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PALABRAS DIRIGIDAS AL

SR. ARZOBISPO DE VALENCIA

POR EL DIRECTOR DE LA FRATERNIDAD SACERDOTAL SAN


JUAN DE AVILA

EN LA SESIÓN DE APERTURA DE LA CAUSA DE


CANONIZACIÓN DE
JOSÉ SOTO CHULIÁ

Santa Iglesia Basílica Catedral de Valencia


5 de junio de 2010

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Estimado Señor Arzobispo,
Estimados hermanos en el sacerdocio,
Hermanos y hermanas en el Señor:

Gratitud
En nombre de la Obra de San Juan de Ávila, de la Obra de Santa Teresa, de la Fraternidad
Sacerdotal San Juan de Ávila; de los sacerdotes guiados espiritualmente por el nuevo siervo de Dios
y que fueron también sus amigos y colaboradores, varios de ellos hoy presentes entre nosotros; de
muchos laicos en diversas regiones de España y América; de los grupos apostólicos de matrimonios,
madres de familia y jóvenes —muchos de ellos hoy presentes en esta Catedral—, le expresamos,
Señor Arzobispo, nuestra sincera gratitud por el inicio del procedimiento instructorio de la causa de
beatificación y canonización del sacerdote valenciano José Soto Chuliá, al que nos consideramos
espiritualmente vinculados los miembros y amigos de estas asociaciones de fieles.
Gracias por haber querido que esta sesión de apertura tuviera lugar dentro del Año Sacerdotal
proclamado por S.S. Benedicto XVI para la renovación interior del sacerdocio católico, que fue
también la finalidad de toda la vida y obra del Padre José Soto.
Gracias por introducir esta causa en el marco cercano del primer centenario de la ordenación
sacerdotal de este presbítero valenciano, recibida el 12 de marzo de 1910 en esta misma Catedral.
Identidad
¿Quién es este conocido y desconocido sacerdote, al que desde hoy comenzamos a llamar siervo de
Dios?
Fue un hijo de una familia humilde y creyente de la huerta valenciana, que le transmitió una
profunda fe.
Fue un alumno del Seminario de Valencia que sintió una especial llamada de Dios a dedicar su
futuro ministerio a ayudar a los sacerdotes a vivir con fidelidad y gozo su vocación.
Fue un sacerdote consciente de que el bautismo y el sacramento del orden reclaman una verdadera
santidad de vida.
Fue el párroco de Bolulla y de Nuestra Señora de los Ángeles en El Cabañal, entregado a la
evangelización y formación cristiana de sus feligreses.
Fue colaborador cercano del obispo beato Manuel González García en la diócesis de Málaga en sus
obras pastorales predilectas.
Fue el director espiritual del Seminario de Málaga durante treinta años; y en él, confesor y
consejero del rector mártir beato Enrique Vidaurreta Palma; formador de los superiores y
seminaristas mártires de dicho seminario, entre ellos el diácono beato Juan Duarte Martín; el
orientador de muchas generaciones de sacerdotes.
Fue apóstol de la santidad sacerdotal por muchas regiones de España, impulsor de la espiritualidad
propia del clero diocesano, fomentando grupos de amistad en las diversas diócesis para ayudarse a
vivir con plenitud de entrega su vocación y misión.
Fue padre y educador de muchas vírgenes consagradas a Dios en el mundo y en la vida religiosa, a
quienes predicó la vocación fundamental y eterna de la mujer, la maternidad espiritual.
Fue el guía espiritual de muchos esposos y padres de familia, a quienes descubrió el matrimonio
como camino específico de santidad cristiana.
Fue amigo y formador de jóvenes y adolescentes, quienes se sentían muy a gusto con él, y a quienes
proponía la santidad bautismal como el mejor camino de discernimiento vocacional y la auténtica
preparación a la vocación específica.

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Fue un gran amigo de los niños, a quienes dedicó muchas horas de su ministerio sacerdotal en
diversas reuniones y diálogos para mostrarles a Jesús como el camino de su existencia, enseñarles a
ser apóstoles de Cristo para sus hermanos, amigos y compañeros, y a prepararse para la misión
futura a la que cada uno estaba llamado por el Señor.
Es un presbítero que quiso hacer suyo el programa de Jesús: Si el grano de trigo no cae en tierra y
muere, quedará solo; pero si muere, da mucho fruto (Jn 12, 24).
Es el amigo de Dios a través del cual muchos sacerdotes, seminaristas, vírgenes y laicos han podido
conocer a Dios, han podido experimentar la cercanía de Dios, han podido descubrir a Dios como
Padre y relacionarse con Él como hijos.
Misión
¿Qué pretendía este sacerdote con su labor pastoral y educativa?
Era consciente de que la Iglesia no puede llevar a cabo la misión recibida de Cristo sin santidad en
sus sacerdotes; estaba convencido de que nada hay que dañe tanto a la vida y misión de la Iglesia
como el pecado y la mediocridad de sus sacerdotes; veía claro que allí donde falta la santidad, es
inevitable que entre la corrupción (San Pío X, Haerent animo 13). Ya lo había dicho Jesús: Si la sal
se desvirtúa, ¿con qué se salará? Para nada vale ya, sino para tirarla fuera y que la pisen los
hombres (Mt 5, 13). Por ello, consagró su persona, sus energías y su tiempo a promover la santidad
en el clero diocesano, tanto en su formación inicial como en la permanente; y a buscar sacerdotes
que quisieran entregarse sin reservas a Dios y a ayudar a sus hermanos en el ministerio. Los
sacerdotes eran su razón de ser en este mundo. A mí no se me ha perdido más que el sacerdote. Para
ello, sobre la base de una verdadera apertura personal a la gracia de Dios, fomentaba grupos de
amistad espiritual en las diócesis y el trabajo pastoral en equipo. En este empeño encontró oposición
y fue signo de contradicción, pero también encontró verdadero seguimiento. Así surgieron grupos de
sacerdotes amigos en diversas diócesis y naciones, que dieron lugar a la Fraternidad Sacerdotal San
Juan de Ávila como asociación de sacerdotes diocesanos.
Así como María, Virgen y Madre, tuvo un papel decisivo en la formación de Jesús, de los apóstoles
y de los primeros discípulos, y sigue ejerciendo su mediación materna sobre la Iglesia, el Padre Soto
veía que el sacerdote diocesano necesita hermanas y madres en el Señor que, participando en la
vocación y misión de la Madre de la Iglesia, le ayuden en su fidelidad a Dios y en su misión
pastoral. La Iglesia no sólo camina con el principio petrino, sino también es esencial a su misterio el
principio mariano. Necesita el sacerdote en su casa una atmósfera cristiana que favorezca su relación
con Dios y su servicio pastoral a la comunidad, y así nació en el corazón del Padre Soto la Obra de
Santa Teresa, vírgenes cristianas que ofrecen su vida a Dios por la santidad del clero y sirven a la
Iglesia en el servicio doméstico de parroquias, seminarios y casas de formación. Necesita también el
presbítero diocesano en su ministerio pastoral la presencia y trabajo de mujeres célibes que sean
madres espirituales de la juventud, acompañen a las familias, aconsejen y orienten diversas
iniciativas apostólicas, y así surgió también en su corazón la Obra de San Juan de Ávila para servir a
la Iglesia en la formación de grupos apostólicos. Así pues, con estas dos obras femeninas el P. José
Soto no se apartaba de su único objetivo; por el contrario, están al servicio y en función de la
santidad y ministerio pastoral de los presbíteros como ayuda preciosa y necesaria.
El sacerdocio ministerial en la Iglesia está totalmente al servicio del sacerdocio bautismal del Pueblo
de Dios. La misión del sacerdote ministro es hacer posible y ayudar a los fieles a vivir en plenitud el
bautismo: su filiación divina en relación con el Padre, su comunión de vida con Cristo, el dejarse
poseer y conducir por el Espíritu Santo, su misión apostólica en la Iglesia, y así favorecer el
crecimiento de las personas y de las comunidades hacia su madurez cristiana. ¿Bautizado? Luego
santo y apóstol. Por ello, la dedicación del nuevo siervo de Dios a los sacerdotes se vio acompañada
del despertar de la conciencia cristiana de muchos niños, jóvenes, matrimonios, madres de familia.
Los laicos que entraban en relación con él descubrían la grandeza y urgencia de su vocación en la
Iglesia: transformar desde dentro los ambientes y estructuras humanas con el espíritu y con la fuerza

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del Evangelio, mediante su competencia profesional, su testimonio de vida, sus iniciativas,
asumiendo responsabilidades sociales para orientarlas al verdadero bien de la humanidad. A quienes
se sentían llamados al matrimonio les descubría la belleza y santidad de la familia cristiana —el
punto de apoyo que la Iglesia necesita para levantar el mundo hacia Dios— y los lanzaba al
apostolado familiar.
Pero todo esto no se improvisa. Requiere preparación sólida y paciente. Por ello a los jóvenes
estudiantes que querían tomar en serio su propia formación les ofreció los pisos, como ambientes e
itinerarios educativos, dando la máxima importancia a la presencia y acompañamiento cercano de un
formador entre ellos. ¡Cuántos adolescentes y universitarios han encontrado en esos pisos a
Jesucristo como la verdad y la luz que está guiando su existencia! ¡Cómo han experimentado a la
Iglesia como la gran compañía de amigos en la que Jesús resucitado camina a nuestro lado y nos
lleva a la comunión con Dios! ¡Cuántos han encontrado allí una preparación adecuada para el
matrimonio, la vida profesional, la consagración a Dios o el sacerdocio!
Cuando los laicos toman conciencia de su vocación a la santidad y de su misión apostólica en la
familia y en el mundo, se convierten en un gran estímulo para los sacerdotes y también en fuente de
nuevas vocaciones al sacerdocio, a la vida consagrada, al apostolado seglar.
Así es como se ha ido gestando una nueva familia espiritual en la Iglesia.
Eclesialidad
Al solicitar la introducción de una causa de beatificación y canonización, la sabiduría de la Iglesia
pide y las circunstancias imponen hacernos algunas preguntas: ¿Es necesario? ¿Qué interés puede
tener para el bien de la Iglesia una nueva causa? ¿Tiene algún significado específico la causa que se
solicita introducir? ¿Qué importancia eclesial y social puede tener?
Como ha señalado en diversas ocasiones S.S. Benedicto XVI, la santidad de los miembros de la
Iglesia no es un elemento accesorio, secundario, ornamental; por el contrario, es una realidad
esencial al misterio de la Iglesia. La santidad, búsqueda continua de la comunión con Dios,
representa el objetivo último del plan de salvación divina: Esta es la voluntad de Dios: vuestra
santificación (1 Ts 4, 3) (cf. Discurso 19 diciembre 2009). Los santos son la gloria de Dios en la
tierra, manifiestan la perfección del Hijo de Dios hecho hombre, son como las caras de un prisma en
las que con diversos matices se refleja la única luz que es Cristo; muestran el verdadero rostro de la
Iglesia, ponen de relieve la verdad y la eficacia del Evangelio, contribuyen a hacer más creíble y
atractiva la misión de la Iglesia; descubren que la presencia de Cristo transfigura la vida del hombre
y salva a la humanidad de la frustración y el vacío, abren el camino a verdaderas resurrecciones
espirituales y a conversiones duraderas, engendran nuevos santos, siembran alegría y esperanza,
viven la felicidad auténtica que anhelan los hombres de todo tiempo y lugar (cf. Discurso 17
diciembre 2007); son los verdaderos portadores de luz en la historia (cf. Mensaje 24 abril 2006). Los
santos no son representantes del pasado, sino que constituyen el presente y el futuro de la Iglesia y
de la sociedad. Sus vidas son un fuerte estímulo a vivir con intensidad y entusiasmo el seguimiento
de Cristo hacia la plenitud de la existencia cristiana (cf. Lumen gentium, 40). En el mar a menudo
oscuro y borrascoso de la historia humana, los santos —y sobre todo María— son las verdaderas
estrellas que nos indican la ruta hacia Jesucristo, la luz por antonomasia, el sol que brilla sobre las
tinieblas de la historia (cf. Spe salvi, 49). Por tanto, reconocer con gratitud la santidad de Dios y la
acción de la gracia en los mejores hijos de la Iglesia tiene una importancia formativa de primer
orden para la vitalidad de la Iglesia, para la transformación del mundo por la verdad y el amor, y
para la salvación de la humanidad.
Quedando a salvo el juicio que en su momento haga la autoridad de la Iglesia, y además de los
mencionados aspectos comunes con las demás causas, la solicitud de introducción de la causa del
Padre José Soto Chuliá ha estado guiada por la persuasión de que podría contribuir a poner de
relieve algunos aspectos singulares del misterio de la Iglesia y a responder a necesidades
fundamentales de la sociedad.

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Ante todo, la necesidad de dar toda su importancia a la espiritualidad bautismal en la Iglesia. El
nuevo siervo de Dios no se consideraba portador de una nueva espiritualidad específica. Se sentía
llamado, en cambio, a ayudar a vivir la espiritualidad fundamental del bautismo con todas sus
consecuencias: la filiación divina en relación con el Padre, la comunión de vida y amor con
Jesucristo, la nueva relación con el Espíritu Santo, dejándose habitar, poseer y conducir por Él en
todas las actividades y circunstancias de la vida. La espiritualidad bautismal incluye la centralidad
del misterio pascual de Cristo participado por el bautizado: el paso de la muerte a la vida, del
hombre viejo al hombre nuevo, del egoísmo al amor, hasta la plenitud de vida expresada por san
Pablo: Vivo yo, pero ya no yo, es Cristo quien vive en mí (Ga 2, 20). El bautismo es encuentro con
Cristo, inserción de la criatura humana en el ser y en la misión de Jesucristo. Para el Padre Soto el
cristianismo no es principalmente doctrina, sino esencialmente vida: la vida divina trinitaria que en
el gran sacramento del bautismo nos comunica una Persona, Jesucristo Resucitado. El germen de
vida divina que introduce en el ser humano el sacramento del bautismo necesita desarrollarse hasta
su madurez, la comunión con Dios mediante la amistad con Cristo. Cristiano, sé cristiano.
En segundo lugar, la vida y obra del P. José Soto Chuliá pone de relieve la necesidad de la
santidad en el sacerdote diocesano en virtud de su participación específica en el único Sacerdocio
de Jesucristo, de su configuración con Él como cabeza, pastor, siervo y esposo de la Iglesia; y de la
misión que se deriva de dicha participación. En su labor apostólica destaca fuertemente que el
sacerdote diocesano tiene una espiritualidad propia que deriva del sacramento del orden, en el que
recibe todas las gracias necesarias y convenientes para vivir en plenitud su vocación y misión. Pero
esto no quiere decir que sea autónomo y autosuficiente: para dejarse transformar por la gracia
necesitará, junto con la oración y los sacramentos, la comunión con el Vicario de Cristo en la tierra,
la asistencia de auténticos guías espirituales y profundas amistades cristianas y sacerdotales en la
Iglesia. De ahí la necesidad de la ayuda mutua y de trabajo en equipo entre sacerdotes. Para él,
ayudar a un sacerdote es ayudarle a ser lo que es. Sacerdote, sé sacerdote.
Un rasgo característico que el ministerio del Padre José Soto resalta es el gran amor a la Iglesia
que vive el cristiano y el sacerdote que son conscientes de su vocación y misión. Frente a la
desorientación y confusionismo que se vivía en el postconcilio, mostraba la necesidad y unidad del
aspecto carismático y del aspecto institucional o jerárquico en la Iglesia, como dos elementos
esenciales e inseparables de su constitución. En la Iglesia hacen falta el Espíritu Santo y Pedro.
¿Quién de los dos hace más falta? Los dos hacen más falta. Pedro y el Espíritu Santo: los dos me
hacen mucha falta. Consiguientemente, animaba a sus dirigidos a dejarse guiar por el Espíritu Santo
e inculcaba un gran amor y fidelidad al Sucesor de Pedro y a los obispos en comunión con él. En la
fidelidad al magisterio y al gobierno del Papa encontraba la seguridad de no ir por un camino
equivocado.
El mensaje y la obra del siervo de Dios José Soto Chuliá destacan la necesidad de reforma que la
Iglesia tiene en todos los tiempos. Como hombre de fe, veía en la Iglesia la grandeza que el
Concilio Vaticano II había expresado sobre su misterio. Al mismo tiempo, su luz y su amor le
hacían captar con gran realismo y profundidad sus heridas y sus necesidades apremiantes,
especialmente por lo que se refiere a los errores, confusiones, desorientaciones y falta de santidad
del clero. Tenía mucho interés en desarrollar en las personas que trataba un gran amor a la Iglesia, y
por lo mismo, quería que adquirieran una sabiduría crítica frente a la realidad del mundo
eclesiástico, para que viendo con realismo los males, procuraran poner el remedio: A grandes males,
grandes remedios. Como san Juan de Ávila en su tiempo ─especialmente en sus Memoriales al
Concilio de Trento y en sus Advertencias al Concilio de Toledo─, profundizó en las necesidades de
la Iglesia, trabajó en su reforma desde la conversión personal interior y la formación cristiana, y
procuró aportarle la medicina que necesitaba promoviendo la santidad de los sacerdotes como
levadura en la Iglesia.
Otro aspecto que la personalidad y el ministerio del Padre Soto subrayan es la importancia
trascendental de la formación de personas en la Iglesia. Las grandes crisis en la Iglesia vienen
por falta de formación y por las confusiones acerca de la formación. La formación no es mera
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instrucción, transmisión de conocimientos, aprendizaje de técnicas y métodos, desarrollo de
habilidades, sino ante todo transformación profunda de la persona en Cristo. La formación es una
obra divina, la participación en la acción del Padre que, mediante el Espíritu Santo, infunde los
sentimientos del Hijo en el corazón de las personas humanas que se abren a su gracia. En esta obra
Dios se quiere servir de la mediación humana. Lo decisivo en esta colaboración humana no es la
ciencia, las cualidades naturales, los métodos o planificaciones, sino la comunión del instrumento
humano con el Formador por excelencia que es Dios. Por ello el Padre Soto consideraba verdadero
formador a la persona limpia y humilde de corazón, que se deja poseer y conducir por el Espíritu
Santo, siempre atenta a los signos de las almas y a las mociones del Paráclito. Para un educador así,
el principal instrumento de formación es el diálogo personal, en el que el nuevo siervo de Dios fue
un maestro excepcional. La verdadera renovación de la Iglesia y del sacerdocio pasa por el don de
formadores de esta talla.
En la obra de la formación cristiana de las personas, y en especial, en la tarea de promover la
santidad sacerdotal, el P. Soto resaltaba la importancia decisiva de la amistad, y en particular, de
la amistad entre los sacerdotes que aspiran seriamente a la perfección. Para él era de importancia
vital en el camino personal el grupo de amigos, el equipo, para no dejarse engañar por los
subterfugios del espíritu propio, hacerse espaldas, confirmarse en el ideal, vencer los desalientos,
estimularse con el testimonio, orientarse con la palabra, fortalecerse con la oración, corregirse
fraternalmente, y así apuntar a la cumbre de la comunión con Dios. Comentaba mucho las palabras
de Santa Teresa de Jesús: Gran mal es un alma sola entre tantos peligros… Por eso aconsejaría yo
a los que tienen oración, en especial al principio, procuren amistad y trato con otras personas que
traten de lo mismo… Es menester hacerse espaldas unos a otros los que le sirven para ir adelante
(Vida, 7, 20-22). Proponía, pues, a todos, una santidad vivida en amistad.
Una particular importancia y actualidad tiene para la Iglesia el pensamiento del siervo de Dios sobre
el discernimiento vocacional y los seminarios. El verdadero discernimiento de la vocación
específica se realiza viviendo en plenitud la vocación fundamental y cierta recibida en el sacramento
del bautismo. Este es el verdadero criterio de selección y de él brota la luz y la energía para
descubrir y seguir la vocación de cada uno. Luego, para él lo decisivo era que en el seminario los
seminaristas pudieran vivir y tratar con auténticos hombres de Dios. No quería letra, sino espíritu.
No confiaba en los reglamentos, por más elaborados que se redactasen. Para él el reglamento que
necesitaban los seminarios era la vida entregada a Dios, a la Iglesia y a los educandos de sus
formadores. Que oigan y vean hablar y vivir en cristiano. Que los seminaristas puedan ver vivido el
cristianismo en sus educadores.
Un aspecto de gran interés en la labor apostólica del Padre Soto es haber subrayado con fuerza,
originalidad e intrepidez la importancia de la mujer en la formación cristiana y sacerdotal. Para
educar hace falta padre y madre. No sólo en el ámbito de la familia natural, en el mundo de la
enseñanza y en otras actividades apostólicas, sino también en la formación inicial y permanente de
los sacerdotes. Por supuesto, no pensaba en cualquier mujer, ni siquiera en mujeres buenas, sino en
mujeres de Dios, que participaran en la maternidad de María en la Iglesia.
Esperanza
Señor Arzobispo, en esta ocasión queremos también manifestarle filialmente la esperanza que hay
en nuestros corazones en relación con esta sesión de apertura.
La esperanza de que el desarrollo de esta causa de beatificación y canonización manifieste, ante
todo, la santidad de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, único Salvador del género
humano. Una santidad que es ante todo comunión filial con el Padre y plenitud de Espíritu Santo. Él,
en el continuo envío del Espíritu Santo a su Iglesia, no cesa de suscitar a lo largo de su historia
hombres y mujeres que reflejan su santidad y así renuevan a la humanidad en la verdad y en el amor.
La esperanza de que esta causa muestre, una vez más, la santidad auténtica de la Iglesia, porque ella
es el habitar de Dios entre los hombres, su esencia íntima es ser comunión de los hombres con Dios

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en Jesucristo, es el sacramento de salvación, el signo y el instrumento a través del cual Dios Padre
santifica a los hombres en Cristo por su propio Espíritu.
La esperanza de que el proceso que hoy ha comenzado sea para nosotros, sacerdotes de Cristo y de
la Iglesia, una nueva, amorosa y atrayente llamada de Dios a no vivir nuestro ministerio con una
ética minimalista, sino como camino específico de santidad; a que nuestro programa de vida sea la
Persona de Jesucristo, conocido, amado e imitado, para vivir por Él la comunión con la Trinidad y
para transformar la historia, poniendo la pastoral en la perspectiva de la santidad (cf. Novo millennio
ineunte, 29. 30).
La esperanza de que en el estudio histórico que conlleva la causa pueda emerger la realidad de que
la obra reformadora y la escuela sacerdotal iniciada por san Juan de Ávila en el siglo XVI no ha
quedado truncada, sino que ha encontrado una renovación y continuidad en este sacerdote
valenciano del siglo XX.
La esperanza de que esta causa coopere a volver a dar toda su importancia al hecho de haber
recibido el santo bautismo (Pablo VI, Ecclesiam suam), a despertar en los bautizados la vocación
universal a la santidad, a redescubrir la belleza y santidad del matrimonio y de la familia cristiana, a
valorar la maternidad como la vocación fundamental y eterna de la mujer, a sentirse atraídos por la
gran fecundidad de la virginidad cristiana en la Iglesia y en el mundo.
La esperanza de que esta causa ayude a los niños, adolescentes y jóvenes a no contentarse con
ideales pequeños y efímeros, sino a descubrir que Jesucristo es el Señor de la historia, tiene para
cada joven un proyecto de vida y una misión insustituible, y vale la pena perder —entregar— la vida
por Él y por su obra de salvación, en el matrimonio, en la virginidad, en el sacerdocio ministerial.
La esperanza, finalmente, de que las investigaciones históricas que se harán en torno a la figura del
ahora siervo de Dios José Soto Chuliá pongan de relieve, una vez más, la vitalidad de esta Iglesia
archidiocesana de Valencia, que a lo largo de los siglos ha sido tierra de santos y ha dado a la Iglesia
universal santos que la han renovado desde dentro con la fuerza del amor.
Muchas gracias.

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