle; ¡tendrías que haberle visto!
– ¡Exagerado! ¡Que el que parece andaluz eres tú!
– Bueno –Teodoro volvió a tomar la palabra–, vamos a hablar de temas
serios. Manuel, tú sabes que nuestro hermano mediano es muy bueno y que,
con mil amores, cuida de tu hijo...
– Eso es verdad. Y no sabes lo que se lo agradezco, porque él y Josefa son
padres para él.
– Pero también sabes –Teodoro continuó–, que son muchos hijos los que
tiene, y que Francisco parece muy capaz para más que para el campo. Y
eso no se lo podéis dar aquí.
– ¿Qué quieres decir? –Manuel no entendía nada.
Parecía que Mariano ya sabía de antemano lo que su hermano mayor diría
a continuación. Era como si ellos dos se hubieran puesto de acuerdo antes;
y Manuel tenía la impresión de que, en cierto modo, Mariano se sentía
avergonzado.
– Quiero decir que un hijo más es mucha carga para Mariano y Josefa,
aunque tú les ayudes; también es verdad que tu hijo no sólo necesita un
padre, sino también una madre pues tiene una sensibilidad fuera de lo común;
y que tiene capacidad para ser algo más que maestro en un pueblo pequeño,
y que puede conseguir algo más en la vida que el escaso sueldo de Contador
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– ¿Está mal que no quiera ser como el tío? ¿Tengo que querer ser como el
tío? –Ahora era Francisco el que iba a echarse a llorar.
– ¡No, hijo, está bien! ¡Está muy bien que quieras ser como Don Santiago!
¡Está muy bien!
Guardó un momento de silencio. Parecía estar buscando las palabras
adecuadas
– Sí, Francisco, mi niño bueno, está muy bien que seas cura, si es lo que
Dios quiere que seas. Pero, si Dios quiere que seas otra cosa, no olvides
que lo primero que hay que hacer es la voluntad de Dios. Sé que eres muy
niño para entender esto que te digo, que aún tienes sólo nueve años. Pero
la vida ha sido dura contigo, y sé que ahora vas a sentirte lejos de casa, y
vas a querer volver. Y sólo pensar que tú sufras, me hace sufrir. Porque yo
le prometí a tu madre que cuidaría de ti y ahora veo cómo te vas de mi lado.
Pero creo que es lo que Dios quiere, que vayas a Andalucía, que vivas con
tus tíos y que aprendas todo lo que puedas para hacerte un hombre de bien.
Y, si un día descubres que quieres a tu prima, que te has enamorado de ella,
cásate con ella. Y, si descubres que Dios quiere otra cosa de ti,... pues sé
valiente, hijo, que eres hijo de dos grandes personas y soriano de muy buena
casta. Y nunca olvides que ni tu padre, ni tu tío Mariano, ni yo, queremos que
te vayas de nuestro lado; pero como queremos lo mejor para ti, estamos
dispuestos a sacrificarnos para que tengas un futuro mejor.
El niño se quedó mirando a su tía con los ojos muy abiertos. Intentaba guardar
todas aquellas palabras en su memoria, porque aunque no había entendido
todo lo que su tía le había dicho, sabía que algún día lo entendería y que era
importante que recordara palabra por palabra lo que le decía.
Finalmente, sin decir nada más, dio un fuerte abrazo a Josefa y le pidió la
bendición.
– ¡Buenas noches, mi niño! ¡Dios te bendiga esta noche y todos los días de
tu vida hasta que seas un santo!
– Amén –respondió Francisco, sintiendo en su frente, con la mano de su tía,
la suave mano de su madre.
EL VIAJE A MADRID
1
Para el transporte de sus mercancías , el tío Teodoro contaba siempre con
1He tomado la información de “Apuntes para una historia del transporte en España”, de José I. Uriol,
de varias revistas de Obras Públicas. (1980–1984)
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La actividad junto a las carretas que componían la cuadrilla que partiría esa
mañana era inmensa desde antes de la salida del sol. Francisco, que nunca
había visto tantos bueyes juntos, estaba admirado: el ir y venir de hombres
y ganado, el trasiego con grandes cajas que iban cargando en las carretas,
el mugido de los bueyes, los gritos del que parecía ser el mayoral; todo un
completo desorden. Pero, por otra parte, tenía la sensación de que todos,
menos él mismo, sabían lo que tenían que hacer.
Se sentía perdido entre todo aquel barullo, mientras miraba con admiración
cómo su tío también daba órdenes que inmediatamente eran obedecidas.
Estaba orgulloso de ser el sobrino de alguien tan importante.
Poco a poco fue percibiendo el engranaje de aquel inmenso desorden.
Siempre había escuchado con gusto a su tío cuando hablaba de sus viajes,
de cómo funcionaba el comercio y el transporte de las mercancías de unos
sitios a otros. Y ahora se creía capaz de poner algunos ‘nombres’ de los que
había oído.
Esos que preparaban los carros, echaban aceite en las juntas de las macizas
ruedas y clavaban aquí y allá algunas tablas, debían ser los aperadores, con
sus ayudantes.
Aquellos otros que estaban unciendo las yuntas a los carros y atando el
ganado que iba sin uncir, estaba seguro de que eran los pasteros o manaderos.
Finalmente, los que cargaban los carros, debían ser los gañanes, a los que
todo el mundo parecía mandar de un lado para otro.
Pero había otras personas que él no reconocía. No parecían comerciantes
como su tío, pues no iban tan bien vestidos como él; pero estaban aparejando
sus caballos, como había visto hacer a su tío Teodoro. ¿Quiénes serían?
Repasó la lista de personas que componían la cuadrilla en las narraciones
que había escuchado. ... A ver, primero estaba el mayoral, después… los
guías, que indicaban los pasos más cómodos para los carros y los ganados.
¡Eso era!, tenían que ser los guías.
Ya no le parecía que hubiera desorden, cada uno estaba donde tenía que
estar y hacía lo que tenía que hacer. Tenía que ser difícil preparar un viaje
tan largo. Pero se veía que el mayoral sabía lo que hacía. Primero iban las
carretas cerradas, en las que había cajas, cajones y paquetes envueltos con
papel o con tela y atados con cuerdas; llevaban telas, jarrones, lámparas,
cazuelas y cacharros de barro, porcelana o metal y toda la quincalla. Después
se veían las carretas que cargaban el vino que venía de Rioja.
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Vida del Padre Tejero
Uno de los gañanes le dijo que, a la vuelta, las barricas de vino se cambiaban
por tinajas de aceite de Jaén, y la porcelana francesa por productos de cuero
de Arabia. Después iba la madera de los bosques del norte y el carbón de
Asturias y, por último, el grano y la paja. El orden de las carretas se alteraría
un poco en las pendientes, para proteger los artículos más delicados y
valiosos, aunque la paja, heno y cebada principalmente, se procuraba que
fueran siempre al final para que no entraran en los ojos de los carreteros y
de los bueyes.
Parecía que ya estaban todos preparados, los carros, los animales y las
personas. Entonces, su tío se acercó a él.
– Qué, ¿preparado...?
– Sí, tío, preparado.
– ¿Quieres ir a caballo o prefieres una carreta?
– Un caballo tío, prefiero un caballo.
Francisco había montado tan sólo un par de veces a caballo, cuando su
padre le dejó acompañarle a Soria un día que tenía que hacer algo del
ayuntamiento en la capital. Le hacía ilusión ir en caballo, como los guías, ¡le
gustaban los guías!
– Lo imaginaba, Francisco. –Dio un silbido y uno de los gañanes acercó dos
caballos preparados ya con la silla y los arneses–. ¡Arriba! –le dijo mientras
le ayudaba a subir al más pequeño–. ¡Bien hecho!
Teodoro montó también y dijo a Francisco:
– Vamos con el mayoral, es la hora de salir.
– Sí, vamos.
Rufino, el mayoral, seguía dando órdenes a unos y otros; parecía que él no
estaba todavía preparado. Finalmente, subió a su caballo y se descubrió la
cabeza. Todos hicieron lo mismo e inclinaron la cabeza. Entonces se hizo un
silencio absoluto y Rufino dijo una oración que le pareció muy hermosa al
chiquillo, que seguía mirando de reojo alrededor, admirado.
– Dios del cielo y de la tierra –comenzó–. Tú eres el dueño de la vida y de
la muerte, de los caminos y de los hogares. Nosotros hemos dejado nuestras
casas para recorrer tus senderos. Te rogamos nos bendigas con un buen
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viaje. Que tu mano empuje suave brisa tras nosotros. Que los tiempos nos
sean propicios. Que la carga que llevamos pueda llegar a su destino, donde
es necesaria. Te lo pedimos porque Tú también caminaste por la tierra y
sabes los peligros que podemos encontrar. Bendícenos a nosotros y a
nuestras familias; bendice a nuestros animales; bendice la carga que llevamos
y a aquellos que la esperan. Por Jesucristo, nuestro Señor.
– Amén –respondieron todos a una, haciendo todos la señal de la cruz.
Ahora Francisco ya no sabía si lo que le gustaba era ser guía o si preferiría
ser mayoral.
Se volvieron todos a cubrir y el mayoral dio la orden de partida. Las carretas
comenzaron a mover sus macizas ruedas, con el tan característico chirrido.
Francisco no daba a basto para verlo todo, movía la cabeza de un lado para
otro con una sonrisa grande. Era la primera vez que sonreía desde que había
dejado a su padre. Teodoro, viéndolo, sonrió también, satisfecho.
– Estaba seguro de que te gustaría más ir con la cuadrilla que en la galera
–dijo a su sobrino–. Tardaremos más, pero es un viaje más bonito, aunque
también más duro. Así, conocerás gente nueva y verás que en todas partes
hay personas buenas.
Francisco volvió a sonreír.
Cuando la última carreta arrancó, Teodoro arreó su caballo y lo mismo hizo
el chico.
Salían de Soria por la carretera de Madrid, dejando atrás la casa portazgo
que era la última de la jurisdicción soriana. No había pasado aún media hora
cuando el camino, bordeado de chopos, les mostró una fuente con dos caños,
pilón y asiento de mampostería. Si no estuviera tan cerca del lugar de partida
invitaría a detener la cuadrilla, descansar a la sombra de los árboles y disfrutar
de la cristalina agua que de ella brotaba.
Pero les esperaba un largo camino, primero hasta Madrid y después hasta
Córdoba y Sevilla.
······························
En la carretera de Madrid se cruzaron con otras cuadrillas, que iban en
diferentes direcciones, y se unieron a una de la asociación de Navarredonda
de la Sierra, lugar del que Francisco nunca había escuchado hablar, y que,
al parecer, estaba en la provincia de Ávila. Al anochecer, su tío le llevó a
pasear por entre los bueyes, que pacían tranquilamente.
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medios distintos. Las galeras se habían quedado para los estudiantes y los
menos pudientes. Ahora todos compartían el mismo vehículo, ya que por las
diferentes tarifas, con tres o cuatro clases, cada uno podía elegir el asiento
que se acomodaba a sus posibilidades económicas.
El éxito de la diligencia era fácil de comprender: su mayor velocidad, su mayor
comodidad y seguridad; sus tarifas relativamente reducidas; su organización
comercial, con horarios y paradas fijas; sus paradores e incluso la previsión
de indemnizaciones en caso de pérdidas y extravíos, habían conseguido que
se impusiera allí donde prestaba servicio. Los otros medios o bien tenían que
desaparecer o quedar subordinados a la diligencia, como medios
complementarios.
Teodoro compró para él y Francisco dos pasajes de tercera clase, que le
costaron 500 reales.
……………………..
Partió la diligencia a las 7 de la mañana por la carretera de Aranjuez en la
que, lo mismo que les pasara a su entrada a Madrid, se cruzaron con multitud
de vehículos; quedando reducidos, a medida que se aproximaban a los reales
sitios, a coches de lujo y berlinas en las que viajaban o paseaban los nobles
que habían visto también en el paseo del Prado junto al jardín Botánico.
En la Mancha vieron una caravana de galeras formada por seis vehículos de
gran longitud, con seis ruedas cada uno y con tiros formados por seis mulas.
Las galeras estaban formadas por cajas ovaladas, muy parecidas a los cascos
de las galeras marinas –según dijo Teodoro a su sobrino–, y estaban cubiertas
por una tela en forma de toldo. Se colocaba la carga en la parte inferior, y
encima de ella iban los baúles que formaban las hileras de asientos, uno a
cada lado. En ellas podían viajar hasta cuarenta personas, que en la misma
galera guisaban y dormían, como si fuera una casa ambulante.
Impresionó a Francisco la pobreza de la tierra manchega, pues pasaban a
veces muchas leguas sin tropezarse con otros vegetales que un poco de
romero o tomillo silvestre. Por suerte, cada noche paraban en una fonda
donde su tío le procuraba una buena comida caliente y cama en la que
descansar de las largas jornadas, que en la diligencia se le hacían a Francisco
más largas que en las carretas, no sabía si por lo seco del camino o porque
la conversación con los carreteros estaba más a su altura.
…………………
Llegaron a Despeñaperros, con sus desfiladeros y estrechos y tortuosos
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caminos, en los que parecía que la diligencia iba a caer ladera abajo.
Francisco asomaba la cabeza y miraba todo con ojos ávidos por conocer.
Cuando llegaron a un lugar en que la carretera se ensanchaba hicieron un
alto para que los caballos descansaran. Allí había una fuente y su tío le invitó
a dar un paseo con él. Algunos de los viajeros les acompañaron también,
pues había dicho que conocía un lugar desde el que el paisaje era digno de
admiración.
A Francisco le pareció un espectáculo grandioso: las rocas formando líneas
verticales que parecía iban a tocar el cielo; esas enormes rocas que semejaban
los tubos del órgano que había visto en la iglesia de Nuestra Señora de
Atocha en Madrid. En la basílica, Francisco había pedido a su tío que se
quedaran un rato, pues le gustó mucho escuchar el sonido del órgano.
– Parece que Dios habla a través del órgano –había dicho–. Y me gusta
escucharlo.
Así que, lo mismo que habían permanecido en silencio escuchando el órgano,
ahora Francisco quedó nuevamente en silencio escuchando la música que
hacía el viento cuando pasaba entre las rocas.
A Teodoro no dejaba de admirarle su sobrino, le impresionaba su capacidad
de observación y su deseo de saber, pero también sus inteligentes preguntas.
Y ahora resultaba que era también buen contemplativo.
Estuvieron un tiempo en silencio y sus acompañantes se alejaron de ellos
paseando. Se escuchaba el viento y a las águilas, que gritaban mientras
planeaban en busca de algún ciervo o corzo sobre el que lanzarse en picado
para atraparlos por sorpresa. Eran enormes esas águilas imperiales. Francisco
estaba seguro de que podían comerse hasta un caballo.
La diligencia pronto continuó su camino y la conversación dentro de ella
versó sobre los bandoleros.
– Yo, más que a los desfiladeros –había dicho uno de los viajeros– temería
a los bandoleros, que abundan en Despeñaperros desde siempre, y ahora
más con los guerrilleros que no han podido entrar en el ejército después de
la guerra con el francés.
– Es verdad –le replicó otro–, pero no sólo hay bandoleros en Andalucía, que
Madrid bien puede presumir de la cuadrilla de Luis Candelas.
– ¡Ese es un Don Juan! –afirmó una de las señoras, que parecía contrariada
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Capítulo Cuarto
FUENTES DE ANDALUCÍA
– Está a dos leguas y media de aquí y a once de Sevilla –había contestado
Teodoro a su sobrino cuando le preguntó si tardarían mucho en llegar al
pueblo–; por lo tanto tardaremos dos horas y poco, que llevamos caballos
y no mulas.
– Qué distinto es esto de nuestro pueblo. Aquí los árboles son bajos y parece
que tienen las hojas sucias de polvo. Nosotros tenemos chopos, y olmos y
robles, que son grandes y altos. Además, aquí parece que hay más luz, como
en el pueblo cuando nieva y se pone todo blanco. ¡Y hace mucho calor!, con
razón le decías a la tía que no me pusiera tanta ropa.
Francisco calló y el silencio ocupó el lugar de las palabras; tan sólo se
escuchaba el rítmico sonar de los cascos de los caballos. Se escuchó el batir
de alas de una bandada de perdices que levantaba vuelo, desde los sembrados
que se encontraban a la derecha del camino. Desaparecieron las perdices
entre los olivos, mientras en lo alto se veía planear un milano en busca de
presa.
Cuando comenzó a verse el pueblo en el horizonte, Francisco volvió a hablar:
– Tío… –dijo, alargando el final de la palabra, como si el resto de la frase se
negara a salir.
– Dime.
– Tío, tengo miedo.
– ¿Miedo?, ¿de qué?
Francisco volvió a guardar silencio, como si escogiera las palabras con
cuidado. Teodoro continuó a la escucha. Finalmente, el niño pudo terminar
la frase:
– ¿Y si a la tía no le gusta que yo vaya a su casa?
– ¡Tranquilo, Francisco!, que tu tía está deseando conocerte y me parece a
mí que está esperándote con más ilusión que yo, si cabe.
– Pero…
– Pero… ¿qué?
Otro largo minuto de silencio siguió a esta pregunta, mientras para Francisco
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Así que su llegada era siempre muy esperada por los lugareños, pues sabían
que con él venían siempre las últimas novedades. Las puertas de las casas
estaban abiertas y las vecinas se asomaban a ellas al escuchar los cascos
de los caballos.
– Buenos días, Señor Teodoro; qué, ¿ya se trae al niño?
– Sí, mi sobrino, que viene una temporada con nosotros.
Francisco se entretenía contando por lo bajo: siete, ocho, nueve,… quince,…
veintidós…
Finalmente llegaron a una casa de dos plantas en la esquina de la Carrera
con la calle San Miguel, que parecía recién blanqueada; tenía rejas en las
ventanas, que estaban cubiertas por macetas de geranios de hojas muy
verdes y flores grandes, rojas, lilas, blancas; un gran jazmín cubría el marco
de la puerta.
A Francisco le gustó que hubiera flores en las ventanas.
Al bajarse de los caballos, Teodoro preguntó al niño:
– ¿Qué contabas, Francisco?
Éste se echó a reír:
– El número de veces que te preguntaban y que tú has dicho ‘mi sobrino,
que viene una temporada con nosotros’.
– Y, ¿cuántas han sido?
– Veintisiete, tío.
Ambos rieron con gusto.
Bajados de los caballos, Teodoro hizo entrar a Francisco en el comercio. Era
una habitación espaciosa, bien iluminada por la luz que entraba por dos
ventanas, una de las cuales daba a la calle y la otra a lo que parecía ser un
patio interior. Francisco miró alrededor, las paredes estaban cubiertas de
estanterías de madera, repletas de objetos de diferentes clases, y que daban
a la estancia un aspecto que, si a primera vista parecía un gran desorden,
con un poco de atención se podía apreciar una cuidada colocación de los
objetos, según el uso de los mismos. A la derecha estaban las herramientas
y aperos de labranza; a la izquierda los artículos de lujo; en el centro las
telas, lanas y pieles; y al fondo se apilaban los sacos de harina, grandes
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pañuelo negro; y la andaluza, aunque también llevaba una falda negra, llevaba
una especie de mantoncillo con flecos que se movían al ritmo alborozado de
su dueña y que estaba bordado con flores de colorido alegre, cuyos picos
estaban sujetos en la cintura con un delantal muy blanco y con volantes. ¿De
quién habría sido la idea de poner volantes a los delantales? Eso le gustó.
Sí, definitivamente, su tía no parecía una amenaza; y mucho menos parecía
rechazarle, sino todo lo contrario.
– Ven, hijo –le estaba diciendo–, que te voy a servir una limonada muy fría
que te va a refrescar.
Lo llevó a la cocina, cuya oscuridad contrastaba con la claridad del patio y
no permitía al pequeño ver nada de lo que allí había, pues la ventana estaba
cerrada para que no se escapara el fresco en un día ya caluroso de final de
primavera. Le hizo sentar en otra silla, también verde, y abrió una alacena,
sacando de ella un vaso de cristal, en el que echó el prometido refresco, que
el niño bebió casi de un trago.
– ¡Humm...! –A Francisco le supo a gloria después del largo camino–. ¡Muchas
gracias, Señora Tía! –dijo, sin saber a ciencia cierta cómo tenía que llamarla.
– ¡Ay!, niño, no me llames Señora tía, que me haces vieja –dijo, y continuó
al ver la cara interrogante que tenía ante si–. Llámame sólo tía, o tía Catalina,
o Catalina a secas, que todo me da lo mismo. Llámame como prefieras
chiquillo. ¿Vale?; pero no me llames Señora tía, por lo que más quieras.
Desde su entrada al pueblo, a Francisco le había hecho gracia la forma de
hablar de la gente; y su tía hablaba igual. Se comían todas las eses al final
de las palabras y parecía que en su lugar ponían haches; y las eses de
comienzo y en mitad las decían con la zeta. Además, cambiaban la
pronunciación de las palabras y la entonación de las frases. Así que al niño
le costaba un poco entender lo que decían.
– De acuerdo, tía Catalina. Me parece que le llamaré tía Catalina –dijo el
chico con aire pensativo–, porque si le digo sólo tía me va a parecer que
estoy con mi tía de Tardesillas. ¿Le importa?
– ¡Claro que no me importa! Chiquillo, llámame como quieras, tesoro.
En eso se oyó un grito en la tienda:
– ¡¡¡Padre!!!
Esa debía ser su prima Rosario, Francisco se puso de pronto nervioso y
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Vida del Padre Tejero
Catalina lo notó.
– Chiquillo, que te has echado a temblar –le dijo–, que sólo es tu prima.
Y gritando también ella, dijo:
– ¡¡¡Niñaa!!!, ven a ver a tu primo, que está aquí conmigo.
Se abrió la puerta que comunicaba la tienda con la casa y entraron Teodoro
y Rosario.
– Francisco –decía su tío–, ésta es tu prima Rosario.
Rosario, dos años mayor que Francisco estaba en esa edad en que las niñas
dejan de serlo pero aún no se han convertido en mujeres por completo. Tenía
el pelo negro y largo, recogido con dos trenzas; y unos bonitos ojos oscuros
que en seguida agradaron a Francisco, que al verla se tranquilizó. Su tío no
le había mentido: Rosario era una niña guapa y alta; casi le sacaba un palmo.
Vestía una falda de flores que le llegaba por los tobillos y una camisa blanca
con puntillas del mismo color en los puños y el cuello. Traía unos libros bajo
el brazo.
– Hola primo –dijo ruborizándose ligeramente.
– Hola prima –le contestó Francisco, rojo por completo.
– ¡Vaya saludo! –dijo la madre–. ¡Chiquilla, dale un beso a tu primo, que
viene de muy lejos!
– Y tú ¿has cerrado la tienda? –ahora se dirigía a su marido, y continuó
viendo el gesto afirmativo que él le hacía–: ¡Bien!, que vengan a otra hora
a comprar, que nosotros tenemos que celebrar tu vuelta y la llegada de este
guapo sobrino que me has traído. ¡Niña!, pon agua a tu padre y a tu primo
para que se laven, mientras yo voy preparando la mesa, que os he hecho
un gazpacho... ¡para chuparse los dedos!
Francisco habría preguntado qué era el gazpacho, pero su tío le cogió de la
mano y le hizo subir las escaleras, para enseñarle su cuarto.
TRISTE
– Este niño está triste, Teodoro, que te lo digo yo.
– Yo no he notado nada, Catalina, no sé por qué lo dices.
El matrimonio estaba en la tienda, ordenando ella las cosas que se habían
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Vida del Padre Tejero
misa dominical el niño se tocaba demasiado los ojos. Así pues, Teodoro, que
sabía bien lo que era estar fuera de casa y echar de menos el ‘terruño donde
uno ha nacido’, como decía su amigo Castelao, gallego y también comerciante
como él, decidió hablar de nuevo con su mujer, antes de hacerlo con el niño.
– Catalina, he encontrado una solución para la tristeza de Francisco –le dijo
una noche, cuando estaban en la cama y todo había quedado en silencio.
– ¿Has hablado ya con el niño? –le espetó ella.
– No, porque creo que tienes razón, que tu sobrino está triste; pero he tenido
una idea y, antes de hablar con él, quiero hablarla contigo.
– Dime.
– Tú sabes que yo este año no tenía pensado subir, como en la primavera
pasada cuando me traje al chaval; pero estoy pensando que si hago yo el
recorrido de abastecimiento en lugar de dejar que lo haga Nereo ‘el Pato’,
que es al que le tocaría, podría llevarme al chico, como para que aprenda,
dejarlo en Garray mientras yo voy al norte y ver si, después de un tiempo,
Francisco quiere volver. Así salvaremos su honor de fuerte soriano y no sabrá
que nos hemos dado cuenta de lo mal que lo está pasando. Podrá ver a los
suyos y decidir si vuelve o no.
Ella, que había estado pendiente de cada una de las palabras de su marido,
dijo:
– Mi marido es más listo que el rey Salomón.
Después le abrazó y, mientras se besaban, añadió:
– Pero voy a echar de menos al chiquillo.
······························
– ¡Prima!, ¡prima! –gritaba Francisco subiendo de dos en dos la escalera que
comunicaba con la planta alta de la casa–, ¡prima!, ¡que me voy a Soria!
Rosario, que se había asomado a la puerta de su alcoba, donde estaba
vistiéndose para ir a misa con sus padres y su primo, le miró muy seria.
– ¿Y ya no vas a volver?
El niño paró en seco.
– ¡Uy!, ¡eso no lo sé! –dijo mientras daba media vuelta–. ¡Espera!
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DEFINITIVAMENTE… FUENTES.
Casi habían pasado cinco años desde que, en 1836, tras unos meses en
Garray acompañando a su tío, Francisco regresara para quedarse
definitivamente con Teodoro y Catalina. Se había convertido en un joven de
agradable aspecto y trato amable, aunque se le seguía notando una rareza
en el ojo izquierdo.
– ¡Primo!, ¿vienes? –Era Rosario, que ya había terminado de arreglarse,
mientras Francisco se entretenía mirando las musarañas, como ella le decía–.
¿Primo me oyes?, que digo que si vas a venir de una vez, o te vas a quedar
sin ir a la fiesta.
– ¡Ya voy!, ¡ya voy! Mira que eres pesada.
– Oye, que para pesado tú, que yo llevo ya media hora arreglada y tú seguro
que aún estás sin vestir.
Se peleaban como si en lugar de primos fueran hermanos. Sí, habían llegado
a quererse los que habían sido unos perfectos desconocidos.
Y los padres de Rosario soñaban en casarlos.
– Sería una buena boda –decía siempre Teodoro.
– Sí, si tu sobrino quisiera, que me da a mí que no van por ahí los tiros.
– Pero si Francisco quiere mucho a Rosario.
– Ahí te doy la razón; pero no como tiene que querer un hombre a una mujer.
– ¡Pues sería lo mejor para todos! Así el negocio tendría continuidad en la
familia, los dos tendrían el futuro asegurado y nosotros no podríamos ansiar
mejor vejez.
– ¡Lástima! –terminaba siempre Catalina.
Pero Teodoro no cejaba en su idea y, de vez en cuando, se dejaba caer
cuando estaban todos juntos. Y qué mejor día que la celebración del Jueves
1
Lardero .
Teodoro se imaginaba que podría gritar en voz bien alta a todos sus vecinos
1
Jueves Lardero: Fiesta que se celebra el jueves anterior al comienzo de la Cuaresma. Principalmente
consistía en una reunión de todo el pueblo para comer y beber.
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– Sí, porque creo que ya somos suficientemente mayores como para decidir
lo que queremos hacer de nuestras vidas. Y de paso, podríamos ponerles
las cosas claras a tus padres, que me parece que se están haciendo muchas
ilusiones. Pero antes quiero saber qué piensas tú y que tú sepas lo que yo
siento por ti.
Ella se ruborizó, pero desde que se conocieron hubo entre ellos una
comunicación profunda y verdadera; así que, más o menos, ambos sabían
lo que iban a decir.
Rosario guardó silencio; Francisco, después de un momento, continuó.
– Rosario –era la primera vez que le llamaba por el nombre completo; pues
siempre se dirigía a ella como Prima, o como Ssarillo, con una mezcla de
andaluz y soriano que a ella le daba risa; como ella le llamaba a él Primo, o
Fransisquiyo bueno.
‘Así que la cosa va en serio’, pensó Rosario.
Él continuó:
– Tu padre está ciego queriendo casarnos. Yo te quiero mucho, prima, pero
no de la manera que deben quererse un hombre y una mujer para casarse.
Yo te quiero como hermana, como amiga, como la que me abrió las puertas
de su corazón cuando el mío estaba roto por haber tenido que abandonar
a mi padre, a los que durante muchos años fueron mis padres y a esos cinco
hermanos, que para mí lo han sido más que primos. Tú estabas ahí cuando
yo lloraba.
Ella le miró extrañada.
– No me mires así Rosario. Tú no lo sabes, pero yo me daba cuenta de que
te asomabas a la puerta de tu cuarto cuando yo lloraba en el mío. Y sentía
tu compañía; una compañía tímida en la noche, que cuando llegaba la mañana
se convertía en risa y juego conmigo para que me fuera alegrando.
Los ojos de Rosario comenzaron a brillar. Pero no dijo nada. Francisco siguió
hablando.
– Y tú estabas a la puerta de la escuela, esperándome para que los niños
no se rieran de mis ‘Sesesss’ de Soria. Lo hacías como si pasaras por allí
con tu amiga Marta, pero yo me daba cuenta de que habíais corrido para
llegar cuando yo saliera; y muchos días me esperaba para salir el último,
porque me sentía defendido por vosotras. Luego supiste ir desapareciendo
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que yo la quiero mucho, pero que por encima de todo está la voluntad de
Dios. La pena que tengo es que mi tío ha sido siempre muy bueno conmigo.
La verdad, lo siento más por él que por mi tía, porque estoy seguro de que
ella lo comprende.
– Y verás cómo tu tío también lo comprenderá.
DIFICULTADES
La tensión se podía palpar en la casa de los García. Palabras cortas y
cortantes, silencios prolongados… Teodoro estaba visiblemente enfadado y
su mujer no sabía de qué manera solucionar la situación.
La noticia había caído como una bomba.
Aquella mañana la visita de Millán al comercio de Fuentes no había sido,
como venía siendo costumbre, una visita de trabajo.
A Teodoro le había extrañado que el joven fuese vestido con traje de fiesta,
y que viniera en caballo y no trajera el carro de siempre repleto de los objetos
que, tanto Teodoro como otros comerciantes, le pedían.
Alguna vez que otra, Millán había contado los problemas familiares a Teodoro;
y sus conversaciones sentados en la mesa de la trastienda, en muchas
ocasiones eran más de amistad que de negocio; así, no extrañó a Teodoro
que el joven le dijera si podía hablar con él.
– Con muchísimo gusto, joven. Ya sabes que siempre está mi puerta abierta
para los amigos –le había dicho–. Ven, pasa a la trastienda.
La cantidad de estanterías y la poca luz hacían del almacén un sitio ideal
para hablar tranquilamente, sentados en la mesa que estaba junto a la ventana
siempre repleta de papeles y libros de cuentas. Teodoro había enseñado a
Francisco a llevar las cuentas; y allí se encontraba éste, anotando pulcramente
y con cuidada letra las facturas que restaban para cerrar el mes de mayo
que ya había finalizado.
– Francisco, hijo –le dijo–, haz el favor de salir un momento a atender al
mostrador; que nosotros tenemos que hablar de negocios.
El joven se levantó al instante, y mientras abandonaba la estancia le hizo un
guiño a Millán deseándole suerte. Sabía que de esa conversación no dependía
sólo el futuro de Millán y de Rosario, sino el suyo mismo. Su tío era muy
buena persona y recto de corazón; pero tenía un genio fuerte, que a Francisco
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Por un momento, Catalina guardó silencio, como poniendo en orden las ideas
antes de continuar. Fue un respiro para todos, pues había resultado
avasalladora, como rebaño en prado verde. Pero, ya que había comenzado,
estaba dispuesta a terminar.
Respiró profundamente. Bajó un poco el tono de voz y, un poco más serena
ya, dijo, dirigiéndose aún a su marido:
– Tienes que reconocer que hoy has sido un poco, un bastante, egoísta. Sólo
has pensado en ti, en los planes que tú tenías hechos, en que a ti se te ha
engañado, en que tú has quedado mal con tus amigotes. Sólo en ti. ¿Por un
momento has pensado que cuando Millán hablaba contigo estaba en juego
a felicidad de tu hija? Porque mucho has estado con él; y digo yo, que de
algo habréis hablado, porque no habrás estado callado. ¿No te das cuenta
de que tu hija lleva todo el día ansiosa por saber el resultado de tu conversación
con el que, si Dios lo quiere, será su esposo?
Finalmente, Catalina se puso en pie y, mirando fijamente a su marido, que
había ido bajando poco a poco la cabeza hasta casi hundirla en el plato, le
dijo sonriente:
– ¿Nos vas a decir, de una pajolera vez, qué es lo que le has contestado a
Millán Herce cuando te ha pedido la mano de tu hija Rosario?
– ¿Qué le iba a decir, Catalina? Si me ha pillado tan de sorpresa que no me
lo podía creer; ¿qué le iba a decir? Que tenía que pensármelo, que lo tenía
que hablar contigo y con la niña.
– Y ¿ya está? –Rosario parecía bastante molesta–, ¿ya está?
– Prima –Francisco le detuvo–, calla. Que tu padre no ha dicho que lo iba a
pensar él solo, que ha dicho que lo tenía que hablar con tu madre, ¡y contigo!
¿O piensas que puede darle tu mano al primero que venga a pedirla, sin
contar con tu opinión?.
La joven pareció darse cuenta en ese instante y corrió a abrazar a su padre.
– Gracias, padre, ¡no le has dicho que no!
– No, hija, no le he dicho que no.
1845-1846: SACERDOTE… O NADA
Los ecos de la nueva Constitución de Narváez, aprobada por la reina, habían
llegado a Fuentes de Andalucía a finales de mayo, pero quedaron apagados
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por las noticias de la hambruna provocada por la epidemia que había acabado
con la cosecha de la patata en Irlanda y que había diezmado la población
de la isla, colonia británica, extendiéndose también por media Europa.
– Pero Irlanda está muy lejos de aquí.
Todas las conversaciones giraban en torno a lo mismo.
– Sí, pero dicen los periódicos de Sevilla que el hongo ha cruzado el Atlántico,
1
que es mucho más grande. –El Guardacampo temía mucho las plagas y a
los fantasmas. ‘Todo lo que se puede ver… ¡lo veo y sé qué hacer! Pero lo
que no se ve… ¡eso temo!’, decía siempre.
Se acercaba ya el final del verano. La tan temida plaga de la patata no había
llegado a cruzar la frontera española, y los fontaniegos habían recuperado
la tranquilidad. Con la siega a punto de concluir, todos se preparaban para
la Fiesta de la Ermita, que se celebraba el doce de septiembre en el postigo
de la iglesia de la Humildad.
Después de la misa y la procesión, todo el pueblo acudía a la alameda a
comer, bailar y jugar. Los jóvenes se reunían por grupos y allí Francisco se
encontró nuevamente con Marta, a la que no veía desde la boda de su prima
Rosario con Millán. Se saludaron y pronto se apartaron ligeramente del resto
de los jóvenes para poder hablar con tranquilidad.
– El mes que viene me voy al convento de las Mercedarias de Lora. –Marta
estaba ansiosa por contárselo, pues sabía que Francisco le entendía.
– Me das envidia, Marta. No sé cuándo podré yo hacer realidad mis ilusiones.
Dijo él, que de pronto paró en seco, como si hubiera tomado conciencia de
la palabra ‘Lora’.
– Pero… ¿por qué a Lora?, ¿por qué no te quedas aquí en el pueblo?
– Don José María, el párroco, me lo ha aconsejado así. Dice que, si quiero
dedicarme sólo a Dios, es mejor que me vaya a otro pueblo; porque aquí
tendría muchas visitas en el locutorio; y así, sólo mis padres irán a verme.
– No quieres que vaya nadie… –Un ligero temblor en su voz delató de
antemano a Francisco, que siempre había gustado de hablar con ella–. ¿Ni
siquiera yo?
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Marta se dio cuenta de que su amigo hacía rato que no le prestaba atención,
y guardó silencio hasta que el joven volvió a tomar la palabra.
– Marta… –dijo, pareciendo que volvía en sí.
– ¿Qué no has comprendido todavía? –le respondió.
– No. Bueno, sí, creo que te he entendido. Pero tengo una duda.
– ¿Sí?
– Oye, si yo voy a la parroquia…
– Si tú vas a la parroquia, ¿qué?
– Es que Santa María la Blanca no es nuestra iglesia, sabes que nosotros
somos de la Humildad de toda la vida.
– Sí, y ¿qué? –Marta se había perdido, no sabía por dónde iba a salir ahora
Francisco.
– Que… resulta que el cura de la Humildad creo que no quiere ser mi Director
espiritual. ¿Yo podría pedirle a Don José María que sea mi Director? ¿Se
puede hacer eso?
– No sé, nosotros somos de Santa María la Blanca, pero me imagino que
como Santa María es la parroquia, siempre podrás ir. De todos modos, si
quieres se lo pregunto al párroco.
– Sí, mejor será, porque a lo mejor el cura de la Humildad se molesta si le
digo que me voy a cambiar. Además, si dejo de ir a la Humildad… Uf, tal
como están las cosas con mi tío… No sé, a lo mejor era peor el remedio que
la enfermedad.
– Bueno, no te preocupes, yo lo pregunto y después me paso por la tienda
y te lo digo.
– ¿Me harías ese favor? –Francisco respiró aliviado–. No sabes lo que te lo
agradezco.
······························
Mucho habían cambiado las cosas para Francisco desde la conversación
con Marta. Ahora no se limitaba a estudiar el latín, que no había dejado; sino
que había organizado su vida espiritual. Seguía yendo a misa y al rosario a
la iglesia de la Humildad con sus tíos para no llamar su atención, pero
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semanalmente confesaba con don José María, que había comprendido que
este joven iba ‘en serio’, y había tomado mucho interés en ayudarle.
Francisco era ‘tierra virgen’. Conocía a Dios, vivía como cristiano; pero su
fe estaba sin cultivar. Comenzaron por hacer un plan de vida que incluía
oración, estudio y trabajo. El trabajo continuaría siendo el de siempre: el
comercio. Don José María explicó al joven, que en cada momento Dios nos
pone delante un trabajo que realizar, y que no siempre se trata de que uno
haga lo que le gusta, sino que hay veces en que uno tiene que gustar de lo
que hace; porque con todo se puede hacer bien a los demás.
No fue muy difícil encontrar un tiempo para la oración y el estudio; pues ya
antes Francisco se había quedado por la noche estudiando latín en la mesa
camilla de la trastienda, con la excusa de terminar las cuentas. Ahora lo
convertiría en costumbre.
En la trastienda estudiaba, leía los libros que le proporcionaba don José
María y, después, pasaba largo rato meditando hasta que, a altas horas de
la noche, se acostaba.
Pero Teodoro comenzó a sospechar que algo pasaba.
– ¿A qué hora te acostaste anoche?, porque yo tardé en dormirme, y no te
oí subir.
– Es que me equivoqué y tardé más. –La mentira nunca había sido el fuerte
de Francisco. Siempre le quedaba la sensación de que se le notaba; pero
don José María le había dicho que si cometía alguna falta en las cuentas y
la corregía, ya no era mentira.
– Mucho te estás equivocando tú últimamente… No me gusta que te quedes
tan tarde, que estás todo el día trabajando y tienes que descansar; ya se
harán las cuentas, que por un día no se va a perder la tienda.
– Descuide, tío.
El caso es que el tío comenzó a quedarse también rondando por la tienda
hasta que él cerraba los libros y se subían juntos. Y, detrás de Teodoro, fue
Catalina.
– Ea, que os he preparado un chocolate calentito, que trabajan mucho ‘mis
dos hombres’, veréis qué rico está…
Así que, poco a poco, se terminó para Francisco el acostarse tarde.
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1
Barrameda, pero el año antes de casarte tú lo cerraron . Hay que estudiar
en la universidad. Y eso es muy caro. Además, ahora no puedo decir nada
a tus padres –dijo, bajando la mirada.
– ¿Qué es lo que ha pasado? Padre no te habla y ahora tú me dices que no
puedes ni hablar de ir al Seminario ¡Venga, cuéntame todo!, no te hagas de
rogar. Y cuéntamelo con detalles, que tengo toda la mañana libre; que he
dicho a Millán que voy a comer con vosotros.
Francisco, poco a poco, como si fuera arrancando pedazos de su dolor, le
contó todo lo sucedido desde la conversación con Marta; cómo comenzó a
confesar con don José María y comenzó a quedarse de noche… Hasta que
llegó a la noche en que se prendió fuego la mesa camilla y, con ella, todos
sus sueños e ilusiones. Ya ni siquiera se había atrevido a volver a confesar
con el párroco.
Le contó cómo su tía seguía siendo muy cariñosa con él; pero que su tío tan
sólo le dirigía la palabra lo estrictamente necesario, tanto en el comercio
como en casa.
Pero, sobre todo, le contó su pena. Le contó sus sueños rotos y cómo se
rompía la cabeza buscando una solución para poder cumplir la voluntad de
Dios, contra la que tenía su pobreza y la oposición de su tío.
Rosario escuchó con atención a su primo. Ella era feliz con su marido y
pronto sería madre, lo que la hacía aún más dichosa. Le dolía mucho ver
cómo Francisco no lograba alcanzar la felicidad.
Durante un rato estuvieron en silencio. Rosario había tomado entre las suyas
las manos de su primo, y con ese simple gesto le mostraba su comprensión.
El joven sentía que la calma que ella le transmitía aliviaba el hondo dolor que
rompía su ardor juvenil.
Finalmente, ella habló. Muy lentamente, como desgranando una espiga, y
las palabras fueron ocupando el lugar del silencio.
– Voy a intentar hablar con padre. No está bien lo que te está haciendo. Tú
has sido como un hijo para él. El hijo que siempre había deseado. Siempre
te has portado bien con él y con madre. Nunca les has desobedecido, siempre
has ayudado en la tienda, aunque no te gustaba; ha descargado en ti gran
parte de las responsabilidades que tiene el comercio y, en tus manos, lo ha
1 Abiertoen 1831, por el Cardenal Cienfuegos, fue cerrado en 1842. No sería inaugurado el de Sevilla
hasta 1848.
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Esta salida hizo reír a ambos. Era un buen final para una conversación que
tan bien había venido al joven. Se levantaron y volvieron a pasear.
– Bueno, Sisco, de todos modos, yo quería una cosa más de ti.
– ¿Qué quiere mi prima preferida?
– ¡Este es mi Francisco!, ¡hasta la cara te ha cambiado!
– ¡Déjate de darme coba y pide por esa boquita!
– Quiero,… quiero que seas el padrino del hijo que me va a nacer.
– ¡Pero prima!, no puedo. Si voy a ser cura, no puedo tener ahijados. Tengo
que estar libre de lazos para poder volar donde Dios me mande. ¡Me pides
un imposible! Y sabes que lo siento mucho, porque nada me gustaría más
que ser el padrino de todos tus hijos.
– ¡Hala!, ya te has vuelto andaluz, no eres exagerado tú ni ná.
– Pues lo digo de verdad. De todos modos, no sabes lo que te agradezco
que me lo hayas pedido. Porque para mí, ya es como si lo fuera. Y ten la
seguridad de que en mis oraciones tú, Millán y vuestros hijos siempre vais
a tener un lugar especial.
– ¡En fin!, por lo menos lo he intentado. Millán me había anticipado que dirías
que no; pero de todos modos, nos hacía ilusión que fuerais tú y su madre.
– Pídeselo a tu padre, que en el espíritu ya sabes que el primer padrino soy
yo. –Puso la mano sobre el vientre de su prima y, como si el pequeño que
allí se encontraba pudiera escucharle, dijo–: Ya sabes, tu padrino en el alma
soy yo.
······························
Cuando volvieron a la casa encontraron vacía la tienda. Cuando sonó la
campanilla al abrir ellos la puerta, escucharon a Catalina que desde dentro
decía:
– Un momento, ahora mismo le atiendo.
– Somos nosotros.
– Rosarito, ven a ayudarme a poner la mesa, que ya está todo preparado.
Francisco, echa el cierre, por favor, que vamos a comer.
Fue una comida agradable. Catalina estaba encantada de tener a sus dos
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Salió Francisco dispuesto a todo. No sabía cómo iba a hacerlo, pero eso era
ahora lo de menos. Se sentía feliz y dispuesto a lo que fuera.
Primero tenía que hablar con sus tíos.
Fue a la iglesia de la Humildad y allí se postró ante la imagen del Señor, a
quien pidió con profunda fe que su Espíritu Santo le iluminara y pusiera en
su boca las palabras adecuadas. Allí pasó el resto de la tarde; y cuando volvió
a casa casi era la hora de cenar.
Durante la cena, el joven buscaba el momento oportuno para decirlo, pero
parecía no encontrarlo. Catalina, que le había visto entrar y dirigirse
directamente a su cuarto, había notado que algo le pasaba. Viendo que el
joven no se terminaba de decidir a hablar, resolvió facilitarle las cosas.
– Tú tienes algo que decirnos, ¿no es verdad? –dijo dirigiéndose al joven.
– Sí, tía, tengo algo muy importante que deciros, pero no quiero que os
enfadéis –le respondió.
– ¿Por qué íbamos a enfadarnos? –intervino Teodoro–, ¿has hecho algo?
– No, tío, aún no he hecho nada; pero ha llegado la hora de que me vaya a
Sevilla para ser sacerdote. Creo que es la voluntad de Dios y lo que yo he
soñado desde niño.
Calló para ver el efecto que sus palabras habían causado en sus tíos. Los
tres sabían que este momento llegaría más tarde o más temprano; pero
parecía que ahora ninguno sabía cómo reaccionar. El silencio se estaba
alargando y Francisco se dio cuenta de que aún quedaba mucho por decir
y que sus tíos esperaban escucharlo.
– Os estoy agradecido por todo lo que habéis hecho por mí; por haberme
acogido en vuestra casa, por haberme dado siempre todo lo que necesitaba
y más; incluso por haberme propuesto que me casara con vuestra hija y que
me quedara con el comercio.
Tras un momento siguió hablando:
– He sido feliz con vosotros. Habéis sido para mí unos segundos padres. Me
habéis tratado con el mismo cariño que a vuestra hija, que ha sido para mí
más hermana que prima; su hija es para mí como sobrina preciosa… Tengo
en vosotros mi familia. Pero no puedo quedarme aquí. Hoy, por medio del
párroco, Dios me ha hecho saber que ya es tiempo de que me vaya. Ya
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sabéis que quien pone la mano en el arado y vuelve la vista atrás no es digno
1
del Reino de los cielos . Y yo tengo que ser sacerdote; porque si no, aunque
fuera primer ministro o rey, no sería nada.
– Tío –continuó, manteniendo la mirada fija en la de Teodoro–, sé que no
estás de acuerdo en que yo sea sacerdote; pero como dijo san Pedro al
2
gobernador romano: tengo que obedecer a Dios por mucho que me duela
desagradarte.
Dicho esto, hizo un breve silencio y terminó:
– Sólo te pido tu permiso y tu bendición. No quiero nada más. Ya me habéis
dado mucho. Tengo algún dinero, y con eso me bastará para empezar mientras
encuentro un trabajo con el que pueda pagarme una pensión y los estudios.
Además, Don José María me ha dicho que él va a hablar con algunos
conocidos que tiene en Sevilla para que me ayuden.
Francisco y Catalina miraban con ansiedad a Teodoro. Éste, como haciéndose
rogar, respiró profundamente antes de tomar la palabra. Se veía que había
meditado largamente lo que iba a decir, y su rostro no estaba crispado, como
esperaba su sobrino, sino sereno y casi se podría decir que se alegraba de
lo que hasta el momento se había dicho. Sonrió a su mujer y comenzó a
hablar dirigiéndose al joven.
– Cuando hace más de diez años tu padre te encomendó a mí, ya me dijo
que querías ser cura; y también que eras muy cabezota. Yo, que como bien
sabes, también tengo la cabeza bastante dura, me empeñé en lo contrario.
Sobre todo, desde que comencé a conocer mejor ‘el paño de que estabas
hecho’. Pero ha sido luchar contra Dios. Y tengo que reconocer que me ha
vencido. Me empeñé en tu boda con Rosario; te puse tan difícil estudiar, leer
y rezar que tuviste que hacerlo a escondidas. Y me he enfadado muchas
veces contigo, como bien sabes. Pero mi enfado, en realidad no era contigo,
que en ningún momento nos has engañado; sino conmigo, porque no podía
más que tú, porque no podía más que Dios.
Calló por unos instantes, como si estuviera meditando las palabras que iba
a decir a continuación.
– Has superado con creces todas las pruebas que, en mi obcecación, te he
ido poniendo. Realmente, tu vocación debe ser de Dios; y creo que Dios ha
1 Lc. 9, 62.
2 Cfr. Hch. 5, 29.
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1
Cfr. Guía de Sevilla 1851.
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Fuentes de Andalucía
calle Dados. Hemos acordado que si tú le haces las cuentas de una de las
tres tiendas, te dará el alojamiento; y nosotros te ayudaremos con todo lo
demás.
– Gracias, tío, pero sabes que no quiero negocios ni comercios; yo había
pensado buscarme trabajo en una escribanía.
– Me parece muy bien; pero el mes de septiembre está próximo a terminar,
y has de comenzar las clases. Si te parece, te vas allá con estas condiciones
y, cuando encuentres otro trabajo, dejas de ayudarle en las cuentas. Porque,
además, no tendrías nada que ver con el negocio; sólo con los libros. De
todos modos, nada pierdes por probar.
– Bien, si así te parece, acepto.
– También he estado hablando con el profesor de latinidad de aquí del pueblo;
él podría hacerte un examen y certificar tus estudios; para que te los convaliden
cuando llegues a la universidad.
– Y eso,… ¿va a costar mucho? –preguntó el muchacho.
– Por parte de Don Pedro Gómez, nada; lo que nos cueste la legalización.
Pero creo que lo que cuesten los papeleos quería regalártelos tu prima ‘para
que te vayas de una vez’, que dice que ‘no hay manera de librarse de ti’.
Rieron los tres; Francisco, nervioso, no cabía en sí de gozo; al parecer, todos
habían hablado sobre él y sobre su futuro en las últimas semanas. Ciertamente,
101
Apóstol de Sevilla
la oración de su tía Catalina era muy potente ante Dios; ya que así se le iban
allanando las dificultades.
– Los uniformes que tenéis que llevar los clérigos, te los habíamos hecho tu
prima y yo, con la tela que el Señor Cura nos había dicho; pero habrá que
volver a empezar.
Viendo la cara de extrañeza de Francisco, Catalina se lo explicó.
– Todo lo teníamos guardado en el baúl que se quemó.
El joven iba a disculparse nuevamente, pero su tía no le dejó.
– Agua pasada no mueve molino –dijo–. Hoy no es día de disculparse por
algo que tenía que pasar para que pudiéramos darnos cuenta de que Dios
anda metido en tu vida.
Francisco ya no pudo más, se levantó y dio un beso a su tía; iba a abrazar
a su tío, cuando éste dijo:
– No, aún no; que queda una última cosa.
– Tío, más no; que no puedo con tanto. Si estaba en deuda con vosotros…
ahora ya no sé qué voy a hacer.
– Ser un buen cura y un santo –le respondió él–. Que con eso estamos
pagados. Pero tienes que tener en cuenta que hasta que cumplas los
veinticinco años necesitas un tutor que se responsabilice de ti ante la
Universidad. Marcos me ha dicho que lo hará encantado.
Francisco se echó a llorar de emoción. Finalmente, la temida explosión de
su tío se había convertido para él en fuegos artificiales que señalan fiesta.
Tío y sobrino se enlazaron en un largo abrazo. Mientras, Catalina lloraba
emocionada y Francisco susurraba sin cesar: ‘Gracias, tío, gracias… Gracias,
Dios mío, gracias’.
102
Capítulo Quinto
SEVILLA
1846 SEVILLA
Le habían convalidado el primer curso por los estudios que había realizado
en Fuentes; así que Francisco se vio pronto matriculado en segundo de
Filosofía. Iba a clase por la mañana, estudiaba por la tarde y por la noche
ayudaba a Marcos con las cuentas, mientras buscaba una escribanía en la
que le pudieran dar trabajo.
Su tía le había hecho prometer que pasaría con ellos todas las vacaciones.
Las de Pascua se acercaban cuando una carta, traída por un policía, cambió
todos sus planes. Había salido su nombre en el sorteo de quintas en Garray,
por lo que debía presentarse allí o sería declarado en rebeldía y puesto en
busca y captura por la policía.
– Ahora tendré que faltar a clases. Y pueden suspenderme las asignaturas
por las faltas. –Su pena era enorme. Parecía que no salía de una y ya estaba
metido en otra. ‘Desde luego, Dios prueba a sus amigos’, pensaba.
– No te preocupes; haremos una instancia al Rector para que, atendiendo
a que estás obligado a acudir a tu pueblo, vea que las ausencias no son
voluntarias. Además, las vacaciones de Navidad están a punto de empezar;
ahí tienes casi un mes, con lo que perderás menos clases.
Marcos era una persona muy práctica, y aquel joven le había caído en gracia
desde que lo conociera en Fuentes en una de sus visitas a la familia, de la
que era muy amigo.
– Pero yo no quiero que usted se moleste.
– No es molestia, cuando acepté ser tu responsable sabía a qué me
comprometía. No te preocupes por eso y ve preparando tus cosas. Alégrate,
porque verás a tu padre.
– Pues sí, la verdad es que bien pensado, Dios ha elegido el mejor momento;
casi ha finalizado el trimestre y cuando vuelva quedará mucho del segundo.
Además, justo en este momento en el que el rumbo de mi vida ha comenzado
a cambiar, voy a tener la oportunidad de hablar cara a cara con mi padre
sobre mi vocación, sobre…
– Sobre ‘¡todo!’. Y conocerás a tus hermanos y a la nueva mujer de tu padre.
– ¡Sí!, eso realmente me hace una gran ilusión. A Escolástica, la mujer de
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Vida del Padre Tejero
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Apóstol de Sevilla
esas palabras.
Pronto llegaron a Soria. Allí él descargó sus mulas y siguieron camino hacia
Logroño. Cuando avistaron Garray, al cabo de una hora, viendo que el joven
sonreía, le dijo:
– ¿Qué?, ¿recuerdos de cuando faltabas a la escuela para ir a pescar?, ¿eh?
– No, qué va; yo no podía faltar, que mi padre es el Maestro. Me estaba
acordando de cuando me iba yo sólo a la loma que hay en lo alto de las
ruinas de Numancia y me quedaba rato y rato mirando el paisaje. Creo que
fueron mis primeros encuentros con la grandeza de Dios.
– Buen lugar para encontrarse con Él. También yo lo siento en la soledad del
camino. Muchacho, me alegra mucho haber podido venir contigo desde
Madrid. Tú ¿cuándo vuelves para allá?
– No sé exactamente; dependerá de cómo pueda viajar; ¿baja usted pronto
a Madrid de nuevo?
– Sí, dentro de unos diez o quince días, según permitan las nieves.
"Galera"
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Corto se les hizo el tiempo, y mucho les costó despedirse cuando el Ordinario
mandó recado a casa de los García diciendo que ya estaba en el pueblo y
que a la mañana siguiente salía para Madrid.
Francisco se despidió uno por uno de sus hermanos, haciéndoles la señal
de la cruz con la bendición que a él le daba su madre y, más tarde, su tía.
‘¡Dios te bendiga esta noche y todos los días de tu vida hasta que seas un
santo!’… ‘Amén’.
Al llegar a Escolástica, Francisco la abrazó y le dijo al oído:
– Gracias por hacer feliz a mi padre y por los tres hermanos que me has
dado. Rezaré a diario por ti y por ellos.
Ella le contestó:
– Y reza también por el que está en camino, pero no le digas nada a tu padre,
que aún no sabe que estoy de tres meses.
Francisco volvió a abrazarla con fuerza. Por último se despidió de su padre
con un largo abrazo.
– Me habría gustado tener más tiempo –le dijo.
– El tiempo es de Dios –respondió Manuel–. Él es quien le pone medida; a
nosotros sólo nos toca ofrecerle las obras de nuestras manos.
– Padre, déme usted la bendición –le pidió por último.
– Con toda el alma te la doy, hijo.
Francisco cerró los ojos y sintió la mano de su padre sobre su cabeza. La
inclinó y notó como una fuerza invisible que provenía del cielo y, atravesando
aquella mano, descendía por dentro de él. Todo su cuerpo se estremeció
cuando su alma percibió la presencia amorosa de su madre, que desde Dios
le sonreía.
Ya podía partir.
······························
Le vino muy bien a Francisco tener que recorrer nuevamente ciento veinticinco
leguas. Aprovechó para rumiar todo lo que había vivido durante esos días y
todas las conversaciones que había mantenido. Guardó celosamente en su
memoria los recuerdos de su madre que tanto su padre, como Escolástica,
109
Vida del Padre Tejero
y sus tíos –con los que había pasado un día completo–, e incluso el señor
cura –ya muy mayor–, le habían contado.
‘Era tu madre una mujer fina’, ‘siempre tenía las cosas ordenadas’, ‘cantaba
muy bien’, ‘siempre se preocupaba por los demás’, ‘tenía una fe profunda’…
Y meditó sobre la vida, sobre la dureza de la vida en la nevada Soria y lo
diferente que era de la vida en la luminosa Fuentes de Andalucía e incluso
de la bulliciosa Sevilla.
Y también sobre su propia vida.
La que quedaba atrás y la que comenzaba en la universidad.
Realmente, era un privilegiado. Y ‘los privilegios traen responsabilidades’, le
había dicho su padre.
Analizó la vida que había comenzado a vivir, repasando todo lo que había
aprendido con don José María en Fuentes y se dio cuenta de que, si bien
ciertamente se estaba esforzando mucho con los estudios, y eso era lo que
debía hacer, le faltaba algo. Había perdido el fervor y la perseverancia con
que antaño buscaba el silencio y la oración.
Sevilla era, de por sí, mucho más ruidosa que el pueblo hasta altas horas de
la noche. Y la tienda de Marcos Romero comenzaba muy temprano su
actividad. Era cierto que él no tenía responsabilidades de cara al público,
pero hasta su habitación llegaban los ruidos. Ruidos que él conocía muy bien
y que sabía interpretar como de buen o mal día para el negocio; como de
problemas con los clientes, o con los proveedores.
Y eso le impedía concentrarse. Sin querer, nuevamente se había implicado
demasiado con el comercio.
Tomó conciencia de la importancia de preparar el alma, y no sólo el intelecto,
para ser sacerdote.
Era su responsabilidad. No había quien se la quitara, ni quien la cumpliera
por él. Así que debía asumirla.
Tenía que empezar por buscar un confesor. Eso no sería difícil; en la
universidad había buenos y sabios sacerdotes; que tanto la bondad como la
sabiduría eran necesarias para poder acompañar almas. No recordaba el
nombre del sacerdote que don José María le había recomendado; pero en
cuanto llegara a Sevilla, lo buscaría.
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Aquello ya fue mucho para él. Dudaban de su vocación. Con lo que había
tenido que luchar por ser sacerdote, ahora ponían en duda su buena fe.
Entonces, en un arranque que sintió brotaba de la rabia de no sentirse creído
y de la impotencia para solucionar su problema, dijo con firmeza:
– Padre, ¡mi vocación es de Dios! Si usted quiere, me ayuda,… y si no quiere,
no se preocupe. Ya se lo he dicho, mi vocación es de Dios; y estoy seguro
de que Él no me ha de desamparar, como no me ha dejado hasta ahora de
su mano, pese a las dificultades que he tenido que superar. Si su puerta se
me cierra, será porque Dios no quiere que yo entre por ella; ya me abrirá
otra por otra parte.
El sacerdote sintió la fuerza, el coraje, la gracia de Dios que había en aquellas
palabras. Su corazón se enterneció recordando las dificultades que él mismo
también había tenido que superar para poder llegar al estado en que ahora
se encontraba.
En la rabia, en la impotencia de Francisco, vio reflejada su propia imagen de
hacía muchos años. Pero no se recordaba él mismo tan confiado en la
providencia como ahora parecía el muchacho que tenía delante. Ciertamente,
la vocación del joven seminarista era de Dios.
Sintió que Dios le había elegido como instrumento para realizar esta inspiración.
1
Resonaron en sus oídos las palabras de Jesús en el evangelio de Mateo :
El que recibe a un profeta como profeta recibirá premio de profeta, y
el que recibe a un justo como justo recibirá premio de justo; el que dé
de beber a uno de estos pequeñuelos tan sólo un vaso de agua fresca
porque es mi discípulo, ¡os aseguro que no perderá su recompensa!
– Francisco –le dijo emocionado–, Dios le ha enviado a mí. No soy yo quién
para oponerme a los planes de Dios. Desde ahora mismo puede venirse a
vivir a esta casa, que desde hoy es también la suya, y pensar sólo en estudiar
y prepararse para ser el buen sacerdote que el Señor quiere que sea y que
hoy tanto necesita la Iglesia, tan abrumada por las circunstancias políticas
2
y sociales. La mies es mucha y los obreros pocos . Yo he rogado mucho al
Dueño de la mies, y usted es la respuesta a mis oraciones.
1 Mt. 10
2 Mt. 9, 37.
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Vida del Padre Tejero
SAN FELIPE
Con la ayuda de Dios se había solucionado el primero de sus problemas,
que había concluido con su traslado a la casa de la calle Alcázares número
veintinueve. Ahora debía encontrar un sacerdote ‘sabio y santo’ que pudiera
dirigir su alma por los caminos que el Señor le iba abriendo.
Había oído hablar del Oratorio de San Felipe, en el que todas las tardes
tenían oración. Dos compañeros seminaristas iban allí, y les pidió que le
llevaran un día con ellos.
Desde que había llegado a Sevilla había visto iglesias muy hermosas y con
mucha riqueza, comenzando por la Catedral o el Salvador; pero eran iglesias
que salían al encuentro, estaban en calles anchas desde las que se veían
grandes portadas que hacían esperar un interior hermoso.
1
Por el contrario, la calle que daba acceso a San Felipe , llamada Doña María
Coronel, iba estrechándose cada vez más, hasta convertirse en un estrecho
pasaje, cubierto por unos soportales con cuatro columnas bajo los que se
encontraba la puerta de entrada a la iglesia. Desde fuera, salvo la perfecta
conservación del edificio, que contrastaba con la dejadez de las casas
colindantes, en nada se hacía notar.
Tampoco tenía torre, sino sólo una espadaña con tres campanas, dos abajo
y una arriba. Al pie estaba el pórtico, con tres escalones de mármol blanco
y una alta verja de forja. Normalmente esta puerta estaba cerrada; ya que,
al estar suprimida la Congregación del Oratorio por decreto de 1836, aunque
por las mañanas había misa, tan sólo unas cuantas personas acudían a las
oraciones que, por la tarde, realizaban los padres.
Entraban por otra puerta que había al costado izquierdo del templo. Estaba
defendida la dicha puerta por dos cañones fundidos y pintados de negro en
ambas jambas; y en su hornacina, sobre el dintel, una estatua de San Felipe
de manteo y bonete, en mármol negro, con cara y manos pintadas de color
natural, un libro sobre el pecho y las azucenas características.
Por allí entró Francisco con sus acompañantes al interior del templo, que
estaba muy bien iluminado por las altas ventanas que había en la nave
principal.
Se quedó impresionado.
1Para la descripción de San Felipe me baso en la que hace Cayetano Fernández en su Historia del
Oratorio de San Felipe Neri de Sevilla; 1898.
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– Para recordar los destrozos que hizo. Aquí les cayeron dos. Les libraron
la Virgen de los Dolores y San Felipe Neri.
Los seminaristas estaban deseosos de mostrar a su amigo todo lo que sabían
sobre San Felipe.
– Me parece que no podía haber elegido mejores guías que vosotros.
Los amigos se sintieron halagados y siguieron explicándole.
– La Virgen es la de los Dolores, que es la patrona del Oratorio de Sevilla,
y a ella está dedicada la iglesia. El cojín es entero de plata, y los borlones
también lo son.
– Y, ¿los ángeles también? –preguntó jocoso el otro compañero–. Oye, tú,
que Francisco vendrá del pueblo, pero no es tonto, y sabe cuando un cojín
es de plata.
Francisco añadió:
– Y también sé distinguir una Virgen de los Dolores de una Inmaculada
Concepción. ¡Mira tú! Pero, seguid explicándome, que me gusta. Aunque…
no me digáis que la ráfaga de la Virgen está dorada, ni que la corona es de
plata; que eso se ve.
Los tres amigos rieron y siguieron contando a Francisco más detalles sobre
el templo que visitaban.
– ¿Ves las cruces que hay en las ocho columnas que sostienen la nave y las
de las cuatro esquinas del crucero? Son de piedra de jaspe encarnada.
– Sí, son enormes. ¿Y dices que son de jaspe? Esa es una piedra muy valiosa
¿no?
– Sí. ¿Ves que están colocadas sobre losas de mármol blanco con un perfil
dorado alrededor y otro azul?
– Sí, claro, lo veo.
– ¿Sabes lo que significa eso?
– Ni idea.
– Son el signo de que el templo ha sido consagrado.
– Pero hay muchas iglesias que no lo tienen.
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y sabe cuándo Dios le pide algo más a alguno. Es muy buen confesor.
– Pues vendré un día, porque yo ando buscando un director espiritual. –Dijo
Francisco, que sintió que eso era una señal de Dios, que le marcaba la pauta
para ir poniendo remedio a su falta de confesor.
Como empezaba a entrar más gente, los tres compañeros pasaron hacia
adelante y se arrodillaron ante el tabernáculo. Entonces Francisco pudo
observar el Sagrario. Se quedó un rato contemplando la morada de su Señor.
Parecía anterior al retablo y estaba sobre la mesa del altar. Remataba en
cuatro estatuitas de los Evangelistas, y sobre la cúpula tenía otra imagen que
representaba la Fe.
Sobre él estaba el trono. Era un hermoso templete redondo, con ocho
columnas. Como todo el altar, era de madera, jaspeado y fileteado de oro.
Sobre su cornisa, siguiendo el círculo, estaban los cuatro Doctores Máximos,
y sobre la cúpula la estatua de la Caridad. Llamábase el trono, porque en él
se ostentaba su Divina Majestad, en los días de manifiesto; pero esta tarde
un precioso niño Jesús ocupaba su lugar. Completaban este magnífico cuerpo
dos bellísimos ángeles en pie en la actitud de adorar al Santísimo.
Francisco guardó silencio mientras terminaba su visita exterior al templo,
para comenzar la más importante, la visita al Dueño del templo, el que daba
valor real a todo lo que allí había.
El joven seminarista comenzó por pedir perdón al Señor por haberse entretenido
con sus amigos y no haber comenzado por saludarle tranquilamente a Él, el
Señor de su vida. Pero sabía que Dios había hecho las cosas hermosas para
que, contemplándolas, el ser humano pudiera llegar a la gran belleza del que
todo lo ha creado.
Y el templo de San Felipe estaba hecho así; toda esa grandiosidad y hermosura
terminaba encaminando la mirada del visitante en el Sagrario y, una vez
depositada allí, resultaba difícil apartarla.
Pronto apareció por la puerta de la sacristía, de la que se subía al arco
izquierdo del crucero por dos gradas de jaspe oscuro, un hermano lego que
se dirigió a la puerta de entrada del templo, para cerrarla.
– Es para evitar problemas con la policía –le dijo uno de sus amigos a
Francisco en voz baja–. Ahora comenzará el Oratorio.
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Capítulo Sexto
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Don José María, que conocía ya el alma del joven, guardó un momento de
silencio y después le dijo con seguridad:
– Francisco, te voy a decir lo que dijo su confesor a San Felipe cuando éste
le hizo la misma pregunta: “Roma son tus Indias”. Para ti, Sevilla son tus
Indias. No creo que sea la voluntad de Dios que vayas a tierras lejanas.
Conozco tu ímpetu evangelizador, tus deseos de predicar y propagar la Buena
Noticia. También sé que hay mucha falta de misioneros y estoy seguro de
que tú tendrías el valor y el coraje suficientes para esa tarea. Pero España
y Sevilla, pasan por una situación muy delicada. Sabes que ha habido varias
leyes desamortizadoras y exclaustradoras. La iglesia se ha visto privada de
sus bienes y los religiosos han tenido que abandonar sus conventos. Tú
sabes que nosotros mismos, en el Oratorio, hemos visto diezmada nuestra
Comunidad en varias ocasiones. La religión es perseguida y el pueblo no
tiene quien le hable de Dios, quien le enseñe las verdades cristianas y la ley
moral que han de cumplir para salvarse. El mal parece que quiere ganar la
batalla, y Dios necesita, también aquí, personas valientes y con coraje;
dispuestas a afrontar incluso el riesgo de la muerte por el Evangelio. Como
ves, también aquí puedes sufrir persecución e incluso martirio.
Miró a los ojos del joven, que había escuchado atentamente sus palabras,
y vio que en su rostro se reflejaba la tranquilidad y la alegría del que ha
encontrado el lugar que Dios quiere que ocupe en el mundo.
– Gracias, muchas gracias, Padre.
Cuando Francisco salió de la iglesia, sentía resonar en sus oídos las palabras
de su confesor: “Sevilla son tus Indias. Sevilla son tus Indias…”
Desde ese momento, comenzó a ver la ciudad de otra manera, con otros
ojos.
1849: TONSURA
Nos, Don Judas José Romo, por la gracia de Dios y de la Santa Sede
Apostólica, arzobispo de Sevilla, prelado doméstico de Su Santidad y
asistente al solio pontificio, caballero gran cruz de la real orden americana
de Isabel la católica, senador del reino, etcétera, etcétera, etcétera.
A vos el Vicario Eclesiástico de Fuentes de Andalucía.
Sabed, que ante Nos pareció la parte de Francisco García Tejero natural
de Garray y nos hizo relación, diciendo, que para más servir a Dios
nuestro Señor desea ordenarse de Tonsura.
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– ¡Ay!, ¡es verdad! Esta memoria mía. Entonces… ¿También tendrán que
venir testigos?
– Sí, claro, a continuación lo dice –le respondió don José María–. Tenemos
que llamar de oficio, o sea formalmente, a cuatro testigos fidedignos, y
examinarlos ante el Escribano.
– ¿Ante Cayetano Cárdenas? –replicó el sacristán–. ¡Pero si ya está muy
viejo!
– José, José, no seas así. Que Don Cayetano es todavía el Escribano oficial
de Fuentes. ¡Ni se te ocurra decirle que está viejo cuando venga a tomar
testimonio!
– ¡No, señor cura!, ¡cómo se le ocurre!, eso se lo digo yo a usté en confianza.
Pero la verdad es que el Cayetano, por muy escribano que sea, se ha aviejado
mucho en poco tiempo.
– Bueno, vamos a ver a quién llamamos como testigos.
– Pues muy fácil, Señor Cura. A un viejo, que sepa de historia. A un maduro,
que sepa de la vida, o mejor a dos. Y a un joven, que sea amigo de Francisco
y le conozca bien.
– Desde luego, José, como consejero no tienes precio. Si no fueras mi
Sacristán, te contrataba.
– Pues no sé si yo aceptaría, Señor Cura, que si no fuera ya Sacristán, con
lo que usté me paga… ¡me parece que me buscaba otro trabajo!
······························
En la parroquia de San Juan de la Palma de Sevilla tenía lugar una conversación
en un tono diferente, entre el párroco y el cura ecónomo.
– Pregunta número ocho –leía don Juan José, el párroco:
Si saben que es más inclinado a las cosas eclesiásticas que a las
seglares y profanas, y si frecuenta a menudo los Santos Sacramentos;
si ha ejercitado las Órdenes que ha recibido, y si ha acudido y acude
con sobrepelliz al Coro de su Iglesia y Procesiones.
Levantó la cabeza del escrito y, mirando al cura ecónomo, dijo:
– ¿Pero cómo voy yo a saber si recibe los sacramentos, si él va a la parroquia
de San Isidoro?
122
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– Pues usted lo dice, Padre, que para eso os piden la información; para que
habléis en conciencia.
– Pero yo creo que el muchacho es buena gente; lo que pasa es que no
viene por aquí, aunque esta es su parroquia, pues vive en calle Alcázares.
– La verdad es que, viviendo con el Padre Tolezano, lo normal es que reciba
los sacramentos –afirmó el cura ecónomo.
– Sí, si yo lo sé. Pero yo no puedo decir que le vea –replicó nuevamente el
párroco.
– Pues no lo dice, y sanseacabó. Que por eso no van a dejarle sin ordenarse.
O, ¿cree usted que no saben bien en el obispado la tela con la que cosen?
– Eso también es verdad. Seguro que lo saben.
Pareció meditar un momento, para continuar.
– Pues sí, lo diré; y mi conciencia tranquila. Luego que ellos hagan las
averiguaciones que tengan que hacer.
······························
La puerta del Notario Regidor se abrió, y por ella salió Francisco más rojo
que un tomate. Marcos Romero, muy nervioso, esperaba afuera en compañía
de los otros tres comerciantes que iban a declarar en las informaciones para
las órdenes de Francisco.
Se levantó y se acercó al joven.
– ¿Qué?, ¿qué tal? –le preguntó.
– Bien –respondió el seminarista–. No sé por qué me he puesto tan nervioso;
la verdad es que es como los exámenes de la universidad. Allí se sientan los
tres delante y tú enfrente. Sólo. ¡Uff! Pero creo que prefiero los exámenes.
En ellos no me juego tanto como aquí.
– Y aquí tampoco te juegas nada –le respondió Marcos, que le conocía bien–.
En todo caso te lo habrías jugado afuera, con tu comportamiento. Y ése ha
sido bueno.
– Han dicho que ahora pase usted.
– Pues allá voy –dijo, y atravesó la puerta, cerrando tras él, para que la
información que iba a dar quedara en secreto.
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¡Ahí estaba!, la humildad. Era cierto, Jesús lo que hizo al venir al mundo fue
humillarse. Francisco lo comprendió; pero seguía sin saber cuál era la segunda
cosa que su confesor quería que él hiciera. Ser sacerdote era un honor, un
privilegio; suponía estar por encima de los demás; y como superiores tenía
él mismo a los sacerdotes, como personas tan en contacto con Dios que
estaban por encima de los fieles. Ellos eran los intermediarios entre Dios y
los hombres, los que acercaban la salvación de Dios. Así se lo expuso al
sacerdote y éste le respondió.
– Sí, Francisco, ser sacerdote es un honor y te coloca en posición privilegiada
para colaborar en la salvación de los hombres. Esa va a ser tu misión y, con
la ordenación, vas a recibir la gracia para poder perdonar pecados; para
hacer presente a nuestro Señor Jesucristo. Pero… ¿te importa pensar ahora
en la carta a los Hebreos?
– No, Padre, claro que no me importa. Jesús es el mediador de la Nueva
Alianza, el Sumo Sacerdote de la fe que profesamos.
– Sí, ¿y…?
– Y… ¿qué? Jesús está por encima de nosotros, porque es nuestro Salvador.
Su sacerdocio es superior al de Melquisedec y semejante al suyo es el
nuestro, porque Él lo quiso así. Su mediación entre Dios y los hombres es
superior a la de Moisés y todo el Antiguo Testamento va orientado hacia Él,
culminación de la Alianza de Dios con el hombre.
Francisco había dado razones más que suficientes para ratificar su afirmación.
El sacerdote no tiene que humillarse, está puesto por encima. Se sintió
satisfecho de poder hablar al mismo nivel que su director espiritual. Pronto
sería elevado al orden de los sacerdotes y eso no se lo podía negar ahora
el padre De la Carrera.
– Cierto, toda la carta a los Hebreos va orientada a confirmar que el sacerdocio
del Antiguo Testamento no tiene fuerza alguna comparado con el de Cristo.
Pero, vayamos al capítulo décimo. Si te fijas bien, la clave nos la da el
versículo séptimo.
Ahí Francisco se sintió pillado. Se puso rojo, pues no recordaba cuál era el
versículo que le citaba el sacerdote.
– ¿Qué dice? –dijo reconociendo que aún no dominaba la Sagrada Escritura
como habría sido su obligación.
El anciano repitió las palabras de la Carta:
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mercancías. Aquí platos y vasos de loza, allá telas de todas clases, un poco
más lejos ollas de latón y cobre, lámparas de aceite y cocinas de leña. Todos
vendían ‘lo mejor y al mejor precio’. Los clientes regateaban. Todos sabían
que el precio inicial nunca era el definitivo; sólo algunos extranjeros ingleses
aceptaban el primer precio que los vendedores y ropavejeros daban.
El sol caía de plano, pues era casi mediodía, y los compradores se apresuraban
para realizar sus últimas compras y volver a sus casas; se iba haciendo hora
de comer.
1
Francisco iba buscando una escribanía de segunda mano que estuviera al
alcance de su bolsillo. Dios mediante, el próximo mes sería sacerdote y su
pluma de estudiante estaba ya raída.
Mientras observaba distraído un puesto en el que había varias, desechando
unas por el precio, otras por gastadas y otras por su mal gusto, escuchó
detrás de él una voz que le dijo:
– Te vendo yo una casi sin usar a muy buen precio.
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– ¡Venga!, pero que sepas que no aceptaré cualquier cosa. Primero tengo
que verla y ya hablaremos del precio.
Dijo, mientras se volvía. Cuando lo hizo reconoció al padre José María Alonso,
al que conocía de San Felipe, donde era el segundo director de la Casa de
Ejercicios.
– ¡Buenos días, Padre! –saludó el joven–, ¡y yo que ya iba a hacer el negocio
de mi vida!, ¿no lo diría usted en serio?, ¡que le tomo la palabra!
– ¡Claro que te lo digo en serio!, tengo yo una escribanía que me regaló una
devota y que prácticamente no he utilizado. Pero no te la vendo, te la regalo
por tu próxima ordenación.
– No puedo aceptarlo, Padre. En serio, me dice lo que cuesta y yo se la voy
pagando poco a poco –insistió Francisco.
– Ya veremos, ya veremos el pago –dijo el sacerdote–. Y, cambiando de
tema, ¿cómo te encuentras?
– Bien, Padre, ¿por qué me lo pregunta?
– Sé que has sufrido mucho con la muerte del padre De la Carrera. Era un
santo. Para mí también ha sido una pérdida muy dolorosa. Él fue el que
sostuvo mi vocación al Oratorio durante todos estos años.
– ¿Sí?
– Sí, cuando suprimieron el Oratorio en el año treinta y seis yo vivía con ellos
como "huésped aspirante".
El padre Alonso hizo señas a Francisco y se sentaron en un banco de la
plaza de la Feria, de espaldas a la entrada del Teatro de Hércules, junto a
la iglesia de Omniun Sanctorum.
A Francisco, pendiente de las palabras del sacerdote, le pareció que el bullicio
de la calle desaparecía, que se encontraban solos. Éste siguió hablando.
– Fue una situación extraña. Algunos padres permanecieron en la Casa, y
otros tuvieron que salir. Mejor dicho, tuvimos que salir. El padre Crespo, al
que tú conoces, por ejemplo.
– Pues eso es una injusticia. –El ímpetu del joven sorprendió gratamente al
sacerdote, que sólo lo conocía en el silencio de los ejercicios espirituales; o
cuando había entrado, muy formal, para hablar con el padre Carrera en su
132
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última enfermedad.
– Era eso o nada –respondió.
– Pero tendrían que haberse reunido todos para ver quién salía y quién
quedaba. ¡Eso no es justo!
– Los que se quedaron disponían de nombramientos para custodiar y dirigir
la iglesia y la casa de ejercicios.
– ¡Aún así!
– A todos nos costó comprenderlo; los que quedaban tenían a su disposición
la casa y los bienes de la Congregación y seguían viviendo con todas las
1
actividades de la Congregación, su refectorio en común, la ‘quieté’ , que
eran los tiempos de compartir la vida en comunidad, etcétera.
Francisco miraba atentamente al sacerdote, pendiente de cada una de sus
palabras.
– Mientras, los que salimos tuvimos que empezar de cero y aquello supuso
para nosotros más dolor que la noticia de la extinción de la Congregación.
No entendíamos por qué razón sucedía aquello. Creo que ni siquiera el Padre
Rey, que en aquel momento era el Prepósito, pudo comprenderlo.
Francisco estaba admirado de todo lo que escuchaba. Él no conocía la
Congregación del Oratorio, pero comenzó a pensar que si el padre Crespo
y el padre Alonso habían vuelto después de aquella injusticia, debía ser algo
muy grande pertenecer a ella.
– Y, ¿por qué dice que fue el padre De la Carrera el que sostuvo su vocación?
–preguntó.
– Yo por aquel entonces era muy joven, aún no me había ordenado de
sacerdote; pero me confesaba con el padre Carrera y seguí haciéndolo. Él
me hizo comprender la verdad del Oratorio.
– ¿La verdad del Oratorio?
– Sí. La verdad del Oratorio. Nosotros no hacemos votos, como en las demás
Congregaciones. El período de formación que pasamos no está marcado por
compromisos ni votos públicos. Nuestra incorporación al Oratorio de San
1Quieté. También llamada Recreo comunitario, es un tiempo en que los religiosos o las religiosas
comparten un tiempo de reposo y esparcimiento.
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Vida del Padre Tejero
1 Cant. 8, 6
134
Apóstol de Sevilla
Tras esto, ambos guardaron silencio. Como si fuera algo que había que
grabar a fuego en la memoria para poder recordarlo muy a menudo. Al cabo
de un momento, como si meditara en algo, Francisco dijo:
– Era muy sabio el padre De la Carrera. –Y, sincerándose, continuó–: Para
mí ha sido un poco como oráculo de parte de Dios.
– ¿Qué quieres decir? –le preguntó el padre Alonso, que veía que el joven
le devolvía confidencia por confidencia.
Francisco no sabía por donde empezar; pero, poco a poco, las palabras
fueron fluyendo y se sinceró, contando al sacerdote la historia de su vida.
Las dificultades surgidas en su vocación y cómo el padre José María de la
Carrera le había profetizado que en Sevilla tenía que ejercer su misión.
También le habló de sus deseos ante su próxima ordenación sacerdotal, de
sus miedos y de sus ilusiones; de cómo se imaginaba predicando por toda
Sevilla.
Don José María sonreía escuchando las ansias apostólicas del joven. ¿Qué
le depararía la vida?
SACERDOTE
El mes de septiembre tenía aún el color dorado del verano y era un mediodía
de mucho calor. La galera llevaba el toldo levantado y sujeto en las varas
verticales, de modo que los viajeros podían ver el exterior.
La entrada a Sevilla se hacía por la carretera de Carmona, rodeando la
muralla desde la puerta de Carmona hasta la puerta del Arenal, donde la
galera se detenía en la calle Bayona.
Ya desde la Cruz del Campo la actividad era febril: carros, carretas y reatas
de mulas entraban y salían de la ciudad.
Escolástica, a la que habían tenido que prestar un abanico, porque no estaba
preparada para tanto calor, estaba admirada de lo grandioso de la ciudad en
la que entraban. Ciertamente que Madrid le había sorprendido; pero era de
esperar, tratándose de la capital de España. Aquí, aún a las afueras de Sevilla,
cerrada por las murallas, por todas partes se veían casas, edificios de dos
y hasta tres plantas, admirables palacios, jardines poblados de palmeras…
Pero lo que ella no esperaba era el río. Ese inmenso río, poblado de barcas,
barcazas y hasta barcos de vapor. Sus ojos brillaban como los de un niño
al que acababan de dar un dulce.
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1Me baso para esta descripción en el libro de José María Samper: Viajes de un colombiano por Europa
(1828–1888) que he tomado de www.scribd.com
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pequeños rebaños que vagaban por los prados. A medida que iban cerrando
más y más el círculo, podían ver con más detalle las casas campestres, con
sus huertos y jardines, y sus laberintos de arboledas en grupos más o menos
extensos o en hileras o calles resplandecientes de verdura.
– Desde aquí podría hacerse un estudio sobre los productos agrícolas de
toda la provincia –dijo Tomasa, a la que gustaba mucho leer sobre todo tipo
de temas–. Seguro que ese Madoz que está haciendo la Enciclopedia
Geográfica se ha subido aquí para hacer todo el trabajo de Sevilla.
– Se ven naranjales y viñedos –intervino Escolástica.
– Sí –dijo su marido–, pero fíjate en esos interminables olivares, con su color
tan peculiar. Por ahí es por donde nosotros vinimos –dijo señalando los caños
de Carmona, que se veían ya cerca de la ciudad.
– ¿Se ve Fuentes? –preguntó Francisco de pronto.
– No. Fuentes no, pero se pueden ver… –respondió Marcos, mientras iba
señalando algunos pueblos– Alcalá de Guadaira y Mairena, y los cerros que
dominan la ciudad de Carmona. Y por allí, Utrera y la hacienda de Orán. Por
aquel lado –dijo señalando al poniente– se ven Sanlúcar la Mayor, Encarnación
y Alcalá del Río.
Había conseguido que el grupo hiciera un recorrido por el amplio panorama
que se divisaba desde lo alto de la torre. Pero aquello no era todo. Faltaba
lo mejor.
– Bueno –dijo Marcos finalmente–. Ahora ya podéis mirar hacia abajo. Ya no
os dará vértigo y veréis las maravillas de la ciudad de Sevilla.
Todos pudieron apreciar ese panorama tan curioso como bello. El Guadalquivir,
describiendo como un semicírculo, rodeaba en gran parte el recinto de la
ciudad por su lado oeste.
Ya nadie hablaba. Todos estaban pendientes de sus palabras como los
discípulos lo estuvieran del maestro.
– Dicen que las murallas datan del tiempo de César. Es una pena que la
modernidad vaya a acabar con ellas.
Todos le miraron extrañados.
– Como veis, la ciudad está creciendo. Ya hay muchos barrios extramuros.
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Vida del Padre Tejero
– Sí, hijo. El camino es largo y tú has elegido Andalucía para vivir. Cuando
te viniste por primera vez, sufrí mucho, pensando que no te volvería a ver.
Hoy doy gracias a Dios por haberte enviado. No sé si en casa habrías podido
llegar a ser sacerdote. Ahora sólo quiero pedirte que me des la alegría de
saber siempre que eres un buen sacerdote. Tú sabes todo el bien que Don
Santiago nos hizo a tu madre y a mí cuando tus hermanos murieron. Y el
bien que hizo a todo el pueblo. Su presencia, sus palabras y, más aún, su
saber escuchar eran suficientes para mantener nuestra fe y nuestro ánimo
en los momentos más difíciles. Nunca se echaba atrás, nunca le faltaba
confianza, nunca decía ‘no es posible’.
– Él fue el primero que me hizo desear ser sacerdote, padre. Quería ser
como él. –Se sinceró Francisco.
–Pues sé como él fue. Como sacerdote que eres, eres un privilegiado. Usa
de tus privilegios en bien de los demás. Sé un evangelizador. Anuncia la
Buena Noticia y consigue muchas almas para Dios. No te olvides de tu origen,
ni del origen de tu vocación. Puedes decir, como la Santísima Virgen, que
Dios ha hecho obras grandes contigo; por eso nunca dudes que puede
hacerlas con los demás. Estamos en manos de Dios. Nuestro es el tiempo
y la libertad: aprovéchalos.
– ¿Sabe, padre? –dijo Francisco.
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Apóstol de Sevilla
– Dime.
– Una vez mi director espiritual me dijo que “Sevilla son mis Indias”, porque
yo me quería ir a las misiones.
– Pues hazme sentir orgulloso de ti. Sé un Misionero en Sevilla.
– Si, padre, se lo prometo. Sevilla serán mis Indias.
SACERDOTE Y ESTUDIANTE…
Qué habían hablado su padre y su tío antes de su ordenación de diácono,
Francisco no lo sabía; pero su tío le había llegado un día con una hipoteca
sobre dos casas que poseía en Fuentes de Andalucía a su favor. Eso le daría
una renta de cuatro reales diarios.
– Pero ¿y Rosario? –había preguntado Francisco, preocupado por el porvenir
de su prima–. No está bien ‘desvestir a un santo para vestir a otro’.
– No te preocupes por Rosario, que Millán es muy buen comerciante y el
negocio va muy bien. Además, hemos adquirido alguna casa más; así que
estas dos no van a suponer mucho en su herencia. Y es lo correcto que tú
participes de lo que has ayudado a conseguir.
Gracias a esas rentas y a que el Arzobispo Romo le había destinado como
Sacristán Crucero de la Parroquia de Nuestra Señora de las Nieves de
Fuentes, después de haber sido acólito en San Isidoro, Francisco disponía
de una renta anual de aproximadamente dos mil trescientos cincuenta reales.
Así pues, no tenía que preocuparse más que de estudiar durante el tiempo
que estaba en Sevilla y de atender a la parroquia de Fuentes en la época de
vacaciones.
·····························
– Padre, me cuesta mucho poner en orden mi vida, ahora que soy sacerdote.
Francisco se confesaba ahora con el padre Alonso, del Oratorio, que había
dirigido sus últimos ejercicios espirituales antes de recibir la ordenación.
– Explícame por qué te cuesta.
A don José María le encantaba confesar a Francisco. Él sólo tenía que dar
una pequeña indicación y ya el joven abría por completo su corazón. Desde
luego, no era como otros penitentes a los que había que sacar la confesión
con sacacorchos. Además, Francisco tenía una inocencia y un entusiasmo
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Capítulo Séptimo
1852 ADMITIDO
Varias veces se repitió esa conversación durante el curso, hasta que un día
de abril...
– Ave María Purísima...
– Sin pecado concebida, Francisco, ¿cómo va esa vida?
– ¡Ya no puedo más, Padre! ¡Yo no he nacido para esta vida! ¡Voy a tener
que irme a las catacumbas como San Felipe!
El padre Alonso esperaba esa señal desde hacía tiempo. Veía cómo el joven
estaba cada vez más necesitado de silencio y, a la vez, de apostolado. Lo
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Vida del Padre Tejero
había visto rondando el Oratorio como polluelo en busca del nido. Pero no
podía adelantarse a los acontecimientos.
– Bien, bien –le respondió–. Y ¿qué piensas hacer?, ¿vas a irte a Roma?
– ¡Cómo voy a irme a Roma!, eso es imposible.
– ¿Entonces?
– ¡No sé!, pero algo tengo que hacer.
Parecía que no iba a atreverse nunca a decirlo, así que habría que ayudarle
un poco...
– ¿Algo como pedir la entrada al Oratorio?
A Francisco le cambió la cara.
– ¿Lo dice en serio, Padre? –no salía de su asombro–, ¿cree que yo podría
entrar en la Congregación del Oratorio?
Sí, el padre Alonso había dado en el clavo. Esa era la solución: tiempo de
oración y tiempo de actividad; una iglesia donde predicar y unos hermanos
con los que compartir la vida. El corazón comenzó a palpitarle aceleradamente,
y parecía que las lágrimas se le iban a saltar. ¡Eso era!, él podría ser un padre
de la Congregación del Oratorio de Sevilla... ¿podría?
– Pero,... ¿usted cree que yo podría pertenecer al Oratorio?, yo no tengo
nada, ni soy licenciado, como el Padre Cayetano Femández, que yo sé que
ha pedido entrar. Además, yo...
Don José María no le dejó seguir.
– ¡Yo!, ¡yo!.. ¿Te vas a echar atrás?, ¿tienes miedo? Ya sabes que el que
pone la mano en el arado...
– No, no me echo atrás. Es lo mejor que me podría ocurrir. Lo que pasa es
que no termino de creérmelo.
Guardó un momento de silencio y siguió:
– Y... ¿podría entrar mañana?
Le hizo gracia al sacerdote esta salida del joven. De ‘no poder’ a ‘mañana’.
‘¡No está mal!, ¡creo que no me he equivocado!’ pensó.
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– Bueno, no seas impaciente, que primero tienes que hablar con el Padre
Prepósito.
– ¿Con el Padre Antonio María?, uff, pero a mí me impone mucho el Padre
Sánchez-Cid. ¿No podría decírselo usted?
– Sí, claro –dijo, medio en broma, el padre Alonso–. Pero es que yo ya estoy
dentro, no tengo que pedir la entrada. Fuera de bromas, joven; no te preocupes,
que yo ya lo veía venir y he hablado con él de que esta posibilidad estaba
ahí.
– ¿Sí? –Francisco parecía encantado–. ¿Entonces ya no tengo que hablar
yo con él?
– ¡Ah, no!, de esa no te libras. De todos modos, no tengas miedo, que el
Padre Antonio no se come a nadie.
······························
– ¿Se puede?
1
Dijo Cayetano mientras abría la puerta de la habitación en la que Francisco,
rodeado de paquetes sin abrir y con la cama llena de ropa, se esforzaba por
encontrar un sitio para cada cosa.
– ¿Ya has colocado todo en tu cuarto?, has terminado muy pronto. Yo estoy
ya casi desesperado. Creo que me he traído muchas cosas que aquí no
tienen sitio.
– A mí me estaba pasando lo mismo, por eso he venido a verte. Yo tengo
más cosas, porque me he traído algunos legajos del bufete que no me parecía
bien dejar en casa –respondió Cayetano mientras hacía un hueco libre entre
la ropa y se sentaba en la cama–. ¿Sabes qué es lo que más me ha costado
dejar?
– ¿Qué?
– Los juguetes de mi hija.
Francisco no supo qué decir. Realmente, tenía que ser duro superar la muerte
de un hijo, y más cuando la mujer moría con él. Se sentó junto a su compañero
y se mantuvo en silencio. Fue un silencio de comprensión, de compañía. Un
1
Cayetano Fernández entró a formar parte del Oratorio de Sevilla el mismo día que Francisco García
Tejero.
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– Mira que eres pesado, que conste que no te voy a hacer una copia –dijo
Francisco cuando vio que era Cayetano.
– Que era broma, hombre; que yo ya lo he copiado antes de traértelo. ¿Has
terminado?, ¿qué te parece?
– No, no he terminado, ¿cómo voy a terminar, si no me dejas? –dijo en broma,
y continuó–, pero me parece muy bien. ¿Cómo me tiene que parecer?
– ¿Has visto que no podemos salir solos?, ni que fuéramos niños.
– Pues alguien me tendrá que ‘llevar al colegio’ –dijo Francisco, irónico,
mientras iba leyendo–. Oye, que pone que sí se puede con autorización. Será
para saber por dónde andamos. Eso es lógico.
– Imagino. Lo que más me gusta es que si hay prisa, podemos pedir
autorización a la Santísima Virgen. Eso está bien.
– Sí, es bonito, aunque no sé si será muy práctico.
– Digo yo que será por respetar eso de la libertad de San Felipe. Y por
considerar que ya somos mayorcitos. ¿No?
Siguieron leyendo: "Los sábados barrerán la iglesia ", "cada uno se encargará
de un altar", "el más moderno dará la sagrada comunión siempre que se lo
pidan".
– ¡Bien! –gritó Francisco–, yo soy el más moderno. Eso me gusta.
– Lee hasta el final –siguió Cayetano– también tienes que limpiar los cálices
y lavar los purificadores. Y no te creas que son pocos. Que aquí se dicen
muchas misas al cabo de la semana.
– No importa, ya buscaré tiempo. Me quedo con lo de dar la comunión. ¡Sí!,
me va gustando la vida en el Oratorio.
NOVICIO
La biblioteca de la Casa del Oratorio era una sala grande y bien iluminada
por cuatro ventanas abiertas a los dos patios principales de la casa. Tenía
las paredes cubiertas por estanterías, en las que se agolpaban la multitud
de libros que se habían ido acumulando, desde que la Congregación fuera
fundada el año de 1698 por el padre Francisco Navascués; que, procedente
del Oratorio de Granada, había recalado en Sevilla tras su peregrinación a
Roma.
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– Como veréis, se les ha dispensado de quince días para que puedan participar
en la Novena a nuestro Padre San Felipe y en la celebración de la fiesta,
como verdaderos miembros de la Congregación.
Los aludidos se miraron entre sí, sonriendo felices. Pero aún faltaba lo mejor,
así que el padre siguió:
– También hemos acordado facultar a los padres Gómez, Femández y Tejero
para utilizar de sus licencias de predicar en nuestra Iglesia; y al padre Gómez
para hacer uso, también en nuestra iglesia, de su licencia de confesar hombres
y mujeres.
Todos los padres y hermanos felicitaban a los aludidos; y el Prepósito tocó
de nuevo la campanilla para callar el alboroto que se había formado. Cuando
se hizo silencio, añadió dirigiéndose a los aludidos:
– Esperamos mucho de vosotros, pero estamos seguros de que vais a dejar
muy alto el pabellón de nuestra Congregación. Os animo a preparar a
conciencia vuestras predicaciones; pero sin olvidar los dos principios de
nuestro Padre San Felipe: la sencillez, para que todos cuantos os escuchen
puedan comprender lo que decís; y la profundidad, pues no se trata de decir
simplezas, sino de hacer comprensible el mensaje de salvación.
Los aludidos afirmaron que así lo harían; y el padre Prepósito concluyó dando
varias instrucciones y otros nombramientos que se habían realizado en la
Congregación de Diputados, para el mejor funcionamiento de la Comunidad,
ahora que ya era bastante numerosa.
······························
Francisco, por ser el más joven, debía predicar el cuarto día de la novena
del santo.
Era su primera predicación en el Oratorio, así que pasó los cinco días que
le faltaban para la exposición preparando con esmero esa primera charla que
iba a dar. Cayetano había sido abogado; por eso lo de hablar en público era
algo de sobra conocido para él, y Francisco le pidió que le revisara la prédica
antes de dársela al padre Crespo, Maestro de Novicios.
– No sé, creo que me he liado mucho –había dicho Francisco cuando le
entregó los papeles a Cayetano.
Se habían sentado en un banco de los que ocupaban el jardín, bajo uno de
los naranjos. El olor a azahar no sólo les gustaba a ellos; parecía que todas
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Vida del Padre Tejero
las abejas del mundo se hubieran juntado a libar de las flores de ese árbol,
y el zumbido que se escuchaba casi apagaba sus voces.
– Vamos a verlo… –le había respondido Cayetano, que, desde que se
conocieron había apreciado a Francisco, cuatro años más joven que él, pero
al que veía como un igual; aunque éste se empeñara en decir siempre que
Cayetano era mucho mejor.
Leyó detenidamente el texto y le hizo un par de correcciones, ‘por corregirte
algo, que casi ni hacen falta’, le había dicho.
– Oye, y ¿qué crees tú que será mejor, que lo lea entero o que me lo aprenda
de memoria?, ¿tú que haces? –preguntó Francisco.
– Depende. Al principio me los aprendía de memoria; pero era peor; porque
si luego me confundía en algo, se me notaba más, y me costaba más coger
el hilo otra vez. Claro, que esto no es un juzgado; así que tú prueba. Si ves
que leyendo es mejor, pues lee; y si no, pues intenta aprendértelo. Pero,
aunque te lo sepas de memoria, cuando estés delante de la gente, procura
leerlo, pues así, si te pierdes, siempre sabes por dónde vas.
– Gracias –respondió el joven–, desde luego, desde que he entrado eres mi
ángel de la guarda.
– Anda, anda, no me tomes el pelo, que no te voy a volver a decir nada.
TODO… ES POCO
– Creo que tengo que hacer más. Me parece que me estoy volviendo cómodo;
1
y eso no va con el Oratorio. Lo dice muy bien el libro de las Excelencias .
Francisco hablaba semanalmente con el Maestro de Novicios, el padre
Crespo, en la antecámara de la habitación de éste, sobriamente decorada
con una mesa de trabajo y varias sillas de anea, incluida la del mismo padre
Crespo; una estantería repleta de volúmenes y papeles y un crucifijo en la
pared.
Allí también se reunían semanalmente los Novicios, para la charla espiritual
que el padre les daba en su preparación para vivir mejor el espíritu de San
Felipe Neri.
1
Excelencias del Instituto del Oratorio; obra póstuma de un padre del Oratorio Saviliano (Piamonte);
Méjico 1845.
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Francisco sonrió.
– No, padre, no me ha puesto ninguna pega. Me ha dicho que tenía que
esperar a que usted me diera su aprobación. Yo le dije que esto ya pensaba
hacerlo yo. Así que si usted le pregunta, puede decirle que yo le he dicho
que él ya lo sabe.
– No te preocupes, hijo, que está bien que consultes con tu Director espiritual;
en la vida del alma los superiores y los directores son complementarios en
la manifestación de Dios. De todos modos, y sea lo que sea lo que
determinemos al final, cuenta con que valoro mucho tu espíritu misionero.
Dios quiera que llegues realmente a hacer de Sevilla un gran campo apostólico.
– Gracias, Padre, muchas gracias.
······························
– ¿Qué haces ahí metido toda la mañana?, ¿qué pasa, que no se puede
entrar?. –Cayetano se asomó por una rendija que quedaba libre en la puerta
de la biblioteca.
– Espera –le contestó una voz desde dentro– que te abro.
– ¡Dios santo!, ¿qué es lo que estás haciendo? –dijo al ver las mesas llenas
de libros y los estantes vacíos–. Me parece que te has tomado tú muy en
serio eso de ser el “adjunto del bibliotecario”. ¡Qué valor tienes!, ¿vas a saber
encontrar después el sitio de cada uno? ¡Creo que yo no sería capaz!
Aunque ahora Cayetano era Diputado, cargo importante en la Congregación,
Francisco y él seguían teniendo la confianza que les había dado la proximidad
de sus edades y las vivencias compartidas en el Noviciado.
– Verás –dijo Francisco–, he colocado todos los libros de los estantes de
arriba. Pero cada estante en un montón diferente. Ahora...
El otro no le dejó terminar.
– Vale, vale, que ya sé que eres un organizador perfecto. Parece que hayas
nacido para eso. No me des más explicaciones, que te creo. ¡Vaya trabajazo
te vas a pegar!, ¡ya te hubiera querido yo en la biblioteca de mi casa!, nunca
encontraba los libros, me los tenia que buscar María. Ella era ordenada como
tú. ¡Habrías hecho buena pareja con ella!
– Calla hombre, que era tu mujer. No tientes al diablo.
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– Que es broma, tonto; que tú sabes que no la habría cambiado por nada
del mundo.
– Ya lo sé –le dijo Francisco, dándole una palmada en el hombro–. Bueno.
Y tú ¿a qué venías?
– No has estado en tu cuarto en toda la mañana, y hoy no tenías clase. Te
he buscado por toda la casa. ¿Sabes?, ya me ha llegado la licencia para
confesar.
– Enhorabuena. Me das mucha envidia. ¡Ojalá me llegara también a mí!
– Todo se andará, hombre, no tengas prisa. ¿Vas a salir esta tarde?
– Sí, ¿cómo lo sabías?, hoy no es fin de semana.
– No, pero como aprovechas cualquier excusa para ir a dar una vuelta por
los arrabales...
– Sí, menos mal que no me dijeron que no podía pasear por allí. Comprendo
que es mala época política. Pero los corrales de San Roque no son los
arrabales de San Bernardo. Allí hay más revolucionario. En San Roque sólo
hay gente pobre… Muy pobre.
Francisco hizo un momento de silencio, como si por su mente pasaran en
ese momento todas las caras del barrio de San Roque; todas las historias
rotas y las almas destrozadas por historias que, en la mayoría de los casos,
ni él mismo se atrevía a preguntar.
– ¿Por qué no te vienes conmigo esta tarde? –dijo después–. Tú tampoco
tienes hoy obligaciones, y ya va siendo hora de que conozcas el barrio y sus
gentes. Además, podrías estrenar tus licencias, que algunos me han pedido
ya varias veces que les confiese. ¡No sabes lo que me duele tener que
decirles que no!
– Pues mándales a la parroquia –dijo Cayetano.
– ¡Qué fácil lo ves tú todo! ¿Irías tú a la parroquia hecho un zarrapastroso,
sin ropa, para que las devotas te critiquen y el cura te eche por no ir
decentemente vestido?
La rabia y la impotencia daban a Francisco una elocuencia que encantaba
a su compañero. Sabía que sólo tenía que darle un pequeño pinchazo para
que saltara y expusiera la tremenda situación en la que se encontraban en
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1
Cfr. Mt. 26, 52.
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que decía el Padre Carrera: ‘Un Sacerdote del Oratorio no deja de serlo por
mucho que cambien las leyes humanas’.
Francisco, que recordaba la conversación que habían mantenido al poco de
morir el padre De la Carrera, sonrió.
– Entonces, Padre –dijo–, lo mejor será que no nos vayamos estas vacaciones
con nuestras familias.
– Todo lo contrario, hijo –dijo el Prefecto–, si la peste viene a Sevilla, mejor
estáis en casa de vuestras familias.
– Pero... –quisieron protestar ambos.
– No hay peros que valgan. Esto ya está hablado. A vosotros os toca ahora
descansar en vuestros pueblos, y atender las obligaciones que en ellos tenéis.
Además, ni la revolución es segura, ni la epidemia tampoco. La vida debe
seguir su curso. Lo que Dios quiera que os encontréis, eso tendréis, y no
1
otra cosa. Así que tranquilos, que "a cada día le basta su afán" .
······························
Hasta Fuentes llegaron los ecos de la Revolución. Las conversaciones en
el pueblo siempre eran sobre lo mismo:
– ¡A lo que no hay derecho es que el gobierno gaste en tonterías el dinero
de todos! – decía uno.
– Desde luego, como sigan así, se va a liar una gorda.
A finales de junio llegaron noticias más concretas.
– Dicen que se han levantado O'Donnell, Serrano y Ros de Olano.
– Y otros generales también.
– Pues yo he oído que O'Donnell ha salido con sus tropas hacia Sevilla.
Todo esto preocupaba mucho a Francisco, que deseaba le llegaran noticias
directas de los padres del Oratorio.
– ¿Has sabido algo de tus hermanos? –preguntó a Millán, cuya familia seguía
viviendo en Sevilla.
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Capítulo Octavo
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– ¿Se puede?
– Sí, pase.
Contestó el buen párroco, mientras terminaba de colocar en sus estantes los
libros de bautismos y defunciones, que acababa de completar. Tomó unos
papeles de otro estante y al volverse vio que ante él no estaba, como había
supuesto, un joven que venía a pedirle un trabajo, sino un sacerdote.
Al verle el ojo izquierdo se sorprendió. ‘El sacerdote fantasma’ pensó. Las
chismosas del barrio, que en San Roque abundaban como en toda Sevilla,
le habían contado que ‘el cura tiene un ojo a la virulé’. Así pues, se trataba
de…
– ¿El Padre Tejero?, supongo.
Francisco, que le vio mirar su ojo, comprendió que lo había reconocido por
él.
– Sí, Padre. Buenos días. ¿Tiene un momento? –dijo.
– Muy buenos días. ¡Claro que tengo un momento!, y dos si hacen falta –le
respondió–. Ya estaba yo deseando conocerle en persona. He oído hablar
mucho de usted.
Francisco sonrió, pensando que el barrio era como Fuentes, cuando uno
entraba por una punta ya lo sabían en la otra.
– Las noticias vuelan.
– Sobre todo cuando un cura joven pasea todos los domingos por un barrio
y habla con todos, y manda a la gente a la parroquia y no va a ver al cura.
Lo decía sin resentimiento. Le había caído bien aquel joven del ‘ojo a la
virulé’.
– ¿Sabe usted cómo le llamaba yo?
– ¿Cómo? –preguntó Francisco.
– ‘El sacerdote fantasma’.
El joven se echó a reír y el párroco continuó.
– Algunos de mis parroquianos han empezado a llamarle “el cura de los
corrales”.
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el párroco.
– Bueno, pues en Espíritu Santo estoy yo. Ahí tiene usted su casa.
– Gracias.
– El caso es –siguió Francisco–, que aunque la iglesia de San Felipe sigue
abierta al culto, y los padres continuamos atendiéndola; al no poder tener los
ejercicios de piedad propios del Oratorio, las tardes me quedan más libres;
y ahora, como tenemos más libertad de movimientos, el Padre Crespo me
ha autorizado a venir a colaborar con usted en la parroquia, si le parece,
dando catequesis los domingos por la tarde…
– ¡Vaya si me parece! –dijo don Leonardo exultante–. ¡Vaya si me parece!
¿Cómo no me va a parecer?
De pronto guardó silencio. Había encontrado un ‘pero’ al asunto.
– Lo malo es que… –comenzó a decir, y a Francisco se le cambió la cara.
– ¿No puede ser? –preguntó ansioso.
– Verá: la dotación de esta parroquia no da para pagar dos sacerdotes. Es
cierto que yo necesitaba un sacristán, incluso le había pedido al señor
Arzobispo que me mandara uno que fuera sacerdote. Pero ahora ya tengo
sacristán.
– Sí, lo he visto en alguna ocasión –dijo Francisco preocupado.
– No es que sea nada del otro mundo. Pero no puedo quitarle su asignación
para dársela a usted.
La cara de alivio que puso Francisco desconcertó al párroco. Esa era la
reacción que menos esperaba. Si no hay dinero… no puede haber colaboración;
pero no era por ahí por donde iban los tiros. Don Leonardo comprendió que
el padre Tejero no iba nunca a dejar de sorprenderle.
– ¡No, Padre!, por eso no se preocupe; que no vengo por la congrua. Yo
tengo mi propia congrua; además, los padres del Oratorio seguimos
compartiendo los bienes de que disponemos. Sólo quiero colaborar, sin más
interés que ayudarle a traer el Evangelio a este barrio.
– ¡Santo Crucifijo! ¡Bendito seas que has escuchado mis súplicas! –exclamó
lleno de alegría don Leonardo–. Padre Tejero, sea muy bienvenido a mi
parroquia, a su parroquia.
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– Padre Tejero, no desespere usted –le había dicho–. Todavía puede venir
alguien.
Finalmente, cuando casi había pasado el tiempo con el que Francisco contaba
para las catequesis, apareció una mujer mayor, de las que siempre acudían
a Misa…
‘Bueno –pensó Francisco–, menos da una piedra’; pero, en ese momento,
la señora habló:
– ¿Don Leonardo? –dijo mirando al padre Tejero, desconcertada por no
encontrar al Párroco.
– Dentro, Señora, en la sacristía. ¿Quiere que le avise? –respondió él.
– No, Padre, no se preocupe, yo misma voy. Es que… tenía que decirle una
cosa que se me olvidó en la confesión.
– Pues pase, Señora, pase…
Así habían trascurrido varios domingos. Él había dicho a las caseras de los
corrales que se lo dijeran a sus inquilinos, les había dicho a los niños, a las
mujeres… pero nada; lo único que conseguía era que le dijeran que estaban
ocupados, que tenían que buscarse las habichuelas, que no iban a ir medio
desnudos a la iglesia, que seguro que el párroco les echaba de allí.
Francisco se decidió a hablar con el párroco.
– Don Leonardo, que si no vienen, habrá que ir a buscarlos… ¡Digo yo!, ¿no
le parece?
Don Leonardo, que ya conocía un poco al impetuoso padre Tejero, sonrió y
le respondió:
– Y, ¿cree usted, Padre, que los va a poder traer?
– No, padre, si ya he intentado traerlos, y… ¡como no sea con una escopeta…!
A lo que me refiero es que si ellos no vienen a catequesis, yo podría llevarles
la catequesis a ellos. He comprendido que tienen sus razones, que si están
todo el día trabajando, cuando llegan a casa lo que menos les apetece es
venir aquí. Además, hay muchos que no tienen ni siquiera ropa que ponerse.
Van raídos y sucios. Yo sé que usted es un buen párroco, pero también es
cierto que a la casa de Dios hay que venir un poco decentemente vestidos.
¡Y ellos no pueden!
174
Apóstol de Sevilla
175
Vida del Padre Tejero
– Sí, Padre, desde que el gobierno incautó el convento de San Agustín para
convertirlo en presidio.
– Y... ¿se llaman?
– Yo soy Josefa Moya y éstas son María Dolores Pinto y las dos hermanas
Reinoso, Antonia y María Teresa –le respondieron.
– Ustedes dirán lo que desean de mí.
María Dolores, que rondaría los veintidós años, fue la que habló.
– Mire, Padre, hace tiempo que venimos comentando la gran labor que usted
hace por los corrales, dando catequesis a los niños, repartiendo comida y
todo eso. Yo vivo en la calle Ancha de San Roque y le he visto a usted, en
varias ocasiones, cuando ha ido por las calles. Además, todas las vecinas
lo comentan.
– Gracias –es usted muy amable, dijo el padre–, pero, no creo que eso sea
el motivo de su visita.
María Teresa, la pequeña de las dos hermanas, que tendría cerca de diecinueve
años, y parecía la más inquieta, intervino:
– Sí, Padre, ese es el motivo. Nosotras somos camareras del Cristo de San
Agustín y de nuestra Señora de Gracia y una de nuestras preocupaciones
ha sido siempre el hacer el bien a los demás; pero, comprenda usted que el
ser mujeres nos limita mucho. Por eso, habíamos pensado que si usted
quiere...
Su hermana finalizó la frase.
– Podríamos nosotras también acudir a los corrales a dar catequesis. Así su
labor sería más amplia. Todas sabemos leer y escribir y conocemos bien el
catecismo.
Josefa fue la que continuó.
– Es verdad que no sabemos explicarlo tan bien como hemos oído que usted
lo hace, pero estamos seguras de que, con poco esfuerzo, usted nos podría
enseñar a hacerlo...
– Y así – terminó el padre Tejero– , sería una catequesis en cadena. Si no
he entendido mal, me están ofreciendo la posibilidad de que yo les dé
catequesis a ustedes, y ustedes la den por los corrales. ¿Es así?
176
Apóstol de Sevilla
– Sí, Padre – dijo María Dolores– , así es. Además, tenemos algunas amigas
que se podrían unir a nosotras. Seríamos más y podríamos llegar a más
sitios.
Francisco no daba crédito a lo que sus oídos estaban escuchando. Sus
catequesis se podían multiplicar por cuatro, o por más, si se unían más
jóvenes.
– Esto sí que es un regalo –respondió–, y aún faltan meses para mi
cumpleaños. De todos modos, se lo acepto encantado; pero antes tendré
que consultarlo con el Padre Prepósito y con el Párroco.
– Por Don Leonardo no se preocupe –saltó rápida María Teresa–. Él es
quien nos ha enviado a usted.
– Bien, entonces sólo lo tengo que consultar con el Padre Prepósito, o...
¿también han hablado con él? –dijo riendo.
– No, Padre –le contestó Josefa muy seria– . No sabemos quién es el Padre
Prepósito.
– Era broma, mujer. Bueno, no se preocupen por él. No creo que ponga
impedimento, es muy buen sacerdote. De todos modos, denme una semana.
El domingo que viene yo digo la misa de diez en San Roque. Después les
espero en la sacristía. ¿De acuerdo?
– Sí, allí estaremos – dijeron las cuatro a la vez.
– Muchas gracias, Padre, muchas gracias.
– Gracias a ustedes. Que Dios bendiga su buen corazón y sus buenas
intenciones.
VERANO DE 1856: LA RESTAURACIÓN
La mesa llena de libros y la cama repleta de papeles rodeaban al padre
Tejero, que hacía una lista, repasando mentalmente las catequistas que
colaboraban en la parroquia de San Roque.
Aunque estaba en Fuentes pasando el verano, le resultaba imposible olvidarse
del tremendo lío que había montado en torno a la “miserable parroquia de
San Roque”. Ahora eran más de veinte las catequistas que acudían por los
corrales y que se reunían los jueves por la tarde en la parroquia.
Menos mal que don Leonardo era un buenazo y estaba encantado con el
177
Vida del Padre Tejero
1 Hasta bien entrado el siglo XX prácticamente todas las cartas iban sin remite, tan sólo la dirección. A
veces, incluso sólo el nombre de la persona y el del pueblo o ciudad..
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Apóstol de Sevilla
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Vida del Padre Tejero
180
Capítulo Noveno
Acababa de llover y había salido el sol. El padre Tejero, que había dejado
de ser simplemente Francisco hacía mucho tiempo, caminaba despacio por
la calle Santiago camino de San Roque. Iba temprano por primera vez en
mucho tiempo, así que se tomó el camino con calma, dispuesto a saborear
los olores y colores de esa tarde primaveral. El perfume del azahar de los
árboles de la plaza de los Terceros aún le acompañaba.
¡Cuánto hacía que no disfrutaba de un paseo tranquilo por esa Sevilla que
tanto había llegado a amar! No sabía si algún día llegaría a ser el apóstol
que predijera el padre De la Carrera. La verdad es que casi se había olvidado
de aquella profecía. Tan ocupado como estaba últimamente, hasta había
dejado de imaginarse a sí mismo.
Ahora en su mente había libros, no en vano obtendría –Dios mediante– su
licencia en Teología el próximo septiembre.
También había caras, muchas caras; había rostros limpios y arreglados, caras
sucias y despeinadas y, sobre todo, ojos. ¿Sería por su ojo enfermo por lo
que se fijaba tanto en los ojos de quienes le rodeaban? No, al padre Tejero
le gustaba mirar a los ojos porque los ojos le hablaban.
Sabía que no debía mirar fijamente a los ojos. Era de mala educación;
además, siendo él sacerdote, siempre se podía interpretar mal. Pero desde
pequeño le habían hablado los ojos. Varias veces le habían advertido que
no debía hacerlo; y, aún así, siempre terminaba cayendo.
Así que hacía tiempo había comenzado a practicar un modo disimulado en
su ‘método de lectura del alma’, como Cayetano y él decían.
– La mirada lo dice todo –afirmaba Cayetano–. Cuando yo estaba en los
tribunales, en seguida sabía si alguien mentía.
– Además, en la mirada se ve el alma –le respondía siempre Francisco.
– No exageres, hombre.
– ¡Que sí, Cayetano!, que sí. Que me lo enseñó mi padre. Además, la mirada
es la que da autoridad. Si no, fíjate en el Padre Sánchez-Cid. Da igual lo
lejos que estés de él, con la mirada te atraviesa.
Siempre terminaban riéndose de lo serio que era el padre Prepósito, y
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Vida del Padre Tejero
Francisco le decía a Cayetano que tuviera cuidado, que si no, él iba a terminar
siendo igual de serio. Pero entonces eran otros tiempos, ¡qué lejos se habían
quedado aquellos primeros años de noviciado!
– ¡Padre Tejero!, ¡Padre Tejero! –comenzaron a gritarle desde el fondo de
la calle.
Pero él iba tan ensimismado en sus pensamientos que no se dio cuenta hasta
que le rodeó el grupo de niños que le llamaba.
– ¿Qué pasa chiquillos? –les dijo, viendo la cara de susto que traían.
– Que la madre del Luisiyo se muere, señor cura –dijo el más grande.
– Pero si tu madre estaba buena el domingo pasado –contestó él, dirigiéndose
al pequeño Luis, que apenas tendría cuatro años, y que iba llorando a moco
tendido–, ¿se le ha adelantado el parto?
– No, señor cura –dijo otro–, ¡que su padre es un bestia!
– ¡Otra vez!, ¡otra vez!, ¡vaya por Dios! –dijo el padre Tejero–. Y, ¿le ha
hecho mucho daño?, ¿habéis avisado al médico?
– No, padre, no tienen dinero.
– ¡Anda, vamos!, no perdamos el tiempo.
Francisco echó a andar hacia el número 25 de la calle, en la que se encontraba
el tristemente famoso Corral del Conde.
A la entrada vio a Teresa, la casera, con su traje alto, como las manolas; sus
1
limpias medias y sus escarpines muy recortados. Llevaba el pelo recogido
detrás de la oreja y al cuello su siempre impoluto pañuelo de percal color de
punzón.
– Señora Teresa –le dijo el padre Tejero sin darle tiempo para que le contara
su versión, que podía ser larga–, hágame el favor de mandar recado de mi
parte a casa del Doctor Rodríguez, para que venga cuanto antes.
– Pero no tienen con qué pagarle –respondió rápida la casera–, a mí ya me
deben dos semanas; bien sabe Dios que no les he echado ya por estar ella
preñada. Pero tenía que haberlo hecho. ¡Mire usted cómo me lo pagan!, si
es que no puede una ser buena con nadie…
1 Escarpín: Calzado interior de estambre u otra materia, para abrigo del pie, y que se coloca encima de
la media o del calcetín. (Diccionario RAE)
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Apóstol de Sevilla
1 Puntilla: Instrumento en forma de cuchillo sin mango, con punta redonda, empleado para trazar sobre
la madera y hacer embutidos en ella. (Diccionario RAE). También se utiliza como sinónimo de clavo
o alcayata.
2 Tallas: Jarras de vidrio verde, para el invierno, y de barro o cerámica para mantener fresca el agua en
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Vida del Padre Tejero
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Apóstol de Sevilla
tabernas, sino que el sábado de feria siempre era especial. Lo que Francisco
no terminaba de entender era de dónde sacaban aquellas gentes los dineros
para vino, cuando no tenían para pagar la casa o dar de comer a sus hijos.
– Lo que pasa –dijo Francisco completando la frase–, es que ayer era
dieciocho de abril. ¿Verdad?
– Pero yo no quería, Padre, lo que pasa es que anoche me dijeron mis
compadres que habían visto a mi Luisa hablando con un hombre.
Francisco sintió cómo toda la rabia del mundo le subía como un calambre
que comenzara en los pies. Apretó las manos con fuerza, porque sabía que
era capaz de darle un bofetón. Si había algo que no podía soportar de los
habitantes de los corrales sevillanos era lo celosos que eran. Eso no lo había
él visto en su pueblo. Allí los maridos respetaban a sus mujeres y se fiaban
de ellas.
Sintió que la ira le salía por la boca e intentó controlarla, pero era superior
a sus fuerzas. Esa noche tendría que confesarse.
– Lo que pasa, lo que pasa… –dijo, sintiendo que lo que decía le quemaba
dentro y le quemaba la boca mientras lo pronunciaba.
Sabía que se iba a arrepentir después de haberlo dicho,… pero lo dijo.
– Yo te voy a decir lo que pasa, Manuel. Lo que pasa es que no eres lo
suficiente hombre como para respetar a tu mujer. Lo que pasa es que eres
un cobarde y no has sido capaz de hacerte dueño de las riendas de tu vida.
Lo que pasa es que ahora va a morir tu mujer y el hijo que espera, porque
tú no eres capaz de controlarte. Lo que pasa es que tú vas a ir a la cárcel,
y tus hijos... ¡Dios sabe dónde van a ir a parar!..
Manuel cayó sobre la silla, llorando ya como un niño y pegándose puñetazos
en la cabeza. Francisco comprendió que había sido demasiado duro con él.
Pero, por dentro, algo le decía que más duro había sido él con su mujer.
– ¡No!, ¡no!, ¡no! –gritaba, sin dejar de darse golpes.
A los gritos del hombre, todos los vecinos del corral se habían asomado a
enterarse de lo que sucedía. Los que estaban en el patio miraban hacia
arriba, y de la infinidad de puertas que daban a las galerías habían ido
saliendo los vecinos. Aquello no sonaba a pelea. Unos preguntaban a otros.
– El Manuel, que se ha peleado con el cura –decía uno.
185
Vida del Padre Tejero
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– ¡Vaya amistades tiene usted, Padre! –dijo el médico cuando los dos se
quedaron solos–. Había oído algo… pero veo que son ‘de lo mejorcito’.
– No son tan malos como parecen, Don Fernando… Bueno, ¿y la enferma?
– La apaleada, habría que decir mejor. Poca parte de su cuerpo le queda sin
magullar. Lo peor es que ha perdido al hijo que llevaba en sus entrañas. Y
también mucha sangre. Está muy débil, y ahora, cuando vuelva el marido,
voy a tener que sacarle al niño.
– Y ¿cómo está ella?
– De ánimo imagino que ya lo sabe. De todos modos, pensaba que moría y
estaba preparada para todo. Sólo le preocupaba el futuro de sus hijos. ¡Ya
quisiera yo que todos mis enfermos afrontaran igual la muerte! A pesar de
todo creo que se recuperará, aunque no será cosa de poco tiempo. Menos
mal que me ha llamado. Si no, habría muerto, seguro.
– Entonces, creo que ha salvado cuatro vidas, aunque una se haya perdido.
Dios quiera que este hombre aprenda su lección.
Sacó de su bolsillo un hermoso reloj que le había regalado su padre con
motivo de su ordenación y, mirando la hora, dijo:
– Bueno, yo tengo que ir a San Roque, ¿puedo ver a Luisa?
– Sí, pero poco rato, que está muy cansada.
– Seré breve, pero es que su llegada interrumpió la confesión que estaba
haciendo. Así que voy a darle la bendición y le diré que vuelvo mañana.
······························
Cuando el padre Tejero llegó a la parroquia de San Roque, todo el mundo
hacía lenguas de lo que había pasado. Iba a ser imposible dar la catequesis
sin tratar el tema.
Cada vez acudía más gente a las catequesis dominicales en la iglesia. Había
veces que el mismo don Leonardo se sentía desbordado, como hoy. Cuando
Francisco entró en la sacristía para revestirse antes de pronunciar el sermón,
el párroco lo abordó.
– Cuénteme lo que ha pasado, que la gente dice de todo, y ya, hasta parece
que se ha pegado con el bestia de Manuel.
Francisco se echó a reír.
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tiempo que nos resta de la vida que Dios nos ha dado. Los hechos de hoy
nos prueban la fragilidad de nuestro espíritu y la inseguridad de nuestro
futuro. El hijo que esperaba Luisa ha muerto. ¿Cuánto tiempo ha tenido?
El silencio más absoluto respondió a su pregunta. Y él continuó.
– ¿Cuánto tiempo le queda a Luisa?, ¿cuánto a cada uno de nosotros?
Golpes, enfermedades, riadas, peste, accidentes… Dice el salmo que aunque
uno viva sesenta años, y el más robusto hasta ochenta; la mayor parte son
1
fatiga inútil, porque pasan aprisa y vuelan . De cualquier modo, nuestra vida
tiene un término. Un punto y final. Y, hasta ese momento, el maligno va a
luchar por conquistar terreno en nosotros.
En los ojos de su auditorio descubrió el padre Tejero la atención que le
prestaban y cómo le daban la razón: la vida se acaba.
Siguió hablándoles.
– ¡Hoy hemos sido testigos de una de las batallas ganadas por el diablo!
–dijo. Y sintió cómo un estremecimiento recorría a su auditorio.
– Sí, mis queridos hermanos. El diablo ha ganado la batalla, pero no la guerra.
Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, nos ha
2
salvado cuando nosotros estábamos muertos por el pecado . Cristo, este
Cristo nuestro que veneramos –dijo señalando nuevamente la imagen del
Cristo de San Agustín–, nos recuerda, que si nos unimos a Él con todas
nuestras veras, Él nos salva.
Vio los ojos de todos volverse en una plegaria silenciosa hacia la imagen de
largo pelo que les contemplaba desde uno de los altares de la iglesia.
– Manuel ha aprendido la lección. Lo mismo que la aprendieron grandes
pecadores en la historia. María Magdalena se volvió hacia nuestro Señor
Jesucristo y de ella salieron siete demonios. ¿Acaso nosotros estamos
poseídos por más de siete? ¡Volvamos nuestros ojos hacia Jesús y, cual
nuevos Gerasenos, saldrán de nosotros hasta legión de demonios!
Recorrió Francisco con la mirada a su auditorio. Se dio cuenta de que, si
bien algunos sabían del endemoniado de Gerasa, otros nunca habían oído
hablar de él. Así que… tocaba explicarles.
1 Salmo 90, 10
2 cfr. Ef. 2, 4–5
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1 Rom. 8, 31
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1
Eso era lo que más les gustaba a los niños del Corral del Negro ; porque los
chistes del “cura de los corrales” no eran buenos, eso no; además, tampoco
es que el padre Tejero tuviera mucha gracia contándolos, que se notaba que
era de Soria.
Pero en el Corral del Negro, sus chistes iban acompañados de un antes y
un después. Lo mejor no era el chiste en sí, sino que siempre tenía algo
especial para los niños, un algo por el que alguno de los pequeños se sentía
importante por un momento.
Nunca se sabía quien o quienes iban a ser los elegidos. Como tampoco se
sabía el chiste, que siempre era nuevo.
Parecía que le olían. En cuanto aparecía al fondo del patio, se escuchaban
sus chillidos por todos los rincones.
– ¡El Padre Tejero!, ¡El Padre Tejero!
– ¡Que viene el Padre Tejero!
Daba igual que sus madres estuvieran probándoles los pantalones de su
hermano mayor para arreglárselos; o que la abuela estuviera pacientemente
despiojándoles; incluso si estaban en el servicio, común a todas las casas,
se ponían nerviosos y terminaban pronto. Todos salían en desbandada hasta
que rodeaban al padre Tejero gritando contentos.
– ¿Qué chiste nos vas a contar hoy, Padre Tejero?
Y Francisco, encantado con ellos, se hacía el remolón. Mientras los niños le
tiraban de la sotana, ante el escándalo de la casera, que decía que el padre
Tejero era un cura poco formal.
– No sé, no sé,… me parece que hoy no me sé ningún chiste nuevo.
– ¡Venga ya! –le respondían–. ¡Anda, cuéntanoslo!
– De verdad, que no me sé ningún chiste nuevo –les decía él, muerto de
risa–. De todos modos… hummm..., vamos a ver…
– ¡Venga, Padre Tejero!
– ¡Esperad!, creo que cuando iba esta mañana por el pasillo de la universidad
uno se me ha metido en un bolsillo.
1La única base documentada de este apartado es que el Padre Tejero no aceptó recibir el título de
Licenciado después de sacar las mejores notas en todos los exámenes y que lo hizo por humildad.
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– Licenciado.
– Eso. Pues que cuando seas,… cuando seas Licen… eso, vas a ser
importante.
– Y te tendremos que llamar de ‘Usté’.
– Y ya no podrás contarnos chistes.
– Y no podremos jugar contigo.
– ¿Por qué no vais a poder? –la lógica de los niños a veces le resultaba difícil
de comprender.
– ¡Pues claro que no!, si no sabemos ni decir eso de Licen…
– Licenciado.
– Eso.
Francisco comprendió lo que querían decir. Y les dijo.
– Bueno, vosotros no os preocupéis. Yo tengo la solución.
– ¿Sí?, ¿cuál?
– Vamos a hacer una cosa –dijo–. Pero tenemos que estar todos de acuerdo.
– ¡Vale! –gritaron muy contentos.
– Veréis. ¿Estamos de acuerdo en que los curas tenemos que saber cómo
es Dios, para poder explicarlo en catequesis?
– ¡Claro! –respondieron todos.
– Bueno, entonces, estamos de acuerdo en que yo tengo que estudiar mucho
para saber mucho de Dios. ¿No?
En eso sí estaban los críos de acuerdo.
– Vale –siguió Francisco–, entonces, lo que me hace ‘importante’ no es el
saber mucho de Dios, sino que me den el Diploma. ¿Me equivoco?
– ¡Pues claro, Padre!
– Porque si tienes un Diploma eres importante.
– Yo fui una vez al médico –dijo uno que tenía experiencia en cuestión de
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Vida del Padre Tejero
fue estrechando de una en una en un apretón que sabía que muchos de ellos
no cumplirían; aunque, por un tiempo al menos, el Matadero Municipal,
escuela de pillos y rateros, podía olvidarse de los niños del Corral del Negro.
······························
– Padre Tejero, te llama el Padre Prepósito.
– Voy, gracias.
– Parece una cosa seria. ¿Ha pasado algo?
– No, tranquilo, no pasa nada.
El hermano Montes, el portero, sabía que algo sí pasaba. Pero no terminaba
de enterarse de qué era. Lo cierto es que últimamente había habido un cierto
revuelo en el Oratorio a cuenta del padre Tejero. Avisos de la Universidad
citándole y notas llamando al Prepósito.
Acababan de finalizar los exámenes para el grado de Licencia y había quien
decía que, a lo peor, le habían pillado copiando. Pero al hermano Montes le
extrañaba mucho. Se inclinaba más a pensar que, contra todos los pronósticos,
había sacado malos resultados. Le costaba creerlo, porque el padre Tejero
había sido siempre muy formal y estudioso, y solía sacar muy buenas notas.
Claro, que últimamente se le veía más ocupado con las catequesis en los
corrales. Los grupos de catequistas eran numerosos y, constantemente,
llegaba alguien a la portería de San Felipe preguntando por el padre Tejero.
Algo pasaba y él no lograba enterarse.
Francisco se asomó a la puerta abierta del despacho del padre Alonso, que
desde el año anterior era el Prepósito.
– ¿Me ha llamado, Padre? –preguntó.
– Sí, siéntate, por favor –le contestó señalándole una silla.
Francisco se sentó. Sabía lo que venía a continuación. Pero… la palabra de
un soriano es ley, y él estaba dispuesto a cumplirla.
– Ya sé que ya lo hemos hablado, Francisco; pero de la Universidad me
insisten. Han llegado a decirme que te recuerde que por las excelentes
calificaciones que tienes en todos los exámenes te mereces el grado honorífico
de Licencia y que eso significa que no tienes que pagar un céntimo.
– Que no, Padre, ya he tomado mi decisión. Por más que insistan en la
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Vida del Padre Tejero
Estaban todas en San Roque, esperando que llegara el padre Tejero para
la reunión que tenía con ellas.
– Buenas tardes nos dé Dios. ¿Cómo estamos?
– Bien, Padre, usted siempre en punto.
– No olvide que soy de Soria –dijo él riendo–. Además, vosotras habéis
llegado antes que yo, y eso que…
Dejó la frase sin terminar, pero ellas la completaron al unísono:
– Eso que somos de Sevilla.
– Pero es que si llegamos tarde, nos perdemos el principio, que usted no
espera a nadie, Padre.
– Ahí le doy la razón –dijo con una sonrisa– y, para no llevarle la contraria,
vamos a comenzar.
Tomó su silla, sacó el catecismo y les indicó la página en la que se encontraba
el canto a María con el que comenzarían aquella tarde.
Cuando lo acabaron, una de ellas dijo:
– Ha mejorado usted mucho, Padre, hoy sólo ha desentonado dos veces.
Él se echó a reír, y le contestó:
– He estado toda la noche ensayando para hacerlo bien. Así que ¡sólo dos
veces! Esto va bien.
Se hizo un breve silencio mientras todas pasaban a la página que hoy tocaba
tratar; pero se oyeron dos golpes en la puerta y el sacerdote hizo una indicación
para que cerraran los libros.
– Nuestro párroco viene a vernos. ¡Adelante, Padre!
Se produjo un murmullo mientras entraba don Leonardo, que iba acompañado
de otros dos sacerdotes, desconocidos para ellas.
– Buenas tardes a todas –dijo el párroco–. Como veis, hoy vengo acompañado.
Pusieron tres sillas más y los sacerdotes se sentaron.
– Son los párrocos de San Vicente y Santa Ana. Desean conocer el
funcionamiento de nuestras catequesis domiciliarias para extenderlas a sus
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Vida del Padre Tejero
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EL HOSPITAL CENTRAL
Desde que no iba a la universidad, casi todas las mañanas Francisco iba al
1
hospital Central a atender a los enfermos en sus últimos momentos, como
había sido tradición en el Oratorio desde los tiempos de San Felipe en Roma.
Concluida su misa y después de desayunar, tomaba el porta-viático y con
uno de los hermanos del Oratorio, cogía caminito y se dirigía al hospital de
la Sangre.
Le gustaba encaminar sus pasos por la calle de San Luis, donde estaba la
iglesia del Noviciado de los Jesuitas. Una preciosa y barroquísima iglesia
redonda, en la que uno no sabía nunca hacia donde mirar.
Pero hoy era jueves y, los jueves, al hermano Montes le gustaba que tomaran
la calle de la Feria, para pasar por el mercado que se instalaba en la misma.
El camino era más largo por allí, así que tenían que caminar deprisa, pues
a las ocho debían llegar al hospital. De pronto, sintieron cómo la tierra temblaba
bajo sus pies.
Todos los platos, vasos y jarras de loza y cristal cayeron por los suelos, al
igual que infinidad de los objetos expuestos para su venta en aquel mercadillo
callejero.
Unos gritaban y corrían, otros se quedaban paralizados. ¿Cómo hay que
reaccionar cuando durante casi medio minuto la tierra tiembla bajo los pies
de uno?, ¿cuando todo lo que te rodea cae y se rompe?, ¿qué sitio será más
seguro?...
Menos mal que cuando terminó,… terminó del todo. No se repitió.
Los sevillanos estaban acostumbrados a las riadas, como la que esos mismos
días amenazaba inundarles si las lluvias persistían; pero no sabían cómo
reaccionar en caso de terremoto.
Lo que no hacía falta aprender era lo que había que hacer cuando terminaba
éste.
Los pilluelos debían aprovechar la confusión para apropiarse de los cacharros
que, habiendo permanecido íntegros, habían sido abandonados por sus
dueños.
1También llamado Hospital de la Sangre, o de las Cinco Llagas. Actualmente es sede del Parlamento
de Andalucía.
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Los vendedores tenían que darse toda la prisa posible en volver al lado de
sus pertenencias, para evitar que el robo fuera más dañino que el mismo
terremoto.
¿Y las mujeres? Algunas, tenían que volver al trabajo o arreglar lo que se
había roto; pero las Manolas no, las Manolas tenían toda la mañana para
comentar lo que había pasado en tan sólo veintiséis segundos.
Pero… ¿qué hacían un sacerdote y un hermano lego después de un terremoto,
en plena calle de la Feria? Primero miraron a su alrededor para evaluar los
daños personales; y viendo que no había heridos, dieron gracias a Dios y…
siguieron su camino hacia el hospital.
······························
La entrada al hospital Central era impresionante. Se acercaba uno saliendo
de la ciudad por la puerta de la Macarena, y tras atravesar una plazoleta
adornada con varias hileras de árboles, se llegaba a la larguísima fachada.
En la explanada, multitud de campesinos vendían los productos de sus
huertas; otros ofrecían flores para llevar a la Virgen Macarena o a los enfermos
del hospital, que lo mismo daba.
Castañas asadas, paloduz, pan, verduras, conejos y pollos, chocolate con
churros, aceitunas aliñadas y verdes, vino, aceite y hasta carbón se podía
encontrar en aquel batiburrillo de mercado que se formaba a las puertas del
hospital. Los familiares de los enfermos que los habían traído desde los
pueblos tenían que vivir…
Disimulados entre tanto vendedor ambulante, también estaban los que
prestaban ‘otro tipo de servicios’: tahúres, jugadores, timadores, descuideros
y, cómo no, también proxenetas y amas de casas de prostitución. Allí hacían
la propaganda y enviaban a los clientes acompañados por algún chiquillo de
confianza, para que no se despistaran camino del lupanar, que solía encontrarse
por la zona de la Alameda de Hércules, a unos diez minutos de camino.
También allí reclutaban incautas jóvenes venidas de los campos o recién
salidas del hospital. El negocio lo requería.
Entre la puerta de la Macarena, que abría la muralla árabe que rodeaba la
ciudad, y la puerta del Hospital de las Cinco Llagas, los dos religiosos
atravesaron aquella multitud que, tras el terremoto, estaba más revuelta que
de costumbre.
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– Veré lo que puedo hacer –le respondió–. De todos modos, cuente con mi
oración por su amiga… ¿se llama?
– Magdalena, Padre. Para colmo, se llama Magdalena.
– Pues entonces rezaremos por Magdalena, para que su Santa la proteja y
podamos hacer algo por ella.
1859 NOCHES ‘IN ALBIS’
Cayetano no podía dormir. ‘No tenía que haber cenado tanto’, pensaba. El
ardor de estomago era para decir basta. Aunque no le gustaba levantarse a
media noche, no le iba a quedar más remedio. ‘Es lo que tienen las fiestas’,
le había dicho Francisco antes de retirarse cada uno a su habitación. ‘Pues
tú, bien poco que has comido’, le había respondido él. ‘Para que no me pase
lo que a ti’, le había contestado riéndose, mientras le imitaba poniéndose la
mano en el estómago y haciendo gestos de dolor.
Finalmente, no le iba a quedar más remedio que bajar a la cocina a tomar
un poco de leche, o molestar al hermano Porras para que le diera algo de
bicarbonato. Procuraría no hacer mucho ruido, para no despertar a nadie.
¿Qué hora sería? Si no se equivocaba, el reloj de la escalera había dado las
cuatro hacía ya rato. No, aún no habría nadie despierto en la casa.
Para su sorpresa, al salir de su dormitorio escuchó un ruido. ¿Qué sería
aquello? Se paró a escuchar. Sonaba tenue pero nítido. ¿No parecía que era
el rítmico golpe de las disciplinas? Era la noche de año nuevo. Aquello no
podía ser.
Pero todo indicaba que sí, que era alguno de los padres mortificando su
cuerpo con la disciplina. Él había escuchado, en muchas ocasiones hablar
al padre Crespo y al mismo padre Alonso de cómo los padres antiguos se
mortificaban en largas noches de oración. Pero,… estaban en pleno siglo
XIX, la vida iba cambiando, y las mortificaciones corporales se iban reduciendo
a las de regla, que eran los lunes, miércoles y viernes; y sólo por el tiempo
de un Miserere.
De pronto, sintió como un escalofrío que le recorría el cuerpo. Siguiendo el
sonido había llegado delante de la puerta de Francisco. Se paró en seco y
contuvo la respiración. Sí, era allí.
Parecía que Francisco le había escuchado, pues el sonido había cesado. Se
estuvo quieto durante un rato y lo volvió a escuchar.
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1 Sal. 50
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– Sí, Francisco, tenemos toda la mañana; recuerda que hoy teníamos los
dos que decir la misa en altares laterales, así que, con guardar más tiempo
el ayuno, está todo solucionado. Además –dijo tocándose el estómago–,
después de lo de anoche, me vendrá bien.
– Gracias, porque creo que necesito hablar mucho.
– Pues venga. Adelante.
Francisco le habló de los corrales. Era cierto que las catequesis eran un
éxito, que se iban conquistando almas. Pero había mucho sufrimiento en los
corrales, mucha injusticia tapada con acusaciones. Mucho borracho que, tras
una historia truculenta, atrapado en las redes de la pobreza, del hambre, de
la miseria y el dolor se refugiaba en la bebida y terminaba pagándolo con las
personas a las que más quería, con los únicos que no le habían tratado mal.
Había también en los corrales muchas parejas para las que el matrimonio
era imposible. Mujeres que habían huido de maridos maltratadores y en la
actual pareja encontraban cariño y ternura, pero a costa de estar fuera de
la ley. Niños que enfermaban y morían porque los padres no tenían posibilidad
de alimentarles en condiciones. Niñas que tenían que empezar a trabajar
limpiando con diez y doce años, e incluso antes. Jóvenes que habían sido
engañadas por los ‘señoritos’ que les prometían el oro y el moro a cambio
de…; y que, cuando quedaban embarazadas, las condenaban por furcias y
las echaban de su casa. Soldados que habían servido en las batallas con el
francés y con el moro y habían regresado tullidos, sin paga, sin futuro,
rechazados y olvidados por quienes les enviaron al frente y les hablaron de
patria y de gloria.
Los corrales. Donde la Casera era la ley; donde el hambre era la norma, la
fuerza la supervivencia y la violencia la vida.
– Pero –le había dicho Cayetano en un momento dado de la conversación–,
tú no eres responsable de lo que ocurre en los corrales. Para eso están los
políticos y la policía.
– Qué fácil decirlo –respondió Francisco–. Pero lo que para ti son simplemente
‘los corrales’, para mí son caras, nombres, ojos anhelantes. Y yo no hago
nada. Por las noches me vengo a mi casa caliente y mi cama blandita.
Suspiró profundamente, como si quisiera dejar salir el dolor que le llenaba
el alma, y prosiguió.
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– Soy basura, Cayetano. Soy basura. No soy ni el siervo inútil que termina
1
su labor y puede decir “He hecho lo que tenía que hacer” . No he terminado
mi labor. Dejo que el diablo recupere lo que cree ya suyo.
– Pero, ¿no dices que se convierten? Entonces, tú ya has hecho tu parte –le
arguyó Cayetano–. No seas duro contigo. A ti no te corresponde hacer más.
– ¿Tú crees? –le respondió Francisco–. Tú sabes que Jesús dijo que en
2
sábado se podía ‘sacar el burro que se te había caído en el pozo ’ pues
¿quién hay tan tonto que, una vez sacado el burro no lo ata bien, para que
no se vuelva a caer? Eso es lo que no hago yo. En cuanto salen del hospital,
están esperándolas para volver a llevarlas a los lupanares.
1 Lc 17, 10
2 Lc 14, 5
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1La Escuela de Cristo era una asociación de seglares y sacerdotes que, con origen en el Oratorio de
Roma, se habían extendido por muchos países. En Sevilla existía una Escuela de Cristo que pasó por
varias sedes. ”
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Capítulo Décimo
OPERARIO INCANSABLE 1
1 “Operario incansable” fue el calificativo que le puso el sacerdote Antonio Ortiz de Urruela en carta
al Nuncio Apostólico de fecha 7 de noviembre de 1864. En esa carta hace una precisa descripción de
la situación religiosa y del clero de Sevilla.
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Vida del Padre Tejero
una señora responsable que les enseñe las tareas de la casa y les dé los
conocimientos necesarios de lectura, escritura y cuentas; si las muchachas
pasan allí una temporada, después las podríamos colocar con todas las
recomendaciones. Como sabe usted que hace la Vizcondesa de Jorbalán en
Madrid, en Valencia y en Zaragoza, con su congregación del Santísimo
Sacramento. Así, tendríamos la posibilidad de catequizarlas y ayudarles a
encaminarse hacia Jesucristo, el único Salvador. Y…
El padre Alonso le detuvo.
– Espera un momento. ¿Estás hablando de fundar aquí una casa de las
religiosas de la Vizcondesa de Jorbalán?
– No, Padre. No aspiro yo a tanto. Sólo digo que, si usted me da su autorización,
contaría con alguna de mis catequistas para buscar recursos, alquilar una
casita y dar una oportunidad a estas jóvenes. Que algunas no pasan de los
doce años y ya han entrado varias veces al hospital. ¡Creo que es nuestra
obligación! y, además, es algo que ya hizo nuestro Padre San Felipe en
Roma.
Don José María sonrió.
– Veo que has estado hurgando en los Anales… Y, conociéndote un poco,
me parece que debes tú ya tener todo atado, antes de venir a contármelo.
Francisco se puso rojo como la grana, como niño pillado en mentira, y
respondió.
– Pues… verá, Padre, he estado hablando con algunos de mis dirigidos, y
podríamos contar con una suscripción mensual de unos cien reales. Habría
que buscar una casa de alquiler que estuviera lejos de la Alameda y fuera
barata. Don Ricardo Rubio, que se dirige conmigo tiene una casa en la calle
1
Venerables , frente a la puerta de la iglesia. Es una casita muy pequeña, pero
para empezar podría servir; y él dice que, como la tiene cerrada, nos la
prestaría. Y creo que podría contar con una de las catequistas, para que se
quede con las muchachas en la casa.
– Nunca dejarás de sorprenderme, Francisco.
– ¿Cuento con su apoyo, Padre? –preguntó lleno de ansiedad.
– Por supuesto.
1La Calle Venerables cambiaría su nombre, en 1866 por el de Calle Jamerdana; que era el de la
perpendicular.
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– Esta señora quiere ver al Padre Tejero. Hazla pasar a la sala, y avísale,
por favor.
Rosario rió. Ella también conocía al hermano de las veces que había
acompañado al padre Tejero a las Catequesis, desde que el hermano Montes
saliera de la Congregación.
– Bien, gracias a Dios. Creo que el Padre Tejero me está esperando. ¿Le
molestaría avisarle?
Tuvo la impresión Rosario de que al hermano le sentaba mal que le diera tan
poca conversación, y estuvo tentada a decirle algo más, pero si la esperaban,
no debía llegar tarde por entretenerse en la puerta.
– Ahora mismo voy –dijo, en un tono más seco, el hermano–. Entre tanto,
siéntese si quiere.
Después se levantó, nerviosa como estaba, y se puso a contar los pasos que
había de una pared a otra, como si de averiguar aquella distancia dependiera
el destino del mundo.
‘¿Qué querrá de mi el Padre Tejero?’ se preguntaba. No conseguía imaginar
de qué se trataba. ‘Yo siempre le he dicho que puede contar conmigo. Podría
ser que quisiera empezar el comedor para los corrales’. De él habían hablado
algunas catequistas en la reunión del último jueves. Pero ni ella había aportado
nada allí, ni se había llegado a ninguna conclusión; más bien se había dejado
para que todas lo meditaran y retomar de nuevo el tema a la semana siguiente.
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Estaba tan absorta en sus pensamientos que la silenciosa llegada del padre
Tejero la sorprendió y le hizo dar un brinco.
– Qué, ¿ya sabe cuanto mide el zaguán? –le preguntó Francisco riéndose.
Ella se puso colorada.
– Perdone, Padre, me dijo el Hermano que me sentara, pero creo que soy
un poco impaciente.
– No hay nada que disculpar, mujer –le dijo él–. Que cada uno espera como
le parece, y yo he tardado más de lo que debía; pero estaba terminando un
sermón y me quedaban por copiar tan sólo dos renglones. La que me tiene
que disculpar por la tardanza es usted.
– No se preocupe.
Entonces, Francisco le señaló la entrada a una salita de recibir que había en
la portería. Dicha sala tenía la puerta con un cristal, para que los padres
pudieran hablar allí con toda clase de personas.
Rosario le siguió y tomó asiento, como él le indicaba. Una vez sentados
ambos, Francisco fue al grano.
– Rosario. Se preguntará por qué le he dicho que venga aquí para hablar
con usted, en lugar de haberlo hecho en San Roque, donde nos vemos
muchas veces.
Ella le dio la razón. Realmente le había extrañado. Pero bueno, ya que estaba
allí, esperaba que él le dijera qué quería.
Francisco, a quien gustaba poco andarse con rodeos, se lo expuso:
– Bueno, usted sabe el buen éxito que están teniendo las catequesis en el
hospital Central.
– Sí, Padre, todos se hacen lenguas de ello. Y creo que lo mejor es lo bien
que nos han acogido en la sala de Santa María Magdalena. Esas muchachas
reciben la palabra de Dios como tabla de salvación.
– Exacto –dijo el padre–. Y, ahí comienza el problema; porque muy pocas
pueden llegar a salir de la espiral que se forma entre el hospital y las casas
de citas.
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Vida del Padre Tejero
Francisco le expuso su plan a Rosario, sin decirle que había pensado en ella
para cuidar de las jóvenes. La mujer se había ido contagiando del entusiasmo
del sacerdote mientras éste le iba contando sus ideas. El padre Tejero,
finalmente dijo:
– Y,… había pensado en una de mis catequistas para que atendiera a las
jóvenes dentro de la Casa –le dijo.
Rosario, ya metida de lleno en la ‘fundación’, añadió:
– ¡Claro!, porque hará falta una mujer que viva con ellas, como si fuera esa
madre que las muchachas no tienen.
Francisco se quedó callado, mirándola, mientras ella proseguía, hablando
como para sí misma:
– Pero tendrá que ser alguien que no tenga lazos familiares que le aten,
porque si no, no podría estar constantemente con las muchachas.
Rosario enlazó una retahíla de condiciones que debería tener la Catequista
que se quedara con las jóvenes en la Casa; hasta que, de pronto, pareció
caer en la cuenta de la razón por la que el padre Tejero la había llamado.
Entonces le miró y él le sonrió.
– Sí, Rosario, he pensado en usted para esta obra. Tendrá que entregarse
exclusivamente a la Casa, viviendo siempre con las jóvenes arrepentidas
para instruirlas, vigilarlas y corregirlas, como lo pudiera hacer una cariñosa
madre.
Ella no salía de su asombro al sentirse elegida para una obra de tal magnitud.
Francisco continuó:
– Pero, por todo ese trabajo, por las dificultades con las que se va a encontrar,
por los disgustos y sacrificios que va a tener que soportar, no puedo ofrecerle
ningún tipo de emolumento. Aquí no hay más paga que la que Dios le dará
cuando llegue a sus brazos. Eso sí, podrá participar, para usted de lo mismo
que se recoja para las jóvenes arrepentidas.
Al terminar de hablar el padre, Rosario permaneció unos momentos en
silencio. Francisco sabía que de la respuesta dependía el éxito o fracaso de
su iniciativa; así que esperó atento, mientras elevaba una oración a Dios.
Por la mente de Rosario pasó, en un instante, toda su vida; desde su infancia
en Marchena, donde había nacido, hasta la serena madurez en que ahora
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Vida del Padre Tejero
– Creo que se te debe oír en la catedral. Así que los Seises hoy no habrán
podido ensayar.
– Perdone, no me había dado cuenta de que estaba molestando.
– No, si no molestas, sólo es un atentado contra el arte de la música. No te
preocupes, es bueno escuchar cantar a alguien, ahora que estamos en
Pascua. Y…, cambiando de tema, ¿no era hoy cuando el Padre Prepósito
y tú vais a ir a ver al Señor Cardenal?
– Sí, Padre. Pida usted al Señor que todo vaya conforme a su voluntad.
– Lo haré, tranquilo, Padre.
– Gracias –dijo Francisco.
– Y, sigue cantando, que por lo menos nos reímos.
Desde hacía una temporada el padre Naranjo estaba más agradable con el
padre Tejero. Fiel eclesiástico, no podía oponerse a lo que el Cardenal había
dado por bueno con la aprobación de las Constituciones para las
Congregaciones Catequistas. Además, era innegable que ya había
agrupaciones de catequistas en todas las parroquias de Sevilla y algunos
pueblos de alrededor.
Menos mal que no sabía que la nueva visita al Cardenal era para hablarle
de una nueva fundación y, esta vez, no para los vecinos de los corrales,
‘pobres desconocedores de la ley de Dios al fin y al cabo’, sino para otra
clase de mujeres mucho menos recomendables. Si se hubiera enterado le
habría excomulgado directamente. Pero, de momento, le permitía cantar
mientras recogía los melocotones que iban a llevar a don Joaquín Tarancón
el padre Alonso y él para solicitar permiso para abrir la Casa de Arrepentidas.
LA CASA DE ARREPENTIDAS
Don Ricardo Rubio, finalmente, había cedido la casita de su propiedad, que
contenía algunos enseres que dejó el anterior inquilino. Allí se había trasladado
Rosario con sus muebles y, aún sin terminar de arreglarla, ya vivía en ella.
Había pensado que eran pocos, pero en las dos únicas habitaciones con que
contaba el número 3 de la calle Venerables parecía mucho.
En la habitación interior habían puesto cuatro catres con sus colchones de
paja. Ella iba a tener que dormir en la misma habitación que las jóvenes que
ingresaran. Quizá eso era lo que más le costaba. De allí se salía al patio,
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– ¿Nosotros?
– Por supuesto. Horario, algunas reglas para que las muchachas sepan a
qué atenerse, y tenemos que buscar alguna colaboradora, para que pueda
enseñar a las muchachas y usted tenga algún tiempo de descanso, pueda
pasear o ir a hacer alguna visita… Tenga en cuenta que veinticuatro horas
al día son muchas horas.
– Es verdad, Padre –dijo ella, asintiendo con la cabeza–. Tengo ya tantas
ganas de que vengan jóvenes que no pienso en lo duro que puede ser. De
todos modos, por mí no se preocupe. Dios proveerá.
– Sí, Rosario, Dios proveerá; pero ‘a Dios rogando…’
– ‘… y con el mazo dando’. Tiene razón, Padre, todo lo que tengamos previsto
no nos pillará de sorpresa. Que seguro que sorpresas tendremos de sobra.
······························
Por fin había llegado el veintidós de julio.
Rosario madrugó para ir a misa a San Felipe.
El padre Tejero había pedido al Prepósito que le dejara decir la primera, a
las cinco de la mañana. Pocas personas acudían a esa hora, así que Francisco
la pudo decir con toda tranquilidad, y casi dirigida a Rosario.
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Ella estaba tan emocionada como él. Cuando recibió la sagrada comunión
de manos del Padre Director de la Casa de Arrepentidas, que se fundaba en
ese día, pidió al Señor que les iluminara, que les diera fuerza y ternura a la
vez.
Algo parecido dijo el padre en el sermón.
– La conversión de Santa María Magdalena es señal, para nosotros, de que
para Dios no hay nada imposible. Sólo Él es el dueño de los corazones y las
voluntades. Debemos dejarnos conducir por Él y encontrar en Él la fuerza,
la ternura y el amor necesario para amar a quienes nos rodean; para no
darnos por vencidos aunque parezca que el diablo son siete. Pues el que
pudo expulsar a siete demonios de la Magdalena, tiene poder para allanar
nuestros caminos, por muy escabrosos que parezcan. Sólo la confianza en
el poder de Dios nos permitirá lograr los propósitos que nos propongamos,
siempre que sean conformes con su voluntad.
Después ella se había vuelto a la Casa, donde preparó un desayuno, como
de fiesta, para ella, para el padre Tejero y para la joven que éste iba a
acompañar desde el hospital hasta allí.
Tenía ya todo preparado hacía rato y estaba colocando unas flores en un
jarrón cuando, por fin, sonó la puerta.
Era el padre Director acompañado de una muchacha. ‘¿Una muchacha?, ¡si
parece una niña!’ pensó Rosario al verla. Estaba un poco demacrada. ‘Acaba
de salir del hospital, la pobre’, se dijo mientras pensaba cómo tendría que
saludarla. El padre Tejero interrumpió sus pensamientos:
– Rosario: ¡Este es hoy nuestro tesoro! –dijo.
Y tomando a la niña por los hombros, la puso delante, entre él y Rosario.
Entonces ella ya no tuvo duda alguna. Le dio un abrazo y, mirándola fijamente,
le dijo:
– ¡Bienvenida a casa!
Y después, con una sonrisa de oreja a oreja, añadió.
– ¡Venga!, vamos a desayunar, que el chocolate se va a poner tan espeso
que no va a haber quien se lo tome –y, dirigiéndose a la niña, añadió–: ¿Te
gusta el chocolate con churros?
Lo que menos esperaba la niña era un desayuno de chocolate con churros.
Aquello no sería tan malo como las otras jóvenes de la sección del hospital
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1 Está hecho un brazo de mar: Expresión andaluza para decir que alguien trabaja mucho y sirve para
todo.
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– No, Padre. Verá: han sido Dorotea y Lucía, que se han peleado por un
pasador.
El padre las miró muy serio. Dorotea bajó la vista; pero Lucía, muy alterada
aún, saltó, como tigresa que defiende su camada, gritando:
– Dorotea dice que es suyo. ¡Y eso es mentira! Este pasador me lo regaló
mi madre.
– ¡A mí nadie me llama mentirosa!, la mentirosa eres tú –dijo ésta,
abalanzándose hacia su compañera, a la que parecía nuevamente dispuesta
a arañar–. Fue mi madre la que me lo regaló a mí cuando cumplí los diez
años.
Francisco intervino, dando una fuerte voz:
– ¡Basta ya! ¡Quietas las dos! ¡Dios mío, la que habéis montado por un simple
pasador!
Casi al momento de decirlo se dio cuenta de que había metido la pata. Para
él un pasador carecía de importancia; pero cuando es el único recuerdo que
queda de una madre muerta, no es lo mismo.
Esta vez el silencio lo acusaba a él.
– Dadme ese pasador –añadió, ahora conciliatorio–. Cuando yo averigüe de
quién es, se lo daré a su dueña.
Rosario lo tomó de la mesa, donde estaba, y se lo dio en silencio. Cuando
ambas manos se rozaron, Francisco percibió la tensión, la rabia y la impotencia
que en esos momentos ella sentía. Nunca había pensado que podría haber
peleas en la Casa de Arrepentidas. Aún les quedaba mucho que aprender;
comenzar un camino no significa tenerlo ya recorrido. Comprendió lo que
Rosario tenía que estar pasando. Hablaría con ella cuando se tranquilizaran
las aguas.
Pero, de momento, parecía que las muchachas no estaban dispuestas a
calmarse. Comenzaron a hablar todas a la vez, diciendo unas que era de
una y otras que era de la contraria. Las voces comenzaban a subir de nuevo.
Era seguro que las vecinas estaban otra vez enterándose de todo; pronto
todo el barrio Santa Cruz estaría al tanto de la pelea.
La voz de Lucía se escuchó por encima de las demás.
– ¡Me da igual! ¡Quédese con el pasador, señor cura! ¡Esto es una mierda!
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irse; sólo tiene que decirlo. Dorotea sabe que, la próxima vez, tendrá que
dejar la Casa; que si alguien le quita algo, no es así como se arreglan las
cosas. Por lo menos aquí no. Bastante violencia hay ya en las calles para
que la traigamos aquí dentro.
Todas miraron a Dorotea, que mantenía los ojos bajos. Se notaba que había
llorado, pero estaba tranquila.
Entonces Rosario dijo:
– Constanza, ¿te podrías quedar hoy un ratito más?
– Sí, claro –contestó ésta–. ¿Vas a salir?, no te preocupes, yo me quedo
hasta que vuelvas.
Las muchachas intentaron protestar; pero Constanza no les dejó.
– Venga, muchachas, que hay que aprovechar el tiempo. Vamos a seguir.
Francisco y Rosario salieron a la calle. Durante un rato fueron en silencio.
Después Rosario dijo:
– Lo siento mucho, Padre.
Francisco se volvió hacia ella.
– El que lo siento soy yo, le he metido en un berenjenal…
– No, Padre, si yo estoy encantada. Lo de hoy no es lo normal, es que Lucía
no ha encajado desde el principio, y se ha encontrado con Dorotea, que con
que le tosan le sobra para saltar. No es mala muchacha, pero ha pasado
mucho…
Calló un momento, como pensando en las muchachas, pero en seguida
siguió:
– De todos modos, creo que ya no sería yo capaz de verme sin ellas. Pero,
no podemos seguir aquí metidas. Somos muchas para una casa demasiado
pequeña.
– Sí, Rosario, pero no tenemos otra cosa de momento. Estoy buscando otra
casa más grande. Pero sin dinero… es muy difícil.
– Bueno, Padre, y su entrevista con el Señor Cardenal ¿cómo ha ido?
– ¡Muy bien!, hay que ver, con el barullo me he olvidado. ¡Con lo contento
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Pero ya van para tres meses, y no aparece. No sé, a veces dudo cuánto
tiempo podré soportar estar sola. Y me da miedo, porque sé que cuentan
conmigo. De algún modo soy la madre que no han tenido.
– Ya he visto que algunas le llaman “Madre”.
– Sí, es medio broma, porque Juana dijo que me iba a ‘adoptar’ como madre
y, desde entonces, me llama así. Y ahora, a la pequeña Andrea le ha dado
por imitarla. ¿Sabe? En el fondo me encanta sentirme su madre. Todas tienen
dentro maravillas y sólo están esperando que alguien les haga sentirse un
poco más personas.
En esto, los demás, que ya iban hacia la puerta les avisaron:
– ¡Nos vamos…!
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– Algo así.
– Bueno, dicen las muchachas que si a él le podemos llamar “Padre”, porque
es cura…
– Se dice Sacerdote.
– Bueno, eso. Dicen también que… si vosotras muchas veces nos decís
“Hija”, como si de verdad fuerais nuestras madres;
– Eso es porque os queremos como si fuerais nuestras hijas.
– Pues dicen… que si al Padre le llamamos “Padre”, y yo a ti te llamo
‘Madrecita’… Pues… que por qué ellas no pueden también llamaros “Madre”
a ti y a la señora Dolores.
Rosario sintió en ese momento una gran ternura, por Juana y por todas las
muchachas, que no tenían otra forma de agradecerles lo que hacían por
ellas. Dio a Juana un beso en la mejilla y le dijo:
– No digas nada a las demás. Esta tarde, cuando venga el Padre se lo
contamos y le damos una sorpresa a Dolores. ¿Podrás guardarme el secreto,
hija mía?
La joven miró con cariño a Rosario y dijo:
– Claro, Madre mía.
CASA NUEVA, CASA VIEJA
El mes de marzo corría tranquilo en la Casa de Arrepentidas. A Francisco le
gustaba entrar allí. Parecía que el mundo y el trajín, que fuera tenía, se
detuvieran en la puerta. Desde que Dolores había llegado notaba mucho más
relajada a Rosario. Era como si ellas dos se conocieran de toda la vida. Pero
hoy el padre Tejero traía una mala noticia. El dueño de la casa quería venderla,
y ellos no podían permitirse ese dispendio; entre otras razones, porque no
tenían tanto dinero como para comprarla.
– Bueno, ¡qué se le va a hacer!, tendremos que cambiar de casa.
Dijo Dolores, para la que era el primer cambio.
– ¡Con lo felices que hemos sido en ésta!; no creo que encontremos otra
igual.
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pensaban que la usaban como tapadera para ocultar, bajo capa de bien,
otros negocios más truculentos.
Luego estaban los que nunca habían pensado que aquello fuera otra cosa
que una casa de citas. Entre éstos había algunos que se sentían ofendidos
porque tal casa estuviera cerca de las suyas, y protestaban y tiraban piedras
a las ventanas para que se fueran del barrio; les insultaban cuando salían
para ir a misa a Santa Catalina o a San Felipe y procuraban hacer todo el
ruido posible para que se marcharan.
Parecía que se habían calmado un poco las aguas con la visita del Arzobispo;
pero a finales de primavera y comienzos de verano, no se supo cómo, se
corrió la voz de que aquello era realmente un lupanar y, cuando anochecía,
empezaban a llamar a la puerta algunos hombres para ser ‘recibidos’. Como
no se les respondía desde dentro, montaban unos jaleos enormes; y los
vecinos volvieron a protestar.
Corría el mes de septiembre, ya se notaba que los días se iban acortando
y las sombras comenzaban a caer en la calle San Felipe cuando el padre
Tejero tocó a la puerta de la Casa de Arrepentidas.
Dolores Ramírez fue la que le abrió.
‘Es una valiente’, pensó el Padre cuando la vio. Hacía unas semanas que la
joven había comenzado a frecuentar la casa para ‘ayudar’; y se había sentido
tan bien que había decidido quedarse, pero a sus padres aquello no les
gustaba; y menos cuando habían vuelto a extenderse los rumores de que se
trataba de una casa de amancebamiento.
– ¡Hola Padre!, buenas tardes. ¿Viene a ver a las muchachas?,… están en
la sala de labor. Pase.
– No, no voy a pasar. De momento por lo menos, gracias. Di a las Madres
que las espero en la sala de recibir. Primero quiero hablar con ellas.
– ¿Pasa algo? –dijo ella, asustada, pensando que se trataba de su familia–.
¿Es mi padre otra vez?
La tez se le había puesto blanca. El Padre la tranquilizó.
– No, tranquila hija, que hoy no ha venido tu padre por ti… Pero, hazme el
favor de avisar a las Madres y te quedas un rato con las muchachas. ¿Vale?
Ella, más relajada, sonrió y rápidamente se dio media vuelta para ir a cumplir
el encargo.
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– ¿Ya me está tocando las macetas otra vez? Mira que le he dicho que no
las toque, que me las mustia –dijo ella.
– ¡Siempre me pilla, Rosario! –respondió él riendo–, pero le prometo que no
las he tocado, sólo estaba mirando.
– ¡Pues como se me mustie, me voy al Oratorio y le robo una!
Mientras decía esto, entró Dolores.
– ¿Qué pasa? –preguntó cuando vio la risa del padre, que había escondido
las manos en la espalda como niño sorprendido en falta.
– Lo de siempre, Dolores, que el Padre se empeña en mustiarme las plantas.
Él rió, y los tres se sentaron en torno a la mesa camilla.
– ¡Usted dirá, Padre! –dijo Rosario–. Porque nos ha llamado Ramírez con
mucho misterio.
– La verdad –intervino Dolores–, es que tiene cara de preocupación. ¿Es
otra vez el Señor Ramírez? ¿No ha tenido bastante con la promesa de su
hija de volver a su casa cuando lleguen las Navidades?
– No, no. No se trata de eso. Es por vuestra situación.
Ellas escuchaban atentas.
– Esto no puede seguir así. Las están tachando de “Arrepentidas” también
a ustedes; o lo que es peor, de mujeres de mala vida. ¡Hay cosas que no
pueden ser!
Se produjo un silencio entre los tres, que permitió escuchar las risas de las
muchachas. Ramírez siempre tenía alguna ocurrencia que les hacía reír.
Sonrieron los tres, y Rosario dijo:
– Esa muchacha es un tesoro.
– Sí –dijo el sacerdote– pero creo que precisamente por eso, y por más…
Dolores pareció sintonizar al momento con lo que él iba a proponer. El Padre
la había escuchado a ella en varias ocasiones hablar de su vocación religiosa;
pero Rosario no lo había dicho nunca… No se le podía obligar a nada.
– Padre, me parece que ya entiendo lo que quiere decir. Yo llevo mucho
tiempo pensándolo, y creo que, desde el principio esa ha sido la voluntad de
Dios. Pero…
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Capítulo Undécimo
CONGREGACIÓN, CONGREGACIONES
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1
– Escribiéndole estoy –respondió Francisco–. Dice que querría pasar con
sus hermanas hasta la fiesta de la Virgen; pero aquí todo la está llamando
a gritos. Y más ahora que, con la salida del Padre Juan Bautista, tengo que
hacerme cargo de los Novicios. Siempre me temo no darles todo el buen
ejemplo que debo; y no veas las carreras que me pego para llegar a todo.
– ¿No será que quieres abarcar demasiado?
– Creo que la pregunta no es esa, Cayetano. Tú sabes muy bien la falta de
sacerdotes que hay; la misma Madre Dolores me comenta la situación del
pueblo. El cardenal ha trasladado a un muy buen párroco que allí tenían, y
el pueblo anda revuelto y muy necesitado de un buen pastor. ¡Ojalá yo pudiera
duplicarme y multiplicarme!
– Pues a mí a veces me da la impresión de que no eres uno, sino dos o tres,
por la cantidad de cosas que me entero que haces, y los sitios en que al cabo
del día has estado. Corrales, San Roque, el beaterio de la Trinidad dando
catecismo a las niñas, la Casa de Arrepentidas, los Catequistas… ¡Por Dios,
Francisco!, si sigues así vas a terminar rompiéndote de tanto estirarte.
Francisco, se imaginó estirado por las piernas y los brazos, como en las
torturas medievales, y no pudo menos que reír la ocurrencia de su compañero,
haciendo un gesto teatral de su estiramiento.
Tras la risa, vino un momento de silencio y ambos volvieron a ponerse a
trabajar. Cayetano, que esta noche estaba hablador volvió a preguntar al
cabo de un rato.
– Y, Madre Dolores ¿ha leído ya las Reglas?
– No –respondió Francisco–, hoy se las he leído a las Madres que están en
la Casa; y les han gustado; pero me falta la censura delicada de la Señora
Directora.
– No creo que Madre Dolores ponga pegas a las Reglas que has escrito. A
mí me han parecido muy bien. Además, son como si de las nuestras se
tratase.
– Ya. –Francisco miró a Cayetano–. Eso es lo que me temo que diga… No
sé. A veces me parece que les falta algo; pero no sé qué es.
– Pero… ¿no me habías dicho que Don Gregorio ya las ha leído, y le habían
parecido bien?
1 Cfr. Carta del Padre Tejero a Madre Dolores 22 de agosto de 1861.
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Como si, de pronto, ya estuviera todo dicho, los dos sacerdotes volvieron a
sus tareas y el silencio sólo fue roto por el tintineo de las plumillas al ser
mojadas en los tinteros y rasguear el papel.
UN CONVENTO ‘DE VERDAD’
Los vecinos del antiguo convento de los padres Mercedarios en la calle de
San José iban abandonándolo, y ya se habían comenzado las reformas que
se habían visto imprescindibles antes de trasladar la familia de la Casa de
las Arrepentidas, que ya iba siendo numerosa.
La mañana era calurosa; pero el aire fresco salía hasta la calle por la puerta
de la calle Levíes, que daba al interior del convento, donde los obreros
cumplían fielmente las órdenes que el capataz les iba dando con grandes
voces.
– ¡Manuel ahí no! –gritaba desde la mitad del patio-jardín.
Cuando el aludido se detuvo en seco, continuó:
– Esa barandilla es para el piso alto del patio del lavadero; no para éste. ¿No
te das cuenta de que la de aquí está buena?
Por detrás acababan de entrar madre Dolores, madre Rosario y el padre
Tejero, que venían a ver cómo iban las obras.
– Buenos días, Don Luis –dijo el sacerdote–. ¿Cómo va eso?
– Buenos días, señores –respondió éste–. Ya ven, estos muchachos que no
se enteran de lo que se les dice, hasta que uno se enfada.
– Pero, ¿se terminará para el otoño? –preguntó inquieta madre Dolores–.
Usted sabe que pagar dos alquileres es algo que nos supera en mucho.
– No se preocupe, Señora, usted esté tranquila, que los muchachos terminan
ya mismo con las cañerías y desagües. Además, como pueden ver, ya hemos
terminado con los tejados, y estamos acabando de enfoscar las paredes para
que puedan empezar el blanqueo.
Caminaron unos momentos, viendo cómo iban los arreglos. Cuando llegaron
a la galería que comunicaba con el porche de la iglesia de San José, el
capataz preguntó:
– Y,… ¿por fin les van a ceder la iglesia? No es que me quiera entrometer,
pero comprenderán que, cuanto antes lo sepamos, mejor será.
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1Más adelante el Padre Tejero copiaría, para las Religiosas Filipenses Hijas de María Dolorosa, el libro
de las “Excelencias de la Congregación del Oratorio de San Felipe Neri”, añadiendo al título la coletilla:
“Bajo cuyo espíritu se ha de formar el de la Congregación Felipense, Hijas de María Santísima de los
Dolores”
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Con ellas estaba madre Dolores, que parecía acabar de llegar de la calle,
pues había un par de paquetes en el suelo, junto a ella y estaba preguntando
que qué pasaba.
– Pues pasa –gritaba la madre de Rosario–, que servidora ya está harta de
que, con la excusa de que mi niña tiene que estudiar, no me dejen llevármela
a mi casa. Y pasa… ¡que nadie puede quitarme a mi hija, que para algo la
he parido yo! Y que servidora necesita que su hija se ponga a trabajar. Y…
Parecía dispuesta a seguir cuando sintió detrás la presencia del padre Tejero
y se volvió a él gritando:
– ¡Y usted es el que tiene toda la culpa! Si no fuera por usted mi niña estaría
con su madre, que es donde debe estar.
Francisco se escuchó contestar muy sereno:
– Señora, tranquila. Usted sabe que nadie ha obligado a su hija a venir; y
que nadie la obliga a quedarse.
– ¡Eso no me lo creo yo! ¡Y no me diga que esté tranquila, que tengo todo
el derecho a reclamar lo que es mío! ¡Y mi hija me pertenece!
– Doña Lola, ¿por qué no pasa usted a la sala de recibir, con el Padre y
conmigo, y lo discutimos tranquilamente?
Era madre Dolores la que hablaba ahora; pero la mujer no parecía muy
dispuesta a serenarse. Gregoria tenía los labios apretados y las manos
metidas en los bolsillos. Se notaba que se estaba sujetando para no abofetear
a la mujer. Madre Dolores se dio cuenta de la violencia que sobre sí misma
se estaba haciendo y le invitó:
– Gregoria, por favor, ¿puedes llevar los paquetes que acabo de traer a la
cocina? Cándida los está esperando.
– Ahora mismo –dijo ésta, agradecida por verse libre de aquella situación tan
violenta. Y tomando los paquetes se alejó por el pasillo que daba al patio.
Entonces, madre Dolores se volvió hacia la mujer y, con toda la tranquilidad
que pudo, le invitó a pasar a la sala de recibir que había junto a la portería.
Cuando los tres se hubieron sentado, el padre Tejero tomó la palabra:
– Doña Lola; usted sabe que, cuando el año pasado trajeron aquí a su hija
las Señoras de las Conferencias de San Vicente de Paúl usted aceptó que
se quedara aquí, cuando menos, hasta ser mayor de edad.
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– Bueno, pues dile que deje el bordado por el momento, y que os adelante
la clase de escritura.
– ¡Je, je! –rió la pequeña– Eso es lo que íbamos a hacer, pero …
– ¿Pero… qué? –le preguntó la religiosa.
– Es que nos hemos quedado sin hojas de rayas.
– Pues dile que use hojas blancas, … O, mejor, dile que os ensaye las
canciones para el mes de mayo, que es ya mismo.
María Josefa sonrió. Le encantaba cantar. Se dio media vuelta muy contenta,
dijo un ‘Vale’ que sonó como una campanilla y se fue saltando hacia adentro.
Cuando ya no podía escucharlas, Esperanza volvió a la carga. Pero madre
Rosario le puso la mano en la boca, y tranquilamente le dijo:
– Esperanza, ¿recuerdas el primer día que viniste?
– ¡Claro, Madre!, ¡faltaba más! –respondió ella.
– ¿Te acuerdas de lo que comimos?
– No, Madre, ¿sopa?
Dolores Peña se rió.
– ¿Por qué te ríes? –le preguntó Esperanza, extrañada.
– Porque siempre era sopa. Sopa de agua con pan o sopa de pan con agua
–dijo la joven sin dejar de reír–. ¡Claro!, que otras veces era sólo sopa de
agua. Pero… ¡siempre sopa de agua con pan!
– ¡O con papas! –Rosario también rió.
– ¡O con pan y papas! –ahora la que reía era Esperanza, que ya había
comprendido.
– Eso, o… sopa con papas y pan –concluyó madre Rosario.
Después se puso seria, y les dijo:
– Antes de que el Padre Tejero me dijera que le ayudara a abrir la Casa de
Arrepentidas, había intentado por muchos medios “colocar” a nuestras
muchachas: con sus familias, como sirvientas, como empleadas, en otras
casas religiosas… ¡En todas partes le dijeron que no!
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Calló durante unos momentos, mientras parecía buscar las palabras adecuadas
para expresar lo importante de verdad.
– ¿Sabéis lo que yo veo? –dijo finalmente.
– ¿Qué?
– Veo niñas, jóvenes, mujeres que no se han sentido amadas; que han vivido
como objetos; que han sido usadas y tiradas como trapos viejos que se echan
en el fogón. Veo niñas que han sufrido el látigo del hambre, sí; pero más aún
el látigo de la falta de cariño, de la falta de una verdadera madre, y el látigo
de puritanos y liberales que las condenaban o salvaban a su propio beneficio.
Nuestras muchachas, nuestras hijas, vienen porque aquí encuentran cariño.
Vienen porque en nosotras leen el amor que Dios les tiene.
Suspiró profundamente antes de continuar.
– El único modo que Dios tiene para que nuestras hijas se encuentren con
Él somos nosotras. Nunca han leído el Evangelio, la mayoría nunca ha
acudido a la iglesia. ¿Pensáis que se presentan aquí porque quieren tener
menos cosas? ¡No!, vienen porque aquí encuentran Amor. Un amor que les
dice: ‘Eres valiosa’, ‘Eres un tesoro’, y se lo dice de corazón. Porque esas
mismas palabras las han escuchado una y mil veces. ¿Cuál es la diferencia?
Que cuando el ‘cliente’ las dejaba, volvía a su casa, a su bienestar; y se
olvidaba de si a ellas les dolía algo, si tenían miedo o pasaban necesidad.
Si enfermaban el cliente no iba a ayudarles, ni la casera tampoco. Si sufrían,
a nadie le importaba, sólo querían que tuviera ‘buena cara’ y estuvieran
arregladas y dispuestas. Aquí, si ellas pasan hambre, ven que nosotras
comemos lo mismo, y también pasamos hambre; si una enferma, a la cabecera
de su cama estamos nosotras. Si tienen pesadillas… ahí estamos. Y cuando
ven que lo hacemos porque Dios nos mueve, porque Dios las ama, entonces
descubren que es verdad lo que les decimos: que son valiosas, que son un
tesoro. Entonces les entran ganas de ser mejores, comienzan a darse cuenta
de que pueden ser mejores; comprenden que es posible cambiar de vida,
emprender una vida nueva. Es verdad que Dios es el que mueve sus corazones;
pero si nosotras no estamos ahí…
– Si nosotras no estamos...
– Si vosotras no estáis, no habrá nadie.
Las jóvenes volvieron la cara hacia aquella voz que venía de la puerta y que
había contestado a la pregunta que ellas habían hecho.
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Francisco vio que estaba en pie junto a la ventana que daba al jardín. El día
estaba nublado y las calles debían estar mojadas, pues el sacerdote traía el
bajo de la sotana lleno de barro.
– Usted dirá –dijo mientras el Prepósito se daba la vuelta.
Cuando Francisco le vio la cara, blanca como la cera, preguntó:
– ¿Ha pasado algo, Padre?
– Sí ha pasado, sí –le respondió–. Anda, haz el favor de sentarte, que tenemos
que hablar.
Francisco no pudo evitar que un escalofrío le recorriera la espalda. Aquello
parecía ser algo muy serio. Nunca había visto así al padre Alonso, ni cuando
él era sólo un estudiante y le había abierto su corazón, tras la muerte del
padre De la Carrera, ni en todo el tiempo de su prepositura.
Desde luego, era algo grave.
Se sentó en la silla que había frente a la mesa y esperó en silencio a que el
Prepósito comenzara a hablar.
– Francisco –dijo éste–, tú sabes que yo, desde siempre, he confiado en ti.
– Sí, Padre, y yo se lo agradezco mucho.
– No dudé de ti cuando comenzaste a ir por los Corrales, ni cuando empezaste
con la Casa de las Arrepentidas y todos te tachaban de loco.
Francisco estaba cada vez más ansioso. No sabía de qué se trataba; se
esperaba lo peor, pero ¿qué era? ‘Por Dios –pensó–, dígalo de una vez, que
me va a volver loco’.
El padre Alonso prosiguió:
– ¿Hay, por casualidad, una joven en la Casa de Arrepentidas que se llama
Rosario Romero, de la parroquia de San Martín?
– Sí, Padre –respondió Francisco, que empezaba a pensar que la mujer
había cumplido sus amenazas de prender fuego al ‘maldito colegio’–. Va a
cumplir diecisiete años, la trajeron las Señoras de las Conferencias de San
Vicente de Paúl. Su madre…
Iba a seguir, pero la cara del padre Alonso le hizo detenerse.
– ¿Qué es lo que ha pasado, Padre?
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– ¿Qué?
– Que me alegro. Porque toda obra de Dios trae consigo la persecución; y
ésta era la que nos faltaba. Además prefiero que se me acuse a mí, y no a
las Madres, porque hay algunas jóvenes que desean entrar a la Congregación.
El padre Alonso estaba admirado de la serenidad que Francisco mostraba.
– Pero, Padre, ¿no se da cuenta de que está usted en labios de toda la
ciudad?
– No se preocupe por mí. Dios, que es el dueño de nuestra fundación y de
las almas de todos, hará lo que crea conveniente para nuestro bien y nos
librará, si así le parece, de esta calumnia y se descubrirá la verdad.
Un momento de silencio siguió a las palabras confiadas del sacerdote; que
después añadió:
– Si usted lo ve conveniente, dígale al Señor Juez Eclesiástico que convoque
a Rosario Romero en audiencia privada; y que hable con ella y con todas las
jóvenes que están en la Casa si le parece necesario para que se aclaren las
cosas.
EN EL DIARIO
– Francisco, ¿has leído el diario de ayer?
– No, Cayetano, ¿hay algo interesante?
– ¿Interesante? Léelo, a ver si te parece…
Ha llegado a nuestros oídos noticia que algunos seres, no sabemos
si por desgraciados o miserables, pues de todo tienen, se han permitido
levantar una calumnia contra una persona de altas y recomendables
prendas sociales, persona en quien concurre la hidalguía y nobleza
de carácter junto a las virtudes religiosas, pública y doméstica.
Imposible nos ha sido encontrar el fundamento, la razón de ser de las
murmuraciones, tanto más cuanto han nacido en lugares que de
seguro no frecuenta la persona a quién nos referimos, y propaladas
por individuos situados en un escalón bastante bajo de la escala social.
Este motivo, además del ningún fundamento tiene la calumnia, para
que el distinguido caballero que es objeto de ella, la desprecie como
la despreciamos todos en Sevilla; pero su exquisita susceptibilidad
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que le distingue se alarma con todo aquello que afecta más o menos
directamente su limpia fama y claro nombre, no le permite mostrarse
indiferente a un agravio, por insignificante que sea, tendido su oscuridad
y villanía; y nosotros que nos honramos con su amistad, tenemos el
deber de salir públicamente a la defensa de su honra, públicamente
ultrajada sí; y en una forma que sólo excita el desdén de sus
despreciables detractores.
Quisiéramos, pero no podemos hacerlo sin su autorización, estampar
aquí su nombre, y esto sería para confundir a sus oscuros enemigos,
empero, en su defecto, diremos que la fama brutalmente calumniada,
es un título de Castilla, un cumplido caballero, uno de los hombres
tan ilustres por su egregia cuna y por su amor a las letras y a las artes;
y por sus distinguidas maneras y su afable y simpático trato, es el
encanto de sus numerosos amigos, y una de las personas más famosas
1
de la sociedad Sevillana .
Cuando Francisco terminó de leerlo, miró a su compañero y le dijo:
– ¡No pensarás que están hablando de mí!
– ¿De quién si no?
– No sé, pero yo no soy de alta cuna, ni soy título de Castilla, aunque sea
de Soria; ni soy afable y de simpático trato…
Se echó a reír, y dando una palmada en la espalda a su buen amigo, dijo:
– Cayetano…, que en Sevilla se levantan muchas calumnias a lo largo del
día; y a mí no me van a defender en un periódico como “El Porvenir”.
Éste se sintió molesto de que Francisco pensara que nadie le iba a defender.
– Pues si no eres grande de España, y no eres de egregia cuna… ¿sabes?
– Si no lo soy… ¿qué?
Respondió Francisco, a punto de echarse a reír.
– Pues que no me importa, que voy a seguir creyendo en tu inocencia; y en
que eres más de Dios que muchos de los que vagamos por este desdichado
mundo.
– ¡Qué dramático eres, Cayetano! –dijo Francisco, condescendiente.
1 Diario EL PORVENIR, 2 de agosto de 1864.
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es Carmen Leña.
– No va a hacer falta –intervino la religiosa– que son todos ‘buena gente’, ya
verás. Aunque imagino que tú preferirías que siguiera siendo juez el Padre
Cayetano Fernández. ¿No es cierto?
Las muchachas conocían muy bien a ‘ese cura del Oratorio que es amigo
1
del Padre Fundador y que escribe cuentos bonitos’ .
······························
– Bien, que pasen las dos. Pero la compañera deberá permanecer callada
si no se le pregunta a ella directamente.
Madre Rosario no tenía muy claro que Carmen fuera capaz de mantenerse
en silencio, así que le dijo, en voz baja:
– Por favor, Carmen, pórtate como tú sabes hacerlo cuando quieres. Que no
puedan decir que sois unas maleducadas.
– ¡Eso está hecho, Madre! ¡Ni la infanta María Luisa se va a portar mejor que
yo!
La respuesta, lejos de tranquilizar a madre Rosario le hizo temer que en cinco
minutos los jueces la iban a echar fuera.
Pero no fue así.
Pasaron las dos compañeras de la mano a la sala donde les indicaban.
Señalaron una silla en el centro para Rosario y le indicaron a Carmen que
se sentara en otra que había junto a la pared.
Los tres jueces pro-sinodales y un escribano estaban sentados en una mesa,
frente a la joven, que se sintió un poco intimidada.
– ¿Cómo te llamas? –preguntó uno de ellos.
– Rosario Romero, Señor.
– Bien, Rosario, ¿sabes ya por qué has venido hoy aquí?
– Sí, Señor, porque mi madre ha puesto una denuncia al Padre Tejero. ¡Y es
mentira!
1Cayetano Fernández Cabello había sido Provisor y Vicario con el Cardenal Tarancón; y ese mismo
año había publicado su libro “Fábulas ascéticas”; cuyos derechos legaría a la Congregación Filipense
Hijas de María Dolorosa en su testamento.
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– De acuerdo. Eso está bien. Imagino que sabes que tenemos obligación de
hacerte muchas preguntas.
– No sé. Me han dicho que me van a preguntar.
– Y, ¿te han dicho lo que tienes que contestar?
– No, Señor. Madre Dolores me dijo que me iban a preguntar unas cosas; y
Madre Rosario me ha dicho que diga sólo la verdad; que si no la digo, me
voy a ‘enrear’.
– Entonces, ¿vas a decirnos la verdad en todo lo que te preguntemos?
– Sí, Señor.
Poco a poco, con preguntas sencillas, que la muchacha pudiera comprender,
los tres jueces sinodales fueron aclarando los acontecimientos. Rosariyo,
cada vez más confiada con aquellos sacerdotes que la trataban como si fuera
una princesa, fue desgranando su particular rosario de penalidades.
Les contó cómo su madre se había olvidado muchas veces de que tenía que
darle de comer, o lavarla, o vestirla.
Les habló de tardes de miedo, cuando su madre llegaba con algún hombre
y ella se escondía muy quieta, debajo de la mesa camilla que había en un
rincón de la pequeña habitación que ocupaban; porque había veces en que
los hombres le preguntaban a su madre por ella.
Supieron de las constantes borracheras de la madre y sus peleas con la
casera que siempre ‘le reclamaba más dinero del que ganaba’; y cómo las
amenazaba con echarlas a la calle.
Escucharon la narración de noches de horror, en que su madre llegaba bebida
y la ataba a la cama para divertirse con sus amigos, tocándola y diciendo
que tenía la piel muy suave; o pegándole, cuando fue más grande y empezaba
a resistirse.
Les dijo que no había conocido a Dios hasta que llegaron esas señoras
elegantes de las Conferencias de San Vicente. Que su madre siempre le
decía que ella era mala, que tenía la culpa de que los hombres le pegaran,
por no ser amable con ellos. También le insistía en que ella tenía la culpa de
que se emborrachara, porque era una carga muy grande que no había pedido.
Y que tenía que estarle agradecida por no haberla abortado, o haberla
entregado en el hospicio, que era peor; porque en el hospicio les arrancaban
la piel a tiras a los niños malos como ella. Pero que luego se enteró de que
en el hospicio no hacían eso, que su madre se lo decía para meterle miedo.
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Apóstol de Sevilla
Les contó que se había pasado dos días llorando cuando un hombre, por vez
primera la había penetrado; porque le hizo mucho daño, y ella tenía sólo
nueve años; y estuvo sangrando mucho. Y que su madre se reía y le decía
que tenía que acostumbrarse, que eso era lo que le daba de comer, y que
a los hombres había que dejarles hacer…
Y les dijo que, desde que había entrado en la Casa de Arrepentidas ya no
tenía miedo, y sólo se tenía que esconder cuando oía los gritos de su madre
en la portería diciendo que saliera. Y que entonces se iba a la capilla, y se
ponía a los pies del Cristo de la Misericordia, que la miraba con mucho cariño,
y que le rezaba y le pedía que por favor se fuera ya su madre.
Y les habló de que en la Casa de Arrepentidas a veces no tenían mucha
comida, pero que las Madres se guardaban el pan en los bolsillos para dárselo
a ellas; y que allí todo lo que había lo repartían entre todas. Y que el Padre
Tejero decía que “iba a tener que vender los breviarios” para hacerles camisas.
Que ella no sabía lo que eran los breviarios, pero que debía ser algo muy
caro.
Les dijo que sí, que en la Casa de Arrepentidas trabajaban mucho, pero que
a ella le gustaba mucho bordar, y que las Madres le habían enseñado a hacer
cosas muy bonitas, que era como pintar con hilos de colores. Que había
aprendido a rezar a la Virgen y que también cantaban, aunque Carmen
siempre se peleaba, porque decía que Madre Consuelo se equivocaba y a
Madre Consuelo le daba rabia.
Y que el Padre Tejero iba a hablarles de Dios, y les escuchaba cuando se
ponía en el confesonario. Y que a ella el Padre Tejero le había dicho que todo
lo que le habían hecho los hombres en su casa, que ella no tenía la culpa,
y que si algo malo había hecho, que Dios ya se lo había perdonado; y que
por eso ella quería seguir en la Casa de Arrepentidas, porque allí tenía amigas,
aunque algunas veces se peleaban, pero las Madres siempre las separaban.
Que Madre Ramírez les había enseñado, con Doña Gregoria, a hacer teatros,
y que a ella le gustaba mucho porque en Navidad el Niño Jesús les había
traído un pañuelo de regalo. Que a ella nunca le habían regalado nada.
Aunque sabía que no era el Niño Jesús, porque había visto a Madre Dolores
preparando los paquetes con la Madre Cándida, pero no se lo había dicho
a nadie.
– ¿Quieren verlo?
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Vida del Padre Tejero
1Según los testimonios, la mujer que puso la denuncia contra el Padre Tejero, murió a los pocos meses
víctima de una enfermedad que prácticamente le hizo morir “abierta en canal”. Desconocemos la
enfermedad, pero podría ser de “bubas” o infecciones cutáneas.
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Capítulo Duodécimo
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Vida del Padre Tejero
Las madres no se lo podían creer, pero era verdad. Allí estaba la carta. Fue
tal el revuelo que se formó, con abrazos y expresiones de alegría, que madre
Rosario mandó a Cándida traer la campanilla que había en el comedor, y
empezó a agitarla con energía.
Finalmente, cuando se hizo silencio, madre Dolores dijo:
– Padre, léanos la carta, por favor.
Y él, desdoblándola, leyó emocionado:
Palacio Arzobispal de Sevilla a tres de abril de 1865.
Vistas y reconocidas por Nos las Constituciones que nos ha presentado
don Francisco García Tejero, Presbítero del Oratorio de San Felipe
Neri, para la buena administración y gobierno de la Congregación de
Hermanas Filipenses que, con la advocación de María Santísima de
los Dolores se halla establecida en el local e iglesia que fueron del
convento de San José, en solicitud de que las aprobemos interponiendo
para su observancia nuestra autoridad diocesana.
Vistos los razonados dictámenes que acerca de dichas Constituciones
nos han dado las personas competentes, y resultando de ellos que,
no sólo no contienen cosa alguna que no sea digna de aprobación,
sino que, por el contrario se hallan arregladas a las disposiciones
Canónicas que rigen en la materia, y son muy a propósito para que
la expresada Congregación de Hermanas Filipenses produzca cada
vez mayores y más satisfactorios resultados para bien de la religión
y de la sociedad en esta ciudad y diócesis, respecto a los tres piadosos
y recomendables objetos de su instituto, hemos venido en acceder
a la indicada solicitud y, en su consecuencia, aprobamos por el
presente decreto las mencionadas Constituciones.
A cuyo fin ordenamos y mandamos se expida y entregue por nuestra
Secretaría de Cámara y Gobierno al expresado presbítero don Francisco
García Tejero la oportuna copia de las referidas Constituciones y de
este nuestro Decreto.
Lo acordó y firmó su Eminencia Reverendísima el Cardenal Arzobispo
mi Señor, de que certifico.
Luis, Cardenal Arzobispo de Sevilla.
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Vida del Padre Tejero
Como nosotras. Tenían una casa, con su iglesia, y también unas rentas
anuales.
El padre continuó la explicación.
– Esa casa se cerró; y ahora las rentas las están cobrando en el hospital de
mujeres, pero no reciben a nuestras muchachas. El Prepósito de Cádiz, el
padre Martínez, con dos señoras, doña María Pastor y Landero y doña Victoria
Monfort, quiere fundar una Congregación como la nuestra, y me ha pedido
si podría alguna de vosotras ir allí, para echarles una mano en toda la
fundación. Yo he pensado que, como aquí está todo funcionando, pues, que
podríais ir, durante un par de meses Madre Rosario y alguna más.
Madre Rosario, que ya había aceptado la propuesta antes de aquella reunión,
añadió:
– Después, cuando ellas estén al tanto de todo lo que hacemos, nos
volveríamos otra vez a San José.
– Yo iría, –dijo madre Consuelo–, pero estamos muy cerca del mes de Mayo,
y el coro aún no está preparado.
Entonces intervino madre Cándida:
– Bueno, yo soy de las más antiguas; y, si lo veis bien, podría acompañar a
Madre Rosario.
– En realidad, habíamos pensado en ti –dijo madre Dolores–. Parece que
nos has leído el pensamiento.
– Pero, ¿y quién se quedará con las muchachas?
– Habíamos pensado que durante la ausencia de madre Rosario y Madre
Cándida… Gregoria, podría ayudar en la portería, ¿puede?
– Por supuesto, Madre, con mucho gusto –dijo la aludida.
– Y… ¿Madre Salud podría echar una mano a Madre Ramírez?
– Claro, Madre, ¿hará falta que me vaya al dormitorio de Madre Cándida?
– Sería lo mejor, ya sabes que a las muchachas no debemos dejarlas solas.
– Por mí no hay problema.
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Sintió cómo su alma iba serenándose. Hasta ese momento no se había dado
cuenta de lo mucho que se había alterado, pensando en que su compañera
no era digna de ir a la nueva fundación y en que ella tenía que solucionarlo.
Ahora sentía que había habido un poco de envidia en su corazón; y agradeció
a Dios el haber puesto en su camino al padre Tejero, que le ayudaba a ser
mejor cada día.
UN MES DE JUNIO DEMASIADO CALUROSO
Como muchas noches, aquel veinticuatro de junio sorprendió a Francisco en
la “Capilla del Tras-Sagrario” haciendo oración. El sueño le había vencido,
y despertó cuando su barbilla rebotó contra su pecho del cabezazo que había
dado.
– Lo siento, Señor –pensó sonriente–, creo que me he vuelto a dormir. Me
parece que te alabaré más si me acuesto. Por lo menos un rato, que mañana
tengo mucho que hacer.
Se levantó y, al salir de la capilla, sintió un fuerte olor a humo. Eso le alarmó;
pidió a Dios que no se tratara de un incendio; pues si un incendio era horrible
a cualquier hora del día; mucho más lo sería a esas horas de la madrugada,
cuando todo el mundo estaba acostado.
Atravesó corriendo el “callejón de las perchas”, como llamaban al pasillo que
separaba la capilla de la sacristía; pero el humo comenzó a impedirle el paso.
Debía darse prisa en avisar a todos los padres y hermanos para que
abandonaran la casa.
– ¡Fuego!, ¡fuego! –comenzó a gritar.
Corriendo subió las escaleras que daban al piso alto, donde dormían los
padres, sin dejar de gritar:
– ¡Fuego!, ¡despertaos, que se quema la casa!
Poco a poco, medio adormilados, los sacerdotes iban saliendo de sus
habitaciones.
– ¿Qué pasa? –preguntaban.
– Hay fuego. Tenemos que salir de casa lo más rápido posible.
Tras unos momentos iniciales en que el miedo les bloqueó; el padre Alonso,
que era el Prepósito, comenzó a disponerlo todo para enfrentarse lo mejor
posible al fuego.
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– Padre Medina, vaya usted con los Hermanos Sacristanes, a recoger las
cosas de la iglesia y sacar los vasos sagrados –dijo con una decisión que
no pegaba a su carácter tranquilo y pacífico.
Cuando estos se iban, el padre Alonso gritó:
– ¡Por favor, tengan ustedes mucho cuidado, que el fuego está muy cerca
de la iglesia!, ¡hagan todo lo que puedan, pero sin riesgo de sus vidas!
Después continuó dando órdenes a los sacerdotes y hermanos que, en
camisa de dormir, habían salido al patio al escuchar los gritos de alarma.
– Hermano Diego, por favor, póngase algo encima y vaya a avisar al sereno,
que diga a la policía que traigan las bombas, que tenemos fuego. Después
se vuelve usted aquí. Los más mayores, salgan rápido a la calle y avisen a
los vecinos, no quiera Dios que nadie sufra daño alguno. Hermano José,
vaya usted con ellos.
– Pero… –quiso replicar éste.
– No es momento de ‘peros’ –le respondió el padre Alonso, sin vacilar; y
siguió dando órdenes.
– Padres Sánchez, Carrascosa y Tejero, el fuego parece que aún está en
esta parte de la casa, vayan a la biblioteca a ver qué pueden hacer para
salvarla.
Los aludidos fueron en seguida a hacer lo que les indicaba el Prepósito, que
continuó diciendo:
– El resto, traigan cubos y saquen agua, a ver si podemos pararlo antes de
que se coma todo.
Todos, diligentemente fueron a hacer lo que se les había dicho.
Después de las palabras del padre Alonso, el silencio cayó sobre ellos. Tan
sólo se escuchaban el crepitar de las llamas y los pasos apresurados de
unos que cargaban con todo lo que podían y lo iban sacando a la calle, donde
los más mayores ya estaban ayudando a los vecinos, que sacaban cubos
de agua de sus casas.
Pronto se formaron dos cadenas humanas que iban echando agua a las
llamas.
El problema era que el incendio había comenzado por la parte alta de la casa
309
Vida del Padre Tejero
1
de la Congregación, por lo que todas las crujías de madera iban llevando
el fuego de una parte a otra, sin que se pudiera hacer gran cosa.
Gracias a Dios, la policía tardó muy poco en personarse en el lugar con las
dos bombas de agua con que contaban, y con sus dos mangueras y las
escaleras para incendios.
Fue una noche muy larga.
Era casi media mañana cuando lograron dominar las llamas y ya sólo
quedaban rescoldos humeantes que siguieron mojando para evitar que
volvieran a prenderse. Algunas vecinas habían preparado bocadillos de
conserva y café, que iban dando a todos cuantos ayudaban en el llenado y
acarreo de agua para mojar lo que aún no se había quemado.
A mediodía, los policías y los encargados de accionar las bombas de agua
se fueron.
Tras ellos, se hizo un silencio pesado, casi doloroso.
En esto llegaron madre Rosario con madre Dolores y algunas de las jóvenes
acogidas en la Casa de Arrepentidas; traían varias ollas con guiso y platos,
vasos y cubiertos, para que los Padres comieran.
– ¡Por Dios, Madres! –dijo el Prepósito, un poco azorado–, ¡no hacía falta!
Madre Dolores le contestó:
– ¿Que no hacía falta? ¡Mírese, Padre!, y mire a los demás. ¡Si parece que
han atravesado las puertas del Averno!
– ¡Venga!, ¡a comer!, que ya lo dice san Pablo el que trabaja que coma
–añadió madre Rosario.
Todos rieron. El padre Tejero aclaró.
– Al revés, Rosario, al revés: ¡El que no trabaja, que no coma!
Rosario no se amilanó por eso.
– ¿Y no es lo mismo? Venga, que se enfría.
······························
1 Crujía: Tránsito largo en los edificios en cuyos lados hay piezas para las cuales sirve de paso; y así
llamamos crujía a los tránsitos o claustros en que están los cuartos o celdas en los conventos. (Diccionario
de la R.A.E. 1852)
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Vida del Padre Tejero
– ¡La puerta!, hombre de Dios, ¡La puerta! –le dijeron todos muertos de risa.
– ¿La puerta?, pero ¿la puerta, puerta?... ¡Pues vaya!, sí que son raros estos
arquitectos…
A las palabras del hermano José siguió un largo silencio. Finalmente Cayetano,
que aprovechando el verano había vuelto de Madrid donde era preceptor del
Príncipe Alfonso, preguntó:
– Por increíble que parezca, hay bastante. Suficiente para la obra y algo para
los muebles.
Intervino el padre Carrascosa.
– Entonces son ciertas las habladurías. ¡Sevilla se ha volcado!
– Bueno –dijo Francisco–, habría que puntualizar; porque si bien Sevilla ha
aportado mucho, hay que reconocer que las influencias ante la Reina han
hecho mucha presión. Además, el Nuncio y todos los Obispos han respondido
con gran generosidad, y las Cofradías, y…
– En resumen –dijo el padre Alonso, con su mejor sonrisa–. Hemos de dar
muchas gracias a Dios.
1866 CÁDIZ
La fundación de la congregación de Hijas de María Inmaculada Concepción
y San Felipe Neri de Cádiz parecía marchar viento en popa. Las influencias
de los padres del Oratorio de aquella ciudad ante la reina habían conseguido
que las constituciones de esa congregación, iguales a las de la congregación
de las Hijas de los Dolores y San Felipe Neri de Sevilla, fueran aprobadas
con celeridad.
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Apóstol de Sevilla
"Cádiz"
Sin la oposición del gobierno civil de la provincia que habían tenido las de
Sevilla, pendientes aún de la aprobación de su reglamento, las constituciones
de Cádiz habían sido ya sancionadas en diciembre. Los padres del Oratorio
llevaban la dirección del nuevo asilo y Francisco no pensaba que fuera
necesario intervenir más. Pero había algo que no terminaba de marchar.
Primero fueron a Cádiz madre Rosario y madre Cándida. Después estuvieron
las fundadoras, madre Victoria Monfort y madre María Pastor y Landero, con
madre Adela, en la Casa de San José. Y, por último, había ido madre Honorata.
Pero, ‘hay algo que no va’, le había dicho el padre Martínez al padre Tejero.
Así que a Francisco no le quedó más remedio que ir.
Siempre le había gustado viajar. Fue un bonito recorrido en vapor por el
Guadalquivir, hasta desembocar en el océano Atlántico por Sanlúcar de
1
Barrameda .
Al comenzar el viaje, dejando atrás los edificios del puerto y la cúpula de la
1 Me baso para esta descripción en el libro de José María Samper: Viajes de un colombiano por Europa.
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Vida del Padre Tejero
torre del Oro, pudieron ver, al volver un recodo del río, los parques espléndidos
de los duques de Montpensier.
Más adelante tuvieron a la vista muchos huertos y alegres sementeras de
trigos y legumbres, largas filas de álamos blancos y sauces en una y otra
margen, bosques de una frescura y lozanía deliciosas, y levantadas barrancas
abruptas sobre las cuales se destacaban graciosamente algunas poblaciones
vecinas a Sevilla.
A Francisco le resultaron llamativas las llanuras marítimas regadas por el
bajo Guadalquivir. Las márgenes del río eran tan bajas, que las llanuras
parecían una continuación del mar. Cuando pasaron por allí, la tierra estaba
poblada por numerosísimos rebaños y yegüerizos.
Por todo el horizonte se veían innumerables bandadas de patos salvajes,
rosados pelícanos y otras aves abatiéndose en los pantanos, en medio de
las vacas, las ovejas y los potros, mientras estos pacían perezosamente o
se reunían en grandes grupos para defenderse del ardor del sol, que hacía
fermentar las aguas estancadas y calcinaba la inmensa llanura completamente
desprovista de árboles.
Era temprano cuando dejaron, a estribor, las playas de Sanlúcar; en las que
pudieron ver varios jinetes que, sobre sus caballos, corrían por la arena. Le
dijeron que era una tradición galopar por la playa, y que desde hacía más
de treinta años había la costumbre de una carrera oficial al acabar el mes
de agosto. Pero que la carrera era por la tarde, no al amanecer.
Cuando, después de tres días de viaje, fondearon en la bahía de Cádiz justo
delante de la ciudad, fue necesario aguardar durante casi una hora a bordo
hasta que llegase el permiso para desembarcar. La aduana no se abría hasta
las ocho, hora en que comenzaron los registros de equipajes y escrutinios
de pasaportes.
Un sol magnífico plateaba las ondas de la bahía e iluminaba las torres, las
fortalezas y los grandes edificios de la ciudad, produciéndose en las cúpulas
y masas colosales de mampostería los más vivos reflejos. Esto le pareció
un buen presagio a Francisco.
······························
1
– La prostitución tiene en Cádiz proporciones aterradoras . Es inaudito el
1Para esta descripción también me baso en el libro de José María Samper: Viajes de un colombiano por
Europa (1828–1888).
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parecía que le iba a estallar el corazón. ‘¡Dios mío! –pensó–, ¿cómo no voy
a tenerles amor?’
Pero también veía los rostros de las madres, sus ideales y deseos de amar,
de hacer el bien, de ser santas. Veía en la profundidad de sus ojos las
lágrimas que vertían tantas veces por las historias de las muchachas, sus
hijas, a las que amaban hasta quitarse el pan de la boca para dárselo.
Le admiraba la gran capacidad de amor que hay en algunas personas y la
dificultad que muchas tienen para ver más allá del propio ombligo. Era verdad
que las madres también tenían sus genios, sus orgullos, sus soberbias, sus
envidias… No podía ser de otra manera; pues eran humanas y el demonio
nunca deja de luchar para llevarse a los hombres.
Le pidió a Dios que fuera muro fuerte que contuviera en la Casa los arrebatos
y deseos de quedar por encima; que cuidara la Casa y a sus moradoras
mientras él estaba fuera.
NO HAY MÁS REMEDIO
El tiempo parecía volar; hacía más de seis meses que habían entregado las
constituciones de la nueva Congregación en Gobernación Civil; pero aún no
habían tenido respuesta. El padre Fernández, preceptor del príncipe Alfonso,
no parecía lograr gran cosa con sus influencias.
– El asunto se ha atascado.
El padre Tejero, con madre Dolores y madre Rosario hablaban en el despacho
que, como Director, aquel tenía en la Casa de Arrepentidas.
– ¿Cómo puede haberse atascado? –decía Rosario–. Si las de Cádiz fueron
aprobadas el mes de diciembre pasado, ¡y son copiadas de las nuestras!
A Rosario le enervaba que pusieran pegas a las Constituciones porque iban
‘sin padrino’.
– O sea, que como no tenemos padrino, no tenemos bautizo. ¡Es una
vergüenza! Y, ¿el padre Cayetano no puede hacer nada?
Dolores intentó calmarla.
– ¿Preferirías que nos gastáramos en padrinos lo que no tenemos para dar
de comer a las muchachas?
– ¡Por supuesto que no!, pero ¡algo habrá que hacer! Llevamos más de siete
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Vida del Padre Tejero
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Apóstol de Sevilla
pensado y orado.
– Yo no puedo ir.
Dijo, en seguida, Rosario.
– Y, ¿por qué no vas a ir?
Le respondió Dolores.
– ¡Venga, Dolores!, por favor. Las dos sabemos que yo no sirvo para hablar.
– Pues seríamos como Moisés y Aarón.
Francisco sonreía mientras escuchaba. Siempre le admiraba la unión que
había entre ellas. Rosario siguió:
– No podemos permitirnos pagar dos viajes. ¿A quién dejamos sin comer?
Además, una de las dos tiene que quedarse aquí al cargo de todo. Cada vez
somos más y no sabemos lo que puede durar el viaje. La Casa no puede
quedarse sola.
– Pero estaría el Padre.
– ¡Poco bien sabes tú que el Padre no puede pasarse aquí el día! Y, alguien
tiene que pararle los pies a Milagros y a su prima María, por lo menos hasta
que se acostumbren al ritmo de la Casa.
La argumentación no podía estar más clara. Rosario ‘no sabría hablar’, pero
se explicaba perfectamente. Dolores tendría que ir sola a pedirle la aprobación
a la reina.
– Y, ¿tendré que ir a ver a la reina?
– Por supuesto; si no tenemos padrino, tendremos que buscar una madrina;
y ¿qué mejor madrina que la reina?
– Pero…
Francisco no dejó que Dolores continuara…
– No hay más remedio; porque además del asunto de la real cédula, sin la
que no podemos hacer la fundación; está el de la casa. Ya lo hemos hablado
muchas veces; y desde aquí va a ser imposible que nos cedan una casa que
nos libere del gasto del alquiler; porque a este paso no vamos a poder pagar
a Don Valentín lo que cuesta San José; y él, aunque tiene muy buenas
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la fundación.
– Madre Dolores escribe casi todos los días. Que si hace falta una carta de
recomendación; que si hay intereses opuestos a que nos den uno de los
conventos suprimidos; en fin, la pobre está pasando lo suyo. Ayer le mandamos
1
carta “recomendaticia” del padre Prendergast; también estamos trabajando
para mover la voluntad del señor Tenorio, para lo cual doña Gregoria, que
ahora está en Cádiz, ha enviado carta de un conocido suyo con mucha
influencia en la Capital. ¡Sería tan bueno que tuviéramos algún conocido
entre los diputados y senadores!
El padre Medina preguntó:
– ¿Por qué razón entre diputados y senadores?, yo conozco a algunos del
tiempo que estuve por allá.
Francisco se alegró, a lo mejor eso era lo que necesitaban.
– Es que hay muchos intereses contrapuestos. Por un lado, el Marqués del
Saltillo quiere el edificio de San Pedro de Alcántara para la Escuela Industrial;
por otro lado están las varias corporaciones que existen hoy en el edificio
del Ángel, y que no están dispuestas a abandonarlo. Estoy hablando con
unos y con otros; y no hay manera de encontrar una solución que sea buena
para todas las partes.
– Y, ¿el Rector de la Universidad qué dice?, porque tengo entendido que le
han llamado para informar sobre el edificio del Ángel, que habéis solicitado,
¿no es cierto? –preguntó el padre Alonso.
Sí, pero parece que tarda en dar su opinión; yo creo que es porque no quiere
indisponerse con nadie; aparte de que él mismo está interesado en San
Pedro de Alcántara, para la Escuela Normal. En fin, sólo Dios sabe lo que
terminarán por darnos.
– Que siempre será lo mejor para la Congregación y la Casa.
– Pues sí; eso es lo que siempre le digo a Madre Dolores; que tenemos que
andarnos listos en hacer la parte que nos toca, pero debemos dejar que Dios,
que es el dueño de los corazones y las voluntades y el único que sabe lo
que nos conviene, haga lo mejor para nosotros.
– Y, ¿cómo lo lleva la Madre Dolores?, porque se sentirá muy sola.
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– La verdad es que sí, que aunque está de pupilaje en una pensión de una
calle muy céntrica y de vez en cuando ve a su amiga Josefa Blanco, que
ahora vive allí, está deseando volverse; pero, mientras no tengamos casa,
hemos considerado mejor que se quede en Madrid. Además, ya sabemos
que las cosas de palacio van despacio. Aunque ya tenemos la aprobación
real de las Constituciones; parece que van a tardar otro año en dar la Real
Cédula que tenemos que presentar en Gobernación y en el Obispado para
que puedan vestir su hábito y profesar y culminemos ya del todo la fundación.
– ¡Vaya si te has metido en líos con lo de la fundación!
– Desde luego; nunca se me habría ocurrido pensar la de quebraderos de
cabeza que trae el fundar una congregación.
– Con las Congregaciones Catequistas fue todo más sencillo. ¿No es así?
– ¡Claro!, como que se trataba de algo dependiente sólo del Cardenal y los
Párrocos. Ahora el asunto del edificio incumbe a varios ministerios, el de
Gobernación, el de Gracia y Justicia y el de Fomento.
– ¿El de Fomento también?
– Sí, claro, porque en ese ministerio está la Dirección General de Instrucción
Pública, de la que dependerá la escuela para niñas pobres que queremos
abrir. Y de él también dependen algunas de las asociaciones que hay en
convento del Ángel. Y eso sin nombrar a los carabineros, que tienen su
cuartel en un ala del Ángel. Algunos dicen que se van a trasladar a Triana,
pero ellos, de momento no se han movido.
– Vaya; no me extraña que vaya todo tan lento; y… Madre Dolores ¿se aclara
en tanto lío?
– La verdad es que a mí me ha sorprendido muy gratamente –respondió
Francisco–. No las tenía yo todas conmigo cuando hablamos de que iría;
pero está demostrando una inteligencia muy despierta y un gran tacto. Ha
comenzado ganándose el corazón de la reina con su sencillez y buen trato.
El Padre Fernández me ha dicho ya en varias ocasiones que parece que
haya estado toda la vida en la corte. Es cierto que sus modales siempre han
sido exquisitos; pero tiene que estar sufriendo mucho entre tantas marquesas
y condesas. No olvidemos que su padre era juez, y su familia poseía muchas
tierras por la sierra norte. Imagino que sentir que va como una pobretona a
tanta casa en la que podría ser dueña, le tiene que estar haciendo sufrir más
de una humillación.
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No había amanecido aún aquel frío tres de diciembre, cuando un coche muy
cerrado atravesaba la Puerta de los Caños de Carmona y entraba en Sevilla.
Se detuvo ante la Casa del Oratorio en la calle Gerona. De él descendió el
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1 Ministro: Religioso que cuida del gobierno económico de las casas y colegios. (Diccionario RAE).
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Menos mal que su padre le había enseñado que ‘cuando el corazón se rompe
hay que llorar… y entonces, ¡pues se llora!, y no pasa nada.’ Ahora, su
corazón no era capaz de otra cosa.
Había sido una noche muy dura desde que a las doce y media llegara el
criado de la hacienda del Naranjal con la noticia. Tenían que actuar rápido.
Primero hablaron con el doctor Rodríguez. ‘¡Qué bueno es siempre con
nosotros Rodríguez!’, pensó. Fue él quien les aconsejó traerse el cuerpo lo
antes posible, para certificar en Sevilla la defunción.
Después el viaje, en silencio; casi dos horas de camino.
Luego el llanto del hermano Joaquín, los óleos y el responso, y el viaje de
vuelta a Sevilla. Nuevamente en silencio, hasta que se escuchó rezando el
Rosario. ‘¿Quién lo había comenzado?’ No era capaz de saberlo, pues
cuando a uno se le ahogaban las palabras, continuaba otro; así hasta
completar los quince misterios.
Todavía le parecía un mal sueño.
Pero era verdad. El padre Alonsito había muerto. Eso era una verdad
incuestionable.
‘Dios Santo,’ pensó Francisco. ‘¡Cuánto puede cambiar la vida en un instante!’.
‘¡Cuánto!, ¡cuánto!’.
Le parecía increíble cómo el padre Alonsito había influido en su propia vida.
Hasta ahora pensaba que había sido el padre De la Carrera quien había
despertado en él los deseos de pertenecer al Oratorio. Pero…, en realidad
no había sido así. El padre De la Carrera había sido crucial hasta su ordenación
sacerdotal. Pero, incluso antes de que aquél muriera, ya había estado ahí
el padre Alonsito.
Ahora se daba cuenta de que, durante la enfermedad de su confesor, el
padre Alonso había estado presente; firme cuando él había sido débil y
delicado y atento cuando aquél ya había fallecido.
Aún recordaba aquella primera conversación, al poco de la muerte del padre
De la Carrera, cuando iba a comprarse una escribanía que al final él le había
regalado.
Recordaba cómo, al principio le había hecho gracia que todo el mundo le
llamara “Padre Alonsito”; cosa que le parecía un poco irreverente para un
sacerdote; y cómo él le siguió llamando ‘Padre Alonso’ durante mucho tiempo.
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Sólo ahora comprendía que había sido una forma de hacerse cercano, de
vivir la humildad de San Felipe sin que nadie se diera cuenta. Ojalá él mismo
hubiera continuado llamándose “Francisquito”. Aunque, le parecía que también
siendo “Padre Tejero” se había hecho cercano a la gente. No; no se trataba
del nombre, sino de la actitud.
Se estremeció por dentro al recordar con qué suavidad aquel sacerdote, tan
sólo diez años mayor que él, había sabido ganarse su corazón; con qué
delicadeza y fortaleza a la vez le había ido conduciendo hasta llegar al
Oratorio; qué rectitud de corazón, qué vocación ejemplar. Si no hubiera sido
por él, ¿habría podido seguir unida la Congregación en los años de la
revolución?
Los padres, después de más de diez años aún se reían recordándole plantado
delante de los revolucionarios que venían a despojarles de su Casa.
– Señores, ¿qué vienen a hacer aquí? Ustedes y los que les mandan,
desconocen de todo punto la índole de esta Corporación, en la que
ni existe ni ha existido nunca la comunidad de bienes. ¡Esos objetos
que quieren ustedes apuntar no le deben nada a nadie: me han
costado a mí el dinero, y son particularmente tan míos como el
sombrero que lleva usted encasquetado en su cabeza, Señor Don
Perfecto! Así que ustedes, porque así se lo permite el cielo, pueden
llevarse las cosas que son de Dios y de su iglesia, dispersarnos y
cerrar, a piedra y lodo, las puertas de nuestra propia casa; pero, desde
el momento en que se toque a la propiedad particular, nos autorizan
ustedes para decirles paladinamente, que, ¡a nombre de libertades
mal entendidas, son ustedes más tiranos y más déspotas que el Sultán
de Constantinopla!
1
Reían al recordar cómo los ‘junteros’ les habían permitido sacar las cosas
personales; y el siempre dulce Padre Alonsito les había espetado aquel
irónico: “Muchas gracias por la generosidad que me hace otra vez dueño de
mi sotana y de mi camisa”.
También había sido él quien había dado la idea de que todos fueran a vivir
juntos a su casa al ser expulsados de la del Oratorio.
Entonces no era Prepósito, ni Decano, pero siempre le animó en sus andares
apostólicos. ¿Habría podido comenzar sus catequesis en San Roque si no
1 También aquí respeto la palabra “junteros” que el original del P. Cayetano Fernández utiliza para
referirse a los miembros de la Junta Revolucionaria.
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había gato encerrado. Miró hacia arriba y notó movimiento tras las celosías
de la ventana de la sala de costura de las pequeñas. Pronto se escuchó un
murmullo que iba creciendo en el interior de la Casa; y cuando tocaron a la
puerta, al instante se abrieron las dos hojas a la vez y una como marea
humana se movía aplaudiendo como nunca había él escuchado aplaudir.
Las más pequeñas, que estaban en primera fila fueron echándose hacia
atrás, sin dejar de aplaudir, y abrieron un pequeño pasillo para que la viajera
y sus acompañantes pasaran por en medio.
Francisco vio cómo Dolores se sonrojaba y lloraba sin disimular su emoción.
Hacía gestos de que pararan, pero las muchachas siguieron aplaudiendo
hasta que todos entraron en el patio principal, donde se hizo un silencio tan
profundo que se podía escuchar el volar de una mosca. Al instante comenzaron
a repicar las campanas de la iglesia de San José, anunciando a todo el barrio
la alegría de la Casa.
Mientras las campanas seguían repicando alegremente, Isabel González, la
más antigua, que estaba en la Casa desde hacía siete años, con Carmen
Baruti, la más moderna, le entregaban un ramo de flores y un bonito dibujo
hecho a tinta china.
Madre Dolores fue abrazando y besando, una a una, a todas las madres y
las muchachas. A algunas no las conocía, y madre Rosario se las iba
presentando.
– ¡Cuánto aumento de familia!
– ¡Sí, Madre!, ya somos más de setenta. ¡Menos mal que trae usted una
casa nueva!
– Bueno, no es que la traiga, nos han dado una casa muy grande, pero a lo
mejor la cambiamos por esta.
– ¡Qué bien!, nos quedaremos en el barrio.
Una vez que madre Dolores terminó de saludar a todas, pasaron a la iglesia;
donde, todas de rodillas, el padre Tejero inició una oración de acción de
gracias, que concluyó con el rezo del Te Deum.
Te Deum Laudamus…
A ti, oh Dios, te alabamos.
A ti, Señor, te reconocemos.
A ti, Eterno Padre, te venera toda la creación.
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"Cristo de la Misericordia".
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Capítulo Décimo Tercero
AIRES REVUELTOS
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Todas las ideas que podían dar dinero se ponían en marcha; en Sevilla la
familia había arrendado un pequeño local en la calle de los Lineros, junto a
la plaza del Pan, para vender boletos para una rifa que podía aportar unos
dos mil reales. No era mucho, pero cada real era necesario para sacar la
Casa adelante.
Entretanto, Francisco, en Sevilla, no dejaba de moverse por conseguir cartas
de recomendación, e influencias ante los gobernantes. Pero éstos cambiaban
cada pocos meses; algunos permanecían solamente días en sus cargos; y
si uno les daba esperanzas, el siguiente se mostraba reacio a todo.
El nuevo Gobernador provincial de Sevilla trajo la negativa a una subvención
para realizar el cambio del Ángel por San José y varias exigencias sobre el
padrón y la documentación de las jóvenes de la Casa que habían comenzado
a trabajar para la calle.
En cambio, sí concedió una subvención de 5000 reales para los gastos
diarios; pero hasta éstos fue difícil cobrarlos, debido a que exigían la firma
de madre Dolores que estaba en Madrid.
······························
Los meses pasaban y el verano llegaba a su fin.
El convento del Ángel parecía que iba a ser el local definitivo en que terminar
de realizar la fundación. En él se encontraban madre Rosario y tres de las
jóvenes, Paca, Ventura y Felipa, haciendo limpieza y blanqueando lo que
iban pudiendo, para que el resto de la familia se trasladara si las últimas
gestiones que madre Dolores estaba realizando en Madrid terminaban también
en fracaso.
Francisco, responsable de la Casa de Ejercicios desde la muerte del padre
Alonso, los daba a los jóvenes que iban a recibir la ordenación sacerdotal
en las témporas de San Mateo, a finales de septiembre.
¡Qué lejos quedaban ya los que él mismo hiciera, por aquellas fechas, hacía
diecisiete años!
Había llegado la noche, por fin tenía un rato para estar a solas con solo Dios.
La capilla del Tras-Sagrario seguía siendo su lugar preferido. En ella encontraba
un silencio que no había en la iglesia, hasta la que llegaban los ruidos de la
calle.
Allí se arrodillaba ante el altar y, cerrando los ojos, podía sentir la presencia
de Dios en la Eucaristía.
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Había días en que no decía nada y había días que no sentía nada. Simplemente
se quedaba ahí, arrodillado ante el Sagrario, con la cabeza entre las manos;
descansando en el que todo lo sabe, todo lo comprende, todo lo perdona y
todo lo puede.
Pero también había días, o mejor dicho, noches como la de hoy, en que
hablaba.
Hablaba y hablaba sin parar. Hablaba sin palabras, con pensamientos rápidos
como centellas, que atravesaban su mente e iban a parar a los pies del Señor
en la Eucaristía.
Los corrales, con sus infinitas caras y sus infinitos problemas… Todos con
nombre propio.
En el corral del Conde hoy era Rosita, a la que habían despedido de la fábrica
de tabacos y ahora no podía pagar el corto alquiler e iba a verse obligada a
dormir en la calle con sus hijos. ‘¿Cómo puedo, Señor, anunciarle que Tú
eres buena noticia, si no puede dar de comer a sus hijos?’
En el corral del Negro era Bartolo, Bartolomé, el carbonero, al que una rata
había mordido mientras dormía una noche de borrachera, y que ahora tenía
una infección tan grande que pensaban que pronto moriría, dejando mujer
y cinco hijos. Bueno, tampoco era su mujer, que nunca habían logrado juntar
el dinero necesario para casarse como Dios manda. ‘¿Verdad, Señor, que
Bartolo podrá entrar en tu Casa y cuidarás de la Paca y los niños?’, ‘Señor,
que los niños son hijos tuyos, que Tú sabes que su madre ‘les echó el agua’
al nacer, –‘para que no fuesen moritos, señor Cura’– que se llaman: Bartolo,
como el padre; Paquita, como la madre; Luisa, como la señora casera, que
perdonó un mes por el nacimiento; Joselito, como el zapatero, que no les
cobra nunca; y Francisco, –‘como usted, señor Cura, porque usted nos quiere
de verdad’–, que no sé cómo se enteraron de que yo me llamo Francisco’.
En el corral del Ahorcado eran … ¿cómo se llamaban?... ‘¡Ay, Señor!, que
no me acuerdo de los nombres de esos hombres que vienen como trabajadores
del ferro-carril, pero que Tú y yo sabemos que han venido a soliviantar los
ánimos y favorecer la revolución. Bueno, Señor, como Tú sí te recuerdas sus
nombres, bendícelos y acércalos a Ti; y a mí, ponme en la boca palabras
que lleguen a sus corazones’.
Así, Francisco iba repasando los corrales y a sus habitantes. Después venían
los catequistas, con sus familias. ‘Últimamente, Señor, están teniendo pro-
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Vida del Padre Tejero
blemas para ir a los corrales. Los aires andan revueltos y, cuando no les
gritan, les tiran piedras. ¡Cuídamelos, Señor!’
1
Luego venían los ejercitandos , jóvenes que pronto recibirían las órdenes.
‘¡Que gocen, Señor, tanto con su ministerio como a mí me has concedido
gozar cada día, cada hora, cada minuto, siendo sacerdote’.
Y, a continuación, la familia…
Primero la de sangre. María Luisa, a la que aún no conocía en persona, en
Dombellas. Y la familia de Fuentes: el tío Teodoro, ya viudo; su prima Rosario
y Millán, con los niños. “Cólmales, Señor, de tus bendiciones y sea completa
su felicidad”.
Después repasaba a los padres y hermanos del Oratorio, el padre Evaristo
en primer lugar, por ser el Prepósito, ‘¡que no le han tocado tiempos fáciles!;
no dejes, Señor, que se deje ahogar por los cuidados materiales’. Después
su hermano y amigo, Cayetano, compañero de noviciados y fatigas; de gran
ayuda siempre, y más ahora, desde que estaba en la Corte, con su protección
sobre la naciente Congregación, ‘Gracias, Señor, por la ayuda que le está
prestando a la madre Dolores; que, gracias a él, no siente tanto la soledad
de estar lejos; concédele, Señor, que sepa educar al futuro rey de España,
y que le ayude a descubrir que lo importante no es ser rey, sino servir al
pueblo’. Y el padre Sánchez Fuentes, que estaba en Constantina, y el padre
Flores, y …
De vez en cuando, Francisco conseguía poner un orden en su oración; pero
eso no sucedía siempre. La mayoría de las veces, “la loca de la casa”, como
llamaba santa Teresa a la imaginación, tomaba las riendas y se hacía la
dueña.
Entonces, las imágenes saltaban de un sitio a otro. Generalmente, la Familia
de la Casa de Arrepentidas entraba ‘a saco’; irrumpían por cualquier hueco
que Francisco dejara abierto y se colaban; primero de una en una, pero muy
pronto las más de setenta jóvenes se habían apoderado de su mente. Traían
sus pequeñas sillas de anea y se iban colocando en su cabeza con sus
labores, sus trajines y sus juegos, preguntándole cuándo iba a volver madre
Dolores de Madrid; hasta que Francisco, a las tantas de la noche, se veía
trasladado a la sala de recreo de San José. labores
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Entonces sentía el cansancio del no parar en todo el día y, con gran esfuerzo,
decía a las muchachas que se fueran a descansar, que ya hablaba él con
Dios de eso de la comida, de la vuelta de madre Dolores, del convento y de
todo.
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No, déjalo, que hay prisa. Pero cuéntale sólo lo que ha pasado aquí, que no
podemos perder tiempo.
– Vale.
… Hoy se presentó en San Felipe una comisión de la Junta
Revolucionaria para entrarse en el local, que destinan para cuartel.
El Padre tiene muy mal la vista. Se está quedando en la Sacristía.
Está triste como es consiguiente; y nosotras apuradas de verlo sufrir.
– Dile lo de Gibraltar.
– ¡Ya voy!..
Estamos siempre temiendo que vengan a inquietarnos porque malos
rumores …
¿Qué será de nuestra Casa? Por Dios, Madre, véngase usted pronto,
si le es posible, a estar con sus hijas, pues tememos también mucho
por usted.
Según dicen aquí también en esa se han pronunciado.
Dos gruesos lagrimones cayeron sobre el papel,
…No puedo escribir más, ya ve usted que lo que llevo apenas se
entiende, pues estoy que no sé lo que hago.
Escríbanos usted en seguida y no dude del cariño de sus hijas, que
ahora más que nunca desean tenerla a su lado.
– Déjame que siga yo –dijo madre Manuela dándole un pañuelo para que
enjugara sus lágrimas.
– Vale, sólo déjame firmar.
Con mano temblorosa escribió su nombre: “María de la Salud” y le entregó
pluma y papel.
Mi queridísima Madre:
Ya ves por Sor María la desgracia que nos rodea. Por consiguiente
sólo nos puede hoy consolar una cosa y esa es tu venida. ¡Por Dios!,
no la demores pues es el único consuelo de tus hijas…
······························
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"Junta revolucionaria"
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Hemos dicho que el Padre Tejero está enfermo; pero nos han dicho que si
no se presenta esta noche en el puerto se considerará desacato y traición.
Madre Rosario sintió que el corazón se le rompía; pero tenía que mantenerse
fuerte.
Acompañó al sacerdote a la sacristía y se puso a disponerlo todo. Había que
preparar un equipaje para el Padre y algún dinero y comida.
······························
– ¿Qué pasa?
Preguntó madre Manuela a Isabel, que había acompañado a madre Rosario
a comprar una capa para el padre Tejero y que, en ese momento entraba por
la puerta, blanca como la nieve, sola y sin capa.
– ¡Madre Rosario se ha caído!
– ¿Cómo? –Manuela no daba crédito a lo que escuchaba.
– Íbamos por la calle de los Mármoles cuando ha tropezado y se ha caído.
La han sentado en una silla mientras yo me volvía a pedir ayuda.
– ¡Virgen Santa!, lo que nos faltaba. ¿Está muy mal?
– No sé, le duele mucho. He pedido que llamaran al doctor; pero luego me
he venido.
– ¡Vale!, busca a madre Ramírez, que anda por la clase de costura y dile que
te acompañe.
La joven entraba, cuando escuchó a sus espaldas:
– Y, ¡por favor!, no digas nada de lo que pasa; que ya hay bastante con lo
que tenemos. Que el Padre no se entere.
– Vale, Madre.
Manuela sabía que Isabel era de fiar; llevaba en la Casa desde el año sesenta
y era casi como una de las madres, no diría nada.
‘Ahora tengo que mandar a alguien por la capa’, pensó.
DESTERRADO
– Que dice el Padre que vayan todas las Madres a la sacristía.
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1 Cfr. Carta del Padre Tejero a las Religiosas Filipenses. Cádiz, 4 de octubre de 1868.
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que no veáis más que vuestras propias faltas. Ni la paciencia para disimular
mutuamente vuestros propios defectos. Y recordar que la caridad es lo mayor
de todo. Que es benigna para ayudaros unas a otras con las palabras y con
el ejemplo. Sabéis que estas son las tres bases principales de esta santa
casa. No os descuidéis con el silencio, y sed vosotras las primeras en
guardarlo, pues bien sabéis que como anda el silencio anda el espíritu, y
casi todos los males principian por la falta de observancia en este punto.
Las cabezas de unas y otras bajaban y subían según el Padre hablaba,
indicando a las claras cuál era el defecto que cada una tenía que procurar
corregir mientras él faltara.
– Ya he dado órdenes a Madre Rosario y Madre Manuela sobre el orden que
habéis de llevar durante mi ausencia; y a quién debéis recurrir en caso de
necesidad imperiosa. Pero todas debéis procurar que la Casa marche bien,
1
y para ello, os encargo puntualidad al coro , donde se debe procurar mucho
que todas asistan y hagan con espíritu y recogimiento las prácticas de
devoción que hay establecidas. También os encargo que seáis muy comedidas
y circunspectas con las personas de fuera, aunque sean eclesiásticas. Nada
de bromas, ni palabras inútiles, ni perder tiempo, particularmente en la portería;
pues como también os he enseñado, por la muestra se saca el paño; es
decir, por el trato con cualquiera de vosotras deducen lo que es toda la
Congregación; y conviene que los que os traten no vean ni oigan ninguna
cosa que les choque, sino por el contrario, salgan edificados con vuestra
buena y breve conversación y laudable ejemplo.
Las fuerzas le faltaban y le iba costando hablar. Pero todavía les tenía que
decir algo más, por lo que hizo un último esfuerzo para continuar.
– Hijas mías, no os descuidéis en nada de lo que tantas veces tengo repetido,
para que yo no vea después males irreparables que trastornen la obra.
Predicad siempre con el ejemplo y sed fieles a la voluntad de Dios.
Madre Rosario le tomó de la mano y le ayudó a sentarse, diciendo:
– Hermanas, dejemos descansar al Padre antes de su partida.
······························
Poco antes de anochecer, pasó a la iglesia, donde se postró ante el Sagrario
y puso a todas bajo el amparo y protección de Jesús y de María. Nuevamente
1Coro: Sitio o lugar de los conventos de monjas en que se reúnen para asistir a los oficios y demás
prácticas devotas. (Diccionario RAE)
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