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Eje Temático : Políticas Públicas y Gestión Pública

Nombre de la ponencia: Derechos Culturales. Las posibilidades contemporáneas de


reformismo.
Nombre del autor o autores de la misma: Larrañaga Mónica y Medvedev Eliana
Lugar o Institución de Pertenencia. Universidad Nacional del Comahue. Dirección
electrónica: elimedve@hotmail.com y/o m.s.larranaga@gmail.com
Recursos necesarios para la exposición: - -
Categoría (ponencia, foro, paneles, etc.) ponenecia
Derechos Culturales. Las posibilidades contemporáneas de reformismo.
Por Mónica Larrañaga1 y Eliana Medvedev2

“¿Cómo es posible vivir en el mundo, amar al prójimo,


si el prójimo –o incluso tú mismo- no acepta quién eres?”
Arendt, Hannah (1959) Rahel Varnhagen: The life of a Jewess.
Eastend West Library. Londres.

Introducción
Desde 1983 la provincia de Río Negro ha diseñado e implementado políticas públicas
que han buscado superar la tradicional visión restrictiva de la cultura exclusivamente
como arte, avanzando hacia el diseño, formulación e implementación de políticas
culturales en cuyo centro se encuentra la preocupación por el desarrollo y
afianzamiento de la ciudadanía. No obstante, esas iniciativas no han logrado
consolidarse. Una lectura atenta de la Constitución provincial reformada en 1988 así
como un raconto crítico de la legislación vigente permite corroborar tal situación.
Al mismo tiempo, es posible afirmar que la sociedad rionegrina, así como tantas otras
a lo largo y a lo ancho del globo, está comenzando a sentirse aquejada de un malestar
que se expresa, aunque aún insipientemente, en fenómenos de violencia creciente
tanto en los suburbios como en la escuela, incertidumbre y desencanto frente a las
reforma de la seguridad social, entre otros síntomas. El nuevo malestar esta vinculado
a la existencia de múltiples indicadores económicos y sociales cuya persistencia
alimenta la doble sensación de una perdida de identidad y de una incertidumbre
creciente sobre el futuro. El fenómeno, sin duda, es profundo y complejo y por lo
mismo inabarcable desde una única mirada disciplinar. “Lo que se quiebra
secretamente es tanto la misma organización social como las representaciones
colectivas”. (Fitoussi y Rosanvallon: 2006, 11); es decir, que el fenómeno es de
naturaleza tanto material como simbólica y compromete el sentido completo del
mundo.
En momentos en que en la Comisión Interpoderes de la Legislatura de la Provincia de
Río Negro, creada por la Ley n° 4359 sancionada y promulgada en 2008 por la misma
Legislatura, se encuentra abocada a la tarea de elaborar un proyecto de ley provincial
de cultura y ha emprendido para ello la tarea de arribar a los necesarios acuerdos
conceptuales y políticos que le den viabilidad en la cámara, resulta evidente que no
han sido zanjadas algunas cuestiones previas que involucran incluso el interrogante
acerca de la posibilidad, necesidad y alcances de la ley.
Si las tensiones actuales resultan de la dinámica de las sociedades modernas,
caracterizadas por su propio derrotero histórico y atravesadas por la globalización así
como por la economía de mercado, esas tensiones deben ser comprendidas y
equilibradas. Le corresponde a la política consagrarse a formalizar un diagnóstico,
construir democráticamente un marco de interpretación de las mutaciones en curso y
proponer, por ultimo, una trayectoria colectiva capaz de establecer los términos
renovados de un nuevo contrato social duradero; es decir, un pacto capaz de producir
una certidumbre de sí, apertura a los otros y porvenir común.
En ese marco, es imprescindible retrotraer el análisis y la discusión a los aspectos
involucrados en el proyecto de ley de cultura para la provincia, orientándolos desde la
perspectiva que ofrecen el constitucionalismo cultural y los desarrollos conceptuales y
políticos más recientes en torno de los derechos culturales.
Por eso consideramos imprescindible retrotraer el análisis y la discusión a los aspectos
que a continuación señalamos.
1
Docente, extensionista e investigadora de la Universidad Nacional del Comahue.
2
Docente y extensionista de la Universidad Nacional del Comahue.
La perspectiva del constitucionalismo cultural y los derechos culturales3 y su
aporte para la lectura crítica de la reforma constitucional provincial de 1988.
• El derrotero del constitucionalismo cultural y los desafíos contemporáneos.
En nuestra contemporaneidad, la complejidad de las relaciones sociales en las
democracias deriva de múltiples hechos que adquieren formas diversas en los
diferentes países. Sin duda, entre esta variedad de motivos, el creciente y vertiginoso
desarrollo tecnológico de los medios de comunicación y la denominada globalización
económico–tecnológica que le es inherente así como el concomitante proceso de
mundialización de la cultura, adquieren, frente al ejercicio de determinados derechos,
una importancia tan esencial que obliga a efectuar una revisión de los patrones de
apreciación aplicados hasta la irrupción y desarrollo de estos fenómenos.
Este juego de tensiones entre derechos fundamentales reconocidos por el
ordenamiento jurídico, resulta uno de los más apasionantes dilemas para resolver por
las políticas culturales públicas y obliga a la búsqueda constante de nuevas
respuestas para permitir el ejercicio equilibrado de estas atribuciones.
En consonancia, una revisión del último cuarto de siglo permite apreciar “la
consolidación de un constitucionalismo cultural occidental, y en particular en […]
Iberoamérica, es una trayectoria visible en la dinámica social, la doctrina jurídica, los
textos constitucionales, el derecho internacional y el material jurisdiccional” (Ávila
Ortiz,2005: 10)
La emergencia así como el protagonismo político creciente de nuevos actores y
movimientos sociales minoritarios que incluyen un arco amplísimo en el que se
encuentran los comunidades y pueblos indígenas, las minorías religiosas y
lingüísticas, como así también los grupos vulnerables de distinto tipo (niños, migrantes,
etc.) y diversos sujetos y grupos con derechos e intereses específicos locales,
nacionales o globales (feministas, ambientalistas, consumidores, etc.) como otras
tantas comunidades y sus afiliados que interactúan en una multiplicidad de grupos
sociales, han sido factor principal para el desencadenamiento de una transformación
profunda de la dinámica social.
Esta nueva dinámica orientó la reflexión y la iniciativa en pos del desarrollo de una
concepción del constitucionalismo cultural comprometida no sólo ya con la garantía y
la tutela de los derechos humanos de segunda generación4 que se expresan en los
principios de acceso, participación y disfrute de los bienes y servicios culturales
3
Sostendremos en este trabajo la definición de los derechos culturales que desarrolla Raúl
Ávila Ortiz en su análisis sobre Derecho Constitucional Cultural Iberoamericano, consigna que
“por derecho cultural debe entenderse el subsistema de normas jurídicas que regula
actividades relativas a la educación, la universidad, la ciencia y la tecnología, los derechos de
autor, el patrimonio cultural, la promoción cultural y de las artes, los medios de comunicación, el
derecho indígena, la promoción de las culturas populares y los símbolos nacionales.” Como
puede apreciarse, se trata de derechos complejos que están presentes en todas las
generaciones de derechos fundamentales que se han ido gestando históricamente.

4
La evolución de los derechos humanos se ha caracterizado por una cadena sin interrupciones
de construcción de los derechos fundamentales formulados en las tablas de derechos que,
desde las constituciones de principios del siglo XIX, se han tornado progresivamente más
extensas y complejas.
La propuesta clásica aceptada por la mayoría de los juristas es la que distingue tres
generaciones de derechos fundamentales. La primera generación la constituyen los derechos
de libertad, la segunda los derechos de igualdad y la tercera los de solidaridad.
Los derechos fundamentales de libertad se vinculan con la autonomía, en la medida en que la
libertad crea ámbitos de resistencia en los que el poder público no puede entrar.
Los derechos de segunda generación son los derechos económicos. A diferencia de los
primeros, el poder público debe comprometerse con el desarrollo de la igualdad de los
individuos, ofreciendo servicios y prestaciones (educación, salud y prestación de servicios
culturales a través de la institucionalidad de la cultura)
tangibles e intangibles (educación, creación intelectual y artística, patrimonio cultural,
comunicación sociocultural) sino también, centralmente, en el principio de respeto a la
identidad cultural, situación que implica “juridificar los derechos de solidaridad en
términos de los componentes que sustentan y singularizan a las diversas culturas de
sujetos y grupos sociales (razas, idioma, religión, símbolos y tecnologías)” sumados a
aquellos derechos e intereses comunitarios de todo tipo que atraviesan el espacio
social.
Consideradas así las cosas, la cultura y las culturas impactan en la definición del
Estado5 y afectan la forma de gobierno que debe ahora poner en relación y equilibrar
la sociedad multicultural y plural, el gobierno democrático y representativo como así
también las relaciones entre poderes públicos que incluyen a su vez principios
multiculturales, interculturales y pluralistas, generando verdaderos desafíos, por
ejemplo, a la jurisdiccionalidad de las intervenciones.
Habría que recordar que la nuestra, como el resto de las sociedades latinoamericanas,
se ha caracterizado históricamente por una disociación constitutiva entre el ámbito de
sus apegos primordiales y las estructuras formales a través de las cuales se ha
buscado procesar la dimensión de lo político. Esta situación es, en general, de vieja
data y habría que remontarla incluso al momento del arribo de la colonización
española. Las hermenéuticas que a partir de entonces confrontaron no sólo eran
diferentes sino recíprocamente excluyentes. La interpretación hispánica del mundo se
situaba centralmente en la relación del hombre con el hombre, en tanto que la de los
pueblos originarios fincaba en la relación del hombre con la naturaleza. Así, en el
contexto signado por el fuego de la conquista, era imposible la relación dialógica entre
culturas.
Desde entonces, la relación entre lo europeo (universalismo) y lo americano
(particularismo) se cifró en términos excluyentes y/o en permanente tensión; tanto que
aún hasta el presente nos ha sido imposible articular hegemónicamente estas distintas
vertientes culturales.
Como lo señala Nelson Acosta Espinosa “las dificultades implícitas que se derivan de
este hecho, es decir, ser en un solo movimiento parroquial y universal; tradicional y
moderno; local y global, dio pie a una formulación de políticas antagónicas” (Acosta
Espinosa, 2002: 142). Aquella vertiente que asumía que nuestra modernidad había
fracasado por ser una versión defectuosa de la verdadera propuso estrategias
ilustradas para confrontar y superar esa desviación. La otra, desde una perspectiva
esencialista exaltó la tradicionalidad, lo popular, como fuente última capaz de
garantizar una identidad “verdadera” contra las influencias amenazantes de la
modernidad.
Los hechos mostrarían que ambas políticas fracasarían de manera flagrante en su
objetivo de alcanzar la plenitud comunitaria y la instauración de una sociedad
reconciliada consigo misma.
Sin lugar a dudas, esta insuficiencia mucho tiene que ver con la escasa o nula
capacidad de estas políticas para aprehender la dinámica que generaba la
coexistencia de vectores culturales universalistas y particularistas en una misma
unidad de espacio y de tiempo.
Podría pensarse que, de alguna manera, la precariedad de la cultura democrática en
América Latina no es producto exclusivo de sus características históricas sino, más
bien, consecuencia de una lógica que extremó la polarización del binomio
universal/particular.

En la tercera generación aparecen los derechos de solidaridad que incluyen intereses difusos
como el medio ambiente, el derecho de los consumidores, el derecho a la paz y los derechos
de grupo donde se sitúan los derechos de identidad.
5
“Conjunto de instituciones y de relaciones sociales (la mayor parte de estas sancionadas por
el sistema legal de ese Estado) que normalmente penetra y controla el territorio y los habitantes
que ese conjunto pretende delimitar geográficamente” (O´Donnell, 2004: 149)
En nuestros días, atravesados por los fenómenos de la globalización económico-
tecnológica y la mundialización de la cultura, la relación de tensión, exclusión y mutua
complementariedad6 universalismo/particularismo ocupa un lugar principalísimo en la
discusión política y teórica y coloca a la cultura así como a los derechos culturales en
el centro de la escena local, regional e internacional.
• La cultura en el texto de la Constitución reformada en 1988.
Comenzaremos el desarrollo de este apartado considerando la redacción de la
Sección tercera, reservada a la definición de las políticas cultural y educativa en el
texto de la Constitución Provincial reformada en 1988, que a continuación
consignamos:
Políticas Cultural y Educativa
Cultura y Educación
Artículo 60. La cultura y la educación son derechos esenciales de todo habitante y
obligaciones irrenunciables del Estado.
Cultura
Artículo 61. El Estado garantiza a todos los habitantes el acceso a la práctica, difusión
y desarrollo de la cultura, eliminando en su creación toda forma de discriminación.
Promueve y protege las manifestaciones culturales, personales o colectivas y aquellas
que afirman la identidad provincial, regional, nacional y latinoamericana.
Preserva el acervo histórico, arqueológico, documental, artístico, paisajístico, las
costumbres, la lengua y todo patrimonio de bienes y valores del pueblo, que
constituyen su cultura.

Como puede apreciarse, la reforma constitucional provincial de 1988 significó un


avance en cuanto a la incorporación de las garantías propias de los ya mencionados
derechos de segunda generación. No obstante, al igual que en la reforma parcial de la
Constitución Nacional, y en coincidencia con la opinión de E, Harvey, habría que
señalar que el desarrollo de los derechos constitucionales culturales está escasamente
planteado y ofrece múltiples zonas de ambigüedad conceptual y política que
trataremos de mostrar.
Un primer dato destacable de la lectura de este fragmento del texto constitucional es
que, en tanto políticas, la cultural y la educativa son puestas en pie de igualdad y
planteadas como un todo indisociable.
No obstante, esa paridad se mantiene sólo en apariencia puesto que, mientras que las
políticas culturales son desarrolladas grosso modo, las educativas tienen un grado de
especificación que les confiere mayor importancia. Lo que en la lectura es sólo una
presunción, en los hechos se corrobora en la jerarquía institucional conferida a una y
otra área del Estado, la escasa autonomía del área de cultura provincial y el exiguo
presupuesto del que dispone para llevar a cabo la efectivización de los reconocidos
como “esenciales” derechos de los rionegrinos en la materia.
A pesar de todo, lo valiosos del Artículo 60 es que proclama la responsabilidad
irrenunciable del Estado con el goce efectivo de esos derechos esenciales, vinculados
con la cultura y la educación.
Abordaremos ahora la lectura del único artículo específico de la Constitución provincial
referido a la cultura.
En el primer párrafo del Artículo 61 se establece que “El Estado garantiza a todos los
habitantes el acceso a la práctica, difusión y desarrollo de la cultura, eliminando en su
creación toda forma de discriminación.”
6
Ernesto Laclau (1994 y 2000) ha explorado la relación, no en términos de exclusión, sino de la
necesaria relación de complementariedad entre universalismo/particularismo. Recordemos que
el punto de partida de la reflexión de este autor es la siguiente paradoja: lo universal, en
relación con lo particular, es inconmensurable; sin embargo, lo universal no puede prescindir de
lo particular. En toda apelación universalista subyace siempre un particularismo. Del mismo
modo, toda apelación a lo particular supone un valor universal, de lo contrario, no habría
manera de conocer el carácter particular de la apelación.
Un primer aspecto destacable de la redacción es que sólo prevé la “eliminación de la
discriminación” en la creación de la cultura y no en el acceso, la práctica y la difusión,
al menos si interpretamos que ese “su” refiere a la cultura.
Pero tal vez lo más interesante de destacar de este párrafo sea la garantía que el
Estado compromete de eliminar la discriminación de la cultura. Razonablemente surge
el interrogante de cómo podría el Estado cumplir con tal garantía sin avanzar sobre los
reconocidos como derechos esenciales de primera generación o derechos de libertad.
Esta observación remite a una e las necesidades principales en relación con el nuevo
impulso de la doctrina en materia de derechos culturales, tal el caso de instalar una
concepción integral de los derechos culturales que ha de comprender la totalidad de
los derechos que tienen que ver con los procesos culturales que están presentes en
todas las generaciones de los derechos fundamentales.
Como se desprende del propio texto, en el segundo párrafo del artículo 61 el Estado
se compromete a promover y proteger las manifestaciones culturales a las que
diferencia en personales, colectivas y aquellas que afirman la identidad provincial,
regional, nacional y latinoamericana.
Ahora bien, si las manifestaciones culturales que afirman la identidad provincial,
regional, nacional y latinoamericana son distintas de las personales y colectivas esto
implica que no adscriben ni a la idea de derechos individuales ni colectivos. Entonces
¿de quién son esas manifestaciones culturales?
Dada la oscuridad de la referencia a la cuestión de la identidad en la que se juega
mucho de lo que implica la cultura, procuraremos brevemente trazar un recorrido que
nos permita visualizar las cuestiones implicadas.
Una identidad es una definición de si mismo, en parte implícita, que un agente humano
debe poder elaborar en el curso de su conversión en adulto y seguir redefiniendo a lo
largo de su vida. La identidad que se invoca define de alguna manera el horizonte del
mundo moral puesto que, a partir de la identidad el sujeto puede establecer lo que
resulta verdaderamente importante para él y lo que no, lo que le atañe profundamente
y lo que tiene una significación menor. La identidad es de alguna manera lo que lo
sitúa en el mundo moral y por ende en un campo social. Así, la identidad como
horizonte moral constituye un eje del discurso de la identidad, pero no el único. Ahora
bien, la identidad entendida como algo personal, potencialmente original e inédito, está
en relación directa con la modernidad. La concepción expresivista del ser humano nos
introduce en un terreno en el que cada individuo puede innovar y por eso mismo le
otorga un papel ineludible en su autodefinición. La identidad es, antes que nada,
objeto de investigación constante y está abierta indefinidamente al dialogo con la
contingencia. Además, mi identidad, para que sea mía debe ser aceptada, lo que abre
en principio el espacio de una negociación con mi entorno, mi historia y mi destino.
Pero además, no podríamos definirnos por nosotros mismos, tenemos necesidad del
concurso de los otros significativos (libres, por supuesto). Esta perspectiva, da lugar al
discurso y las teorías del reconocimiento.
Es la identidad que surge de la revolución expresivista la que desplaza al horizonte
moral del registro del destino al de la negociación y la lucha del reconocimiento.
Hay un tercer eje que nos aproxima a un tema crucial de la política moderna: ¿en qué
consiste la identidad de un grupo? En la concepción de Herder igual que todo individuo
tenía su propia medida, en relación a la cual debía conducir su vida, así todo pueblo
tenia su propio genio que debía estar en la base de su cultura. Así cada pueblo tenia la
tarea de desarrollar el espíritu que estaba implícito en su lengua y en las creaciones
espontáneas de su cultura histórica “de ahí individuo y Volk, dos entidades que se
buscan, que tienen como tarea definir aquello en lo que consiste su originalidad y
atenerse a ella e, igualmente, dos agentes que existen entre otros en un campo de
intercambios en el interior del cual tienen necesidad del reconocimiento ajeno”.
(Tayllor, 1996). En esta concepción, en el juego reciproco entre la identidad individual
y grupal subyace una acción común en la historia, tal es la de conformarse como un
colectivo –pueblo- que toma decisiones comunes, supuestamente sobre la base de un
consenso que se asienta en un mismo horizonte moral; es decir que no sólo decide
conjuntamente sino que antes de decidir delibera.
Aunque confusamente, una identidad provincial que no es ni individual ni colectiva y es
distinta de ambas encuentra su referencia en otro agente que podría tentativamente
expresarse en la figura del Estado supuesto por esta Constitución. Sin embargo, no se
puede olvidar que la identidad rionegrina no puede ser sino la de un colectivo que
incluya y defina en esos términos a todos sus miembros. De otro modo, la identidad se
convertiría en una farsa a la que todo habitante debería adherir por imposición.
El replanteo complejo del tema de la identidad remite necesariamente a la
consideración del término “pueblo” invocado en el último párrafo del mismo artículo 61.
Tal como señala Sartori, “nuestro pueblo comienza desde el demos de los griegos. Y
del demos había ya desde el siglo V a.C., muchas interpretaciones” (Sartori, :33). El
proceso de construcción y reconstrucción del concepto de pueblo desde la antigüedad
clásica, pasando por la edad media que hizo de populus un concepto en parte jurídico
y en parte una entidad orgánica, llega a nuestros días preñada de sentidos a veces
complementarios pero otras opuestos o contradictorios. Sea que lo consideremos en
su dimensión singular o plural llegamos a un mínimo de seis posibles desarrollos del
concepto:
1. Pueblo como literalmente todos;
2. Pueblo como pluralidad aproximada: un mayor numero, los más;
3. Pueblo como populacho, clases inferiores, proletariado;
4. Pueblo como totalidad orgánica e indivisible;
5. Pueblo como principio de mayoría absoluta;
6. Pueblo como principio de mayoría moderada.
De acuerdo con nuestra interpretación, el término pueblo, tal como lo recoge este
apartado de la Constitución, es el de totalidad orgánica, todos como uno solo. Pero,
habría que tener en cuenta con Sartori que “el organicismo romántico es en verdad
totalizador y disolvente: resuelve el individuo en el espíritu del pueblo […] ciertamente
lo disuelve en el fluir impersonal de la historia” (Sartori: 36) por eso el énfasis del
último párrafo del artículo 61 radica en la preservación del acervo del pueblo.
Finalmente habría que señalar que llama la atención finalmente que en el contexto de
una Constitución que en el capitulo sobre los Derechos Sociales se ocupa
taxativamente de la cuestión indígena como cuestión social, al considerar la cultura no
los reconozca en su diversidad. En el último párrafo del artículo 61 se establece
explícitamente que se preservará la historia y la lengua del pueblo rionegrino.
¿Cómo podría preservar tales cosas el Estado sin desconocer la rica diversidad de la
sociedad rionegrina?
Resuena en esa afirmación la vieja tradición homogeinizadora de vieja data a la que
refiriéramos en apartados anteriores. Una tradición que, muy lejos de lograr la
integración pacífica y solidaria de la comunidad, invisibilizó a los que taxativamente
construyó como sus “otros” culturales.
Podría interpretarse que o el indígena se integra en esa totalización, que tiene una
unidad de lengua y una unidad histórica, renunciando a su propia lengua y su propia
historia, o queda por fuera del colectivo pueblo rionegrino.
En términos de O´Donnel, el Estado “intenta ser un foco de identidad colectiva para
los habitantes de su territorio. Típicamente, los funcionarios del estado, especialmente
los que ocupan posiciones en su cúpula institucional, afirman que el suyo es un
estado-para-la-nación o […] un estado-para-el-pueblo. Con estas afirmaciones ellos
invitan al reconocimiento generalizado de un ´nosotros’ que apunta a crear una
identidad colectiva […] que, según se postula, estaría por encima de, o debería
prevalecer sobre, los conflictos y clivajes sociales.” (O´Donnell, 2004: 151) Para que
esto sea posible, el todos debe abarcar en sentido amplio a las expresiones diversas
de la comunidad.
Como puede observarse y a pesar de que este sucinto recorrido no agota la reflexión
sobre el tema, si la constitución, ley de leyes, materialización del pacto fundante de la
sociedad, desarrolla escasa y oscuramente el concepto de cultura y derechos
culturales, difícilmente podrá sostenerse que los rionegrinos han alcanzado algún
grado de consenso imprescindible para la formulación de una ley general u orgánica
de cultura para Río Negro.

Para no olvidar: las cosas son lo que son por lo que vienen siendo.
Los antecedentes de iniciativas similares a la actual, cuyo propósito era, al igual que
en el presente, el de tratar de consolidar un marco jurídico estable para el desarrollo
de la política cultural provincial, se remontan a casi dos décadas. Entonces se
presentó en la Legislatura de la provincia un Proyecto de Ley General de Cultura que
no alcanzó más que la media sanción en la cámara. En aquel proyecto, imbuido
todavía por el espíritu de época del período inicial de la recuperación democrática, se
ponía de manifiesto la voluntad de favorecer la convivencia democrática, el pluralismo
y la tolerancia, al mismo tiempo que el respeto a la libertad de las personas y a las
comunidades originarias, la libertad de creación, la solidaridad y la identidad.
Recordemos que el gobierno de Álvarez Guerrero atribuyó gran importancia a las
políticas culturales y educativas. De hecho, tal como lo consigna una investigación
realizada en la UNCo, “la reforma educativa junto con la reforma político-institucional
fue uno de los principales modos de articulación con los sectores medios de la
población, aquellos provistos con una cuota mayor de capital cultural y simbólico, y
tuvo expresiones concretas en la extensión de la cobertura y en la introducción de
innovaciones” (Aliani, Alonso, Wellschinger, 2000) llevadas a cabo con niveles
crecientes de participación ciudadana.
Durante los primeros años de la democracia en la provincia, las políticas culturales
respondieron a tres propósitos claros: recuperar y garantizar a la ciudadanía el uso
pleno y sin restricciones del espacio público, promover la participación en los procesos
de creación cultural y contribuir al desarrollo integral de las personas a través de la
expresión artística. Tal como se pensaba entonces, adhiriendo a las líneas básicas de
la educación por el arte, el arte y la educación se encontraban íntimamente
relacionados, en la medida en que ambos iban en busca de un mismo y único fin, esto
es, no la producción de una mayor cantidad de obras de arte sino mejores personas y
sociedades.
Así, se concibieron programas que involucraron actividades en las plazas públicas de
las diferentes localidades, se multiplicaron las ofertas de talleres de arte y se
desarrollaron estrategias específicas de promoción a la creación artística y la
recuperación, resguardo y promoción del patrimonio.
Implícita en aquellas políticas se encontraba la certeza de que la cultura y la
ciudadanía tenían mucho que ver la una con la otra.
A pesar de todo ello, tal como ya lo señaláramos, no fue posible transformar en ley la
que aparecía como una clara orientación de política pública para el sector de la
cultura.
Posteriormente, en el año 1991, se presentó un segundo proyecto de ley de cultura
que obtuvo la sanción en primera vuelta pero nunca volvió a la cámara para su
tratamiento definitivo, bajo pretexto de cuestiones presupuestarias.
Frente a estas circunstancias cabría preguntarse algunas cosas. ¿Cómo y por qué
ocurre que los proyectos alcanzan tratamiento legislativo, son aprobados en primera
vuelta y luego languidecen hasta morir sin llegar a su sanción definitiva?
En principio, es imposible para los representantes parlamentarios rionegrinos ignorar
la centralidad que ha adquirido la reflexión en torno a la cultura y los derechos
culturales en tanto derechos humanos; pero, al mismo tiempo, también resulta
insoslayable la perplejidad frente a un campo teórico y político atravesado por disputas
aún inconclusas, atadas inexorablemente al contexto regional, nacional e internacional
dominado por la globalización económica y tecnológica así como por el fenómeno de
la mundialización de la cultura.
De hecho, tal como lo señala Gerhart Schröeder, “sin la seguridad que ofrecían los
grands récits de la historia, se trata de alcanzar un nuevo punto de vista desde el cual
se pueda alcanzar el campo visual de lo que sucede. En el proceso de globalización
reside una necesidad de lo total. La actualidad del concepto de cultura radica en el
hecho de que el concepto parece ofrecerla. La debilidad del concepto radica
justamente en el hecho de que él abarca ahora la totalidad de la realidad. La cultura se
ha convertido, en la discusión actual, en un medium necesario para la totalidad del
pensar y el actuar humanos. Esto significa que las oposiciones naturaleza-cultura
(Rousseau), cultura-civilización (Spengler), cultura-técnica, mediante las cuales fue
definido el concepto […] quedan absorbidas por un concepto abarcador […] en el que
sólo pueden constituirse, no hay nada que quede fuera de ello […] La pérdida de una
mirada extracultural de la cultura traslada la problemática a la cultura misma.”
(Schröder y Breuninger, 2007:23-24)
La dimensión del problema que se suscita por lo señalado anteriormente adquiere una
crucial importancia si consideramos que la formulación de políticas públicas requiere
de la más precisa especificación posible de su objeto y que la construcción de políticas
públicas para la cultura no puede operar sobre su definición amplia y holística sino que
necesita del esclarecimiento de sus dimensiones más perceptibles. (Getino, 2008 : 14)
Por su parte, “los derechos culturales viven la paradoja de ser un concepto de éxito,
pero a la vez polémico e insuficientemente elaborado […] desde el punto de vista
doctrinal, los derechos culturales aparecen insatisfactoriamente desarrollados, lo que
les relega a la condición de pariente pobre de los derechos humanos” (Prieto de
Pedro, 2008: 19)
¿Cómo los representantes del pueblo de Río Negro podrían rehusar entonces el
tratamiento de una ley de cultura para la provincia? Pero, al mismo tiempo ¿cómo
arribar a la formulación y aprobación de un instrumento jurídico que logre plasmar el
conjunto imprescindible de variables implicadas en la definición misma de la materia
sobre la que legislar y de los derechos a tutelar por la futura norma? ¿Cómo, sobre
todo, cuando no existe una demanda ciudadana de proporciones que se exprese
ofreciéndose como base legítima de la iniciativa?
Una mirada atenta sobre la discusión parlamentaria en torno de las diversas leyes que
en el período democrático ha sancionado la Legislatura de Río Negro permite afirmar
que, aunque fundados en criterios muy variables hasta el punto de ser completamente
opuestos, casi todos los proyectos cuyo objeto ha sido algún aspecto particular
vinculado con la cultura han sido aprobados por unanimidad en la cámara.
Cierto es que esa unanimidad en muchos casos se obtuvo luego de mermar o incluso
privarlos del financiamiento originalmente planteado; no obstante, es innegable la
voluntad favorable de los legisladores frente a los temas de promoción y estímulo a las
artes o la preservación del patrimonio cultural.
Creemos preciso retomar un interrogante previo, deslizado al pasar en párrafos
anteriores.
¿Qué actores han sido los artífices de los sucesivos y fallidos proyectos de ley de
cultura presentados para su abordaje en la cámara?, ¿existe alguna característica
común que los englobe?, ¿hay alguna posibilidad de que esa característica asuma un
valor principal para el análisis de los sucesivos derroteros de los proyectos de ley?
Si la política estatal puede ser concebida como “un conjunto de acciones y omisiones
que manifiestan una determinada modalidad de intervención del Estado en relación
con una cuestión que concita la atención, el interés o movilización de otros actores de
la sociedad civil [y] de dicha intervención puede inferirse una cierta direccionalidad,
una determinada orientación normativa, que previsiblemente afectará el futuro curso
del proceso social, hasta entonces desarrollado en torno a la cuestión”. (Oszlak y
O’Donnell, 1982: 135), la consideración de los actores se torna crucial para nuestra
reflexión.
Aunque la dimensión cultural del desarrollo fue instalada por la UNESCO hace más de
dos décadas y especificada en 1995 hasta el punto de señalar que “es inútil hablar de
la cultura y el desarrollo como si fueran dos cosas separadas, cuando en realidad el
desarrollo y la economía son elementos o aspectos de la cultura de un pueblo”
(Comisión Mundial de Cultura y Desarrollo, 1995), lo cierto es que el reclamo por
incorporar en las diversas acciones de los gobiernos la dimensión cultural ha sido
emprendida casi siempre por actores marginales, con escaso poder político y muy
poca probabilidad de movilizar la voluntad de los rionegrinos a favor de la
incorporación de la cultura como tema principal de la agenda estatal.
Aunque el perfil de esos actores del ámbito cultural suele ser marcadamente
especializado y goza de relativo prestigio social, raramente logran concitar la adhesión
colectiva a unos reclamos que suelen interpretarse como referidos a un pequeño
grupo o incluso en clave estrictamente personal. Es decir que su voz accede con
relativa facilidad a su expresión en el espacio público (lo suficiente como para ser
individualmente atendida) pero no representa legítimamente la demanda del colectivo
de los ciudadanos rionegrinos en la materia.
Pero entonces ¿quiénes fueron y quiénes son los que buscan instalar el debate en
torno de una ley de cultura para Río Negro?
En principio habría que destacar que en los dos últimos encuentros provinciales de
cultura los principales voceros de la necesidad de sancionar un marco jurídico que
jerarquice el área de cultura estatal y que asegure un financiamiento acorde a la
variada y extensa cantidad de programas y proyectos que debe sostener fueron los
representantes de los distintos municipios en consonancia con idéntica posición de las
autoridades provinciales.
Este panorama se corresponde exactamente con el planteado en los sucesivos
congresos argentinos de cultura organizados por la Secretaría de Cultura de la Nación.
Las razones que conducen a este reclamo son obvias como obvias también las
dificultades que encuentran para su satisfacción.
Después del largo período de los ´90 dominado por una lógica que delegó en el
mercado la orientación y satisfacción de las expectativas y necesidades de los
ciudadanos, las áreas oficiales de cultura vieron diezmada su estructura, cercada su
autonomía, pauperizados sus presupuestos y caída la calificación profesional de sus
recursos humanos.
Son en segundo términos los artistas los que, al menos de alguna manera, consideran
favorable la iniciativa de legislar en materia de cultura. No obstante, más allá de que
visualizan las ventajas de contar con un marco jurídico que jerarquice el área, provea
de mayores recursos y proporcione cierta estabilidad a la política, desconfían de una
posible definición de la cultura que incluya otros aspectos más allá del arte y pueda
establecer unos parámetros que de algún modo condicionen o prescriban sobre el
desarrollo de la actividad creativa y limite o condicione el acceso al sistema de
subsidios al que, aunque escaso y arbitrario, están habituados y con el que muy
parcialmente han contado.
Algo similar ocurre con las asociaciones civiles cuya actividad se desarrolla dentro del
ámbito de la cultura.
En lo que respecta a los pueblos originarios, al menos de acuerdo con lo que han
expresado sus representantes en los sucesivos congresos provinciales de cultura, sus
demandas exceden el marco de una ley de cultura aunque la variable cultural sea la
que cruza transversalmente y legitima sus reclamos en pos de políticas de
reconocimiento y redistribución.
Puestas así las cosas, el conjunto de los rionegrinos que no frecuentan el ámbito
especializado de la producción cultural y que difícilmente visualizan las dimensiones
de la cultura vinculadas con el desarrollo en sus variadas facetas están muy lejos de
considerar crucial la sanción de una ley de cultura para la provincia.

Conclusión
Para dar un primer giro conclusivo a lo señalado hasta aquí habría que señalar que, en
el más estricto sentido jurídico, una ley es una norma dictada por el legislador, un
precepto establecido por la autoridad competente que manda o prohíbe algo, siempre
en consonancia con la justicia. Por lo tanto, ésta restringe el libre albedrío de las
personas que le deben obediencia, imponiendo un control externo a las conductas
sociales. Queda, sin embargo, implícito que las acciones privadas de los hombres que
de ningún modo ofendan la moral o las buenas costumbres están exentas, en tanto
privadas, del control social.
Las leyes serian entonces precisiones sobre el pacto planteado en la Constitución,
derivadas a partir de ese “meta pacto” original que da origen y se materializa en la
carta magna.
En tanto particularizaciones, las leyes forman parte de él, lo explicitan y son
abarcativas, abstractas e impersonales, no están dirigidas a grupos determinados, sino
que comprenden a todos los comprendidos en el pacto. En un estado de derecho esto
incluye al soberano.
Toda ley implica un acuerdo social previo anterior a su materialización como tal,
alrededor de cómo algo debe ser valorado, positiva o negativamente, es decir que
implica valoraciones sociales acerca de las cuestiones comunes.
Tienden a su vez a ser permanentes, al menos en tanto los acuerdos permanezcan, y
sufren variaciones y modificaciones cuando los intereses sociales se mueven,
evolucionando o retrogradando.
Entonces toda ley, necesariamente involucra consenso social alrededor de la materia
a legislar.
La definición de consenso del Diccionario de Política plantea que “el término denota la
existencia de un acuerdo entre los miembros de una unidad social dada acerca de
principios, valores, normas, también respecto de la deseabilidad de ciertos objetivos
de la comunidad y de los medios aptos para lograrlos. El consenso se evidencia, por lo
tanto, en la existencia de creencias que son más o menos ampliamente compartidas
por los miembros de una sociedad […] Desde el punto de vista de la política, podemos
pues distinguir […] entre consenso relativo a las reglas fundamentales que dirigen el
funcionamiento del sistema y el consenso que tiene por objeto ciertos fines o
instrumentos particulares […] Es evidente que para los efectos de la sobrevivencia y
del funcionamiento del sistema político el primer tipo de efecto, el consenso sobre las
reglas fundamentales que dirigen el desenvolvimiento de la vida política es un
elemento casi indispensable para una marcha más o menos ordenada del debate
cuando falte, como a menudo sucede, del consenso del segundo tipo”
Tal como se desprende de nuestro análisis de la Sección Tercera de la Constitución
provincial reformada en 1988 no se evidencia con claridad en Río Negro un grado
amplio de consenso en torno a las denominadas reglas de juego del sistema político
referidas a la cuestión de la cultura. Como era de esperar y ha quedado demostrado,
la deconstrucción del proceso en el que se articulan diversas iniciativas por sancionar
una ley general de cultura para la provincia muestra que tampoco se ha arribado a un
consenso de segundo tipo en torno a los fines o instrumentos particulares que
regularían las políticas públicas estatales para esa materia. Cabe preguntarse
entonces cuál sería el grado de legitimidad y sustentabilidad que alcance una ley que
no se asiente sobre acuerdos sólidos y fundantes. Si como señala O´Donell “la eficacia
de la ley sobre un territorio determinado se compone de innumerables conductas
hechas hábito, que por lo general, concientemente o no, son compatibles con la
prescripción de la ley.” (O´Donell, 1993: 86) entonces lo que se impone es esclarecer
cuáles son, si es que las hay, esas conductas que están en la base de una posible
“rionegrinidad” que sostendría una futura ley de cultura provincial.
Río Negro se reconoce, en el mismo texto constitucional sobre el que hemos estado
trabajando, como una provincia organizada bajo un sistema republicano y democrático
(Artículo 1).
Por ello, es preciso plantear que, en el contexto de una sociedad democrática, el
abordaje de la cultura no puede hacerse sólo en términos de “diversidad” puesto que
aún en regímenes autoritarios podrían reconocerse y de hecho se reconocen los
particularismos. Sostenemos por ello que necesariamente, en el contexto de una
democracia, diversidad y pluralidad7 se relacionan recíproca y dialógicamente.
Vale recordar entonces que la condición básica del diálogo es la de constituir una
relación de comunicación entre pares.
Como cuestión de principio, habría que recordar que reconocimiento y
redistristribución constituyen las dos dimensiones implicadas en la noción de igualdad
de derechos.
La redistribución implica el acceso a productos y servicios en una contemporaneidad
en la que confluyen un lugar y un momento determinados y es la repuesta básica a las
necesidades materiales; es decir, elemental y mínima, sostenida por el igualitarismo.
A su vez, el reconocimiento se refiere a la visibilidad de los agentes sociales en el
espacio público. Es decir que, en tanto sujetos políticos, puedan ser visibles y
portadores de una voz pública habilitada para la deliberación en la arena política. Este
concepto por tanto implica que una sociedad asume la existencia y validez de diversas
perspectivas y formas de creación y recreación culturales que constituyen su riqueza.
Respondiendo a la pregunta de Touraine acerca de si podremos vivir juntos, un
abordaje desde el reconocimiento implica la posibilidad de que cada grupo conserve
su particularismo pero, al mismo tiempo, pueda verse solidariamente incluido en una
identidad conjunta que lo abrace. Por todo esto, el derecho a la diferencia no puede
ser concebido sino como uno más de la canasta básica de derechos del ciudadano.
Recordando la tríada que Arendt plantea para definir la vita activa (labor, trabajo y
acción) deseamos rescatar por su pertinencia para este trabajo sus reflexiones sobre
la acción “única actividad que se da entre los hombres sin la mediación de cosas o
materia, corresponde a la condición humana de la pluralidad, al hecho de que los
hombres (el subrayado es nuestro), no el Hombre, vivan en la Tierra y habiten en el
mundo. Mientras que todos los aspectos de la condición humana están de algún modo
relacionados con la política, esta pluralidad es específicamente la condición – no sólo
la conditio sine quanon, sino la conditio per quam- de toda vida política […] la acción
sería un lujo innecesario, una caprichosa interferencia en las leyes generales de la
conducta, si los hombres fueran de manera interminables repeticiones reproducibles
del mismo modelo […] la pluralidad es la condición de la acción humana debido a que
todos somos lo mismo, es decir, humanos, y por tanto nadie es igual a cualquier otro
que haya vivido, viva o vivirá […](Arendt, 2004: 21-22) la pluralidad humana, básica
condición tanto de la acción como del discurso tiene el doble carácter de igualdad y
distinción. Si los hombres no fueran iguales, no podrían entenderse ni planear ni
prever para el futuro las necesidades de los que llegarán después. Si los hombres no
fueran distintos, es decir, cada ser humano diferenciado de cualquier otro que exista,
haya existido o existirá, no necesitarían el discurso ni la acción para entenderse”
(Arendt, 2004: 200)
El pleno goce y ejercicio de los derechos de primera, segunda y tercera generación
que incluyen necesariamente la cultura como objeto específico o como variable

7
En el lenguaje político se llama pluralismo a la concepción que propone como modelo una
sociedad compuesta por muchos grupos o centros de poder, aún en conflicto entre ellos, a los
cuales se les ha asignado la función de limitar, controlar, contrastar e incluso eliminar el centro
de poder dominante históricamente identificado con el Estado. Como tal, el pluralismo es una
de las corrientes de pensamiento político que se ha opuesto y continúa oponiéndose a la
tendencia hacia la concentración y la unificación del poder que es propia de la formación del
Estado moderno. El pluralismo se distingue de pero es compatible con las propuestas de la
doctrina constitucionalista, la doctrina liberal y la democrática. Todas tienen en común el
enemigo: el Estado como único centro de poder. Los teóricos del pluralismo consideran con
frecuencia como sistema antitético el totalitario. (Bobbio, 2005: 1184)
transversal determinante orientan a reflexionar en torno del concepto de ciudadanía
cultural.
A nuestro entender, mucho antes de discutir una ley de cultura, los rionegrinos (todos
los rionegrinos con sus particularismos y perspectivas plurales) deberíamos abocarnos
a la negociación de un consenso de primer tipo que demarque lo deseable, lo
pensable y lo posible en materia de cultura y derechos culturales para los ciudadanos
de la provincia. Ello implica tomar el desafío de revisar el texto ya mítico de la
Constitución reformada en 1988; es decir, actuar, que en términos de Arendt no es
otra cosa que “tomar una iniciativa, comenzar (como indica la palabra griega archein,
“comenzar”, “conducir” y “gobernar”)” (Arendt, 2004: 200-201)
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Resumen
Desde 1983 la provincia de Río Negro ha diseñado e implementado políticas públicas
que han buscado superar la tradicional visión restrictiva de la cultura exclusivamente
como arte, avanzando hacia el diseño, formulación e implementación de políticas
culturales en cuyo centro se encuentra la preocupación por el desarrollo y
afianzamiento de la ciudadanía. No obstante, esas iniciativas no han logrado
consolidarse. Una lectura atenta de la Constitución provincial reformada en 1988 así
como un racconto crítico de la legislación vigente permite corroborar tal situación.
En momentos en que en la Comisión Interpoderes de la Legislatura de la Provincia de
Río Negro, creada por la Ley n° 4359 sancionada y promulgada en 2008 por la misma
Legislatura, se encuentra abocada a la tarea de elaborar un proyecto de ley provincial
de cultura y ha emprendido para ello la tarea de arribar a los necesarios acuerdos
conceptuales y políticos que le den viabilidad en la cámara, resulta evidente que no
han sido zanjadas algunas cuestiones previas que involucran incluso el interrogante
acerca de la posibilidad, necesidad y alcances de la ley.
En ese marco, es imprescindible retrotraer el análisis y la discusión a los aspectos
involucrados en el proyecto orientándolos desde la perspectiva que ofrecen el
constitucionalismo cultural y los desarrollos conceptuales y políticos más recientes en
torno de los derechos culturales.

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