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Capítulo 9

Plasmación formal de la forma del ministerio

1. Unidad y pluralidad en el ministerio eclesiástico

El Padre envío a Cristo como maestro, sacerdote y pastor, por eso el ministerio eclesiástico que
representa a Cristo tiene esa triplicidad de tareas. ¿Alguna de ellas prevalece e integra a las demás? Varias
teorías:

a) integración en el servicio a la Palabra

CVII menciona como primera tarea la «proclamación de la Palabra»; lo mismo Ratzinger y Rahner
opinan que el servicio de la palabra integra la función sacerdotal y pastoral del ministro.

b) integración en la acción sacramental

H Schlier: tanto el ministerio eclesiástico de la proclamación como el ministerio pastoral tendrían


como finalidad la representación de la radical entrega de Jesús al Padre por nuestra salvación.

c) integración en el ministerio pastoral

Cristo mismo entiende como misión suya «el congregar de nuevo a los hijos de Dios que estaban
dispersos. El ministerio pastoral debe tener como su contenido central «el servicio a la unidad y a la paz
en la Iglesia». Puesto que la unidad de la Iglesia es unidad bajo la palabra de Dios y mediante ella, el
ministerio pastoral incluye también la proclamación de la Palabra; y puesto que la unidad se realiza
clarísimamente en la celebración de los sacramentos, a los pastores les corresponde la presidencia de tal
celebración (Kasper, von Balthasar).

d) excursus: integración en la misión específica

Ratzinger: hay una dimensión que constituye el fondo de los tres actos centrales, a saber, la misión
especial por Jesucristo, más exacto, la integración en la misión de Cristo. Es Jesús mismo quien por
medio del servicio del sacerdote quiere llegar a los hombres. Este encargo afecta a todo el ser del hombre;
lo constitutivo es el ser-para-otro; ha de estar preparado para desaparecer y que aparezca el Otro.

2. Pluralidad biográfica de las síntesis

El servicio sacerdotal tiene su centro en conducir a los hombres a la unidad (con Dios, entre unos y
otros, en el propio corazón) y en conservarlos en esta unidad; de ahí se deduce que el centro del
ministerio eclesiástico es el servicio pastoral. Sin embargo, los tres ámbitos del ministerio son
inseparables y sólo inadecuadamente se puede distinguir entre ellos. Los tres modelos de integración no
tienen verdad «en sí mismos» sino que dependen esencialmente de la vocación y capacitación personal de
cada sacerdote en particular, del campo especial de la actividad que se le ha encomendado y de la
correspondiente situación temporal. Dependen de la biografía de esa persona. De ahí nace una legítima
pluralidad de «imágenes de sacerdote» que puede ser distorsionada si el centro del servicio pastoral y la
triplicidad del ministerio se oscurezcan a favor de uno o de dos elementos aislados.
Pero por muy importante que pueda ser el desempeño de las tares rectoras y de tareas especializadas,
el sacerdote – o el obispo – encargado de ellas está obligado hacia la totalidad de su misión ministerial.
La representación y la misión de Cristo no se pueden descomponer en elementos o potestades
particulares; los laicos no pueden tomar algunas de las funciones del sacerdote y dejarle hacer lo
«imprescindible», que sería la celebración y la absolución. El ministro que actúa »en lugar de Cristo»
tiene la triple y la única tarea de ser proclamador de la palabra, sacerdote y pastor. El ministerio
sacerdotal no consiste en poderes y funciones particulares, sino que es algo total y con fisonomía propia
en lo cual se manifiesta y se hace presente la fisonomía misma de Jesucristo.
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Para cada sacerdote sigue siendo una tarea espiritual la de preguntarse por su lugar concreto y
realizarlo dentro del marco de un ministerio sacerdotal entendido integralmente. Un criterio para ello sería
la concordancia entre lo que uno es y puede personalmente y lo que tiene que hacer como sacerdote.
Siempre en eso habrá una tensión entre lo personal y lo ministerial. Cuanto mejor coincidan ambas cosas,
tanto más habrá encontrado el sacerdote su estilo personal, su centro de gravedad y su lugar como
sacerdote.
El servicio ministerial concreto incluye además muchas dimensiones que no pertenecen propiamente a
la actividad ministerial, por ejemplo, las formas de conducta humanas del ministro. Más aún, las exige.
Todo el esfuerzo de adquirir esas virtudes es ya parte del servicio ministerial.
Forma parte también del servicio sacerdotal la dimensión política. El sacerdote debe ser el signo de
actitud de estar por encima de todos los partidos. Habrá situaciones políticas en las que el ministerio
eclesiástico se ha de pronunciar con valentía y fuerza en contra de la maldad social, o cuando esté en
juega la dignidad de las personas. Pero si no se da una situación así, el ministro debería más bien retirarse
segundo plano. Eso no significa una total ausencia del mundo de la política social.
En todos esos ámbitos se trata de que cada sacerdote en particular concrete de la manera suya más
personal la forma básica del ministerio existe ya con anterioridad.

Capítulo 10
El ministerio a las circunstancias socioculturales, o ¿adónde va la Iglesia?, ¿adónde va el
ministerio?

El ministerio y sacerdotal y su servicio pastoral no se hallan en un espacio vacío, sino que están
marcados por los factores históricos y socioculturales. ¿Qué es lo que caracteriza a la actual situación
social y eclesial, y qué respuesta habrá que dar a sus desafíos por parte del ministerio eclesiástico?

1. La Iglesia en medio de lo cambios radicales

a) el fenómeno

Observamos un número abundante de las personas que han abandonada la Iglesia o que muestran
cierta inclinación a hacerlo; observamos la disminución de las convicciones de la fe cristiana y el
creciente desinterés por ellas. Hay interrupción en la transmisión de la fe en el seno de la familia y de la
sociedad. Además, un retroceso en la práctica pública de la religión y disminución de las vocaciones
sacerdotales y religiosas. Las estadísticas muestran un proceso de total envejecimiento de los creyentes
comprometidos. La Iglesia como «comunidad de personas convencidas», que es reconocida como
transmisora de la atención y del cariño salvíficos de Dios y como proclamadora de la verdad divina, se
convierte en una minoría. Es inminente para la Iglesia una cesura radical, porque en el futuro llegará a ser
esencialmente más reducido el número de las personas enraizadas en la tradición católica y que vivan a
base de ella. Cambiará la manera de pertenecer a la Iglesia: aferrarse a los ritos eclesiásticos en los
momentos decisivos de la vida, asistir a los actos del culto en ocasiones especiales; crecerá el número de
los sincretistas. Esos cambios son una expresión de un modus nuevo de experiencias de algo así como la
trascendencia o de las experiencias específicamente religiosas, a saber, el modus de la reducción a la
esfera privada, de la desinstitucionalización y de la trasposición secularista.
Pablo VI: «la ruptura entre el evangelio y la cultura es, sin duda, el drama de nuestro tiempo». Si la
Iglesia fue antiguamente la que marcaba la impronta decisiva en la sociedad, hasta el punto de que las dos
entidades llegaban casi a identificarse, lo que se enseñaba en la Iglesia era también precepto y ley en la
sociedad, costumbre y hábito, y también a la inversa. Sin embargo, esa identificación se encuentra en
proceso de disolución. Cada vez es menor la influencia de la Iglesia y de su proclamación en la
configuración de la vida pública. Son pocas personas las que consideran el ámbito religioso como algo
importante. El campo religioso no se cuenta ya entre las realidades obvias en que se mueve la vida.
¿Desaparecerá la Iglesia? No necesariamente. Lo que se expresa en este fenómeno es el cambio
radical de una determinada forma de la Iglesia.
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b) el trasfondo

Hace algunos años, la disminución de la vida eclesial y del poder plasmador de lo religioso trataba de
entenderse bajo la palabra «secularización». Hoy se imponen otros patrones de interpretación:

- la «modernidad» de caracteriza por el proceso de diferenciación social cada vez mayor. Los diversos
ámbitos de la vida se han independizado formando instituciones autónomas. El individuo en cada uno de
esos ámbitos diferenciados tiene que comportarse de manera diferente ateniéndose a sus reglas, pero al
mismo deposita en ellos esperanzas totalmente diferentes. Uno se encuentra ante ellos como un cliente, no
se identifica completamente con ningún ámbito parcial. Se le exigen al individuo roles muy diferentes y
un cambio de roles frecuente. Desde la complejidad de toda la vida social y desde el esfuerzo que supone
desempeñar roles tan diferenciados, el individuo de buena gana se retira a un espacio de recoleta
privacidad e intimidad, para sentirse seguro con uno misma o con personas de su misma manera de pensar
y sentir y para encontrar la plenitud de su vida en la esfera de la vida privada, con distancia crítica de todo
lo institucional, de todo lo que plantee exigencias, a menudo con la actitud de un excesivo culto hacia la
propia realización, con «tolerante» insensibilidad hacia los demás.
La religión es uno de esos ámbitos sociales parciales diferenciados. La Iglesia es un sistema entre
muchos, tiene su lugar reconocido, pero no debe exigir más. Como espacio vital es conocida sólo por
pocos.
Además, han cambiado radicalmente las relaciones de la Iglesia con el Estado. La mayoría de los
deputados de Parlamento no profesarían ninguna confesión religiosa determinada.

- la movilidad y globalidad de la vida, la interconexión global de todos los acontecimientos gracias a


la intervención de los medios de difusión. Cada individuo se ve confrontado a diario con una gran
abundancia de posibilidades, con formas de vida alternativas, con ideas sobre valores, con opiniones, con
plasmaciones religiosas y con compromisos éticos. Eso cuestiona al individuo, le provoca a definirse a sí
mismo determinando cuál es su propio lugar. Lo que antes era destino (el haber nacido en una
determinada sociedad, o en una religión) depende ahora de una decisión libre y personal. Sin embargo, la
propia decisión resulta muy frágil, porque se ve cuestionada constantemente de nuevo por la
confrontación con otras posibilidades de elección. Toda vinculación es provisional.
También la religión se convierte en un «mercado de ofertas» que «haciendo publicidad» va buscando
«clientes». Muchos clientes se deciden unas veces por un producto y otras veces por otro, sabiendo
perfectamente que en el fondo apenas existe diferencia entre ellos.

- en virtud de la moderna pluralización y mayor diferenciación de la sociedad, apenas existen ya


espacios vitales uniformes, cerrados en sí mismos que hagan posible una socialización homogénea y
estable del niño, y una red constante que dé sustentación al individuo adulto. Cuando aparecen en la
escena «expertos en la realidad» que se contradicen mutuamente, el individuo tendrá que preguntarse
antes o después «¿creo yo realmente?». Y esta pregunta se examinará confrontándola necesariamente con
la propia experiencia religiosa. Es típica de las experiencias que se encarnen en las tradiciones (mediación
social) que sirven para transmitir experiencias en forma «congelada» a aquellos que no la han tenido por
sí mismos. Es presupuesto para ello que a las tradiciones de les conceda un anticipo de confianza, se las
acepte como vinculantes para sí, y que se tenga paciencia y se sepa esperar a que se produzcan. Pero
ambas cosas se ven dificultadas en nuestra «sociedad de la vivencia», según la cual todo debe
rentabilizarse de una manera inmediata en un estado de felicidad satisfactorio y emocional. Así el
individuo, también en cuestiones de religión, se ve remitido a sí mismo, a posibles experiencias propias.
La fe cristiana, en un paisaje religioso y pararreligioso confuso, tendrá sólo una oportunidad si
consigue creer para ella un espacio de experiencia social que sea suficientemente plausible y la red de
relaciones personales sustentadoras, en contraposición a otros espacios de experiencias y otras redes de
relaciones.

Entre nosotros y en futuro previsible, la Iglesia, en cuanto se entiende a sí misma como «comunidad
de convicciones», será una Iglesia de minorías. Lo que estamos experimentando es una transformación de
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la fisonomía de la Iglesia, la transformación de la fisonomía social que la Iglesia había tenido hasta ahora,
un cambio que no sólo significa un nuevo comienzo y una nueva oportunidad, sino que además
difícilmente se produce sin profundas transformaciones que hagan caerse los cimientos actuales y sin una
experiencia de un «adiós» definitivo y de una desintegración irreversible.

2. Fisonomías sociales de la Iglesia

Por un lado, la Iglesia está enviada a todas las naciones y a todos los hombres, a fin de llevarles el
evangelio y reunirlos formando con ellos el pueblo de Dios; para ello la Iglesia tiene que adentrarse en el
mundo que existe con anterioridad. Y esto, por otro lado, significa que la misión universal de la Iglesia
encuentra eco y realización, pero sólo de manera parcial. De esta tensión entre la universalidad impuesta
y la particularidad existente de hecho se deriva una diferencia entre las formas eclesiales de expresión que
se deben al evangelio y aquellas formas que brotan de la correspondiente tradición cultural previa. De esa
diferencia que existe de hecho resultan las fisonomías sociales de la Iglesia que se van transformando
históricamente.
Primeros III o IV siglos: comunidades pequeñas, poco llamativas, de diáspora que se entendían como
«comunidades de contraste». La misión universal se llevaba a cabo mediante el testimonio personal y
colectivo en un orden de vida determinado por el evangelio. La preocupación por las personas necesitadas
ocupó un gran espacio, también con el entorno pagano. El ministerio eclesiástico se entendía como
fermento de la unidad en la comunidad y como punto de enlace por medio de cual la comunidad local se
hallaba vinculada con otras comunidades; los obispos y los presbíteros celebraban los grandes misterios
de fe, meditaban y transmitían la Palabra, ejercían de árbitros. Eso modelo primitivo de la Iglesia
actualmente suscita bastante simpatía y atención, porque comenzamos a vivir una situación comparable.
Pero esa fisonomía tiene sus límites: la Iglesia se hallaba en cierto aislamiento, apartada de la vida social
«normal», de los centros del poder, de las instituciones que marcaban su impronta en la cultura, no
intervenían en las macroestructuras del mundo.
En los siglos IV y V se produjo la transición de una Iglesia minoritaria a una entidad que marcaba su
impronta sobre la sociedad y la determinaba, lo que condujo a «la cristiandad». La Iglesia así era capaz de
realizar la misión universal confiada por Cristo, el evangelio podía difundirse por doquier y en todas las
dimensiones. Pero a causa de la mezcla entre la Iglesia y el mundo surgieron varios peligros: 1) el ser
cristiano ya no era una decisión personal de fe sino el resultado del vivir en un ambiente sociocultural; 2)
lucha de competencia entre el poder eclesiástico y el poder secular; 3) el ministro eclesiástico se plasmó
en analogía con el poder secular. En el ministerio episcopal y presbiteral en las zonas urbanas se hallaba
el centro de gravedad del gobierno y de la defensa de la cristiandad en colaboración con el poder secular;
en las zonas rurales se limitaban a la administración de los sacramentos y educación general.
Durante el siglo XIX, cuando se quebró la cristiandad homogénea y la Iglesia ya no se identificaba
con el mundo circuncidante, surgió la fisonomía de la «societas perfecta». En su propio espacio interior
reproducía las estructuras de la sociedad secular. Duplicaba en cierta manera el mundo: lo que había
fuera, lo había también dentro. Y dentro el ministro desempeñaba el papel fundamental de dirección, era
eclesiástico con competencia en todas las cosas. El peligro de este estado fue la separación de la Iglesia
del mundo real; la Iglesia se daba por satisfecha con el espacio en el que ella poseía el poder de
plasmación.

3. ¿Y hoy día? La Iglesia como «estructura mixta híbrida»

La Iglesia, si quiere ajustarse a los «signos de los tiempos» y al evangelio, será una «estructura mixta
híbrida» (M. N. Ebertz).

a) la Iglesia como «comunidad de convicción»

1) un camino hacia una nueva fisonomía

Hoy en día uno ya no es cristiano porque la sociedad en que uno ha nacido entró en simbiosis
histórica con la tradición cristiana, sino porque en virtud de una decisión libre una persona tiene fe en el
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evangelio y orienta conforme a él su propia vida. Eso será cada vez más una cosa de minoría. Y en los
próximos tiempos perderá más todavía en difusión extensa, poder social e influencia sociocultural.
En este «morir» de la fisonomía social de la Iglesia se anuncia una oportunidad de vivir el evangelio y
de dar testimonio de él en el mundo de una manera más intensa, más veraz, sin componendas, sin mirar si
se suscita un amplio eco social. Lo que ocupa el primer plano no es la avenencia con el mundo sino el
tomar completamente en serio el evangelio. Con ello la fisonomía de la Iglesia será semejante a la que
tuvo durante los primeros siglos. Siendo impotente y atacada, tendrá que seguir al Señor Crucificado.
Se observa en la sociedad actual una tendencia hacia nuevas formas de sociedad, hacia nuevas
comunidades bajo la condición de individualización. Se busca comunidades que sean fascinantes, que
inunden de felicidad y que sean enriquecedoras. Aquí también acecha un peligro, el de realizar a la Iglesia
en una intensa vida comunitaria, con quienes se comparte un lenguaje común y una común cultura de la
vida, pero sin abrirse ante la manera de ver las cosas de los restantes miembros de la Iglesia.

2) La communio como missio

La Iglesia como communio es el icono de la Trinidad. Ese redescubrimiento de la comunión responde


al anhelo del hombre actual por poseer una comunión fiable. La comunión en la fe y en la celebración
sacramental, mueve a expresarse en las comunidades humanas logradas, en las comunes acciones y
vivencias.
En contraste con este empeño por lograr una comunión, se halla claramente en segundo lugar la
atención prestada a la missio. El movimiento de concentración es tan rectilíneo, que el movimiento
centrífugo inverso, que impulsa a salir a la periferia, apenas se esboza. De ahí provienen también las
consecuencias negativas de las nuevas formas de la vida comunitaria: se desea satisfacer dentro del
caparazón religioso la necesidad de suprimir el aislamiento y de alcanzar la armonía, pero así se trastoca
la unidad entre la communio y la missio, nota característica de todos los evangelios.
No se debe hablar de la prioridad de la una sobre la otra. La communio que es Dios mismo en su vida
intratrinitaria se abre plenamente en la creación y en la historia a la missio en el mundo. Dios sale de su
propia communio, en él se da la igualdad communio=missio. La vida divina comunitaria se realiza como
missio, como salir del propio círculo de vida, como entrega a lo «otro», a lo «extraño», a lo que se
«rehúsa». Por tanto, la communio de la Iglesia consiste precisamente en la realización de la missio, en la
responsabilidad asumida comunitariamente por la Iglesia con respecto al mundo.

3) Iglesia episcopal, no Iglesia parroquial

El Vaticano II cuando habla de la iglesia local (o particular) no se refiere a la parroquia sino a la


diócesis. La iglesia local queda constituida por la eucaristía celebrada bajo la presidencia del obispo;
hacia la iglesia episcopal se ordena toda celebración eucarística que sea realizada por una comunidad
local. Lo de ser iglesia no se trata tanto de un determinado territorio, claramente definido, sino que la
tarea pastoral personal del obispo y del presbiterio se refiere a una parte del pueblo de Dios, a una
determinada comunidad de fieles. La comunidad parroquial, estructurada territorialmente, no debe
oponerse a esas exigencias. La Iglesia del futuro será una «comunidad de comunidades»; es necesaria una
pluralidad de comunidades dentro de una parroquia para evitar el estrechamiento del ambiente.

4) Excursus: Problemas en torno a las nuevas «unidades de pastoral»

Puesto que en las actuales circunstancias la concentración de la labor pastoral en pequeñas parroquias,
cuya dirección se va acumulando en manos de un solo sacerdote, demuestra ser un absurdo, habrá que
valorar positivamente – en principio – la creación de las nuevas «unidades de pastoral». A menudo el
planteamiento de base de esa nueva organización es equivocado, por cuanto que se basa en dos
presupuestos: 1) hay que administrar con sensatez la escasez de los sacerdotes; 2) no se puede, en la
medida de lo posible, tocar los límites actuales de las parroquias o diócesis. Desde el siglo XVIII se habla
de la escasez de los sacerdotes, pero a veces detrás de ello está el hecho de que se hayan multiplicado las
tareas que deberían ser realizadas sólo por los sacerdotes, y luego se comprueba que no hay número
suficiente de sacerdotes para realizarlas. Se cree que con la negación a disolver las parroquias existentes
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se cree ser fiel al principio de que «el espacio vital de los hombres es el espacio de acción de la Iglesia»,
olvidándose que la parroquia ya desde hace mucho tiempo no es el espacio vital de los hombres. Hoy día
aparece una movilidad que trae consigo una clara distinción entre el lugar de la simple vivienda y el
espacio vital.
Por tanto, es necesaria creación de estructuras eclesiales o espacios pastorales suficientemente
grandes, en los que se concentre la vida comunitaria vivida por la fe. En tales puntos de cristalización la
Iglesia se vive y se celebra como «comunidad de comunidades», comunión de muchas comunidades
pequeñas que pueden abarcarse con una mirada y que sean «experimentables» y correspondan a las
necesidades del individuo. Se busca comunidades que uno puede elegir libremente, que no acaparen o
satisfagan forzadamente, que conceden suficiente participación, comunidades en las que puedan
construirse relaciones personales, en las que se pueda compartir la vida e intercambiar la fe. Habrá que
concentrar las energías pastorales en comunidades supralocales: en nuevas «unidades de pastoral», en
grupos espirituales, en asociaciones y comunidades de acción no organizadas territorialmente. Muchas de
las entidades parroquiales existentes actualmente son demasiado pequeñas para crear comunidades que se
hallen en consonancia con los diferenciados objetivos, intereses y necesidades de la vida moderna,
comunidades en las que las personas que buscan hallen comunión con Dios y comunión entre unos y
otros, y puedan hacer realidad el evangelio. Tan sólo como una «red de lugares de encuentros cristianos
vitales» podrá la Iglesia ser hoy día lo que debe ser en virtud del evangelio. Para el que quiera que todo
siga tal como está, nada seguirá tal como está: todo se irá reduciendo.
La objeción que se aduce con más frecuencia contra la disolución de una parroquia es que la
comunidad que habita en aquel lugar se la priva de su centro, y la fe pierde su genuino espacio vital. Pero
para muchos la comunidad local ya no es el genuino espacio vital. El hecho de tener que desplazarse lejos
para celebrar juntos la eucaristía puede ayudar a caer en la cuenta de que todos somos peregrinos, que
vivimos en la diáspora, que la fe no depende de haber nacido en un lugar concreto. Además, cuando hoy
día viajamos varios kilómetros para hacer compra en el supermercado, ¿no valdría la pena recorrer un
camino un tanto largo para asistir a la celebración de la eucaristía?
Cuando falte un sacerdote, la alternativa no debería ser única la celebración dominical de la liturgia de
la Palabra. Con eso se afirma que lo más importante es que la comunidad se reúna en el lugar y
experimente allí su comunión. Pero la comunión tiene su referencia primera en el obispo de la diócesis.
En la participación en la eucaristía en otra parroquia pueden también experimentar su unidad entre unos y
otros. La celebración local de la eucaristía carece siempre de fronteras y está orientada hacia la totalidad
de la Iglesia episcopal y de la Iglesia universal. La vinculación absoluta de la celebración dominical de la
eucaristía con una determinada comunidad local es algo profundamente acatólico, sectario, de gran
estrechez.

b) La Iglesia como «sociedad para la prestación de servicios religiosos»

Además del reconocimiento y la aceptación de la Iglesia como institución para la actividad social y
diaconal, se viene imponiendo desde los años 80. como forma principal de la eclesialidad y la religiosidad
pública una «religiosidad de transiciones». La Iglesia es utilizada para el cultivo del propio autocentrismo
religiosos; uno se fabrica su propio «apaño» de sentidos de la vida sin situarse con supremo radicalismo
frente sí mismo o sin desligarse comunitariamente de las Iglesias establecidas tradicionalmente. La idea
de Dios de la mayoría de los «clientes religiosos» se ha desligado ya hace mucho tiempo del ideal
cristiano (y principalmente de la idea de un Dios personal que se halla entre nosotros), acepta toda clase
de formas y proyecciones sincretistas, y considera más bien a Dios como una clave para entender la
profundidad de la existencia humana, la trascendencia, la sacralizad y los poderes mágicos superiores. La
absoluta mayoría de los miembros de la Iglesia responde a la cuestión de la utilidad subjetiva de la Iglesia
(lo que a uno le aporta la Iglesia, lo que uno saca de ella positivamente) en el sentido de que «uno quiere
celebrar en la Iglesia los acontecimientos importantes de la vida». La gente espera de la Iglesia un
«servicio religioso», de la misma manera que espera de ella un compromiso social y diaconal. El
mecanismo de la oferta y la demanda de los servicios caritativo-diacónicos y de servicios rituales de
transición parece ser el nuevo modelo de integración que ha venido a sustituir a la obediencia de la fe y a
la observancia de normas rituales.

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¿Tiene eso algo que ver todavía con la verdadera Iglesia? Habrá que volverse claramente hacia las
personas que no son sencillamente «paganas» ni «cadáveres de archivo» o que no son incluso «una
sociedad con un ateísmo en forma religiosa», sino que pueden considerarse como «simpatizantes» en el
sentido más amplio de la palabra y que, por las más diversas razones y en ocasiones más diferentes, se
vuelven hacia la Iglesia, pero que no quieren «comprometerse» a nada más.
El Señor no creó una secta de santos, sino que permitió que las personas se agruparan en torno a él
por muy diversas razones: para ser curadas, para saciar el hambre, para que él las bendijera, para
satisfacer un vago anhelo del corazón, para experimentar «sensaciones», para escuchar sus palabras y
también para seguirle, de manera definitiva o sólo esporádica. La Iglesia, como sol, existe para todos.
Jesús no quebró en ningún caso la caña cascada y encargó a sus discípulos que esparcieron por doquier la
semilla, no que arrancaran la mala hierba.
Los hombres en las situaciones límites de la vida, en los momentos críticos o culminantes de la
misma, o simplemente en los momentos destacados del ritmo anual, vislumbran la finitud de su existir, el
estado de exposición y de inseguridad en la que se hallan. Por eso se vuelven constantemente hacia la
Iglesia, para encontrar en su marco ritual una cierta estabilización religiosa en medio de la idea de lo
frágil que es la vida. Por eso la Iglesia no puede ni debe limitarse a ser «pequeña pero hermosa» grey que
se presenta como signo luminoso ante el desconcertante mundo, como una secta altamente motivada y
como una red de pequeñas comunidades en las que se experimenta la fe y donde el evangelio resplandece
como feliz norma de vida, sino que la Iglesia ha de aceptar que, incluso en la manifestación externa, en
las circunstancias presentes, sea una «estructura mixta híbrida», en la que los unos, los escasos discípulos
del círculo más íntimo poseen una misión especial con respecto a los demás, y los otros representan un
desafío para los primeros.

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