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A Sergio, la inmortalidad plena…

Cuando un familiar nuestro parte de este mundo, cuando abandona este plano y
enfila sus naves hacia lo que la tradición occidental o judeo-cristiana ha reconocido como
“el cielo”, pues el vacío de su ausencia se llena con todos aquellos recuerdos que inundan
la memoria de una esperanza tibia que nos es otra cosa que el fruto del amor compartido,
de la entrega, de las tareas cumplidas.

Cuando un poeta se marcha, pues quedan sus versos, sus trazos sobre páginas en
blanco. Le sobrevive todo aquello que construyó a partir de fragmentos de aire que se
sostienen en notas musicales y que los demás traducimos como palabras. Y más si se trata
de un gran poeta.

No hace falta haber acumulado suculentos premios, ni estar en las vitrinas o


escaparates de las grandes editoriales para alcanzar el escaño, el sitial de “grande” en la
poesía chilena, y más todavía si el que ha partido, hubo de convertir su arte en una
profunda actuación de honestidad, humildad y sabiduría. Si la calidad humana del
interpretante se ha ventilado entre las líneas de sus propios textos, si el legado que se deja,
son poderosas estelas en la mar de quienes vemos esto del ejercicio escriturario como una
forma de cambiar el mundo –aunque solo se trate de nuestro microcosmos más íntimo-. Es
algo definitivo.

Sergio Hernández Romero (1931 – 2010), ha levantado su vuelo hacia otros rumbos,
otras esperanzas, otros afanes. Desde lo más profundo de nuestro corazón le deseamos un
viaje lo más placentero posible. Que descanse en Paz, dice nuestra tradición y nos hacemos
eco de estas palabras tan sencillas y tan valederas. Pero al mismo tiempo, con fuerza y
decisión sostenemos, lo mejor de su empeño y su trabajo seguirá con nosotros, de este lado
de las cosas.

El poeta de provincia, el profesor universitario, el maestro, el hombre que solía


tomar su bicicleta en las blancas noches de verano para luego dar una vuelta entre sus
queridas calles y dedicarle un giro poético a la Plaza de Armas Chillán, ha partido hacia el
viaje definitivo y eterno. Atrás quedan miles de historias y anécdotas que dan cuenta de la
grandeza de su espíritu, de su mano fraterna, de sus ingeniosas síntesis, de su humor
inigualable, de su aguda mirada de la realidad nuestra de cada día.

No es difícil realizar una semblanza del gran sujeto que fue. Destacar al profesor
dotado de una memoria privilegiada, que condimentaba sus clases de literatura universal
con una gran serie de divertidas anécdotas, de manera de acercar a los grandes poetas y
escritores hacia la superficie real del pupitre de sus alumnos. Al profesor capaz de golpear
la mesa con energía toda vez que recordaba a sus amigos desaparecidos o muertos luego
del Golpe del 73. Recordar al hombre de sonrisa afable que siempre mantuvo la puerta de
su oficina abierta, mientras fuera un importante académico de la Universidad del Bío-Bío,
cuyas aulas sin duda extrañarán sus pasos parsimoniosos con un maletín en la diestra. La
oficina donde a punta de café y cigarrillos “advance” aprendimos a sentir y a palpitar la
literatura como hecho verdadero e irrevocable.

Fue objeto de innumerables gestos de admiración y de cariño, de homenajes


anónimos de gente real que hizo de su cotidianeidad un “locus amoenus”, espacio que
regocijó su relegamiento, aquella suerte de autoexilio en la provincia, un silencio inefable e
incomprensible para muchos, debido a la gran calidad de su celeste pluma. Algo que no le
impidió, en todo caso, expresar en pocos libros de poesía (Cantos de pan, Registro,
Últimas Señales y Adivinanzas), lo suficiente como para merecer la inmortalidad plena, de
aquellos pocos que han logrado que sus versos desplieguen sus alas más allá del alcance
de sus dedos, y de las pequeñas y pasajeras conveniencias. Más allá de los límites del
tiempo, para alcanzar a otros, de corazón fulgurante.

No se quedan cortas las palabras, porque a través de él aprendimos a confiar en


ellas, en sus texturas diminutas y delicadas. Por eso no hay traiciones en nuestros
espíritus, no hay miserias posibles, no existen empobrecimientos ni crisis delirantes –como
sucede con tantos otros hoy en día-, porque acuñamos una Fe honesta y decidida con que
afrontar el acto de poetizar, la comprensión como un bastión de libertad amplia, como las
puertas de las alamedas, que siempre debiesen permanecer abiertas a los amigables
transeúntes. A los ávidos buscadores de esta trascendencia efímera que es la poesía.

Recordar al amigo y poeta fiel que hablaba de la importancia estilística en la


construcción de un poema, de saber darle un término coherente a ese flujo de energía que
era el poema en tanto realidad textual que buscaba ser un espejo, un acto simbólico y
representativo de la cotidianeidad que vivimos y expurgamos. Evocar al poeta insigne que
era agasajado por las lecturas poéticas de Felipe Manríquez acaso en la madrugada de
algún domingo, a través de la ventana de su habitáculo en los departamentos Claudio
Arrau. O de aquellas ocasiones en las que reclamaba porque alguno de sus eternos
ayudantes honoríficos en la Cátedra de Literatura Universal, no le devolvía aquel libro que
le había solicitado en préstamo hacía meses.

En su despedida en el Cementerio Municipal de Chillán, uno de los cercanos que


hizo uso de la palabra para homenajearlo, dijo algo que me pareció muy certero, y es que
Sergio Hernández tenía la virtud de avizorar el futuro entre sus versos. Los trazos de
realidad que podía expresar eran tan hábiles que en ocasiones bien valía mejor hablar de
profecía o de lucidez extrema. Nos dijo en el poema “Otros harán”:

Otros harán tambalear la noche


en los mesones
Otros despedirán los trenes
o los verán llegar
sigilosos
nostálgicos
y lentos.
Otras manos repartirán cariño
en las estaciones
Otros habitarán jubilosos
su soledad
bebiendo con los pobres
No dejarán mis ojos
otros ojos
que vean el mundo
por los míos
Yo apenas dejaré estas palabras
estos balbuceos
para que cuando ya no esté
alguno de los que tanto quise
levante la copa de la mañana
en mi recuerdo.

Fue miembro de la Academia Chilena de la Lengua –el primer chillanejo en recibir


tal distinción-, integrante de la gloriosa generación del 50, en la que destacaron Jorge
Teillier, Enrique Lihn, Efraín Barquero, Stella Díaz Varín (con quien le vi alguna vez
conversando animadamente en una de las versiones del Chillán Poesía), Armando Uribe,
Rolando Cárdenas, Pablo Guíñez, Ennio Moltedo, Jaime Valdivieso, Sergio Vodanovic,
Luis Alberto Heiremans, José Donoso, Enrique Lafourcade, Claudio Giaconi, Guillermo
Blanco, Jorge Edwards, Armando Cassígoli, María Elena Gertner, Alejandro Jodorowsky,
Alfonso Calderón, entre tantos ilustres nombres.

Dedicó su vida a la formación de docentes desde las Cátedras de Literatura


Española y Universal en los planteles de la Universidad de Chile sede Valdivia, sede
Antofagasta y sede Chillán, y en la Universidad de Talca y Universidad del Bío-Bío, a
través de largos 45 años de incansable e intransable labor. Fue precisamente en su
velatorio que pude presenciar el desfile generacional de profesores a quienes marcó desde
la entrega inquebrantable del ejercicio de enseñar.

Como poeta ganó innumerables premios literarios, pero principalmente pudo dejar
una imborrable huella en amigos como Omar Lara –con quien le unió una infatigable
amistad desde Valdivia a inicios de la década de los 60’s, en los albores de Trilce, la revista
de poesía más importante de latinoamérica, y a quien pude saludar afectuosamente en su
funeral-, Floridor Pérez, Jaime Quezada, Oliver Welden -quien le conoció en Antofagasta-,
o bien José María Memet, Teresa Calderón, Erick Polhammer, Juan Cameron –quien
cuenta una divertida anécdota de trenes junto a Sergio Hernández-, Andrés Morales,
Eduardo Llanos, Hernán Rivera Letelier o Elicura Chihuailaf, a quienes le vi saludar con
afecto en alguna oportunidad.

Y qué decir del indeleble rastro que deja sobre nuestro grupo, en aquello que él
designó asertivamente como “La Poetansia”, y que componíamos Elgar Utreras, Jorge
Rosas Godoy, Pablo Troncoso Castro y quien enuncia estos fragmentos. Aunque no
éramos los únicos, pues influenció también a jóvenes –y otros no tanto- con intereses en la
poesía como Luis Bobadilla, Diana De La Fuente, Rodolfo Hlousek, Andrés Rodríguez
Aranís, Ángela Ramos, Daniel Godoy, Héctor Ponce De La Fuente, Patricio Morales,
Gustavo Arias, Luis Marcelo Rojas – alias Marcelo Velmar, quien acaba de ganar un
concurso de poesía en la Provincia de Buenos Aires-, ya sea ligados al mundo
universitario, al taller de poesía “El Glamal” o al Grupo Literario Ñuble.

Es indiscutiblemente el gran poeta que Chillán le ha brindado a nuestra tradición


literaria, por sobre Nicanor Parra –quien nace en San Fabián de Alico, y que fue alumno y
posterior profesor de matemáticas en el Liceo de Hombres Narciso Tondreau de Chillán,
pero que jamás volvió a residir en la ciudad-, o por sobre Gonzalo Rojas –quien nace en
Lebu, y que luego de un largo periplo por variadas ciudades y países, se avecinda en
Chillán-, y obviamente, aparte de Marta Brunet, quien destacó brillantemente en la
narrativa.

Activo participante de la bohemia del Barrio Estación de Chillán, a donde llegaba a


dejar pasar la noche despidiendo los trenes y a los viajantes que partían. Incluso en plena
dictadura, cuando abordaba trenes hacia San Carlos, Parral o Linares, con el objeto de
bajarse e ir a comprar boletos para emprender el tren de vuelta y, de esa manera, burlar el
toque de queda, y continuar con su jornada noctámbula.

Es parte de una de las familias fundacionales en materia de arte, cultura y literatura


en la ciudad de Chillán –aunque con menos impacto popular y nacional que la familia
Parra-, que además componen su hermano Baltazar Hernández, afamado acuarelista, y
Ángel Hernández, narrador y poeta.

En su poema “Incómoda manera”, nos dice:

Más allá de lo que vemos siempre


de este ir chocando un poco
unos con otros
por encima del honrado trabajo
o de la simple estafa
al margen de los funcionarios
de bar y cacho
de la mujer
del hombre
o de lo humano
hay un mundo
que no es el paraíso propiamente
y que es mi mundo.

Hernández fue un poeta vital, visceral. Escribió siempre desde la honestidad de su


penumbra, ”cuando estoy alegre no escribo. La poesía ha sido para mí una catarsis y una
liberación…”. Siempre debió cargar con la desfachatez de quienes le acusaron de haber
practicado una obra breve, por estar compuesta de pocos libros, o de quienes le
enrostraron en más de alguna ocasión el hecho de que no fuera un poeta “en ejercicio”, es
decir, que estuviera escribiendo y publicando regularmente. En una entrevista al diario La
Discusión de Chillán, de manera lúcida, contesta: “Se debe a que yo no escribo por llenar el
currículum o hacer noticia, como lo hacen otros. Yo ya escribí”. E incluso en la misma nota
expresa, “sin entrar en comparaciones”, los ejemplos de Juan Rulfo o de María Luisa Bombal
como casos en donde la extensión de la obra no es menoscabo para descubrir su validez,
actualidad y profundidad. A todas luces, algo que se debe repensar en el escenario
literario y académico de nuestro país.

Aunque pareciera contentarse con un detalle, ya que aprovecha la ocasión para


remarcar que: “mis lectores ahora son preferentemente jóvenes”. En “Yo soy como las
plantas”, adelanta:

Yo soy como las plantas o los árboles


que nunca han sabido quienes son
y echan flores o espinas
o atrapan insectos
ellos están ahí simplemente
como yo en mi tierra
y no les interesa ser astronautas
ni andar apretujados en los metros
o en los autobuses de las grandes urbes
por las noches
albergan a los pájaros
o contemplan humildes el universo
recibiendo amorosamente el rocío de la madrugada
cuando mueren regresan al vientre materno
para nacer de nuevo
en cualquier forma
es bueno ser planta o árbol
porque de ellos será el reino de los cielos

Se sabe que el buen árbol se reconoce por sus frutos. He aquí que hemos
presentado los méritos de este hombre que hizo el recorrido a contracorriente de lo que
habitualmente se hace para trazar una obra y una vida imborrables, porque
contradiciendo lo que muchos diagnosticaron, lo que le predijo Parra o el mismo Neruda,
Sergio Hernández al haberse encunado en la provincia, ha quedado con mayor firmeza en
la retina de la poesía chilena como uno de los puntos más interesantes de nuestra
tradición. Una paradoja abismal que siempre ofrecerá variadas interpretaciones.

“Brindo por Sergio Hernández


Halagado por Neruda
No cabe ninguna duda
Poeta de letra grande
No soy cantor que no cante
Cuando una pluma descansa
De esas que son como lanzas
Como la de Sergio Hernández”.
(Horacio Hernández, Cantor y poeta).

Cerca ya vienen las nubes trayendo la promesa del agua que renueva los ciclos
vitales. Porque si bien es cierto ha concluido su historia, podemos declarar con certeza que
ha dado inicio la leyenda.

Hugo Quintana.
Editor de Ortiga Ediciones.
Profesor y Poeta.

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