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͞No hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista͟. Es el estribillo. Siempre lo repiten. No
importaba el destinatario. Su significado, en cambio, dice relación a si mismas, a la supuesta fragilidad
de su organismo a pesar de los 99 y 92 años con los que fallecieron. Y repetían el aforismo desde su
adolescencia, con machacona vocación. La tía rosa era una mujer enjuta, seca de carnes, pero de
cuerpo firme y flexible; su carácter recio, de mirada altiva, ojos penetrantes, voz bien timbrada y
rictus impenetrable perfilado por una nariz recta, fina y desafiante, características que por sí solas le
crearon un halo de respeto entre quienes la rodeaban o entre quienes la conocían por primera vez. La
Tía Chiquinquira, en cambio, era bajita, de piel cetrina, ojos grandes, nariz ancha, apropiados a los
climas tropicales, boca mediana y bien delineada, de carácter vivaracho y alegre que escondía una
personalidad fuerte e inamovible. La vejez es un estado del cuerpo y del alma, phisis y psiquis en
amalgama permanente e inseparable, y, sin embargo, son generadoras de diversos genotipos. Existen
seres que son viejos de espíritu y jóvenes de cuerpo, otros que son viejos desde siempre; los hay que
mantienen viva, sin nunca decaer, la curiosidad, manteniéndose en un estado permanente de
aprendizaje; otros son más sabios, o la suerte les sonríe y terminan de madurar, y por fin, otros que se
hunden en el vicio y la corrupción sin ninguna esperanza. La vejez siempre me ha llamado la atención
por lo que en ella hay de humanidad, de conocimiento y de reconciliación con la vida y con la muerte,
de ahí que se afirme con frecuencia que más sabe le diablo por viejo que por diablo. También es cierto
que solo nos hacemos viejos en la medida en que seamos incapaces de embarcarnos en el mismo
vehículo en que navegan nuestros hijos y la gente joven.

La tía Rosa y la tía Chiquinquira nacieron con la generación de 1900. Aquellos años debieron ser
tiempos difíciles y angustiosos para la mujer. Muchas mujeres empezaron a escoger la soltería y a
establecer relaciones de convivencia con otras mujeres sin que las animara un componente lesbiano
sino una relación emocional de complicidad frente a la vida y al duro y trasnochado entorno
masculino. Este tipo de relaciones quedo bien reflejado en la novela de Henry James ͞Las
Bostonianas͟ aparecida en 1886, nombre este que a su vez recibieron las mujeres que adoptaron este
tipo de convivencia. En esa sociedad, por terrible que parezca hoy, la mujer no tenía otro fin que el
que le deparaba el uso y escaso disfrute de la carne, la reproducción y el posterior olvido; luego
quedaban como ultimas vías de escape el convento, al cual apelaron y siguen apelando muchas
mujeres, la vida fácil y la viudez sobrevenida o ficticia. La conquista de la libertad personal se
sustentaba en la traición a las expectativas que la sociedad en las que les toco vivir había depositado
en ellas y en cargar luego con la pena de ser señaladas permanentemente con el dedo de la ignominia.
La mujer que se liberaba de las absurdas convenciones sociales era perseguida, señalada y humillada
hasta la muerte pero muchas comprendieron que el secreto de su salvación radicaba en no asustarse
y hacerle frente al destino. La masa, el grupo siempre ataca a quienes creen diferentes y lo hacen con
mayor ferocidad si la víctima se somete y se humilla. La mayor carga de intemperancia provenía del
concepto retrogrado de feminidad y de familia, mas de este ultimo que de aquel, impuesto por las
jerarquías eclesiásticas desde el vaticano y reinterpretadas por sus áulicos y los mezquinos intereses
religiosos, políticos, y sociales en el resto del mundo cristiano. No quiere decir esto que en otros
cultos como el Judaísmo, el Mahometanismo o el Protestantismo no se den idénticas circunstancias.

Las tías, nacidas de padres campesinos, propietarios de tierras en la vega del rio Magdalena, entre los
poblados de Puerto Chaguaní, Guaduas y San Juan de Rio Seco, en Chaguaní, al occidente de
Cundinamarca, en el trópico, mar verde exuberante y ubérrimo que compite en pie de igualdad con la
luz solar y la humedad permanente. Chaguaní es un pueblo metido entre las montañas cargadas de
densos cafetales arábigos cubiertos por frondosos guamos, dindes, mangos y muchas otras especies
apropiadas para dar sombra a los cafetales, altos pastos para el pastoreo vacuno e inmensos
cañadulzales. Los hombres recogían la cosecha, el grano de pulpa roja y dulce que después de lavado,
secado y tostado recorre la mayoría de los países del mundo aguijoneando los mejores paladares, por
ser el café más suave del planeta. La caña de azúcar es recolectada y por procesos industriales
convertida en azúcar o en alcoholes, aguardientes o rones. La vida en el trópico es apacible. El tiempo
tiene su propio ritmo y el ambiente es embalsamado por los más diversos olores. El hombre pobre de
alguna manera es menos pobre que en otros lugares y los ricos, por la misma singularidad, son menos
ricos. Otra cosa es el abismo de las clases sociales. El trópico todo lo asimila en un infinito sopor del
que ningún ser es ajeno. El silencio es la norma, estar alerta la consigna, la lucha por la supervivencia
el pan de cada dio: El mundo que te rodea es un constante renacer, un eterno fluir entre la vida y la
muerte. Nada es lo que es ni9 como y donde era sino que todo se mueve, se transforma, cambia y
desaparece decía Heráclito con relación al ser, y nunca mejor expresado en relación a la naturaleza
tropical. Y, al lado, pero estrechamente ligado con todo lo anterior, amalgamado, diríase mejor,
coexiste otro mundo, el mundo de los espíritus, de los muertos y los manes superiores, creencias que
acaban por determinar al hombre de estos lares, de formar su mundo y sus ancestros, las entretelas
mismas de su mundo telúrico. En este ambiente nacieron, crecieron y vivieron la tía Rosa y la tía
Chiquinquira, en el forjaron su carácter, su compromiso con la vida, en el entendimiento de que no
estarían a merced de la edad o de las enfermedades sino a expensas de sus propios designios y del
destino que así mismas se trazaran. La muerte, como en el caso de su primo Abraham, la decidirían
ellas, no para fastidio de los demás sino para su propia satisfacción. Su madre, la señora Justina,
mujer de piel cetrina, propia de las gentes de su raza, les inculco a sus hijas no solo los principios de
respeto y humildad sino, fundamentalmente, el espíritu de soberbia y rebeldía ante cualquier tipo de
sometimiento que atentara contra la libertad. No debió de ser fácil, ni para ella ni para sus hijas, tanto
más cuanto que, Don Juan Crisóstomo, padre y esposo, era un nombre de profundas creencias
religiosas e imbuido de los usos y costumbres de su tiempo, pero, también hay que decirlo,
convencido de que siempre hay que estar preparados para el cambio.

Las tías, al contrario de las mujeres de su generación asistieron a la escuela, aprendieron a leer y a
escribir gracias a que don Juan Crisóstomo, su padre, que entendía, a pesar de los atavismos, ͞que las
mujeres tenían como mínimo saber las primeras letras para poder convivir en pie de igualdad con el
mundo en que les tocara vivir, para formar un hogar digno, para que la educación de los hijos y de
los futuros ciudadanos estuviera bien orientada y para que la relación marital no sufriera deterioros͟,
ello les permitió tener una perspectiva más amplia de su tiempo pero también ser mas consientes de
sus limitaciones, no tanto de las personales, que también, sino de aquellas que les imponían los
convencionalismos sociales obligándolas a permanecer, como a todas las demás, en una jaula de
cristal, que para ellas era más dolorosa aun porque eran consientes de sus diferencias. Por ello y sin
ninguna esperanza encausaron su vida hacia la lectura, las obras manuales y a las obligaciones del
hogar como vía de escape a su perenne naufragio: La Tía Rosa dedicaba las horas libres del día al
croché; de sus manos salían manteles, carpetas, escarpines, guantes, sombreros y en general todo
aquello que ella pudiera imaginar. Siempre me llamo la atención la facilidad con que remataba sus
carpetas con perfectas esculturas de animales bordadas con hilo calabrés. La Tía Chiquinquira,
seguramente por imitación, se dedico a los bordados y he de decir que, jamás en parte alguna, he
visto gatos tan bellos como los que adornaban los cojines de su casa: ¡Eran majestuosos! ͞Me gustan
los gatos, decía con un dejo de tristeza, son tan libres e independientes͙ y supremamente egoístas͟,
quizás era un signo de identidad, su introspección competía con su simpatía, con su intimo deseo de
figurar. Mirando viejas fotografías salidas del daguerrotipo, de un profundo color sepia, ¡los años no
perdonan!, hay que admitir que las tías eran atractivas: tuvieron muchos pretendientes pero ninguno
͞lo suficientemente importante para merecerlas͟, con lo que si Dios no les otorgaba marido se
quedarían para vestir santos o el diablo les daría sobrinos.
El destino a veces nos juega malas pasadas o Dios se empeña en retorcidos vericuetos para ponernos
a prueba o, en definitiva, hay palabras que no deben pronunciarse para evitar que se conviertan en
penosas realidades. Nunca sabremos nada, lo cierto es que la vida nos atropella, que nos lleva de la
felicidad y la locura a la tristeza, y al final, hacia el abismo, al profundo silencio y al olvido. Las Tías
que nunca se casaron, que tuvieron numerosos pretendientes, que los despreciaron a todos por
considerarlos inferiores a sí mismas, se iban a enfrentar por mor del destino a una nueva realidad.
Muchas veces sin que lo hayamos buscado, repentinamente los hechos nos encuentran y, sin saber
porque, desde ese mismo momento somos nosotros los que los buscamos. El hombre siempre se
busca ilusiones, se atarea en expectativas, deseos, inquietudes e incluso amor por aquello que no
posee o que desconoce, por lo que no ve, no oye o no comprende. Esto es lo que nos hace diferentes,
lo que nos hace diversos a los demás y, esto es lo que va a cambiar para las Tías el rumbo de sus
vidas. Si antes vivían en la despreocupación, en su idílico país de fantasías, ahora iban a ser asediadas
por preocupaciones que nunca se habían buscado. Si Afrodita les negó el amor y la posibilidad de
prepararle con cariño una salsa al ser amado, mientras meneaban las caderas y su sexo húmedo
palpitaba a la luz del pensamiento en el amado, thanatos las devolvía a la vida en una ruda
metamorfosis: de doncellas las convirtió, de la noche a la mañana, con su virginidad a cuestas, en
madres putativas de cinco niños cuyas edades oscilaban entre los seis años y los once meses.

La vida nos enseña que en más de una ocasión sale lo que no se espera. Los hombres somos como
niños, creemos, no sé porque, que siempre estamos ante un espectáculo de títeres: Se abre el telón,
aparecen las figuras de trapo sobre el tablado, saltan, bailan, gritan, chillan, ríen, discuten, nos hacen
reír y llorar y como los niños nos creemos que son ellas las que hablan, saltan y bailan; gracias a la
tenue luz del interior del escenario no vemos los hilos que las mueven, ni las manos voluntariosas del
titiritero. No es Dios, porque Dios no tiene intereses en las acciones del hombre, ni es el destino
porque sería demasiado trágico y horrible estar sometidos como esclavos a una voluntad ajena a la
nuestra, es la vida y su cruda realidad, la cual, con demasiada frecuencia, somos incapaces de asumir
racionalmente. La muerte, que es inherente a la vida, siempre nos sorprende sin que aprendamos
jamás la lección de vivir la vida del todo sin restricciones ni concesiones. La muerte de un familiar, la
muerte de un ser querido, la muerte del otro, en síntesis, por mucho que la sintamos, no deja de ser
un accidente que puede alterar absolutamente nuestras vidas, abrir cauces nuevos a la esperanza o
privarla totalmente de sentido. Nada más ni nada menos y, la vida, a pesar de las perdidas e
independientemente de lo que hagamos o no hagamos, pensemos o deseemos, continua sin
alteraciones del ritmo.

La muerte de su cuñada, la esposa de su hermano, las dejaba en una situación compleja: a la


perplejidad de la pérdida del ser querido tenían que agregar la nueva y difícil responsabilidad de criar
y educar a los huérfanos velando por salvaguardar el hogar roto. En definitiva se enfrentaban a la
vida, salían de su pueblo natal para dirigirse a la ciudad. Abandonaban un espacio bucólico rodeado
del cariño de sus padres plantas, flores y animales para caer en la jungla del hormigón de la ciudad,
en el infranqueable individualismo de sus gentes y en el torbellino de la pequeña guardería que tenían
que dirigir. Eran consientes del peso que les caía y tenían la vaga esperanza de que su hermano, el
padre de los niños, moderara su carácter, no porque fuera agresivo sino por su hosca actitud , su
dificultad para comunicarse, tanto que, había que adivinar lo que quería o preguntarle y someterse a
su dura mirada de reproche . No. No iba a ser fácil, las dificultades saltaban por todas partes y la
estrechez económica rondaba como una sombra sobre sus cabezas. La familia materna, a excepción
hecha de la abuela, se abstraía de toda responsabilidad. Opinaban que los niños, en las circunstancias
familiares en que se encontraban, era más seguro en la hacienda del Abuelo Paterno por cuanto en
ella residía casi toda la familia del padre. Otra cosa opinaban el abuelo paterno y el viudo. Creían, no
sin razón que sacar a los niños de la ciudad dificultaría su educación, su salud, su desarrollo, por todo
ello se opto por el viaje de las tías.
Los niños eran los únicos que se encontraban ajenos al vendaval de los acontecimientos. El tema
central eran ellos, todas las decisiones que se tomaban recaían sobre sus cabezas pero no eran
consultados, y no tenían capacidad de opinar. Sentían, si, el vacio que quedaba en el hogar. Notaban
la ausencia de su madre. Inquirían por ella sin encontrar respuestas claras. Los olores, los sabores, la
disposición de los muebles, la ropa, los zapatos, las fotografías colgadas en las paredes y la ausencia
de la voz y las caricias cariñosas les recordaban a su madre. Lloraban a solas y se consolaban entre si
mismos. Muchas veces les sorprendieron jugando con su madre detrás de las columnas de la casa o
jugando a las gambetas o a la golosa. Ante tales hechos, los planes, todas las expectativas flaqueaban.
El padre se derrumbaba y las tías se sentían impotentes para encauzar la situación. Los hechos se
repetían con más frecuencia de lo esperado por lo que decidieron que era urgente y necesario llevar
a los niños a vivir a una casa diferente donde los recuerdos no los abrumaran y no fuera tan insistente
la presencia, en todos los objetos y en toda la casa de la madre muerta.

Vivian en el barrio el Vergel, en una casona grande, de arquitectura colonial, de altos techos y un
patio amplio central alrededor del cual se distribuían las distintas estancias ocho en total y un patio de
ropas, rodeado por ocho columnas robustas de madera de roble, rematadas en su base por sendas
macetas de geranios que la abuela cuidaba con primor. La abuela Soledad, mientras su hija, maestra
de profesión, colaboro en la cría de los chicos, los cuidaba con esmero mientras su hija iba a trabajar
en la escuela y su yerno se desempeñaba como tesorero municipal en su pueblo natal. No quiero
decir que la abuela después de la desaparición de su hija se despreocupara de sus nietos, faltaría a la
verdad tal afirmación, siempre se desvelo por ellos y estuvo pendiente de lo que acontecía, pero hay
circunstancias ajenas a nuestra voluntad que nos impiden cumplir a satisfacción con nuestros
propósitos. Hay hechos externos a nosotros que cambian el rumbo de los acontecimientos y nos
impiden llevar a buen puerto nuestros más caros deseos. Por aquellos días la situación del país era
convulsa, inestable y peligrosa. Las luchas intestinas por el ejercicio del poder y el mantenimiento de
prebendas, entre las clases dominantes y los estamentos sociales menos favorecidos declaro entre los
partidos políticos tradicionales una guerra fratricida que se desarrollaba con ferocidad entre las
masas campesinas mientras que quienes las impulsaban se repetían los despojos del saqueo; las
tierras y los ganado9s abandonados cambiaban de dueños se ampliaban los latifundios y los
desplazados engrosaban los cinturones de miseria de las grandes ciudades. La oración por la paz del
líder popular del liberalismo dejaba al descubierto los tejemanejes que desde el gobierno se urdían en
contra de la democracia: ͞Mal aventurados los que en el gobierno ocultan tras la bondad de las
palabras la impiedad para los hombres de su pueblo, porque ellos serán señalados con el dedo de la
ignominia en las páginas de la historia͟ . Solo os reclamamos:! Que nos tratéis a nosotros a nuestras
madres, a nuestras esposas, a nuestros hijos y a nuestros bienes, como queráis que os traten a vos, a
vuestra madre a vuestra esposa a vuestros hijos y a vuestros bienes! El incendio recorría todos los
rincones del país, el asesinato del líder liberal atizaba la contienda y nadie quedaba a salvo de intrigas
y calumnias, venganzas y satrapías poniéndolo al borde del precipicio. Una tía de los niños, hermana
del padre, trabajaba como maestra en la cercana población de Villeta amenazada de muerte por los
facinerosos que azotaban la región, se comunico con su cuñada para que fuera en su ayuda, habida
cuenta de que, como hija de una familia conservadora podía obtener el paz y salvo de la autoridades
para desplazarse sin inconvenientes y salvar con dicho documento los retenes que la impedían salir
sana y salva de la escuela donde se encontraba retenida. Ante el llamado de su cuñada alisto viaje,
obtuvo el pasaporte exigido, le pidió a su cuñado Rafael que la acompañara y un martes a las cinco de
la mañana salieron el bus rumbo a Villeta. El viaje se trunco una hora después, a las seis de la mañana
en la cercana población de Fontibón: un accidente de tránsito cambiaba el rumbo de los
acontecimientos. El bus de pasajeros era embestido por un camión de carga y precipitaba la tragedia.

Cuando el caos se instala se necesita de una voluntad superior para restaurar el orden. El abuelo
Crisóstomo le pidió a su hijo que se trasladara con los niños a su casa de San Carlos. Entonces era una
casa de campo en las afueras de la ciudad con un terreno amplio que utilizaban para cultivar
legumbres y hortalizas. La casa estaba dispuesta en forma de L, con cinco habitaciones, sin contar las
estancias dedicadas a los servicios cocina sala y comedor y un patio grande debidamente adoquinado,
y en la parte trasera, las pequeñas eras donde crecían las hortalizas y plantas de jardín, que con sus
vivos colores, apreciándolas del lejos semejaba un mosaico de teselas bien dispuesto y agradable a la
vista. La decisión del abuelo fue acertada, los niños se encontraron un ambiente diferente, un
excelente lugar de juegos y el cariño de los abuelos paternos. En adelante había que prever todo lo
atinente a la educación de los chicos al menos de los tres mayores, porque los dos menores aun no
tenían edad para asistir a clases. A los dos mayores los matricularon en un colegio particular cercano a
las instalaciones del batallón de caballería por el camino de Usme. El patio de juegos del colegio
lindaba con el rio Tunjuelito que en aquel lugar era solo un riachuelo cenagoso cuyo lecho iba
encajado en una pequeña garganta de no más de cinco metros de altura y que en sus sitios más
angostos su anchura no llegaba a los dos metros. Este rio daría mucho que hablar en los años
venideros. A la niña la matricularon como era preceptivo entonces en un colegio de monjas.

El colegio era una vieja y amplia casona, de estilo colonial, que tiempo atrás debió pertenecer o hacer
parte de la escuela de caballería. Las aulas eran espaciosas y las pizarras amplias, igualmente sus
corredores interiores, mas, su ambiente era frio y poco acogedor. Los pupitres estaban compuestos
por unas mesas largas y estrechas, como un cajón, abierto por uno de sus lados, para depositar allí
libros y cuadernos, adheridos a una banca larga , estrecha y dura donde se acomodaba a los alumnos
de a tres por banca. La fachada exterior de aquel edificio indicaba por si sola el espíritu que
gobernaba la institución. El viejo reglamento escolar se encontraba fijado sobre una de las paredes del
ancho recibidor y en él se resaltaban las normas de convivencia entre el alumnado, el respeto hacia
los profesores y las sanciones disciplinarias a que hubiere lugar. En fin, un manual más indicado para
el sometimiento de los espíritus que a la liberación de los mismos. Las desventajas para los niños
creativos eran manifiestas, amén de las pésimas practicas pedagógicas que, sumadas a todo lo
anterior, arrojaban como resultado el fracaso escolar, la deserción de los alumnos que rechazaban la
metodología de la imposición. La falsedad del sistema se manifestaba en la desproporción entre los
programas escolares y el rendimiento de los educandos altamente deficiente. Los maestros, con raras
excepciones, autoritarios, poco comunicativos y más preocupados de cumplir con el programa anual
que por transmitir conocimientos: El maestro convertido en un instructor de reglas pero no en el
trasmisor de conocimientos que se grabaran en la mente de sus jóvenes pupilos-Por regla general los
alumnos eran incapaces de acomodar las imágenes de las diferentes asignaturas propias del curso de
aprendizaje con el mundo real en que les tocaba vivir. Esa ruptura, insalvable, convertía en imposible
de digerir cualquier conocimiento por lo que se recurría al expediente de la memorización como
patrón general del método educativo. No otra cosa suponía la cantidad de ͞materia͟ que había que
memorizar, las tablas de multiplicar, los poemas de Silva, Pombo, Valencia, Pesoa, la geografía y la
orografía del país, el Catecismo del Padre Astete, los clásicos españoles, teoremas de geometría ,por
no hablar de la gramática latina, la ortografía, la lengua vernácula y las lenguas extranjeras. En las
clases de historia los alumnos eran incapaces de comparar las circunstancias sociales y políticas de
ayer con el momento presente que les acuciaba empujándolos a la acción sin tener una respuesta
consiente valida que les permitiera comprender los sucesos en que andaban sumergidos. La vida
estudiantil se convertía así en un maremágnum de conocimientos con escasa aplicación, al
desbordamiento de las energías juveniles en juegos, indisciplina y disparatados ejercicios de
reafirmación personal.

La vida del joven estudiante transcurría entre los castigos tanto físicos como intelectuales que les
proporcionaba el profesor y las sanciones paternas por el constante ir y venir de quejas que dejaban
consignadas los docentes en los cuadernos de deberes. La fantochería de algunos maestros llegaba
hasta el delirio, no de otra forma se pueden catalogar los castigos del enseñante Manasevich en sus
clases de matemáticas, férula en mano, mirada fría y voz recia, como la de un sargento, pasaba a la
pizarra a los alumnos para que llevaran a efecto una multiplicación de quince dígitos en el
multiplicando por diez en el multiplicador. Azorados los alumnos si no se equivocaban en las sumas lo
hacían en las multiplicaciones y responder con certeza era un milagro. Las equivocaciones siempre
terminaban igual: La férula describía un semicírculo, se oía un grito y ¡bam! reventaba en la palma de
la mano, acompañada por un gemido de dolor, como un eco en la distancia del grito anterior. La
tortura no terminaba con el castigo físico, la única forma de abandonar el colegio era terminando la
multiplicación o la división, el caso era el mismo, o hasta que algún familiar se acercara al colegio a
recoger al alumno. Entonces, Manasevich, se frotaba las manos y descargaba sobre el familiar del
pupilo toda su sabiduría recriminando la falta de inteligencia, la pereza ancestral, la mala educación,
la dejación familiar en la obligación de colaborar en la educación de los chicos. El padre o el acudiente
recibían una reprimenda que más tarde, en casa, seria trasladada debidamente al verdadero infractor.
Las tías en esos casos les daban unos azotes, les reconvenían por su mal comportamiento para con los
maestros, y, cuando llegaba su hermano le ponían en conocimiento de los sucesos del día para que
reprendiera a los hijos. La paz no se conseguía ni en sueños ,la sombra de Manasevich , las
multiplicaciones y las divisiones se convertían, constantemente , en pesadillas, cuando no, las
reprimendas de las tías que querían acertar pero no lo conseguían .En los sueños todo era confusión,
no hay una historia lineal sino que todo se altera, distorsiona y los fantasmas toman posesión del
mundo ,en duerme-vela, vivimos pesadilla, despiertos la padecemos .No todos los profesores hacían
de ogro feroz , algunos de ellos procuraban equilibrar la balanza y muchas veces lo conseguían
burlando el orden establecido ,pero no por mucho tiempo, porque siempre se imponía el espíritu de
la limitación . Tilo era profesor de historia, pertenecía a esa clase de hombres para los que el mundo
era una flor abierta, llena de esperanza. Tilo era un arúspice y no pocas veces daba la impresión de ser
un orate. Era magnánimo y razonable y asistir a sus clases toda una diversión, su charla discurría a
fogonazos y las palabras se revelaban con un sentido de simplicidad sorprendente que subyugaba al
oyente. Para el era necesario el nacimiento de un hombre nuevo, un nuevo Adán, que redimiera a la
humanidad y la sacara de su poltronería ancestral, de su nada que hacer cotidiana, de su abulia, para
que se desmande la sangre, vuele la mente y la razón solo sea el hilo de Ariadna que nos mantenga
sujetos a la tierra .En la lectura, decía, encontrareis la felicidad porque siempre estaréis a punto de
ser͙ El reverso de la moneda de San Pedro, el profesor de religión. ¿Cómo podría un estudiante, con
la mente aun no deformada, razonablemente aceptar, esa imagen a medio hilvanar de la historia
sagrada, como un mundo real? ¿Cómo equilibrar los conceptos de paz y de igualdad en un mundo
donde brillan por su ausencia y donde las necesidades aniquilaban más que las enfermedades?
Realmente los conceptos allí expuestos no resistían el análisis, la fe que se predicaba iba enderezada
únicamente a la aceptación incondicional de preceptos no demostrados o, en el peor de los casos, el
mantenimiento de una casta social poderosa, insensible por lo demás, a los padecimientos ajenos. En
la casa los ritos y normas religiosas se cumplían a rajatabla. Las tías todas las tardes, después de la
cena, reunían a los chicos en la sala y rezaban unas plegarias antes de irse a dormir. No siempre ese
espíritu de recogimiento terminaba bien, las plegarias se recitaban de menoría mientras la mente
volaba hacia otras latitudes o se hacía burla del recogimiento de los mayores, las risas a hurtadillas
los delataban y la sanción no se hacía esperar. De todos modos los actos religiosos que se celebraban
eran las liturgias de adviento las que con mayor fuerza recogían el ánimo y buena voluntad de los
chicos, la participación en la preparación de las fiestas no era exigible, estaban dispuestos para
colaborar para que el acontecimiento del nacimiento de Jesús consiguiera el boato posible. A partir
del 16 de diciembre hasta el 24 se rezaba la novena navideña, se realizaban verbenas, se apostaba a
los aguinaldos y se escribían las cartas al niño Jesús pidiendo los regalos y de contera por la salud de
todos en el hogar. Las tías se volvían más comunicativas y se esforzaban en la preparación de las
viandas navideñas, colaciones, pastelitos, envueltos de mazorca, tamales, embutidos, dulce de leche
y la lechona rellena o el pavo que se consumía el día 24 de diciembre después de la misa de gallo. Hay
una navidad que los niños no olvidan y recuerdan con nostalgia, se encontraban en la hacienda del
abuelo, la abuela Justina y las tías habían preparado el bizcochuelo , los dulces, y el asado para la
cena mientras que el abuelo jugaba con sus nietos detrás de la casa a la gallina ciega. El juego era
sencillo, de gallina hacia el abuelo que había quedado ciego aclarando la melaza en los fondos en la
segunda cochura del zumo de la caña para preparar azúcar, por lo que no había que vendarle los ojos
para el juego, sentado en un banco de madera, cogía un zurriago en la mano diestra y lo arrastraba
lentamente de derecha a izquierda, en tanto que, los niños lo rodeaban en medio de una gran
alharaca para desconcertarlo mientras uno de los chicos se acercaba sigilosamente o se precipitaba
vertiginoso y le tocaba la cabeza . Equivocarse significaba recibir en las piernas un zurriagazo, la
hilaridad de todos y no pocas veces el llanto del afectado. En esas raras ocasiones el abuelo sacaba un
dulce del bolsillo para calmar al nieto. Mientras el juego se desarrollaba se empacaban los regalos y se
colocaban rodeando el nacimiento, a cada niño se le ponía un juguete, alguna ropa o zapatos y algún
pequeño libro de cuentos, de esa labor se encargaba Abraham, quien, como de costumbre, siempre
sorprendía por sus ocurrencias, dichos, dizques y diretes. En una ocasión envolvió en papel de seda
blanco una caja vacía la ato con una cinta roja, le hizo un nudo de mariposa y le coloco un clavel
blanco y por ultimo en una tarjeta escribió: ͞para todos los niños͟ y la coloco al lado de los demás
regalos. Poco a poco esa tarde se fue reuniendo toda la familia en un entorno distendido y alegre, el
olor del asado invadía el ambiente, se canturreaban villancicos acompañados por la guitarra y las
panderetas y se lanzaban a los aires voladores que explotaban en el firmamento en múltiples
colores. La fiesta comenzaba, la abuela preparaba la mesa vistiéndola con un mantel blanco
estampado con adornos navideños, se colocaban los platos y la cubertería así todas la viandas que
habían sido preparadas que habían sido preparadas para la ocasión, teniendo lugar de preferencia el
asado, un lechón relleno en cuyas fauces se había colocado una apetitosa manzana roja. Los
comensales se distribuyen alrededor de la mesa, los niños se sientan con los adultos y toda la familia
disfruta de la opípara cena. Finalizada la comida los abuelos invitan a sus hijos y a sus nietos a pasar a
la sala para rezar la novena y dar gracias a Dios por los bienes recibidos. Todos se recogen alrededor
del nacimiento elevan sus plegarias y finalizado el rito religioso se disponen a repartir los regalos y a
abrirlos en medio del jolgorio general. Abraham hace de maestro de ceremonias y comienza a
distribuir los regalos llamando a cada agraciado por su nombre. Los niños reciben su obsequio y al
final solo queda una caja grande vestida de blanco. Todos preguntan para quien es, ¡Que se lea la
tarjeta! gritan todos. Abraham, la toma ceremoniosamente y lee: ͞Para todos los niños͟. La gritería y
la alegría crecen͙ Abraham les alcanza la caja a los niños y les pide que la abran. Acto seguido, entre
los cinco chiquillos, le retiran el papel y la abren͙ ¡Pero si está vacía¡ Protestan . No. No. Niños, les
dice Abraham, esa caja está llena de besos, de caricias y de abrazos que os envía vuestra madre desde
el cielo͙. Un silencio sepulcral lleno el ambiente las miradas de desconcierto estaban en todas las
caras, lo cierto es que los niños recibieron el mensaje y todos a una le enviaron besos a la caja, las
caras recuperaron la sonrisa, se distendió el ambiente y la fiesta no ceso hasta la luz de la aurora͙

Terminadas las festividades se vuelve a la vida real, cada cual a su destino; los abuelos despedían a
sus hijos y a sus nietos que regresaban a la ciudad, les daban la bendición y les recordaban, como
siempre lo hacían, no resignarse ante las adversidades sino luchar y superarlas. No olviden, les decían,
que el hombre es un desgraciado cuando la adversidad lo olvida; a los nietos, con ocasión de la
molienda de la caña de azúcar, les alistaban alfandoques y alfeñiques para que llevaran a la escuela
para la hora de la merienda, pero, como les pasaba a los merengues que les preparaba la abuela, no
duraban ni un suspiro a pesar de la buena administración que hacían las tía del avituallamiento.
Volver a la ciudad era regresar a lo cotidiano. No entender porque no se puede cambiar era lo que les
ocurría a las tías. Ellas querían a sus sobrinos, procuraban darles todo lo mejor, orientarlos, darles
buenos consejos pero las travesuras, la inquietud de los niños la superaban, no estaban hechas para
ser madres o, al menos, la vida no les había dado tiempo para aceptar una maternidad sobrevenida
ajena a su propia voluntad. En la medida en que los chicos crecían los desencuentros eran mayores,
las diferencias de criterio se acentuaban, y, por alguna extraña razón, no compartían los mismos
sentimientos. No era falta de buena voluntad, que les sobraba, era la vida que las había atropellado
impidiéndoles buscar nuevas oportunidades. De otra parte, su acendrada religiosidad y estrictas
costumbres les llevaban a limitar la visión que los chicos tenían del mundo incidiendo negativamente
en su personalidad. La casa, la escuela y el credo se confabulaban para borrar todo vestigio de
carácter individual, toda particularidad personal, todo razonamiento, imponiendo la sumisión como
actitud personal el acto de fe como principio de verdad y la masificación de criterios como estatus
social. Los ¿por qué? No encontraban justificadas respuestas que les permitieran no sentirse
injustamente tratados y dieran paso, luego, a la autoconfianza permanente lo que más sentían del
regreso a la ciudad eran las noches en que reunidos bajo la higuera del patio, el abuelo y Abraham les
contaban cuentos incidentes reales o fantásticos que les quitaban el sueño y les provocaban no pocas
pesadillas. Todo el ambiente se impregnaba, gracias a la palabra y a la mímica, en el aire que
respiraban, en las voces que oían y en las vidas que vivían vidas ajenas que hacían propias por una
horas y que les permitían conocer otros mundo fabulosos aportando un alivio imaginario a las
tensiones y opresiones del diario vivir. El abuelo en muchas ocasiones dejaba discurrir su memoria
sobre la guerra de los mil días, otra sobre la historia reciente y muy de tarde en tarde sobre cuentos
de fantasmas y de terror. El abuelo se empeñaba en hacer de sus narraciones orales modelos de
comportamiento que permitieran erradicar actitudes reprobables y que sirvieran además para
transmitir enseñanzas positivas. De él y de Abraham escucharon los primeros mitos, leyendas y
epopeyas, y, también, el espíritu de responsabilidad y libertad. Vivian entre la contradicción
permanente que les ofrecía la comparación del mundo quimérico del abuelo y Abraham con el de las
tías Rosa y Chinca real, frio y estricto.

Regresar a la escuela era una liberación y una pesadilla, una liberación porque se alejaban de la
opresión y rigidez del hogar y una pesadilla porque no siempre los maestros estaban dispuestos a
soportar la diaria algarabía de la chiquillería. Al principio los enviaban a la escuela con Diva una chica
que colaboraba en la casa en las labores del hogar. Ella se ocupaba de que nos les faltara nada dentro
del maletín, de salir a tiempo para no llegar tarde a clases y de evitar que por el camino se distrajeran
jugando con otros chicos o azuzando a los perros del vecindario. Diva también ponía su granito de
arena en la educación de los muchachos, por el camino los reprendía por no apurar el paso o porque
se distraían pateando una piedra o una pelota de papel, sino le hacían caso les amenazaba con
contárselo a las tias o a los maestros y en especial a Manasevich que la trataba con cierta deferencia
y ella a él con descarada coquetería. La verdad nunca lo hizo pero la tenia atemorizada, a pesar de
todo, los chicos la hacían pasar malos ratos cuando se acercaban a las riveras del rio y saltaban de un
lado a otro en las estrechas gargantas. Para la celebración de la semana mayor semana santa, se
organizaban en la escuela, con el apoyo del cura de la parroquia, los retiros espirituales en los que la
oración y el arrepentimiento eran los protagonistas y el diablo y el pecado los legítimos
contradictores. El cura se empeñaba en enseñarles a los chicos la diferencia entre el bien y el mal se
extendía explicando el evangelio y poniendo ejemplos para que fuera lo más comprensible. No
siempre sus ejemplos daban en la diana y hacia más nebulosa la comprensión de las historias. En
alguna ocasión hablando del bien y el mal conto que la compañía de Jesus envió un misionero al
Congo, por aquella época, según dijo, era una colonia recién descubierta por los belgas y que sus
habitantes eran paganos por lo que la misión del sacerdote era cristianizar a los indígenas de aquel
país. Según afirmo, el misionero reunía todas las tardes a los negritos para explicarles el evangelio y
hacerles ver la importancia de obrar bien. Sus esfuerzos para hacerles comprender los conceptos de
bueno y malo se estrellaban contra el muro de la incomprensión pero el resignadamente insistía y les
daba ejemplos que les permitiera comprender lo que quería trasmitirles. Pasaron los meses, les
enseño a persignarse, el Padre Nuestro, el Ave María y otras oraciones que repetían como loros sin
llegar a comprender su significado. Una tarde reunió a sus alumnos en pequeña asamblea para
examinarlos y le pregunto al joven Ombure que era una obra buena y que una obra mala, a lo que
respondió el aludido: ͞Una obra mala es que otro robe el ganado de mi señor y una obra buena que
mi señor robe el ganado de otro͟. Con lo que el aprendizaje había sido en vano y los ejemplos poco
claros.

El cura era un hombre de unos cuarenta años, vestía pulcramente, sus modales eran exquisitos y algo
amanerados, sus ojos azules e inquietos lo escrutaban todo, no perdía ningún movimiento como si
interiormente tuviera miedo de verse sorprendido en alguna fechoría, o, como si temiera ser atado
por alguien se encontraba siempre a la defensiva. Provenía, según decían, de una familia de rancio
abolengo de la provincia de Sonsón y él lo reafirmaba con su porte elegante, el cuerpo bien erguido y
la cara levantada; miraba a la gente de frente aunque siempre se tenía la impresión de no ser vistos.
Saludaba, si, con un leve movimiento de cabeza y solo se detenía si el parroquiano le hacia alguna
pregunta. En la parroquia se le tenía por un hombre bueno

La casa parroquial y la iglesia siempre estaban abiertas al público. Recibía a los fieles en la sacristía, un
pequeño recinto poco iluminado en el que se encontraba un amplio armario donde guardaba las
casullas y demás vestiduras y ornamentos propios del servicio o, en el salón de su casa donde sobre
tupida alfombra estaban colocados dos grandes sofás, una mesa larga en la mitad con un mantel
blanco de lino sobre el que descansaba un misal, la biblia y un crucifijo de mármol blanco, las paredes
blancas de la estancia carecían de adornos por lo que la luz que entraba por la pequeña ventana la
hacía ver más clara y límpida . Lo asistía un acolito, un chico de quince años que en las misas vestía
una cota blanca de algodón sobre una túnica roja; se encargaba también del campanario y de tocar las
campanas para llamar a misa. La torre del campanario era alta de unas seis alturas divididas por
pequeños descansillos, en lo alto, bajo un grueso travesaño de madera, cuelgan las campanas a la luz
de los arcos. Más abajo el mecanismo del reloj funciona rítmicamente. En lo alto de la torre no se
podía estar cuando los badajos golpeaban las campanas, el ruido que producían era ensordecedor.
Desde los arcos se divisaba la ciudad el parque y la escuela. La puerta de la torre permanecía cerrada
para evitar que los niños subieran al campanario y se produjera una tragedia.

Todos los viernes en las horas de la tarde, llevaban a los jóvenes, en perfecta formación, a la iglesia
para la confesión. Salían de la escuela por una calle lateral, empinada, bordeada por los frondosos
sauces , que desembocaba en el amplio parque adornado con parterres cubiertos de margaritas y
magnolias que daban acceso a las escalinatas de la iglesia. Los alumnos recorrían la distancia en
absoluto silencio en fila india, dando signos de recogimiento: No miraban hacia los lados, la cabeza
agachada y los ojos mirando al cielo. Caminaban bajo la severa mirada de sus maestros y en el
entendimiento de que la contrición los redimiría de los pecados cometidos en la escuela, los jóvenes
están siempre ocupados y en sus ratos de solaz y de descanso, les está prohibido toda clase de juegos
y distracciones fuera de la vista de los maestros para evitar que las locuras propias de la juventud y el
vicio, que siempre acecha, perviertan su inocencia. El sacerdote les esperaba en el portón de la iglesia,
los hacia pasar dentro y los distribuía en las bancas laterales al confesionario. Se dirigía a la sacristía,
vestida la casulla, tomaba el misal, ingresaba en el confesionario y se disponía a escuchar las tímidas
confesiones de los alumnos. A las niñas las escuchaba por las ventanillas laterales y a los muchachos
por la entrada central la cual siempre estaba cubierta por una larga cortina de color violeta; con las
chicas era seco y distante, con los chicos meloso y cariñoso. Cuando entraba en el confesionario el
sacerdote olvidaba las proporciones, las medidas, el ritmo del mundo ordinario y se dejaba llevar por
el enloquecido ritmo del éxtasis. Su cuerpo era un diapasón por el que se desbordaban todas las
pasiones, era un hombre lleno de conflictos y emociones en constante lucha con lo que representaba
la mayoría de los jóvenes iban a disgusto a cumplir con el sacramento de la confesión entendían que
sus caricias y meloserias iban más allá de lo permitido. Cuando los jóvenes lo rechazaban saltaba
como un neurótico haciendo valer su preeminencia y su supuesta autoridad, entonces, lo dejan hacer,
sin protestar, hasta que les imponía la penitencia reconviniéndolos para que fueran buenos, sumisos y
excelentes hijos de Dios. Nunca comprendió que la mayor penitencia era confesarse con él , responder
a sus preguntas sin participar de su locura, entrar en su macabro juego sin participar en el, pero la
mayor decepción se encaraba cuando sintiéndose ofendidos y mancillados se producían las quejas,
entonces, nadie escuchaba, eran malas apreciaciones sobre las buenas y sanas intenciones del
prelado, un bulo inventado por los chicos para evitar la confesión las tías y las madres en particular no
permitían que se hablara del párroco, para ellas y para el resto de los feligreses era un hombre santo,
sensato, comprensivo y cariñoso. El oprobio estaba santificado había que cargar con el porqué no era
siquiera objeto de redención. Dicen que la etapa de la vida que mas marca al hombre es la de la
infancia, y hay otra que se deslizan sin dejar huellas sensibles, pero aquellas que nos marcan, dejan
una profunda huella como si el fuego del hierro del herrero hubiera dejado en ellas su impronta.

Recordar los días de la infancia es acumular en breves momentos una inmensa carga de historias casi
imposible de haber sido vividas en tan corto periodo de tiempo. Es vivenciar situaciones alegres unas
veces, trágicas y grotescas otras vividas a menudo con desasosiego, como un mal sueño. Hoy aun
recuerdo los luctuosos momentos de la trágica muerte de mi madre y el endiablado remolino de
acontecimientos que produjo su temprana desaparición; la pesadilla duro mucho tiempo amparada
por los juegos de mi amiga fantasma jugaba y departía con ella por todos los rincones de la casa,
solazándome con su presencia presentida y provocando en los adultos de la casa una amarga zozobra.
Recuerdo también el asesinato del negro Gaitán , el incendio general, la vocinglería, el olor a
quemado, los muertos, los heridos, la policía tomando partido por unos o por otros, el ejercito sin
orden ni concierto y los francotiradores apostados por todas las esquinas y en los edificios más altos
disparando a todo lo que se movía, la preocupación en lacara de los mayores, la radio incendiando las
conciencias y desde el gobierno, atizando los rescoldos para no perder el control de los
acontecimientos con tanto esmero preparados.

Volver a la realidad de esos días, con la perspectiva de los años, la distancia y los anales de la historia
ya fijados es no pocas veces un acto de fe, o en el peor de los escenarios, de desorientación total
porque nuestros recuerdos difieren radicalmente de lo que nos cuentan o lo nos cuentan no
encuentra un lugar donde acomodarse dentro de nuestras propias vivencias. Planteándonos con
frecuencia una disyuntiva sin respuesta: Si lo que nos cuentan es verdad o si lo que contamos
pertenece a la ficción. La vida asi se disocia el pasado es un borrón el presente se vive a saltos y el
futuro nace sin esperanzas. Con esta urdimbre el hombre avanza por un camino de abrojos con el culo
al aire lo único que puede salvarlo, sacarlo de la sima donde se encuentre es la armonía mental y su
propia entereza de carácter.

En medio del huracán aprendí pronto a tener la boca cerrada a escuchar más que hablar, a observar
más que a mirar y a actuar con la velocidad del relámpago sin dar tiempo al legitimo contradictor a
reflexiona. Hay cosas y hechos que son inolvidables con ellos y ellas hay que llenar el alma rebozar los
sentimientos y atemperar los recuerdos las otras las desagradables en lo posible hay que apartarlas
dejarlas a un lado procurando olvidarlas. Si, ya sé que no es posible, que siempre esta4ran ahí,
molestando, pero vale la pena intentarlo para seguir adelante sin el pesado fardo de su sombra,

Las tías nacidas en un siglo en el que el mérito se lo lleva el más fuerte, los hombres más ricos y las
mujeres más bellas, las tías eran coquetas; maquillaban su cara, se pintaban los labios, se arreglaban
las uñas, se las pintaban de un rojo pálido, un color rosa intenso seria mas cercano, se colgaban un
pañuelo, vaporoso, de atractivos colores en la garganta, anillos en los dedos y pulsera en la muñeca,
corpiño de encajes, blusas de seda y faldas que resaltaran su talle, cuando no, en ocasiones
especiales, trajes sastres de paños ingleses, zapatos de tacón alto y suaves aromas. Con esos
mimbres las tías tuvieron muchos pretendientes pero unos por una razón y otros por otras nunca
llenaban sus aspiraciones del hombre ideal que recrearon con sus lecturas, ninguno les llegaba a la
suela de los zapatos. La tía Rosa tuvo un pretendiente que podía llenar las expectativas propuestas:
Buen mozo, emprendedor, mayorista de telas, tejidos, confecciones y creyente confeso y practicante,
de buena familia y no muy lejano a su mismo linaje. Pero la Tía Rosa, veía mas allá que los demás,
tenía ese sexto sentido que tienen muchas mujeres para escrutar las almas de su entorno y no pocas
veces el futuro: El pretendiente era sobre modo tacaño, ambicioso sin medida y egoísta, de él se decía
a soto voz, que dormían en estancias separadas, para economizar esfuerzos, con quien fue su mujer y
que cuando el uno necesitaba del otro se desplazaba hasta la habitación vecina, daba tres golpes
suaves en la puerta, para no despertar a los hijos, y entraba. En las ocasiones en que lo hacia ella
recurrentemente le contestaban del otro lado: ͞Deja para mañana María͟. Su hermano le acuño un
aforismo que le venía como anillo al dedo: A mi hermano mama le dejo lo que tenia, que era mucho, y
a mí lo que sabía, que era poco, Dios la tenga en su seno͟.

La tía Chinca no se quedaba atrás, no podía ser de otra manera, su alegre espíritu, su gayo decir y su
fuerza interior eran suficientes avales para atraer pretendientes que inveteradamente se estrellaban
contra el muro de su escrupulosa selección. No ocurrió así con Hipe, odontólogo de profesión que
deshizo el hechizo con sus buenas maneras: conquisto el corazón de la tía y durante muchos años
atravesó, con ella, virgen su noviazgo. Algún día decidieron casarse y pusieron una fecha que tenía
como limite una intervención quirúrgica, de una ulcera estomacal, que padecía el odontólogo.
Cuando la tía conoció a Hipe pudo descifrar muchas cosas de la vida, actuales y futuras.: Adivino su
soledad, también su ternura, esa mezcla de pasión y humanidad que nos hace más próximos. Sus
paseos los domingos por la plaza, antes de la misa, la hacían reflexionar en el futuro, pensaba en el
amor cuando estuvieran solos, en el deseo de acariciarse mutuamente. También pensaba en
abandonar el pueblo e ir a la ciudad en el convencimiento de que la única decisión sería era la de
resignarse a la vida que le ofrecían. Creía en Hipe y descubrió gracias a su sentido innato de la vida
que solo se vive de verdad cuando cada día nos rinde una sorpresa. Hipe en esas ocasiones le repetía
hasta el delirio que, ͞todo, absolutamente todo nos puede suceder, quiéralo Dios o querámoslo
nosotros, pero siempre será queriéndonos y contentos el uno del otro inventemos lo que
inventemos͟. La frase no expresaba una opinión ni un juicio, ni expresaba un deseo, era una
comprobación, una vieja verdad. Nada de lo que ellos hicieran podría debilitar su amor, esa locura sin
salida ni alteraciones. La vida sin embargo nos juega malas pasadas, no el destino, porque si así
fuera, seriamos galeotes, esclavos de un mal creador. El tiempo paso y llego el día de encontrarse
con la sala de operaciones; la intervención quirúrgica se realizo y nada salio bien: Hipe fallecía días
después y la tía Chinca quedaba en medio de su dolor, por caprichos de la vida, no para vestir santos
sino para vestir sobrinos.

Tengo que confesar que en medio de mis travesuras y las de mis hermanos, una tarde, buscando entre
los papeles de las tías, lo que no se nos había perdido, encontré, entre las tapas de un pequeño libro,
no sé si era un misal o una novela o un cuaderno de apuntes, un papel bien doblado, con unos
pétalos de rosa en su interior, con un pequeño poema de WILLIAM Blake (1757- 1827), fácil de
memorizar, que dice así:

͞¡Rosa estas enferma!


El gusano oscuro
Que vuela en la noche,
En el ronco trueno,
Descubrió tu lecho
De ruboroso gozo,
Y su negro amor secreto
Te destruye la vida.͟

Entonces no comprendía nada de lo que allí se decía, ni era capaz de interpretarlo. Si sabía que algo
escondía, que reflejaba una realidad que me era ajena, pero que estaba ahí para ser desentrañada. Lo
cierto, la única verdad es que su existencia denota todo lo que Hipe sentía por la tía y lo que ella, a su
vez, sentía por él al guardarlo con tanto mimo. Hoy, a mis sesenta y siete años aun me acuerdo de ese
trozo de papel y de los versos en él escritos de puño y letra del enamorado de mi tía.

Las tías se dedicaron a cuidar de sus sobrinos, quizás apartadas de lo que ellas querían hacer y que de
alguna manera la vida les negaba. Lo hicieron de la mejor buena fe, seguramente en algunas
ocasiones se excedieron por el celo puesto en su función, pero aceptaron con humildad los altos y
bajos de la convivencia familiar. La tarea no debió ser fácil, no se lo pusimos fácil y menos aun cuando
lo que esperaban de la vida era otra cosa. La vida quiso que con los años la tía Chinca se realizara
plenamente como madre: Su hermana Ligia tuvo una niña, Adriana, a la que ayudo a criar,
desarrollando en ella todo el instinto maternal de que fue capaz, y luego, tuvo la satisfacción de ser
abuela de tres niñas que hoy lloraran su pérdida con amargura. La única nostalgia común que uno
tiene con sus hijos son las vivencias compartidas, cada uno con motivos diferentes, como debe ser, y
con un dolor o una alegría distintos como siempre ocurre. Siempre pensamos que estamos muy lejos
de ser felices, hoy pensamos lo contrario, fuimos felices, y esa felicidad, lo que hoy somos, se lo
debemos en gran parte a las tías Rosa y Chinca.

La última vez que vi a la tía Chinca fue en el lar de ancianos, estaba allí, en un rincón de la casa, sola,
como si estuviera abandonada, con la vista perdida en el infinito. La enfermera de turno nos
manifestó que, ͞a pesar del tiempo no se acostumbraba͙͟. No era para menos, no podía ser de otra
manera, ella que siempre había sido tan activa no podía acostumbrarse a aquella vida lenta, chata y
sin perspectivas, entre cuatro paredes frías, no era que la casa no estuviera bien habilitada para
prestar el servicio, sino que era una casa ajena, sin el calor humano que ella demandaba. Nos vio, nos
miro asombrada, en silencio, con reproche. Nos reconoció a pesar del avance del alzhaimer. Nos
abrazo demostrando una vez más su tacto sensible, su capacidad de anticiparse a los acontecimientos
como quien quiere exorcizar su destino. No olvidaba nuestros nombres, sabía quiénes éramos. Mijo,
me dijo, -lléveme a la finca, mire, los animales y la niña están solos͙ y no me gusta͙ Hay mucha
gente mala. Chelita, dirigiéndose a mi esposa, -¿cómo están las niñas?, a usted la veo más gordita,
mucho mejor que la última vez. Chelita, porque no se queda aquí y me acompaña, tengo una cama
grande ahí podemos dormir juntas y hablar de la familia. Chelita, mire, en la cama hay una sola
almohada, pero no se preocupe, en ella las dos podemos poner la cabeza. Su manera de hablar fue
para mí toda una revelación, demostraba su entereza de carácter. En un momento dado se inclino
hacia adelante, se paso la mano por la cara, puso su dedo índice sobre los labios, nos miro de frente y
nos dijo: ͞Si sigo aquí no volveré a reír͟. Quizás sea este el más duro reproche que escuchara de sus
labios, e intuí que estaba diciendo de verdad lo que sentía. En la sala estaba ella, Inés, Chela y yo, los
cuatro, fundidos en la atemporalidad de sus palabras. En la medida en que se expresaba la
imaginábamos fuera de nuestro propio tiempo, ni el tic tac del reloj colgado en la pared, nos sacaba
del hechizo, entendíamos que se acercaba a su final y que su reclusión en aquel lugar la estaba
convirtiendo en polvo͙

Tia Chinca y tia Rosa, si cometimos un error, solo podemos pedir vuestra benevolencia y teneros por
siempre en nuestro recuerdo. Q.E. P D.

Carlos Herrera Rozo











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