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Del Padre Segundo Llorente; 40 años misionero en Alaska.

Reflexiones a los 25 años de sacerdote


Con el pasar incesante de los años todo se vuelve a celebrar bodas. 25 años de esto y de
aquello. 50 años de esto y de lo de más allá. Hoy llega el turno a mis bodas de sacerdocio, por
la sencilla razón de que hace hoy- 24 de junio de 1949- 25 años que me ordené de sacerdote en
Kansas, de los Estados Unidos.
Éramos 52 los ordenandos. Por ser tanto para un solo prelado, se nos dividió en dos grupos. El
termómetro marcaba exactamente 40 grados centígrados a la sombra. El señor obispo, muy
grueso él, estaba flanqueado por dos abanicos eléctricos que desde el altar levantaban a su
alrededor tormentas de aire fresco que de rechazo nos beneficiaban a los que estábamos cerca.
Las ventanas de la gran capilla estaban abiertas de par en par, y en el arbolado del jardín se
defendían como podían del calor innumerables pájaros alicaídos que respiraban fatigosamente.
Hoy el cuadro ha cambiado considerablemente. El termómetro marca 12 grados centígrados.
En vez de pájaros a la sombra, veo desde mi ventana gran cantidad de cisnes en la gran laguna
cercana. Estoy en Finisterre de Alaska, rodeado de esquimales que ahora se dedican a la pesca
del salmón.
Dentro de unas horas, cuando el sol descienda más, se levantará en el mar de Bering una
neblina que hará bajar el termómetro a nueve grados sobre cero. Por la mañana tuvimos Misa a
la que asistieron unas cincuenta personas, de las que comulgaron unas treinta. Después de
comer tuve catecismo con los niños. Más tarde me llevaron en barca a visitar unos pescadores,
y a la vuelta me he sentado a la máquina a teclear estas líneas.

Reacciones encontradas

Al echar una mirada retrospectiva a los veinticinco años de sacerdocio se mezclan en mí varias
reacciones: unas pesimistas, otras optimistas y otras más bien indefinibles. Hay que admitir
que la vida del sacerdote va envuelta siempre en algo de misterio. Como heredero legítimo del
espíritu de Cristo traspasado a los apóstoles, el sacerdote está en el mundo, pero no es del
mundo; por eso el mundo le tiene que mirar por fuerza como a un ser extraño.
Los parientes de Jesucristo podían ir o no ir a Jerusalén como se les antojase sin que nadie se
preocupase; porque eran del mundo, no le dolían al mundo. En cambio cualquier movimiento
del Señor era espiado por el mundo, porque Jesús no era del mundo, y esto ponía en guardia a
los del mundo que luchan siempre por lo que llaman sus derechos.
Cuando Moisés bajó del Sinaí con las tablas de la Ley y se encontró con el pueblo borracho e
idólatra, se encendió en cólera e hizo añicos las tablas. Dios Nuestro Señor tuvo que darle otras
nuevas. En la vida parroquial hay momentos en que el párroco siente subírsele a los ojos
ráfagas del llamado santo celo y se siente tentado a romper algo, o a romperle a alguno algo.
El profeta Jeremías pedía a su cabeza se llenase de lágrimas para derramarlas día y noche por
los pecados de su pueblo. Y como tanta lágrima no bastase para lavar tantas iniquidades, que,
en vez de disminuir, se acrecentaban, en un momento de desaliento profirió aquella queja
tremenda que nos recuerda las similares del santo Job: “¡Maldito el día en que nací! No sea
bendito el día en que me dio a luz mi madre!”; que indica de lo que son capaces los orientales
cuando se ponen a lamentarse.
Yo, como buen occidental, nunca he llegado a esos extremos de desaliento ni mucho menos.
Aunque, si vamos a eso, bien occidental era el cura de Ars, y en momentos de dolor parroquial
creía que valía la pena pedir que llegara pronto el fin del mundo, para poner fin a tantos y
tantos grandes pecados.
Soledad del Sacerdote

Al sacerdote le envuelve de ordinario la soledad. Yo puedo afirmar que he vivido el sacerdocio


a solas conmigo mismo. Todo párroco va por la calle llevando consigo secretos que han de ir al
sepulcro con él. Conoce los secretos más tremendos, no para divulgarlos, sino para enterrarlos
en su pecho y que allí se pudran. Su corazón, pues, es un sepulcro de pecados ajenos.
Nunca han de faltar feligreses rebeldes que sacuden el yugo de la Ley de Dios. Feligreses
viciosos cuya mera presencia en la parroquia es una invitación general a la apostasía.
Feligreses que tienen sus delicias en jugar a salvarse o condenarse. Feligreses que apostatan y
se pasan a la herejía o al cisma o vuelven al paganismo de donde vinieron.
El párroco los ve a todos y cada uno agitarse en este flujo y reflujo de comportamiento fatal y
sufre más que si le arrancasen los dientes en carne viva; porque sobre el oleaje de esas
tragedias sobrenada el temor de si habrá sido por culpa suya, del párroco, por lo que
abandonaron a Dios esos feligreses que tal vez él mismo bautizó.
En el libro segundo de los Reyes en tiempos del rey Yehu leemos que “por aquellos días
empezó Dios a mirar con hastío a Israel”. Mucho antes había mirado Dios con tal hastío a los
hombres, que los ahogó sin compasión en un diluvio. El párroco pasa por momentos de esos
hastíos. Son los sudores de sangre del huerto de Getsemaní. Pero gracias a Dios esos
momentos no son más que eso: momentos, situaciones de ánimo momentáneas, nubarrones
negros que flotan, amenazan, descargan, pasan y desaparecen.

El ministerio sacerdotal

Como si todo esto no fuera poco, hay que considerar la pureza de alma que pide la
administración de los sacramentos, la celebración diaria de la Santa Misa, el deber de instruir
as los fieles y alimentarlos con doctrina sólida y piadosa a la vez, la obligación de dar un buen
ejemplo a todos siempre en todas partes.
Todo esto exige del párroco una dedicación completa a la tarea de glorificar a Dios salvándole
las almas a él confiadas. A veces me dicen ciertas personas:
- Dichoso usted, padre, que vive sin preocupaciones.
Ignoran que el sacerdote es, o debe ser, otro Cristo y que Jesucristo no estuvo una hora sin
dolor de pasión.
Pero el reverso de la medalla tiene tales encantos que yo por mi parte, si volviera a nacer mil
veces haría por hacerme sacerdote. Que Dios se fije en uno y le saque de entre millares para
hacerle sacerdote suyo, es como para deshacerse en acción de gracias y aniquilarse de puro
contento.
Ni la Santísima Virgen ni San Miguel arcángel pueden hacer lo que hace diariamente un
sacerdote. Cristo pudo haber arreglado las cosas de otro modo; pero de echo escogió la
intervención del sacerdote, de quien se reviste Él mismo, para obrar la salvación de la
humanidad. Entre las promesas a los devotos de su Sagrado Corazón no podía faltar una
especialísima para sus sacerdotes a quienes promete la gracia de ablandar los corazones más
endurecidos.

Momentos de grandes consuelos

Hay en la vida del sacerdote momentos de grandes consuelos. Ese gozo que siente el cielo
cuando entre noventa y nueve justos un pecador hace penitencia, lo siente también el
sacerdote.
Cada bautismo deja en el alma del sacerdote su dosis de júbilo interior. Primeras comuniones,
muchas comuniones, comuniones a enfermos y viáticos son música para el alma del buen
sacerdote.
Confesiones bien hechas, vocaciones al sacerdocio o a la vida religiosa, la presencia en la
parroquia de familias bien unidas y muy cristianas, todo esto le hace sentir al párroco que no
está todo perdido.
Verse y sentirse uno instrumento ordinario de Dios para repartir gracia santificante, hace que el
sacerdote se mire a sí mismo con cierto aire de misterio y un como temor reverencial muy
explicable.
La humanidad misma de Jesús tuvo que asombrarse de que Dios la hubiese escogido desde
toda la eternidad para que encarnase en ella el Verbo. ¿Por qué yo? Pio XI, el alpinista, que
antes era tan dicharachero y amigo de chancearse, luego de ser Papa cambió mucho en eso,
abrumado en cierta manera y sobrecogido por la grandeza del cargo de que se vio investido.
Hay momentos en la Santa Misa, al tener en las manos la Hostia consagrada, en que uno tiene
que decir: “Señor, si Tú no me sostienes, ahora mismo me desplomo”.

Puntos de reflexión

Cosa tan ordinaria y baladí como el lavarse las manos o cortarse las uñas, puede encender el
alma en una hoguera de afectos tiernísimos. Resulta que estas manos y estos dedos estuvieron
destinados en los decretos eternos de Dios para sostener, llevar y distribuir el cuerpo
eucarístico de su divino Hijo.
Ya no puede uno usar las manos a la buena de Dios sin reparar en que son objeto especialísimo
de las miradas de Dios que las escogió y consagró para usos y fines sobrenaturales. Sólo Dios
y el ángel de mi guarda saben las veces que he proferido esta jaculatoria que yo llamo
“carpetovetónica”:
“No sean tantas las miserias nuestras,
que a quien os sostuvo en sus indignas manos
Vos le arrojéis de las divinas vuestras”.

Y hasta el lavarse y secarse los pies se convierte en objeto de meditación. Por feos que
parezcan los pies (y yo no he visto jamás pies bonitos) hay que elevarse sobre los callos y
tortuosidades prosaicas y decir que estos pies que caminan por el mundo evangelizando la
buena nueva son, no ya bonitos, sino hasta preciosos.
Al afeitarse el cuello y sentir la nuez, se acuerda uno del gran san Pablo que fue decapitado de
uno o varios tajos y vio así sueltas sus ataduras y voló a los brazos de Cristo de quien había
vivido locamente enamorado. El sacerdote vive identificado con Cristo.
Si el sacerdote atiende a su parroquia, o a sus deberes, no como un empleado de oficina atiende
a su oficio, sino con una dedicación total por puro amor de Dios sin otro deseo que el de
agradarle, entonces Dios se encarga de que todo salga bien, y de que lo que parece imposible
resulte fácil.
El celibato se hace amable. La falta de familia resulta un alivio. La soledad es propicia para la
unión y trato con Dios que gusta de silencios y abomina los ruidos y la parlería. La pobreza le
hace a uno experimentar cuán poco basta para vivir. La obediencia le libra a uno de mil
preocupaciones que tal vez torturen al que manda, pero no al que obedece.
Dios, al llamarnos al sacerdocio, se convierte en nuestro cireneo para aligerarnos la carga y
suavizarnos el yugo de tantas y tan grandes obligaciones.
Mi actuación

Mi actuación en estos veinticinco años me da materia amplia de meditación. Dios ve mis


acciones tal como son en sí, sin los colores con que yo las suelo teñir. Dios quiso que en estos
veinticinco años hiciese yo esto y aquello como Él me inspiró que lo hiciese y no de otra
manera.
En estos años por las tundras alaskanas Dios me deparó ocasiones hermosas de mostrarle mi
amor, aceptando con sumisión cosas duras. Mis quejas, resentimientos y coses contra el
aguijón fueron otras tantas ocasiones perdidas; manantiales de gracia cegados; pecadores que
no recibieron gracias eficaces; almas que no se salvaron; gloria en fin que Dios esperaba y que
no le dí.
Yo le decía a Dios que me hiciese instrumento suyo. El entonces se ponía a pulirme y afilarme,
pero yo resistía ciertos pulimentos, quedando yo mellado e inepto para lo que Él quería. La
ocasión pasó. Ahora no nos queda sino llorar. Que estas lágrimas de arrepentimiento reparen
los daños causados por aquellas rebeldías.
Por eso tenemos tanto miedo a la muerte y al juicio. Allá en el fondo del alma sabemos que son
muy pocas las acciones que empezamos, continuamos y terminamos por puro amor de Dios,
sin mezcla de interés humano.

¿Planes futuros?

¿Tengo planes para los próximos veinticinco años?. Desde luego. En primer lugar no espero
vivirlos; pero mientras viva, quiero escarmentar en los errores de los veinticinco años pasados.
Si logro evitar dos escollos que yo considero fatales, tal vez podamos enmendar la plana. Uno
es la irreflexión, y el otro es la falta de sinceridad.
La irreflexión hace que pasemos días y aún temporadas enteras ocupados en cosas
insustanciales y preocupados por mil y una tareas baladíes que Satanás va colocando
arteramente ante nosotros para entretenernos puerilmente y apartarnos de pensar en Dios.
La falta de sinceridad ensombrece toda el alma y afecta todas nuestras relaciones con Dios, con
el prójimo y con nosotros mismos.
Vamos envueltos en telarañas de sutilezas con las que procuramos justificarnos cuando
debiéramos confesar sinceramente nuestros juicios erróneos. Mientras esas telarañas perduren,
estamos a millones de años luz de la perfección.
Heredamos una naturaleza caída, robada y apaleada en el pecado original. Por eso damos tanto
tropezones y caídas. Pero Jesucristo al unírsenos por la gracia y especialmente en la eucaristía,
nos rehabilita y pone de pie y nos da la mano para que con Él por guía y sostén caminemos
rectos y seguros. No nos soltemos nunca de su mano.
Estos no son pensamientos tristes ni mucho menos. Son más bien cosas sabidísimas que
siempre viene bien refrescar. A mí me da devoción meditar sobre todo esto durante el período
de celebración de mis bodas de plata de mi sacerdocio. Lo hago para contrarrestar el peso
hacia debajo de las alabanzas de los bien intencionados que dicen:
- ¡Dichoso usted, padre, que ha dado tantísima gloria a Dios y se ha santificado tanto en
esa misión tan difícil!
A lo cual no queda sino replicar:
- ¡Qué consuelo tan enorme si fuera Dios mismo el que dijera eso!
La verdad es que Dios no se ciega en sus juicios como nos cegamos nosotros. Por eso lo mejor
será arrojarnos en los brazos de su misericordia y pedirle que nos dé un corazón limpio y que
plante en nuestras míseras un espíritu sincero.

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