Professional Documents
Culture Documents
La desaparición de Amílcar luchando contra los iberos fue cubierta por otro miembro de
la familia bárquida, por Asdrúbal, quien estuvo al frente de los dominios cartagineses en
la Península hasta su muerte en que fue sucedido por Aníbal. Los éxitos militares de
Amílcar pueden ayudar a entender la caracterización de la política de Asdrúbal de quien
se dijo: "advirtió que la mansedumbre era más práctica que la violencia y prefirió la paz
a la guerra", según Diodoro (25, 11); Asdrúbal contrajo matrimonio con la hija de un
reyezuelo ibero (Diodoro, 25, 12); "administraba el mando con cordura e inteligencia"
según Polibio (2, 13, 1); o bien, en palabras de Livio (21, 2, 3), "usó más su diplomacia
que su fuerza y... estableció lazos de hospitalidad con los reyezuelos y con los pueblos
así como de amistad". En todo caso, los éxitos militares de Amílcar hacían ahora
posible otra forma política que, por lo demás, no había cambiado la línea de explotación
de la Península. La fundación de Cartagena por Asdrúbal permite entender que los
cartagineses controlaban también las minas de plata de sus cercanías así como el gran
campo espartario, cuya producción era imprescindible para la fabricación de cestos,
cordajes y otros útiles necesarios para las explotaciones mineras, para el equipamiento
de los barcos y para otros múltiples fines.
Bajo Asdrúbal, Roma comenzó de nuevo a intuir el peligro potencial de una pronta
recuperación de Cartago gracias a los excelentes beneficios que obtenía de la Península
Ibérica. Y, para frenar una mayor expansión, Roma y Cartago sellaron el tratado del
Ebro en el 226 a. C., en que se fijaba este río como límite de la posible expansión
cartaginesa. Roma cumplía además con el compromiso de proteger los intereses de las
ciudades griegas aliadas, Marsella y Ampurias.
Cuando se firma el tratado del Ebro, Cartago ya estaba libre de la deuda contraída con
Roma a raíz de la I Guerra Púnica y la posición económica y militar del Estado
cartaginés era de nuevo fuerte. A su vez, Roma no estaba en condiciones de ser más
exigente ante la necesidad de atender a dos frentes de guerra muy complejos: el del
Ilírico, en el que se resolvía el control del Adriático, la supresión de los piratas del
mismo y la penetración inicial en el mundo griego; los conflictos se inician en las costas
ilíricas en el 240 a. C. y Roma no logra dominar la situación hasta veinte años más
tarde. Por otra parte, el ejército romano tuvo que emplearse a fondo en la Italia del norte
desde que, a partir del 236 a. C., penetraron nuevos contingentes de pueblos célticos,
ante todo de belgas. Hasta el 223 a. C. no se consigue la neutralidad plena de los boyos
y la alianza incondicional con los vénetos y cenomanos y, hasta el 222 a. C, no se
produjo la capitulación de los pueblos más belicosos, los insubros. Se entiende así que
Roma, en medio de tales tensiones, se viera condicionada para firmar el tratado del
Ebro, que no le resultaba nada ventajoso. Unos años más tarde, los saguntinos acuden a
Roma en búsqueda de una alianza análoga a la que tenían las colonias griegas: Roma
firmó un pacto con Sagunto en torno al 221/220 a. C. sin atender rigurosamente al
tratado del Ebro.
Cuando los historiadores filorromanos tengan que explicar que las operaciones militares
tienen el casus belli en la toma de Sagunto por Aníbal, se encuentran en una situación
apurada para justificar la respuesta de Roma. El supuesto error de Polibio que sitúa
Sagunto al norte del Ebro o interpretaciones modernas como la de Carcopino
proponiendo que con el nombre de río Iberus se quería aludir al Júcar no son más que
artificios para justificar la inocencia de Roma. Parece que, al fin, se va imponiendo el
razonamiento de Picard y otros en el sentido de entender que tanto el Estado romano
como el cartaginés hacían un juego político semejante y que ambos eran conscientes de
que no había espacio político y económico para dos grandes potencias en el occidente
del Mediterráneo: uno de los dos debía conseguir la posición hegemónica.