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NO VIOLENCIA Y GENOCIDIOS

Dionisio Byler

NO VIOLENCIA
Y GENOCIDIOS
Jesús y la no violencia
Los genocidios en la Biblia
y otros ensayos sobre justicia y no violencia

Biblioteca Menno
Biblioteca Menno
Secretaría de AMyHCE
www.menonitas.org

© 2010 Dionisio Byler

Depósito legal: BU. 282-2010


ISBN: 978-84-614-3444-2
Contenido

I. JESÚS Y LA NO VIOLENCIA: EL EJEMPLO DEL CORDERO 7

II. LOS GENOCIDIOS EN LA BIBLIA:


REFLEXIONES SOBRE LA VIOLENCIA
Y NO VIOLENCIA EN LA HISTORIA DEL PUEBLO DE DIOS 97

III. OTROS ENSAYOS SOBRE JUSTICIA Y NO VIOLENCIA 193

Prólogo 195

Ensayo 1. Reflexiones sobre el terrorismo 199

Ensayo 2. Los cristianos ante la política 207

Ensayo 3. La espiritualidad de la guerra y la violencia 225

Ensayo 4. Números 31:


Historias inmorales en el texto sagrado 235

Ensayo 5. La familia de Dios


en un mundo violento y cruel 257

Ensayo 6. ¿Hasta cuándo, Señor? 271

Epílogo La parábola del sembrador 303


Dionisio Byler

Jesús y la no violencia
El ejemplo del Cordero

Biblioteca Menno
Dedico estas páginas a todos los jóvenes cristianos, objetores de
conciencia, en cualquier parte del mundo, que hoy sufran persecu-
ción o incomprensión porque pretenden amar al enemigo como
nos enseñó Jesús.

En el mundo tendréis aflicción;


pero confiad, yo he vencido al mundo —Jesús (Juan 16:33).

© 1993, 2010 Dionisio Byler


Jesús y la no violencia 9

Índice
PREFACIO 11

CAPÍTULO 1. UNA ALTERNATIVA CRISTIANA A LA VIOLENCIA 15


1.1. El concepto bíblico de la paz 15
1.2. Jesús y la paz global 19
1.3. La imitación de Dios 21
1.4. El efecto de la encarnación 24
1.5. Las víctimas declaran la paz 29
1.6. El poder de la resurrección 32

CAPÍTULO 2. INDEFENSIÓN EN LOS EVANGELIOS 35


2.1. Jesucristo se hizo indefenso 35
2.2. El ejemplo de la cruz 39
2.3. La enseñanza de Jesús 44
2.4. El gran mandamiento 47
2.5. Mía es la venganza 51

CAPÍTULO 3. EL PROBLEMA DE
LA GUERRA EN EL ANTIGUO TESTAMENTO 57
3.1. Planteamiento del problema 57
3.2. Posibles soluciones 59
3.3. La solución propuesta 63
3.4. Inspiración y la «teología oficialista» 69

CAPÍTULO 4. UN PUEBLO DE PAZ 75


4.1. La necesidad de
un modelo alternativo para la sociedad 75
4.2. Israel en el principio 77
4.3. Israel monárquico 80
4.4. El reino de Dios en el Nuevo Testamento 83
4.5. La mitologización del cristianismo 88
4.6. Un pueblo de paz 91
Prefacio

E STE LIBRO ES EL FRUTO de una labor intelectual, paralela a un


aprendizaje espiritual, que comenzó para mí hace más de
veinticinco años. Lo primero que escribí sobre este tema fue una carta
al Selective Service System, la agencia de conscripción militar que existía
en aquel entonces en Estados Unidos de Norteamérica, explicando por
qué no me sentía libre en mi conciencia para colaborar, ya no con la
guerra en Vietnam como soldado, sino siquiera con el sistema de
conscripción militar que la proveía de soldados.

Llegar a la decisión de tomar esa postura en lugar de aceptar el


camino fácil de objeción de conciencia reconocido legalmente fue toda
una lucha espiritual para mí. Conservo el recuerdo imborrable de aquella
noche en la que estábamos reunidos una docena de estudiantes en
oración y el Señor nos hablaba de la entrega absoluta a él. De repente
yo supe muy bien cuál era la entrega que él me estaba exigiendo a mí,
personalmente. Lloré mientras rogaba a Dios que me diera fuerzas para
seguirle por aquel camino. Sabía que me enfrentaba a la posibilidad de
pasar años de cárcel. Varios hermanos pusieron sobre mí sus manos
mientras oraban por mí, sin saber precisamente cuál era mi lucha ni el
motivo de mi llanto…

Algunos años más tarde me presentaba en una oficina militar de


Buenos Aires el día en que me habían convocado para enrolarme en las
Fuerzas Armadas argentinas. La circunstancia de tener dos ciudadanías
me obligaba, curiosamente, a tener que rechazar dos servicios militares.
Allí presenté mi segundo esfuerzo por exponer por escrito con claridad
mis convicciones. Eran diez folios mecanografiados, repletos de citas
bíblicas, que explicaban que aunque ese día me presentaba respetuo-
12 Jesús y la no violencia

samente ante ellos, sin embargo no me enrolaría en las Fuerzas


Armadas.

El segundo capítulo de este libro fue redactado en Argentina algunos


años más tarde, entre 1976 y 1978, como una serie de artículos breves
que aparecían mensualmente en la revista Perspectiva, publicada por la
Iglesia Evangélica Menonita Argentina. Desde entonces ha sufrido una
serie de revisiones y adaptaciones importantes. Ha estado circulando en
fotocopias entre hermanos y hermanas interesados en su temática,
mayormente en España donde actualmente resido.

El tercer capítulo, sobre el problema de la guerra en el Antiguo


Testamento, es la versión más reciente de un ensayo que leí por primera
vez en febrero de 1983 en el Colegio Mayor San Juan de la Cosa, en
Santander. Un grupo de cristianos universitarios había organizado una
serie de charlas, patrocinadas por la Universidad de Santander, y habían
solicitado mi colaboración. Aproveché la ocasión para poner por escrito
algunas cosas que venía pensando y estudiando desde hacía algunos
años.

Cuando una pequeña comunidad cristiana en Dos Hermanas, Sevilla,


me invitó a dar una charla sobre el tema del cristianismo y la violencia,
en diciembre de 1984, en el Aula de Cultura de aquella ciudad, redacté lo
que aquí aparece como el primer capítulo.

Hace algunos años escribí el cuarto capítulo, que añade diversos


conceptos sin los que me parecía que la colección de los otos tres en-
sayos quedaba incompleta.

Desde que este libro primero empezó a tomar forma, hace ya siete u
ocho años, algunas cosas han cambiado. Los cambios políticos en
Europa central y oriental han obligado a dibujar mapas nuevos y olvidar
el conflicto ideológico internacional que ha caracterizado a nuestro
siglo.

El problema de las guerras, tristemente, sigue en pie. Todo parece


haber cambiado y sin embargo nada cambia. La raza humana seguimos
hallando motivos para matarnos unos a otros sistemáticamente. La
esperanza en un «nuevo orden mundial» que algunos predicaban, se ha
esfumado por sus propias contradicciones e hipocresías.
Prefacio 13

De manera que aunque aquí se encuentran algunas cosas que vengo


escribiendo desde hace varias décadas, lamento mantener la opinión de
que este libro seguirá siendo útil y necesario para aquellos cristianos
que se siguen preguntando si «en Cristo» las cosas no tendrían que
verse de otra manera.
Burgos, agosto de 1992
Capítulo 1.
Una alterativa cristiana a la violencia

1.1. EL CONCEPTO BÍBLICO DE LA PAZ

E RA DE NOCHE hace muchos siglos, en una región no muy pacifi-


cada de la periferia del Imperio Romano, cuando unos
pobres pastores que pernoctaban a la intemperie se despertaron
sobresaltados. Alguien les anunciaba el nacimiento de uno que les
salvaría de parte de Dios; un nuevo caudillo de la estirpe del rey David.
De repente se corrieron las nubes, y vieron la aparición de un coro de
ángeles. Era como si las estrellas del firmamento alabaran a Dios,
vaticinando paz para los hombres de buena voluntad en la tierra.

¡Paz! ¿Qué sería lo que se estaba tramando? ¿Tendría acaso algo que
ver con la poesía que había escrito algunos meses antes la chica que
aquella noche daba a luz un hijo? Algunos versos de esta poesía decían:

[El brazo de Dios] interviene con fuerza,


desbarata los planes de los orgullosos,
derriba del trono a los poderosos
y exalta a los humildes,
colma a los hambrientos de bienes
y despide a los ricos con las manos vacías (Lc. 1:51-53).1

1
Las citas bíblicas están tomadas de distintas versiones castellanas. La más em-
pleada ha sido la Reina-Valera 1960. También he usado la versión Dios Habla Hoy, la
Nueva Biblia Española, y la Biblia de Jerusalén. En algunos casos, por diversos moti-
vos, he traducido yo mismo los textos hebreos o griegos.
16 Jesús y la no violencia

¿Qué es la paz? ¿Qué es la violencia? ¿Qué tiene que ver la paz anun-
ciada a los pastores, con la revolución social anhelada por María?

La paz en la Biblia es mucho más que la ausencia de guerra. Y si bien


la violencia que suele preocuparnos hoy también preocupaba a los pro-
fetas y apóstoles, existen otras violencias, sobre las que hoy tendemos
a callar, que reciben también una fuerte condena en la Biblia. Contra la
violencia del asalto y del robo, el apóstol dice claramente: «El que hurta-
ba, no hurte más, sino trabaje» (Ef. 4:28). Contra la violencia de las ar-
mas del terrorista, Jesús dice: «Todos los que tomen espada, a espada
perecerán» (Mt. 26:52). Contra la violencia del armamentismo y de las
grandes alianzas de bloques militares, dice el profeta Isaías: «¡Ay de los
que descienden a Egipto por ayuda, y confían en caballos; y su esperan-
za ponen en carros, porque son muchos, y en jinetes, porque son valien-
tes!» (Is. 31:1). Incluso, contra la venganza desmesurada ante daños y
perjuicios, Moisés mantiene la justa medida de la ley del talión del Me-
dio Oriente antiguo: «Ojo por ojo, diente por diente» (Ex. 21 :24).

Pero hay otras violencias contra las que no solemos estar tan con-
cienciados. En el año 842 a.C. el general Jehú se dirige hacia Jezreel, en
Israel. Tiene la intención de destituir al rey Joram, que se aloja allí. Mien-
tras se acerca, el rey manda dos veces a jinetes para que pregunten a
Jehú si hay paz. A ambos les dice Jehú: «¿Qué tienes tú que ver con la
paz? Vuélvete conmigo». Y cuando el rey mismo sale a su encuentro con
idéntica pregunta, la respuesta de Jehú es significativa: «¿Qué paz, con
las fornicaciones de Jezabel tu madre, y sus muchas hechicerías?» En-
tonces, asesinando al rey, ordena echar su cadáver en la heredad por la
que la madre del rey había hecho asesinar a Nabot (2º R. 9).

O sea que, según la perspectiva de Jehú y del profeta Eliseo que le


había ungido sucesor al trono de Joram, muy al margen de la existencia
o no de guerra, no había paz en el reino. La madre pagana del rey, con
su tiranía ajena a las estipulaciones del pacto de Dios con Israel, había
derramado la sangre inocente de Nabot para sustraer su propiedad
hereditaria, y había perseguido a sacerdotes, profetas y fieles del Señor
con su opresión despótica. De ahí que la paz, la paz por la que pregun-
taban los mensajeros del rey y finalmente el rey mismo, no era paz legí-
tima. «¿Qué tienes tú que ver con esa paz, la paz de la tiranía, la opre-
sión y el abandono del Dios de Israel?», les pregunta a los emisarios
Una alternativa cristiana a la violencia 17

Jehú. Y al rey le pregunta: «¿Que si hay paz? ¿Qué paz? ¿Qué paz puede
haber en estas condiciones?»

El profeta Jeremías, mucho más tarde, en el crepúsculo del reino de


Judá, hace una estimación parecida de la situación cuando acusa a las
autoridades de proclamar «Paz, paz», cuando no hay paz (Jer. 6: 14).
Ezequiel tiene la misma opinión de los profetas de la corte real: «Enga-
ñaron a mi pueblo, diciendo Paz, no habiendo paz» (Ez. 13: 10). Aquí,
nuevamente, el problema no es que alguien haya denominado paz a la
guerra, al estilo de algunos gobiernos de nuestros días. (Recuerdo que
en Vietnam, cuando los norteamericanos atacaban un poblado, decían
que lo estaban pacificando.) No. Más bien se trata de que las condicio-
nes interiores en la nación no eran las de la paz auténtica que defendían
los profetas.

Esta paz que sostenían los profetas estaba basada en el pacto entre
Dios y su pueblo. Dios había pactado: «Si anduviereis en mis decretos y
guardareis mis mandamientos, y los pusiereis por obra, […] daré paz en
la tierra, y dormiréis, y no habrá quien os espante, […] y la espada no
pasará por vuestro país» (Lv. 26:3-6). La ley de Moisés estipulaba que el
rey de Israel debía ser uno más entre hermanos dentro de su nación, en
lugar de hacerse respetar con mucho protocolo; no debía cimentar su
reino en la acumulación de armamentos ni en tratados militares; por el
contrario, debía aprender bien la ley del Señor (Dt. 17: 14-20).

Y bien, ¿qué tal era esta ley? ¿Qué clase de cosas decía? Leamos
algunos ejemplos:

No te aprovecharás del forastero, ni le maltrataréis, puesto que


vosotros fuisteis forasteros en la tierra de Egipto. A ninguna viuda ni
desamparada oprimiréis. Si la maltrataras con tiranía de modo que
me tuviera que llamar a gritos, oiré atentamente sus quejas.
Entonces se encenderá mi furia y os mataré a espada y vuestras
mujeres quedarán viudas y vuestros hijos quedarán desamparados.
Si prestas dinero a alguien de mi pueblo (al que padece miseria a tu
lado), no te comportarás con él como un prestamista. No le
impondrás intereses. Si le exiges su manta como fianza a tu prójimo,
se la devolveréis en cuanto se ponga el sol. Porque su manta es lo
único que tiene con qué protegerse el cuerpo. ¿Con qué se acostaría?
18 Jesús y la no violencia

Sucedería que me llamaría a gritos y yo le daría la razón puesto que


soy compasivo (Ex. 22:21-27.)

Así podemos comprender la denuncia del Señor en boca del profeta


Amós:

Por tres pecados de Israel, y por el cuarto, no revocaré su castigo;


porque vendieron por dinero al justo, y al pobre por un par de zapa-
tos. Pisotean en el polvo de la tierra las cabezas de los desvalidos, y
tuercen el camino de los humildes; y el hijo y su padre se llegan a la
misma joven, profanando mi santo nombre. Sobre las ropas empe-
ñadas se acuestan junto a cualquier altar; y el vino de los multados
beben en la casa de sus dioses […] ¡Ay de vosotros, que odiáis al
defensor de la justicia y detestáis al testigo honrado! Puesto que
pisoteáis al pobre y le cobráis impuestos de trigo, no podréis vivir en
las casas de piedra que habéis construido, ni beberéis el vino de los
viñedos que habéis plantado. Yo conozco vuestras muchas maldades
y vuestros pecados sin fin: oprimís al justo, recibís soborno y en los
tribunales hacéis que el pobre pierda su causa. […] Buscad el bien y
no el mal, y viviréis; así será verdad lo que decís: que el Señor, el Dios
todopoderoso, está con vosotros. ¡Odiad el mal! ¡Amad el bien! Ase-
guraos de que en los tribunales se hace justicia; quizá entonces el
Señor, el Dios todopoderoso, tendrá piedad de los sobrevivientes de
Israel (Am. 2:6-8; 5:10-15.)

Amós profetizó, en tiempos de Jeroboam II, un reinado de relativa


prosperidad y paz. Pero no era la paz de Dios. La violencia del sistema
injusto que agobiaba a los pobres reclamaba la venganza de Dios. Es
como si la sociedad, que bien se pudiera considerar en paz por la ausen-
cia de guerra con las naciones vecinas, de pronto descubriera que esta-
ba en guerra contra ella su propio Dios. Pero, ¿por qué? Porque Dios se
había constituido a sí mismo el defensor de los pobres, de los que no
tenían medios para defenderse. Y un ataque contra los protegidos de
Dios era un reto a Dios mismo. Si los pobres de la tierra no podían tener
paz de parte de sus opresores, la sociedad entera no podía tener paz de
parte de su Dios. La violencia de los poderosos, los ricos, los que tenían
acceso legal a las armas, hacía necesaria la violencia de Dios mismo con-
tra la sociedad injusta.
Una alternativa cristiana a la violencia 19

1.2. JESÚS Y LA PAZ GLOBAL


Está bastante claro que Jesús tuvo conciencia del carácter global de
la paz bíblica, cuando él se dispuso a proclamar su evangelio. «Arre-
pentíos», exhortó desde el principio, «porque el gobierno de Dios se ha
acercado» (Mt. 3:2). Un gobierno que sin lugar a dudas sería de la más
absoluta justicia social. O sea, un gobierno de paz, cuya venida exigía
arrepentirse de la falta de paz en la sociedad y en la conducta personal
de sus oyentes.

Hacia el comienzo del evangelio de Lucas, nos relata el evangelista la


visita que hace Jesús a Nazaret, el pueblo de su infancia y juventud. Allí
lee Jesús algunos versos de Isaías:

El Espíritu del Señor está sobre mí por cuanto me ha ungido para


dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los que-
brantados de corazón, a pregonar libertad a los cautivos, y vista a
los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos; a predicar el año
agradable del Señor (Lc. 4:18, 19).

Este anuncio de la llegada del año agradable del Señor que hace
Jesús, tiene claramente que ver con el cumplimiento de la antigua ley de
Moisés acerca de la celebración de años especiales de ajuste socioeco-
nómico. Según aquellas leyes, cada siete años, los que empobrecían
hasta el punto de tener que venderse como esclavos para poder sobre-
vivir debían recibir la libertad y lo que fuere necesario para volver a
empezar su pequeña granja familiar. En esos años especiales también
debían ser perdonadas todas las deudas, y cada cincuenta años debía
ser devuelta a la familia de origen toda propiedad hereditaria que en el
transcurso de aquellos años hubiese sido vendida.

Esta cita de Isaías con la que se identifica Jesús recoge el mensaje


liberador de aquellas leyes. La versión griega de Isaías que cita el
evangelista incluye junto con la liberación socioeconómica la restaura-
ción de la vista a los ciegos. Evidentemente se trata de mucho más que
una obediencia humana de las antiguas leyes. Se trata más bien de la
llegada sobrenatural del Mesías, a quien aguardaban ansiosamente las
masas hebreas con la esperanza de que inauguraría un tiempo de
prosperidad y bienestar eterno y utópico.
20 Jesús y la no violencia

Y Jesús anuncia: «¡Ese soy yo! Y daré la vista a los ciegos… pero
también abriré las puertas de los presos políticos, romperé las cadenas
de los esclavos y exigiré la auténtica paz de Dios entre los hombres: la
paz de justicia social».

Un par de capítulos más adelante en el evangelio de Lucas, Jesús


grita: «Dichosos los pobres… dichosos los que ahora pasáis hambre…
dichosos los que lloráis… dichosos cuando os desprecian» y «¡Ay de
vosotros, los ricos…! ¡Ay de vosotros, los que ahora os llenáis…! ¡Ay de
vosotros, los que reís…! ¡Ay de vosotros a quienes todo el mundo
alaba!» (Lc. 6:20-26). Jesús da su aprobación así a la opinión de los
profetas que hemos citado anteriormente. Está de acuerdo con la tesis
de que la violencia de los ricos y de los opresores, la falta de armonía
entre los hombres que tiene su origen en la injusticia, exige la violencia
de parte de Dios, que castigará a los malhechores privilegiados para
traer su paz auténtica a la sociedad.

En el Sermón del Monte vuelve a aparecer el tema: «Guardaos de


practicar vuestra justicia delante de la gente, donde os puedan ver… De
modo que cuando tú ofrezcas algo al que lo necesite, ¡que ni tu mano
izquierda se entere de lo que ha hecho la derecha!» (Mt. 6:1-3). Lo
significativo aquí es que para Jesús, en la más pura tradición bíblica y
profética, la justicia es equivalente a la generosidad con el necesitado.
Mi generosidad no es el fruto de mi bondad, sino el derecho de mi
prójimo necesitado. El que no es generoso es un violador de derechos
humanos. Es un violento. No está en paz con su prójimo y por lo tanto
tampoco está en paz con él Dios.

Si unimos este sentir con otro de los grandes temas del Sermón del
Monte, a saber, el amor hacia los enemigos, devolver el bien por el mal,
y tratar a otros como uno quisiera que se le trate, empezamos a vislum-
brar los perfiles majestuosos de la paz anunciada por Jesús. Pero vamos
a abordar esto desde otro ángulo; otro tema también predicado en este
mismo sermón de Jesús. El tema de la imitación de Dios.
Una alternativa cristiana a la violencia 21

1.3. LA IMITACIÓN DE DIOS


En su carta a los colosenses, Pablo anuncia gozosamente la revela-
ción del «misterio que había estado oculto desde los siglos y edades,
pero que ahora ha sido manifestado a sus santos… que es Cristo en
vosotros, la esperanza de gloria» (Col 1:26-28). Esta es una realidad que,
de no haber sido revelada por Dios, nunca hubiéramos descubierto los
hombres; a saber, que podemos todos abrigar la esperanza de que
mediante nuestra propia vida viva y se haga manifiesto Cristo. Lo vuelve
a expresar Pablo de una manera algo distinta en su carta a los romanos:
«Porque a los que antes conoció, también los predestinó para que
fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea el
primogénito entre muchos hermanos» (Ro. 8:29). Y en la segunda carta
a los corintios escribe: «Por tanto, nosotros todos, mirando a cara des-
cubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados
de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor»
(2ª Co. 3:18).

La imitación del Señor es un tema con raíces muy arraigadas en el


pensamiento bíblico. Ya en el relato de la creación, se nos dice que el
ser humano ha sido creado en la imagen y semejanza de Dios. El
propósito de Dios al crearnos fue que nos pareciéramos a él. No hay
motivo para pensar que desde aquel momento él haya cambiado de
idea en cuanto a lo que pretende de nosotros. Pero si decimos que
hemos sido creados a la imagen de Dios, y que el propósito eterno de
Dios para nosotros es que nos parezcamos a él, no decimos con esto
que es necesario que seamos totalmente como él en todos los sentidos
posibles. La tentación que ofreció a Eva la serpiente en el paraíso fue la
de querer parecerse a Dios en cosas que le estaban prohibidas. El cono-
cimiento del mal, por ejemplo, que fue el asunto en cuestión en aquella
ocasión, es algo que al hombre le ocasiona la muerte. Dios es el único
que puede conocer tanto el bien como el mal sin perecer por motivo de
ese conocimiento. Cuando Eva decidió comer de ese fruto, pretendien-
do imitar así a Dios en aquello en que él no debía ser imitado, determinó
su propia ruina.

¿En qué, pues, debemos imitar a Dios?

En la carta de Pablo a los efesios podemos leer lo siguiente:


22 Jesús y la no violencia

Quítense de vosotros toda amargura, enojo, ira, gritería y maledi-


cencia, y toda malicia. Antes sed benignos unos con otros, misericor-
diosos, perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó
a vosotros en Cristo. Sed, pues, imitadores de Dios como hijos ama-
dos. Y andad en amor, como también Cristo nos amó, y se entregó a
sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante
(Ef. 4:31-5:2).

Es importante que notemos aquí la clave para saber en qué, pre-


cisamente, debe consistir nuestra imitación de Dios y de Cristo. Debe-
mos imitarle en el perdón de las ofensas, en la entrega de la vida por el
prójimo, y en el abandono de vicios como los del enfado, la amargura,
los gritos de impaciencia, los insultos y la malicia. Es en el desarrollo de
un carácter apacible, bondadoso y paciente que debemos parecemos a
Dios.

Algo por el estilo nos dice Jesús en el Sermón del Monte, donde tam-
bién nos exhorta a imitar a Dios:

Oísteis que fue dicho: Amarás a tu prójimo, y aborrecerás a tu


enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los
que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los
que os ultrajan y os persiguen; para que seáis hijos de vuestro Padre
que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y
que hace llover sobre justos e injustos… Sed, pues, vosotros perfec-
tos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto (Mt. 5:43-
48).

En ningún otro aspecto de su enseñanza toma Jesús como punto de


partida para su argumento la imitación de Dios. Pero cuando se trata del
amor hacia el enemigo, cuando se trata del perdón en lugar de la ven-
ganza, cuando se trata del trato que es necesario que tengamos con los
que nos odian, con quienes nos causan graves perjuicios, aquí sí Jesús
apela a la naturaleza de Dios, mandándonos imitarle.

Cuando Jesús hace su famoso llamado: «Venid a mí, los que estáis
trabajados y cargados, y yo os haré descansar» también agrega una ex-
hortación a la imitación de su persona. ¿Y qué características suyas son
las que requiere que imitemos? «Llevad mi yugo sobre vosotros, y
aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón». Son su manse-
Una alternativa cristiana a la violencia 23

dumbre y su humildad los puntos en los que nos toca parecérnosle (Mt.
11 :28, 29).

Hallamos en todo esto ecos de la invitación más característica de


Jesús. La invitación a coger nuestra cruz para poder seguirle. La cruz
para Jesús no fue un símbolo religioso. ¡Fue el instrumento de tortura
con el que prefirió morir en lugar de defenderse en contra de los ene-
migos que le atacaban! Hoy hemos perdido de vista esta verdad tan
evidente. La cruz ha llegado a significar el sufrimiento, en general. Hay
quien piensa que al aguantar un dolor de cabeza sin quejarse, está
cargando valientemente su cruz como cristiano. Pero eso es convertir
en una trivialidad la agonía de la cruz de Cristo. Solamente cargamos
con una cruz para seguir a Jesús cuando, como él, nos dejamos odiar,
insultar, golpear y quizá hasta matar, sin responder más que con el
amor.

¿Dónde se originan las otras maneras de responder al agresor? Ni en


Dios ni en la naturaleza humana cual Dios primero la creara en su propia
imagen. Aunque la existencia primitiva de Adán y Eva fue una de amor y
armonía inigualables, una vez fueron seducidos por el pecado co-
menzaron las acusaciones egoístas con el fin de sacar ventaja en
perjuicio del prójimo. La violencia se desata en escalada vertiginosa en
los primeros capítulos de Génesis, pasando del simple asesinato
cometido por Caín a la venganza indiscriminada de Lamec y culminando
con la aparición de los príncipes guerreros de renombre que figuran en
el prólogo al castigo del diluvio (Gn. 4:8-10; 4:23, 24; 6:4, 5).

De igual modo Santiago se pregunta: «¿De dónde vienen las guerras y


de dónde vienen las discusiones acaloradas entre vosotros? ¿No vienen
acaso de aquí mismo, brotando de vuestros deseos egoístas que en
vuestros mismos cuerpos también crean conflicto?» (Stg. 4:1). De modo
que en esto no somos imitadores de Dios. Donde él quisiera establecer
la paz, la armonía y la justicia, nosotros hemos levantado un monumen-
to a nuestro descontrol egoísta, creando la discordia y la guerra.

Cuando Dios vuelve a establecer la creación después del diluvio,


pronuncia una bendición para Noé, el nuevo Adán de quien ha de surgir
otra vez la humanidad. Y nuevamente, como en tiempos de Adán y Eva,
emite una prohibición con su correspondiente advertencia: «El que
derramare sangre de hombre, por el hombre su sangre será derramada;
24 Jesús y la no violencia

porque a imagen de Dios es hecho el hombre» (Gn. 9:6). Desde el


mismo principio, nunca ha deseado Dios que el hombre derramase san-
gre humana. Incluso antes de la ley de Moisés está ésta, la ley de la
Creación. Una clara prohibición. La prohibición de tomar la vida huma-
na.

Está clarísimo. La violencia no tiene su origen en Dios, sino en un


profundo rechazo de Dios y del propósito de Dios al crear al hombre.

1.4. EL EFECTO DE LA ENCARNACIÓN


Pero si las guerras y las discusiones acaloradas vienen de nuestro
interior; si a partir de la caída del primer hombre, todos los hombres
llevamos adentro la rebeldía contra Dios que se expresa en nuestra vio-
lencia egoísta, ¿de dónde vendrá nuestra salvación?

Nuestra salvación viene mediante la maravilla de la encarnación de


Dios en Jesús de Nazaret. Ocurren dos cosas en Jesús que vienen al
caso para nuestro tema.

Primero, Jesús nos manifiesta definitivamente la naturaleza de Dios.

Es indispensable recordar que Jesús de Nazaret era Dios con noso-


tros, Emmanuel, el verbo eterno de Dios, hecho hombre y habitando
como en una tienda entre nosotros (Jn. 1:14). Jesús fue lo que sería Dios
si Dios fuese un ser humano. Hizo lo que haría Dios si Dios fuese un ser
humano. Habló, se comportó y murió como lo haría Dios si Dios fuese
un ser humano. El evangelio de Juan lo pone en boca de Jesús mismo:
«No puede el Hijo hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al
Padre; porque todo lo que el Padre hace, también lo hace el Hijo igual-
mente» (Jn. 5: 19). «Si me conocieseis, también a mi Padre conoceríais; y
desde ahora le conocéis, y le habéis visto… El que me ha visto ha visto
al Padre» (Jn. 14:7-9).

Pablo lo puede expresar con la misma claridad:

Él es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda la crea-


ción. Porque en él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los
cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean
dominios, sean principados, sean potestades; todo fue creado por
Una alternativa cristiana a la violencia 25

medio de él y para él. Y él es antes de todas las cosas, y todas las


cosas en él subsisten; y él es la cabeza del cuerpo que es la iglesia, él
que es el principio, el primogénito de entre los muertos, para que en
todo tenga la preeminencia; por cuanto agradó al Padre que en él
habitase toda plenitud, y por medio de él reconciliar consigo todas
las cosas, así las que están en la tierra como las que están en los
cielos, haciendo la paz mediante la sangre de su cruz (Col. 1: 15-20).

De modo que este Jesús de Nazaret es la Palabra eterna de Dios, la


expresión completa de su voluntad. Si no crees que Dios es como Jesús
fue, no crees que Jesús es el Hijo de Dios. Y si no crees esto, no puedes
llamarte cristiano.

Y bien: ¿Cómo es Jesús? ¿Cómo es esta representación viva y gráfica


de la realidad de Dios?

El escándalo de la encarnación es que vemos a Jesús condenado


como un criminal, muriendo bajo tortura mientras de él se burlan los
malhechores. Este Jesús, de quien decimos que él es la mismísima
imagen de Dios, muere en la cruz, objeto del desprecio y la enemistad
de sus semejantes. Y estando en esta situación no se queja. No se
defiende. No amenaza represalias ni jura venganza. Él había dicho de sí
mismo: «No envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino
para que el mundo sea salvo por él» (Jn. 3:17). De modo que aunque el
mundo le rechazó, escupió en su cara y en burla le coronó con espinas,
Jesús no condenó a sus hostigadores criminales. Su último deseo fue
que el Padre perdonara a los que le hacían sufrir. Él había mandado a
sus discípulos amar al prójimo y hasta al enemigo de la misma manera
que él amaba a sus enemigos. Y ahora sus discípulos eran testigos del
amor de Jesús para sus enemigos, amor que le hacía resistir la tentación
(tentación que horas antes le había hecho sudar gotas como de sangre),
tentación de llamar en su auxilio las tropas angelicales que borraran de
la faz de la tierra a la humanidad enemistada contra él (Mt. 26:53).

Pero ahora, antes de que de nuestra imaginación se borre esta es-


cena de Jesús crucificado, retorcido del dolor pero resistiéndose a con-
denar a sus enemigos, recordemos que ahí en la cruz misma Jesús está
representando el papel de Dios. Ahí en la cruz Dios mismo fue
rechazado. Ahí en la cruz el hombre descargó sobre Dios su rabia contra
su Creador, su odio contra su Señor legítimo, su desprecio irreverente
26 Jesús y la no violencia

de la salvación que Dios le ofrecía. Y en Jesús, Dios mismo quiso perdo-


nar. En Jesús, Dios mismo pensó pensamientos de amor contra nuestro
odio. En Jesús, Dios mismo dio su Hijo unigénito, amado, precioso desde
antes de la creación del universo, antes que condenar al hombre.

El evangelio de Jesucristo es éste: Dios, teniendo el derecho sobe-


rano de destruirnos por nuestra rebelión, en lugar de devolvernos mal
por mal, nos colmó de amor y bendición, borrando en Cristo nuestros
pecados, absorbiendo en su cuerpo agonizante nuestro odio y despre-
cio, amando, sufriendo, sin defenderse.

Así es Dios. Es importante que no divaguemos en pensamientos y


opiniones contrarias a la clarísima revelación bíblica y apostólica. No sé
qué opinión puedes tener tú de la naturaleza de Dios. Pero Jesús nos
demostró que «Dios es amor» (1ª Jn. 4:16). ¿Cómo sabemos esto? Lo
sabemos porque Jesús murió en lugar de defenderse. Eligió la agonía de
la tortura mortal antes que traicionar el amor del Padre para con noso-
tros.

La segunda cosa que sucede en la encarnación, es que Jesús restaura


lo arruinado por el pecado de Adán.

Juan el evangelista nos dice que aquel verbo divino que era original-
mente con Dios, y mediante quien fue hecha la creación entera, «Aquel
verbo se hizo carne» (Jn. 1:14). El autor de la carta a los Hebreos insiste
de muchas maneras en que Jesús, como sumo sacerdote según la orden
de Melquisedec, está plenamente capacitado para representar a la raza
humana, siendo un hermano entre hermanos de la raza. «Porque no
tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras
debilidades», escribe, «sino uno que fue tentado en todo según nuestra
semejanza, aunque sin pecado» (He. 4: 15).

Y si Jesús es plenamente humano en su capacidad de ser tentado, es


también plenamente humano en su gloria. Según el evangelio de Ma-
teo, cuando Jesús al curar al paralítico certificó su autoridad para perdo-
nar pecados, «La gente, al verlo, se maravilló y glorificó a Dios, que
había dado tal potestad a los hombres» (Mt. 9:11). Para el evangelista el
asunto en cuestión no es que por perdonar pecados Jesús fuera un
hombre excepcional. Más bien es el descubrimiento de que, ya que este
hombre Jesús podía perdonar pecados, estaba claro que los hombres,
en general, podían hacer esto en representación de Dios.
Una alternativa cristiana a la violencia 27

En otra ocasión, Jesús prometió: «De cierto, de cierto os digo: El que


en mí cree, las obras que yo hago, él las hará también; y aun mayores
hará» (Jn. 14:12). De modo que aun aquello que nos parece más excep-
cional y sobrenatural en Jesús es algo que está al alcance de otros seres
humanos. Jesús sanó a multitudes. Pero los enfermos se ponían por
donde sabían que pasaría Pedro para ser curados por su sombra (Hch.
5:15), y «Dios hacía milagros extraordinarios por mano de Pablo, de tal
manera que aun se llevaban a los enfermos los paños o delantales de su
cuerpo, y las enfermedades se iban de ellos, y los espíritus malos salían»
(Hch. 19:11, 12). Si Jesús resucitó a Lázaro, ya antes Eliseo había
resucitado al hijo de la sunamita (2º R. 4:32-37) y después Pedro resucita-
ría a Dorcas (Hch. 9:36-43) y Pablo a Eutico (Hch. 20:9-12).

De modo que si en Jesús vemos a Dios como Dios es, también po-
demos ver en Jesús al hombre como Dios desea que el hombre sea. La
Carta a los Romanos nos dice que en Cristo se efectúa la restauración de
la raza humana a los propósitos eternos con los que Dios la creó. Si con
Adán todos caímos, con Cristo todos hemos sido levantados (Ro. 5:12-
19). Desde la muerte y resurrección de Jesús hay una nueva realidad en
cuanto a las verdaderas posibilidades que hay en el ser humano. Ahora
sí, puesto que Jesús nos abrió brecha, nos mostró el camino, nos dio el
ejemplo y llegó a ser nuestro caudillo que va delante nuestro rehabili-
tándonos para lo que antes no éramos capaces. Ahora sí podemos lo-
grar la imitación de Dios para la que fuimos creados.

En esto la muerte y resurrección de Jesús es única: En que él nos


abrió brecha donde nosotros hallábamos muralla inexpugnable. En que
él nos mostró un camino donde nosotros hubiéramos errado toda la
vida sin sospechar que un camino existiese. En que es su fe la que nos
inspira a creer a nosotros. En que él creyó en la resurrección nada más
que porque conocía al Padre, mientras que nosotros creemos en la
resurrección porque conocemos al Padre; pero conocemos al Padre
porque hemos visto a Jesús y somos testigos de su resurrección.

Si Santiago estaba convencido de que las guerras y las discusiones


acaloradas surgen de nuestro propio interior egoísta, los apóstoles coin-
ciden en declarar que, gracias al efecto que tiene sobre nosotros la
muerte y resurrección de Jesucristo, están rotas las cadenas de esclavi-
tud a nuestras pasiones egoístas, y podemos ahora vivir como Dios qui-
so desde un principio que viviésemos. Por eso Pablo, en su carta a los
28 Jesús y la no violencia

Colosenses, objeta con desprecio la impotencia de cualquier otra filoso-


fía o religión aparte de la fe en Jesús, ya que dice: «Tales cosas tienen a
la verdad cierta reputación de sabiduría en culto voluntario, en humil-
dad, y en duro trato del cuerpo; pero no tienen valor alguno contra los
apetitos de la carne» (Col. 2:23).

Es por motivo de esta rehabilitación del hombre lograda por Cristo


en su cruz, que cuando Jesús y los apóstoles nos mandan imitar a Cristo
y a Dios mismo, no nos piden nada imposible. Si nos mandaran imitar a
alguien cuya naturaleza fuese contraria a la nuestra, estaríamos eximi-
dos de la obediencia. Pero ya que nos mandan imitar al hombre Jesús en
la gloria de su humanidad incondicionada, no podemos excusarnos de la
obediencia. Si nos exigieran imitar a Dios en su conocimiento que
trasciende el tiempo; si nos exigieran imitar a Dios en su capacidad de
conocer el mal sin ser destruido por él (al estilo de la tentación en el
Edén); si nos mandaran imitar a Dios en una perfección abstracta y
matemática, no tendríamos motivos para ni siquiera intentarlo. Pero se
nos manda imitarle en una sola cosa. Se nos manda imitarle donde el
hombre Jesús logró imitarle y representarle perfectamente ante nues-
tros ojos, para que le conociéramos como él es en realidad. Se nos man-
da imitarle en su amor sufriente hacia todos los hombres. Se nos manda
imitarle en su cruz. ¡La cruz sobre la que él murió torturado por
nosotros, sus enemigos implacables! «Si alguno quiere venir en pos de
mí», dice Jesús, «niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame» (Mt.
16:24).

No debemos separar lo que los apóstoles nunca separaron. La jus-


tificación y rehabilitación que logra Jesús en nuestro favor, para los que
creemos en él, no es algo estático y formal. Es más bien la dinámica viva
que, desde el momento que comprendimos que Dios nos amó en Jesús
hasta la muerte sin contraatacarnos, nos capacita para la imitación de
su amor en la cruz.

En ningún sitio predican los evangelistas y apóstoles una reconcilia-


ción con Dios que no sea simultáneamente una reconciliación entre los
hombres. Recordemos que Dios no puede quedarse impasible ante la
violencia, cualquiera que fuere su forma. Dios, por ser como es, ha de
tomar siempre la parte de la víctima. Y por eso Dios es siempre un parti-
cipante en el conflicto y la violencia humana. Por eso es un disparate
Una alternativa cristiana a la violencia 29

hablar de una supuesta reconciliación con Dios, si a la vez continuamos


los ataques de violencia contra nuestros semejantes.

El lenguaje de la primera carta de Juan es maravilloso en su claridad:

En esto se manifiestan los hijos de Dios, y los hijos del diablo: todo
aquel que no hace justicia, y que no ama a su hermano, no es de
Dios. Porque éste es el mensaje que habéis oído desde el principio:
Que nos amemos unos a otros. No como Caín, que era del maligno y
mató a su hermano (1ª Jn. 3:10-12).

1.5. LAS VÍCTIMAS DECLARAN LA PAZ


Pero he aquí una contradicción. El mundo es un lugar de violencia. La
injusticia, la falta de amor, el egoísmo, la explotación despiadada del
prójimo son nuestra experiencia diaria. Y si Dios está a favor de las vícti-
mas de la violencia, Dios tiene que estar a favor de la defensa de esas
víctimas. Y muchas veces el único medio de defensa que encontramos
es el de responder a la violencia injusta con la violencia justa, responder
al agresor con las represalias necesarias para que deje de agredir.

Sin embargo, el recurso a la violencia en defensa de la justicia no


tiene mucho éxito histórico que lo justifique. Lo más frecuente es que
se desencadene un ciclo de violencia mayor que la que existía al princi-
pio. Y que las víctimas que se pretendía defender acaben peor que
antes. Por eso no deberíamos tener mucha prisa en descartar el camino
novedoso que nos indica Jesús.

Hay una realidad paradójica tocante a toda violencia. Toda violencia


ocasiona víctimas. Sea la violencia del agresor u opresor, sea la violencia
del que se defiende o representa la justicia legal, siempre alguien acaba
sufriendo. Y si hemos dicho que Dios se identifica con las víctimas, cabe
sospechar que las víctimas de nuestra violencia justificada son tan
preciosos y amados ante los ojos del Señor, como cualquier otra vícti-
ma. ¿No es esto lo que hemos aprendido de la cruz, donde nosotros,
habiendo crucificado al Justo, en lugar de represalias recibimos amor y
perdón?

La violencia es inútil para lograr la reconciliación y el respeto mutuo.


Por su naturaleza exige que haya vencedores y vencidos. Y los vencidos
30 Jesús y la no violencia

siempre abrigarán resentimientos y recelos. Si es que sobreviven. ¿Esto


es lo que pretendemos? ¿Un mundo en el que seamos nosotros los
poderosos, nosotros los que somos motivo del resentimiento de los que
se sienten atropellados? Si la violencia, por muy justificada que nos
parezca, no es capaz de lograr la reconciliación, entonces es un elemen-
to más en nuestra separación de Dios. Porque hemos visto que no exis-
te tal cosa como reconciliación con Dios que no sea a su vez reconcilia-
ción con el prójimo.

Entre los elementos que hacen que la violencia sea terrible, figura
éste: Una vez que la violencia se ha cometido, el que la ha cometido
puede hacer muy poco para lograr la reconciliación. La única posibilidad
de reconciliación depende de la disposición de la víctima. Porque sin su
perdón la reconciliación es imposible.

Pero ¿cómo es posible perdonar?

Es necesario aprender la actitud que tuvo Jesús frente a la violencia


que padeció. Jesús parece haber decidido, desde un principio, que no
iba a defenderse contra la violencia de los que le atacarían, sino que se
sometería a esa violencia voluntariamente. Es importante ver que para
Jesús, someterse a la violencia fue algo que él decidió.

Ante la violencia la víctima siempre es capaz de decidir su propia acti-


tud. A veces, ese poder de determinar su propia actitud es el único po-
der que le queda. El último reducto de dignidad humana.

Existen varias actitudes posibles. Una sería la de resistir la violencia


con la violencia propia. Pero hemos visto que esto no puede conducir a
la reconciliación y por tanto a la paz auténtica.

Otra actitud sería la de aceptar como natural ese despojo de sus


derechos, sentirse de algún modo culpable por la violencia que uno ha
sufrido. Esta actitud se emparienta con la depresión, el desánimo
profundo, la pasividad total. Este camino tampoco conduce a la reconci-
liación, puesto que tales sentimientos contienen la raíz de amargura,
odio, rencor, y todas aquellas actitudes interiores que impiden el per-
dón y hasta el deseo de poder perdonar. Una persona sólo puede
perdonar desde la dignidad de saber su propio valor como ser humano,
desde la conciencia del atropello que supone ser víctima de la violencia
y maldad ajena. Ni la pasividad depresiva ni la justificación del agresor
Una alternativa cristiana a la violencia 31

pueden generar la energía moral y la dignidad humana desde la que es


posible el perdón.

Pero Jesús se sometió voluntariamente a la violencia de sus agre-


sores y así logró amarles hasta el final, hasta dar su vida por ellos. Así
Jesús toma la iniciativa, desde la conciencia de su propia identidad
como hijo de Dios, sabedor de su propio valor irreducible. Arrebata de
los violentos la iniciativa. Ya no son ellos los que dominan la situación.
Es el amor activo de Jesús, entregando voluntariamente su vida, la que
domina la situación.

Jesús dio varios ejemplos de cómo funciona esa iniciativa de amor,


que establece activamente la dignidad humana de la víctima y a la vez
hace posible su perdón:

«No resistáis al que es malo; antes, a cualquiera que te hiera en la


mejilla derecha, vuélvele también la otra; y al que quiera ponerte a
pleito y quitarte la túnica, déjale también la capa; y a cualquiera que
te obligue a llevar carga por una milla, ve con él dos. Al que te pida,
dale; y al que quiera tomar de ti prestado, no se lo rehúses» (Mt.
5:39-42).

Aceptar como legítima esta enseñanza de Jesús requiere una rela-


ción con el Padre como la que él tenía. Supone haberse nutrido en la
oración y la comunión con el Padre hasta tal punto que la fe y la espe-
ranza en la salvación y reivindicación de Dios nunca pueda desfallecer.
Desde esa postura de fe y confianza radical en un Dios conocido como
Padre que se «conmueve en sus entrañas» (Jer. 31 :20) al ver el sufri-
miento de sus hijos, es posible resistir. Esto supone nutrir la esperanza
que el Dios de paz y amor pueda tener escondida todavía una «última
palabra» sobre el asunto. Una última palabra de paz y reconciliación.

Pero, ¿pueden quedar así las cosas? ¿No hay otra posibilidad que la de
someterse a la violencia de la que uno es víctima? Si queremos estar en
paz con Dios, ¿tenemos acaso que aguantar todo el mal que los
violentos nos quieran ocasionar a nosotros y a nuestros seres queridos?

No hay que confundir la no violencia cristiana con la pasividad. Nues-


tra lucha por la paz entre los hombres, que comienza con nuestro per-
dón y aguante sumiso, no acabará hasta que acabe toda violencia. Si,
como Jesús, nuestra reacción de sumisión a la violencia de la que somos
32 Jesús y la no violencia

víctimas surge del amor, entonces ese mismo amor nos impulsará a
hacer todo lo posible por lograr que cese aquella violencia también.
Porque sabemos la enemistad con Dios que su violencia le está produ-
ciendo.

Una vez que hemos aprendido a amar y perdonar, cuando nuestras


motivaciones ya no son la venganza, el rencor o el egoísmo, podemos
dirigimos al que agrede, incluso al que nos agrede a nosotros mismos,
con la palabra de Dios. Pablo dice que nosotros, los cristianos, los que
vivimos en sumisión no violenta como Jesús, tenemos a nuestro cargo
el «servicio de reconciliación» (2ª Co. 5: 18). ¿Qué es este servicio de
reconciliación? Nada menos que la tarea de difundir entre los hombres
esta posibilidad de vivir en armonía unos con otros, y todos con Dios. Y
esto incluye la denuncia profética del mal dondequiera que exista.
Someternos voluntariamente a la violencia de la que somos víctimas no
tiene por qué dar a entender que aprobamos esa violencia. Al contrario,
por amor y compasión para con el que nos agrede, ya sea físicamente o
con injusticias legales, tenemos el deber y el privilegio de denunciar esa
violencia, y de anunciar el evangelio de la paz. El evangelio mediante el
cual es posible que aun el más violento abandone su proceder. Para que
abandonando ese proceder pueda él también vivir en auténtica paz y
reconciliación con su prójimo. Y si vive en paz con su prójimo, sabemos
que también será suya la paz con Dios.

Pero si nuestro anuncio de estas buenas noticias de la posibilidad de


abandonar la violencia ha de lograr su objetivo en el cambio de la
conducta de la persona a que nos dirigimos, es necesario que lo anun-
ciemos con autoridad. Y nuestra autoridad viene de haber abandonado
nosotros mismos la violencia, dando así evidencia visible y objetiva de
aquello que anunciamos. Es porque nosotros mismos nos sometemos
voluntariamente a la violencia, que tenemos el derecho de invitar a los
demás a renunciar a ella de la misma forma.

1.6. EL PODER DE LA RESURRECCIÓN


Esta sumisión voluntaria con que procederemos es posible gracias a
un elemento que aún no hemos hecho más que apenas mencionar.

Es por un acontecimiento muy particular que los discípulos de Jesús


lograron entender, por fin, que Jesús era más que un maestro bueno,
Una alternativa cristiana a la violencia 33

más aun que el mesías político de la estirpe de David. Es por un


acontecimiento muy particular que vieron en Jesús, cuanto más lo
pensaron y lo rememoraron, al Verbo eterno que nos manifiesta con
claridad cristalina la naturaleza incambiable de Dios. Es por un
acontecimiento muy particular que podemos saber que Dios aprobaba
la conducta del hombre Jesús al dirigirse hacia la cruz. Es por un
acontecimiento muy particular que sabemos que Jesús, en efecto,
cuando decidió someterse a la violencia de la cruz, evidenciaba conocer
la voluntad de Dios para todos los hombres.

Dios hizo algo de lo más significativo una mañana hace casi dos mil
años. Dios, inconteniblemente feliz al ver que por fin hubo un hombre
capaz de entenderle y vivir y morir como él había querido que todos los
hombres vivieran, derrochó aquella madrugada la gloria de su poder.

Después que Jesús se hubo entregado voluntariamente a la violen-


cia… Después de que Jesús sufriera toda suerte de humillaciones,
golpes, insultos, escupidas en la cara, homenajes farsantes, y tortura…
Después que Jesús entregara confiado al Padre su alma antes que
perjudicar a sus enemigos…

…¡Dios le resucitó de la muerte!

Todo esto de una alternativa cristiana a la violencia se viene abajo si


Jesús no resucitó. Si Jesús no resucitó, entonces podemos creer que
existe un Dios que aprueba la violencia, que aprueba el homicidio, que
aprueba las guerras, que aprueba la presunta defensa legítima de nues-
tros derechos mediante la violencia justa. Si Jesús no resucitó fue un
farsante blasfemo y no el Verbo eterno de Dios. Si Jesús no resucitó fue
un pobre iluso con sueños de grandeza, que murió una muerte inútil y
disparatada, en lugar de defenderse como un macho valiente. Si Jesús
no resucitó nuestra fe es vana, y seguimos enemistados con Dios, y no
existe ninguna posibilidad de paz auténtica entre los hombres.

Pero si podemos creer que él resucitó, entonces también podremos


seguirle con confianza. Si Jesús resucitó, le seguiremos hasta la cruz,
hasta la muerte indefensa, y más allá de la cruz, a la gloria eterna de la
Vida. Si Jesús resucitó nuestro padecimiento de la violencia no es más
que una vicisitud pasajera, mientras que nos espera lo perdurable, lo
glorioso, aquello por lo que de buen grado moriríamos mil muertes. Si
34 Jesús y la no violencia

Jesús resucitó, la violencia fue derrotada. Y podemos gritar triunfantes,


con Pablo, «¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?» (1 ª Co. 15:55).

Si Jesús resucitó de verdad, el aguante no violento no se basa en un


sueño irreal acerca de un más allá fantástico, que nos haga aceptar con
resignación estúpida la injusticia y perversidad del momento presente.
Todo lo contrario. La esperanza escatológica en la resurrección de los
santos para una existencia perfecta desarma el filo rencoroso de
nuestro odio, permitiéndonos valorar la reconciliación por encima de
todas las cosas. Nos hace capaces de evitar la trampa de caricaturar al
agresor en términos infrahumanos, permitiéndonos recordar siempre
que Dios a él también le ama y a él también le puede llegar a
transformar mediante el testimonio fiel de sus hijos. Y esto, esto sí,
promete traer cambios profundos a la realidad presente.

Es porque aquel hombre Jesús de Nazaret, nacido hace casi dos mil
años entre anuncios de paz a los hombres, vive hoy, que sus discípulos
seguimos desengañados acerca del supuesto poder de la violencia.

¡Hemos abandonado la violencia porque la violencia es inútil, porque


ha quedado desacreditada, gracias a la resurrección de nuestro Señor
Jesucristo!

El autor del Apocalipsis tiene una visión del trono de Dios. Y junto al
trono, vivo y de pie, hay un cordero que ha sido sacrificado; su cuello
degollado, su vellón manchado con sangre. Y dice:

Miré, y oí la voz de muchos ángeles alrededor del trono, y de los


seres vivientes, y de los ancianos; y su número era millones de millo-
nes, que decían a gran voz: El Cordero que fue inmolado es digno de
tomar el poder, las riquezas, la sabiduría, la fortaleza, la honra la glo-
ria y la alabanza (Ap. 5:11).

¡El Cordero ha vencido!

¡Jesús vive hoy!

¡La víctima ha triunfado sobre la violencia!

¡Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de


buena voluntad! (Lc. 2:14).
Capítulo 2.
Indefensión en los evangelios

2.1. JESUCRISTO SE HIZO INDEFENSO

P¿
OR QUÉ HABLAMOS de «indefensión» en los evangelios? La acti-
tud cristiana ante la agresión, a cuya explicación nos dedica-
remos en las páginas siguientes, podría describirse con varios vocablos.
Uno sería «pacifismo». Como se notará, aquí nos referimos a una actitud
mucho más generalizada que la del rechazo de la guerra. Es posible
argumentar que la enseñanza de Jesús incluye el pacifismo, o por lo me-
nos cierto tipo de pacifismo, si bien oblicua e indirectamente. Y en
ciertos párrafos trataremos directamente del rechazo de la guerra y de
la objeción de conciencia. Sin embargo, esto no es más que un aspecto
de la totalidad de la enseñanza que aquí nos interesa.

Otro término que viene a la mente sería «no violencia».

La no violencia, como medio positivo para lograr objetivos políticos o


sociales, está perfectamente compaginada con la enseñanza cristiana
que aquí intentaremos elucidar. Pero nuestro tema ahora es mucho más
limitado. No se trata tanto de una metodología para lograr objetivos, si-
no, sencillamente, de la respuesta idónea del cristiano ante la agresión.

Por lo dicho hasta ahora, se comprenderá que al hablar de inde-


fensión, de no defendernos, tenemos en mente un estilo muy particular
de defensa. Nos referimos específicamente a la defensa por medios
violentos, a la defensa cuyo elemento característico es hacer daño a otra
persona y en última instancia, destruirle. En determinadas circunstancias
pueden haber, lógicamente, otros medios que los violentos para
defenderse. Pero nos sigue resultando útil el término «indefensión»,
36 Jesús y la no violencia

porque la imagen que despierta en nuestra mente este término nos


aproxima a la realidad que ejemplificó Jesús.

La postura inicial de todo cristiano es la de rechazar el recurso a la


violencia. Para algunos, y entre ellos me hallo yo mismo, ésta sería una
regla inflexible. De explicar esa convicción se trata este libro. También
es cierto que muchos entienden que hay situaciones en las que es
razonable abandonar esta postura no violenta que nos es natural como
cristianos. Sin embargo, incluso para ellos, la violencia justificable no
sería más que una excepción momentánea, que en cierto sentido no ha-
ría más que confirmar la regla.

Esta postura no violenta cristiana, que todos compartimos por lo


menos como punto de partida, está basada inequívocamente en la per-
sona de Jesucristo. Hemos visto su ejemplo, que ha sido el de negarse a
sí mismo el derecho a defenderse, asumiendo la cualidad de indefenso
(1 ª P. 2:21-23). Su fe fue que Dios defendería al indefenso.

Miremos, para empezar, algunos episodios de la vida de Jesús. Así


veremos su postura no violenta en acción.

Veamos, por ejemplo, las circunstancias de su nacimiento. La mentali-


dad del mundo hubiese procedido de una manera totalmente distinta,
de haber estado encargada de enviar al Hijo de Dios al mundo. En un
mundo de política violenta, reinando Herodes, esta mentalidad hubiera
rodeado al pequeño Jesús de una perpetua guarda armada dispuesta a
defenderle contra todo complot de asesinato político. Pero Jesús no
nace en casa de un oficial romano, ni de nobleza armada, sino en una
familia de carpintero, cuyo único recurso para salvar la vida es la huida
(Mt. 2:13-23). Para Cristo (y por lo tanto también para el cristiano) huir
del peligro, huir de la batalla contra hombres, no es cobardía, sino el
reconocimiento de que «su hora no ha llegado».

Jesús fue indefenso en Nazaret, años más tarde, cuando comenzó su


ministerio. Como hablaba con claridad, sin temer a quién podría ofender
con sus palabras, sucedió lo inevitable. Se formó una turba con el mani-
fiesto propósito de matarle. ¿Qué hizo Jesús? ¿Sacó una navaja de entre
sus ropas, dispuesto a defenderse heroicamente y dejar tendidos a
cuantos pudiese antes de morir en la gloria de la batalla? ¿Clamó con voz
de trueno pidiendo las huestes de ángeles o el fuego consumidor que el
Padre no le hubiese negado?
Indefensión en los evangelios 37

Dice Lucas que le tomaron y llevaron fuera de la ciudad, al precipicio


desde donde pensaban arrojarle. No hay ninguna indicación de que
Jesús se haya defendido. Estoy seguro de que no hicieron falta más que
dos hombres, asiéndole firmemente de un brazo cada uno, para
conducirle dócilmente adonde ellos quisieron. ¡Jesús indefenso! A la
merced de los que le querían matar. Indefenso por su propia voluntad y
decisión. A la espera de la posibilidad de un milagro, que en esta
oportunidad sucedió: Por algún motivo inexplicable, los que le condu-
cían le soltaron y «él pasó por en medio de ellos, y se fue» (Lc. 4:29, 30).

El siguiente ataque violento de los dirigentes religiosos, ensañados


por las ideas revolucionarias de Jesús, no tuvo el mismo final. Jesús no
era un mago capaz de repetir sus artificios cada vez que las circunstan-
cias lo requiriesen. Estaba realmente sometido a la voluntad soberana
de Dios. Pero que el incidente acabara como acabó (en la cruz) no fue
porque Jesús estuviera desprovisto de medios para defenderse. Nos re-
lata el evangelista que el Padre había puesto a disposición de Jesucristo
una multitud de ángeles (Mt. 26:53). Los capítulos 8 y 9 de Apocalipsis
nos dan una idea del tremendo poder destructor que se le atribuía a un
solo ángel. Si quisiéramos tomamos al pie de la letra lo de «más de doce
legiones» de ellos, veríamos que Jesús tenía a su disposición más de
72.000 ángeles para defenderle; cada uno de ellos inmortal, invencible,
enviado con todo el poder de Dios. Es como Eliseo, tranquilo ante el
asedio del rey de Siria: «Más son los que están con nosotros que los que
están con ellos» (2º R. 6). Pero el número de ángeles ni siquiera viene a
cuento. La cuestión es que Dios mismo es el protector de su Hijo, y
quien lucha contra el Hijo está en la disparatada posición de luchar con-
tra el Padre.

Llega el momento de la confrontación. Pedro, el primero entre los


discípulos, desenvaina su espada. La oposición rodea a Jesús y los su-
yos. Los ángeles del cielo montan sus corceles celestiales, preparados
para lanzarse a la batalla si son convocados. Se precipita la acción. Pe-
dro toma la iniciativa. Da el primer golpe. Su espada hace un zumbido
histórico por el aire. Una oreja enemiga recibe un tremendo tajo. Se oye
un aullido de dolor. ¡Ha comenzado la batalla de los siglos!

¡Pero no!
38 Jesús y la no violencia

Jesús mira sorprendido y dolorido a Pedro. El Maestro reprende al


discípulo. El Rey alarga su mano. ¡Pero en ella no hay espada ni arma
alguna! Toca la oreja herida. Sana al enemigo. El Maestro sigue su pro-
pia enseñanza: ama al enemigo, Luego perdonaría a los que le matarían.
Prefiere morir torturado antes que defenderse, si defenderse significa
hacerle violencia a un ser humano. Por eso murió torturado.

Y así pasó el momento que más hubiera justificado el uso de la espa-


da. Cualquier cristiano podría sentirse orgulloso de haber participado en
la defensa de Jesucristo. De todas las batallas, ésta hubiese sido la más
gloriosa. De todas las vidas importantes, dignas de ser defendidas, la de
Jesús es la que sobresale; y luchar por defenderle, la violencia más
justificada. ¡Pero Jesús prohibió enfáticamente el recurso a la violencia
precisamente en esta situación, la situación en que la violencia más se
hubiese justificado! Si Jesús no justificó la violencia en esa ocasión, ¿có-
mo hemos de suponer que la justificaría en ocasiones menos perfectas?

«Mi reino no es de este mundo», explicaba más tarde Jesús. «Si mi


reino fuera de este mundo, mis servidores pelearían para que yo no
fuera entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí» (Jn. 18:36). La
cuestión del sitio del reino que inspira lealtad es, entonces, fun-
damental. Nuestra ciudadanía en el reino de Cristo, un reino que no es
de este mundo, exige una lealtad tan absoluta que el compromiso con
las guerras de las naciones de la tierra tiene que quedar excluido. Por lo
menos es lo que parece haber sucedido con Jesús. De no haber sido así,
¿qué le hubiera impedido luchar junto a sus compatriotas judíos contra
la opresión romana, a la vez que construía su reino espiritual? Precisa-
mente porque nuestro reino (el reino de Jesús) no es de esta tierra, trai-
cionaríamos a ese reino si lucháramos por un reino terrenal. Esto no
constituye una evasiva del compromiso por mejorar la suerte del próji-
mo aquí y ahora; es tomar una posición inequívoca acerca de la natura-
leza del cambio que pretendemos, y de los medios que emplearemos
para lograrlo.

Sin embargo, curiosamente, a la pregunta que habíamos formulado:


Si Jesús no justificó la violencia en esa ocasión, ¿cómo hemos de suponer
que la justificaría en ocasiones menos perfectas?, tradicionalmente se
ofrece una respuesta muy sencilla. Jesús no quiso defenderse porque
sabía que tenía que morir para redimir al hombre. Es decir, la muerte de
Jesús tiene un significado totalmente distinto a la nuestra. Su muerte en
Indefensión en los evangelios 39

la cruz, el acto expiatorio por nuestros pecados, no tiene paralelos.


¡Claro que Jesús no se defendió, sino que entregó su vida por la humani-
dad perdida! Pero, ¿qué tiene eso que ver con nosotros y nuestra necesi-
dad de defendemos?

Bueno, parece ser que Jesús pensó que tenía bastante que ver.
Como todos sabemos, dijo que para seguirle, sus discípulos también de-
bían aceptar la cruz.

2.2. EL EJEMPLO DE LA CRUZ


Si quitamos nuestros conceptos previos de la mente y leemos el
evangelio, vemos lo siguiente: Un hombre, Jesús de Nazaret, rabino
entre los judíos, cuyo único curso de acción es hacer el bien. Sana a
enfermos, echa fuera demonios, enseña a la gente a tener fe en Dios,
explica el espíritu de la Ley en lugar de quedarse conforme con inter-
pretaciones ancestrales, y proclama ante todo la inminencia del
gobierno directo de Dios sobre los hombres: el reino de Dios, o de los
cielos. Despierta así la enemistad de las autoridades religiosas y civiles
que se ven amenazadas por el nuevo orden social que proclama, cuya
base es el amor y la intervención directa del Espíritu de Dios en los asun-
tos humanos. Porque hace el bien es arrestado y muere bajo tortura. A
pesar del tremendo poder que posee, no se defiende nunca, sino que
absorbe en sí toda la maldad que se le hace. Carga sobre sí el odio y la
injusticia humana. No devuelve mal por mal, sino que lo toma sobre sí.
Muere por causa del odio de los demás, y porque no es capaz de menos-
preciar al enemigo y destruirle.

Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros do-


lores; y nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y aba-
tido. Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros
pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos
nosotros curados. Todos nosotros nos descarriamos como ovejas,
cada cual se apartó por su camino; mas el Señor cargó en él el
pecado de todos nosotros. Angustiado él, y afligido, no abrió su
boca; como cordero fue llevado al matadero; y como oveja delante
de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca (Is. 53:4-7).

Por medio de él Dios acusó el tremendo golpe de nuestro desprecio,


de nuestra rebelión contra él. Por medio de él Dios bebió la amarga
40 Jesús y la no violencia

copa del odio que el ser humano le guarda, del rencor por haber sido
creados por él, de las frustraciones humanas acerca de la vida. En Cristo
fue definitivamente desechado Dios; fue tenido por basura, como cosa
abominable.

Y Jesús y Dios… no devolvieron mal por mal. Cargó sobre sus hom-
bros moribundos nuestra maldad y la hizo desaparecer. Porque algo
extraño sucede en el corazón humano al leer el evangelio: Cuando la
furia de la maldad del hombre se agota contra el amor de Cristo, ya no
hay más maldad. Y el hombre, desconcertado, se da cuenta de que el
amor ha vencido; que Jesús ha resucitado, que Dios sigue amando, que
el mundo sigue en su órbita. Frente a este amor incondicional surge en
nosotros el arrepentimiento. Cae sobre nosotros la convicción de
nuestra maldad y nos abrimos al que no nos dio nuestro justo merecido.
Nuestros deseos son transformados. Queremos aprender a ser como él.

Dice Juan que «la sangre de Cristo su Hijo nos limpia de todo pecado»
(1 Jn. 1:7). Esto significa que en él hemos recibido el perdón por nuestra
rebelión. Pero también quiere decir que al observar cómo Jesús derra-
mó su sangre, tenemos una demostración viva de que es posible amar al
enemigo, que en su caso fuimos nosotros. Así nos motivó Jesús para
que le imitáramos. E imitándole somos limpiados de nuestra naturaleza
pecadora. «Nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que
fuésemos santos y sin mancha delante de él» (Ef. 1:4).

Mientras tanto, el milagro que hemos experimentado en nuestras


propias vidas inspira también en nosotros la confianza de que Dios pue-
da obrar análogamente en otros corazones mediante nuestro su-
frimiento perdonador. Recordemos las palabras de Jesús: «Si el grano
de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva
mucho fruto. […] Si alguno me sirve, sígame; y donde yo estuviere, allí
también estará» (Jn. 12:24-26). Recordemos también las palabras sor-
prendentes de Pablo: «Ahora me gozo en lo que padezco por vosotros,
y cumplo en mi carne lo que falta de las aflicciones de Cristo por su cuer-
po, que es la iglesia» (Col. 1:24). Hay un motivo histórico claro por el que
la palabra «mártir», que en el griego normal significaba sencillamente
«testigo», rápidamente llegó a tener entre los cristianos el significado
que hoy entendemos. El martirio era el sumo testimonio del amor incon-
dicional de Dios, y de los cristianos, para con la humanidad perdida en
las tinieblas.
Indefensión en los evangelios 41

De modo que seguimos a Jesús. Nos llamamos «discípulos» suyos.


Como él, recogemos en nuestros cuerpos la maldad del mundo. El mal
no rebota en nosotros, volviendo como mal, sino que desaparece del
mundo para siempre. En teoría por lo menos, se supone que los demás
pueden descargar tranquilamente su furia sobre nosotros. Cuando su
furia se haya abatido, nuestro amor, que no es otro que el amor de
Cristo latiendo en nosotros, todavía permanecerá, haciendo posible la
reconciliación. Entonces, entonces sí, podremos decir que el pecado nos
haya sido quitado definitivamente por la sangre de Jesús. Aun en la
muerte amaremos, y resucitaremos amando. El mal habrá desaparecido
del mundo, cargado sobre los hombros de Jesús y su Cuerpo, la Iglesia.

La indefensión cristiana tiene su lugar propio en el centro mismo de


la fe cristiana, porque Cristo está en ese centro. Sólo si Cristo es la reve-
lación completa de Dios, la última Palabra en cuanto a conducta, fe y
esperanza, tiene coherencia la indefensión como sistema de vida.

Si Jesús no es el Señor, si Jesús no expresa lo que sería Dios si Dios


fuese un ser humano, entonces la indefensión es un absurdo. Porque su
muerte en la cruz hubiera carecido de sentido y después no habría
resucitado. Pero Pablo se jacta: «Me propuse no saber entre vosotros
cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado» (1ª Co. 2:2).

Si los cristianos preferimos nuestra propia muerte a la del enemigo,


es porque hemos visto a Jesús crucificado, y luego le hemos visto
resucitado y a la diestra de la Majestad en las alturas. Es la conciencia
cabal de la realidad de la muerte de Jesucristo lo que nos impulsa, a
través de la obediencia sufriente, hacia la fe en la resurrección
juntamente con él.

La muerte no es la última palabra. La obediencia y el amor sí lo son.


Vaciada de su poder está la muerte. Ya no nos atemoriza. Ya no es algo
que debe ser evitado por todos los medios. «¿Dónde está, oh muerte, tu
aguijón?» (1ª Co. 15:55). La experiencia histórica de la muerte y resurrec-
ción de Jesús, de la que sus discípulos fueron testigos oculares, da un
nuevo sentido al concepto de supervivencia. Los que mueren en Cristo
son los únicos que sobreviven de verdad. Los evangelios lo describen
con la frase «vida eterna».

Desde esta comprensión podemos ser intransigentes frente a la


tentación de la violencia. No entendemos, como algunos, que de vez en
42 Jesús y la no violencia

cuando, excepcionalmente, haya que cometer «males menores» para


salvar al mundo de los «males mayores» que cometería el adversario.
Frente a cualquier «mal mayor» ofrecemos el «bien mayor» de nuestro
martirio como testimonio de una solución radical a la maldad humana.
La solución que nos ofrece Jesús con su propio martirio.

¿Por qué procedemos así? Porque hemos aprendido algo con la


muerte de Jesús:

No somos responsables por las consecuencias de nuestra obedien-


cia. No nos incumbe a nosotros calcular los resultados; sólo obedecer. Si
la obediencia a Dios e imitación de Cristo ocasiona resultados negativos,
es problema de Dios. Pero le conocemos personalmente y sabemos que
él hará que el bien triunfe al final. La obediencia es la consecuencia de
nuestra fe en un Dios que se encargará de que nuestra obediencia no
contenga la simiente del mal mayor.

El que no comparta esa fe ciega siempre sentirá algo de escándalo


frente a una obediencia que no calcula las consecuencias. Siempre le
parecerá irresponsable, especialmente cuando las vidas en cuestión no
son la propia, sino muchas otras que podrían salvarse asesinando a un
Hitler, por ejemplo. Pero la fe ciega sólo es irresponsable si aquel (aque-
llo) en que se cree no es digno de ella. Por irrazonable, irresponsable e
inmoral que pueda parecer, el cristiano no tiene otra alternativa que
confesar su creencia de que Dios es digno de esa fe absoluta. «Por lo
cual asimismo padezco esto; pero no me avergüenzo, porque yo sé a
quién he creído, y estoy seguro que es poderoso para guardar mi depó-
sito para aquel día» (2ª Ti. 1:12).

Esta fue la actitud de Cristo ante su cruz. Desde su conciencia de ser


el Mesías, la salvación del mundo, se las jugaba todas al morir. Si se
había equivocado, ya no habría salvación posible para nosotros. Le ente-
rrarían y allí habría acabado el asunto. Frente al peso terrible de esta
responsabilidad por toda la humanidad, él confió en el Padre que él
alegaba haber visto como ningún otro le había visto. Decidió jugárselas
por la convicción de que Dios reivindicaría lo que a todas luces no era
más que un gesto inútil: su muerte indefensa a manos de la represión
religiosa, imperial y militar.

Es ésta la obediencia que aprendió Jesús cuando dice que «por lo que
padeció aprendió la obediencia» (He. 5:8). Es ésta la fe viva que, como
Indefensión en los evangelios 43

expresa repetidamente Santiago, se puede ver solamente a través de


las obras (Stg. 2:14-26).

Desde su nacimiento hasta su muerte, entonces, Jesús vivió en inde-


fensión. No estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse. Se
despojó del poder de Dios. Y no sólo eso, sino que también se despojó
del poder del hombre, humillándose, haciéndose obediente hasta la
muerte en la cruz (Fil. 2:6-8). La muerte en obediencia indefensa es la
esencia de aquello que Jesús representa; su sangre vertida es el
significado de su ser. Es por su capacidad de no responder con el mal al
mal, que fue capaz de cargar con el pecado del mundo. Es por no haber-
se defendido que llegó a ser nuestro salvador. Es la cruz el símbolo de
su victoria y su espada no es otra cosa que la palabra de verdad que sale
de su boca (Ap. 1:16). Así es nuestro Señor.

Pero esto es algo que nos atañe muy personalmente. Porque el


Nuevo Testamento nos llama repetidamente a una imitación de Jesús:
«Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús…
que se despojó a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y
muerte de cruz» (Fil. 2:5-8).

Lo interesante es que lo que se nos pide que imitemos en él es preci-


samente su manera de valorar al prójimo, y aun al enemigo, antes de sí
mismo. Es su muerte por otros en la cruz, indefenso y sin ánimo de
venganza, aquello que se exalta como de imitación necesaria. Ya en el
comienzo de la vida cristiana, el bautismo, Pablo ve una figura de la
meta de una muerte de obediencia indefensa como la de Cristo (Ro. 6:3-
6). Es «Cristo en vosotros, la esperanza de gloria», la meta de la vida
cristiana (Col. 1 :27); pero en su dimensión de negación de sí mismo, el
sacrificio de su persona, la muerte en la cruz. «Ahora me gozo en lo que
padezco por vosotros, y cumplo en mi carne lo que falta de las afliccio-
nes de Cristo…» (Col. 1:24). Pedro hace una reflexión parecida: «Cristo
padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisa-
das… quien cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando
padecía, no amenazaba…» (lª P. 2:21-23). y Juan lo expresa así: «En esto
hemos conocido el amor, en que él puso su vida por nosotros; también
nosotros debemos poner nuestras vidas…» (1ª Jn. 3:16).

La imitación de Jesús no es una regla general. No se nos pide que le


imitemos en la vestimenta, ni que debemos vivir en Palestina y hablar
44 Jesús y la no violencia

arameo, ni que tengamos que seleccionar discípulos y convivir con ellos


por tres años. Lo que sí se nos pide es que tomemos su cruz y le siga-
mos. Que aceptemos su indefensión como la manera válida de vivir;
que, como él, estemos dispuestos a sufrir antes que hacer sufrir y a
padecer el mal antes que causarlo.

2.3. LA ENSEÑANZA DE JESÚS


Comparemos el espíritu predicado por Jesús en las bienaventuran-
zas, en su versión de Mateo 5:3-11, y las características fomentadas en
los militares:

«Bienaventurados los pobres en espíritu»: el espíritu militar es uno de


orgullo y altivez.

«Bienaventurados los que lloran»: las balas, las granadas y las bom-
bas han hecho llorar a millones de familias mientras los que las usan tra-
tan de justificarse con ideales altisonantes.

«Bienaventurados los mansos»: la fiereza, la violencia y la fuerza son


las virtudes marciales.

«Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia»: en la gue-


rra, la justicia es la primera víctima.

«Bienaventurados los misericordiosos»: el guerrero que tiene miseri-


cordia del enemigo no suele sobrevivir.

«Bienaventurados los de limpio corazón»: ¿cómo puede estar limpio


el corazón del que tiene sus manos manchadas con sangre humana?

«Bienaventurados los pacificadores»: la historia confirma reiterada-


mente que la guerra nunca trae paz; sólo trae más guerras.

«Bienaventurados los que padecen persecución…»: el guerrero no


pierde el tiempo padeciendo persecución; su meta es el ataque, la per-
secución del enemigo, y su eliminación.

La indefensión cristiana tiene que ver con toda la vida. El espíritu


manso, pacificador y justo y el corazón humillado y limpio, deben ser
cultivados en todas nuestras relaciones. Si esto es cierto en general, con
Indefensión en los evangelios 45

mayor motivo se hace extremadamente difícil justificar la presencia de


cristianos en las fuerzas armadas. Una lectura seria y consecuente de las
bienaventuranzas debería haber bastado para comprobar las incompati-
bilidades evidentes. Yo, personalmente, estoy convencido de que estas
reflexiones tienden a conducir a los cristianos directamente a la obje-
ción de conciencia contra el servicio militar.

Oísteis que fue dicho a los antiguos: No matarás; y cualquiera que


matare será culpable de juicio. Pero yo os digo que cualquiera que se
enoje contra su hermano, será culpable de juicio; y cualquiera que
diga: Necio, a su hermano, será culpable ante el concilio; y cualquiera
que diga: Fatuo, quedará expuesto al infierno de fuego (Mt. 5:21-23).

Jesús fue el originador de la premisa de que la letra mata, mientras


que el espíritu vivifica. Enseñó a sus discípulos a mirar la Ley de Moisés e
interpretarla con frescura. Cuando Jesús miraba una ley del Antiguo
Testamento, no veía letra fría, sino que veía el Espíritu del Padre que se
había expresado por medio de esas palabras. La ley prohibiendo el ase-
sinato u homicidio no se dirigía tanto a la consumación exterior del cri-
men, como a la actitud personal de la cual éste pudiera surgir. Jesús lo
entendió así.

Parafraseando el mandamiento bíblico, Jesús expresa una sentencia


que en mis propias palabras viene a resumirse así: «No te darás el lujo
de desear la destrucción de tu hermano». Cuando gritamos insultos lo
hacemos porque somos demasiado disciplinados y controlados como
para romperle la cara, y entonces optamos por tratar de romperle el
honor. El problema es que, de todos modos, ya sea que cometamos el
homicidio, nos contentemos con darle una buena paliza, o nos satisfaga
pronunciar algunos insultos, nuestra actitud sobrepasa lo estipulado
para el hombre. Queremos asumir los atributos de Dios, de quien es la
venganza, el crear y el destruir. Le envidiamos a Dios su autoridad para
aniquilar a sus enemigos. En vez de estar conformes con ser iguales al
que nos ha agraviado, quisiéramos ser como Dios ante él, para poder
humillarle y hundirle ante nosotros,

La ira es entonces el retorno al pecado original: desear ser como Dios


en lo que no nos es lícito imitarle, envidiándole alguno de sus atributos.
En la medida que esto fuere cierto, el arrebato de intolerancia expresa-
do por los insultos, por encima de lo que pueda afectar nuestras relacio-
46 Jesús y la no violencia

nes humanas, es expresión de una rebelión primordial contra Dios.


Según Jesús, sus consecuencias no pueden ser otras que las de aquel
pecado: la muerte.

La alternativa, ante los agravios, es tener el Espíritu de Jesús, «quien


cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no
amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente» (lª P.
2:22).

Oísteis que fue dicho: Ojo por ojo, y diente por diente. Pero yo os
digo: No resistáis al que es malo; antes a cualquiera que te hiera en la
mejilla derecha, ,vuélvele también la otra; y al que quiera ponerte a
pleito y quitarte la túnica, déjale también la capa; y a cualquiera que
te obligue a llevar carga por una milla, ve con él dos. Al que te pida,
dale; y al que quiera tomar de ti prestado, no se lo rehúses. Oísteis
que fue dicho: Amarás a tu prójimo, y aborrecerás a tu enemigo.
Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os
maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os
ultrajan y os persiguen; para que seáis hijos de vuestro Padre que
está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y que
hace llover sobre justos e injustos (Mt. 5:38-45).

Ahí está. Así enseñó Jesús. Palabras textuales.

Si Jesús es la Palabra de Dios, la revelación de su voluntad divina,


estos conceptos de Jesús sobre el amor tienen que conmovernos hasta
lo más profundo de nuestro ser. Al «bueno» y al «malo» nos da
advertencia de que Dios ha cambiado la definición de la palabra «bue-
no». Muchos «buenos» pasarán a entrar en la categoría de «gentiles y
publicanos». Sólo los obedientes, los que hacen la voluntad de Dios,
serán admitidos al reino.

Este mensaje de Jesús, como todo lo que él dijo, tiene que hacernos
mirarnos a nosotros mismos en un severo y honesto examen personal.
¿Hay en mí arrebatos de ira y enojo? La Palabra de Jesús me llama al
arrepentimiento. ¿Suelo expresarme y comportarme con desprecio ene-
mistad? Jesús me ofrece otro camino. ¿Hay en mi casa un arma «por las
dudas» por si tuviera que defenderme de un ladrón? Jesús me habla
directamente al caso. ¿Me toca el servicio militar? Cristo me llama a una
seria y difícil evaluación acerca del comportamiento que he de seguir
para no comprometerme con la violencia y el desamor. En todas estas
Indefensión en los evangelios 47

cosas entendemos que lo primordial es la obediencia a la voluntad de


Dios revelada por su Hijo: lo que obedecerle a él pueda traemos a modo
de sufrimiento no nos es lícito considerar.

¿Cómo evitar que esto se transforme en un nuevo legalismo, con el


cual pretendamos mediante nuestra propia radicalidad erigirnos en
jueces de los «violentos»? No es fácil. Sin embargo en este aspecto de la
vida cristiana, como en cualquier otro, la tentación legalista no es
excusa para que dejemos de ser consecuentes con lo que aprendemos
de las Escrituras.

Es necesario que el espíritu de paz repose sobre el pueblo de Dios;


que el amor al enemigo excluya de nuestro comportamiento todas las
obras del reino de las tinieblas. Que el Espíritu Santo ilumine a sus hijos
sobre aquellas cosas de sus vidas que son, abierta o encubiertamente,
expresión de falta de amor.

2.4. EL GRAN MANDAMIENTO


Tenemos en Mateo 22:34-40 el episodio en el que Jesús define dos
mandamientos de los cuales, en sus propias palabras, «depende toda la
ley y los profetas». El primer mandamiento, que sienta las bases para
cualquier posición que pueda llamarse cristiana o aun judía, es el de
tener un solo Dios, Yahveh, y de amarle con la totalidad del ser.

El segundo mandamiento, que Jesús no quiere separar del primero,


es el de amar al prójimo como a uno mismo. Hemos visto cómo en su
enseñanza sobre los preceptos bíblicos, Jesús fue más allá de la letra del
mandamiento para llegar a la esencia de la Ley, guiado por el Espíritu
que había dado esa Ley. Del mismo modo, cuando se trata del «segundo
mandamiento», Jesús llega al Espíritu del mandamiento, ampliando
infinitamente su impacto:

Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como


yo os he amado, que también os améis unos a otros (Jn. 13:34).

Para Jesús, ya, aquel mandamiento del Antiguo Testamento, en su


definición estrecha, se queda demasiado pequeño para abarcar el
Espíritu de amor que tendrá un discípulo suyo. El que quiere ser conoci-
do como discípulo de Jesús deberá caracterizarse por un amor como el
48 Jesús y la no violencia

de Jesús (Jn. 13:35). Es decir, que en la enseñanza de Jesús mismo, el


ejemplo de la cruz es crítico en la definición de lo que debe ser el
comportamiento del discípulo. Jesús dice: «Que os améis unos a otros
como yo os he amado». Notemos que Jesús amó al prójimo más que a sí
mismo. Jesús amó al prójimo hasta el punto de despojarse de los atribu-
tos divinos que le correspondían, y aun de entregar su propia vida, inde-
fendida por causa del prójimo.

Jesús, con la autoridad que le confiere dar el ejemplo, nos enseña


que debemos dar nuestra vida por el prójimo. Como él abandonaría la
tentación de defenderse, primero nos enseña no a defendemos, sino a
morir por los que nos quieran hacer mal.

Si bien es cierto que aquí habla de amarnos unos a otros (se entiende
que los hermanos en la iglesia), ya hemos visto cómo en una oportuni-
dad Jesús nos insta a amar al enemigo como a un amigo y hermano.

En esto conocerán que somos sus discípulos, dice Jesús. Porque el


discípulo es quien aprende del maestro. El que no puede aprender de la
cruz y la enseñanza de amor que Jesús nos instruye desde su expecta-
tiva por la cruz, no puede llamarse su discípulo. El que es discípulo de
Jesús, ésta es la enseñanza de Jesús, amará como él amó.

He aquí, yo os envío como a ovejas en medio de lobos; sed, pues,


prudentes como serpientes, y sencillos como palomas. Y guardaos
de los hombres, porque os entregarán a los concilios, y en sus sina-
gogas os azotarán (Mt. 10:16, 17).

Oigamos la exhortación de Jesús. Él desea que en medio de un mun-


do lleno de hostilidad, engaño y fuerza bruta, fuerza violenta y sangui-
naria, tengamos la mansedumbre de una oveja. ¿Qué quiere decir esto?

El lobo es aquí figura del hombre sin Cristo. El hombre para el cual
siempre habrá de existir una motivación que justifique el recurso a la
violencia, a los insultos, incluso a las armas. El hombre de orgullo, que se
estima a sí mismo y es capaz de luchar por obtener lo que cree justo, ya
sea para sí, como para su familia o para su sociedad.

La oveja permite que le tomen el pelo. ¿Hace falta decir más?

Cristo también quiere que seamos prudentes como serpientes y sen-


cillos como palomas. Sea cual fuere la interpretación que demos a esto,
Indefensión en los evangelios 49

recordemos que lo que se pide que imitemos en la serpiente es su pru-


dencia, no su ponzoña.

Prudentes.

Porque aquí Jesús está profetizando. Está profetizando acerca de las


persecuciones que han de sufrir sus seguidores. Jesús sabe que vendrán
contra ellos con calumnias, arrestos, tortura y fusilamientos. Y sabe que
sus seguidores no se resistirán. Sabe que sus seguidores bendecirán a
sus opresores. Sabe que sus seguidores habrán aprendido de él un Espí-
ritu manso y humilde, sumiso ante el agravio. Sabe que sus seguidores
le oyeron cuando él proclamó la ley de amor.

Y sabe que tendrán que sustituir por la violencia, de la que no harán


uso, la inteligencia y la prudencia como métodos de defensa.

Pero, ¿qué ocurre? He aquí que hay personas que se llaman cristia-
nos, que concurren a las iglesias y adoran a Jesús, pero que son como
lobos entre ovejas.

Un cristiano que golpea a su mujer. Una cristiana que cuenta chismes


acerca de su vecina. Un joven cristiano que insulta a su compañero de
clase. Cristianos que se sienten más seguros porque tienen un enorme
perro adiestrado para proteger su casa. Un cristiano que se adiestra en
el uso de armas mortales por un período determinado, alegando que es
obligatorio. Como si los apóstoles no nos hubieran dejado el principio
claro de que «es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres»
cuando hay conflicto entre lo que uno y otro mandan (Hch. 5:29).

¡Oh, qué tragedia, cuando las ovejas se convierten en lobos, cuando


ya son todos lobos y no quedan más ovejas!

Hemos dicho que Jesús profetizó que sus seguidores serían víctimas
de la violencia. Pero vemos a quienes profesan ser seguidores de Jesús
y son a la vez obradores de violencia.

¿Habrá sido Jesús un falso profeta? ¿O será que sus discípulos nos
resistimos a aprender de aquel a quien llamamos «Maestro»?

El que ama a padre o madre más que a mí, no es digno de mí; el


que ama a hijo o hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no
toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí. El que halla su
50 Jesús y la no violencia

vida, la perderá; y el que pierde su vida por causa de mí, la hallará


(Mt. 10:37).

No nos engañemos: Por causa de lo que Cristo nos enseñó en cuanto


a nuestra manera de obrar con el enemigo, probablemente tengamos
que aguantar injusticias. Cristo nos dijo que amemos al enemigo, que le
perdonemos y bendigamos. Esto puede conducir a la pérdida de nues-
tra vida. «Por causa de él» es por causa de la obediencia a lo que él man-
dó. Si Cristo mandó algo, debo estar dispuesto a obedecerle aunque en
ello pierda la vida.

Sin embargo hay situaciones en las que la indefensión de Cristo nos


pide aun más que nuestra vida: Un terrorista secuestra a tu padre y lo
maltrata cruelmente hasta cobrar el rescate. Tu hijo desaparece durante
una redada policial y te lo entregan meses o años más tarde hecho un
despojo de humano, sin voluntad. Invade tu ciudad el ejército extranje-
ro y a un soldado se le enciende la lascivia por tu hija o por tu novia…

¿A éstos también hay que amar, perdonar, bendecir? ¿Qué sucede si


la vida que se te pide ya no es la tuya sino la de padre o madre, herma-
nos, hijos, novio, novia, marido o mujer? ¿Amaremos más a éstos, o a
Jesús y su enseñanza? ¿Estamos dispuestos a abandonar a éstos a la
poderosa mano del Dios de Salvación, o intervendremos con nuestra
insignificante defensa humana? ¿Seremos, en fin, «dignos» de Jesús?

«Ama», nos dice Jesús. Hay quien dice que en tales casos sería una
expresión de amor eliminar al enemigo para evitar que éste acumule un
pecado más a su perdición. O sea, que lo mato para que no peque más.
Esto es un sofisma; un disparate, un argumento incoherente. Matar no
es amar. El amor bendice, el amor es sufrido, el amor es benigno, el
amor perdona, el amor aguanta.

Si hemos sido purificados de nuestro corazón impulsivo y rencoroso


es posible que el Espíritu Santo nos conduzca en una situación límite a
intervenir en la situación de una forma contundente y vigorosa, rayana
en la violencia. Pero es difícil imaginar que el Espíritu que inspiró a Cristo
nos lleve a destruir al agresor.

Seguir a Jesús requiere mucha fe y valentía. No es cosa de «cobardes


e incrédulos» (Ap. 21:8). Hay que tener agallas y estar muy convencido,
Indefensión en los evangelios 51

para abandonar las armas carnales y esperar, aguantando con amor,


hasta ver la salvación del Señor de los Ejércitos.

Nos queda, sí, un arma terriblemente eficaz, para defender a nues-


tros seres queridos: El amor, el Espíritu de Dios, la oración de bendición
por el enemigo. ¿Cómo es nuestro Dios? ¿Él honraría tal actitud? ¿Haría
que todas las cosas ayuden a bien para los que le aman y obedecen?

Probablemente estemos todos de acuerdo en que sí.

Que Dios ama a nuestros seres queridos y es infinitamente poderoso


para protegerles. Pero a la vez nos damos cuenta de que los cristianos y
sus familias también sufren. También mueren. También son atacados,
torturados, mutilados y desaparecidos. Dios reivindicará nuestra espe-
ranza en él, sí, pero esperar en él puede suponer primero el martirio.

Aquí conviene recordar que los que recurren a las armas en circun-
stancias límite también suelen sufrir. También ellos suelen ser atacados,
torturados, mutilados y desaparecidos. Entonces la protección de las
armas posiblemente sea más engañosa que la protección de Dios. La
esperanza del cristiano es que hallaremos la vida aunque la perdamos.

No son infrecuentes los testimonios sobre la respuesta de Dios a las


oraciones de sus hijos que han pedido su protección. El hecho de que en
algunos casos él no intervenga de la manera que hemos confiado que lo
haría, mientras que en otros casos sí lo ha hecho, es un misterio que no
puedo pretender comprender ni explicar. Aquí sólo me queda dar testi-
monio humilde de mi confianza en él a pesar de todo.

Sigo convencido de que él es más fuerte que yo para defender a los


míos.

2.5. MÍA ES LA VENGANZA


Les refirió otra parábola diciendo: El reino de los cielos es semeja-
nte a un hombre que sembró buena semilla en su campo; pero
mientras dormían los hombres, vino su enemigo y sembró cizaña
entre el trigo, y se fue. Y cuando salió la hierba y dio fruto, entonces
apareció también la cizaña. Vinieron entonces los siervos del padre
de familia y le dijeron: Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu
52 Jesús y la no violencia

campo? ¿De dónde, pues, tiene cizaña? El les dijo: Un enemigo ha


hecho esto. Y los siervos le dijeron: ¿Quieres, pues, que vayamos y la
arranquemos? El les dijo: No, no sea que al arrancar la cizaña, arran-
quéis también con ella el trigo. Dejad crecer juntamente lo uno y lo
otro hasta la siega; y al tiempo de la siega yo diré a los segadores:
Recoged primero la cizaña, y atadla en manojos para quemarla; pero
recoged el trigo en mi granero. […] El que siembra la buena semilla
es el Hijo del Hombre. El campo es el mundo; la buena semilla son los
hijos del reino, y la cizaña son los hijos del malo. El enemigo que la
sembró es el diablo; la siega es el fin del siglo; y los segadores son los
ángeles (Mt. 13:24-30, 37-39).

La lección principal de esta parábola queda bien clara: Dios juzgará


entre «los hijos del reino» y «los hijos del malo».

Pero hay un detalle interesante sobre el que Jesús no da explicación.


¿Por qué menciona que los siervos del hombre que sembró quisieron
arrancar la cizaña pero que éste se lo prohibió, dejándolo para una
fecha posterior y por parte de otro personal? Jesús aclara que los que
en definitiva harán este trabajo son sus ángeles, y habría que suponer
por extensión que los siervos apresurados son sus otros siervos, la gen-
te cristiana.

Lo que debemos notar aquí es que a los humanos nos está vedado el
juzgar entre uno y otro con el propósito de destruir a «los hijos del
malo». Este es trabajo para ángeles, no para cristianos. Si bien Jesús
parece reconocer que hay personas que deben ser destruidas, personas
cuyo único fin justo es ser «echados al horno de fuego», personas que
es imposible admitir que su existencia continúe, no somos los cristianos
los encargados de acabar con tales personas. Dios es el que castiga al
perverso, y él enviará sus ángeles, cuando a él le plazca, para hacer esa
obra.

Hay cosas que Dios nunca ha querido que haga el hombre. Entre ellas
figura el tomarse la atribución de destructor de los malvados.1 Para tal
obra Dios tiene a sus ángeles. También ha establecido el gobierno hu-
mano como portador legítimo de la espada, según Ro. 13:1-7. Pero si

1
En cuanto a determinados episodios del Antiguo Testamento, véase el capítulo 3.
Indefensión en los evangelios 53

examinamos ese pasaje con cuidado, observando el contenido de los


versículos previos y siguientes, comprobamos que estos «servidores de
Dios» (Ro. 13:6) le sirven, le son útiles, a pesar de que su conducta es
contraria a lo que él manda. No es que ellos hagan la voluntad de Dios en
un sentido positivo, sino que muy a pesar de su desobediencia, Dios se
sirve de ellos para sus propósitos.2

La conducta que Dios manda positivamente en este pasaje es: «No os


venguéis vosotros mismos… sino dejad lugar a la ira de Dios. […] Mía
es la venganza, yo pagaré, dice el Señor. Así que, si tu enemigo tuviere
hambre, dale de comer; si tuviere sed, dale de beber. […] No seas venci-
do de lo malo, sino vence con el bien el mal» (Ro. 12: 1921). Por si lo
dicho acerca de las autoridades que usan legítimamente la espada
pudiera haber dado lugar a malentendidos, Pablo vuelve a insistir: «El
amor no hace mal al prójimo» (Ro. 13:10). Arrancar Ro. 13:1-7 de este
marco en que Pablo lo ha encuadrado, es volver su enseñanza patas
arriba.

Siguiendo esta parábola de Jesús, diríamos que el cristiano, en su


indefensión, permite que los malos florezcan, dejando en las manos de
los ángeles de Dios, como así también en las manos de hombres rebel-
des contra Dios, la destrucción de los que merecen ser destruidos.

Lo que sí puede hacer el cristiano indefenso para quitar de por medio


la maldad humana, es predicar el evangelio para que el malo se vuelva
bueno, o la cizaña se vuelva trigo. Sobre esto la parábola ya no dice
nada. Parece resignarse a un triste realismo sobre el poder cegador de
la maldad del corazón humano. Parece aceptar que algunos, a pesar de
todos los esfuerzos de Dios y los que anuncian su evangelio, se manten-
drán hasta el fin en su postura rebelde.

2
Aquí habría que mencionar la actitud ambivalente acerca de los reyes de Siria,
Asiria y Babilonia, que observamos en Eliseo, Isaías y Jeremías. Por un lado estos
reyes claramente están ejecutando la voluntad punitiva del Señor. Jeremías llega a
llamar a Nabucodonosor «mi sirviente», en boca del Señor (Jer. 25:9; 27:6; 43:10).
Por otro lado no cabe duda de que estos mismos profetas siguen considerándoles
unos idólatras paganos, que no por ejecutar la voluntad punitiva del Señor merecen
aprobación en sí mismos. (Véase el canto de Nahúm.) ¿Es posible dudar que el
«sirviente de Dios» en Ro. 13:1-7 caerá bajo la misma sentencia?
54 Jesús y la no violencia

Desde entonces comenzó Jesús a declarar que le era necesario ir a


Jerusalén y padecer mucho de los ancianos, de los principales
sacerdotes y de los escribas; y ser muerto, y resucitar al tercer día.
Entonces Pedro, tomándolo aparte, comenzó a reconvenirle,
diciendo: Señor, ten compasión de ti; en ninguna manera esto te
acontezca. Pero él, volviéndose, dijo a Pedro: ¡Quítate de delante de
mí, Satanás!; me eres tropiezo, porque no pones la mira en las cosas
de Dios, sino en las de los hombres (Mt. 16:21-23).

Jesús sabía que era la voluntad de su Padre que padeciese hasta la


muerte en Jerusalén. Sabía que Dios no hubiese querido nunca que se
defendiese, que respondiera a los insultos con insultos, a los golpes con
golpes. Así como él había enseñado que había que amar al enemigo,
debía él dar el ejemplo, para que sus discípulos vieran que no hablaba
en vano, de cosas imposibles de cumplir. Jesús quería que sus discípulos
viesen que él estaba dispuesto a poner su vida donde estaba su ense-
ñanza. Ésta era la voluntad de Dios.

El concepto de la justificación de la violencia en defensa propia es


universalmente aceptado. Sin haberlo estudiado, me atrevo a suponer
que estará recogido por los códigos legales de todas las naciones. Sin
embargo Jesús nos da a entender aquí que es un concepto satánico.
Pedro le sugiere la posibilidad lógica y normal de evitar el sufrimiento y
la muerte indefensa que ha previsto. Si bien el sentido de la reacción de
Jesús era previsible, no deja de sorprender la fuerza de su rechazo:
«¡Quítate de delante de mí, Satanás! Me eres tropiezo.» Jesús identifica
la tentación de resistirse al sufrimiento indefenso como una de las más
fuertes que Satanás le haya presentado. Un auténtico tropiezo, capaz
de hacer tropezar al mismísimo Jesús si no reacciona con decisión y
energía.

Pero si Jesús nos manda tomar la cruz y seguirle, la tentación de


defendernos tiene para nosotros también el mismo origen satánico.
Puede ser también la ocasión para nuestro propio tropiezo fatídico.
Aquí sólo cabe recordar las palabras de Santiago: «Resistid al diablo y
huirá de vosotros» (Stg. 4:7). Cualquier otra actitud sería fatal.

Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá: y todo el que


pierda su vida por causa de mí, la hallará. Porque, ¿qué aprovechará
al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma? ¿O qué re-
Indefensión en los evangelios 55

compensa dará el hombre por su alma? Porque el Hijo del Hombre


vendrá en la gloria de su Padre con sus ángeles, y entonces pagará a
cada uno conforme a sus obras (Mt. 16:25-27).

Muchas veces la enseñanza de Jesús es muy categórica. Nos puede


parecer un poco brusca. Como el caso de su dicho de que el que quiera
salvar su vida la perderá. ¡Pero son tantos los cristianos que quieren
salvar sus vidas! No pueden concebir su propio sufrimiento como algo
posible, si de algún modo, defendiéndose del enemigo, pueden abreviar
su sufrimiento y alejar su muerte. Sin embargo la enseñanza de Jesús es
demasiado clara como para poder evitar su sentido categórico.

«Porque, ¿qué aprovechará el hombre, si ganare todo el mundo, y


perdiere su alma?»

En definitiva, aquellas cosas por las cuales luchamos son insigni-


ficantes ante el peligro mortal que corre nuestra alma eterna cuando
nos inmiscuimos en luchas carnales. Luchamos por las riquezas, por la
casa propia, por las posesiones, por el honor o por la patria, o por
defender un sistema político determinado, si no por el mundo. Pero,
¿qué aprovechará el hombre, si ganare su patria, si engrandeciere su
gloria nacional, si coronare de laureles sus esfuerzos militares, si un tira-
no determinado fuere derrocado… a expensas de su alma?

¿Qué es la nación, la patria, la identidad y el orgullo nacional, la lucha


de clases… frente a un alma creada para la inmortalidad a la imagen de
Dios? Todas las naciones pasarán. Los grandes imperios se forman,
florecen, se marchitan y pasan. Los tiranos caen, los gobiernos idealistas
acaban corrompiéndose. Al final todos son sólo un recuerdo en los
libros de historia. En pocos años puede desaparecer una civilización,
una cultura entera. Pero Dios nos creó eternos y a su imagen, para la
alabanza eterna de su gloria.

¿Y hemos de perder lo eterno por lo pasajero?

«¿De qué aprovechará al hombre? ¿O qué recompensa dará por su


alma?»

En definitiva seremos juzgados por nuestras obras y no por lo que


hemos logrado ganar. Hay quien se puede ofender ante tal afirmación.
Tenemos tan asumida la doctrina de la salvación por la fe, no por las
56 Jesús y la no violencia

obras, que acabamos pensando que esto no puede ser. ¡Pero aquí
estamos examinando palabras atribuidas directamente al mismísimo
Jesús! ¿Y acaso no son muy claras sus palabras? Esto es lo que dice: Si
hemos ganado el mundo entero pero en el proceso de ganarlo hemos
obrado de una manera otra que amorosa, perdonadora y misericordio-
sa, seremos juzgados severamente. Vendrá el Hijo del Hombre y
recompensará a cada cual conforme a sus obras. Al que obró con violen-
cia se le recompensará con violencia. Al que obró con amor, perdón y
misericordia, se le recompensará con amor, perdón y misericordia.

No, no se trata de ganarnos la salvación por méritos propios. Se trata


más bien, en las palabras de Santiago, de demostrar la fe mediante las
obras, sin las que se pondría en evidencia que la fe no era fe, o era una
fe muerta (Stg. 2:14-26). Se trata, en las palabras de Juan el Bautista, de
producir «frutos dignos de arrepentimiento» (Mt. 3:8), sin los que ni
siquiera somos dignos de recibir su bautismo, el de Juan. Se trata, en
definitiva, y como escribiera Pedro, de «ser salvos de esta perversa
generación» (Hch. 2:40), de ser «rescatados de nuestra vana manera de
vivir, la cual recibimos de nuestros padres» (1ª P. 1:18).

Si brilla en nosotros el amor profundo y misericordioso de Cristo; si el


Espíritu del Príncipe de Paz irradia su paz en todas nuestras acciones; si
somos una extensión viva del ministerio perdonador y aguantador de
Jesús; si estamos dispuestos a perder la vida en el esfuerzo por vivir
conforme a la enseñanza de Cristo, o sea, por causa suya; entonces
podemos confiar en un futuro prometedor. Si somos de Cristo ahora,
seremos de Cristo cuando él vuelva. Si como Jesús hacía solamente lo
que veía hacer al Padre (Jn. 5:19), nosotros hacemos solamente lo que
hemos visto hacer a Jesús, nuestra condición final no puede ser otra
que maravillosa.
Capítulo 3.
El problema de la guerra
en el Antiguo Testamento

3.1. LA NECESIDAD DE
UN MODELO ALTERNATIVO PARA LA SOCIEDAD

L A ENSEÑANZA DEL NUEVO TESTAMENTO sobre la no violencia es cla-


ra, lúcida, sencilla, inconfundible y siempre igual. Si Dios
hubiese querido hacer saber a los hombres que en su voluntad no cabe
la violencia y la guerra, es imposible concebir otra manera más profunda
e inequívoca de expresarla que ésta: la de mandar a su Hijo para que
muriese por sus enemigos en lugar de destruirles defendiéndose. Y
Jesús mismo nos dice expresamente que es ésa la conclusión que debe-
mos tomar de aquellos acontecimientos. «Si alguno quiere venir en pos
de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame» (Mt. 16:24).

Sin embargo la realidad de la historia cristiana tiene otro cariz. A


partir de las transformaciones que sufre el cristianismo comenzando
con su cuarto siglo, llega a ser una religión de guerreros, criminales de
guerra, torturadores y asesinos de sus enemigos y, en este siglo, fabri-
cantes de armas atómicas, ¿Cómo es posible esto?

Muchos factores contribuyeron a este cambio fundamental en las


actitudes de los cristianos acerca del empleo de la violencia. La influen-
cia filosófica pagana, principalmente griega y romana, fue de suma
importancia. San Agustín (siglo V), el primer gran teólogo en elaborar
una teoría de justificación de la guerra para cristianos, se parece muchí-
simo en este tema a Platón y Cicerón. La realidad política de los siglos
posteriores fue totalmente contraria a la que vivieron Jesús y los
apóstoles. Si éstos habían sido una minoría perseguida, sin poder políti-
co, posteriormente la iglesia se constituyó en uno de los pilares del
58 Jesús y la no violencia

Imperio Romano. El acceso de los cristianos al poder trajo consigo un


profundo cuestionamiento de los planteamientos apostólicos. Frente a
la nueva situación, éstos habían llegado a parecer irresponsables.

La historia de este giro de 180 grados en el pensamiento cristiano es


un tema fascinante. Hay tema para un libro entero. Sin embargo en este
capítulo prefiero examinar el apoyo que el Antiguo Testamento parece
brindar a los defensores de la guerra justa o justificable.

Porque el Antiguo Testamento está lleno de guerreros. Estos matan


a fuerzas enemigas y a civiles, a hombres y a mujeres, niños y viejos, con
una fiereza indescriptible. Y la Biblia dice de algunos de ellos que al
obrar de tal modo están cumpliendo la voluntad de Dios. En alguna
ocasión en que cometen el genocidio de toda una ciudad, la Biblia afir-
ma que lo han hecho porque Dios lo había mandado. En alguna oportu-
nidad, cuando los israelitas se vuelven demasiado sentimentales y se
niegan a cometer estas atrocidades, Dios les castiga por desobedientes
con alguna plaga o derrota militar.

O sea, que si bien Jesús toma una postura directamente antimili-


tarista y antiviolencia, el Antiguo Testamento, por lo menos en algunos
pasajes, se muestra completamente libre de tales escrúpulos. No sólo
permite el homicidio, sino que a veces lo atribuye directamente al
mandato divino. Y no sólo el homicidio, sino las más viles y odiosas atro-
cidades y crímenes de guerra. Tenemos allí la figura de Josué, que tiene
que haber sido el más temible terrorista de toda una época sangrienta
en la antigüedad. A su dirección militar se atribuyen masacres en doce-
nas de ciudades de las que, según cómo se entienda lo que dice la Biblia,
no parece haber quedado ni un solo sobreviviente. De Josúe se dice que
no se apartó en absoluto de la ley divina. Tenemos allí la figura de Jefté,
de quien se dice que cayó sobre él el Espíritu de Dios para derrotar al
enemigo. No más acabar sus heroicas hazañas liberadoras, Jefté asesina
a su hija en un ritual de sacrificio humano, y luego se mete en una gue-
rra civil «por el honor», en la que mueren 22.000 de sus compatriotas.
Comportamientos, aparentemente, dignos de alguien sobre quien ha
caído el Espíritu de Dios. Y tenemos allí, finalmente, al rey David, cuyos
méritos espirituales son tales que Dios le promete a su descendencia
una dinastía eterna en Palestina. Bástenos decir del rey David que su fa-
ma comenzó con grandes hazañas de guerra. Continuó con una etapa
como terrorista armado, saqueando y masacrando a la población de
El problema de la guerra en el Antiguo Testamento 59

innumerables poblaciones antes de llegar al trono. Una vez en el trono


fue un verdadero dictador militar, cuyo reinado nunca vio la paz. Sus
ambiciones imperialistas, si bien exitosas, fueron logradas a un precio
elevadísimo en vidas humanas. El pueblo, cuando se alzó contra su
tiranía1 capitaneado por su hijo mayor, fue violentamente reprimido. Tal
es el hombre que agrada a Dios hasta el extremo que a su dinastía le sea
concedido el poder eterno en Palestina.

No nos debe extrañar, pues, que al estar poblado el Antiguo Testa-


mento de tales paladines de la fe en Dios, hombres cuya violencia es su
virtud, haya en el cristianismo quienes crean agradar a Dios en medio de
su propia violencia.

Al que afirme que Jesús y los apóstoles enseñaban la no violencia en


el Nuevo Testamento, se le contesta con ejemplos del Antiguo. David
fue un hombre violento, un hombre cuya profesión era la guerra. Si Dios
aprobó la vida de David, congratulándole y dándole especial bendición,
¿por qué he de pensar que pueda desagradar a Dios mi propio recurso a
la violencia en situaciones justificadas?

Si queremos dar una respuesta aceptable a tales argumentos, ten-


dremos que examinar con atención el problema de la guerra en el
Antiguo Testamento. Y digo «problema», porque si no fuera por el testi-
monio del Antiguo Testamento estoy convencido de que el mensaje del
Nuevo quedaría suficientemente claro.

Hay varias soluciones que se han intentado para resolver el conflicto


entre los dos Testamentos frente a este problema, y no todas ellas con-
ducen al fortalecimiento del argumento pacifista.

3.2. POSIBLES SOLUCIONES


Una manera fácil de reconciliar las diferencias entre David y Jesús es
ignorar el problema. Decir que el problema no existe, más que en los fal-
sos escrúpulos de los pacifistas. Es evidente que Jesús no puede haber
querido decir, al pronunciar las palabras que hemos citado de él, que un

1
El complot de Absalón se fundó, entre otras cosas, en la desesperación del pueblo
que no recibía justicia en la corte de su padre (2a S. 15:2-6).
60 Jesús y la no violencia

cristiano no deba luchar en la guerra. Porque Jesús no es un utopista,


pidiendo cosas imposibles a sus seguidores. ¿Cómo nos va a pedir algo
tan probadamente imposible de llevar a la práctica? No: Jesús, sin duda,
se refería a las riñas familiares, a los enfados entre gente corriente en
las menudencias de la vida cotidiana. En estas situaciones sí hay que
amar al enemigo. Pero Jesús tenía que saber que hay maldad que sólo
se puede combatir con las armas. Por ejemplo, la invasión de la patria
por un ejército enemigo. O el caso de que alguna facción política o
militar quisiera imponer sobre el país una tiranía. En tales casos, como
es lógico, hay que recurrir a las armas; y como Jesús no puede haber
dicho algo que no fuese lógico, por deducción Jesús no puede haber
prohibido la lucha armada.

En tales casos no podremos apelar al ejemplo de Jesús, es cierto.


Pero de todos modos él seguirá siendo nuestro Salvador y nuestro
Señor, y de la fe en él tomaremos el valor para enfrentarnos al mal.
Como él, estamos dispuestos a morir por la causa, si bien moriríamos
luchando. Mientras tanto, tenemos otras vidas ejemplares en la Biblia,
como la del rey David. En ellas nos inspiraremos. No porque rechacemos
a Jesús, sino porque las circunstancias en las que nos toca actuar se
asemejan más a las circunstancias en las que actuó David. Así como
David pudo servir al Señor mediante las armas, habrá ocasiones en las
que nosotros también deberemos servirle de ese modo.

De todas maneras, este recurso al ejemplo de David, dejando de lado


el ejemplo de Jesús, lo emplearemos con suma tristeza. De algún modo
reconocemos la superioridad teórica de la no violencia. Sólo recurrire-
mos a la violencia cuando el mal en el mundo es tan agobiante que no
nos queda otro recurso. El Señor, que comprende que no nos queda
otro recurso, aprobará nuestra acción, así como aprobó la acción de
David.

Pero existe un problema importante con esta manera de subsanar las


diferencias entre Jesús y David. Y es que, en efecto, estamos diciendo
que Jesús no tiene nada que decirnos acerca del tema de la guerra y la
violencia. Estamos diciendo que hay un gran sector de la existencia
humana en el que Jesús, su ejemplo y su enseñanza, no tienen nada que
ver.
El problema de la guerra en el Antiguo Testamento 61

Pero Jesús sí pensó que tenía algo que decirnos sobre el tema. El sí
pensó que su ejemplo, su vida y su enseñanza, venían directamente al
caso. Es absurdo alegar que cuando Jesús habla de amar al enemigo no
nos está diciendo nada acerca de cómo actuar cuando ataca un
enemigo. Jesús dice: «Amarás a tu enemigo». Y este argumento respon-
de: «¡Qué pena que Jesús no nos diga nada acerca de cómo actuar fren-
te al enemigo!»

Es evidente que tendremos que hallar una solución mejor: una solu-
ción con la que podamos tomarnos seriamente las palabras y el ejemplo
de Jesús.

Podríamos argumentar que en distintas épocas, Dios ha mandado


distintas cosas. En la época del Antiguo Testamento, por ejemplo, Dios
requería cantidades enormes de sacrificios de animales. En los tiempos
de fiesta, el templo del Señor se convertía en un inmenso matadero, en
el que morían miles de animales. La sangre corría como ríos, y las ho-
gueras que se necesitaban para quemar las partes reservadas para el
Señor llenaban de humo acre el cielo. Pero ahora Dios ya no necesita
sacrificios de animales. Ahora, con el sacrificio humano de Jesús, ha
quedado harto de sacrificios y desea otro tipo de obediencia.

En otra época, Dios requería la pena capital para una multitud de


ofensas morales y religiosas. El hijo que era rebelde con sus padres de-
bía morir. La mujer que tenía una experiencia sexual fuera del matrimo-
nio debía morir. El que trabajaba el sábado debía morir. El que pronosti-
caba algo que no se cumpliera debía morir. Pero luego, con Jesús, ha
comenzado una nueva época. Esta es la época de la gracia y misericor-
dia de Dios. Hay perdón para los pecadores, y la pena capital para las
ofensas morales y religiosas queda anulada.

Del mismo modo, en la antigüedad Dios mandaba la guerra, el geno-


cidio, las atrocidades contra civiles en la guerra, y la venganza despiada-
da contra el enemigo. Pero ahora Dios ha cambiado de opinión. Y desde
que vino Jesús, Dios ya no manda aquello, sino que manda amar al ene-
migo.

Este tipo de solución comienza a tener méritos. Por un lado nos da


una explicación lógica, no sólo de la existencia de la guerra en el Anti-
guo Testamento, sino de toda una serie de tensiones y contradicciones
entre los dos testamentos. Por otro lado, nos permite tomar con serie-
62 Jesús y la no violencia

dad las palabras de Jesús respecto al enemigo. Y esto es lo que nos


interesa. Ya resulta imposible seguir el ejemplo del rey David, porque el
rey David vivía en otra época, en la que las exigencias de Dios eran
otras. Lo que para él era obediencia a Dios, para nosotros hoy sería
pecado contra Dios.

Sin embargo existen tres problemas con esta solución del problema
de la guerra en el Antiguo Testamento.

En primer lugar, ¿cómo podemos saber en qué época estamos, con


respecto a la guerra? De hecho, el argumento de las distintas épocas de
la voluntad de Dios (algunos hablan de «dispensaciones»), ha sido esgri-
mido históricamente para argumentar que seguimos en la época en la
que la guerra es necesaria. Usando argumentos semejantes a los que
antes describíamos, alegan que es evidente que siguen habiendo opor-
tunidades en las que la única opción es la violencia. Pero como quieren
tomar las palabras del Señor con seriedad, dicen que Jesús se refería
proféticamente a otra época, ¿el milenio del Apocalipsis?, en la que no
se deberá luchar. O sea, que lo que Jesús manda, lo manda con integri-
dad. Pero no es para nosotros. Es para los que vivan en otra época
futura en la que sea práctico. Está claro que ya no vivimos en la época
de los sacrificios de animales, porque de hecho ya no hay sacrificios de
animales. Pero por la misma lógica, alegan, es evidente que continua-
mos en la época de las guerras, puesto que las guerras continúan
existiendo. Cada cosa en su tiempo: Y éste es el tiempo de la violencia.2

En segundo lugar, este esquema de las distintas épocas de la volun-


tad divina nos impone una teología de un Dios cambiante y caprichoso.
Desde esta perspectiva no hay moralidad como tal. Nada es bueno de
por sí. Todo depende del capricho divino. Hoy se nos antoja que la vio-
lación sexual de una mujer es algo malo, porque Dios así lo dice. Pero
mañana se le puede ocurrir a Dios mandar a todos los hombres violar

2
Según afirmaciones hechas por el Dr. Jacob Enz en su clase sobre el libro de los
Salmos, del Associated Mennonite Biblical Seminaries, Elkhart, Indiana, USA, una
notable excepción a la regla fue Cyrus L. Scoffield, dispensacionalista y a la vez paci-
fista. Según la misma fuente, a su Biblia anotada le fue expurgado el pacifismo
durante la Primera Guerra Mundial. Lamento no haber podido confirmar esta infor-
mación por cuenta propia.
El problema de la guerra en el Antiguo Testamento 63

mujeres. Y el que tenga escrúpulos para cometer tal acto, será tenido
por malvado, perverso y pecador.

Pero la Biblia nos revela un Dios muy distinto. Un Dios del que dice
que es el mismo ayer, hoy, y por todas las edades. El bien es el bien y el
mal es el mal. Por la propia naturaleza de las cosas.

Por último, este esquema de una voluntad cambiante de Dios nos


obliga a ignorar gran parte del testimonio del Antiguo Testamento mis-
mo. Porque ya en el Antiguo Testamento, siglos antes de Jesús, hay
profundas críticas de la idea de que Dios necesitara sacrificios de anima-
les. Ya en el Antiguo Testamento, Dios es un Dios de misericordia y per-
dón, y no sólo de juicio y penas capitales. Y ya en el Antiguo Testamen-
to, Dios odia la guerra. Tanto es así, que al mismísimo rey David Dios le
prohíbe la construcción del templo por tener sus manos manchadas de
sangre. Imponerle un esquema arbitrario de distintas épocas a la Biblia,
es ignorar aquellos elementos en el Antiguo Testamento mismo, que
nos podrían ayudar a resolver el problema con el que nos enfrentamos.

3.3. LA SOLUCIÓN PROPUESTA


En lugar de imponerle a la Biblia un esquema hermenéutico artificial,
como el dispensacionalismo, habría que comenzar con ella misma y ver
si en ella hallamos una solución. Por ejemplo, nos podríamos preguntar:
¿Acaso es posible que los autores del Nuevo Testamento no hayan visto
contradicciones entre su enseñanza y la del Antiguo Testamento? ¿Có-
mo encaran ellos la cuestión?

La solución que aporta el Nuevo Testamento al problema de la gue-


rra en el Antiguo Testamento consiste en negar la autenticidad espiritual
de ciertas porciones de éste. Esta solución parte de una actitud generali-
zada en Jesús y los apóstoles con respecto al Antiguo Testamento.

A continuación observaremos dos ejemplos en los que aflora esa


actitud generalizada. Luego transportaremos nuestras conclusiones al
caso concreto del problema de la guerra en el Antiguo Testamento.

a) En el Evangelio de Marcos, queda registrado el siguiente dicho de


Jesús referente a las abluciones rituales antes de comer: «Nada que en-
tra de fuera puede manchar al hombre. […] Lo que sale de dentro, eso
64 Jesús y la no violencia

sí mancha al hombre; porque de dentro, del corazón del hombre, salen


las malas ideas: inmoralidades, robos, homicidios», etc. El evangelista,
frente a estas palabras, añade un comentario breve pero importantísi-
mo. Dice: «Con esto declaraba puros todos los alimentos» (Mr. 7:14-23).

¿A qué se refiere aquí Marcos? Se refiere al hecho de que, con aque-


llas palabras, Jesús acababa de informar a los que les interesara, que
todas aquellas secciones del Antiguo Testamento que tienen que ver
con la alimentación, estaban al margen de la verdadera voluntad de
Dios. ¿Cómo «al margen»? Imaginemos un documento dictado por una
persona, en el que se descubre, a la hora de firmar, que alguien ha
hecho algunas anotaciones en las márgenes. Si a la persona que lo dictó
en realidad no le importan aquellas anotaciones, es posible que igual
firme el documento. Es cierto que aquellas anotaciones no proceden de
él, y sin embargo el asunto no merece en sí el rechazo del documento
como para dejar de firmarlo.

En la ley de Moisés hay capítulos enteros dedicados a la alimenta-


ción. La carne de muchos animales era declarada impura, alegando un
mandato divino. Marcos afirma que lo dicho por Jesús significa que a
Dios no le importa lo que uno coma. Esta negación de la validez de
aquellas porciones de la antigua ley de Moisés no le ha creado proble-
mas a la teología cristiana. De hecho, los cristianos solemos comer lo
que se nos antoje. Y no solamente porque Jesús lo haya dicho. Es que
nos convence la lógica del argumento de Jesús. Nos resulta absurdo
suponer que comer un animal u otro en el esquema arbitrario del Anti-
guo Testamento tenga algo que ver con nuestra condición espiritual.

b) El segundo ejemplo está en la Carta a los Hebreos.

El propósito de esta carta es el de explicar la vida y enseñanza de Jes-


ús a través del prisma de los ritos de sacrificio de animales que había en
la religión israelita. En medio de todo el argumento de la carta hay una
frase que podría pasar desapercibida, pero que es fundamental. El autor
afirma: «Es que es imposible que sangre de toros y cabras quite los
pecados» (He. 10:4). Con esta declaración (y otras por el estilo) queda
relegada al trastero de las ideas descartadas, toda la legislación del
Antiguo Testamento acerca de los sacrificios de animales. Legislación de
la que se afirma, en el Antiguo Testamento, que su proveniencia es
directamente de Dios.
El problema de la guerra en el Antiguo Testamento 65

Como en el caso de la alimentación, los cristianos aceptamos este es-


tado de las cosas sin titubeos. A ninguno de nosotros se nos ocurriría
que por degollar una oveja íbamos a recibir el perdón por nuestros
pecados. Y no solamente porque Jesús haya muerto en lugar de un
animal. Es que nos parece absurdo trazar una conexión entre la muerte
de un animal y nuestra condición de culpabilidad moral.

Observemos el proceso de interpretación bíblica que aparece en es-


tos ejemplos. Para empezar, Jesús nunca se propuso abrogar, derogar,
o descalificar ninguna de las leyes divinamente legisladas en el Antiguo
Testamento. El se veía a sí mismo como el máximo cumplidor de aquella
ley. Negó específicamente que le interesara cambiar elemento alguno
de lo mandado por Dios. Sin embargo aquí le hemos observado decla-
rando que no importa lo que comemos, en contradicción directa con
mandamientos específicos del Antiguo Testamento.

Es evidente que, para Jesús, no toda la ley de Moisés es Ley de Dios.


Entre todos los mandamientos de supuesto origen divino en la Biblia,
Jesús selecciona y elige. En algunos de aquellos mandamientos Jesús
descubre la voluntad de Dios, o sea el mandamiento eternamente invio-
lable que él se dispone a cumplir. En otros, Jesús no ve más que tradicio-
nes de los hombres, elevadas por la superstición al rango de supuestos
mandamientos divinos. Al dejar de cumplir éstos, aunque en violación
de lo escrito en la ley de Moisés, Jesús no tiene cargo de conciencia
alguno. Ni siquiera considera que esté dejando de cumplir algo. Porque,
en su opinión, aquellos nunca habían sido mandamientos de Dios.3

¿Podemos descubrir los criterios que emplea Jesús para diferenciar


entre tradiciones humanas y leyes divinas en el Antiguo Testamento? Yo
creo que sí. Jesús se guía siempre por la dimensión ética y moral. Aque-
llos mandamientos que contienen instrucciones que afectan las relacio-
nes sociales y personales del hombre con su prójimo son verdaderamen-
te de Dios.

3
En Mateo 13:52 Jesús posiblemente indica el principio de elegir entre todo lo que el
Antiguo Testamento dice. «Todo estudioso que ha aprendido algo sobre el reino de
los cielos […] deberá descartar (posible traducción de ekbállei) cosas nuevas, pero
también cosas viejas». Aparentemente el que entiende del reino de los cielos no
sólo tiene que deshacerse de tradiciones humanas recientes (en tiempos de Jesús)
sino también «antiguas» (¿o sea bíblicas?). Véase el contexto en el evangelio.
66 Jesús y la no violencia

Así, por ejemplo, le vemos en el Sermón del Monte, profundamente


interesado en mandamientos como: «No matarás»; «No cometerás adul-
terio»; «El que echa de casa a su mujer, que le dé acta de divorcio»; «No
jurarás en falso». En todos estos casos y otros más, Jesús no sólo exige
el cumplimiento de la ley, sino que amplía profundamente el significado
de esa ley, descubriendo en ella los principios morales y éticos, de justi-
cia social y corrección personal, que hacen de esa ley un mandamiento
divino.

Es precisamente por ese criterio ético y moral que Jesús rechaza el


supuesto origen divino de las leyes sobre la alimentación. Es que, según
Jesús, esas leyes no vienen a cuento respecto a lo que le interesa a Dios.
El problema del pecado del hombre no es lo que entra en el hombre.
Porque, como dice Jesús, todo lo que entra al hombre de todos modos
acaba en la letrina. El problema del pecado del hombre es lo que sale
del corazón del hombre: «las malas ideas, inmoralidades, robos, homici-
dios, adulterios, codicias, perversidades, fraudes, desenfreno, envidias,
calumnias, arrogancia, desatino». «Todas esas maldades», dice Jesús,
«salen de dentro y manchan al hombre».

¿Podemos descubrir algún indicio de este criterio ético y moral en el


repudio de las leyes sacrificiales que hemos mencionado, en la Carta a
los Hebreos?

Cuando en la frase que hemos citado de esta carta, el autor declara


que la sangre de los sacrificios no sirve de nada, cita el Salmo 40. Allí, el
salmista reconocía que, lejos de querer sacrificios de animales, lo que
Dios quiere es que se haga su voluntad. He aquí una aparente contra-
dicción: La ley de Moisés declaraba que los sacrificios son la voluntad de
Dios. «¡No importa!», parecen decir el salmista y el autor de la Carta a los
Hebreos. «Dios no quiere sacrificios». Al continuar nuestra lectura de
Hebreos 10, observamos que lo que Dios sí quiso fue la muerte
indefensa de Jesús a favor de sus enemigos. Prosiguiendo la lectura del
capítulo observamos lo que quiere de nosotros: Ahora que hemos sido
purificados en conciencia y en cuerpo, por la obra redentora de Jesucris-
to, debemos «aferrarnos a la firme esperanza que profesamos, pues fiel
es quien hizo la promesa, y consideramos unos a otros para estímulo del
amor mutuo y del bien obrar».
El problema de la guerra en el Antiguo Testamento 67

Esa esperanza a la que debemos aferrarnos seguramente será la


esperanza en la resurrección; la esperanza que nos capacita para consi-
derar como poca cosa nuestra muerte indefensa. Junto a esta disposi-
ción sacrificial hay también una exhortación al amor y las buenas obras.
O sea, a una elevada moralidad social.

Sigamos nuestra lectura de Hebreos 10. Ahora el autor describe el


castigo horrible que le espera al que viola la ley de Moisés. La palabra
«violar» que los traductores emplean aquí (He. 10:28), tiene el significa-
do en el griego, de «dejar a un lado, descartar». ¿Pero no es esto mismo
lo que acaba de hacer el autor? ¿No acaba de dejar de lado, de descar-
tar, una porción muy amplia de la ley de Moisés? Evidentemente el autor
no se considera en tal infracción. Para él, de algún modo, invalidar el
sistema de sacrificios del Antiguo Testamento no constituye una deso-
bediencia a Dios. La legislación sobre sacrificios se halla en los libros que
también contienen la ley eterna de Dios. Sin embargo, solamente los
imperativos éticos y morales son Ley, ley verdadera, ley divina e inviola-
ble. En el segmento que continúa, esto queda expresado con toda
claridad: La verdadera virtud se halla en el haber aguantado con inde-
fensión el sufrimiento, los insultos, las burlas públicas, vejaciones, en-
carcelamientos, etc.

De modo que, para resumir, hemos visto un principio claro en la in-


terpretación del Antiguo Testamento que nos ofrece el Nuevo. Primero,
no podemos aceptar a ciegas cualquier afirmación del Antiguo Testa-
mento, a pesar de que éste alegue que un mandamiento sea Ley divina.4
Segundo, el criterio que emplearemos para juzgar entre los mandamien-
tos que alegan ser de origen divino, es el factor ético y moral. Cuando
está en cuestión la justicia y el amor (y la fidelidad al Dios de justicia y
amor), es auténtica Palabra de Dios. Cuando no están presentes estos
elementos éticos y morales, es tradición de los hombres.5

4
Este principio opera en otros pasajes que los citados, los cuales son apenas ejem-
plos. Ver Col. 2:20-23; Gá. 3; 1ª Co. 7:19; 1ª Co. 8; etc. Nótese también la acusación que
se le hace a Esteban en Hch. 6:13, 14. Lucas llama a los acusadores testigos falsos; sin
embargo a la luz de Hch. 7:44-51 la acusación es del todo verosímil, si bien exagera-
da y malintencionada. Algo parecido sucede en Hch. 21:21.
5
Este criterio no está limitado al Nuevo Testamento. Lo vemos ya, por ejemplo, en
Jer. 7:21-23 y Jer. 8:8, además del Salmo 40.
68 Jesús y la no violencia

¿ Cómo aplicar este principio al problema específico que tenemos


entre manos? O sea, el problema de aquellos guerreros, torturadores y
genocidas, de quienes dice la Biblia que eran hombres de Dios, cumpli-
dores de la voluntad divina. La respuesta es sencilla. Siguiendo el ejem-
plo del Nuevo Testamento, hemos de declarar que aquellas afirmacio-
nes aprobatorias, aunque hayan sido pronunciadas en el nombre de
Dios, en realidad no reflejan el sentir de Dios. ¿Cómo nos atrevemos a
decir esto? Porque está clara la inferioridad ética y moral de su conducta
en este particular, frente a la que observamos en Jesús. Después de
todo, los cristianos estamos convencidos de que Jesús es el máximo
maestro de la moralidad y la ética. Este es el escándalo, la piedra de
tropiezo, que los judíos nunca han podido aceptar.

Sin embargo, este cuestionamiento de la aprobación divina de los


guerreros del Antiguo Testamento no es tan ajeno al mismo Antiguo
Testamento como podríamos suponer. Junto a la teología oficialista, la
teología de los aduladores y cortesanos de los grandes capitanes de
guerra de los israelitas, hay también otra teología. Una teología más
antigua, más pura.

Es la teología que halla su más hermosa expresión siglos antes del


rey David, en la descripción poética de la liberación de los israelitas de la
esclavitud egipcia. En aquella ocasión, se recordará, fue derrotado el
más potente ejército de su época, con el armamento más sofisticado
que existiera en su día, con los oficiales mejor preparados en una larga
tradición de victoriosas campañas militares: el imponente y poderoso
ejército del Faraón egipcio. Y en aquella batalla ningún israelita levantó
una espada, ningún soldado israelita pudo jactarse de haber vencido a
un egipcio en combate mortal. Porque en aquella batalla fue Dios mis-
mo el guerrero. Para llevar a cabo los designios divinos no necesitó a
ningún militar. Al contrario, los militares, la filosofía militar acerca del
poder nacional, la fe del hombre en el poderío militar para dirigir el cur-
so de la historia, todos éstos fueron los vencidos.

Dios demostró, al liberar a los israelitas del ejército egipcio, que los
hombres nunca necesitarían pelear si contaban con él.

Esta antiquísima teología israelita, que veía al Señor como su único


guerrero legítimo, tuvo un desarrollo paralelo al de la teología de los
guerreros israelitas. Si pudiéramos calificar a esta última como la
El problema de la guerra en el Antiguo Testamento 69

teología oficialista, la teología de los cortesanos y aduladores de capita-


nes de guerra, la otra teología, la de confiar en la salvación de Dios,
podría calificarse de teología profética. Porque fueron los profetas,
aquellos eternos críticos de la política de los poderosos, quienes (si bien
no de una manera siempre consecuente en el rechazo total de la violen-
cia) mantuvieron en alto la fe en un Dios defensor del que en él confía.

De modo que al cuestionar la teología de los guerreros, no hacemos


más que elegir, dentro de las dos opciones que nos ofrece el mismo
Antiguo Testamento, la teología que nos parezca la más correcta. Al ele-
gir de este modo, basándonos en la superioridad moral de los profetas,
no hacemos más que imitar a Jesús. Porque es evidente que él también,
frente a la misma elección, optó por la teología de los profetas. Toda su
vida, y en especial su muerte, nos lo indican a las claras.

La elección que nos pone por delante Jesús a nosotros, así como a
los judíos de su época, es escandalosa. O bien Jesús es superior al Anti-
guo Testamento, o es un impostor. Creer que Jesús es el Mesías de Dios
nos pone a sólo un paso del convencimiento de que la guerra, el homici-
dio, las masacres genocidas de hombres y mujeres, ancianos y niños,
nunca fueron del agrado de Dios. Escriba lo contrario quien lo haya escri-
to. Al pensar así no hacemos más que expresar la misma opinión que
Jesús y los profetas.

3.4. INSPIRACIÓN Y LA «TEOLOGÍA OFICIALISTA»


Algunos pensarán que al plantear el asunto de este modo, soluciona-
mos un problema creando otro.

Pablo escribe que «las Escrituras, en su totalidad, tienen su origen en


el Espíritu de Dios y sirven para enseñanza», etc. (2ª Ti. 3:16). ¿Qué hacer,
pues, con todas aquellas porciones del Antiguo Testamento que repre-
sentan la teología «oficialista», la teología de apoyo a los guerreros? ¿En
qué sentido podemos decir de ellas que son inspiradas,6 que son docu-
mentos indispensables para la formulación de nuestra fe?

6
En realidad, si quisiéramos, podríamos debatir acerca del significado de la palabra
griega theópneutos, que aquí he traducido como «tienen su origen en el Espíritu de
Dios». Este vocablo griego permite muchísima más flexibilidad en la interpretación
70 Jesús y la no violencia

Nuevamente podemos aprender del Nuevo Testamento el camino a


seguir. Allí vemos lo que podríamos describir como la reinterpretación
radical, a veces aparentemente arbitraria, de los pasajes problemáticos
del Antiguo Testamento. Examinaremos con cierto detenimiento un
ejemplo, para ver cómo sucede esto.

Los evangelistas se toman muchas molestias para demostrar que


Jesús es el cumplimiento de las promesas hechas a David y sus suce-
sores. Tanto Mateo como Lucas intentan demostrar, mediante gene-
alogías, que Jesús es un descendiente del rey David. El momento culmi-
nante de esta temática es la entrada triunfal en Jerusalén. La escena
sigue casi al pie de la letra la descripción, en el primer libro de Reyes, de
la coronación del rey Salomón. Jesús monta sobre «el potro de una
burra», montura favorita del rey David.7 Las masas le aclaman con víto-
res, como «Hijo de David».

La expresión «hijo de», en hebreo, indica mucho más que descen-


dencia filial. Se usa muchísimas veces para indicar que el temperamento
o las características personales de la persona apodada de tal modo, son
las que el nombre sugiere. Así, por ejemplo, Jesús apoda a dos de sus
discípulos, Santiago y Juan, de «hijos de Trueno». Esto no quiere decir
que sean descendientes del trueno, sino que son gritones y revoltosos
como el trueno. Bernabé, para dar otro ejemplo, significa «hijo de
consuelo». Esto no significa que su madre se llamara Consuelo; se refie-
re más bien a su manera de ser, su temperamento y sus acciones conso-

de su significado que lo que piensan algunos polemistas fundamentalistas. Más a


cuento para el argumento que aquí se desarrolla sería examinar detenidamente
para qué dice el apóstol que Dios las haya «inspirado». El lector comprobará que no
hay nada en este capítulo que excluya el uso sabio y respetuoso del Antiguo Testa-
mento para los propósitos especificados por Pablo.
7
En 1º Reyes el animal es un mulo: potro de burra y caballo. Suponer que Jesús
montaba un mulo resuelve la confusión entre los cuatro evangelistas acerca de la
bestia en cuestión: Marcos y Lucas: «potro» (se entiende que de caballo); Juan:
«burro»; Mateo: «la burra y el potro», sin especificar en cuál monta. Zacarías (9:9)
profetiza que el Mesías montará «un burro, un potro de burra». Lo interesante en
Zacarías es que con él ya empieza el proceso de «reinterpretación radical» de la
figura real davídica. Él supone que el animal simboliza la humildad. La multitud que
acompaña a Jesús no se deja engañar. Entiende perfectamente bien que se trata de
una ceremonia de coronación.
El problema de la guerra en el Antiguo Testamento 71

ladoras. Así, cuando Jesús es aclamado como «hijo de David», se está


haciendo una afirmación mucho más importante que la de decir que sea
un descendiente más, entre tantos otros judíos, del rey con ese nombre.
Se está aludiendo, más bien, a su actividad como vencedor de los ene-
migos nacionales, a su autoridad civil y militar como rey. Se está aludien-
do a las aspiraciones del pueblo, que ve en Jesús la esperanza de recu-
perar la antigua gloria judía de los tiempos del Imperio de David.

Y aquí entra en juego lo que hemos llamado «reinterpretación radi-


cal, a veces aparentemente arbitraria» del Antiguo Testamento. Porque
Jesús no se asemeja en lo más mínimo a David. Sería imposible encon-
trar dos tipos más opuestos, dos personas cuya manera de ser, tempe-
ramento, fe en Dios, vida y muerte, fueran más distintos que David y
Jesús. Yo no sé qué pensaba la gente cuando le aclamó como «hijo de
David». Sí sé que el efecto sobre el lector de los evangelios es de llamar
la atención de una manera dramática, al contraste absoluto y total que
existe entre aquellos dos hombres.

Hace falta la inspiración divina, un profundo discernimiento espiritual


y, más que nada, un absoluto desprecio del David histórico, para poder
decir que Jesús encarna los ideales de David.

Una de las características especiales de la Biblia es su capacidad de


reflexión teológica sobre el significado de la historia concreta. De un
modo únicamente atribuible a la inspiración, los autores bíblicos hacen
muchas veces saltos sorprendentes desde los sucesos históricos, a la
teología. En el poema sobre el Mar Rojo en Éxodo 15, por ejemplo, el
Señor ya no es solamente el liberador político de la esclavitud egipcia. El
paso del Mar Rojo transforma esa liberación en actividad equiparable a
la creación. Aprovechando la mitología pagana de su época acerca de la
creación, la poetisa bíblica usa imágenes que recuerdan la emergencia
de la tierra de las aguas del caos primordial. Para sus contemporáneos
esta poesía resultaría ya no tanto una descripción histórica como una
afirmación teológica. En ese sentido, Éxodo 15 se ocupa más en contes-
tar la pregunta: «¿Quién es el Señor y cuál su relación con Israel?», que
en contestar la pregunta: «¿Qué sucedió exactamente cuando Israel
salió de Egipto?» La historia como tal es de importancia mínima.8 Lo que

8
Los estudiosos ni siquiera se pueden poner de acuerdo acerca de dónde acaecen
estos sucesos. La mayoría imagina un supuesto «Mar de Juncos» de ubicación geo-
72 Jesús y la no violencia

importa es lo que, a base de mucho recordar y pensar en esa historia, se


deduce acerca de la naturaleza de Dios.

Algo parecido pasa con David. Desde que existe el David de la Biblia,
el David de la historia pierde importancia. David, una vez emperador
militar de varios pequeños reinos en Medio Oriente, se transforma aho-
ra en símbolo del ejercicio de la soberanía de Dios. Una soberanía que a
veces se expresa por medio del rey, a veces a pesar suyo, pero que
siempre es soberanía divina. Es importante que esa soberanía se vea en
relación con el rey más poderoso que tuvieran los israelitas. Si el Señor
siguió reinando por encima de David, no caben dudas sobre su sobera-
nía en cualquier otra situación política. Por eso el David de los hechos
históricos rápidamente se transforma en una sombra. «David» en los
profetas a veces es un símbolo más que una persona. ¡Jeremías y Eze-
quiel hasta pueden hablar de la reaparición de David mismo como rey
en el futuro! (Jer. 30:9; Ez. 34:23, 24; 37:34, 35). Es su manera de expre-
sar su confianza en la soberanía política de Dios. «David», ungido por el
profeta en el pasado, se ve transformado en el símbolo del Mesías del
futuro.

Esa transformación del David histórico al David de teología se hace


completa en el cristianismo. El «cristo» David (cristo = mesías = ungido)
no es más que una sombra que anuncia de un modo imperfecto la veni-
da del Cristo Jesús.9

Pero notemos algo muy importante: En cuanto hacemos esto, usan-


do el «David» bíblico para entender simbólicamente la realidad sobera-
na de Dios en Jesús, ya no podemos usar el ejemplo del David histórico
para justificar que hagamos lo contrario de lo que hacía y enseñaba
Jesús. He aquí el quid de la cuestión, la respuesta al problema planteado

gráfica imprecisa. Pero véase Bernard F. Batto, «The Reed Sea: Requiescat in Pace»,
Journal of Biblical Literature, Vol. 101, pp. 27-35.
9
Se ha observado que la aprobación divina expresada en el bautismo de Jesús, que
combina una frase del Salmo 2 (exaltación del rey dinástico en Sion) con otra frase
tomada del poema al Siervo Sufriente en Is. 42, obra en una forma que modifica
radicalmente la definición del Mesías davídico de la profecía. El verdadero heredero
de David queda ahora definido como un sufridor indefenso y no violento, Mt. 3:17.
(Véase, por ejemplo, John H. Yoder, Jesús y la realidad política, Certeza, 1985, p. 30.)
El problema de la guerra en el Antiguo Testamento 73

por la guerra en el Antiguo Testamento. David no es más que un prototi-


po incompleto de lo que sería revelado perfectamente en Jesús de
Nazaret. Por lo tanto, en la medida que podamos ver diferencias entre
ellos dos, nuestra duda se resuelve a favor de Jesús. Y esto no es por-
que David haya sido un rey mientras que Jesús fue un líder religioso. Es
precisamente porque Jesús también fue rey que puede corregir nuestra
falsa impresión de lo que Dios aprueba en un rey.

Podemos seguir teniendo por inspirados los pasajes bíblicos que al


hablar de David expresan aprobación e incluso felicitación divina. Su
inspiración se comprueba en que a la vez inspiran en nosotros confianza
en un Dios soberano por sobre todo soberano humano; inspiran en
nosotros la humildad de reconocernos muy parecidos a él en nuestras
tentaciones; inspiran en nosotros el deseo de incluir al Señor en toda
nuestra actividad, aunque a veces, como David mismo, de una manera
muy imperfecta; inspiran en nosotros el deseo de ser totalmente
honestos con Dios al estilo de los salmos. Hasta sus guerras y asesina-
tos, debidamente «espiritualizados» para aplicarlos a nuestra propia
lucha contra el mal al estilo de Efesios 6:12, pueden llegar a ser fuente
de inspiración. Todo esto es posible, aunque tengamos que desconfiar
de la supuesta aprobación divina ante su desprecio de la vida del próji-
mo.

Todo el material recogido en la Biblia tiene su motivo inspirado para


estar allí. Esto sigue siendo cierto aunque tengamos que cuestionar,
como los profetas, Jesús y los apóstoles cuestionaban, la autenticidad
espiritual de algunas de sus afirmaciones. La Biblia se vería muy em-
pobrecida sin hombres como Josué, Jefté y David. Así como se vería
empobrecida sin su legislación sacrificial y dietética. ¿Por qué? Porque
sin éstos, la teología bíblica perdería por completo su conexión con la
historia humana. Pasaría a ser mera teología abstracta, a la vez más
difícil de comprender y menos fiable. Una de las cosas maravillosas de la
Biblia es que su teología está firmemente amarrada en la experiencia
histórica de un pueblo. Esa historia incluye a David, así como incluye los
sacrificios de animales y la circuncisión. Lo asombroso, lo inspirado, es
que con material histórico como David, los autores de la Biblia hayan
podido hacer tanto. Incluso se han podido servir de él para hacemos
comprender mejor algún aspecto de la realidad de Jesús de Nazaret.
74 Jesús y la no violencia

Siempre, en todo, es a Jesús a quien todas las Escrituras anunciarán


si es que las estamos interpretando correctamente. «Escudriñad las
Escrituras», exhortó Jesús. «Porque a vosotros os parece que en ellas
tenéis la vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mí» (Jn. 5:39).
Jesús es nuestro Señor y Salvador. Él, y no alguna doctrina filosófica
acerca de cierta supuesta «veracidad» concretizante en toda la escritura
bíblica. La verdad es más que una serie de afirmaciones ciertas. Para los
cristianos la verdad es, en definitiva, Jesús: un hombre concreto, su
vida, su enseñanza, su muerte y resurrección.

«Me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y


a éste crucificado» (1ª Co. 2:2).

«Nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual
es Jesucristo» (1ª Co. 3: 11).
Capítulo 4.
Un pueblo de paz

4.1. LA NECESIDAD DE
UN MODELO ALTERNATIVO PARA LA SOCIEDAD

L A NO VIOLENCIA CRISTIANA no opera en un vacío. Dios, cuando es-


tableció a Israel, no tuvo como fin establecer un movimiento
pacifista como tal. Jesús, a pesar de su nutrida enseñanza que nos lleva
a la práctica de la no violencia en imitación de la suya, tampoco tuvo co-
mo meta la fundación de un movimiento pacifista.

Desde los comienzos de su trato con Israel, Dios ha deseado la crea-


ción de un pueblo de paz. Él quiere que formemos un conjunto de
personas que viven juntos la profunda paz de Dios, con todas sus múlti-
ples consecuencias prácticas y concretas de justicia social en la totalidad
de la sociedad.

El pacifismo (inclusive algunas variedades de pacifismo cristiano) no


le ofrece una alternativa práctica a nuestra sociedad. Típicamente, no
ofrece más que una crítica (más o menos útil y constructiva, según el
caso) a los fundamentos violentos de la sociedad, sin por eso lograr
cambiarlos. Muy a pesar de la presencia de pacifistas en medio de ella,
la sociedad seguirá siendo violenta y seguirá insistiendo en su derecho a
defenderse de las agresiones internas y externas. Los pacifistas están
constantemente corriendo el riesgo de quedar al margen de las decisio-
nes, porque sus convicciones no pueden ser tenidas por pertinentes en
las situaciones que según la lógica convencional sólo se pueden resolver
mediante la violencia. Esto crea agudos problemas para los pacifistas,
que precisamente por tener la conciencia muy desarrollada, tenemos
que enfrentamos con la realidad de nuestro fracaso en la persecución
76 Jesús y la no violencia

de la meta de lograr una sociedad libre de la violencia. Este problema es


inevitable mientras no nos lancemos a la tarea que en realidad nos
corresponde. No la tarea de concienciar acerca del mal de la violencia.
Que la violencia es mala ya lo sabe todo el mundo. Sino la tarea de con-
tribuir a un modelo de sociedad íntegro, que incorpora en su filosofía
fundacional la paz global que a Dios le interesa.

Si no hacemos más que rechazar la violencia mientras que en nues-


tras propias mentes y costumbres dejamos arraigados los supuestos
sociales, religiosos y políticos que compartimos con el resto de la socie-
dad violenta en la que vivimos, nuestros esfuerzos por eliminar la violen-
cia están condenados al fracaso. Porque nuestro rechazo de la violencia,
incluso en nuestro propio comportamiento, será superficial y carente de
poder. ¿Qué ha logrado un joven que objeta al servicio militar por
motivos de conciencia, si exige que su madre (y el día que se case, su
mujer) le sirva como una esclava? ¿No es esto último también una viola-
ción de la paz de Dios que es incompatible con la opresión y la tiranía?
No es que haga mal al objetar el servicio militar. Pero si no quiere que su
objeción resulte superficial y anecdótica, tendrá que examinar, bajo la
guía de las Escrituras y la tutela del Espíritu Santo, cada aspecto de su
conducta que pueda esconder algún elemento de violencia.

Esto significa que los cristianos tenemos el deber y el privilegio de


dirigirnos a la gama total de la violencia que está profundamente
arraigada en nuestra sociedad, para ofrecer, como iglesia y comunidad
cristiana, una alternativa práctica, visible, y atractiva. Para esto nos ha
constituido Dios como pueblo, como nación escogida para manifestar
su propia gloria.

Jesús propone un modelo alternativo para la sociedad. El punto de


arranque de este modelo se halla nada menos que en la transformación
de los hombres y las mujeres mediante el arrepentimiento y la acepta-
ción de su soberanía. Sin esta conversión, lo que Jesús propone no es
posible. La conversión de los individuos tiene como su fin el estableci-
miento de esta sociedad alternativa. Hay mucho más en juego que el
ingreso del individuo al paraíso. «Si alguien está en Cristo, existe una
nueva Creación; las cosas antiguas han pasado. ¡Mira!, todas han sido
hechas nuevas» (2ª Co. 5:17).
Un pueblo de paz 77

4.2. ISRAEL EN EL PRINCIPIO


La nación de Israel en la antigüedad resulta un caso curioso en la his-
toria de la humanidad. Surge como algo nuevo y original en el escenario
cananeo. Según sus propios escritos (el Antiguo Testamento) esa origi-
nalidad se debe a su devoción a un Dios distinto de los que adoraban las
demás naciones.

Como era de esperar, hay una amplia continuidad superficial entre


Israel y la sociedad cananea que la precedió, en cuanto a su cultura ma-
terial y tecnológica, su raza, lengua y mentalidad semita, sus costum-
bres de vida cotidiana. Como la misma Biblia nos indica, era gente capaz
de entenderse con los cananeos, con los moabitas y filisteos y otros pue-
blos de la periferia cananea, incluso con los egipcios y los sirios. Los
patriarcas se desplazaban de acá para allá sin problemas de idioma o de
desarraigo cultural; sin una conciencia clara de ser «extranjeros», a
pesar de atribuirse cierta procedencia aramea. La población israelita re-
cuerda con toda naturalidad su parentesco con los pueblos de la tierra
de Canaán: La madre de todos los judíos fue cananea (Gn. 38:2), y entre
la ascendencia directa de David figuran Rahab, cananea de Jericó y Rut,
moabita. Salomón, heredero de David, es a su vez hijo de la mujer de un
heteo. Pero ésta no es distinta a las demás familias hebreas. Sansón se
pudo mover con toda naturalidad entre la población filistea, sin tener
que estudiar idiomas ni aprender costumbres desconocidas. Y a los ca-
naneos de Siquem les pareció perfectamente natural tener como rey a
Abimelec. La madre de Abimelec era parienta de ellos, aunque su padre
fuera Gedeón, el héroe israelita.

Y sin embargo la nación israelita era consciente de ser distinta. Distin-


ta a las demás razas y naciones del mundo. Distinta incluso a la cultura
cananea de la que fue a la vez heredera y suplantadora. ¿Por qué? Si su
diferencia no estribaba en raza, idioma, tecnología ni vida cotidiana, hay
que remitirse, como la Biblia misma nos remite, a la realidad religiosa
como forjadora de la identidad de Israel.

Y esa diferencia religiosa viene de la experiencia del éxodo y del Si-


naí. Viene de la consciencia de ser una sociedad que se organiza en
torno a un pacto y a una ley. La característica del Dios de Israel que le
distingue de los dioses de las otras naciones no estriba principalmente
en los atributos que se le atribuyen, ni en el poder que se cree que
78 Jesús y la no violencia

tenga, ni en su capacidad de influir en la historia a favor del pueblo que


le adora. Lo que distingue al Dios de Israel es que a él se le atribuye la
fundación de la sociedad revolucionaria que es Israel. Una sociedad
revolucionaria de cara a la corrupción y tiranía que habían imperado en
Canaán durante los siglos previos al surgimiento de Israel. Pero habría
que añadir que sus principios rectores parecen sorprendentemente
revolucionarios en nuestro propio tiempo también.

La sociedad de Israel antes de la monarquía fue una de igualdad eco-


nómica, política y social. Los restos arqueológicos indican que no goza-
ba de los elementos de lujo y refinamiento de los que hicieron alarde las
sociedades previas y posteriores. Éstas concentraban la riqueza en unas
pocas familias señoriales que se podían permitir todas las amenidades
de una vida palaciega. Pero si no se veía esto en Israel antes de la
monarquía, tampoco se veía la extrema pobreza de las mayorías explo-
tadas, condición indispensable para la riqueza y refinamiento de los
pocos. No había palacios, es cierto, pero tampoco había chabolas
inhumanas. Según sabemos por la Biblia, cada bet-av, o casa paterna,
disponía de su pequeña parcela hereditaria, que se consideraba inaliena-
ble. Cuanto mucho, se podía vender el derecho a disponer de la tierra
por un máximo de 50 años, después de lo cual la tierra debía volver
indefectiblemente a la disposición de la bet-av original (Lv. 25:8-24).
Había toda una serie de mecanismos que evitaban el empobrecimiento
progresivo de las masas y el enriquecimiento progresivo de los pocos.
Tal es el caso, ejemplificado en el libro de Rut, de la ley que exigía que se
dejara algo de la cosecha en el campo en el tiempo de la siega. O las
leyes que decretaban la liberación de los esclavos al final de seis años de
servicio (Dt. 15:12-18), que, en combinación con otra que protegía al es-
clavo fugado (Dt. 23:15, 16), significaban el golpe de gracia a la
institución de la esclavitud en Israel. ¿Y qué decir del perdón general de
todas las deudas en Israel cada siete años? (Dt. 15:1-11).

Más ejemplos podríamos mencionar, pero el panorama de la organi-


zación social revolucionaria de Israel en sus aspectos económicos ya es
evidente.

Junto con esta distribución radical de los recursos económicos entre


toda la sociedad, hubo una descentralización paralela de las estructuras
políticas y militares. En un mundo que conocía desde hacía milenios la
centralización política en imperios militares burocratizados, Israel vuel-
Un pueblo de paz 79

ve a inventar el arcaísmo de vivir en tribus relativamente pequeñas.


Tampoco estas tribus tienen gobernadores poderosos, sino que su
gobierno se halla en un colegio de «padres de familia». Ellos eran los
representantes de las agrupaciones de bet-avot. ¿Por qué organizarse
de este modo ineficiente y militarmente indefensible? Estaba comproba-
do de sobra en la historia previa a la emergencia de Israel, que junto con
la centralización del poder político en la figura de un rey, aparecía
invariablemente el empobrecimiento de las masas y el encauzamiento
de los recursos económicos hacia un militarismo desenfrenado. Y
cuando la sociedad tomaba estos derroteros, no tardaban en llegar los
trabajos forzados y la conscripción militar obligatoria. Generalmente el
gobierno que recurría a ésta recurría también a aquéllos.

Si aquella primitiva sociedad israelita hubiese sido perfecta, la histo-


ria posterior de la humanidad sin duda habría sido muy distinta. Sin
embargo, como sus propias confesiones lo admiten, Israel nunca fue
íntegramente fiel a sus principios fundacionales, ni constante en su
aplicación práctica. El tema de apostasía cíclica domina la historia bíblica
de Israel que va desde Deuteronomio hasta 2º Reyes. Es así como se
explica, entre otras cosas, la violencia de la guerra sagrada en el Antiguo
Testamento. Muy a pesar de las evidencias, repetidas reiteradamente
en el transcurso de su historia, de que el Señor por sí solo era capaz de
destruir a sus enemigos, Israel llegó a estar completamente convencido
de que Dios mismo era el que mandaba exterminar a los enemigos con
un salvajismo escalofriante. Visto humanamente, si Israel iba a existir en
el escenario de la historia humana, no tenía otra alternativa que la de
abrirse paso mediante la guerra de terrorismo y exterminio que caracte-
rizó su conquista de la tierra que Dios le había prometido. Y si Jesús no
hubiese venido, nosotros también tendríamos que aceptar esta guerra
como totalmente legítima, en vista del carácter sagrado que la Biblia
misma le atribuye.

Del modo en que el hecho de Jesús nos otorga una nueva capacidad
para juzgar este asunto, ya hemos tratado en el capítulo 3. Sólo nos
incumbe subrayar ahora que Israel antes de la monarquía, bajo la guía
de su Dios único, dio un salto sin parangón en la dirección del estableci-
miento de una sociedad que radicalmente abandonara la violencia en
todas sus dimensiones. Las imperfecciones patentes y confesadas no
pueden ocultar esta realidad sorprendente.
80 Jesús y la no violencia

La mención del Dios «único» de Israel no es fortuita.

Uno de los escenarios principales de la lucha entre Israel y Canaán


fue el religioso. Israel desmitologizó los fundamentos religiosos de la
sociedad injusta. Donde los cananeos veían al dios Baal, Señor de la
tormenta y la lluvia, Israel no veía dios alguno, sino sencillamente fe-
nómenos meteorológicos que seguían el orden natural impuesto por
Dios desde la creación. Donde los cananeos veían a Astarte, diosa de la
fertilidad, Israel no veía dios alguno, sino sencillamente la fertilidad que
el Señor había dado a la tierra en el momento de su creación. Baal y
Astarte y todo «el ejército del cielo» al que adoraban los cananeos, cu-
riosamente, eran adorados en los templos de las ciudades que agobia-
ban al campesinado empobrecido y tiranizado. Los patrocinadores prin-
cipales de su culto eran las autoridades opresivas contra las que se
manifestaba en enemistad Israel. Baal y Astarte y «todo el ejército del
cielo» estaban bien satisfechos con el orden social que imperaba. Ellos
no tenían motivo para fijarse en la corrupción violenta que caracteri-
zaba a la sociedad que les rendía culto. Los primeros israelitas, como los
primeros cristianos, probablemente fueron considerados materialistas
ateos por la gente religiosa de su tiempo. Mataban a la aristocracia
cananea y repartían sus tierras entre la humilde población hebrea. Nega-
ban todo lo que los cananeos consideraban sagrado, profesando creer
en un absurdo Dios desconocido a quien nadie jamás había visto.

4.3. ISRAEL MONÁRQUICO


Las cosas cambiaron radicalmente cuando Israel adoptó la monar-
quía. Aunque en los orígenes de Israel el enemigo habían sido los reyes
cananeos,1 ahora Israel mismo adopta el sistema monárquico. Un paso
que Samuel calificó como apostasía (1º S. caps. 8 y 12).

Efectivamente, todos los males que vaticinó Samuel se cumplieron


en tres o cuatro décadas, y caracterizaron permanentemente a los rei-
nos de Israel y Judá mientras existieron. Aunque Saúl siempre dependió

1
Véase la lista de los derrotados en Josué 12:7-23, con su especial énfasis en la muer-
te única del rey en cada ciudad conquistada. En hebreo comienza así el versículo 7:
«Y éstos son los reyes de la tierra, que asesinaron Josué y los israelitas…»
Un pueblo de paz 81

de los campesinos armados que las tribus le mandaban voluntariamen-


te, tomó los primeros pasos para la fundación de un ejército profesional
(1º S. 4:52). David estableció un ejército de mercenarios extranjeros,
paralelo al ejército popular israelita (2º S. 8:16-18). Armó a estas fuerzas
con tecnología avanzada (2º S. 8:4). Frente a las sublevaciones del
ejército popular, empezó a depender cada vez más de su ejército merce-
nario personal (2º S. 20: 1-7).

Esta progresión llega a su apogeo con Salomón. Es interesante notar


que sin el apoyo de las tropas filisteas mercenarias, cuya lealtad perso-
nalista hacia David no estaba matizada por principios nacionalistas o
religiosos israelitas, Salomón ni siquiera hubiera podido hacerse con el
trono (1º R. 1:38, 39). Por lo tanto no ha de sorprendernos el enteramos
que para la construcción de los palacios para su harén y los templos
paganos que construyó en Jerusalén, así como para la fortificación mili-
tar de su imperio centralista, Salomón recurrió a la infamia del trabajo
forzado de ciudadanos israelitas (1º R. 12:4; 5:13).

Hemos visto en otro capítulo la reacción de Elías ante el asesinato de


Nabot y la expropiación de las tierras hereditarias de su bet-av, así como
la denuncia de Amós ante la explotación y opresión de los pobres en
Israel. La condición social que ellos denunciaron no fue excepcional.

¡Ay de los que en sus camas piensan iniquidad y maquinan el mal,


y cuando llega la mañana lo ejecutan, porque tienen en su mano el
poder! Codician las heredades, y las roban; y casas, y las toman; opri-
men al hombre y a su casa, al hombre y a su heredad. […] El que
ayer era mi pueblo, se ha levantado como enemigo; de sobre el
vestido quitasteis las capas atrevidamente a los que pasaban, como
adversarios de guerra. A las mujeres de mi pueblo echasteis fuera de
las casas que eran su delicia; a sus niños quitasteis mi perpetua ala-
banza. […] Vosotros […] aborrecéis lo bueno y amáis lo malo, que
les quitáis su piel y su carne de sobre los huesos; que coméis
asimismo la carne de mi pueblo, y les desolláis su piel de sobre ellos,
y les quebrantáis los huesos y los rompéis como para el caldero, y
como carnes en olla. […] Faltó el misericordioso de la tierra, y ningu-
no hay recto entre los hombres; todos acechan por sangre; cada cual
arma red a su hermano. Para completar la maldad con sus manos, el
príncipe demanda, y el juez juzga por recompensa; y el grande habla
el antojo de su alma, y lo confirman (Mi. 2:1, 2, 8, 9; 3:2, 3; 7:2, 3).
82 Jesús y la no violencia

Miqueas describía así la sociedad de Judá pocos años después de que


Amós denunciara en términos parecidos la sociedad de Israel, unos 200
años después de Salomón.

Si la sociedad cananea se había sentido legitimada por la religión,


cuya mitología apoyaba en efecto la opresión de los reyes y sus cor-
tesanos, en Judá e Israel sucedió lo mismo. En lugar de una auténtica
devoción al Dios distinto a los demás dioses, que había fundado una
sociedad distinta a las demás sociedades, los reyes crearon una religión
oficialista y pensaron haber domesticado al Señor, sobornándole con el
Templo, con altares y con sacrificios voluminosos.

La mitología oficialista judía e israelita fue también denunciada, por


mentirosa y corrupta, por los profetas bíblicos:

Aborrecí, abominé vuestras solemnidades, y no me complaceré


en vuestras asambleas. Y si me ofreciereis vuestros holocaustos y
vuestras ofrendas, no los recibiré, ni miraré las ofrendas de paz de
vuestros animales engordados. Quita de mí la multitud de tus can-
tares, pues no escucharé las salmodias de tus instrumentos. Pero
corra el juicio como las aguas, y la justicia como impetuoso arroyo
(Am. 5:21-24).

La soberbia de Israel le desmentirá en su cara; Israel y Efraín tro-


pezarán en su pecado, y Judá tropezará también con ellos. Con sus
ovejas y con su vacas andarán buscando al Señor, y no le hallarán; se
apartó de ellos .... ¿Qué haré a ti, Efraín? ¿Qué haré a ti, oh Judá? La
piedad vuestra es como nube de la mañana y como el rocío de la ma-
drugada, que se desvanece. Por esta causa los corté por medio de
los profetas, con las palabras de mi boca los maté; y tus juicios serán
como luz que sale. Porque misericordia quiero, y no sacrificio, y
conocimiento de Dios más que holocaustos. Mas ellos, cual Adán,
traspasaron el pacto; allí prevaricaron contra mí (Os. 5:5, 6; 6:4-7).

¿Para qué me sirve, dice el Señor, la multitud de vuestros sacrifi-


cios? Hastiado estoy de holocaustos de carneros y de sebo de anima-
les gordos; no quiero sangre de bueyes, ni de ovejas, ni de machos
cabríos. ¿Quién demanda esto de vuestras manos, cuando venís a
presentaros delante de mí para hollar mis atrios? No me traigáis más
vana ofrenda; el incienso me es abominación; luna nueva y día de
reposo, el convocar asambleas, no lo puedo sufrir; son iniquidad
Un pueblo de paz 83

vuestras fiestas solemnes. Vuestras lunas nuevas y vuestras fiestas


solemnes las tiene aborrecidas mi alma; me son gravosas; cansado
estoy de soportarlas. Cuando extendáis vuestras manos, yo esconde-
ré de vosotros mis ojos; asimismo cuando multipliquéis la oración,
yo no oiré; llenas están de sangre vuestras manos (Is. 1:11-15).

En lugar de una sociedad de paz, el pueblo de Dios se había vuelto


tan violento como cualquier otro. Dios iba a tener que enfrentarse con
el problema de la violencia de una manera novedosa. Una manera mu-
cho más radical que la del establecimiento original de Israel. Dios iba a
tener que enviar a su Hijo.

4.4. EL REINO DE DIOS EN EL NUEVO TESTAMENTO


¿ Qué entendemos que significa la frase «el reino de Dios» en boca de
Jesús? Para él era algo concreto y práctico, no algo nebuloso y abstrac-
to. Para muchos cristianos todo lo que sea espiritual no puede, por defi-
nición, tener ingerencia en el ámbito político, social, económico y mili-
tar. Calificando al reino de Dios de «espiritual» logran olvidar que no por
ser de Dios y por ser espiritual, deja el reino de Dios de ser un reino de
verdad.

Cuando Jesús proclama que en su persona el reino de Dios «se ha


acercado» está anunciando la llegada de una nueva era en la humani-
dad, una era en la que será posible para los hombres y las mujeres vivir
en lealtad a Dios como su soberano. Está proclamando el retorno a la
vida bajo la legislación del Dios único, diferente, cuyo propósito en la
historia es establecer una nación única y diferente. Cristo, estableciendo
las bases de su enseñanza en el cumplimiento de la ley de Moisés,
protagoniza un retomo a los principios morales de igualdad, justicia, y
compartimiento material que él había aprendido allí. Principios que
nuevamente en su propio tiempo habían sido mitologizados, domestica-
dos, vueltos «religiosos» y «espirituales», y totalmente carentes de po-
der transformador en la sociedad.

Por eso es tan constante y emocional el conflicto entre Jesús y los


fariseos. Los fariseos que se opusieron a Jesús representaban la mito-
logización de la fe. La fe para ellos era la superstición de la obediencia
mecánica a palabras escritas, en lugar de la dinámica liberadora de una
relación del Dios distinto con su pueblo distinto. Habían relegado esa
84 Jesús y la no violencia

calidad de «pueblo distinto» al ámbito de la religión y las creencias, en


lugar de ver que su lugar primordial se hallaba en las relaciones huma-
nas. De modo que seguían sin ser el pueblo de paz que Dios deseaba.

Ahora bien, una parte fundamental de la esencia del mensaje de Je-


sús, el mensaje del retorno al ideal de un modelo social revolucionario,
era la no violencia. En Jesús hallamos cumplido hasta la perfección lo
que en toda la historia previa de Dios y su pueblo había quedado siem-
pre incompleto. En cuanto al tema de la paz, el rechazo generalizado de
la violencia llega a significar también para Jesús la adopción del pacifis-
mo sistemático. Un pacifismo contextualizado en el abandono de la
violencia en el panorama total de las relaciones humanas.

El modelo de sociedad de paz que Dios había establecido para el


antiguo Israel había estado plagado desde el principio por la constante
de la apostasía y sus consecuencias naturales, el egoísmo y la violencia.
Ahora Jesús encara el problema de la restauración de la visión de una
sociedad justa y equitativa, dirigiéndose fundamentalmente a las moti-
vaciones interiores de hombres y mujeres individuales. Jesús se dirige
en primera instancia a la creación de nuevos seres humanos, hechos
capaces de vivir conforme al deseo de Dios para la sociedad humana.
Reconoce la necesidad del hombre de llegar a estar lleno del Espíritu
Santo, y liberado de otros espíritus. Por eso es fundamental el ministe-
rio exorcista de Jesús. Él considera que es precisamente cuando los
hombres y las mujeres son liberados de los demonios que les acosan,
que Satanás es vencido. Y si ha sido vencido Satanás, la historia de la so-
ciedad humana está en libertad para recorrer nuevos derroteros (Lc.
10:17-37).

Pero esta liberación no llega a todas las personas por igual. Sólo
aquellas personas que en realidad han sufrido esta transformación inte-
rior, marcada por el arrepentimiento y la recepción del Espíritu Santo,
serán capaces del estilo de obediencia a Dios que habilita la formación
de una nueva sociedad. En el Nuevo Testamento, como en el Antiguo,
volvemos a ver el concepto de un pueblo «elegido», distinto a la socie-
dad que lo rodea.

Por eso se hallan tan característicamente viciados de fracaso los


intentos revolucionarios de establecer sociedades equitativas: Sin el
Espíritu de Dios no se puede vivir la paz de Dios. Pero la paz de Dios es la
Un pueblo de paz 85

única paz de verdad. La armonía fraternal establecida por Dios es la úni-


ca justicia auténtica.

Jesús estableció en la confraternidad de quienes le seguían, el mode-


lo de sociedad que pretendía. Vivió un estilo de vida totalmente comuni-
tario. Los discípulos y él compartían absolutamente sus bienes, y esta-
blecieron a Judas Iscariote como tesorero de la comunidad (Jn. 13:29).

La comunidad de los discípulos de Jesús superó la violencia de la


estratificación entre poderosos e inferiores:

Hubo también entre ellos una disputa sobre quién de ellos sería el
mayor. Pero él les dijo: Los reyes de las naciones se enseñorean de
ellas, y los que sobre ellas tienen autoridad son llamados bienhecho-
res; mas no así vosotros, sino sea el mayor entre vosotros como el
más joven, y el que dirige, como el que sirve. Porque, ¿cuál es mayor,
el que se sienta a la mesa o el que sirve? ¿No es el que se sienta a la
mesa? Mas yo estoy entre vosotros como el que sirve (Lc. 22:24-27).

La comunidad de los discípulos de Jesús superó también la violencia


de la discriminación sexista. Jesús reconoció en la mujer los mismos
derechos matrimoniales que en el marido (Mt. 10:11, 12). En el círculo
íntimo de discípulos que iban con él a todas partes él incluyó mujeres
(Lc. 8:1-3). Estas mujeres, habiendo hecho el viaje hasta Jerusalén con él
y los doce desde Galilea, fueron las primeras en captar la realidad de su
resurrección, indicando así que no estaban excluidas de sus revelacio-
nes más significativas (Lc. 23:55-24:10).

Si no había entre los doce apóstoles alguna mujer, hemos de suponer


que el motivo era más práctico que teológico. En aquella sociedad ya
estaba bien que estas discípulas viajaran con el maestro. Esto indica la
actitud de Jesús mismo hacia ellas. Pero en una sociedad machista,
apóstoles femeninas no habrían podido funcionar como apóstoles. Es
decir, la sociedad cegada por su machismo pagano no les habría podido
recibir como portavoces legítimos de la voluntad de Dios. Sin embargo,
hay amplias evidencias bíblicas de que en la iglesia del Nuevo
Testamento, internamente, hubo muchas mujeres que actuaron con
auténtica autoridad espiritual.

El cristianismo de la época del Nuevo Testamento no tomó unas


estructuras comunitarias legalistas y uniformes. Sin embargo, el
86 Jesús y la no violencia

principio de comunidad de justicia y compartimiento quedó establecido


con claridad. Aunque habría que suponer que los ciento veinte discípu-
los que siguieron fieles a Jesús después de su ascensión siguieron el
estilo de vida social que él les había modelado, es solamente con el
recibimiento del Espíritu Santo que tenemos explícita alusión a la mane-
ra en que los discípulos vivieron en comunidad (Hch. caps. 2-6).

Las características sobresalientes de la comunidad de discípulos des-


pués de Pentecostés incluyen: 1) La conciencia de ser una comunidad
del Espíritu. 2) Una capacidad especial para proclamar eficazmente el
evangelio de Jesucristo de tal manera que pudiese ser recibido de bue-
na gana por los oyentes. 3) La alegría. 4) La fidelidad a la enseñanza de
Jesús mediada por los apóstoles. 5) Un interés vivo en llevar la salud y el
bienestar a toda la sociedad que les rodeaba. 6) Estructuras específicas
(tales como la alimentación de las viudas) que les permitían poder decir
con confianza que entre ellos no había necesitados. Para esto último los
integrantes de la comunidad llegaban a deshacerse de sus bienes de ca-
pital. No era sólo un diezmo de los ingresos lo que estaba en juego, sino
la eliminación de las necesidades materiales de la hermandad, costara lo
que costara. En esto demostraban haber recibido fidedignamente la
enseñanza de Jesús: «Así, pues, cualquiera de vosotros que no renuncia
a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo» (Lc. 14:33).

Es importante que veamos que esto forma parte del panorama total
de aquella primera comunidad cristiana. Los otros elementos de la
convivencia afectaban la capacidad para llevar a cabo los aspectos eco-
nómicos y sociales. Éstos, a la vez, convalidaban la autenticidad espiri-
tual de todo lo anterior. Jesús había dicho: «No todo el que me dice:
Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la
voluntad de mi Padre que está en los cielos» (Mt. 7:21).

No volvemos a tener una descripción detallada de la vida comunitaria


de alguna de las otras iglesias locales que se fueron formando en el
transcurso del tiempo que cubre el Nuevo Testamento. Sin embargo no
parece razonable dudar que estos elementos fundamentales, proba-
blemente llevados a la práctica con bastante idiosincrasia local, caracte-
rizaron a todas ellas.

Algunas evidencias en este sentido se perfilan en las epístolas apos-


tólicas:
Un pueblo de paz 87

Porque ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por


amor a vosotros se hizo pobre, siendo rico, para que vosotros con su
pobreza fueseis enriquecidos. […] No digo esto para que haya para
otros holgura, y para vosotros estrechez, sino para que en este
tiempo, con igualdad, la abundancia vuestra supla la escasez de
ellos, para que también la abundancia de ellos supla la necesidad
vuestra, para que haya igualdad, como está escrito: El que recogió
mucho no tuvo más, y el que poco no tuvo menos (2ª Co. 8:9-15).

La religión pura y sin mácula delante de Dios el Padre es ésta: Ha-


cerse cargo de los huérfanos y de las viudas en sus tribulaciones, y
guardarse sin mancha del mundo. Hermanos míos, que vuestra fe en
nuestro glorioso Señor Jesucristo sea sin acepción de personas. Por-
que si en vuestra congregación entra un hombre con anillo de oro y
con ropa espléndida, y también entra un pobre con vestido andrajo-
so, y miráis con agrado al que trae la ropa espléndida y le decís:
Siéntate tú aquí en buen lugar; y decís al pobre: Estate tú allí en pie,
o siéntate aquí bajo mi estrado; ¿no hacéis distinciones entre voso-
tros mismos, y venís a ser jueces con malos pensamientos? Herma-
nos míos amados, oíd: ¿No ha elegido Dios a los pobres de este
mundo, para que sean ricos en fe y herederos del reino que ha pro-
metido a los que le aman? […] Si un hermano o una hermana están
desnudos, y tienen necesidad del mantenimiento de cada día, y algu-
no de vosotros les dice: Id en paz, calentaos y saciaos, pero no les
dais las cosas que son necesarias para el cuerpo, ¿de qué aprovecha?
Así también la fe, si no tiene obras, es muerta en sí misma (Stg. 1 :27-
2:5, 15-17).
88 Jesús y la no violencia

4.5. LA MITOLOGIZACIÓN2 DEL EVANGELIO


La historia posterior del cristianismo ha sido testigo de un proceso de
mitologización,3 similar al que sucedió con la monarquía israelita. Este
proceso ha acabado por quitarle el filo a la radicalidad de Jesús y los
apóstoles.

Por ejemplo los exorcismos, que para Jesús eran señal potente de la
liberación de las personas para el servicio abnegado de su prójimo (Lc.
10:17-37), vuelven a relegarse al ámbito de una mitología interiorista que
afecta mínimamente a las relaciones sociales. Pablo luchaba «contra
principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas
de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones ce-
lestes» (Ef. 6:12), refiriéndose claramente a realidades demoníacas que
engendran violencia en la sociedad humana. En el cristianismo posterior
estas palabras se transforman en mitología rayana en el politeísmo. Mi-
tología que, curiosamente, explica la violencia de las turbaciones psico-
lógicas, pero frecuentemente enmudece ante la violencia social.

Con esto no pretendo desmerecer la importancia del ministerio de


liberación en las vidas esclavizadas por Satanás. Pero la liberación de los
endemoniados debe tener una clara dimensión social. Dios pretende
que los que han sido liberados puedan ahora establecer relaciones de
paz y justicia con el prójimo. Sin negar que mediante la liberación Dios
muestra su compasión por el que sufre, es por lo menos igualmente im-
portante recordar que mediante la liberación Dios muestra su compa-
sión por todos los que han tenido que ver con el endemoniado. En un
sentido importante, es la sociedad la que queda liberada del demonio
que la poseía en la persona de un individuo particular. El endemoniado
nunca sufre solo, sino que sintetiza y provoca el sufrimiento de toda su

2
Probablemente hace falta explicar lo que entiendo por «mito» y «mitologizar». Me
refiero con estos términos al desarrollo de una teología y espiritualidad que se apar-
ta de la obediencia radical a la voluntad de Dios revelada en la Biblia. Tuerce el signi-
ficado natural de las Escrituras, adormeciendo al pueblo de Dios con mentiras que
suenan muy «espirituales», mientras se desentiende de la justicia y la paz que Dios
ha ordenado. Estoy convencido de que el Señor contempla con beneplácito todo in-
tento de desenmascarar estas ficciones fantasiosas surgidas en torno a su persona.
3
Véase nota 2.
Un pueblo de paz 89

familia y sociedad. Es el chivo expiatorio que expresa dramáticamente


todo lo que hay de enfermizo a su alrededor. Cuando queda liberado,
todos los que le rodean reciben nuevas posibilidades de vivir en paz
unos con otros.

Igualmente importante es recordar que si un individuo endemoniado


sufre con los pocos que tienen que ver con él, son millones los que
sufren cuando Satanás provoca una guerra o una tiranía. Nuestro con-
cepto de lo demoníaco tiene que asumir que esto no es menos diabólico
que el fenómeno del individuo poseso. La respuesta cristiana proclama
a Jesús como Señor y Rey frente a las pretensiones de «poderes y
potestades» que Jesús ya ha despojado, triunfando sobre ellos en la
cruz, lo cual ya ha sido exhibido públicamente (Col. 2:15).

Pero si solamente imaginamos a los demonios como bichitos invisi-


bles que se meten en los individuos, relegamos al olvido lo más trascen-
dental de la victoria de Jesús en la cruz. Si el «hombre fuerte» ha sido
saqueado al echar los demonios, entonces se ha acercado el reino de
Dios (Mt. 12:28,29). Y ya hemos visto lo que significa eso.

La muerte redentora de Jesús en la cruz, para los apóstoles, era


eficaz para la transformación de su manera de vivir en sociedad. Ellos
decían que les «justificaba», o sea, que les hacía justos. Escribían que
mediante el bautismo les había sido posible identificarse tan plena-
mente con Jesús, que la muerte de éste era la de ellos y la vida que ellos
vivían no era más que una prolongación de la de él. El bautismo locali-
zaba esa identificación precisamente en el momento de su sufrimiento y
muerte a favor de sus enemigos. Así la sangre de Jesucristo les limpiaba
de todo pecado. Ellos creían que esto explicaba cómo habían sido trans-
formadas sus vidas hasta hacerles capaces de abandonar el egoísmo
con todas sus manifestaciones violentas.

El cristianismo posterior también transforma estos conceptos en mi-


tología. Esta mitologización para algunos pasa por la vía del sacramen-
talismo supersticioso, que ve en el pan y el vino el poder de crear «co-
munión» donde no hay comunidad. Para otros pasa por la vía de la cre-
encia en que la «fe», divorciada de la «fidelidad» sin fundamentos lin-
güísticos ni lógicos, nos exime de nuestra responsabilidad de encarnar
el modelo alternativo de sociedad humana que Jesús vino a establecer.
90 Jesús y la no violencia

Algo parecido sucede con la «salvación». Si nos basamos en la Biblia,


esto de la «salvación» queda bastante claro:

Entonces Zaqueo, puesto en pie, dijo al Señor: He aquí, Señor, la


mitad de mis bienes doy a los pobres; y si en algo he defraudado a
alguno, se lo devuelvo cuadruplicado. Jesús le dijo: Hoy ha venido la
salvación a esta casa (Le. 19:9, 10).

En su mensaje evangelístico del día de Pentecostés, Pedro resume lo


que quiere lograr, con las palabras: «Sed salvos de esta perversa genera-
ción» (Hch. 2:40). De inmediato Lucas pasa a describir la vida en comuni-
dad que vivieron los tres mil conversos. Así demostraron haberse
salvado de la perversa generación en que habían estado viviendo. Esta-
ban llevando a la práctica la paz de Dios en una nueva sociedad humana.
Años más tarde Pablo escribe:

Por tanto, amados míos, como siempre habéis obedecido, […]


ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor, porque Dios es el
que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena
voluntad. Haced todo sin murmuraciones y contiendas, para que
seáis irreprensibles y sencillos, hijos de Dios sin mancha en medio de
una generación maligna y perversa, en medio de la cual resplande-
céis como luminares en el mundo (Fil. 2: 12-15).

Sería absurdo negar que la idea apostólica de la salvación tenía otros


aspectos importantes, Pero la consecuencia de haber dejado que la
esperanza en la vida después de la resurrección desplazara de nuestras
mentes las dimensiones presentes de la salvación, ha sido nada menos
que la apostasía, El efecto ha sido uno de transformar el cristianismo en
una serie de mitos sin capacidad para desarraigar la violencia de la
sociedad humana.

Todo esto explica por qué el cristianismo, con el transcurso de los


siglos, ha llegado a sentirse cómodo en medio de los sistemas sociales
opresivos a los que la religión basada en mitos siempre ha prestado su
apoyo entusiasta. Explica por qué el cristianismo ha llegado a reconci-
liarse con la defensa militar de estas sociedades, llegando incluso a
bendecir carreras armamentistas y conflictos bélicos, a la usanza de las
religiones cananeas desplazadas por Israel.
Un pueblo de paz 91

Si verdaderamente estamos interesados en seguir a Cristo y en obe-


decer al Señor, al Dios único y diferente, a Yahvé el que es, tendremos
que purificar nuestra religión. Habrá que desenmascarar sus mitos opre-
sivos, y dar rienda suelta al Espíritu Santo en nosotros para que trans-
forme nuestra mente y conducta, rehabilitándonos para la vida en
comunidad. Tendremos que prestarnos al antiguo y eterno proyecto de
Dios: el proyecto de crear una sociedad de reconciliación y armonía, que
inspirado por la presencia constante, viva y dinámica de su Espíritu, aca-
be de una vez por todas con todas las violencias.

Obrando y pensando así, es posible que tengamos que sufrir la


incomprensión de algunos que nos tengan por herejes o ateos, al pa-
recerles poco «espiritual» este camino. De la misma crítica fueron vícti-
ma los israelitas primitivos, los profetas, Jesús y los apóstoles. La histo-
ria bíblica demuestra claramente que la gente que defiende una religión
apóstata siempre ha sido incapaz de comprender lo que Dios quiere
hacer en el mundo.

4.6. UN PUEBLO DE PAZ


Todo esto tiene consecuencias muy prácticas para el cristiano que ha
entendido que para seguir a Jesús tiene que seguirle radicalmente en su
amor al enemigo:

A esta altura está claro que el camino de indefensión que ha de em-


prender no se puede limitar a la protesta de las guerras y el armamentis-
mo, la objeción de conciencia al servicio militar, o el activismo contra la
pena capital o el aborto. Todas estas actividades y convicciones pueden
ser buenas y profundamente cristianas. Pero sólo son eficaces confor-
me a la plenitud del poder de Dios cuando el cristiano está viviendo en
la sociedad alternativa que avala su testimonio. Si no edificamos la igle-
sia sobre el modelo de los apóstoles, nuestro testimonio es anecdótico
y poco más que simbólico. El Señor nos ha encomendado la responsabi-
lidad de «ser uno» entre nosotros, de tal modo que el mundo pueda
creer que Dios ha enviado a su Hijo, viviendo en el mundo como quienes
no son de este mundo (Jn. 17). Esto es porque solamente se puede
llevar a cabo la visión divina para la sociedad cuando se reconoce la
autoridad soberana de Jesucristo.
92 Jesús y la no violencia

El que no ha aprendido a amar a la iglesia de Cristo no está en condi-


ciones de ofrecer al mundo el camino del amor sacrificial que hace que
la violencia ya no sea necesaria. Y amar a la iglesia significa amar a cada
uno de sus miembros sacrificialmente, «estimando cada uno a los de-
más como superiores a él mismo; no mirando cada uno por lo suyo
propio, sino cada cual también por lo de los otros» (Fil. 2:3, 4).

La plataforma legítima desde la que proclamar el evangelio de amor,


paz y reconciliación universal es la comunidad de cristianos que
practican ese evangelio cotidianamente, merced al poder del Espíritu
Santo que entre ellos se mueve con libertad total.

La concretización de una alternativa auténticamente cristiana a la


violencia no está en las manos de cristianos individuales, sino en las de
comunidades cristianas: en el testimonio de su vida compartida en amor
y armonía.

La naturaleza de la Iglesia, según la intención del Señor al crearla, es


que sea una comunidad. Dios está llamando hoy a toda la iglesia a reco-
brar su visión comunitaria. Ya no podemos describir más a la Iglesia en
términos sacramentalistas, clericales, o doctrinales. Si en la iglesia hay
necesitados cuyas necesidades no están siendo suplidas sacrificialmente
por los demás, entonces ha dejado de ser fiel a su llamado constitutivo.
Si en la iglesia no se puede decir que «ya no hay judío ni griego; no hay
esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno
en Cristo Jesús» (Gá. 3:28), entonces ha dejado de ser la iglesia que Pa-
blo describía en Gálatas.

La iglesia tendrá muchas formas de llevar a cabo el mandato de ser


una sociedad de justicia, paz e indefensión. Algunas de ellas serán muy
espontáneas y casi invisibles; serán el resultado de la respuesta de amor
ante las necesidades del momento. Otras estarán muy estructuradas;
existen grupos que llegan a compartir, gracias a un sistema centraliza-
do, la totalidad de su vida económica.

Esta realidad comunitaria, llévese a cabo del modo que fuere, da


autoridad y autenticidad al mensaje de paz que proclamamos. Es
porque la estamos poniendo en práctica en comunidad (o sea, a escala
relativamente pequeña) que podemos proponer al resto de la iglesia y
al mundo entero esta nueva manera de vivir. Cuando la alternativa
funciona y es visible, entonces el testimonio ha de ser recibido con
Un pueblo de paz 93

seriedad. Ya no se puede descartar como un proyecto utópico y poco


práctico. Es posible rechazar la realidad concreta que vivimos, pero no
es posible ignorarla.

En muchas partes, en todos los continentes de esta Tierra, Dios está


levantando tales iglesias. Comunidades. Un pueblo de paz. En ellas pue-
den ser purificadas adecuadamente las motivaciones de los individuos
que han captado la visión bíblica de paz. Viviendo en comunidad descu-
brimos la violencia que hay en nuestra personalidad. Descubrimos la
violencia que viene de las heridas de nuestra infancia; de los sentimien-
tos de inferioridad e inseguridad. Descubrimos la violencia de actitudes,
que viene de nuestra formación cultural incuestionada. La violencia
insospechada en nuestras actitudes raciales, sociales, sexuales y econó-
micas. En comunidad podemos fingir algún tiempo; posiblemente un
par de años o más. Pero llega el momento cuando nuestras motivacio-
nes secretas, nuestra falta de amor de la que ni siquiera nosotros mis-
mos sospechábamos, sale a la luz.

Como en el matrimonio, los pequeños roces de menudencias insigni-


ficantes acaban por desenmascarar nuestro egoísmo. Pero la comuni-
dad es también el grupo terapéutico del Espíritu, donde hallamos los
recursos espirituales para vencer la violencia que está dentro nuestro.
De nuestras luchas personales ocasionadas por la convivencia comunita-
ria salimos con la consagración espiritual que da un peso inestimable a
nuestro testimonio.

Estas iglesias de paz, en las que se realiza el principio de comunidad


entre los cristianos son, en primer lugar, comunidades del Espíritu. La
experiencia de Pentecostés es un ingrediente indispensable para su
funcionamiento. Son comunidades de alabanza, llenas de alegría y fuer-
za, comunidades de celebración de la presencia cierta y sentida del Espí-
ritu de Dios en nuestro medio. Son comunidades de mucha oración,
comunidades de intercesión, comunidades en las que no sorprende oír
de milagros, Los dones catalogados en 1ª Corintios 12 no parecen cosa
lejana, sino que son nuestra experiencia diaria. Las advertencias acerca
del uso indebido de ellos, contenidas en 1ª Corintios 14, se leen como
consejos prácticos y útiles para nuestra realidad, Y el «camino aun más
excelente» de 1ª Corintios 13 se desarrolla en ese mismo marco en el que
aparece en la epístola.
94 Jesús y la no violencia

También son comunidades de generosidad práctica y constante. Te-


ner todas las cosas en común no garantiza la desaparición del egoísmo.
Y sin embargo Dios sigue llamando a gente hoya integrar comunidades
en las que, como la primera iglesia en Jerusalén, los miembros tienen
todo en común. A la vez existen otras comunidades que también viven
claramente los principios de generosidad y amor justo y sacrificial sin
estar organizadas de esta manera. Sin tener todo en común viven
ejemplar y visiblemente esa justicia social y económica que trae la paz
deseada por Dios desde un principio. Y sin embargo Dios sigue llamando
a algunos para que además pongan todas sus posesiones en común.

¿Por qué? Posiblemente Dios les inspira a esto con el fin de no per-
mitir que la iglesia olvide su llamado a ser comunidad y a vivir en justicia
y armonía su abandono de la violencia en todas sus formas. Posiblemen-
te es que, mientras existan estas comunidades, la mitologización del
cristianismo no puede seguir su curso sin impedimento hasta sus conse-
cuencias finales en la legitimación de un orden social egoísta.

De todos modos lo importante no es el método o la estructura. Lo


importante es que traspasemos más allá de las palabras y las teorías
«correctas», para llegar como iglesia a una conducta que refleje la volun-
tad de Dios para su pueblo de paz.

Pero esta paz que vivimos a nivel social y económico es más que la
paz incompleta de Israel premonárquico. Es la paz informada por la
indefensión de Jesús, el ejemplo del Cordero al que hemos recibido el
mandamiento de imitar. La eliminación de la violencia en sus aspectos
socioeconómicos ha culminado en Jesús en el abandono voluntario de
toda violencia. Para el que es capaz de recibido, las profecías se han
cumplido: Para nosotros ya han cesado las guerras, en el sentido de que
ya no las peleamos más. Nosotros ya no nos adiestramos para la guerra;
hemos convertido nuestras espadas en azadones y nuestras lanzas en
podadoras. No necesitamos la protección de un arsenal nuclear, porque
confiamos en el poder del Espíritu.

No necesitamos alianzas militares, porque el Señor de los Ejércitos es


nuestro Dios. Y él nos defenderá si entra en sus propósitos la defensa
de nuestra vida y comodidad terrenal. Y si no… también es poderoso
para resucitamos, conforme a sus promesas.
Un pueblo de paz 95

Sí. Dios está levantando hoy un pueblo de paz. Dios está formando
comunidades de reconciliación. En ellas estamos viviendo una reconci-
liación auténtica con Dios que es inseparable de la reconciliación con el
prójimo, como ya lo dijo Jesús. Tienen éstas el ministerio profético de
anunciar al resto de la iglesia que sus orígenes revolucionarios y revolu-
cionariamente indefensos siguen en vigencia hoy. Que no son un sueño
de utopistas, sino la realidad concreta y cotidiana que algunos vivimos
en esta tierra imperfecta.

Ni siquiera hace falta idealizar estas comunidades, romantizarlas co-


mo algún paraíso terrenal carente de conflictos y problemas. Cualquier
lectura honesta del Nuevo Testamento, por superficial que fuese, re-
velará la presencia constante de conflictos y problemas en la Iglesia de
las primeras décadas posteriores a Jesús. Estas comunidades de hoy no
son menos, pero tampoco son más que aquéllas. Precisamente allí está
su poder. En que frente a los conflictos, la competitividad y los proble-
mas relacionales que los hombres y las mujeres siempre hemos de vivir,
hemos hallado en Jesús, en el Cordero victorioso, el secreto de la recon-
ciliación.

Y es por eso que osamos invitar al mundo: ¡Seguid al Cordero!


Dionisio Byler

Los genocidios
en la Biblia
Reflexiones sobre
la violencia y la no violencia
en la historia del pueblo de Dios

Biblioteca Menno
Para mi hija Rebeca, cuyo segundo nombre, Irene,
expresa el profundo anhelo de mi corazón:
Que el mundo conozca la paz que es posible en Cristo.

© 1997, 2010 Dionisio Byler


Los genocidios en la Biblia 99

Índice

Presentación 101

Aclaraciones 105

¿Cómo se entienden los genocidios en la Biblia? 107

Jesús y la no violencia 125

La objeción de conciencia en la Iglesia Primitiva 141

Paz: ¿Arma de división en el cristianismo? 159

Cuatrocientos años de objeción de conciencia:


Perspectivas de futuro 193
Presentación

L OS MIEMBROS DE LA Comunidad Cristiana del Camino de Vida


(una de las varias iglesias evangélicas de Valladolid),
creemos que vivimos en el tiempo en que Dios está abriendo las puertas
de instituciones y sectores de la sociedad española tradicionalmente
cerrados al evangelio y que, por lo tanto, es el tiempo de entrar y tomar
posesión. Por eso no hemos querido dejar pasar la oportunidad de
estar presentes en la Universidad de Valladolid, ámbito en que muchos
de nosotros dimos nuestros primeros pasos de obediencia al Señor, la
cual se nos brindaba por el Acuerdo de Cooperación del Estado con la
FEREDE aprobado por la LEY 24/1992, de 10 de noviembre. El apartado 5
de su artículo 10 dice literalmente: «Las Iglesias pertenecientes a la
Federación de Entidades Religiosas Evangélicas podrán, de acuerdo con
las autoridades académicas, organizar cursos de enseñanza religiosa en
los centros universitarios públicos, pudiendo utilizar los locales y medios
de los mismos».

Iniciamos los trámites en octubre de 1994 por medio de una entre-


vista con la Vicerrectora de Alumnos a quien tuvimos que informar de
quiénes éramos, de qué queríamos y de cuáles eran las bases sobre las
que fundamentábamos nuestras pretensiones. Teníamos ya amplia ex-
periencia en tratar con el desconocimiento que la mayor parte de
nuestros administradores tienen de nosotros y de nuestras cosas y ello,
unido a la buena disposición personal de nuestra interlocutora, ayudó a
que todo quedara dispuesto para el inicio de los primeros «cursos de
enseñanza religiosa (evangélica) en los centros universitarios públicos»
que se impartirían en España.

Junto a la solicitud del «Aula de Teología» presentamos el programa


para el año académico 94/95 consistente en tres cursos y una tutoría: un
102 Los genocidios en la Biblia

curso sobre el Evangelio de Juan y otro sobre los Evangelios Sinópticos


a impartir por un servidor, y un tercero sobre la Reforma y su influencia
en el pensamiento occidental a cargo de Ana Ruiz Sánchez (Ani); la tu-
toría de alumnos, pensada especialmente como un servicio de acogida a
estudiantes extranjeros, la atenderíamos entre los dos. De esta forma
ocuparíamos el aula cuatro días a la semana durante una hora con una
oferta seria y acorde con el ámbito en que se desarrollaría, siendo los
responsables de los cursos titulados universitarios y también
acreditados como profesores de Enseñanza Religiosa Evangélica por la
FEREDE.

La respuesta fue la concesión del Seminario nº5 de la Facultad de Me-


dicina por considerarse que «El Aula de Teología es un derecho de la
Iglesia Católica que se remonta a más de treinta años…». No descarta-
mos la esperanza de que a la vuelta de los próximos treinta años se
pueda decir lo mismo del «Aula de la Biblia» que así la queremos deno-
minar, en relación con las iglesias evangélicas.

Al evaluar la experiencia para presentar nuestra primera memoria,


fuimos conscientes de que no habíamos tenido éxito en cuanto al nú-
mero de participantes ni tampoco en cuanto a lograr la participación de
las demás iglesias evangélicas de la ciudad. En cuanto a lo primero ten-
dríamos que buscar temas más acordes con las inquietudes de los
universitarios y, seguramente, esperar tiempos mejores. En cuanto a lo
segundo simplemente esperar. Pero todo ello sin abandonar el proyec-
to. Todos nosotros seguíamos animados a continuar y en octubre de
1995 volvimos a la carga.

¿Qué temas inquietan hoy a los jóvenes españoles? ¿Alguien lo sabe?


Nosotros no lo sabíamos. Sin embargo, como miembros del «Comité
Local de la Campaña Europea de la Juventud contra el Racismo, la
Xenofobia, el Antisemitismo y la Intolerancia», no ignorábamos que el
pacifismo y la objeción de conciencia eran temas de moda.

Ani (¡qué bueno es tener hermanos en la iglesia dispuestos a servir al


Señor con sus dones, sus capacidades… y su tiempo!) estaba convenci-
da de que los cristianos evangélicos tenemos mucho que decir sobre la
paz. El mundo se arroga a menudo la originalidad de valores que son
genuinamente cristianos mientras los auténticos cristianos guardamos
silencio. El Evangelio es mensaje de paz y sus seguidores hemos sido
Presentación 103

comisionados a extenderlo y a ser nosotros mismo pacificadores. ¿No


podía ser éste un tema interesante y atractivo? ¿No era Dionisio Byler la
persona más idónea para presentarlo? Por supuesto que sí: pastor
menonita, objetor de conciencia, autor de libros como Making War and
Making Peace y Jesús y la no violencia entre otros, y con domicilio en Bur-
gos pero dispuesto a viajar a Valladolid por amor a Dios, a nosotros y a
su ministerio de enseñanza.

Por cuestiones de espacio se nos trasladó a la Casa del Estudiante y


se nos permitió disponer del Aula de Conferencias únicamente en mar-
tes alternativos de 7 a 9 de la tarde. Esto nos obligó a rediseñar la
programación para el año académico 95/96 que dio como resultado el
ciclo de conferencias «Perspectivas de Paz» que ahora tienes en tus ma-
nos en forma de libro. La última de ellas se dictó precisamente el 30 de
enero, día muy relacionado con el tema de la paz.

Completamos la programación con un ciclo sobre «Cultura Religiosa:


Protestantismo y Educación» a cargo de Luis José Badiola, profesor de
ERE y vocal del Departamento de Investigación Pedagógica de la Conse-
jería de Enseñanza de la FEREDE, y otro ciclo sobre «El Desarrollo de la
Libertad Religiosa en España» a cargo de los letrados Fco. Javier García
Aguilera y Francisco Hernández Sahagún (¡qué bueno es tener herma-
nos…!).

Pudimos anunciar cada conferencia en la revista universitaria «Al


Loro», la cual llega a todas las facultades en grandes cantidades y hace
llegar sus anuncios al Consejo de la Juventud, al periódico de mayor
tirada de la región y a varias emisoras de radio. Por esa razón cada
semana hemos tenido alguna persona nueva que se ha acercado a
escuchar y que han podido obtener una copia de la conferencia. Parece
que tampoco este año podremos hablar de éxito en cuanto al número
de asistentes, pero todos ellos han sido impresionados favorablemente.
Y es que, efectivamente, los cristianos evangélicos tenemos mucho que
decir sobre la paz. Ahora mismo tú, lector, tienes delante de ti una
muestra de ello. Debes leerlo concienzudamente porque concienzuda-
mente ha sido elaborado por el autor. Si no tuviste el privilegio de oírlo
de su boca ahora puedes tener el placer de leerlo con tranquilidad.
Espero que te sea de bendición como lo es para mí.
104 Los genocidios en la Biblia

Una cosa final: si estuviera en tu mano hacer algo por la creación de


un «Aula de la Biblia» en alguna Universidad, ¡hazlo! Porque los cristia-
nos evangélicos tenemos mucho que decir sobre la paz y sobre muchas
otras cosas… ¡También en la Universidad!.

Luis Alberto Bores Calle


Aclaraciones

A UNQUE ESTAS CONFERENCIAS fueron dictadas en un contexto uni-


versitario, no son el producto de investigación original sino el
resultado de reflexión personal, fruto de muchos años de pensar y escri-
bir sobre estos temas. Mis esfuerzos anteriores en esta línea se pueden
hallar en Making War and Making Peace (Scottdale: Herald, 1989), y Jesús
y la no violencia, (Terrassa: CLIE y Bogotá: CLARA, 1993). Muy en parti-
cular, la quinta conferencia —cuarto capítulo aquí— recoge lo esencial
de Making War and Making Peace, cuya traducción al español no
considero necesaria.

Este carácter de reflexión personal más que investigación original,


debe tenerse en cuenta muy especialmente respecto a la tercera confe-
rencia, para la que me baso principalmente en la investigación realizada
por Jean-Michel Hornus, It Is Not Lawful For Me To Fight: Early Christian
Attitudes Toward War, Violence, and the State (Scottdale: Herald, 1980).

En el mismo sentido, debo aclarar que no he leído de primera mano


los libros más representativos del pensamiento de René Girard, algunas
de cuyas ideas inspiran mis reflexiones personales recogidas en la se-
gunda conferencia. Dichas reflexiones se basan en Semeia 33: René
Girard And Biblical Studies (Decatur: Scholars Press, 1985). Girard no es
teólogo; que yo sepa ni siquiera es cristiano. De manera que mis refle-
xiones en torno a algunas de sus ideas no deben tomarse como una
recomendación sin reservas de su pensamiento.

He conservado aquí el texto que leí en voz alta a modo de conferen-


cias, lo cual explica la ausencia de las citas bibliográficas que de otra
manera acaso serían de rigor. Ya que casi toda la bibliografía que utilicé
en la preparación de estas conferencias está en inglés, no me ha pareci-
106 Los genocidios en la Biblia

do útil citarla directamente ni añadir notas a pie de página, de las que


muy pocos lectores iban a poder sacar provecho.

He conservado también los títulos que sugirió Ana Ruiz para cada
una de las conferencias. Ani tenía opiniones bastante claras sobre qué
títulos podían atraer a estudiantes universitarios sin otra motivación
para asistir a un «aula evangélica» que el anuncio del tema en los me-
dios divulgativos de la universidad. Sólo en la tercera conferencia no
respeté el título que se anunció; y esto debido a una confusión por mi
parte.

Quien acaso se fije en las fechas que figuran para cada conferencia,
notará que el orden en el que aquí aparecen es distinto al de su presen-
tación original. Hemos pensado que la conferencia sobre la experiencia
de objeción de conciencia en los últimos siglos debía figurar al final.
Damos así a la serie un orden cronológico al reflexionar sobre las pers-
pectivas de paz que ofrece el evangelio en: (1) el Antiguo Testamento,
(2) el Nuevo Testamento, (3) la iglesia primitiva, (4) los últimos dieciséis
siglos, (5) la historia de una iglesia evangélica pacifista.
¿Cómo se entienden
los genocidios en la Biblia?
28 NOVIEMBRE 1995

C ORRÍA EL SIGLO II DE NUESTRA ERA. Desde sus comienzos cien años


antes, la iglesia cristiana había confesado con orgullo sus raí-
ces judías. El Nuevo Testamento está lleno de citas del Antiguo, y las
emplea precisamente para dar fe de que el camino de Jesús es compa-
tible con la antigua revelación divina de los hebreos.

Hacia el año 144 un tal Marción, hijo de un obispo cristiano en la


región de Ponto, se trasladó a Roma. Allí se hizo tan popular en la
iglesia, que algunos llegaron a considerarle un buen candidato para
obispo. Sin embargo fueron muchos más los que opinaron que sus doc-
trinas no coincidían con lo que se recordaba de la enseñanza de los
apóstoles. Ante esta oposición, Marción rompió con los hermanos de
Roma y empezó su propio movimiento, de talante antisemita. La secta
marcionita duró varios siglos.

Como muchos de los mejores filósofos de su época, Marción estaba


convencido que el mundo material es malo precisamente por ser mate-
rial. Sólo los espíritus, por incorpóreos, inmateriales e incorruptibles,
pueden ser buenos.

Según Marción, existe un Dios Supremo, el Dios y Padre de Jesús.


Este Dios es Espíritu, Verdad, Amor y Bondad. Pero este Dios no puede
ser el Jehová del Antiguo Testamento. Ya que el mundo material es
malo por definición, cualquier dios que hubiera tenido el desatino de
crearlo tenía que ser ignorante o malintencionado. El Dios Supremo
había querido un mundo espiritual pero Jehová, sea por tonto sea por
maldad, había creado un mundo carnal.
108 Los genocidios en la Biblia

Marción creía confirmada su teoría de la inferioridad de Jehová, al


leer en el Antiguo Testamento acerca de las masacres, los genocidios,
las guerras y «limpiezas étnicas» que se atribuyen a su inspiración.
¿Podía acaso haber dios más bajo y despreciable que ese Jehová venga-
tivo, celoso, legalista y resentido del que habla el Antiguo Testamento?

En el Antiguo Testamento veía Marción un dios racista, que elije a los


judíos y se desentiende del grueso de la humanidad. Veía un dios mal-
humorado, que está siempre espiando a los humanos para echarles
luego en cara sus pecados con castigos desproporcionados. Pero ahora
Jesús nos ha revelado al verdadero Dios Supremo, un Dios eterno y
espiritual que nos habla de amor y perdón, no de castigo y venganza.

La iglesia superó el reto del marcionismo. El recuerdo de la enseñan-


za apostólica permanecía fresco, vivo y vital en el pensamiento de la
mayoría de los líderes. Es posible que los más ancianos hubieran escu-
chado el evangelio de boca de los mismísimos apóstoles. Algunos após-
toles acababan de morir sólo unas décadas antes de que empezara a
predicar Marción.

Así el pensamiento cristiano reiteró de una vez por todas que el Dios
y Padre de Jesucristo no es otro que Jehová, creador del universo y de
todo lo que en él hay. No hay otro Dios. Luego el mundo material no es
malo en sí mismo. Fue declarado bueno por Dios en el acto de la
creación. La muerte y la corrupción existen por la rebeldía del ser
humano. No es porque lo material sea moralmente inferior a lo incor-
póreo. Por último, es cierto que Jesús nos revela el amor, la gracia, y la
misericordia de Dios. Pero esta no es una revelación absolutamente no-
vedosa. El Jehová del Antiguo Testamento también entiende de amor,
de gracia y de misericordia.

Sin embargo halla eco en muchos pensadores posteriores la inquie-


tud que suscitó en Marción la lectura de las atrocidades cometidas en el
Antiguo Testamento en el nombre de Jehová. Aunque Marción fue
rechazado como el hereje que fue, por lo menos tuvo una virtud: En
una era cuando casi todos leían el Antiguo Testamento como una
enorme colección de historias alegóricas con un velado sentido espiri-
tual, Marción por lo menos pudo ver que muchas de esas historias son
espantosas, están llenas de crueldad y de violencia inexcusable. A no
ser que hoy también queramos entenderlo todo como alegoría inocen-
¿Cómo se entienden los genocidios en la Biblia? 109

te, tendremos que enfrentarnos honestamente con esa crueldad y vio-


lencia. La pregunta suscitada por Marción sigue en pie: ¿Cómo es Dios
de verdad?

Observemos el problema desde una anécdota concreta. La que nos


narra el libro de Jueces, capítulos 11 y 12:

Los galaaditas habitan pacíficamente en su tierra desde hace varias


generaciones, después de haber conquistado la tierra por intervención
divina. Ahora hay una reacción de los amonitas, antiguos señores de
estas tierras. Se sienten lo bastante fuertes militarmente como para
insistir en sus derechos feudales antiguos.

Los hebreos libres de Galaad no están dispuestos a ceder ante estas


pretensiones del rey de Amón. Pero campesinos pacíficos que son, no
encuentran entre sí quién pueda organizar la defensa ante el ataque
militar inminente. Recurren entonces a Jefté, que como cabecilla de
una panda de bandoleros, piensan ellos, seguramente entiende de
armas y combates. Jefté consiente en defender a los campesinos gala-
aditas. Pone, eso sí, una condición. Por lo visto está cansado de su vida
de forajido. Ahora pretende ser el gobernador de la provincia. Los
buenos galaaditas se encuentran en tales apuros ante el ataque inmi-
nente de los amonitas, que se muestran de acuerdo con todas las exi-
gencias de Jefté.

En este momento hay un intento de evitar la guerra mediante las


negociaciones diplomáticas. Sin embargo cada parte se siente pose-
edora de la verdad. Ante la intransigencia, como es natural, se rompe el
diálogo.

Hasta ahora Dios no figura para nada. Pero en este momento por fin
interviene. Dice la Biblia que al romperse las negociaciones, «el Espíritu
de Jehová vino sobre Jefté».

¿Consecuencias de estar lleno del Espíritu de Jehová?

Jefté ataca a los amonitas. Lleno del Espíritu, le ofrece un trato a


Dios. «Sí me das la victoria, te quemaré sobre un altar al primero que
salga a recibirme cuando vuelva a casa». Dios por lo visto acepta el
trato, ya que le concede la victoria. Es así como Jefté acaba asesinando
a su propia hija sobre el altar, y quema su cadáver en homenaje a Dios.
110 Los genocidios en la Biblia

La chica había salido danzando a recibir a Papá, feliz de verle sano y


salvo después de la batalla. Es de suponer que ella no se había enterado
de que ahora Papá estaba lleno del Espíritu de Jehová.

Si se tiene en cuenta su pasado como bandolero, cabe imaginar que


de la derrota de los amonitas Jefté ha sacado pingües beneficios. Se
enteran de los hechos los vecinos de la tribu de Efraín. Como no se les
invitó al asalto, tampoco pueden participar del botín. Esto no les hace
ninguna gracia. Una cosa conduce a otra y Jefté, presumiblemente aún
lleno del Espíritu de Jehová, se ve envuelto en una guerra civil contra la
tribu de Efraín. Jefté y su banda de forajidos galaaditas no se molestan
en tomar prisioneros. Efrateo que cogen, efrateo que degüellan. La
friolera de 42.000. Algo al estilo de las matanzas tribales en Ruanda.
Jefté, lleno del Espíritu de Jehová, actúa como Radovan Karadzic o el
General Mladovic en Bosnia.

Sin embargo, por difícil que sea comprender la conducta de Jefté,


hay casos peores. Veamos por ejemplo el episodio que le costó a Saúl el
trono. Leo de los capítulos 15 y 16 del primer libro de Samuel.

Samuel dijo a Saúl: —Jehová me envió a que te ungiese por rey


sobre su pueblo Israel; ahora, pues, está atento a las palabras de
Jehová. Así ha dicho Jehová de los ejércitos: . Vé, pues, y hiere a
Amalec, y destruye todo lo que tiene, y no te apiades de él; mata a
hombres, mujeres, niños, y aun los de pecho, vacas, ovejas, camellos
y asnos.

Saúl, pues, convocó al pueblo y les pasó revista en Telaim, dos-


cientos mil de a pie, y diez mil hombres de Judá. Y viniendo Saúl a la
ciudad de Amalec, puso emboscada en el valle. […] Y Saúl derrotó a
los amalecitas desde Havila hasta llegar al Shur, que está al oriente
de Egipto. Y tomó vivo a Agag rey de Amalec, pero a todo el pueblo
mató a filo de espada. Y Saúl y el pueblo perdonaron a Agag, y a lo
mejor de las ovejas y del ganado mayor, de los animales engordados,
de los carneros y de todo lo bueno, y no lo quisieron destruir; mas
todo lo que era vil y despreciable destruyeron.

Y vino palabra de Jehová a Samuel, diciendo: —Me pesa haber


puesto por rey a Saúl, porque se ha vuelto de en pos de mí, y no ha
cumplido mis palabras.
¿Cómo se entienden los genocidios en la Biblia? 111

Y se apesadumbró Samuel, y clamó a Jehová toda aquella noche.


[…] Vino, pues, Samuel a Saúl.

Y Saúl le dijo: —Bendito seas tú de Jehová; yo he cumplido la pa-


labra de Jehová.

Samuel entonces dijo: —¿Pues qué balido de ovejas y bramido de


vacas es este que yo oigo con mis oídos?

Y Saúl respondió: —De Amalec los han traído; porque el pueblo


perdonó lo mejor de las ovejas y de las vacas, para sacrificarlas a
Jehová tu Dios, pero lo demás lo destruimos.

Entonces dijo Samuel: —Déjame declararte lo que Jehová me ha


dicho esta noche.

Y él le respondió: —Di.

Y dijo Samuel: —Aunque eras pequeño en tus propios ojos, ¿no


has sido hecho jefe de las tribus de Israel, y Jehová te ha ungido por
rey sobre Israel? Y Jehová te envió en misión y dijo: «Ve, destruye a
los pecadores de Amalec, y hazles guerra hasta que los acabes».
¿Por qué, pues, no has oído la voz de Jehová, sino que vuelto al botín
has hecho lo malo ante los ojos de Jehová?

Y Saúl respondió a Samuel: —Antes bien he obedecido la voz de


Jehová, y fui a la misión que Jehová me envió, y he traído a Agag rey
de Amalec, y he destruido a los amalecitas. Mas el pueblo tomó del
botín ovejas y vacas, las primicias del anatema, para ofrecer sacrifi-
cios a Jehová tu Dios en Gilgal.

Y Samuel dijo: —¿Se complace Jehová tanto en los holocaustos y


víctimas, como en que se obedezcan las palabras de Jehová? Cierta-
mente el obedecer es mejor que los sacrificios, y el prestar atención
que la grosura de los carneros. Porque como pecado de adivinación
es la rebelión, y como ídolos e idolatría la obstinación. Por cuanto tú
desechaste la palabra de Jehová, él también te ha desechado para
que no seas rey.

[…]
112 Los genocidios en la Biblia

Y él dijo: —Yo he pecado; pero te ruego que me honres delante


de los ancianos de mi pueblo y delante de Israel, y vuelvas conmigo
para que adore a Jehová tu Dios.

Y volvió Samuel tras Saúl, y adoró Saúl a Jehová.

Después dijo Samuel: —Traedme a Agag rey de Amalec.

Y Agag vino a él alegremente. Y dijo Agag: —Ciertamente ya


pasó la amargura de la muerte.

Y Samuel dijo: —Como tu espada dejó a las mujeres sin hijos, así
tu madre será sin hijo entre las mujeres.

Entonces Samuel cortó en pedazos a Agag delante de Jehová en


Gilgal. Se fue luego Samuel a Ramá, y Saúl subió a su casa en Gabaa
de Saúl. Y nunca después vio Samuel a Saúl en toda su vida; y Sa-
muel lloraba a Saúl; y Jehová se arrepentía de haber puesto a Saúl
por rey sobre Israel.

Dijo Jehová a Samuel: —¿Hasta cuándo llorarás a Saúl, habién-


dolo yo desechado para que no reine sobre Israel? Llena tu cuerno
de aceite, y ven, te enviaré a Isaí de Belén, porque de sus hijos me he
provisto de rey.

[…]

El Espíritu de Jehová se apartó de Saúl y le atormentaba un espíri-


tu malo de parte de Jehová. Y los criados de Saúl le dijeron: —He
aquí ahora, un espíritu malo de parte de Dios te atormenta.

Apuntemos brevemente cuatro observaciones respecto a esta narra-


ción.

Primero, el genocidio contra la etnia de Amalec nace de un manda-


miento de Dios. Es, sí, una venganza sobre Amalec por haber luchado
contra los hebreos dos siglos antes. Pero no son los hebreos los que
desean vengarse. Si acaso alguno de ellos recordaba el asunto, sería
con el orgullo de los vencedores. Pero ahora, de repente y sin explica-
ciones, Dios manda que se ejecute esta venganza sobre los descendien-
tes desprevenidos, de quienes dos siglos antes ya habían sido derrota-
dos.
¿Cómo se entienden los genocidios en la Biblia? 113

Segundo, el genocidio se lleva a cabo con escalofriante crueldad y


fanatismo. Hombres y mujeres, niños y niños de pecho, ¡todos!, toda la
etnia, todos son asesinados por los hebreos en su espantosa y despiada-
da obediencia al mandamiento divino. Sólo un hombre es llevado
cautivo, Agag el rey. No sabemos con qué intenciones Saúl se lo lleva
vivo después de asesinar fríamente a todo su ejército, a toda su corte,
su familia y descendencia. Y, eso sí, lo mejor del ganado ha sido conser-
vado provisionalmente, destinado a morir sobre el altar. El ejército se
había propuesto culminar el genocidio con una gran ceremonia de culto
al dios que lo inspiró.

Tercero, como única respuesta divina ante tamaño fanatismo reli-


gioso por parte de Saúl y su ejército, se oyen palabras terribles de recha-
zo y ruptura incondicional y eternas. No cuentan los hombres y muje-
res, los niños y niños de pecho que con tanta brutalidad sí fueron exter-
minados. Lo que fastidia tan terriblemente a Jehová, lo que nunca
Jehová podrá perdonar, es que haya habido un sobreviviente. ¡Uno!
Porque al haber dejado con vida a ese uno, se comprueba por lo visto
que Saúl es un perverso que se guía por sentimentalismo humano más
que por la obediencia incondicional a la palabra de Dios. Observen con
qué saña Samuel mata a Agag, el único sobreviviente. Dice nuestro
texto que le descuartizó. No bastaba con clavarle una espada o decapi-
tarle. No. El profeta golpea una y otra vez, aun cuando el cuerpo ya
está claramente exánime, separando brazos, piernas, vísceras, descuar-
tizando con frenesí. Demostrando así, en cuanto profeta de Jehová, el
disgusto terrible de Jehová por el hecho de que alguien hubiera sobrevi-
vido la masacre.

Y cuarto, como muestra final de su enojo terrible y divino, Dios no


sólo rechaza a Saúl como rey, considerándole indigno de guiar a su raza
elegida, sino que le condena a largos años de tormento y locura. Desde
ahora en adelante Saúl ha de enfrentarse, él solo, con el demonio que le
consume desde dentro y le priva de la cordura y el raciocinio. El demo-
nio para el que no hay remedio, del que no hay dios que le libre, ya que
Jehová mismo es quien se lo ha metido.

Si ya es espantosa esta historia, más espantosos son aquellos pá-


rrafos que hallamos en distintos puntos de la Biblia, que constituyen
una apología del genocidio. Es como los fenómenos de xenofobia
asesina que vivimos en nuestra sociedad actual. Si tan sólo fueran crí-
114 Los genocidios en la Biblia

menes aislados, producto de mentes trastornadas, ya serían terribles de


sobra. Pero lo que de verdad resulta siniestro y espantoso es que exis-
tan grupos que responden a una ideología nazi, que defienden con frial-
dad una filosofía con que justifican sus crímenes. Y nos damos cuenta
que con meter a algunos individuos en la cárcel no se logra nada. Que
hay todo un tramado intelectual que convertirá en héroes a los asesinos
y en mártires a los que sean castigados.

Y es precisamente esa siniestralidad la que encontramos en el Anti-


guo Testamento respecto al genocidio. La siniestralidad de un progra-
ma ideológico que predica el genocidio y lo alaba como obediencia a
Dios.

Hallamos lo siguiente por ejemplo en el capítulo 20 de Deuterono-


mio:

Comerás del botín de tus enemigos, que el Señor tu Dios te ha da-


do. Así harás a todas las ciudades que están muy lejos de ti, que no
sean de las ciudades de estas naciones cercanas. Pero en las
ciudades de estos pueblos que el Señor tu Dios te da en heredad, no
dejarás con vida nada que respire, sino que los destruirás por
completo: a los heteos, amorreos, cananeos, ferezeos, heveos y
jebuseos, tal como el Señor tu Dios te ha mandado.

Y bien: ¿Qué haremos con esto? Volvamos a la pregunta que nos


planteamos como tema para hoy: «¿Cómo se entienden los genocidios
en la Biblia?» A mi me interesa especialmente abordar esta cuestión
desde el tema que inspira este ciclo de conferencias-coloquio: «Pers-
pectivas de paz». ¿Qué perspectivas nos ofrece para la paz un libro
sagrado con estas características?

Abordémoslo por partes.

Primero, descartada la opción marcionita, hay que insistir en que el


Jehová del Antiguo Testamento no es otro que el Dios y Padre de Jesús
en el Nuevo. Según la doctrina cristiana, el Espíritu de Jehová del
Antiguo Testamento no puede ser otro que el Espíritu Santo del Nuevo.
En esta posición coinciden todas las confesiones cristianas, desde los
ortodoxos orientales, hasta católicos, protestantes y evangélicos occi-
dentales. La cuestión ya quedó zanjada de una vez por todas, como
hemos visto, a mediados del siglo II de nuestra era.
¿Cómo se entienden los genocidios en la Biblia? 115

En segundo lugar, la conducta que aparentemente inspira en Jefté,


en Samuel y en la Ley de Moisés este idéntico y único Espíritu Santo, es
extremadamente distinta a la conducta que el Nuevo Testamento nos
lleva a pensar que inspirará en los que seguimos a Cristo.

En cierta ocasión la gente de una aldea samaritana no quiso alojar a


Jesús, que se hallaba de paso por la comarca. Jacobo y Juan se indigna-
ron ante tamaña falta de respeto, y propusieron a Jesús que invocara
fuego del cielo que les consumiera. Pero Jesús les riñó: «Vosotros no
sabéis de qué espíritu sois». Evidentemente, en la opinión de Jesús, la
matanza que proponían era absolutamente incompatible con la
conducta que él entendía que inspira el Espíritu divino.

En nuestra próxima conferencia-coloquio vamos a abordar la en-


señanza no violenta de Jesús y del Nuevo Testamento en general. Me
perdonarán ustedes que no entre hoy a un análisis de los textos del
Nuevo Testamento, ya que según la división que me he propuesto del
material a exponer, prefiero quedarme hoy con las perspectivas de paz
que nos brinda el Antiguo Testamento. Entonces me limitaré a opinar,
sin defender esta opinión, que no hay nada en Jesús ni en los apóstoles,
que ni por lo más remoto podría interpretarse como aprobación de la
violencia, de la fuerza armada, ni de la guerra. ¡Ni qué hablar del
genocidio! Expreso esta opinión hoy y pienso defenderla, como he
dicho, en mi próxima conferencia.

Volviendo entonces al punto donde nos encontrábamos. Vimos que


Jesús acusó a sus discípulos de que «Vosotros no sabéis de qué espíritu
sois» cuando expresaron el deseo de invocar un fuego del cielo que
consumiera a sus enemigos. Vimos que con estas palabras Jesús da a
entender que el Espíritu divino de quién él sí sabe que es, no inspira
tales sentimientos. Que las ansias de venganza asesina no vienen inspi-
radas por el Espíritu Santo.

En tercer lugar, entonces, tenemos un problema. Hemos dicho que,


uno, la doctrina cristiana no admite que el Jehová del Antiguo
Testamento sea otro que el Dios Padre de Jesús en el Nuevo Testa-
mento. Y ahora hemos dicho que, dos, Jesús dice que el Espíritu Santo
no inspira sentimientos de venganza asesina. Y antes habíamos obser-
vado que en Samuel es precisamente Jehová el que presuntamente
116 Los genocidios en la Biblia

inspira el genocidio de Amalec. Entonces… ¡Entienden ustedes por qué


digo que tenemos un problema!

Planteadas así las cosas sólo veo dos posibilidades de solución.

Una, que Dios, sin dejar de ser el mismo, haya cambiado profunda-
mente entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Y dos, que los héroes
del Antiguo Testamento nos den una imagen distorsionada de Dios.

Podría caber sí una tercera solución, que sería la de considerar que


todo esto es un «rollo» que no hay quien lo trague, y desistir de buscar
una guía para la vida ética en la Biblia. Pero como cristiano evangélico
esa es una posibilidad que no estoy dispuesto a admitir. Otros sin duda
podrán ignorar la Biblia por considerarla anacrónica, supersticiosa e
inútil. Yo no puedo.

Sobre estas dos posibilidades de solución ensayaré cuatro respuestas


a la pregunta: «¿Cómo se entienden los genocidios en la Biblia?» Estos
cuatro ensayos de respuesta no son necesariamente compatibles entre
sí, y cubren un abanico desde una aceptación del sentido de estos
textos bíblicos como artículo de fe, hasta el cuestionamiento de que lo
que ponen sea cierto.

1. ¿Qué supondría admitir que Dios haya cambiado entre Testa-


mento y Testamento? La teología clásica nos dice que Dios es inmu-
table, que no puede cambiar. Pero no es eso lo que nos dice la Biblia
acerca de Dios. La Biblia nos cuenta de un Dios que se compromete a
un diálogo profundo con la humanidad que él ha creado a su imagen.
Que Dios toma decisiones de las que puede arrepentirse. Que Dios
rectifica sobre la marcha, al observar la reacción de los seres humanos
con quienes está en relación. De ahí la importancia de la oración: La
oración de los fieles influye de verdad en la voluntad divina. De ahí
también la importancia de la santidad y fidelidad a Dios en el día a día:
La conducta de la humanidad tiene consecuencias reales, buenas y
malas. El Dios de la Biblia no es inmutable. El Dios de la Biblia se inmu-
ta, ¡claro que sí! Se conmueve, llora, se goza, siente dolores como de
parto al ver el sufrimiento de sus hijos, ama profunda y sacrificialmente.

Suponiendo que Dios de verdad haya cambiado hasta tal punto que
aunque antes ordenaba genocidios vengativos ya es incapaz de ello, la
verdad es que el cambio le ha sentado bien. Me congratulo con toda la
¿Cómo se entienden los genocidios en la Biblia? 117

humanidad, de que Dios haya cambiado en dirección al perdón y la


tolerancia y no al revés, hacia la inspiración de genocidios y atrocidades
peores y más crueles que las anteriores.

He aquí, entonces, nuestro primer ensayo de respuesta acerca de qué


hacer con las guerras y los genocidios de la Biblia. La respuesta sería decir
claramente que Dios ya no es así. Que Dios ya no inspira tales cosas. Y
que se equivocaría con torpeza inexcusable quien se sirviera de las
narraciones sanguinarias y crueles del Antiguo Testamento para jus-
tificar conductas semejantes hoy día. Con los genocidios de la Biblia se
puede hacer cualquier cosa menos tomarlos como ejemplo a seguir.
Porque Dios ya no es así.

2. Una variante de esta posibilidad de cambio divino, sería suponer


que no fuera Dios mismo el que ha cambiado, sino tan sólo la conducta
que él requiere de la humanidad. Examinemos esta posibilidad: Dios
mismo no ha cambiado. Su naturaleza es la misma ahora que en tiem-
pos del Antiguo Testamento. Pero por el motivo que fuere, como
estrategia pasajera, en cierto momento histórico y con un pueblo en
particular, el hebreo, Dios inspiró aquellas conductas que Jesús luego
halló tan incompatibles con su naturaleza.

Norman Gottwald, que ha dedicado las últimas décadas a estudiar la


historia de Israel desde una perspectiva sociológica, ha escrito que en la
historia normal de la humanidad, la que sucede de verdad entre pue-
blos, tribus y naciones —que no en las leyendas y los mitos—, sólo
había una manera posible para que Israel existiese y sobreviviese y nos
dejara la documentación histórica que conforma el Antiguo Testamen-
to. Era necesario recurrir a la guerra y a ciertos episodios de genocidio
selectivo. Está muy bien eso de confiar ciegamente en la salvación de
Dios. Pero la fe en Dios, si no se hubiese visto acompañada de las accio-
nes bélicas exigidas por las circunstancias, sólo hubiera conducido a la
desaparición de la etnia hebrea, y por tanto también de su religión.

Siguiendo esa pista, podríamos decir que las circunstancias en que


nace Israel eran tan precarias, que fueron necesarias medidas extremas
para asegurar su supervivencia. La guerra, especialmente si genocida,
es siempre horrorosa y reprobable. Pero en este mundo sumido en el
pecado, sólo era posible el establecimiento de Israel en Canaán median-
te el derramamiento de sangre. Dios, que se había propuesto revelarse
118 Los genocidios en la Biblia

dentro de la historia humana, aceptó perfectamente las consecuencias


de esa decisión. Era obvio incluso para Dios que los cananeos no iban a
dejarle el país a Israel voluntariamente. La humanidad nunca se ha
comportado así. Entonces Dios se vale de los hebreos para castigar los
pecados de los cananeos, a la vez que para hacer posible el surgimiento
nacional de Israel.

Sin embargo las circunstancias históricas han cambiado dramáti-


camente. Ya en tiempos de Jesús la guerra y la violencia habían dejado
de ser necesarias para avanzar los propósitos históricos de Dios. Ahora
Dios ya podía revelarse como siempre había sido en el fondo: como un
Dios de amor, perdón, misericordia y paz. Dios se revelaba así definiti-
vamente, de una vez por todas, en Jesús de Nazaret y corregía así la
falsa impresión dejada por su adaptación de antaño a las exigencias
históricas particulares e irrepetibles del surgimiento de Israel en Cana-
án. Según la revelación de Dios en Jesús, Dios ya nunca más inspirará la
venganza genocida. Los seguidores de Jesús tomarán su cruz cada día y
sufrirán ellos mismos antes que hacer sufrir al prójimo.

He aquí entonces nuestro segundo ensayo de respuesta a la pregunta:


«¿Cómo se entienden los genocidios en la Biblia?» Se entienden como
una adaptación especial e irrepetible a las circunstancias históricas en
que nace Israel. Pero Dios ahora ha corregido la falsa impresión respec-
to a su naturaleza que aquellos genocidios podrían inspirar. En Jesús de
Nazaret nos da un nuevo mandamiento: amar a quien nos maltrata,
bendecir a quien nos maldice, devolver el bien por el mal. Los cristianos
somos el pueblo del nuevo pacto revelado por Jesús, y no podemos
conducirnos según las reglas del antiguo pacto, que ya ha quedado
superado. Con los genocidios de la Biblia se puede hacer cualquier cosa
menos tomarlos como ejemplo a seguir. Porque ahora, en Jesús, Dios
ha mandado amar.

3. Nuestro próximo ensayo de respuesta difiere poco de la que


acabamos de examinar, salvo que deriva de la segunda opción que
habíamos planteado. La posibilidad de que algunos pasajes del Antiguo
Testamento nos den una imagen distorsionada de la naturaleza de Dios.
Atención: no diríamos que la imagen de Dios que nos proporcionan
estas narraciones de genocidios sea falsa, sino distorsionada. Como dijo
el Apóstol Pablo en cierta ocasión, «Ahora vemos como en un espejo,
oscuramente». Los datos acerca de la verdadera naturaleza de Dios
¿Cómo se entienden los genocidios en la Biblia? 119

están todos allí, salvo que en desequilibrio y desorden, de tal manera


que es difícil hacerse una idea clara de la imagen reflejada. El problema
no está en el texto, sino en nuestra incapacidad para entender el texto
correctamente. Los datos correctos están todos ahí. Pero es como si
estuviesen en clave y ya se nos hubiera olvidado cómo descifrarlos.

El Dr. Millard Lind, mi profesor de Antiguo Testamento, ha escrito


una obra magistral que es una pena que no esté en castellano, cuyo
título, Jehová es un guerrero, viene de una frase del canto de los hebreos
cuando cruzaron el Mar Rojo. En este libro y otros escritos varios, Lind
defiende que ya en el Antiguo Testamento Dios está constantemente
intentando conducir a su Pueblo Israel a una comprensión de que ellos
no necesitan nunca recurrir a las armas, porque Jehová mismo luchará
por ellos. La única respuesta fiel, la única que de verdad ha captado el
mensaje del Antiguo Testamento, es la de esperar confiado en la salva-
ción de Dios, sin nunca rebajarse a luchar por sí mismos.

Como digo, es una obra magistral, en la que el Profesor Lind defiende


muy bien su tesis. Pero creo que cojea en un aspecto importante.
¿Cómo sabe Lind, y como sé yo, que el Antiguo Testamento tiene el
mismo mensaje de paz y no violencia que el Nuevo? En última instancia
no es por lo que pone el Antiguo Testamento mismo, sino por los con-
ceptos previos que Lind trae a su lectura del Antiguo Testamento. Y
esos conceptos previos derivan del Nuevo Testamento. Es porque Lind
es cristiano y a la vez pacifista convencido, que puede ver el mensaje de
paz y no violencia que contiene el Antiguo Testamento. Pero quien lee
el Antiguo Testamento sin ese convencimiento previo puede defender
—y de hecho así se suele defender— la lucha armada y el militarismo
como elemento natural en la vida de los cristianos.

Creo yo entonces que lo máximo que se puede decir a partir de un


estudio riguroso del Antiguo Testamento, es que es posible leerlo como
un documento que tiende hacia la paz y la no violencia. Pero creo
también que ese mensaje está tan distorsionado, tan velado; se halla
expresado con tanta confusión en medio de tantas aparentes contradic-
ciones en episodios particulares —como el que hemos visto de Samuel y
Saúl—; que el Antiguo Testamento de por sí sólo, nunca sería suficiente
para llegar a captar plenamente la naturaleza de Dios. Que siempre ha-
ce falta el Nuevo Testamento. Que la ética cristiana siempre tiene que
120 Los genocidios en la Biblia

tener sus raíces en el Nuevo Testamento y sólo a modo secundario pue-


de recurrir al Antiguo.

Ahora, eso sí, cuando se emplea lo aprendido en el Nuevo Testamen-


to como clave esencial para la lectura e interpretación del Antiguo
Testamento, es asombroso cómo se descubren en el Antiguo Testamen-
to críticas muy fuertes contra el militarismo, las carreras de armamentos
y los más insignes héroes militares.

Así sería, entonces un tercer ensayo de respuesta a la pregunta que nos


hacíamos: «¿Cómo se entienden los genocidios en la Biblia?» Se en-
tienden como relatos que distorsionan tan profundamente nuestro
concepto de Dios, que sin atrevernos a considerarlos falsos, sin em-
bargo admitimos que en la práctica nos resultan inútiles. La imagen de
Dios clara, pura, perfecta y sin distorsiones es Jesús el Hijo. En la Encar-
nación de Jesucristo, Dios se mostró a sí mismo tal cual de verdad es.
Sólo cuando hemos entendido que Dios es como Jesús es, podemos
volver —y además con muchísima cautela— a un relato como el de
Samuel y Saúl por ver si podemos repescar alguna cosa de interés. Pero
si en el acto de volver sobre aquel texto nos desviáramos un ápice del
concepto de Dios que aprendemos en Jesús de Nazaret, ya hemos
errado.

Con los genocidios de la Biblia se puede hacer cualquier cosa menos


tomarlos como ejemplo a seguir. Porque ahora, en Jesús, por fin hemos
visto a Dios tal cual de verdad es, perfectamente y sin la más mínima
distorsión. Entonces hemos de recurrir a interpretaciones novedosas,
inspiradas, espirituales y si hace falta alegóricas de los genocidios
bíblicos. Cualquier cosa menos entenderlos literalmente como conduc-
ta loable y digna de imitar.

4. Desde la perspectiva de esta segunda opción, la de la distorsión


de la que adolecería el Antiguo Testamento, podríamos ensayar una
cuarta respuesta. Sería la de decir que esa distorsión se debe sencilla-
mente a que los mismísimos autores del Antiguo Testamento no tenían
ideas del todo claras acerca de cómo es Dios. Que la revelación de Dios
que habían recibido era íntegra pero tan incompleta que en muchos
sentidos habría que tacharla de equivocada.

¿Sabe Jesús algo sobre la naturaleza de Dios que ignoraba Samuel?


¿Sabe Jesús algo que ignoraba el autor de Jueces al atribuir las acciones
¿Cómo se entienden los genocidios en la Biblia? 121

de Jefté a una presunta posesión por el Espíritu de Jehová? ¿Sabe Jesús


bastante más sobre el Espíritu Santo que el autor de las apologías
bíblicas del genocidio? Si aceptamos el concepto de la Trinidad, si
aceptamos que Jesús como Hijo comparte la esencia de la naturaleza
divina, no debería haber inconveniente en decir que sí. Que es lógico
suponer que Jesús, como integrante de la Trinidad, sabe mejor que
nadie cómo es Dios. Y que sería normal que otros se equivocaran por-
que al fin de cuentas, como humanos, nunca podían entender
perfectamente a Dios. Que el problema de distorsión en el Antiguo Tes-
tamento no es sólo el de las limitaciones de nuestra comprensión del
texto, sino que la distorsión viene ya dada por el texto mismo, cuyos
autores no podían ser infalibles porque eran tan sólo humanos.

Decir que Jesús sabe más que ellos y que por lo tanto ellos se
equivocaron en algunos particulares, no lleva consigo el rechazo del
Antiguo Testamento como Sagradas Escrituras. En mi opinión no equi-
vale a poner en duda su inspiración divina. Sencillamente es admitir que
si toda la revelación de Dios se hubiera hallado ya en forma perfecta e
inconfundible al escribirse el Antiguo Testamento, Jesús se podía haber
ahorrado el tema de la Encarnación. Es precisamente porque el Antiguo
Testamento aunque inspirado quedaba incompleto, y por incompleto a
veces incluso falso en su testimonio, que Jesús tuvo que venir.

Tenemos que poder decir con claridad que algunas cosas que se
atribuyeron al Espíritu de Jehová en el Antiguo Testamento, al com-
pararlas con el Espíritu Santo que reveló Jesús, ya son insostenibles. El
Espíritu de Cristo nunca pudo inspirar directamente una conducta como
la de Jefté. El Espíritu Santo nunca pudo inspirar un genocidio como el
cometido contra Amalec. Pudo sí, por qué no, permitir a Jefté, un hom-
bre violento con ideas tan paganas que hasta fue capaz del sacrificio
humano, salvar a Israel en un momento difícil. También escogió a Ciro,
emperador pagano de los persas, como «mesías» del regreso de los
judíos desterrados, según Isaías 45:1. Pero esto no supone que Dios
aprobara de la conducta de uno ni del otro. Sencillamente constata que
Dios es señor de la historia humana y se vale del que quiera valerse.

Ya que de todas maneras los hombres, por rebeldes contra Dios, van
a recurrir a homicidios, guerras y genocidios, corresponde a Dios encau-
zar esa violencia hacia buen fin. Si Dios existe y es bueno, el mal nunca
puede en última instancia salirse con la suya. Los horrores cometidos
122 Los genocidios en la Biblia

en rebelión contra Dios pueden y deben contribuir al avance de la


historia hacia su desenlace en Cristo. En el Apocalipsis leemos de una
bestia monstruosa que instigará la guerra y los sufrimientos que
conduzcan al establecimiento eterno del reino de Dios. Tal desenlace
no justifica a la bestia ni la hace menos monstruosa; sencillamente da fe
del poder soberano de Dios.

Según Pablo cuando profetizan los cristianos, la profecía debe some-


terse al juicio de la comunidad. Los profetas cristianos están llenos del
Espíritu Santo y además conocen ya la plenitud de la revelación divina
en Jesús. Y sin embargo pueden errar. Siempre cabe la posibilidad de
que en una profecía de inspiración divina se mezcle la mera intuición o
sentimientos humanos. Si esto es posible para hombres y mujeres que
conocen a Jesús y están llenos del Espíritu Santo, cuánto más tiene que
haber sido posible para Samuel, mil años antes de Cristo. De hecho yo
creo que aquello de juzgar la profecía tiene que seguir siendo posible
hoy. Los cristianos debemos ejercer nuestro discernimiento espiritual
como hombres y mujeres llenos del Espíritu Santo, y atrevernos a opinar
si existe una confirmación en nuestro propio espíritu respecto a las
palabras de Samuel, cuando él dijo que Dios quería el genocidio de Ama-
lec.

Esto no significa acusar de falso profeta a Samuel, ni descartar como


inservible al Antiguo Testamento. En la iglesia, cuando los hermanos no
confirman la palabra profética de un hermano, no pasa nada. Sencilla-
mente se efectúa la corrección pertinente y el hermano que ha profeti-
zado sigue en comunión y todo tan normal, salvo que esa palabra con-
creta se entiende como opinión personal, no como palabra de Dios.
Algo por el estilo diríamos entonces respecto a Samuel y el Antiguo
Testamento tocante al exterminio de los amalecitas. Se equivocaron en
ese particular. Pero no por equivocarse en un particular dejan de tener
validez en muchos otros particulares.

La Biblia misma se corrige a sí misma en este plan. Jeremías dice que


cuando Dios liberó a los hebreos de la esclavitud en Egipto, no les dijo ni
una palabra sobre el sacrificio de animales. ¿Qué hacer con el libro de
Levítico, entonces, que no hace más que repetir una y otra vez que
Jehová manda matar animales para poder perdonar los pecados? Y
bien: ¿qué hace la Iglesia con esos capítulos de Levítico? ¡Nada! Admiti-
¿Cómo se entienden los genocidios en la Biblia? 123

mos que Jeremías tenía razón. A nadie hoy día se le ocurre matar
corderos cada vez que desobedece a Dios.

Así sería entonces nuestro cuarto y último ensayo de respuesta. «¿Có-


mo se entienden los genocidios en la Biblia?» Se entienden como un
error humano. Se entienden como una aberración, una pavorosa in-
moralidad del todo injustificable. Se entienden con especial horror por
la abominación de haberse pretendido justificar en presuntos manda-
mientos divinos. Hay errores inocentes, con consecuencias cómicas. Y
hay errores cuyas consecuencias son tan trágicas que despiertan pavor
y angustia miles de años más tarde. Y los genocidios bíblicos se hallan
entre estos últimos.

Con los genocidios de la Biblia se puede hacer cualquier cosa menos


tomarlos como ejemplo a seguir. Son tan obviamente contrarios a la
voluntad de Dios que cualquier persona mínimamente espiritual se que-
da de piedra, horrorizado, al recordarlos.

Vemos entonces, y con esto concluyo, que las cuatro respuestas que
hemos ensayado a la pregunta que da lugar a esta conferencia, condu-
cen todas ellas a una misma conclusión:

Los genocidios de la Biblia se pueden entender —o no entender— co-


mo a cada cual le parezca. Pero nunca, en ningún caso, se los puede tomar
como ejemplo a seguir.
Jesús y la no violencia
12 DICIEMBRE 1995

C ADA VEZ QUE LOS ESTUDIOS de dibujos animados de Disney sacan


un nuevo largometraje, es noticia. La técnica de animación
de la casa es siempre de la más alta calidad y sus historias suelen combi-
nar un elevado dramatismo, con una sana lección acerca de la victoria
del bien sobre el mal. Disney tiene una visión del mundo a todas luces
positiva, dulce y romántica. Siempre y contra todo obstáculo prevalece-
rán el amor, la belleza, la dulzura, la nobleza y el heroísmo.

Mi tema hoy es Jesús y la no violencia, pero antes de abordarlo quie-


ro comentar la reacción que tuve al ver «El Rey león» con mi familia. Salí
del cine lleno de rabia y profunda tristeza. Una vez más Disney nos
daba su ya tan trillada apología de la violencia justificada. La apología
de la violencia que sigue como hilo conductor de su producción. Disfra-
zándola como entretenimiento infantil, Disney saca una y otra vez la
misma fórmula adoctrinadora sobre la necesidad de recurrir a la violen-
cia. Todo disfrute de la vida que no esté dispuesto a enfrentarse con la
necesidad de matar es irresponsabilidad. La actitud de «hakuna mata-
ta» está muy bien para poder reponerse de traumas infantiles, pero en
cierto momento hay que afrontar las responsabilidades de la vida, que
siempre pasan por la lucha y el homicidio.

Hay detalles de que siguen con asombrosa fidelidad la mitología de


la antigua Babilonia sobre los orígenes del mundo. En la película, el
mundo se halla bajo los efectos nefastos del mal. Un usurpador se ha
hecho con el trono. El desorden político halla eco en la mismísima
naturaleza, y el vergel de la primera escena da lugar a un sombrío
desierto, en el que ya no hay ni agua ni vida vegetal, ni justicia ni
ninguna virtud. El joven león por fin asume su responsabilidad y ataca al
responsable del mal. Lucha contra él, le vence y le manda al exilio. Pero
126 Los genocidios en la Biblia

incluso esta respuesta es inadecuada. Su tío, perversa encarnación de


las fuerzas del mal y del caos cósmico, tiene que morir. Y cuando muere
por fin caen las lluvias y se restablece el vergel. Una vez más reina el
orden y son posibles la felicidad y la fecundidad.

Hace pocos días mi hija menor veía el vídeo de «La Bella y la Bestia» y
me senté con ella a ver los últimos minutos. Observé que aquí el desen-
lace es exactamente el mismo. Como en la mitología babilónica, las
fuerzas del mal casi prevalecen. La batalla es terrible y el héroe lleva
todas las de perder. Pero al final se arma de fuerza sobrenatural y el
que muere es el malvado. Esa muerte hace posible el milagro; el caos
embrujado cede ante el amor, purificado por la sangre derramada.

O sea que las películas de Disney son profundamente religiosas.


Predican la religión más antigua de la que se tenga conocimiento históri-
co. La religión de Babilonia, que es también la religión de los griegos y
de los romanos. Es la religión de todas las civilizaciones, y por tanto es
hoy también la religión del mundo entero. Esta religión predica que la
violencia es parte indisoluble de la realidad cósmica en la que nos halla-
mos. La violencia es inevitable. La violencia perversa sólo puede ser
vencida por la violencia benigna. La única alternativa a la violencia justa,
esa violencia que es necesidad de Estado, esa violencia que viene
apoyada del dios que inspira el orden y la convivencia cívica —la única
alternativa a esa violencia justa— es el caos, la degeneración, la muerte
y la esterilidad.

Aprendemos esta religión desde nuestra más tierna infancia. In-


corporamos sus valores, los hacemos nuestros, mucho antes de que
hayamos aprendido a pensar críticamente. Puesto que la adoctrinación
al dogma de la violencia justa ya se ha completado antes de que seamos
capaces de pensar por cuenta propia acerca de la moralidad y la ética,
damos como un hecho incontrovertido la necesidad de emplear la
fuerza para vencer el mal. Es una realidad adoptada como dato previo a
cualquier reflexión ética, moral o religiosa. Sabemos que el mundo tris-
temente es así, y este conocimiento condiciona todo nuestro pensa-
miento posterior. Más adelante en la vida podemos asumir las formas
externas de cualquier convicción religiosa, desde la cristiana hasta el
ateísmo. Podemos adoptar la postura política que más nos convenza,
desde la extrema derecha hasta la extrema izquierda. Pero sea cual
fuere nuestra ideología, religión, política o clase social, nunca dudare-
Jesús y la no violencia 127

mos de la doctrina de la violencia justa. Los dioses de Babilonia no


suelen soltar prenda una vez que han ganado un adepto.

Mi primer impulso ante un tema como el que hoy nos ocupa, Jesús y
la no violencia, sería el de examinar detenidamente la enseñanza de
Jesús y explicar su sentido contrario a la violencia. De hecho, es lo que
les prometí en mi última conferencia y es lo que he hecho, entre otras
cosas, en mi libro que lleva este mismo título: Jesús y la no violencia.
Pero me doy cuenta que con volver sobre la enseñanza de Jesús no
adelantaríamos nada.

A fin de cuentas, todos ya sabemos que Jesús predicó la no violencia.

Cuando los que no son cristianos leen el evangelio, si hay una cosa
que siempre captan sin la más mínima dificultad, es que Jesús fue un
hombre pacífico, que enseñó a amar al prójimo, a devolver el bien por el
mal, a dejarle la otra mejilla a quien te golpea, incluso a tomar una cruz y
seguirle en el martirio indefenso. Esto despierta profunda admiración,
incluso en la persona que prefiera no adoptar la religión de Cristo.

Los cristianos también saben que Jesús fue así y que Jesús enseñó
estas cosas. Pero como ya hemos dicho, antes de conocer a Jesús ya
habían sido adoctrinados respecto a la necesidad cósmica de la violencia
justa. Entonces los cristianos se proclaman seguidores de Jesús, pero
no son capaces de abandonar los dioses de Babilonia. Utilizan todo tipo
de mecanismos, a veces subconscientes, otras veces racionales y
filosóficos, pero siempre con el mismo efecto: el de admirar y adorar a
Jesús, pero sin permitir que Jesús transforme su entendimiento de la
realidad. En el mejor de los casos, muchos cristianos son profundamen-
te transformados en su carácter y conducta; llegan a ser mansos, humil-
des y pacíficos como Jesús… y sin embargo no dejan de mantener
como idea fundamental sobre la naturaleza del cosmos, que siempre
existirán situaciones en las que sólo puede prevalecer el bien sobre el
mal si se recurre a la violencia y el homicidio.

Tal es así, que para la inmensa mayoría de los cristianos la doctrina


más fundamental, la primera y más elemental de toda la enseñanza
cristiana, es la que establece el principio de la pena de muerte. Según
esta doctrina el orden cósmico sólo puede establecerse con el homici-
dio. Dios nunca perdona, sino que debe ser aplacada su ira homicida
mediante la muerte de toda la humanidad. La rebeldía humana contra
128 Los genocidios en la Biblia

su divina soberanía sólo se puede enmendar con el derramamiento de


sangre humana. Entonces Dios recurre al parricidio, el ejemplo supremo
de violencia justificada, permitiendo el asesinato de su Hijo como ofren-
da voluntaria para hacer posible la paz entre sí mismo y la humanidad
pecadora. Este concepto de Dios es el polo opuesto del que tenía
Jesús. Nada tiene que ver con la imagen de Dios como un padre perdo-
nador que corre al encuentro de su hijo pródigo y le abraza sin darle
tiempo a pedir perdón. Y sin embargo la imagen de este Dios cuya ira
sólo puede ser aplacada con sangre humana es dogma prácticamente
universal entre los cristianos, porque coincide con la concepción babiló-
nica de la naturaleza violenta y homicida del orden cósmico.

Entonces, como decía, de nada valdría volver sobre los textos de los
evangelios en los que Jesús con tanta claridad predica un orden cósmi-
co basado en el amor más que en la ira divina, en el perdón más que en
la venganza homicida, y en la reconciliación en lugar de la violencia.
Esos textos nos los sabemos todos, cristianos, ateos y adeptos a otras
religiones. Y no hay nada en ellos que explicar; no hay nada en ellos que
no sea tan sencillo que se explica solo. Para entender la no violencia de
Jesús no hace falta explicar mejor lo que Jesús quiso decir, sino liberar-
nos de nuestra esclavitud primera al dogma de la violencia justa.

Hace diez o quince años un gran pensador francés, René Girard,


culminaba sus estudios de literatura y antropología de la religión, pro-
poniendo su teoría del chivo expiatorio como origen de todas las reli-
giones.

Según esta teoría, la realidad de la humanidad es siempre una de


conflictos y rivalidades, que vienen de que todos deseamos las mismas
cosas. Ninguna cosa tiene valor a no ser que alguien la desee. Pero en
cuanto alguien la desee, la posea y la valore, los demás también la
deseamos. Esta envidia primordial es tan fuerte que se puede volver
homicida con suma facilidad. Surge así la figura del chivo expiatorio
como solución a los conflictos y la envidia. Cuando la tensión generada
por el hecho de que todos deseamos la misma cosa se hace insosteni-
ble, todos desviamos nuestra atención del objeto deseado y la fijamos
en una persona de quien decidimos que es la culpa de nuestra insatis-
facción y falta de paz.
Jesús y la no violencia 129

Todo el grupo social desplaza entonces hacia esa persona la ira homi-
cida que nace de la envidia que no podemos confesarnos ni a nosotros
mismos. Nos ponemos de acuerdo en que esa persona es absolutamen-
te malvada y perversa y diabólica, sin ningún atenuante humanizante.
En lugar de atacarnos todos unos a otros en un caos envidioso que
destruiría nuestra coherencia como sociedad humana, descargamos en
esa persona nuestro furor homicida. Unidos en la complicidad contra
esa persona, hallamos la paz, el alivio del conflicto y de la tensión
insoportable para la convivencia. El sacrificio de la víctima elegida es
siempre eficaz. La sociedad nunca se equivoca en su selección de la
víctima. Porque siempre, sea quien sea la víctima, el resultado es paz,
orden, estabilidad y el restablecimiento de la convivencia.

Pero la dinámica de esta solución al conflicto humano es siempre


cíclica y reiterativa. Es cierto que funciona de maravillas: restablece la
paz y la convivencia, hace aliados de antiguos enemigos, tranquiliza las
conciencias y hace desaparecer conflictos y escrúpulos internos. Pero
no dura. Requiere de reiteración, de repetición. Es precisamente por-
que genera la paz, que el mecanismo del chivo expiatorio genera siem-
pre más violencia con el fin de generar más paz.

El mito más antiguo de toda la humanidad es entonces el que resu-


mió en una sola frase Caifás, el sumo sacerdote judío en tiempos de
Jesús: «Nos conviene que un hombre muera por el pueblo, y no que
toda la nación perezca». Es la idea de que el ser humano es sacrificable
en arras de la paz y el orden, sobre todo el orden. El bien de la socie-
dad se transforma en un valor absoluto y entonces la vida humana se
considera prescindible. De donde es necesaria una nueva víctima, que
no padecerá a manos de las fuerzas del caos sino de las del orden.

Según Girard, entonces, la sociedad humana, la cultura y la civiliza-


ción sólo son posibles gracias a la víctima. Claro, que esto sólo puede
suceder si se hace subconscientemente. Si nos diéramos cuenta de lo
que estamos haciendo ya no sería psicológicamente eficaz. Nunca debe
ser posible tomar conciencia de que nuestra violencia pacificadora es
producto de la envidia. Todo lo contrario, la violencia ha de ser sagrada.
La violencia se constituye en un acto religioso. La víctima primero tiene
que ser despojada de la ambigüedad que le otorga su humanidad,
siempre mezcla imperfecta del bien y del mal. La víctima tiene que
transformarse en símbolo inequívoco del mal.
130 Los genocidios en la Biblia

En ese sentido tenía razón Caifás. Cuando toda la sociedad se puso


de acuerdo en acabar con Jesús, mostraron una vez más la infalibilidad
de su elección de la víctima. La muerte de Jesús tuvo el efecto deseado.
Ese año pasaron las fiestas judías sin que hubiera disturbios en
Jerusalén. El movimiento imprevisible y descontrolado que el Domingo
de Ramos se había mostrado predispuesto a una insurrección procla-
mando a Jesús como mesías popular, se disolvió pacíficamente. Con
una sola muerte bien elegida se evitaron las muchas muertes que hubie-
ran resultado de un alzamiento revolucionario. Una vez más —median-
te el sacrificio en esta oportunidad de Jesús— la fe, la moral, la religión
y las buenas costumbres superaron la crisis, y se restablecieron la calma
y la paz. Tanto para los líderes religiosos judíos como para los líderes
políticos y militares romanos, el resultado revalidó una vez más la
corrección de su decisión de recurrir a tiempo a la fuerza del orden,
pudiendo evitar así la necesidad de recurrir a la violencia aun mayor en
el futuro.

El efecto de matar a Jesús, como todo recurso al chivo expiatorio,


reconcilia en una causa común a los que ayer eran enemigos. Los
evangelios nos cuentan de la enemistad profunda y constante entre
fariseos y saduceos. Pero para acabar con Jesús los fariseos y los sa-
duceos entierran sus diferencias y se hacen amigos. La tensión entre los
líderes religiosos y las masas populares es patente en todo el evangelio
y nunca más que en los días inmediatamente anteriores al arresto de
Jesús. Pero ahora el pueblo grita enfervorizado el ¡Crucifícale, crucifíca-
le! que les dicta la jerarquía. Los judíos y los romanos son enemigos
mortales; los judíos sienten el mismo odio reprimido que sienten todos
los pueblos invadidos por un ejército extranjero. Pero ahora se trans-
forman en aliados de los romanos. Hacen las paces con el invasor en su
complicidad para crucificar a Jesús. El evangelio nos dice que incluso el
rey Herodes y Pilato, el procurador romano, que hasta ese momento no
se podían ni ver, se hicieron amigos el día que condenaron a muerte a
Jesús. La sociedad entera, sin excepciones, se halla en armonía al darle
muerte a Jesús.

Nunca fue más visible que el día que crucificaron a Jesús, la bondad
del recurso a la violencia. Nunca se demostró con mayor claridad la
eficacia de la violencia justificable. No hemos entendido la trama del
evangelio si no nos damos cuenta que a Jesús no le mataron los malos
sino los buenos. El antisemitismo con que la iglesia durante siglos
Jesús y la no violencia 131

persiguió a los judíos por la muerte de Cristo, demuestra hasta qué pun-
to seguimos sin enterarnos de nada. Jesús no murió porque los judíos
fueran mala gente, sino precisamente porque eran buena gente, piado-
sa y devota, que cargaron con la responsabilidad de mantener la paz en
la sociedad y procuraron, cueste lo que cueste, evitar una escalada inútil
de la violencia. Su motivación, como lo demuestra la sentencia de Cai-
fás, era intachable. «Nos conviene que un hombre muera por el pueblo,
y no que toda la nación perezca».

Tenemos que entender que nosotros hubiéramos actuado de la mis-


ma manera. Si es que nos consideramos buenos ciudadanos. Si es que
nos parece preferible que muera uno y no que perezca toda una nación.
Si es que nos inspira la moralidad y nuestras motivaciones son puras.
Nosotros también hubiéramos gritado ¡Crucifícale, crucifícale! Y noso-
tros también nos hubiéramos marchado luego a casa con la satisfacción
de haber cumplido con un deber sagrado, con la exaltación espiritual de
haber participado en un acto profundamente moral y religioso.

…A no ser que no haya tal cosa como violencia justificable. Porque si


la desafortunada necesidad de recurrir a la violencia buena para evitar la
violencia mala llegara a ser una mentira, un mito, entonces —¡pero sólo
entonces!— se demostraría que fue un error matar a Jesús.

Y es en este punto donde Girard halla que la Biblia es distinta a la


mitología de las demás religiones. Según su teoría, el recurso al chivo
expiatorio sólo puede funcionar demonizando a la víctima, o sea cargan-
do sobre ella todas las culpas y todos los males de la sociedad, hasta
transformarla en representante eficaz de todo aquello que hay que
eliminar. Luego, con la desaparición de la víctima, se entiende que tam-
bién ha desaparecido el mal que aquejaba a la sociedad.

Pero la Biblia nos deja ver las cosas desde el punto de vista de la
víctima. Y la víctima se sabe en algunos casos nada peor que los que le
persiguen; y en la mayoría de los casos absolutamente inocente. Esto
es cierto en diversos pasajes del Antiguo Testamento. Pensemos por
ejemplo en el relato de Abel y Caín, o en los salmos de lamentación, o en
el libro de Job. Pero esto es especialmente cierto en el caso de Jesús.
Los evangelios nos dejan ver cómo Jesús es transformado en víctima,
sin renunciar a la vez a verle como inocente. Cuando los escribas decla-
ran: «Tienes un demonio», los evangelios explican cómo es imposible
132 Los genocidios en la Biblia

que los demonios inspiren los milagros de Jesús. Ante cada acusación,
frente a cada culpa que se le quiere achacar, los evangelios dan respues-
ta. Incluso en su atrevimiento aparentemente blasfemo de equipararse
a Dios Jesús es inocente. ¡Porque de verdad es el Hijo Unigénito de
Dios!

Esto, para el que tenga ojos para ver, tiene un efecto tremenda-
mente perturbador, que ataca los mismísimos cimientos de la violencia
justa. Porque si pretendiendo eliminar la maldad hemos eliminado al
único inocente, la maldad sigue con nosotros. Si la víctima era inocente,
todos los que le eliminamos somos culpables. Y si la víctima que ha
cargado con todo el pecado y con todas las culpas de la sociedad no era
la encarnación del demonio sino la encarnación de Dios, descubrimos
que en lugar de celebrar un acto religioso estábamos en la más absoluta
rebeldía imaginable contra Dios. Descubrimos que nuestra violencia
pretendidamente justa no refleja la voluntad de Dios sino que es oposi-
ción frontal contra Dios.

Ya hemos visto que al eliminar a Jesús la sociedad de Jerusalén no se


equivocó. Eliminar a Jesús tuvo el efecto deseado: la reconciliación, la
paz y la armonía social. Si al matar a Jesús nos opusimos frontalmente a
Dios, las fuerzas espirituales que nos dieron la reconciliación, la paz y la
armonía social a cambio de su sangre, tenían que ser fuerzas diabólicas.
¡La violencia justa no era entonces el plan de Dios sino el plan del diablo!

Tenemos que entender lo sumamente corrosivo y subversivo que


resulta el hecho de la resurrección de Jesús. Su resurrección demuestra
que el Dios y Padre de Jesús no es el dios de este mundo. Que el Dios y
Padre de Jesús, el Dios Soberano que tiene poder sobre la mismísima
muerte, entiende como maldad aquello que todo el mundo, y el dios de
este mundo, habían considerado virtud. Dios ve como víctima inocente
a Jesús, a quien todo el mundo y el dios de este mundo habían identifi-
cado como culpable de todos los males de la sociedad.

Atención a las siguientes palabras de Jesús, que hallamos en el Evan-


gelio de Juan, capítulo 8:

Vosotros sois de vuestro padre el diablo, y los deseos de vuestro


padre queréis hacer. El ha sido homicida desde el principio, y no ha
permanecido en la verdad, porque no hay verdad en él. Cuando
Jesús y la no violencia 133

habla mentira, de suyo habla; porque es mentiroso, y padre de men-


tira.

¡Desde el principio, el homicidio ha sido siempre obra del diablo! Y


todos los razonamientos que justifican el homicidio, desde el principio,
han sido mentiras. ¡Mentiras diabólicas!

La acusación de Jesús es espantosa y si es cierta, tiene consecuencias


extraordinarias. Porque Jesús no dirige estas palabras contra los ele-
mentos criminales de su sociedad. No dirige estas palabras contra los
malvados, los perversos, los perturbadores del orden y las buenas cos-
tumbres. ¡No, no! Jesús dirige estas palabras a la clase dirigente. A los
buenos. A los guardianes de la religión. A los que luchan por mantener
el orden, la paz y la convivencia pacífica en la sociedad. A los que sien-
tan cátedra sobre el amor al prójimo y la generosidad y solidaridad con
los pobres. A los que defienden a la sociedad contra las fuerzas del caos
y la violencia indiscriminada. ¡Es a éstos que Jesús llama hijos del diablo!

¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Cómo hemos confundido las


mentiras del diablo y la verdad de Dios? ¿Cómo es posible que la religión
y la piedad nos hayan transformado en hijos del diablo? ¿Cómo es posi-
ble que a pesar de toda la revelación bíblica seguimos sirviendo a los
dioses de Babilonia?

Quiero referirme ahora a la monumental obra de Walter Wink, que


en una serie de libros en la última década ha ido desgranando el tema
de los «principados y potestades» en el Nuevo Testamento. Porque
creo que el concepto de «principados y potestades» que se manejaba
en el mundo bíblico nos puede ayudar a entender cómo hemos caído en
la mentira; cómo hemos hecho lo malo pensando que hacíamos lo
bueno. En su estudio del empleo de palabras del Nuevo Testamento
que tienen que ver con el poder y la autoridad, Wink descubrió que las
mismas palabras se refieren a veces a las personas que tienen o ejercen
ese poder o autoridad; pero otras veces parecen referirse a seres espiri-
tuales que se mueven por el aire.

El pasaje del Nuevo Testamento que quizá primero salte a la memo-


ria es el siguiente párrafo del capítulo 6 de la carta de Pablo a los
Efesios:
134 Los genocidios en la Biblia

Por lo demás, hermanos míos, fortaleceos en el Señor, y en el po-


der de su fuerza. Vestíos de toda la armadura de Dios, para que
podáis estar firmes contra las asechanzas del diablo. Porque no
tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, con-
tra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este
siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestia-
les.

En nuestro mundo moderno es difícil hablar de espiritualidad. Lo que


los antiguos entendían como un aspecto espiritual de cada cosa que
existe, incluso de cada abstracción o situación, a los modernos normal-
mente se nos escapa. La única aproximación moderna a aquella
conciencia de realidades más allá de las materiales, es el concepto de
«vibraciones». En la jerga de nuestro día una persona, un lugar, una
situación puede tener buenas o malas «vibraciones». Es como decir que
sientes paz allí o por lo contrario que te parece siniestro. Los antiguos
se percataban de la misma realidad y lo llamaban «espíritu». Un espíritu
de paz o un espíritu siniestro. Un espíritu bueno o malo en lugar de
«vibraciones» buenas o malas.

Los antiguos también hablaban con toda naturalidad de ángeles,


genios, demonios y dioses. Decían «el ángel de tal nación» por referirse
al carácter particular de una nación y cómo eso influye y hasta determi-
na el desarrollo de su historia. Decían «el genio del emperador» por
referirse a la autoridad que reside en el cargo de emperador, y que es lo
que hace que un mero mortal pueda tomar decisiones de vida y muerte
sobre cientos de miles de personas.

Las palabras «demonio» y «dios» eran intercambiables. Estos eran


espíritus con una influencia especialmente importante. El dios mensaje-
ro, Mercurio, era la realidad espiritual que se manifestaba en las comuni-
caciones a distancia. El dios guerrero, Marte, era la realidad espiritual
que se manifestaba en los conflictos bélicos. La diosa del amor, Venus,
es la realidad espiritual que se manifiesta cuando alguien se enamora.
La diosa Palas Atenea era ese «no sé qué» que daba a Atenas una
ventaja psicológica en la guerra y en la imposición de su cultura.

Los antiguos veneraban y adoraban estas realidades espirituales. Les


producía espanto y temor darse cuenta hasta qué punto sus vidas y
decisiones venían predeterminadas por realidades invisibles. Hasta el
Jesús y la no violencia 135

día de hoy la gente vive cautiva a estos espíritus. Posiblemente más


cautiva que nunca porque ya ni siquiera recordamos que existen. El
consumismo, la fuerza de la publicidad, el fanatismo deportivo, los
nacionalismos, nos tienen atrapados tan completamente que parecen
una fuerza vital, con voluntad propia. Y son ellos quienes dictan lo que
nos ha de parecer bueno o malo; son ellos quienes definen para noso-
tros los conceptos del bien y del mal.

Recuerdo la sorpresa con que los chicos de mi generación me res-


pondían hace 25 años en Argentina cuando les preguntaba por qué
hacían la mili. Su respuesta era siempre la misma: «Hay que hacerla,
¡qué remedio!» Vivían en cautiverio al espíritu de lealtad nacional y al
espíritu de las Fuerzas Armadas. Yo les decía: «No, no es necesario
hacer la mili. Puedes negarte y luego ir a la cárcel». Y ellos se quedaban
estupefactos. ¡Jamás se les hubiera ocurrido esa posibilidad!

Nadie, ningún ser humano, es tan perverso como para querer una
guerra como la de Bosnia o la de Ruanda. Somos llevados mansamente
de aquí para allá por lo que modernamente llamamos fuerzas históricas,
que impulsan a distintos pueblos a odiarse de tal manera que desembo-
quen en conflictos espantosos. Algo de ello intuía Tolstoi en su impor-
tante reflexión sobre la naturaleza de la historia con que cierra su nove-
la Guerra y paz. Tolstoi lo describía como un destino, una fuerza invisible
que había arrastrado al ejército napoleónico hasta las puertas de Moscú
para ser inevitablemente vencido por Rusia.

Todo esto viene a decir que, si algo de verdad intuían los antiguos
que nuestra presente cultura materialista ignora, entonces cada deci-
sión moral o ética que tenemos que tomar tiene una dimensión espiri-
tual. Las cosas no son siempre lo que parecen. Lo que a primera vista
se presenta como una opción clara entre el bien y el mal, en blanco y
negro, puede no ser tan sencillo.

Cuando una acción se presenta como buena, tenemos que pregun-


tarnos: ¿Buena según quién? ¿Para quién? ¿Quién se beneficia? ¿Para
qué intereses es buena? Empleando el vocabulario de los antiguos la
pregunta sería: ¿Qué dios, qué ángel, que espíritu recomienda como
buena esta acción? Recordemos una vez más la frase que citábamos en
la conferencia anterior, con que Jesús recriminó el deseo de venganza
que expresaron sus discípulos contra una población samaritana. La
136 Los genocidios en la Biblia

situación parecía clara y la motivación de los discípulos parecía pura: los


samaritanos negaban alojamiento a Jesús, a Cristo el Mesías; por lo que
se merecían un castigo milagroso y ejemplar. Pero Jesús les dijo: «Voso-
tros no sabéis de qué espíritu sois».

El mensaje del Nuevo Testamento es que ya no debemos obediencia


ciega a los dioses o espíritus de este mundo. El mensaje del Nuevo
Testamento es que Cristo nos ha liberado de la esclavitud a los principa-
dos y potestades de este mundo. Los cristianos podemos decidir, por
cuenta propia y en obediencia a Jesucristo, si nos vamos a dejar arras-
trar o no por el odio nacionalista, por el fanatismo deportivo o por la
fiebre consumista. Cristo despojó a los principados y potestades de su
autoridad idolátrica, y los exhibió públicamente como botín de guerra.

¿Cuándo y cómo obtuvo Jesús su victoria sobre los principados y


potestades de este mundo? En el momento en el que por obedecerles
ciegamente, la humanidad conspiró a una para asesinar al inocente, al
justo. Fue en la cruz donde Jesús les arrancó la máscara. Fue en la cruz
donde hicieron el ridículo total en toda su pomposa pretensiosidad. Allí
se comprobó que lo que todo el mundo y el dios de este mundo entien-
den como el bien, puede en realidad ser un mal de proporciones escalo-
friantes.

Por eso pone el Apóstol Pablo en su carta a los Colosenses: «[Cristo


despojó] a los principados y a las potestades, [y] los exhibió públi-
camente, triunfando sobre ellos en la cruz». En otras palabras, fue tan
escandaloso el error que cometieron al matarle, que han perdido la
autoridad moral que requieren para poder imponernos su voluntad y
sus criterios del bien y del mal.

Por este error quedan destronados todos los dioses, ángeles, demo-
nios y espíritus de este mundo. Ya han de someterse ellos mismos a los
pies de Jesús. En la cruz queda despojado de su poder el demonio de
de la turba popular. En la cruz queda despojado de su poder el espíritu
fariseo de intolerancia religiosa. En la cruz quedan despojados de su
autoridad el genio del Imperio Romano y el dios de sus fuerzas armadas.

Pero muy en especial perdió su prestigio en la cruz aquel espíritu


diabólico que trae cautivas a todas las civilizaciones desde la más
antigua Babilonia: el espíritu de la violencia justa, de la violencia justifi-
cable. Ningún demonio se vio tan en ridículo como él, cuando el cuerpo
Jesús y la no violencia 137

sin vida de Jesús colgaba de sus clavos. Porque ningún demonio como
él había abogado tan vivamente por su ejecución.

Habiendo llegado a este punto quiero responder todavía, en los po-


cos minutos que me quedan en esta conferencia, a una objeción que sé
que harán aquellos de los aquí presentes que conozcan bien el Nuevo
Testamento. Es la objeción que nace de la carta de Pablo a los Roma-
nos, capítulo 13, donde dice claramente que hay que someterse a las
autoridades porque es Dios mismo el que las ha puesto en su lugar.
Leamos lo que pone:

Sométase toda persona a las autoridades superiores; porque no


hay autoridad sino de parte de Dios, y las que hay, por Dios han sido
establecidas. De modo que quien se opone a la autoridad, a lo
establecido por Dios resiste; y los que resisten, acarrean condena-
ción para sí mismos. Porque los magistrados no están para infundir
temor al que hace el bien, sino al malo. ¿Quieres, pues, no temer la
autoridad? Haz lo bueno, y tendrás alabanza de ella; porque es
servidor de Dios para tu bien. Pero si haces lo malo, teme; porque
no en vano lleva la espada, pues es servidor de Dios, vengador para
castigar al que hace lo malo. Por lo cual es necesario estarle sujetos,
no solamente por razón del castigo, sino también por causa de la
conciencia. Pues por esto pagáis también los tributos, porque son
servidores de Dios que atienden continuamente a esto mismo. Pa-
gad a todos lo que debéis: al que tributo, tributo; al que impuesto,
impuesto; al que respeto, respeto; al que honra, honra.

Más clara el agua, ¿no? Las autoridades no reflejan la voluntad de


demonios sino que han sido establecidas por Dios mismo. ¿Cómo
hemos de entender esto a la luz de todo lo expuesto hoy?

En primer lugar, es fundamental recordar quién es el que escribe es-


tas palabras. Lo que escribe Pablo tiene que ser comparado con su vida
y con su muerte. Pablo era apóstol de Jesucristo. Quiere decir que él
dedicó su vida a anunciar las buenas nuevas de la salvación, el poder y la
autoridad cósmica de una persona que había sido ejecutada por esas
mismas autoridades superiores de las que habla en este párrafo.
«¿Quieres no temer a la autoridad? Haz el bien y ellas te alabarán».
¡Pero el Jesús que Pablo predica hizo el bien y las autoridades se lo
cargaron! Luego Pablo, en cuanto apóstol legítimo de Jesús, es imita-
138 Los genocidios en la Biblia

dor de los sufrimientos de Jesús. Este es un tema que aparece reitera-


damente en el libro de los Hechos de los Apóstoles y en las cartas de
Pablo mismo. Pablo también fue elegido varias veces como chivo
expiatorio por las fuerzas del orden y de la religión, o sea estas mismas
autoridades superiores. Perseguido tanto por autoridades religiosas
como estatales, estuvo frecuentemente en peligro de vida y en las
cárceles imperiales. Si los gobernadores romanos le perdonaban la vida
no era porque aprobaran de su conducta sino porque respetaban su
ciudadanía romana, que le otorgaba el derecho a ser juzgado en la
metrópoli. Según las leyendas, Pablo al final murió decapitado por
orden imperial. O sea que le ejecutaron esas mismas autoridades supe-
riores que el párrafo que citábamos alega que quien haga el bien no ha
de temer.

Siendo así las cosas, hay que coger este párrafo con pinzas. Hay que
verlo dentro del contexto de la vida de su autor e interpretarlo de tal
manera que sea coherente con su pensamiento y conducta en general.

También hay que interpretar este párrafo de tal manera que sea
coherente con su contexto en la carta apostólica donde figura. Vean lo
que pone inmediatamente antes de aquello de que Dios estableció las
autoridades:

No paguéis a nadie mal por mal; procurad lo bueno delante de to-


dos los hombres. Si es posible, en cuanto dependa de vosotros,
estad en paz con todos los hombres. No os venguéis vosotros mis-
mos, amados míos, sino dejad lugar a la ira de Dios; porque escrito
está: Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor. Así que, si tu
enemigo tuviere hambre, dale de comer; si tuviere sed, dale de
beber; pues haciendo esto, ascuas de fuego amontonarás sobre su
cabeza. No seas vencido de lo malo, sino vence con el bien el mal.

Vean también las palabras inmediatamente posteriores al párrafo en


cuestión:

No debáis a nadie nada, sino el amaros unos a otros; porque el


que ama al prójimo, ha cumplido la ley. Porque: No adulterarás, no
matarás, no hurtarás, no dirás falso testimonio, no codiciarás, y cual-
quier otro mandamiento, en esta sentencia se resume: Amarás a tu
prójimo como a ti mismo. El amor no hace mal al prójimo; así que el
cumplimiento de la ley es el amor.
Jesús y la no violencia 139

Si leemos con cuidado, entonces, vemos que lo que manda Pablo


claramente es la no violencia. No una no violencia pasiva, sino el em-
pleo de técnicas de acción no violenta que pondrán en desventaja moral
al enemigo, encendiéndole las mejillas de rubor tan vivamente como si
tuviera ascuas de fuego sobre su cabeza. No hace falta oponerse al
poder político y militar frontalmente, empleando sus propias armas.
Esas fuerzas, en cuanto mantienen la paz y el orden, persiguen una
meta loable y en ese sentido son siervos de Dios. Pero los que siguen a
Cristo buscan la transformación social con otros medios: el amor, del
que Pablo dice que nunca hace mal al prójimo.

La cuestión de que Dios haya establecido estas autoridades como


siervos suyos, y que sin embargo estas mismas autoridades asesinaron a
Jesús y persiguieron a la Iglesia, merece más atención que la que le voy
a dedicar aquí. Permítanme que me limite a resumir en unas pocas
frases emblemáticas, el bosquejo de lo que se puede decir sobre los
principados y potestades según aprendemos del Nuevo Testamento.
No voy a dar aquí citas específicas, pero les aseguro que cada uno de los
cuatro puntos a continuación hacen eco de pasajes bíblicos muy claros:

Primero: Las autoridades, los principados y potestades —entendien-


do con estas palabras tanto las personas, como las realidades espiritua-
les que otorgan autoridad a esas personas y que determinan desde lo
invisible lo que esas personas harán con la autoridad—: Los principados
y potestades fueron creados o establecidos por Dios.

Segundo: Los principados y potestades se han rebelado contra Dios.


En cuanto personas, la rebeldía personal contra Dios es visible siempre
que siguen estrategias diferentes a la acción no violenta que Jesús ha
trazado. Y en cuanto realidades espirituales invisibles, están en rebeldía
contra Dios porque han sido endiosadas por los hombres. La humani-
dad ha desviado de Dios su lealtad incondicional y se la ha otorgado a
estos espíritus, haciendo de ellos falsos dioses, dándoles una gloria y un
poder y una autoridad absoluta que no les corresponde.

Tercero: Los principados y potestades han sido desenmascarados


por la cruz de Jesús. La falsa y pomposa pretensión con que se hacían
pasar por dioses e imponían su voluntad sobre la humanidad, se ha
caído de su propio peso ante la enormidad de su error al elegir a Jesús
como chivo expiatorio. Habiendo hecho tamaño ridículo, han sido
140 Los genocidios en la Biblia

públicamente vencidos por la acción no violenta de Jesús, cuando él


sencillamente dejó que hicieran con él lo que querían.

Cuarto: Todos los poderes espirituales, así como todo ser humano y
la creación entera, se acabarán sometiendo bajo los pies de Jesucristo.
Acabada su rebeldía en cuanto la humanidad deje de otorgarles un
grado de autoridad y gloria superior a lo que les corresponde, volverán
a ocupar el lugar que sí les corresponde bajo la autoridad suprema de
Jesús el Mesías.

Termino con una conclusión y una sugerencia final.

Primero una conclusión: La incompatibilidad entre Jesús y la violencia


es mucho más profunda que lo que cabe esperar de un repaso somero
de sus enseñanzas. La no violencia cristiana está en la médula del signi-
ficado de la cruz de Jesús. No se puede abandonar la no violencia sin
castrar al evangelio, dejándolo impotente para engendrar nueva vida en
la sociedad humana.

Y por último una sugerencia de estudio: Con todas estas cosas en


mente, sería útil abordar un estudio de la enseñanza y la vida de Jesús
para aprender técnicas de acción no violenta. Estoy convencido de que
la no violencia de Jesús no se quedó en una aceptación pasiva de la
maldad, la opresión y la violencia cruel de los malvados. Jesús le plantó
cara al mal en cada situación. Lo único es que recurrió a la acción no
violenta en lugar de emplear las armas y las estrategias de los dioses de
este mundo. Sugiero que lean ustedes otra vez los evangelios, con ojos
nuevos, para descubrir en ellos las técnicas de acción no violenta contra
todo mal que empleó Jesús.
La objeción de conciencia
en la Iglesia Primitiva
16 ENERO 1996

A NTES DE EMPEZAR esta conferencia quiero hacer una pequeña


aclaración acerca de los nombres de las personas de los
primeros siglos del cristianismo que voy a citar. En la tradición evangéli-
ca, siguiendo el ejemplo de la Biblia, entendemos que «los santos» —
siempre en plural— somos todos los elegidos, los que hemos optado
por seguir a Cristo. Entonces no utilizamos las palabras «San» o «Santa»
como título de honor para referirnos a ninguna persona en particular.
Reconozco que puede parecer curioso o incluso violento oírme referir-
me a estos ilustres hermanos del pasado tan sencillamente por su
nombre. Ruego comprendan ustedes que es ésta una de las condicio-
nes dadas por el hecho de hallarse en un «aula evangélica».

Dicho lo cual, entremos en materia:

En el año 298 fue arrestado por escándalo público Marcelo, un centu-


rión de la Séptima Legión romana, emplazada en España. El antiguo
relato de su martirio nos cuenta que «después de desceñirse la espada y
arrojarla delante de los estandartes de la legión, testificó en alta voz:
Soy soldado de Cristo, el rey eterno. De ahora en adelante dejo de
servir a vuestro emperador y desprecio el culto a vuestros dioses de
madera y piedra, que no son más que imágenes mudas». Llevado ante
el tribunal, manifestó que no era esta la primera vez que había expresa-
do tales sentimientos.

—Ya en el día 12 de las calendas de Agosto —dijo—, ante los estan-


dartes de esta misma legión y mientras celebrabais el cumpleaños de
vuestro emperador, yo declaré públicamente y en alta voz que soy cris-
tiano y que no puedo servir más bajo este estandarte sino tan sólo bajo
las órdenes de Jesucristo, Hijo del Dios Omnipotente.
142 Los genocidios en la Biblia

La situación pareció tan novedosa (o complicada) al gobernador For-


tunato, que decidió enviarle a su superior, Aurelio Agricolano, que se
hallaba en Tánger.

—¿Has servido en el ejército como centurión? —le interrogó Agrico-


lano.

—En efecto, he sido soldado.

—¿Qué locura es ésta, que te ha impulsado a quebrantar tus solem-


nes votos militares y expresarte de tal manera?

—No es ninguna locura para los que temen a Dios.

—¿Es cierto que has arrojado tus armas?

—Sí, las he tirado. Porque no es justo que un cristiano, que lucha por
Cristo su Señor, sea soldado conforme a las brutalidades de este mun-
do.

El antiguo relato concluye con la siguiente observación: «Por este


motivo fue necesario que Marcelo partiera de este mundo un mártir glo-
rioso».

Este comentario final es notable habida cuenta de que otros comen-


taristas posteriores tienden a explicar el martirio de Marcelo como con-
secuencia de su negativa a participar en la religión romana más que
como consecuencia de su negativa a participar en la violencia militar.
Han citado para sostener esta opinión sus palabras en contra de la idola-
tría. En realidad las dos objeciones eran paralelas e inseparables. La
idolatría era una sola carne con la ideología militar. Desde el punto de
vista espiritual, la lealtad que se exigía de los soldados era incompatible
con la lealtad que exigía Dios. Como entendió Marcelo con suma clari-
dad, tanto Cristo como el emperador exigían una misma obediencia tan
absoluta e incondicional, que no cabía más remedio que elegir entre
uno y otro. O permitía que Cristo fuera su milicia, o permitía que la
ideología militar fuese su religión; no había términos medios. Ambos, la
fe de Cristo y la ideología militar, competían por un mismo espacio psi-
cológico, emotivo y espiritual en el alma humana.

Marcelo rechaza el ejército romano tirando su espada y tachando de


«brutalidades» la actividad de los soldados. No hay vuelta que darle.
La objeción de conciencia en la Iglesia Primitiva 143

Marcelo murió mártir sencilla y llanamente como objetor de conciencia.


Y es objetor de conciencia porque ha optado por Cristo en contraposi-
ción precisa y directa con el emperador romano.

Durante los tres primeros siglos después de Jesús, todas las eviden-
cias indican que los cristianos compartieron ampliamente esta actitud
respecto a las fuerzas armadas. Si después de leer el Nuevo Testamen-
to quedara alguna duda sobre si los primeros cristianos creían incompa-
tible seguir a Cristo y la actividad militar, esta se despejaría con el exa-
men de la realidad cristiana hasta comienzos del siglo IV.

El Nuevo Testamento mismo puede servir como el mejor testimonio


de las actitudes cristianas hasta el final del primer siglo. Allí se recoge,
como comentábamos en una conferencia anterior, no sólo la enseñanza
no violenta de Jesús, sino la convicción apostólica de que al morir en la
cruz, Jesús venció a los principados y potestades de este mundo y los
exhibió públicamente, de tal manera que haciendo el ridículo perdieron
su poder sobre la humanidad. El espíritu de la venganza, el espíritu de
devolver mal por mal, el espíritu de la violencia justificada como mal
menor, el espíritu de la necesidad de recurrir a la fuerza en bien del
orden y la justicia, todos estos espíritus fueron derrotados junto con
todas las demás huestes de Satanás, en la cruz del Calvario.

Los escritos de los Padres de la Iglesia de los siglos inmediatamente


siguientes no varían esta postura fundamental que hallamos en el Nue-
vo Testamento. La iglesia mantenía claramente su enseñanza de virtu-
des tales como el amor, el perdón, y la capacidad de aguantar injusticias
y persecuciones con mansedumbre y humildad. Los cristianos seguían
poniendo en práctica sus métodos de acción no violenta, cuyo fin era la
transformación radical de la sociedad sin recurrir a las armas. Estaban
auténticamente convencidos de que el martirio era una de las formas
más poderosas de influir en beneficio de la sociedad y observaban que
la muerte de un mártir en lugar de crear rechazo hacia el cristianismo,
frecuentemente les ganaba adeptos. Estaban persuadidos de que sus
oraciones y ruegos ante Dios eran profundamente eficaces para obte-
ner el bienestar general y la paz en el imperio.

Los autores cristianos de aquellos siglos frecuentemente describían


la vida cristiana en términos militares, siguiendo ejemplos que figuran
ya en el Nuevo Testamento. Jesús era el comandante y los cristianos
144 Los genocidios en la Biblia

combatían contra el mal y las huestes diabólicas de maldad a todos los


niveles en las esferas espirituales. Si no cedían ante una tentación
personal, declaraban derrotado al demonio que les había tentado. Si
eran perseguidos, describían como combate cristiano el martirio,
proclamándose vencedores en el acto de morir. Y como Marcelo (el
centurión objetor con cuya historia abríamos) entendían que había que
elegir entre el ejército del emperador y el ejército de Cristo. Que no se
podía estar simultáneamente a las órdenes de dos superiores. Que el
sacramento del bautismo cristiano anulaba el sacramentum del juramen-
to militar. Las dos milicias eran incompatibles entre sí.

Clemente de Alejandría opinaba que era «una ventura gloriosa deser-


tar para unirse al ejército de Dios». Expresó su entusiasmo por el cristia-
nismo en los siguientes término militares, la visión de un ejército que no
derrama sangre:

Cuando suena estridente la trompeta —escribe Clemente—,


convoca a los soldados y proclama la guerra. ¿Y acaso crees tú que
Cristo, habiendo hecho sonar hasta los últimos confines de la tierra
su toque de paz, no había de convocar a sus soldados de la paz? Sí,
oh hombre, ha convocado por sangre y por palabra su ejército que
no derrama sangre, y a ellos ha encomendado el reino del cielo. La
trompeta de Cristo es su evangelio. Él la ha tocado, y nosotros
oímos. Ciñámonos con la armadura de la paz, «revistiéndonos con la
coraza de la justicia», alzando el escudo de la fe y poniendo sobre
nuestras cabezas el yelmo de la salvación; y afilemos «la espada del
Espíritu, que es la palabra de Dios».

Así nos emplaza el apóstol en las filas de la paz. Estas son nues-
tras armas invulnerables; equipados con ellas mantengámonos en
formación contra el maligno. Apaguemos los dardos de fuego del
maligno con puntas de lanza remojadas en agua por la Palabra.

La no violencia cristiana era mucho más que la negación de la ideolo-


gía militar. Había una ideología contraria y positiva que guiaba la visión
cristiana de una sociedad que viviera en paz y justicia. Así lo describe
Justino Mártir en su Apología escrita en el año 155:

Nosotros, que antes nos odiábamos y destruíamos unos a otros, y


que por causa de diferencias de costumbres nos negábamos a convi-
vir con hombres de una tribu distinta, desde que vino Cristo vivimos
La objeción de conciencia en la Iglesia Primitiva 145

con todo el mundo como en familia. Oramos por nuestros enemigos


y procuramos convencer a quienes nos odian injustamente, para que
vivan conforme a los preceptos benignos de Cristo. […] Porque no
debemos pelear; ni tampoco tiene él la intención de que imitemos a
hombres perversos, sino que nos ha exhortado para que guiemos a
todos los hombres mediante la paciencia y la mansedumbre, para
que abandonen la vergüenza y el amor al mal.

La palabra «paciencia», citada aquí, es un concepto que en la pluma


de los autores cristianos primitivos es notablemente difícil de coger.
Nuestra familiaridad con la palabra «paciencia» en nuestro propio dic-
cionario nos trasmite un significado excesivamente limitado. Pero cuan-
do aquellos cristianos empleaban la palabra «paciencia», tenía el sentido
de una resistencia tenaz y firme contra el mal y contra las personas
malvadas, aunque siempre sin recurrir a métodos violentos. La «pacien-
cia» era la capacidad para aguantar contra viento y marea, con una fe
inconmovible en la reivindicación de los justos. «Paciencia» es lo que
veían en Jesús en la cruz, y veían confirmada su validez en la resurrec-
ción. «Paciencia» era su táctica frente al imperio: estaban dispuestos a
perder unos pocos mártires no violentos, confiados en la inestimable
superioridad moral que les otorgaban de cara a la sociedad romana y
sus estructuras políticas y militares. Podríamos traducir la palabra «pa-
ciencia» con nuestro vocablo «aguante»; pero tampoco sería descabella-
do traducirla con la frase «acción no violenta».

Observemos por ejemplo el efecto que da tal traducción, a la siguien-


te frase de Tertuliano, autor cartaginense del siglo II: «La regla universal
de la acción no violenta está contenida en este mandamiento esencial:
que no hagamos el mal incluso cuando parezca justificable». Traducido
de la misma manera, el obispo Cipriano, otro cartaginense escribió poco
más tarde:

La acción no violenta, amados hermanos, no sólo vela por el bien,


sino que rechaza el mal. En armonía con el Espíritu Santo y en aso-
ciación con todo lo que sea celeste y divino, lucha mediante la defen-
sa de su propia fuerza contra las obras de la carne. […] Es la acción
no violenta la que dirige nuestras obras, de tal manera que nos afe-
rremos al camino de Cristo en el que andamos gracias a su acción no
violenta. Es esto lo que nos hace perseverar como hijos de Dios, al
imitar la acción no violenta del Padre mismo [al salvarnos].
146 Los genocidios en la Biblia

Veamos como actúa esta «paciencia» o «acción no violenta» en el


siguiente párrafo del historiador Lactancio, del siglo IV:

Es el papel del hombre sabio y excelente no procurar deshacerse


de su adversario, lo cual nunca se puede hacer sin culpa ni peligro;
sino procurar acabar con la contienda misma, lo cual puede hacerse
con ventaja y con justicia. Por lo tanto ha de considerarse que la
paciencia es una muy grande virtud; y con el fin de que el hombre
justo la aprenda, Dios estableció […] que primero debe ser despre-
ciado y tenido por perezoso. Porque mientras no haya recibido
insultos nunca se conocerá su fortaleza interior para refrenarse a sí
mismo. Mas ahora, cuando sufre la provocación del insulto, si
empieza a contestar con violencia al que le ataca, ya ha sido vencido.
Pero si ha logrado reprimir ese impulso mediante el uso de la razón,
demuestra tener dominio de sí mismo: es capaz de gobernarse a sí
mismo. Y esta capacidad de refrenarse a sí mismo es lo que llama-
mos paciencia, la cual es una única virtud capaz de oponerse a todos
los vicios.

No tenemos por qué imaginar que la iglesia de aquellos siglos fuera


perfecta en su seguimiento de Cristo. Tenía una importante tendencia
hacia el legalismo y la intolerancia. Muchos de los avances más notables
de la primera generación de cristianos fueron cediendo mientras la
iglesia se acomodaba a las exigencias más conservadoras de la sociedad
de su día. Por ejemplo la naturalidad con que Jesús y los apóstoles
incluyeron mujeres en su entorno y les encomendaron misiones de
responsabilidad, prácticamente desapareció del entorno cristiano, que
se acomodó con demasiada prisa y facilidad al machismo de la época. A
pesar de sus orígenes tan claramente judíos la iglesia rápidamente hizo
suyo el antisemitismo de su entorno grecorromano. Y en algunos casos
la fascinación con el martirio se volvió morbosa; hubo quien lo buscó
como fin en sí mismo en lugar de aceptarlo como consecuencia de una
manera de vivir, como había sido el caso de Jesucristo.

Sin embargo en muchas cosas la iglesia de los siglos II y III se mostró


fiel a la enseñanza que había recibido de los apóstoles. Y su convenci-
miento de la incompatibilidad de las armas de este mundo y la milicia de
Cristo fue ejemplo de ello.

Ireneo de Lyon escribió:


La objeción de conciencia en la Iglesia Primitiva 147

Si la ley de la libertad, o sea la palabra de Dios predicada por los


apóstoles que salieron de Jerusalén y la proclamaron por toda la tie-
rra, ha efectuado tal cambio, que las naciones efectivamente han
trocado sus espadas y lanzas en arados y hoces para segar el grano,
o sea en instrumentos con usos pacíficos; y que ya no tienen la cos-
tumbre de pelear sino que cuando les golpean ofrecen la otra
mejilla, entonces los profetas no han hablado de ningún otro sino de
quien ha efectuado estos cambios. Esa persona es nuestro Señor.

Atanasio de Alejandría empleó un argumento parecido. Los bárba-


ros, observó él, eran idólatras, salvajes y guerreros.

Pero cuando oyen la enseñanza de Cristo, de inmediato abando-


nan la guerra y se dedican a la agricultura, y en lugar de armarse con
espadas extienden sus manos en oración. En una palabra, en lugar
de pelear entre sí, toman armas contra el diablo y los demonios, y
los vencen por la integridad de sus almas. Esto demuestra la divini-
dad de nuestro Salvador, porque les ha enseñado cosas que nunca
hubieran aprendido por su propia cuenta. Así se manifiesta la
debilidad y vanidad de los demonios y los ídolos, porque es por
conocer su propia debilidad que los demonios provocaban a los
hombres constantemente a la guerra, temiendo que si un día deja-
ran de atacarse entre ellos, acabarían atacando a los demonios. Por-
que es cierto que los discípulos de Cristo, en lugar de pelear entre sí,
forman fila contra los demonios mediante su conducta virtuosa y los
hacen huir y se burlan de su capitán el diablo.

Tertuliano de Cartago también recuerda las profecías sobre forjar


espadas en rejas de arado y se pregunta:

¿De quién habla, si no de nosotros mismos, quienes habiendo sido


instruidos en la nueva ley cumplimos estas prácticas, ya que la anti-
gua ley ha pasado, de lo cual da prueba esa misma acción de forjar
las espadas en rejas de arado? Porque la costumbre de la antigua ley
era vengarse uno mismo mediante la venganza de la espada, cobrar-
se y devolver castigo por cada perjuicio. Pero la costumbre de la ley
nueva señala hacia la clemencia, y convierte en tranquilidad la feroci-
dad primitiva de espadas y lanzas, transformando la ejecución primi-
tiva de la guerra contra rivales y enemigos, en acciones pacíficas
tales como arar y labrar la tierra.
148 Los genocidios en la Biblia

Fue también Tertuliano quien escribió el siguiente párrafo en su ata-


que contra la idolatría, escrito hacia el 211:

Pero ahora la cuestión es saber si un creyente puede hacerse sold-


ado o si un militar puede ser admitido a la fe aunque no sea más que
un soldado de filas, sin obligación de participar en los sacrificios ni
en la ejecución de penas capitales. No puede haber ninguna compa-
tibilidad entre el sacramento divino y el sacramento humano [o sea
el juramento de armas], entre el estandarte de Cristo y el estandar-
te del diablo; entre el campamento de la luz y el campamento de las
tinieblas. Nadie puede servir a dos señores, a Dios y al César. […]
¿Como es posible que un cristiano vaya a la guerra? Ciertamente,
¿cómo es posible que sirva incluso en tiempos de paz sin la espada
que el Señor le ha quitado? Porque aunque algunos soldados vinie-
ron a Juan y recibieron de él consejos sobre su conducta e incluso un
centurión llegó a creer en él, el Señor mas tarde al desarmar a Pedro
desarmó a todos los soldados. Entre nosotros no es lícito ningún
uniforme que haya sido designado para acciones ilícitas.

Sobre esta prohibición del Señor, Cipriano añade:

Dios ha establecido que el hierro se usara para labrar la tierra; por


lo tanto ha prohibido su empleo para matar al prójimo. […] La
mano que ha cogido la eucaristía no debe mancharse con la espada.

El mismo Cipriano denunció de la siguiente manera la atrocidad de


las guerras:

El mundo entero está empapado con la sangre derramada; y el


homicidio, que si lo comete un particular se considera un crimen, se
considera una virtud si se comete al por mayor. Así se declara la im-
punidad por acciones malvadas, basándose no en que carezcan de
culpa, sino en la enormidad de la escala de su crueldad.

El historiador cristiano Lactancio hizo un comentario parecido:

Los romanos desprecian la valentía del atleta, porque no produce


heridas. Pero en el rey, ya que da lugar a desastres tan enormes, la
admiran tanto que imaginan que los generales valientes y aguerridos
son admitidos a la asamblea de los dioses. Creen que no hay otro ca-
mino a la inmortalidad que el de comandar ejércitos, asolar territo-
La objeción de conciencia en la Iglesia Primitiva 149

rios, destruir ciudades, derribar poblaciones, matar y esclavizar a


pueblos enteros. Ciertamente cuantos más sean los que han destrui-
do, robado y matado, tanto más nobles y distinguidos se creen.
Cegados por estas muestras de vanagloria, dan a sus crímenes el
nombre de virtud. Por mí parte, preferiría que llegaran a dioses
matando animales salvajes antes que aprobar de una inmortalidad
ganada con tanto derramamiento de sangre. Si alguien mata a un
solo hombre, se le considera corrupto y malvado; indigno tan siquie-
ra de entrar a los templos terrenales de los dioses. Pero quien haya
masacrado millares incontables de hombres, quien haya inundado
los valles e infectado los ríos de sangre, es admitido de buena gana
ya no sólo en los templos sino incluso en el cielo.

En el siglo II era de todos tan conocida la objeción cristiana a las


armas, que en la medida que aumentaban los números de adeptos a la
nueva religión, algunos vieron motivo de alarma. En uno de sus escritos
más influyentes, Orígenes de Alejandría contesta las objeciones contra
el cristianismo lanzadas por un tal Celso. Entre otras cosas, Celso había
apuntado:

Si todos hicieran como vosotros los cristianos, nada impediría


que el emperador quedara abandonado, solo e indefenso, mientras
el destino de la tierra caía en manos de los más viles y salvajes bárba-
ros.

A lo que respondió Orígenes:

Cuando es justo hacerlo, brindamos al emperador ayuda divina,


haciendo uso de toda la armadura de Dios. Y hacemos esto en obe-
diencia al mandamiento apostólico que dice, «Os exhorto a que se
hagan rogativas, oraciones, peticiones y acciones de gracias por
todos los hombres, por los emperadores y por todos los que están
en autoridad». […]

También diríamos a los que son ajenos a nuestra fe y nos instan a


luchar por el bien común y a matar hombres: recordad que en vues-
tra opinión los sacerdotes de ciertas imágenes que tenéis por dioses
[…] deben mantener sus manos puras y limpias del homicidio. Por
lo que cuando viene una guerra no reclutáis a los sacerdotes. Si esto
os parece razonable, ¡Cuanto más razonable resulta que, mientras
otros luchan, los cristianos luchemos en calidad de sacerdotes y
150 Los genocidios en la Biblia

adoradores de Dios, manteniendo puras nuestras manos y defen-


diendo mediante nuestras oraciones a los que luchan en una causa
justa, y al emperador! […]

Nosotros que mediante nuestras oraciones destruimos a los


demonios que instigan las guerras, que hacen inválidos los juramen-
tos y alteran la paz, somos de más ayuda a los emperadores que los
que luchan visiblemente. Nosotros que ofrecemos oraciones con
justicia, junto con las prácticas ascéticas y los ejercicios que nos
enseñan a despreciar los placeres y no dejarnos seducir de ellos,
estamos colaborando en la construcción de la sociedad. Y tanto más
luchamos por el emperador. Es cierto que no nos alistemos a filas
con él, aunque quiera obligarnos a ello, pero luchamos por él al inte-
grar un ejército especial de piedad mediante nuestras intercesiones
ante Dios.

Vemos en estas palabras de Orígenes una actitud francamente po-


sitiva hacia el imperio. Ya hemos observado en otros autores que
hemos citado, que muchos cristianos compartían los prejuicios romanos
acerca de los bárbaros. Orígenes trazaba diferencias claras entre la
lucha en oración de los cristianos y la lucha militar de los demás roma-
nos. Pero a otros les costaba recordar estas diferencias en la lucha
común por objetivos sobre cuya justicia todos coincidían. A medida que
iba pasando el tiempo a muchos cristianos les fue resultando cada vez
más difícil recordar que con su muerte en la cruz Jesús había derrotado
las pretensiones de los militares romanos tanto como las de los líderes
religiosos judíos. Sólo era cuestión de tiempo hasta que algunos cristia-
nos, por aquí y por allá, empezaran a transigir en el asunto.

El 12 de marzo del año 295 un tal Fabio Víctor traía a su hijo Maximi-
liano a la ciudad de Tébessa (hoy en Argelia), con la idea de incorporarle
a filas. Aunque los dos profesaban el cristianismo, no parece que padre
e hijo hablaran mucho las cosas, ya que por lo visto no caía el padre en
la cuenta de que la conducta que exigía de su hijo era contraria a su
conciencia. Después de los hechos trágicos que se desencadenaron
tuvo que reconocer la legitimidad del martirio de Maximiliano y es de
suponer que siempre lamentó la ligereza de sus propias convicciones
cristianas respecto a la carrera militar.
La objeción de conciencia en la Iglesia Primitiva 151

Cuando el procónsul le preguntó al joven su nombre, Maximiliano


contestó: «¿Para qué quieres saber mi nombre? Soy cristiano y es impo-
sible para mí servir en el ejército».

El procónsul decidió pasar por alto esta falta de respeto y dio orden
de que le midieran para el uniforme. Sin embargo mientras le tomaban
las medidas el joven siguió protestando: «No puedo ser soldado; no
puedo hacer ninguna maldad, ya que soy un cristiano».

—Tienes que servir. De lo contrario morirás —le amenazó el pro-


cónsul.

—No soy un soldado —replicó Maximiliano—. No soy un soldado de


este mundo sino de Dios. Es a Cristo que servimos todos los cristianos.
Es a él quien seguimos como guía de nuestra vida y autor de la salva-
ción. He de servir junto a mi Dios. No puedo servir al mundo. Lo he
dicho y lo repito: ¡Soy cristiano!

Una vez más el procónsul decidió hacer vista gorda de las protestas
de Maximiliano y ordenó que se le atara al cuello la insignia imperial de
plomo.

—No acepto esta insignia —insistió el joven— porque ya llevo la


señal de Cristo, mi Dios. No aceptaré la señal de este siglo y si insistes
en ponérmela por la fuerza, la romperé, porque para mí no tiene ningún
valor. Soy cristiano, y no me es lícito llevar una medalla al cuello toda
vez que he recibido la señal de la salvación de mi Señor Jesucristo.

Ahora el procónsul empezó a perder la paciencia. Después de reite-


rar sus amenazas le reprochó su intransigencia:

—En la guarda de honor del emperador —dijo— hay soldados cristia-


nos que prestan el servicio militar.

—Ya sabrán ellos lo que les conviene —contestó Maximiliano—. En


cuanto a mí, yo soy un cristiano y no puedo hacer ningún mal.

El procónsul se mostró ofendido: «¿Acaso hacen algún mal los que


cumplen con el servicio militar?»

—Demasiado bien sabes tú lo que hacen —fue la respuesta de Maxi-


miliano.
152 Los genocidios en la Biblia

Vemos por este relato entonces que a estas alturas el imperio no


ponía obstáculo a la presencia de cristianos en el ejército. Es impor-
tante resaltar que Maximiliano murió mártir como objetor, no como
cristiano, ya que el procónsul se mostraba indiferente ante su confesión
de fe. La situación de Maximiliano se hacía más complicada porque
algunos cristianos, incluso su propio padre, empezaban ya a ceder ante
las presiones militaristas.

Los líderes de la iglesia se hallaron a la defensiva ante esta erosión de


lo que había sido una de las piedras de toque de la vida cristiana desde
su fundación. Por una parte no querían tomar posturas tan cerradas
que supusieran un obstáculo a la evangelización del imperio. La estrate-
gia misionera que había diseñado el apóstol Pablo seguía en vigencia:
no dar escándalo salvo en puntos absolutamente indispensables. La
cuestión desde siempre había sido saber cuáles puntos eran los absolu-
tamente indispensables. Desde sus comienzos la no violencia había sido
uno de ellos. Pero, ¿cómo compaginarla con el patriotismo genuino de
muchos cristianos, por un lado; y con los hechos consumados presenta-
dos por aquellos cristianos que pese a quien pese ahora servían en las
fuerzas armadas?

Ya hacia el año 200 aparecen unos estatutos de orden interno para la


iglesia, llamados «La tradición apostólica», que demuestran algo de la
flexibilidad con que se fue dotando la iglesia respecto a este tema.
Varios artículos reseñan las ocupaciones que les quedan prohibidas a los
cristianos: Los proxenetas, los actores, los participantes en el circo o en
combates de gladiadores, los fabricantes de ídolos, personas de ambos
sexos que se dedican a la prostitución, magos, astrólogos, y los que
practican cualquier tipo de inmoralidad. Sobre los militares pone lo
siguiente:

El soldado de rango inferior no ha de matar a nadie. Si recibe ór-


denes de hacerlo, desobedecerá la orden, ni tampoco tomará el jura-
mento. Si no acepta estas condiciones, sea despedido de la asam-
blea. Cualquier persona que tiene el poder de la espada y cualquier
magistrado que viste de púrpura, que lo deje. Y si no, que sea despe-
dido de la asamblea. Cualquier catecúmeno o creyente que exprese
deseo de hacerse soldado, que sea despedido de la asamblea porque
ha despreciado a Dios.
La objeción de conciencia en la Iglesia Primitiva 153

O sea que los soldados que se convertían, si ya habían prestado jura-


mento, no estaban obligados a dejar el ejército con tal de que nunca
mataran a nadie. Esto era bastante realista: el imperio gozaba de paz y
estabilidad y era normal pasarse la vida entera como soldado sin tener
que matar a nadie. Sin embargo los oficiales y las autoridades judiciales,
por mucho que hubiera paz, se veían obligados en el ejercicio de sus
responsabilidades a condenar a la pena capital a los culpables de diver-
sos crímenes. Por lo tanto ellos sí tenían que dejarlo si querían ser cris-
tianos. Todo esto respecto a los que abrazaban el cristianismo siendo
ya militares. Pero lo que era inconcebible e inaceptable era que un
joven cristiano tan siquiera expresara el deseo de ser soldado. Esto
constituía un desprecio de Jesús que la iglesia no podía ignorar.

Ya para el siglo IV la erosión de principios era mayor. Rezan así los


artículos 13 y 14 de los Cánones de Hipólito, de Alejandría:

Canon 13. Respecto al magistrado y el soldado: Que en ningún


caso mate a nadie, aunque reciba orden expresa de hacerlo; y que no
se ponga una corona si es objeto de honor. Cualquier persona que
goce de autoridad y no haga la justicia del evangelio, sea cortada de
la asamblea y que se le impida orar con el obispo.

Canon 14. Que el cristiano nunca se haga soldado. Un cristiano


nunca puede hacerse soldado a no ser que se vea obligado por
alguien que lleva espada. Que no caiga sobre él el pecado de la
sangre. Pero si ha derramado sangre, que no participe en los miste-
rios a no ser que haya sido purificado con penitencia, lágrimas y
gemidos. Que desempeñe su cargo sin doblez sino con temor de
Dios.

O sea que ahora ya se permite que un cristiano opte por el servicio


militar si se ve obligado a ello so pena de muerte. Pero incluso así no
debe matar a nadie. Claro que si mata a alguien, ya no será expulsado
de la iglesia, sino que deberá purificarse haciendo penitencia antes de
recibir la eucaristía. Respecto a las autoridades militares y judiciales, ya
lo único que se dice es que deben actuar con justicia y con temor de
Dios.

A todo esto está claro que la iglesia había empezado a distinguir


entre los verbos militare, «ser militar o hacer el servicio militar», y bella-
re, «pelear o hacer la guerra». La objeción se planteaba de cara a la gue-
154 Los genocidios en la Biblia

rra, la lucha armada, matar en resumidas cuentas. Pero el ejército como


tal ya no se percibe como incompatible con el cristianismo. Ahora sí se
puede servir a dos señores, a Dios y al César. Para que esto sea posible
hubo que quitar absolutismo a las exigencias de uno y del otro. El em-
perador ya no podía demandar lealtad incondicional; pero Dios tampo-
co. La soberanía de Cristo debía limitarse a la interioridad del alma,
mientras al emperador se le concedía soberanía sobre los asuntos de la
tierra. Todo esto constituye una clara desligitimización de mártires co-
mo Maximiliano, que habían perdido la vida por objetar al servicio mili-
tar como tal. Por una parte la iglesia siguió celebrando la memoria de
estos mártires, pero por otra parte las nuevas corrientes de acomodo
con el militarismo les hacían quedar como ingenuos o fanáticos.

La iglesia no tardaría en desautorizar a Marcelo también, y a todos


los que como él habían abandonado las armas al convertirse aunque no
se vieran obligados a matar. En el Sínodo de Arles, convocado por el
Emperador Constantino, las autoridades eclesiásticas tomaron el paso
penúltimo en esta erosión de valores. Reza así el canon tercero: «Res-
pecto a los que arrojan sus armas en tiempo de paz, es justo que no
sean admitidos a la comunión».

Servir como soldado, cuando el emperador se mostraba parcial hacia


el cristianismo, era aceptado ya como un honor. Las autoridades de la
iglesia podían entender que un soldado cristiano arrojara sus armas en
tiempos de guerra, si es que tenía escrúpulos para matar. Pero que lo
hiciera en tiempos de paz era mostrarse quisquilloso e insumiso sin justi-
ficación. He calificado esta declaración del Sínodo de Arles como penúl-
timo paso, porque dio lugar con lógica inflexible al siguiente paso, que
describo a continuación:

No pasaron muchos años antes que la profesión militar estuviera tan


asumida como parte normal de la realidad de un cristianismo oficialista
y estatal, que la prohibición de arrojar las armas en tiempos de paz
resultó incomprensible para algunos copistas de las Actas del Sínodo de
Arles. Es así como hay copias de estas Actas que ponen: «Respecto a los
que arrojan sus armas en tiempo de guerra [no en tiempo de paz sino en
tiemop de guerra], es justo que no sean admitidos a la comunión».
Claro: A todo esto a nadie se le ocurría arrojar las armas en tiempo de
paz; mientras que arrojar las armas en tiempo de guerra era cobardía o
La objeción de conciencia en la Iglesia Primitiva 155

insumisión a la disciplina militar, pecados que ni el Estado ni la Iglesia


podían consentir.

Así se pasó de considerar mártires loables, a considerar pecadores


indignos de la comunión cristiana a quienes se negaran ya no sólo a
prestar el servicio militar como tal, sino a matar al enemigo en tiempo
de guerra. El giro se había consumado, y era de exactamente 180
grados.

A todo esto, a partir del año 416, nadie que no fuera cristiano podía
servir en el ejército del imperio. Para poder ser soldado había que
demostrar haber sido bautizado como cristiano. La transición desde la
prohibición de los cristianos en el ejército hasta hacer de la fe cristiana
un requisito para la admisión al ejército, tan sólo había tardado un siglo.

Agustín, obispo de Hipona en el norte de África por aquella época,


rubricó con su teología la transformación que había padecido el cristia-
nismo. Sus escritos ejercieron una enorme influencia en la teoría de la
guerra justa o justificable, que ha sido mayoritaria entre los cristianos
desde entonces. Como comentó el humanista Erasmo en el siglo XVI,
respecto a la guerra y la fuerza armada todos citan a San Agustín, nadie
cita a Jesucristo. Sobre este particular el pensamiento de Agustín ha
sustituido y desplazado el pensamiento de Jesús, punto por punto,
hasta borrarlo por completo de la conciencia de la Iglesia. A las conse-
cuencias históricas del pensamiento de Agustín dedicaremos nuestra
próxima y última conferencia-coloquio de esta serie.

De momento sólo diré que de sus opiniones respecto a la fuerza


armada parecería deducirse que para el cristiano todo es lícito. Si sus
objetivos son puros, sus autoridades claras y su corazón está lleno de
amor, el cristiano debe ser perfectamente capaz de herir, torturar, ma-
tar, destruir poblaciones civiles, esclavizar etnias enteras, cometer
genocidios y en fin comportarse de tal manera que no hubiera jamás en
el mundo bastantes tribunales como para juzgar todos nuestras atroci-
dades, violaciones de derechos humanos y crímenes de guerra. Sé que
esta es una caricatura del pensamiento de Agustín. Los cristianos de los
siglos IV y V sencilla y honestamente pensaban que se estaban adaptan-
do, con toda legitimidad, a las nuevas circunstancias ofrecidas por el
apoyo estatal. Nunca se dieron cuenta que más que una adaptación,
habían consumado una traición de lo más elemental de la fe de Jesús.
156 Los genocidios en la Biblia

Pero no quiero acabar en este tono. Prefiero mencionar un último


héroe no violento de la época. Martín de Tours fue prácticamente un
contemporáneo de Agustín ya que nació en el 316 y éste en el 354. O
sea que fue durante la vida de Martín que la iglesia acabó por fundir
definitivamente sus intereses con los del estado, optando por gobernar
el mundo mediante la fuerza en lugar de transformarlo mediante la no
violencia. Es por eso de singular valor el testimonio objetor de Martín.
Porque nos demuestra que no todo estaba perdido. El camino hacia el
giro de 180 grados ya se había emprendido. Pero incluso entonces hubo
hombres que se mantuvieron firmes en aquella objeción de conciencia
que desde el principio había sido marca de los cristianos.

Nos cuenta su biógrafo, Sulplicio Severo, que Martín era hijo de un


tribuno militar. Siendo muy joven se inscribió contra la voluntad de sus
padres paganos como catecúmeno para recibir el bautismo cristiano.
Para alejarle de tales influencias, su padre le obligó a incorporarse a
filas, teniendo para ello que arrastrarle en cadenas. Martín se bautizó
de todas maneras a los 18 años y parece ser que su puesto hereditario
en el ejército nunca fue algo que se tomara con mucha seriedad.

Esta situación parece haberse prolongado por veinte años. Como


tantos otros y precisamente en la situación tenida en cuenta por los
cánones de la iglesia, parece ser que durante todo ese tiempo su pro-
fesión de las armas nunca le enfrentó con la necesidad de combatir.
Pero un día se vio ante la inminencia de la batalla frente a los bárbaros
invasores. En la víspera de la batalla, como mandaban esos cánones de
la iglesia que pocos se molestaban ya en obedecer, Martín solicitó la
baja del ejército. Lo hizo empleando exactamente los mismos argumen-
tos que habían esgrimido los mártires objetores de generaciones ante-
riores.

—Hasta ahora te he servido como soldado. Permíteme ahora llegar


a ser un soldado de Dios. Que otro hombre, uno que sea capaz de
servirte, reciba tu donativo. Pero yo soy soldado de Cristo. No me es
lícito pelear.

¡No era tan fácil abandonar el ejército en la víspera de una batalla!


Entre las insultos que le arrojaron el más obvio fue el de cobarde. A lo
que respondió Martín:
La objeción de conciencia en la Iglesia Primitiva 157

—Ya que esta mi conducta se atribuye a la cobardía y no a la fe,


ocuparé mi puesto mañana desarmado al frente mismo de la batalla. Y
así, en el nombre del Señor Jesús, sin yelmo ni escudo que me proteja
sino tan sólo la señal de la cruz, atravesaré con total seguridad las filas
del enemigo.

Como es natural sus superiores no consintieron en este experimento.


Sencillamente le metieron en prisión hasta el día siguiente por ver si se
le enfriaba un poco la cabeza. Pero curiosamente, el día siguiente los
bárbaros mandaron embajada para rendirse sin presentar batalla.

Una mente menos devota hubiera visto en ello mera coincidencia.


Pero Sulplicio Severo apuntó respecto a Martín:

A fin de que sus benditos ojos no padecieran el dolor de ver la


muerte de otras personas, Dios eliminó toda necesidad de batalla.
Porque Cristo no requería ninguna otra victoria a favor de su solda-
do, que esa misma; que quedando derrotado el enemigo sin necesi-
dad de derramar sangre, nadie tuviera que padecer la muerte.

Concluyo entonces con la siguiente reflexión: A través de los siglos


de guerras, asolamientos, atrocidades, cruzadas proselitistas y mil ho-
rrores que hemos cometido los cristianos desde entonces, el testimonio
de aquellos primeros cristianos sigue apelando a nuestras conciencias
como una luz que brilla en las tinieblas.

—¡No me es lícito pelear! ¡Soy cristiano! ¡Soy soldado de Jesús y no


puedo combatir por ningún otro rey!
Paz:
¿Arma de división en el cristianismo?
30 ENERO 1996

C OMO VEÍAMOS en nuestra última conferencia, cuando Martín


de Tours dejó las armas a mediados del siglo IV para dedicar-
se a la vida monástica, esta decisión despertó admiración en su biógra-
fo, que no dudó en atribuir a la intervención divina el hecho de que
Martín no tuviera que combatir. Por aquel entonces quedaba aun algo
del recuerdo de la no violencia de los primeros años del cristianismo, de
tal manera que el haber servido en el ejército era visto como una
vergüenza en la vida del cristiano. No era infrecuente que a un ex mili-
tar se le negara la admisión al monasterio, considerándose permanente
la mancha sobre su historial.

Pero para el año 418 en Hipona, las cosas habían cambiado mucho. El
militar a cargo de la defensa de la ciudad era el tribuno Bonifacio.
Parece ser que la muerte de su esposa le había hecho reflexionar sobre
su vida, y estaba decidido a dejar las armas para dedicarse a la vida
monástica. Los vándalos se habían apoderado del sur de España y posi-
blemente fuera previsible ya el paso de cruzar a África que emprendie-
ron algunos años más tarde. Quizá Bonifacio pensó que en tal caso se
vería envuelto en el ejercicio real de su profesión y no le apetecía cargar
su conciencia con sangre humana. Fueren cuales fueren sus motivos,
Bonifacio parece haber llegado a la conclusión de que una vida de ora-
ción y retiro del mundo convenía más a su alma que la profesión militar.
Pero su obispo Agustín le escribió una carta expresándole su más firme
desacuerdo.

Bien es cierto que ocupan un lugar más elevado ante Dios los que,
abandonando toda preocupación secular, le sirven en la más severa
castidad —le escribió Agustín—. Pero «Cada cual», como dice el
apóstol, «tiene su propio don de Dios; el uno de esta manera y el
160 Los genocidios en la Biblia

otro de aquella». Algunos, entonces, al orar por ti, luchan contra tus
enemigos invisibles. Mientras que tú luchas por ellos al combatir a
los bárbaros, sus enemigos visibles. ¡Ojalá todos mantuvieran la
misma fe!, pues entonces habría menos de todo tipo de conflicto y el
diablo y sus ángeles serían vencidos con facilidad. Mas es necesario
que en esta vida los ciudadanos del reino del cielo, con el fin de que
se manifiesten aprobados y «refinados como el oro en el crisol»,
padezcan tentaciones frente a hombres impíos, sumidos en el error.
Entonces no es justo que antes del tiempo señalado aspiremos a
vivir tan sólo con aquellos que son santos y justos. Al contrario,
mediante nuestra paciencia hemos de manifestarnos dignos de
recibir esta bendición a su debido tiempo.

Piensa entonces en primer lugar, cuando te armas para la batalla,


que la fuerza de tu cuerpo es también un don de Dios. Al pensar de
esta manera evitarás emplear el don de Dios contra los propósitos
de Dios.

Vemos entonces en el pensamiento de Agustín una curiosa repar-


tición de dones y responsabilidades en el pueblo de Dios. En teoría es
más elevada la vocación monástica. Sin embargo el empleo de las ar-
mas no es menos vocación que aquella, puesto que la fuerza y la destre-
za militar también son don de Dios. Unos luchan en oración contra los
demonios, otros luchan con las armas contra hombres perversos.
Ambos son necesarios: la acción de cada cual se ensambla perfectamen-
te con la del otro. Imposible saber si Agustín era consciente de su
ruptura fundamental con los grandes pensadores cristianos de los siglos
anteriores. Orígenes de Alejandría, por poner un ejemplo, había mante-
nido que era el deber de todos los cristianos, no tan sólo de unas pocas
vocaciones especiales, abandonar el ejercicio de las armas para comba-
tir por el imperio, sí, pero mediante la oración.

Agustín sin duda veía su opinión, que además era la generalizada


entre los líderes cristianos de su día, como una nueva y más sabia línea
de realismo frente a las exigencias políticas. Estaba muy bien aquello de
orar; pero también eran necesarias las armas. Y sin embargo tampoco
podía justificarse el recurso indiscriminado e incontrolado a la violencia.
¿De dónde iba a recoger Agustín las pautas necesarias para explicar
cuándo y cómo debían los cristianos recurrir a las armas sin ofender a
Dios? No de Jesús ni de los apóstoles, por supuesto. Ni del testimonio
Paz: ¿Arma de división en el cristianismo? 161

de los tres primeros siglos del cristianismo. Jesús, los apóstoles y las
primeras generaciones de cristianos se habían manifestado unánime-
mente en contra de la violencia y las armas.

Agustín era un hombre muy culto, profundo conocedor de la filosofía


desde mucho antes de su conversión al cristianismo. Platón, un filosofo
griego tres siglos anterior a Cristo, había expuesto:

La guerra […] no es lo mejor, y la necesidad de ella ha de lamen-


tarse; mas la paz unos con otros, y la buena voluntad, éstas son lo
mejor. […] Del mismo modo nadie puede ser un verdadero estadis-
ta, ya sea que procure la felicidad personal o la del estado, si atiende
tan sólo a la guerra. No será un legislador acertado quien utilice la
paz como medio para llegar a la guerra en lugar de utilizar la guerra
como medio para llegar a la paz.

Cicerón, un gran orador latino que murió poco antes de nacer Jesús,
había expresado sentimientos parecidos:

La retribución y el castigo deben obedecer ciertos límites. Soy de


la opinión de que basta con que el agresor se vea obligado a arrepen-
tirse de su maldad, a fin de que no repita la ofensa y que otros no se
vean tentados al mal. […] Entonces la única excusa para recurrir a la
guerra, es que vivamos en paz sin ningún perjuicio.

Haciendo eco de estos planteamientos precristianos, Agustín le expli-


ca al tribuno Bonifacio:

La paz ha de ser el objeto de tus deseos. La guerra ha de empren-


derse tan sólo como una necesidad. […] Pues la paz no se persigue
con el fin de emprender la guerra, sino que se emprende la guerra en
persecución de la paz. Por lo tanto, incluso al emprender la guerra,
mantén el espíritu de un pacificador; puesto que el Señor dice:
«Bienaventurados los pacificadores, porque serán llamados hijos de
Dios».

Al recurrir a las ideas de grandes pensadores paganos para presen-


tarlas como cristianas con ese ligero barniz piadoso que le otorga la cita
descontextualizada de las Escrituras, Agustín se desenvuelve en lo que
la Edad Media conocería como «teología natural». Tomás de Aquino
sería quien más desarrollaría este concepto, que veía como perfecta-
162 Los genocidios en la Biblia

mente compatible y ensamblable lo que se puede deducir desde los


razonamientos humanos y lo que sólo se puede saber si lo revela Dios.
Lo que ni Agustín ni Tomás ni los innumerables teólogos que les han
seguido parecen observar, es que el punto de empiece determina el
resultado. Si se empieza en «la carne», por usar un término del Nuevo
Testamento, la conducta resultante será «carnal». Si los razonamientos
éticos de los cristianos son los mismos que los de los paganos, la
conducta de cristianos y paganos será la misma. Mientras que si se
empieza pretendiendo seguir a Jesús hasta sus últimas consecuencias,
acabaremos pensando y actuando como él.

Agustín tuvo que enfrentarse con otros problemas, que no solamen-


te la invasión de los vándalos. La iglesia africana llevaba un siglo dividi-
da entre los donatistas, seguidores del obispo Donato, y los mal
llamados «católicos» o universales, que se mantenían en comunión con
el obispo de Roma. Agustín, consecuente con las pretensiones católicas
de universalidad, procuró por todos los medios posibles la reunificación
de la iglesia. Al comienzo de su obispado opinó que no era correcto
recurrir a la policía imperial para convertir a los donatistas al catolici-
smo. Pero cuando por fin vio que los donatistas jamás aceptarían otros
argumentos, Agustín llegó a la conclusión de que la represión policial
era la única solución. «A quien no sea hallado dentro de la Iglesia no hay
que preguntarle por qué —apuntó—. Sencillamente ha de ser corregi-
do y convertido. Y si se pone terco, que no se queje de las consecuen-
cias».

Fue un escritor pagano el que tuvo que reprender a Agustín, escan-


dalizado por los procedimientos policiales:

Reflexiona —escribe— sobre el aspecto que presenta un pueblo


del que son llevados a rastras los hombres condenados a la tortura;
piensa en los lamentos de madres y esposas, de hijos y padres;
piensa en la vergüenza que sienten los que al cabo de un tiempo
regresan, libres, sí, pero habiendo padecido las torturas.

De hecho Agustín no se inmuta ante el empleo de la tortura en otras


causas, que no solamente la unidad de la iglesia. En cierto pasaje se
lamenta por el hecho de que una persona inocente, incapaz de aguantar
la tortura, pueda acabar confesándose culpable. En tal caso el inocente
no sólo habrá padecido torturas sino que será ejecutado. A Agustín
Paz: ¿Arma de división en el cristianismo? 163

este resultado le parece increíblemente penoso, digno de ser regado


con lágrimas. Pero nunca se le ocurre cuestionar la brutalidad de la poli-
cía imperial. Ni siquiera se plantea que los cristianos no deban torturar.
La única lección que saca del tema es que la vida es dura, que nadie es
perfecto, y que todos necesitamos de la gracia de Dios para salvarnos.

Si Agustín no fuera cuatros siglos posterior a Jesucristo podríamos


achacar su ceguera moral a la época en que le tocó vivir. Y es posible
que a pesar de todo sea ese su justificante. La torpe ingenuidad con
que la Iglesia se dejó envolver por la tentación de convertirse en religión
estatal hubiera sido sencillamente impensable para la generación de
Jesús y los apóstoles. La Biblia es muchísimo más sofisticada, muchísi-
mo más realista sobre los efectos corruptores del poder. Hallamos allí
una actitud sospechosa y recelosa de las intenciones de poderosos y
ricos cuando protestan su inocencia y alegan procurar tan sólo el bien
del pueblo.

La Iglesia del tiempo de Agustín, de la que Agustín mismo fue su más


célebre teólogo en Occidente, tenía una cosmovisión radicalmente dis-
tinta a la de los apóstoles. Ellos habían adoptado la no violencia no
como elemento superficial, utilitario y pasajero, sino como resultado co-
herente de su visión de Dios, del hombre, de las instituciones y de la
historia. Agustín entiende estas cuatro cosas: Dios, el hombre, las insti-
tuciones humanas, y la historia, desde una perspectiva radicalmente
diferente.

Jesús y los apóstoles eran judíos marginados, lejos de las esferas del
poder, obligados a depender absolutamente de Dios para sobrevivir de
día en día. Agustín era un prestigioso e intelectual obispo de la
organización religiosa que instruía sobre sus deberes cívicos a empera-
dores, generales y nobles. No tenía ninguna otra cosa en común con
Jesús y los apóstoles: ¿Por qué iba a coincidir entonces con ellos respec-
to a las virtudes de la no violencia? La no violencia podía acaso ser
comprensible para los pobres y marginados que no tenían otra esperan-
za que Dios. Sin embargo para alguien en la posición privilegiada de
Agustín, privarse voluntariamente del recurso a la fuerza tenía que pare-
cer ridículo e irresponsable.

Desde los tiempos de Agustín y desarrollando principios expuestos


por él, todas las ramas del cristianismo salvo pequeños grupos mar-
164 Los genocidios en la Biblia

ginales, han marchado al compás de la teoría de la guerra justa o justifi-


cable.

No existe ningún documento oficial, ninguna descripción universal-


mente aceptada de esta teoría. Pero podemos resumir sus grandes
rasgos en cuatro puntos esenciales. Para que una guerra sea justa o
justificable tiene que reunir cada una de las siguientes cuatro condicio-
nes:

1. Autoridad justa. Tan sólo una autoridad debidamente constituida


puede declarar una guerra que sea justa. Nunca se justifica que un parti-
cular organice un ejército y recurra a la fuerza armada. El cristiano, en
cuanto particular, debe ser como Cristo manda. Debe perdonar, amar,
estar dispuesto a perder derechos y privilegios. Pero la autoridad debi-
damente constituida tiene el deber y la responsabilidad de proteger a la
sociedad sobre la que es autoridad.

2. Causa justa. No todas las causas ni todos los motivos pueden


justificar el recurso a la guerra. Hay ofensas o perjuicios que deberían
ser perdonados antes de tomar un paso tan grave como declarar la
guerra. Hay objetivos que no son justos en sí mismos. Una guerra cuyo
objetivo es llevar a cabo una injusticia no puede ser justa.

3. Medios justos. No todo es lícito ni siquiera en la guerra, al menos


si se pretende que ésta sea justa. Hay tácticas y estrategias que atentan
tan exageradamente contra civiles, contra potencias neutrales o contra
la naturaleza, que no son admisibles para los cristianos. Este punto es
el que ha dado lugar en nuestro siglo al pacifismo nuclear. Muchos líde-
res cristianos, sin ser pacifistas en principio, han expresado inequívoca-
mente que el empleo de armas nucleares nunca puede justificarse. Un
apartado importante dentro de este punto de los medios justos, es el de
la «proporcionalidad». La destrucción, el sufrimiento, el mal ocasiona-
dos por la guerra, nunca pueden ser mayores que lo que vendría de
rendirse sin combatir. El estado de las cosas al acabar la guerra tiene
que ser preferible al que imperaría de no haberla emprendido. En efec-
to esto significa, entre otras cosas, que tan sólo puede considerarse
justa una guerra de la que se salga vencedor.

4. Actitudes justas. Este punto inevitablemente es más importante


en Agustín que en los pensadores posteriores. Para Agustín no había
conductas imposibles de contemplar, pero había, sí, actitudes que el
Paz: ¿Arma de división en el cristianismo? 165

cristiano nunca debía abrigar. El cristiano podía y debía matar al enemi-


go, pero siempre con amor en su corazón. Nunca con odio ni desprecio.
El cristiano debía lamentar profundamente en su fuero más íntimo la
triste necesidad de recurrir a la fuerza. Ya hemos mencionado la triste-
za que sentía Agustín ante la necesidad de recurrir a la tortura policial.
La guerra debía ser emprendida con ese mismo dolor, pero también con
esa misma firmeza brutal hasta acabar con toda oposición militar.

Ya que la intención de estos cuatro puntos es limitar la participación


cristiana a tan sólo aquellas guerras que los cumplen, es justo y necesa-
rio evaluar si este ha sido de verdad el resultado. Observamos con
horror los últimos 16 siglos de historia europea y nos preguntamos
cuánto peor hubiera sido, de verdad, si los cristianos se hubieran mante-
nido fieles a la enseñanza no violenta de Jesús y los apóstoles. No hay
crueldades, atrocidades, guerras, armas ni crímenes contra la humani-
dad que los cristianos se hayan negado durante sus siglos en el poder.
La crueldad y el atropello de derechos humanos con que los cristianos
europeos asolaron el continente americano de norte a sur, esclavizaron
los pueblos africanos y gobernaron imperiosamente el Asia, son tan
espantosos que es imposible relatarlos sin emoción y amargura. Si los
españoles se mostraron absolutamente carentes de piedad y moralidad
en América, los ingleses se vieron moralmente humillados ante la no
violencia del pueblo hindú liderado por Gandhi.

No hay ningún tipo de guerra a la que los cristianos no se hayan


lanzado gustosos. Guerras defensivas, sí, pero de conquista también.
Guerras de intolerancia religiosa, guerras genocidas, guerras capricho-
sas basadas en la envidia de sus gobernantes cristianos. Y guerras moti-
vadas por errores y malentendidos.

Agustín y los defensores de la teoría de la guerra justa han querido


decir que sólo algunas guerras son justificables. Lo que oye el mundo es
que es posible justificar la guerra. Lo que quiere decir en la práctica es
que los cristianos siempre van a la guerra, seguros de que sus acciones
podrán ser justificadas.

Los defensores de la teoría de la guerra justa alegan que la teoría en


sí es buena. Que lo que hay que hacer es aplicar sus principios a rajata-
bla. La realidad de los últimos 16 siglos demuestra que es una teoría
inútil, que nunca ha sido ni nunca será empleada eficazmente para
166 Los genocidios en la Biblia

limitar las guerras. Agustín y sus seguidores respecto a la guerra justa


alimentan un monstruo, pensando que lo podrán controlar. Siempre,
inevitablemente, el monstruo se les escapa y comete atropellos indeci-
bles mientras el mundo se agarra la cabeza horrorizado.

Si lo que se pretende es limitar las guerras: ¿No sería más eficaz hacer
de ellas algo impensable para los cristianos? Si los cristianos, todos los
cristianos, nos negáramos a pelear, el mundo sería un lugar bastante
más habitable que lo que hoy es. Recordemos que los serbios y croatas,
precisamente los que empezaron la guerra bosnia, son cristianos; y que
el 80% de hutus y tutsis en Ruanda y Burundi también lo son. Pero el
monstruo diabólico de la justificación de las guerras ha carcomido el
alma del cristianismo y es difícil imaginar un mundo en el que los cristia-
nos no estén siempre entre los primeros en disparar sus armas contra el
prójimo.

Es difícil examinar con calma una teoría cuyo efecto ha sido tan
desastroso y tan contrario al fin que perseguía. Pero ya que la abru-
madora mayoría de los cristianos juran por ella, habrá que analizarla
punto por punto. Los comentarios que siguen a continuación no pue-
den aspirar a ser exhaustivos. Son mis apuntes desordenados más que
un análisis minucioso.

Primero, veamos qué ha sido del concepto de la autoridad justa.

Ya en la Edad Media Tomás de Aquino exploró las limitaciones de


esta condición necesaria para que una guerra pudiese ser considerada
justa. ¿No era justificable nunca la revolución contra la tiranía?

Un gobierno tiránico no es justo —escribió Tomás—, porque no


persigue el bien común sino el bien particular del gobernante. […]
Por lo tanto no existe sedición si se perturba un gobierno de esta
índole. […] En realidad es el tirano mismo el culpable de sedición, ya
que favorece la discordia y la sedición entre sus súbditos, a fin de po-
der enseñorearse sobre ellos con mayor firmeza; porque esta es la
tiranía, ya que conduce al bien particular del gobernante, en perjui-
cio de la multitud.

En términos parecidos se expresa John Locke, filósofo inglés de fines


del siglo XVII. Durante ese siglo la política inglesa había sido extremada-
mente volátil: testigo de una guerra civil, un experimento republicano, y
Paz: ¿Arma de división en el cristianismo? 167

el regreso de la monarquía. No todos los gobiernos son legítimos, opina


Locke, sino tan sólo los que cuentan con el asentimiento de los gober-
nados. Añade que…

Quien emplea la fuerza sin el derecho, como es el caso de todo el


mundo en una sociedad sin leyes, se pone a sí mismo en un estado
de guerra con las personas contra quienes la emplea. Y en ese
estado, todas los lazos se anulan, todos los demás derechos acaban,
y cada uno tiene el derecho de defenderse y de resistir al agresor.

O sea que son los gobernantes tiránicos los que han empezado la
violencia. Pero según la teoría de la guerra justa, las guerras de
agresión sin provocación son siempre injustas, por lo que se justifica
defenderse de la agresión. Entonces, si un tirano agrede a sus súbditos
sin provocación, se justifica la revolución.

Como dijo Camilo Torres, un cura guerrillero colombiano de media-


dos del presente siglo:

[La oligarquía no tiene] ningún derecho de prohibir a la mayoría


los medios violentos cuando ellos ya los han utilizado antes mil
veces. […] Si la minoría lesiona la democracia, valiéndose de la vio-
lencia, sepa que responderemos a la violencia con la violencia.

En la práctica, entonces, la estipulación de que tan sólo las autori-


dades legítimas pueden emprender una guerra que pretenda ser justa,
ha sido insostenible. Siempre será posible encontrar excepciones a esta
regla. Pero aunque esta regla no ha servido para limitar las guerras, sí
ha servido para reconfortar y reafirmar en su tiranía a los gobernadores
opresivos e injustos. Frente a argumentos como los de Tomás de Aquí-
no, John Locke o Camilo Torres, los poderosos siempre se muestran
escandalizados. Ellos sí tienen bien asumido que ellos, y solamente
ellos, son los que tienen el derecho a recurrir a las armas.

Pongamos un ejemplo. La reforma religiosa inspirada por Lutero


hubiera sido imposible sin el apoyo militar de los príncipes alemanes
que se sirvieron del luteranismo para resistir la centralización imperial
de los Austria. Entonces Lutero se horrorizó cuando los campesinos
alemanes se alzaron en armas, hartos ya de tanta tiranía a manos de los
mismísimos nobles que defendían su Reforma. «Mis señores, pinchad,
cortad y matad a cuantos podáis —les instruyó el reformador protes-
168 Los genocidios en la Biblia

tante—. Si morís en batalla sería imposible conseguir un final más


bendito, porque morís en obediencia a la Palabra de Dios».

Es una pena tener que ser tan crueles con la gente pobre pero,
¿qué íbamos a hacer si no? Es necesario y es lo que Dios quiere para
que el pueblo sienta temor. De lo contrario Satanás haría mucho da-
ño. […] De ahora en adelante, los campesinos se enterarán de lo
perversa que es su conducta y dejarán de crear disturbios o por lo
menos lo harán menos. No os preocupéis por su sufrimiento, ya que
será de provecho para muchas almas.

Es posible que el luteranismo peque más que otras tradiciones de


este escandaloso servilismo frente al autoritarismo. No en vano fue
Alemania la cuna del nazismo. Pero la tendencia existe claramente tam-
bién, por ejemplo, en la ortodoxia rusa o en el catolicismo español.

Por último el concepto de autoridad justa necesaria para declarar


justa una guerra halla su máximo extremismo en las cruzadas. Cuando
los papas enfervorizaban a las hordas cristianas para lanzarse sobre
tierras musulmanas lo hacían, pretendidamente, en el nombre de Dios.
¿Qué autoridad podía haber superior, más legítima y justa, que la de
Dios mismo? No debemos extrañarnos al enterarnos que las cruzadas
fueron motivo de los peores atropellos contra los derechos humanos
perpetrados por cristianos. Fanatizados como los fundamentalistas
religiosos de nuestro propio día, los europeos atribuyeron la máxima
justicia posible a cada una de sus acciones bélicas contra los musulma-
nes. Las consecuencias nefastas de aquellas guerras siguen con noso-
tros hoy, desde Bosnia hasta el Oriente Medio.

Resumiendo, entonces, el concepto de la necesaria autoridad justa


no sólo ha sido inútil para impedir guerras. Todo lo contrario, se ha
utilizado para justificar todo tipo de guerra, desde las guerrillas re-
volucionarias hasta las más viles agresiones militares cometidas en el
nombre de Dios.

En segundo lugar, veamos qué ha sido del concepto de causa justa.

Es obvio que si fuese posible ponerse de acuerdo acerca de cuál de


los partidos en una contienda tiene la causa justa, cesarían la mayoría de
las guerras. Insistir en que una guerra deba obedecer a una causa justa
suena muy bien. Y algunos defensores de la teoría de la guerra justa
Paz: ¿Arma de división en el cristianismo? 169

han explicado detalladamente lo que ellos entienden como causas


justas. Sin embargo, frente a las realidades que inspiran las guerras,
este es probablemente el más inútil de todos los puntos de la teoría.
Nunca nadie ha empezado una guerra sin sentirse profundamente justi-
ficado respecto a los objetivos perseguidos.

La observación de Erasmo respecto a este tema es muy incisiva:

El príncipe cristiano debería primero cuestionarse su propio dere-


cho, y entonces aunque quede establecido más allá de toda duda,
debe plantearse si merece defenderlo por medio de catástrofes
ocasionadas en toda la tierra. […] Pero, ¿qué seguridad puede haber
en ningún lugar mientras cada cual defiende sus derechos a ultran-
za? Vemos guerras que tienen su origen en guerras, guerras que
siguen tras otras guerras, y los trastornos no tienen límite. Lo que
queda claro es que con tales medios no se consigue absolutamente
nada. Por tanto, habría que probar otros remedios.

Este consejo de Erasmo, huelga decir, cayó en oídos sordos. La histo-


ria europea en los últimos siglos ha mostrado poca disposición a aban-
donar derechos por el mero hecho de que defenderlos supondría una
guerra.

Por si le quedara algún resquicio de prestigio al concepto de causa


justa, la guerra de las Malvinas a principios de los 80 acabó por hacer de
tal concepto el hazmerreír de toda persona pensante. Cuando la Arma-
da Argentina tomó posesión de las islas, nada tardaron la jerarquía
católica argentina ni tampoco los pastores evangélicos, en declarar jus-
ta la invasión. Mientras tanto la reacción militar de los ingleses se vio
alentada y bendecida por los clérigos británicos, que no titubearon ni un
instante en declarar justa la causa inglesa. Así las cosas, los soldados
cristianos de un país y del otro se lanzaron a matarse mutuamente con
la bendición de sus respectivas iglesias.

La verdad es que cuando en nuestro mundo moderno un país en


guerra puede controlar y controla los medios de comunicación, no hay
guerra que a los ciudadanos de un país beligerante no parezca ya no
sólo justa, sino incluso sagrada. Es poco menos que imposible resistir el
embate psicológico de todos los medios de comunicación lanzados en
concierto para predicar la justicia de la causa nacional. En tales circuns-
tancias, más que inútil es ridículo el intento de establecer en pleno
170 Los genocidios en la Biblia

conflicto cuál de las partes pueda estar en posesión de una causa justa.
Por falta de causa justa nunca desde que vivió Agustín hasta hoy, se
dejó de pelear una guerra.

El tema de los medios justos, y en tercer lugar, ha dado resultados


mucho más interesantes.

Qué duda cabe que en la segunda mitad del siglo XX pudo evitarse
una tercera guerra mundial como las dos de la primera mitad, expresa-
mente por el deseo de evitar el recurso a las armas nucleares. La guerra
para la que los comunistas y los occidentales nos preparábamos era tan
disparatada, sus consecuencias tan fuera de proporción de cara a nin-
gún fin concebible, que fue posible evitarla.

Durante la Guerra Fría hubo importantes pensadores cristianos que


declararon inequívocamente que era mil veces preferible que todo el
mundo acabara bajo el yugo comunista, antes que desapareciera toda la
vida del planeta. Un horror parecido al de las armas nucleares es el que
ocasionan las armas químicas y biológicas. Algunos progresos débiles
se han logrado en el intento por eliminar todas estas armas de destruc-
ción masiva e indiscriminada, y siempre ha habido cristianos entre los
que se han manifestado en contra de ellas.

Y en cuarto lugar tenemos la insistencia de Agustín en que las ac-


titudes del cristiano deben mantenerse puras en la guerra.

Su idea de que es posible matar amando al enemigo me resulta tan


absurda, que sospecho que me estoy perdiendo algo. Aquí hay algo
que sencillamente no entiendo. Para mí Agustín se inventó una rueda
cuadrada y está convencido que la puede hacer rodar. Pero una rueda
cuadrada, por mucho que se llame «rueda», nunca podrá rodar. Y el
amor cristiano capaz de torturar y matar, por mucho que se llame
«amor», es incapaz de amar. Quién mejor que el apóstol Pablo para
denunciar el disparate. En Romanos capítulo 13 pone sencillamente que
«El amor no hace mal al prójimo».

Volvamos ahora a la pregunta que nos plantea el título que hemos


dado a esta conferencia. «Paz: ¿Arma de división en el cristianismo?»
¿Puede haber paz entre los cristianos respecto al tema de la paz?
Examinemos muy someramente la gama de posiciones mantenidas por
cristianos a través de los siglos:
Paz: ¿Arma de división en el cristianismo? 171

1. La inmensa mayoría que no piensa.

Cuando suena el clarín y se declara la guerra, casi nadie se detiene a


reflexionar si como cristianos deberían objetar a las armas. Alentados y
bendecidos por curas y pastores, la inmensa mayoría de los jóvenes
cristianos de edad militar se alista a filas sin pensárselo dos veces.
Arrastrados por la manipulación oficialista de los medios de comunica-
ción, la flor y nata de la juventud cristiana se lanza a la carnicería al igual
que cualquier pagano.

2. La guerra santa.

De vez en cuando en el transcurso de la historia, son los clérigos


cristianos los que han inspirado directamente la guerra. El primer caso
notable fue el de Urbano II, el papa del siglo XI que lanzó la primera
cruzada contra los turcos. Las guerras entre católicos y protestantes
que asolaron Europa en los siglos XVI y XVII serían otro macabro ejem-
plo. Como también lo fue el genocidio de indios americanos cometido
por los puritanos ingleses a partir del siglo XVII, que se veían a sí mismos
como Israel conquistando una nueva Tierra Prometida. El anticomunis-
mo de occidente durante la Guerra Fría tuvo mucho de fanatismo
religioso cristiano rayano en el espíritu de la cruzada. Hoy los cristianos
ortodoxos serbios se niegan a convivir en un mismo estado con los mu-
sulmanes. El carácter sagrado que tiene para ellos esta guerra explica
en cierta medida el salvajismo fanático de sus métodos bélicos.

3. La guerra justa.

No todo ha sido entusiasmo mentecato en la historia de los cristianos


que van a la guerra. Los diversos autores que elaboran detalladamente
la teoría de la guerra justa a través de 16 siglos lo hacen con el firme
propósito de poner coto a tanto derramamiento de sangre cometido
por cristianos. Un curioso juramento de Roberto el Pío, rey de Francia a
principios del siglo XI reza:

No violaré los derechos de la Iglesia de ninguna forma. No heriré


a ningún clérigo ni monje si está desarmado. No robaré ningún
buey, cerdo, oveja, asno, ni yegua preñada. No atacaré a ningún
campesino ni campesina ni siervos ni mercaderes para cobrar resca-
te. No cogeré ningún mulo ni caballo ni yegua ni potro del pastizal
de ningún hombre entre las calendas de marzo hasta la festividad de
172 Los genocidios en la Biblia

Todos los Santos, salvo para recuperar una deuda. No quemaré


casas ni las destruiré salvo que haya un caballero dentro. No arran-
caré vides. No atacaré a mujeres nobles que viajen sin sus maridos ni
sus criadas, ni a viudas ni monjas, salvo cuando sea por culpa de ellas
mismas. Desde el comienzo de Cuaresma hasta el fin de la Pascua no
atacaré a ningún caballero desarmado.

Está claro que Roberto el Pío no renunciaba a la guerra. Pero tam-


bién está claro que la instrucción religiosa que había recibido ponía
límites a su belicosidad. Ya hemos mencionado las palabras de Erasmo
de Rotterdam que animaba a los príncipes a cuestionarse muy seria-
mente si merecía la pena defender sus derechos mediante la guerra.
También habría que mencionar a Francisco de Vitoria que enjuició
severamente la conquista española del continente americano. Estos y
muchos otros pensadores importantes intentaron con seriedad y hones-
tidad emplear la teoría de la guerra justa para limitar la guerra.

Y sin embargo, como ya hemos observado, el efecto real de esta teo-


ría ha sido que cuando los cristianos han emprendido guerras, siempre
han podido encontrar algún clérigo que les apoye y la declare justa.

4. La guerra de liberación

En nuestro propio siglo XX ha habido un importante movimiento de


cristianos especialmente en América Latina, que profundamente influ-
enciados por el marxismo, no han tenido problemas en renunciar a la
guerra internacional por considerar que tales guerras sólo benefician a
los capitalistas; pero que por contrapartida, han alentado y fomentado
el alzamiento revolucionario de las clases sociales oprimidas. Han
utilizado en ello argumentos tanto de la teoría de la guerra justa como
del concepto de la Guerra Santa.

5. Pacifismo nuclear

Estimulados por el horror a las consecuencias irreversibles y des-


proporcionadas de una guerra nuclear, muchos pensadores cristianos
en los últimos cincuenta años han acabado por pronunciarse inequívo-
camente pacifistas respecto a las armas de destrucción masiva. Al mani-
festar esta opinión han querido ser consecuentes con los planteamien-
tos de la teoría de la guerra justa.
Paz: ¿Arma de división en el cristianismo? 173

6. Pacifismo político

También han querido ser consecuentes con los planteamientos de la


teoría de la guerra justa quienes han objetado a ciertas guerras en
particular por no estar de acuerdo con sus objetivos políticos o por no
aceptar la autoridad del gobierno que la emprendía. El caso más sona-
do sea posiblemente el de muchos objetores estadounidenses a la
guerra de Vietnam. Aquí en España ha habido objetores catalanes y
vascos que no aceptan la autoridad del estado español, aunque no
objetarían a un ejército catalán o vasco.

7. No violencia

He denominado así, por falta de mejor nombre, a una corriente de


pensamiento muy típico del siglo XIX y de moda de vez en cuando en el
siglo XX también, que cree firmemente en el progreso de la sociedad
humana. Convencidos de que la raza humana evoluciona hacia un esta-
do cada vez más perfecto, adoptan la no violencia como el siguiente
estadio de dicha evolución social. Hay mucha lucha no violenta que es
ingenua respecto a la condición moral humana. Mucho pacifismo
superficial, que no tiene en cuenta la realidad del pecado y de las fuer-
zas diabólicas de maldad en las esferas espirituales, de que eran tan
conscientes los primeros cristianos. La moda del pacifismo suele disip-
arse como la niebla cuando aparece en escena la maldad irracional. Por
poner un ejemplo, los mismos sacerdotes y pastores que en los países
anglosajones defendían la no violencia en la década del 30, defendieron
la guerra contra el nazismo pocos años después.

8. Pacifismo separatista

Aquí me refiero especialmente a mi propia tradición menonita, por lo


menos en la forma que tomó hasta hace muy pocas décadas. Se parte
de una concepción dualista de la sociedad humana. Los miembros de la
pequeña minoría que se entiende a sí misma como la única portadora de
la verdad cristiana, se aíslan del resto de la sociedad y viven con profun-
da integridad personal la no violencia y el pacifismo. Pero el precio que
pagan por su integridad pacífica personal, es el de no influir en absoluto
en lo que sucede a su alrededor. Aquí se entiende que el mundo está
por definición en las garras de Satanás, y el deber del cristiano es tener
que ver lo menos posible con él.
174 Los genocidios en la Biblia

9. Pacifismo preapocalíptico

Un cierto parecido tiene la actitud de los Testigos de Jehová, por lo


menos en lo que atañe a su convencimiento de ser los únicos por-
tadores de la verdad. Sin embargo la lógica del pacifismo de los Testi-
gos de Jehová tiene más en común con lo que habíamos denominado
«pacifismo político». Los testigos sencillamente no aceptan como legíti-
mos los gobiernos de este mundo y por lo tanto están dispuestos a
sufrir la persecución antes que corromperse defendiéndolos. Sin em-
bargo cuando vuelva Cristo, tienen plena intención de integrarse al
ejército apocalíptico que destruirá a todos los malvados del planeta. O
sea que por ahora son pacifistas, pero un día emprenderán la Guerra
Santa.

10. No violencia bíblica

Sin duda sería prematuro hablar ya de una inversión del proceso del
siglo IV cuando la Iglesia abandonó la no violencia. Sin embargo no deja
de ser cierto que son cada vez más los cristianos que inspiran sus
convicciones y una conducta no violenta en Jesús de Nazaret. Son
cristianos que se ciñen a la visión integral de paz que enseña la Biblia y
que los hebreos llamaban shalom. Shalom es la armonía que se extiende
por toda la sociedad cuando nadie padece opresión ni violencia a manos
de su semejante. Es la paz concebida como algo inseparable de la justi-
cia. Es una justicia que por definición renuncia a los métodos violentos,
reconociendo que los métodos violentos son siempre injustos en sí mis-
mos. Shalom es una visión de solidaridad con el prójimo donde la paz y
la justicia se dan la mano, se funden en un abrazo eterno e inviolable. Es
imposible la paz sin justicia. Pero la justicia sólo puede existir donde ha
desaparecido la violencia. Cualquier justicia que requiera de la violencia
para establecerse perece bajo el peso de su propia contradicción.

Esta no violencia bíblica tiene su garante en Dios, que ha actuado


decisivamente resucitando a Jesucristo. El cristiano no violento sabe
que existe el mal irracional, diabólico. Lo contempla en todo su horror
maligno y resiste la furia de sus embates con la fortaleza que le otorga
el Espíritu Santo. La no violencia bíblica no es apta para gente carnal.
No es recomendable para quien no esté plena e íntegramente entrega-
do a Cristo en cuerpo y alma. Requiere la transformación total de la
Paz: ¿Arma de división en el cristianismo? 175

persona en un discipulado fiel a Jesucristo; lo que los cristianos llama-


mos «conversión».

Y bien: Sin duda la gama de posicionamientos frente al tema de la


guerra que han tomado y toman los cristianos, podría ampliarse con
muchos más matices. Pero las diez posiciones que acabamos de ver nos
dan al menos una idea de la enorme variedad. ¿Puede haber paz o ha de
existir siempre la división entre cristianos sobre este tema?

Creo que todas las demás posiciones derivan y a la vez se han distan-
ciado en algún particular de la última, la de la no violencia bíblica. Creo
que la única esperanza que tenemos los cristianos de volver a hablar
con una sola voz sobre este tema, se halla en que recuperemos la visión
bíblica de shalom, y luchemos denodadamente por la justicia, por me-
dios no violentos. En esta lucha no perdamos jamás la perspectiva: el
enemigo no es nunca nuestro prójimo humano, sino Satanás. Como las
primeras generaciones de cristianos, luchemos contra Satanás con toda
la fuerza de nuestro espíritu —resistiendo su tentación de matar a nues-
tro prójimo—, mientras construimos una sociedad alternativa basada
en la solidaridad y la justicia.
Cuatrocientos años de objeción de conciencia:
Perspectivas de futuro
14 NOVIEMBRE 1995

E N 1526 FERNANDO, Archiduque de Austria y hermano del em-


perador Carlos V (Carlos I de España), asumió las coronas
de Hungría y de Bohemia. Fernando pudo así hacer extensivas a estas
tierras ciertas medidas que había tomado ya en Austria para acabar con
la secta de los anabaptistas.

Los anabaptistas habían surgido en el Cantón de Zúrich, en Suiza,


pero se habían diseminado rápidamente por los dominios austríacos y
como buen católico que era, Fernando se dispuso a exterminarlos. Para
estos efectos constituyó tribunales especiales para juzgar herejes. For-
mó también un cuerpo de élite, los Täuferjäger o Cazadores de Anabap-
tistas, cuyo propósito era espiar a la población con el fin de descubrir y
arrestar a todos aquellos cuyas convicciones religiosas pudieran ser sos-
pechosas de sectarismo. El fin que esperaba a los anabaptistas arres-
tados era siempre el mismo. Si bajo los efectos desmoralizadores de la
tortura alguien se retractaba, de todas maneras debía morir; aunque se
le concedía la gracia de ser decapitado en lugar de arder en la hoguera.
Eran estas las medidas que Fernando se disponía ahora a traer a Mora-
via.

Pero la nobleza morava no estaba acostumbrada a la intromisión del


monarca en lo que ellos consideraban como asuntos internos de sus
tierras. Los Liechtenstein, en particular, se rebelaron contra estas
medidas, ya que simpatizaban con las ideas anabaptistas. De hecho
Leonardo de Liechtenstein, Conde de Nicolsburgo, en lo que es hoy la
República Checa, se bautizó en 1527, rechazando así la legitimidad de su
bautismo infantil. De manera que durante varios años Nicolsburgo, tan
sólo unos 25 Km. al norte de Viena, fue un refugio al que acudieron
grandes números de anabaptistas que huían de la persecución religiosa.
178 Los genocidios en la Biblia

Cuando en 1528 Fernando amenazó con emplear la fuerza para hacer


valer sus derechos, Leonardo de Liechtenstein replicó que si el ejército
del rey invadía sus tierras se encontraría con las balas de su ejército
condal.

Pero algunos anabaptistas consideraron incorrecta la actitud de su


protector. Ya antes se había consumado una división entre aquellos
anabaptistas que aceptaban como necesaria la protección estatal del
cristianismo, y esta minoría que no veía nada en ese sentido en el Nuevo
Testamento y prefería seguir la enseñanza de Jesús, donde pone que «si
alguien te golpea en la mejilla derecha has de dejarle también la otra».
Fue así como unos 200 anabaptistas abandonaron el condado de Nicols-
burgo. Pedro Wiedemann, su portavoz, explicó sus motivos al Conde:
«Ya que amenazas con protegernos, no podemos permanecer aquí».

El tema sobre el que se me ha pedido que hable hoy es curioso:


«Cuatrocientos años de objeción de conciencia: Perspectivas de futuro».
Dividido así entre la referencia a esos siglos de historia y las perspecti-
vas de futuro hacia los que debo dirigirme, no estoy del todo seguro por
dónde cogerlo.

Como comprenderán ustedes, acerca del futuro no sé casi nada. Ni


siquiera puedo asegurar inequívocamente que vaya a haber un futuro
como nosotros entendemos futuro. Es cierto que por cuanto soy cris-
tiano, mi orientación fundamental mira hacia el futuro. Como confesión
de fe sí tendría algunas cosas bastante claras que decir acerca del futu-
ro. Pero dejaré esto para el final, como creo que corresponde, y empe-
zaré con los 475 años —que no 400— de experiencia de la tradición
cristiana menonita que represento.

Hablo de esta historia menonita con cierta reticencia. Como cristiano


evangélico mi vocación es hablar de Cristo. Me precio de mi tradición
confesional en particular, pero el mensaje que me apasiona no es el de
los menonitas sino el de Jesús de Nazaret, que dio su vida para que
nosotros viviéramos. En otra conferencia quisiera volver sobre la
historia de los cristianos con más amplitud,1 para hablar de 2000 años
de hombres y mujeres que han intentado seguir a Cristo, que no tan

1
Esta conferencia fue la primera de la serie en su presentación original.
Cuatrocientos años de objeción de conciencia 179

sólo la experiencia de la tradición que represento. Y también espero


poder hablar de Jesús mismo, y cómo le veo en los textos de los evan-
gelios, como la persona más capacitada —en toda la historia humana—
para predicar la no violencia, cosa que creo que hizo de palabra y con el
ejemplo. Así que ruego me disculpen ustedes si en el transcurso de la
presente conferencia me refiero bastante a los anabaptistas y sus suce-
sores, los menonitas: creo que el tema que se me ha pedido lo requiere.

Volvamos entonces a la cuestión entre manos. Y empecemos de-


finiendo la objeción de conciencia. Ya que este ciclo de conferencias se
titula «Perspectivas de paz», he de suponer que la frase «objeción de
conciencia» en mi tema para hoy hace de abreviación para una frase
más larga, que sería: «objeción de conciencia al servicio militar
obligatorio». Porque la objeción de conciencia obviamente puede darse
respecto a muchas otras cosas. Hay médicos que objetan a realizar los
abortos que les requieren los centros sanitarios donde trabajan. La
objeción por motivos de conciencia se puede dar en cualquier circuns-
tancia en que los valores morales o religiosos del individuo sean contra-
rios a la orden de un superior.

Así como uno puede recibir órdenes de ejecutar acciones muy diver-
sas que den motivo a la objeción, también pueden ser muy diversos los
argumentos morales que se esgriman para no ejecutar una orden. La
experiencia de mi pueblo menonita, que es la que al parecer da lugar a
mi presencia aquí hoy, no es propiamente dicha una objeción de con-
ciencia pura sino la objeción planteada por un conflicto de autoridades.
Como comunidad religiosa que somos, los menonitas no basamos nues-
tra conducta —ni nuestras objeciones— sobre la base de la soberanía
moral de la conciencia personal, sino como obediencia a Dios.

Volvamos a la historia con que empezábamos. Los 200 anabaptistas


pacifistas que abandonaron la protección del Conde de Nicolsburgo no
estaban expresando con su emigración la opinión de que la conducta
del Conde era mala o perversa en sí misma. Emigraron unos 25 Km. más
al norte, a la población de Austerlitz. La nobleza señorial de Austerlitz
les dio su protección y la comunidad anabaptista prosperó allí unos 85
años, durante los que atrajo a miles de correligionarios que huían de
tierras donde no gozaban de la misma libertad y protección.
180 Los genocidios en la Biblia

¿Por qué era aceptable la protección de los nobles de Austerlitz y no


la de Leonardo de Liechtenstein? Porque Leonardo se había bautizado
como anabaptista, asumiendo así el compromiso de seguir a Cristo de
una manera radical y absoluta conforme a la disciplina de la nueva
iglesia refundada según los patrones del Nuevo Testamento. Como
miembro bautizado de esta nueva iglesia, era su deber seguir el ejemplo
de Jesús de Nazaret, que no recurrió a las armas sino que se dejó
conducir mansamente a la cruz. Leonardo de Liechtenstein era enton-
ces un hermano en la fe, que por amor a sus hermanos era incapaz de
resistir la tentación de recurrir a las armas para evitar la persecución que
les aguardaba. Los hermanos no estaban dispuestos a ser motivo del
pecado de su protector, ocasionado por su amor hacia ellos y su senti-
miento de responsabilidad señorial por su bien.

Pero los nobles de Austerlitz eran católicos. Ellos no habían sellado


mediante su bautismo voluntario, como adultos, una decisión personal
de seguir a Cristo hasta las últimas consecuencias. Entonces los anabap-
tistas no esperaban de ellos más que lo que hubieran esperado de
autoridades paganas. Ellos sí podían y debían recurrir a las armas para
defender a sus súbditos. Podían, porque al no haber elegido voluntaria-
mente ser discípulos de Cristo, no se habían sometido a su soberanía. Y
debían, porque según los anabaptistas leían en Romanos capítulo 13,
Dios ha ordenado a las autoridades civiles y militares para que protejan
a sus súbditos y castiguen a los malvados.

La objeción al empleo de las armas no se planteaba entonces como


una elección entre el bien y el mal, a secas. La cuestión no residía en
que fuese inherentemente malo que una autoridad señorial defendiese
a sus súbditos de la persecución religiosa. La cuestión venía planteada
por la asunción previa del voto a seguir incondicionalmente a Jesús de
Nazaret como Maestro, Señor y Ejemplo para la vida. Desde el momen-
to que uno decidía seguir a Cristo, su vida asumía unas nuevas reglas de
juego acerca de la conducta a seguir en cada situación.

Un anabaptista no podía ir a la guerra aunque estuviera persuadido


de que una guerra en particular fuese buena y necesaria para proteger
intereses legítimos. Porque Jesús había mandado amar al enemigo y
devolver bien por mal, y había dado ejemplo de aceptación sumisa de la
injusticia de la que fue objeto al ser condenado a muerte. Un anabaptis-
ta no podía recurrir a las armas incluso aunque las autoridades se lo
Cuatrocientos años de objeción de conciencia 181

exigiesen so pena de muerte, porque no podía haber otra autoridad


superior que la de Jesús, quien ellos aceptaban en la práctica como Rey
de reyes y Señor de señores.

Habiendo dicho lo cual casi he dicho todo lo que se puede decir


sobre los casi cinco siglos de historia menonita de objeción de con-
ciencia. Los menonitas creemos hasta el día de hoy que mediante el
bautismo uno asume personal y voluntariamente la soberanía divina
sobre cada aspecto de su vida. Como nuestros antepasados espirituales
deseamos ser fieles a Jesús, en gozosa aceptación de sus instrucciones
acerca de cómo vivir para alcanzar la vida eterna, aunque nos cueste la
vida terrenal. Nos parece lógico que si Jesús estuvo dispuesto a morir
por nosotros, nosotros también deberíamos estar dispuestos a sufrir y
morir por Jesús.

En otra conferencia de esta serie examinaremos los textos bíblicos


en los que aquellos anabaptistas creían encontrar que el cristiano debe
ser agente de amor, paz y reconciliación, antes que participar activa-
mente en las guerras de este mundo. En el coloquio que se produzca
ese día seguramente podremos debatir si convence o no tal lectura del
evangelio. Por hoy baste tan sólo con observar que esto es algo que
aquellos anabaptistas aceptaban como un dato esencial de su convic-
ción religiosa: El discípulo de Jesús no podía ir a la guerra, aunque
aquellas autoridades que no fueran discípulos de Jesús no sólo sí podían
ir a la guerra, sino que en determinadas circunstancias era su deber y
obligación.

De manera que aunque se negaban a ir a la guerra es posible que los


anabaptistas pacifistas no hubieran entendido el concepto moderno de
objeción de conciencia como derecho humano fundamental. No olvide-
mos que el concepto de derechos humanos como tal es un invento
bastante moderno y nace de nuestra cultura occidental con su filosofía
de gobierno democrático. No sólo los menonitas, sino casi nadie hasta
hace muy pocas generaciones hubiera entendido el concepto moderno
de derechos humanos.

Puesto que los menonitas creían que el cristianismo consistía en ser


como Cristo, en pensar, amar y actuar como Cristo, su actitud ante las
autoridades era una de mansedumbre y humildad. No se les hubiera
ocurrido reclamar derechos. Más bien aceptaban la tolerancia religiosa
182 Los genocidios en la Biblia

como una bondad inexplicable por la que se mostraban humildemente


agradecidos. Y recibían la persecución religiosa como consecuencia
natural y normal de seguir a Cristo, quien después de todo había sido
perseguido por los judíos y ejecutado injustamente por los romanos.

En ese sentido, su objeción a la guerra y al militarismo, más que obje-


ción a la guerra y al militarismo es un deseo de hacer el bien al prójimo.
La cuestión no es tanto evitar matar, sino vivir de tal manera el amor de
Cristo que matar ni se te ocurre.

Desde un principio los menonitas alimentaron su fe y fidelidad con


las historias de sus mártires. Entre ellas se encuentra la de Dirk Willems.

Dirk Willems, de Asperen, en los Países Bajos, se había bautizado en


su juventud, aunque en su juicio no se pudo establecer claramente si a
los 15, 18, o 20 años. Permaneció fiel a sus convicciones anabaptistas
durante bastantes años, celebrando reuniones e incluso bautismos en
su hogar. Cuando por fin en el invierno de 1569 fue denunciado a las
autoridades, se dio a la fuga. Huía a pie de Asperen con las autoridades
pisándole los talones: un oficial que normalmente se dedicaba a arrestar
ladrones, y el burgomaestre.

Al correr por el campo Dirk se encontró con que le cerraba el paso el


agua. Había caído una helada muy fuerte y como se le echaban encima
sus perseguidores y temiendo por su vida, Dirk decidió intentar cruzar
sobre la fina capa de hielo. Cuando por fin consiguió llegar al otro lado
observó que el arrestador de ladrones también cruzaba por el hielo. En
eso se rompe el hielo y su perseguidor cae en el agua helada. Al verle
en tal peligro de muerte, Dirk volvió sobre el hielo para echarle una
mano y con gran dificultad lograron llegar los dos otra vez a la orilla.

Como es natural, el arrestador de ladrones no estaba ya con ánimos


para arrestar a Dirk. ¡Le había salvado la vida! Sin embargo el burgoma-
estre le recordó a voces desde la orilla opuesta, el juramento con que
había asumido sus obligaciones. De manera que, muy a pesar suyo, no
tuvo más remedio que llevar a cabo el arresto.

Condenado por la Inquisición a morir en la hoguera, Dirk tuvo la mala


suerte de que el día de su ejecución soplara un aire fuerte y muy frío, de
tal manera que aunque sus pies estaban en las llamas, del torso para
arriba estaba libre del calor de la hoguera. En lugar de una muerte rela-
Cuatrocientos años de objeción de conciencia 183

tivamente rápida, se asaba lentamente aun con vida. El viento soplaba


en dirección a la población y desde allá se escuchaba cómo el infeliz de
Dirk gritaba una y otra vez: «¡Ay, Señor! ¡Ay, Dios mío!» Por fin el algua-
cil no lo pudo soportar más y ordenó a uno de sus hombres que le
rematara de una vez para que dejara de sufrir.

La historia de Dirk Willems siempre ha tenido una oscura fascinación


para los menonitas, y ha marcado profundamente nuestra conciencia.
Es una historia de buenas obras que reciben como recompensa la más
cruel de las muertes. Su moraleja no es una superficialidad falsa a
efectos de que si uno deja las armas habrá paz, o que si uno trata bien al
enemigo habrá reconciliación. La recompensa de los que devuelven
bien por mal, de los que abandonan el camino fácil de las armas, de los
que como Jesús aman al enemigo es segura, sí, pero pocas veces se
recibe en esta vida. En esta vida a los que abandonan la violencia les
suele esperar más bien la ingratitud, el abuso y el martirio.

A los menonitas esta historia nos alecciona con terrible realismo


acerca del mal institucional en el que está atrapada la humanidad. Más
allá de los buenos sentimientos de gratitud o compasión, hay una diná-
mica de maldad inhumana que maneja a los hombres que se piensan
autoridades, y les hace capaces de cualquier cosa. Las buenas personas
que por amor a Dios y a la patria, o por solidaridad con el prójimo o por
los miles de altos ideales que les pueden motivar, se alistan a filas para
defender el bien por la fuerza de las armas, siempre acaban corrompi-
das y pervertidas en su fibra moral por el espíritu de las armas. Desde el
momento en que uno ha decidido que pueden haber situaciones en las
que matar a un ser humano sea justificable, es inevitable acabar con la
ceguera moral de aquel pobre arrestador de ladrones.

Es la lógica con que los poderes religioso y civil se aliaron para asesi-
nar a Jesús de Nazaret. En las palabras del sumo sacerdote Caifás res-
pecto a Jesús: «Conviene que un hombre muera por el pueblo, y no que
toda la nación perezca». Aunque ese hombre sea inocente. Más impor-
ta la nación que la justicia. Más importa el orden que la persona. El ser
humano es sacrificable ante el altar de las instituciones. La fría lógica
institucional es inhumana y mecánica, y siempre tiene que prevalecer
por encima de los tiernos sentimientos de compasión y solidaridad que
pueda albergar el corazón humano.
184 Los genocidios en la Biblia

En nuestro rechazo de las armas, observamos con claridad meridiana


que en la historia de Dirk Willems es más penosa y escalofriante la figura
del arrestador de ladrones que la del mártir. El arrestador de ladrones
es un pobre hombre que mediante su juramento al tomar las armas ha
vendido su alma al diablo y ahora es incapaz de seguir sus nobles senti-
mientos de compasión humana. Armado con la espada del estado tiene
todas las apariencias de ser una persona poderosa; y sin embargo no es
más que un esclavo del sistema que le ha armado. Mientras que el
desarmado Dirk es plenamente libre para actuar como agente moral. Es
Dirk quien de verdad dispone del poder. El poder para actuar con la
nobleza que le corresponde como ser humano. Lo que te deja más tris-
te es observar que el arrestador de ladrones no parece ser una mala
persona. Realmente quisiera dejar en libertad a Dirk. Pero no puede.
Está atrapado en la monstruosa maquinaria deshumanizante de la
violencia estatal a la que ha entregado su alma al aceptar su espada.

Pero el arrestador de ladrones no es un caso aislado. La humanidad


entera es presa del culto al demonio de la violencia justificada. Y la
única manera de liberarse, de volver a ser humanos —decían los ana-
baptistas— es nacer de nuevo. Oigan las palabras de Menno Simons.
Menno era un sacerdote católico que dejó la sotana para dedicarse a
una vida dura de predicador anabaptista itinerante, sobre cuya cabeza
rezaba una recompensa de 100 florines de oro.

Escribe así Menno:

El primer nacimiento del hombre viene del primer Adán terrenal,


y por lo tanto su naturaleza es terrenal como la de Adán. O sea de
mente carnal e incrédula, desobediente y ciega respecto a las cosas
espirituales, sorda y necia. Su fin, si no es renovado por la Palabra
divina, será la condenación y la muerte eterna. Pero si deseas despo-
jarte de esta naturaleza malvada, y quieres liberarte de la muerte
eterna y la condenación para poder obtener, juntamente con todos
los cristianos verdaderos, lo que ha sido prometido, entonces necesi-
tas nacer de nuevo. Porque los nacidos de nuevo están en la gracia y
obtienen las promesas.

Los nacidos de nuevo, por tanto, viven una vida penitente y nue-
va, ya que han sido renovados en Cristo y han recibido un nuevo co-
razón y espíritu. Antes eran de mente terrenal, ahora celestial;
Cuatrocientos años de objeción de conciencia 185

antes eran malvados, ahora buenos, y ya no viven en la antigua natu-


raleza corrupta del primer Adán terrenal, sino conforme a la nueva
naturaleza justa del nuevo Adán celestial, Cristo Jesús. Como dice
Pablo, «Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí». Su vida pobre y débil
renuevan cada día más y más, conforme a la imagen de aquel quien
los creó. Sus mentes son como la mente de Cristo. Se conducen de
buena gana como se condujo él. Crucifican y disciplinan su carne con
todas sus concupiscencias perniciosas.

No conocen el odio y la venganza, ya que aman a los que les


odian. Hacen el bien a los que les tratan mal y ruegan a Dios por los
que les persiguen. La avaricia, el orgullo, la inmoralidad y el lujo son
cosas que odian y a las que se oponen. Las borracheras, la fornica-
ción, el adulterio, la envidia, la murmuración, la mentira, el engaño,
las peleas, el robo y el asalto, la sangre y la idolatría, es decir, todas
las obras impuras y carnales. Y resisten contra el mundo y todas sus
atracciones. Meditan en la ley del Señor de día y de noche; se regoci-
jan en el bien y se entristecen ante el mal. No contestan al mal con el
mal sino con el bien. No buscan su propio bien, sino con todo su
cuerpo y alma lo que es bueno para el prójimo. Alimentan a los ham-
brientos, dejan en libertad a los prisioneros, visitan a los enfermos,
animan a los débiles de corazón, corrigen a los que yerran, y están
siempre preparados para seguir el ejemplo de su Maestro y dejar sus
vidas por los hermanos.

Te digo la verdad en Cristo, que los discípulos de Cristo bautiza-


dos correctamente, toma nota de ello, los que han sido bautizados
interiormente con el Espíritu y con fuego, y exteriormente con agua
conforme a la Palabra del Señor, ellos no tienen arma alguna más
que la paciencia, la esperanza, el silencio y la Palabra de Dios. «Las
armas de nuestra milicia —dice Pablo— no son carnales, sino pode-
rosas en Dios para la destrucción de fortalezas, derribando
argumentos y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de
Dios, y llevando cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo» 2
Cor. 10.4-5.

Nuestras armas —continúa Menno— no son las armas con las


que se puedan destruir ciudades y países, con que se puedan derri-
bar murallas y puertas, ni con que se pueda derramar sangre huma-
na como si fuera agua. Más bien son armas con las que destruir el
186 Los genocidios en la Biblia

reino espiritual del diablo, derribar el principio de maldad en el alma


humana, quebrantar corazones de pedernal, corazones que nunca
habían sido humedecidos con el rocío celeste de la Palabra Santa. Ni
tenemos ni conocemos otras armas que éstas, bien lo sabe el Señor,
aunque se levantaran contra nosotros tantos falsos testigos como
hay briznas de hierba en los campos o granos de arena en las playas.

Repito una vez más, es Cristo nuestra fortaleza. Es la paciencia


nuestra arma de defensa. Es la Palabra de Dios nuestra espada.
Nuestra victoria consiste en una fe valiente, firme y sincera en Jesu-
cristo. Y las lanzas y espadas de hierro y metal se las dejamos a los
que, ¡ay!, piensan que vale más o menos lo mismo la sangre humana
que la de un cerdo.

Vemos entonces que para Menno, como para todos los menonitas
después de él, dejar las armas de este mundo es una parte íntegra e
inseparable de la verdadera conversión. Quien se convierte a Cristo se
convierte en parecido a Cristo. Sus valores y su conducta son idénticos
a los valores y la conducta de Cristo, porque es el Espíritu de Cristo el
que habita en su interior y le guía.

De manera que la objeción de conciencia contra las armas no es tan


sólo cuestión de obediencia a una autoridad superior a la humana. Para
Menno creo que ni siquiera era primordialmente cuestión de obedien-
cia. Más bien es cuestión de la mismísima naturaleza del cristiano.
Quien ha nacido de nuevo se sabe poseedor de armas espirituales, de
tal manera que las armas carnales ni siquiera le tientan. Como Dirk
Willems, ante una situación de emergencia los que han nacido de nuevo
actúan espontáneamente con solidaridad humana, sin calcular las con-
secuencias.

Hasta principios del siglo XIX no era corriente la conscripción militar


universal. El problema principal con que se podía encontrar un objetor
no era que se le castigara por objetor sino que se le martirizara por
sectario. Los oficiales encargados de reclutar soldados solían emplear
todo tipo de presiones aunque en teoría los reclutas eran voluntarios.
Pero claro, si un joven dejaba entrever que se resistía a ser reclutado
por motivos religiosos, se delataba a sí mismo como alguien cuya reli-
gión era bien distinta a las confesiones cristianas estatales, que apoya-
ban y muchas veces instigaban las guerras europeas.
Cuatrocientos años de objeción de conciencia 187

Con el auge de la conscripción militar universal, nace la necesidad de


una objeción específicamente contra esa ley de conscripción militar.
Los estados europeos no contemplaban ni consentían tal objeción, aun-
que a veces era posible pagar una suma para librarse. A falta de tal
recurso la única posibilidad que quedaba era la emigración. Muchos
objetores y sus familias acabaron emigrando a los Estados Unidos y a
Canadá.

La Primera Guerra Mundial fue distinta a las guerras anteriores. Fue


la guerra total. Todos los recursos de la nación contribuían al esfuerzo
bélico. Incluso el más humilde granjero o agricultor, que objetando a las
armas de alguna manera hubiera logrado librarse del servicio militar
activo, contribuía con sus cosechas y sus productos a la economía de
guerra cuyo único objetivo era mantener, alimentar y apoyar a los com-
batientes. En una economía de guerra, ninguna actividad que contribu-
yera a la economía del país quedaba exenta de apoyar a la guerra, por
indirectamente que fuese.

En la guerra total característica del siglo XX, la prensa controlada


manipula los sentimientos y fanatiza a las masas utilizando técnicas
psicológicas de mayor o menor sofisticación. En Estados Unidos, por
ejemplo, donde nunca fue un problema pertenecer a una religión
minoritaria, los menonitas de muchos lugares sufrieron auténticas
persecuciones por parte de sus vecinos por motivo de su falta de entu-
siasmo por el esfuerzo bélico.

Un tal Juan Franz, pastor de una iglesia menonita en el estado de


Montana, fue secuestrado en 1918 por un grupo de hombres que vinie-
ron a su granja en dos coches, y después de golpear a su mujer hasta
dejarla inconsciente, le llevaron a un lugar desierto. Viendo que lleva-
ban pistolas, una gran cuerda y palas, Juan se preguntó qué iba a ser de
él. No tardó en saberlo.

Llegaron adonde un gran árbol y los coches se detuvieron. Amarra-


ron la cuerda a una rama del árbol y con el otro extremo hicieron un
nudo de horca que ataron al cuello de Juan. Viendo que se estaba por
consumar el linchamiento Juan empezó a orar, diciendo: «Señor, que se
haga tu voluntad».

Reconoció entre los linchadores al jefe de la policía, y apeló a su


sentimiento del deber. Le acusó de que si le linchaban sin juzgarle
188 Los genocidios en la Biblia

participaría él —como jefe de policía— en un asesinato y sería tan crimi-


nal como cualquier otro.

Entonces el jefe de policía interrumpió el linchamiento y ordenó que


se llevara a Juan al juzgado. Allí con la asistencia jocosa de la turba,
Juan Franz fue sometido a un juicio sumarísimo en el que por lo menos
salvó la vida, ya que el juez le condenó tan sólo al pago de $3.000, suma
que en aquel entonces era una fortuna considerable.

Si trataban así a un pastor evangélico tan sólo por su falta de entu-


siasmo por la guerra, ¿cuál no sería el trato de los jóvenes que se nega-
ban a hacer el servicio militar? Hubo de todo, incluso algún caso de
malos tratos tan severos que acabaron costando la vida a los jóvenes
objetores. Un caso especialmente cruel fue el de dos hermanos de
Dakota del Sur, que murieron por los malos tratos recibidos como
consecuencia de negarse a vestir el uniforme militar. Cuando sus cadá-
veres fueron entregados a la familia, ¡lucían uniformes militares!

Una de las ironías con que los objetores siempre han tenido que
enfrentarse es que de todos los insultos con que se les ha atacado, el
más corriente ha sido siempre el de llamarles cobardes. Como si se
requiriese más valor para armarse hasta los dientes y adiestrarse para
matar al enemigo, que para presentarse desarmado ante inquisidores,
torturadores, y turbas linchadoras.

Cuando la guerra de 1904 entre Rusia y Japón, el gobierno ruso recu-


rrió a una táctica que había empleado en otras ocasiones para distraer
al pueblo de la gestión desastrosa de los zares. Fomentó el antisemitis-
mo. El régimen ruso alentaba la versión de que los judíos constituían
una logia política secreta que empleaba el terrorismo, el sabotaje
industrial, y la diseminación de información falsa para minar el ánimo y
el éxito de la nación rusa. Los judíos —según la propaganda oficial—
empleando en ello las fabulosas fortunas de que disponían, fomentaban
guerras, desórdenes y desmanes en todo el mundo y aguardaban bien
preparados para, cuando por fin imperara el caos mundial, hacerse con
el poder y crear un gobierno universal.

Tal propaganda dio lugar en todo el territorio ruso a crueles po-


gromos, o sea turbas de rusos enfervorizados que se lanzaban a la
matanza y al pillaje de los judíos.
Cuatrocientos años de objeción de conciencia 189

En Sebastopol, un importante puerto de la marina rusa en el Mar


Negro, había miles de judíos, y los agentes del zar fomentaban como en
las demás ciudades el antisemitismo. Esto preocupaba enormemente a
Pedro Friesen, un hermano de notable generosidad y espíritu cristiano.

Pedro se mantenía al tanto de las noticias a pesar de hallarse en


cama, consumido por la fiebre. Por fin, al enterarse de que se estaba
formando una turba en la plaza, decidió levantarse. Casi sin fuerzas ni
para sentarse en la cama, pidió su ropa y se vistió.

—¿A dónde vas? —le preguntó su mujer.

—A la plaza —contestó.

—¡Pero si no te tienes en pie!

—No importa. Tengo que ir.

No había forma de hacerle cambiar de idea. Los dos se arrodillaron


junto a la cama y pasaron una hora en oración rogando a Dios que
protegiera a sus vecinos judíos. Luego Pedro se incorporó a duras
penas y salió tambaleándose en dirección a la plaza. Al llegar a la plaza
se dio cuenta de que las cosas ya se habían puesto bastante feas. En
lugar del alegre bullicio típico de cualquier día de mercado, se escucha-
ban los gritos airados de la turba que repetía lemas antisemitas y se
disponía a partir ya a la caza de judíos.

Pedro se abrió paso hacia el centro de la turba y encontró el carro de


un granjero, sobre el que a duras penas se encaramó. De repente sintió
que le volvían las fuerzas. Levantó la voz e hizo ademán con las manos
para que le escucharan.

Empezó a hablarles del amor de Cristo. Les recordó que los rusos
siempre se habían preciado de su cristianismo. Les habló de que Jesús
ama a todos y murió para salvar, que no para destruir. Les habló de Caín
que mató a su hermano. Parece ser que habló casi una hora y lo que es
más extraño, que le dejaron hablar y le escucharon.

—Estoy seguro de que aquí no habrá nadie que quiera manchar sus
manos con la sangre de un hermano —dijo por fin—. ¡Pero si todos so-
mos hermanos! ¡Todos! Tú mismo eres mi hermano —dice, y se inclina
desde el carro para coger a un enorme campesino ruso, sucio y malo-
190 Los genocidios en la Biblia

liente. Le da un abrazo y le planta unos besos ruidosos en las mejillas


sudorosas. Luego ya no dijo más.

La gente, viendo que había terminado, empezó a marcharse de a uno


y en pequeños grupitos. La turba había desaparecido como tal y volvían
a ser personas individuales, pensantes, cada cual con su conciencia.

Pedro Friesen se bajó del carro y nunca supo como llegó a su casa.
Su mujer lo metió en la cama. Su fiebre había vuelto a subir, y su agota-
miento físico era total. Pero en Sebastopol nunca se llegaron a producir
disturbios antisemitas.

La objeción de conciencia cristiana nunca puede ser una pasividad


frente al mal. Las palabras pacifismo y pasividad no son sinónimas.
Siempre hay algo activo, algo positivo, que se puede hacer para luchar
contra el mal. Cuando mi pueblo se niega a rendir culto al dios Marte, el
dios de la guerra, no es por pasotismo, ni por indiferencia, ni por insoli-
daridad con los que sufren la opresión o la invasión de un enemigo
asesino.

La objeción de conciencia cristiana no es nunca más que la punta visi-


ble del iceberg. Debajo de cada montaña de hielo flotante hay siempre
otros dos tantos más que no se ven. Y detrás de la objeción de concien-
cia cristiana hay por lo menos otros dos tantos de amor y solidaridad
activa, mediante la que los discípulos de Jesús de Nazaret servimos y
auxiliamos a los que sufren.

De hecho sospecho que los menonitas son más conocidos por el


MCC, o Comité Central Menonita (la organización mundial de ayuda y
solidaridad) que por el pacifismo. Desde Bosnia hasta Ruanda, desde
las inundaciones en Bangladesh hasta las hambrunas en Somalia o
Angola, allí junto con organizaciones que representan a gobiernos y
grupos mucho más numerosos, el escaso millón de menonitas del mun-
do está siempre a mano no sólo para el auxilio del momento sino para la
elaboración de estrategias de recuperación a largo plazo. En la mentali-
dad menonita no es posible una cosa sin la otra. El pacifismo sin inter-
vención sacrificial para ayudar al prójimo no es más que pasividad
egoísta. Pero la ayuda solidaria sin pacifismo es hacer con una mano
para deshacer con la otra.
Cuatrocientos años de objeción de conciencia 191

Acabo con dos breves comentarios respecto a las perspectivas de


futuro para la objeción de conciencia cristiana vista desde el prisma
menonita.

(1) En primer lugar, y siguiendo la línea de lo último que he expuesto,


si la objeción de conciencia cristiana es inseparable de una vida solidaria
con el prójimo, los cristianos tenemos en el futuro que acoplarnos a la
denuncia de la violencia institucional o estructural. Hay estructuras
sociales, culturales y económicas que tienden hacia la deshumanización
de los débiles. En teoría hoy todavía sería posible alimentar a toda la
población humana del planeta. Si cada día mueren de hambre miles y
miles de personas no es porque nadie se lo proponga así, friamente. Se
trata más bien de la existencia de una estructuración política y económi-
ca a nivel mundial, que se resiste a la distribución justa de los alimentos.
Hay quien puede pagar y hay quien no puede pagar para comer. Y aun-
que todos coincidimos en que es cruel e inhumano que quien no pueda
pagar no coma, estas realidades políticas y económicas tienen vida
propia y acaban imponiendo su lógica inhumana.

Los cristianos tenemos por delante la asignatura pendiente de re-


cuperar el mensaje bíblico sobre la naturaleza espiritual del mal en prin-
cipados y potestades y toda estructura de poder. Tenemos que des-
enmascarar al diablo y luchar contra él con todas nuestras fuerzas. Esto
requerirá una tremenda disciplina espiritual en oración y fe, junto con
una disposición a sufrir y sacrificarse para luchar por el cambio a niveles
que hoy por hoy nos resulta difícil incluso imaginar.

(2) En segundo lugar, y con esto termino, quiero hacer una brevísi-
ma referencia a lo único que sé con certeza acerca del futuro. Lo que
diré sonará a especulación estúpida para quien no sea cristiano conven-
cido. Pero es algo que yo creo con la misma certeza como si ya lo
hubiera visto: La esperanza cristiana está puesta en el glorioso retorno
de nuestro Señor Jesucristo, la resurrección de los muertos, y el imperio
eterno de la justicia y el amor.

Es esta visión del futuro lo que inspira nuestra fidelidad. La fidelidad


hasta la muerte es posible porque sabemos que esto no se acaba aquí.
Dirk Willems pudo salvar al arrestador de ladrones porque aunque
muriese en la hoguera le quedaba aun un futuro glorioso. Con un con-
vencimiento así no hace falta ser un héroe para enfrentarse a lo que
192 Los genocidios en la Biblia

sea, con tal ya no tan sólo de no destruir la vida humana, sino de hacer
todo lo posible para ayudar a quienquiera que sea, incluso a tu enemigo
más cruel y despiadado.

Esta visión del futuro informa también nuestra conducta a seguir


hoy. No queremos esperar de brazos cruzados, si es que por algo que
hagamos hoy podamos empezar a traer aunque más no sea algún ele-
mento diminuto, de la realidad esperada, a nuestra realidad actual. Está
muy bien eso de la eternidad, pero ¿por qué esperar? Si esperamos la
consumación de un mundo de amor, ¿por qué no empezar a amar ya
hoy? Si esperamos el día en que Dios enjugará toda lágrima y ya no
habrá sufrimiento, ni llanto ni dolor, ¿qué nos impide hoy empezar a
enjugar lágrimas, consolar a quien sufre y aliviar en todo lo posible el
dolor? Con la meta firmemente ante nuestros ojos, hemos de hacer lo
poquito que hoy podamos para que nuestro presente se parezca al
futuro que esperamos.
Otros ensayos sobre
justicia y no violencia
Prólogo

M I PRIMER LIBRITO sobre este tipo de temática —justicia, paz y


acción cristiana no violenta—lleva muchos años desapa-
recido de las librerías (Jesús y la no violencia, reproducido en el presente
libro). Entre tanto mi segundo librito, Los genocidios en la Biblia, suplía
la ausencia del primero; pero ahora también lleva ya algún tiempo que
me indican que es imposible de conseguir. Hace tiempo que vengo pen-
sando en combinar los dos libritos en uno y volver a ofrecerlos a una
generación nueva de lectores.

Entre tanto, tal vez porque al haber escrito aquello hay quien opina
que soy la persona más indicada para hablar sobre estos temas, he
recibido invitaciones a dar conferencias en distintos lugares de España y
de las Américas. Y como no me suele gustar repetir oralmente cosas
que ya he publicado —amén de que a veces las invitaciones especifica-
ban un matiz concreto de la cuestión, que no había abordado ya por
escrito— he seguido desarrollando mis ideas en otros escritos adiciona-
les. Casi todos estos escritos están colgados en internet desde hace
años, por cierto, a disposición de quien tuviera interés en leerlos:
(www.menonitas.org).

Lo que ofrezco a continuación, sin embargo, no es una colección


exhaustiva. Hay por ejemplo dos o tres capítulos en mi librito Identidad
Cristiana (en la corriente anabaptista/menonita) —Biblioteca Menno,
2009, de venta en internet— que bien podrían haberse añadido a la
presente colección.

Luego también hay sermones (algunos colgados en internet en la


colección de SEUT, www.centroseut.org) y artículos muy breves apare-
cidos en la revista mensual El Mensajero, de la que soy responsable (y
196 Otros ensayos sobre justicia y no violencia

que también se puede acceder en internet), donde he tocado en estas


cuestiones, aunque más no fuera tangencialmente. Como ya sabe el
lector o la lectora que ha llegado hasta aquí, a mi juicio el cristianismo o
es activista por la paz y la reconciliación o si no, sencillamente deja de
ser cristianismo. Me parece, entonces, que todos los temas de la teolo-
gía cristiana tienen que acabar siempre —de una manera u otra— a los
pies de esa cruz del Calvario que se constituye en ejemplo sumo de la
entrega propiamente cristiana por el prójimo. Puesto que esa es mi
manera habitual de razonar teológicamente, se comprenderá que en el
presente compendio no sea posible brindar más que una colección
incompleta de mis escritos que tocan en esta temática.

Mención aparte merece el extenso artículo —que sí he incluido


aquí— sobre Números, capítulo 31, con mi contrarréplica a algunas
críticas que recibió cuando se publicó en la revista Aletheia. El tema que
me interesaba era la interpretación de la Biblia. La cuestión del genoci-
dio sólo hacía de ejemplo extremo para reflexionar sobre las dificulta-
des que existen para la aplicación de algunos textos bíblicos a la vida de
los cristianos. El caso es que redacté ese artículo para promocionar mi
libro La autoridad de la Palabra en la Iglesia (Libros CLIE, 2ª ed. 2002), no
para tratar estrictamente sobre el tema de los genocidios en la Biblia. El
reto de las críticas feministas de la Biblia es, si cabe, incluso más serio
que la denuncia de la apología bíblica de la violencia religiosa. Sin
embargo, en mi librito Jesús y la no violencia, ya había indicado que me
parecen inseparables los temas de la justicia y de la paz. En este artículo
volvía a mezclar estrechamente, como en algunos otros de mis escritos,
la teología de la paz y la exigencia de superar el machismo histórico del
cristianismo. Entonces, aunque la cuestión abordada es el reto de la
crítica feminista de la Biblia, me parece que la relación con los demás
temas que vengo abordando de distintas maneras en el presente com-
pendio, justifica la inclusión de este artículo.

El artículo que aparece aquí como Ensayo 6, «¿Hasta cuándo, Señor?»


y la última reflexión breve que figura a manera de epílogo, no sólo están
estrechamente vinculados en el tiempo (son muy posteriores a todo lo
demás que hay en esta colección) sino también en la temática. Ambos
exploran el tema de la violencia de Dios. El tema no estaba del todo
ausente ni siquiera en los más tempranos de mis trabajos sobre la no
violencia y la Biblia. Pero con el paso de los años, tengo cada vez más
claro que en la medida que la Biblia pareciera dejarnos con la impresión
Prólogo 197

de que Dios mismo es violento y sufre arrebatos de ira incontrolada


(constituyéndose así en el peor enemigo de la humanidad) tendremos
que revisar a fondo nuestra interpretación bíblica. Tengo plenamente
asumido e interiorizado que nuestra colección canónica de la Biblia es
inamovible y será siempre la Sagrada Escritura de los cristianos. Pero
nada nos impide continuar evolucionando nuestra interpretación y apli-
cación de estos textos, para que su mensaje sea plenamente aceptable
como guía para personas morales, que anhelan aprender a vivir en paz y
armonía en sociedad humana.

Vamos a tener que hallar formas de erradicar de nuestra fe la idea de


que Dios padece ataques de violencia psicópata, una furia que sólo
puede saciar torturando y matando a la gente.

Como todo este compendio —dos libritos y varios artículos inde-


pendientes entre sí— no se escribieron inicialmente con la idea de que
formaran parte de un todo, es probable que haya cierto solapamiento
en los temas abordados en un lugar y otro. Hasta es posible que en
algunos casos haya algún párrafo que otro «plagiado» de otro de mis
escritos que ahora se presentan juntos. A pesar de ello, creo que cada
artículo tiene un enfoque particular que hacía que mereciera la pena
incluirlo aquí.

Burgos, agosto de 2010


ENSAYO 1.
Reflexiones sobre el terrorismo

E L TERRORISMO PUEDE TENER


religión:1
muchos puntos de parecido con la

• El fanatismo, la dedicación total, donde ninguna otra cosa importa…

• Es un fenómeno imposible de comprender desde fuera: sólo tiene


sentido y lógica para quien está adentro.

• La convicción absoluta de las ideas; no cabe la duda, la certeza es


total: es un planteamiento de fe respecto al futuro que se pretende.

1. Vemos en la historia bíblica algunas conductas que podrían parecer


propias de la mentalidad del terrorista:

 Abraham dispuesto a sacrificar a Isaac (y en general el fenómeno


de los sacrificios humanos/infantiles).

 Pero muy especialmente, el relato bíblico de la Conquista de Cana-


án. Este es el caso más antiguo de que yo tenga conocimiento, de
guerra puramente religiosa; y resulta una guerra extrañamente
moderna, extrañamente parecida a los conflictos típicos del siglo
XX. Desde el nazismo en Alemania y el sionismo en Israel, pasan-
do por Irlanda del Norte, Bosnia, Ruanda y Kosovo, y llegando

1
Me parece recordar que donde primero di esta charla fue en Vigo. La fecha que
indica mi primer borrador, es de noviembre de 2000. Está claro que lo revisé des-
pués del atentado del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York.
200 Otros ensayos sobre justicia y no violencia

hasta el radicalismo vasco, los planteamientos son siempre pareci-


dos a la Conquista de Canaán en la Biblia:

 Alguien se siente con derecho «divino», incuestionable, sobre


un territorio nacional que hasta ese momento es de otro grupo
étnico, o lo más frecuente, que en ese momento comparte con
otros grupos étnicos por circunstancias históricas de inmigra-
ción, conquista, conversiones religiosas, etc.

 Se llega a estar convencido de que la única manera de hacer


justicia, ser felices, vivir vidas dignas, humanas y libres, es sepa-
rarse de esa población extraña, extranjera, distinta a uno. La
presencia de ese «otro» en la tierra es una abominación, algo
inaguantable, porque impide el pleno desarrollo del potencial
humano de los que son como uno…

De los que son como uno en ese único factor del que se ha
decidido que pende lo verdaderamente humano y digno: reli-
gión, lengua, clase social, raza, etc. Si lo importante es la re-
ligión, la lengua, la clase social y la raza no importan; si lo
importante es la raza, no importan la religión ni la lengua ni la
clase social; si lo importante es la lengua, no importan ni la re-
ligión ni la clase social, etc.

Partiendo desde este punto de partida en que se han fijado,


entonces…

 Hace falta templar el corazón y no dejarse ablandar por senti-


mentalismos débiles ante la necesidad histórica de la muerte, la
guerra y la crueldad más absoluta. Cuando a uno le tiembla el
pulso, es necesario recordar que las víctimas son distintos a
uno en ese rasgo que se ha decidido que es el más importante
y fundamental, y que por tanto las víctimas quizá no sean del
todo seres humanos, por lo menos no de la misma manera que
uno y los suyos lo son. Luego también hay que recordar que las
víctimas, antes de ser víctimas, son la causa de la deshumaniza-
ción que padece la etnia de uno. Incluso la aparente bondad de
una víctima en particular es engañosa: esa persona no es
perjudicial porque sea personalmente malvada o contraria a los
intereses de uno, sino porque su misma existencia perjudica los
intereses de uno; y así quizá resulte incluso más perjudicial sien-
Reflexiones sobre el terrorismo 201

do bueno que siendo malo, porque siendo bueno es más difícil


acabar con él.

Todo esto, como he dicho, donde primero se vio fue en la


Conquista de Canaán según el relato bíblico, según la lectura más
natural y superficial que se suele hacer del texto.

2. Sin embargo, aunque las religiones se han prestado frecuentemente


a fanatismos homicidas enormemente afines con el terrorismo en su
talante y disposición asesina, yo estoy convencido de que Jesús de
Nazaret nos quiso enseñar otro camino, muy distinto.

Yo opino que el cristianismo es pacifista en sus raíces, y no me cabe


duda de que Jesús murió en la cruz porque se negó a defenderse a sí
mismo recurriendo a la violencia. Para Jesús la relación con Dios es lo
primero y lo último, el todo de la existencia humana —aunque él, como
los demás judíos de su día, no podía separar el amor a Dios del amor al
prójimo. A Jesús esa manera de entender la vida le puede impulsar a
dejar la vida por el prójimo, pero jamás a tomar la vida del prójimo. Esa
diferencia es fundamental, y hace que los terroristas y las fuerzas del
orden, que normalmente nos resultan polos opuestos entre sí, ante
Jesús parezcan iguales.

A B

A-B C

Las diferencias entre los puntos A y B son importantes cuando se


contemplan desde la perspectiva de su posicionamiento en la línea A-B.
Pero desde que se postula una segunda línea AB-C, se diría que en la
línea AB-C, las diferencias entre A y B son inmateriales, y ambos puntos,
A y B, se encuentran a la misma distancia de C.

Tanto los terroristas como las fuerzas del orden —y en principio casi
todo el mundo— están dispuestos a matar a un ser humano para
conseguir un objetivo que se considere suficientemente importante. A
nosotros nos resulta inmensamente superior el objetivo de la paz, la
202 Otros ensayos sobre justicia y no violencia

libertad, la protección de ciudadanos indefensos y desarmados, en fin,


los motivos por los que las fuerzas del orden están dispuestas a matar
para protegernos. Aunque en su disposición a dar la vida propia por el
prójimo se parecía tanto a las fuerzas del orden como a los terroristas,
Jesús manifiesta ser el polo opuesto de ambos al negarse a recurrir a las
armas y a la violencia en ninguna circunstancia y por ningún motivo.

El pensamiento de Jesús resultaba incómodo y desconcertante en su


día, y sigue resultándonos incómodo y desconcertante hoy. Jesús tenía
y sigue teniendo hoy una capacidad de darles la vuelta a las cosas que
todos pensamos saber. Como en el caso que ahora tenemos entre
manos: ¡Justo cuando todos teníamos perfectamente dividido el mundo
entre buenos y malos, en este caso los terroristas eran los malos y noso-
tros los buenos, va Jesús y nos acusa a todos, terroristas y víctimas del
terrorismo por igual, de ser pecadores!

3. La raíz del problema del terrorismo, desde el punto de vista cris-


tiano, no es meramente un problema de pecado en general, sino de
un pecado en particular, que creo yo que podríamos definir como el
de la idolatría.

Esto requiere explicación. Hay un sentido general, popular, que le


damos a la palabra «ídolo», donde «ídolo» viene a ser aquella persona
que es especialmente admirada por su música, por su forma de jugar al
fútbol, etc. Pero existe también un sentido mucho más técnico que se
le da a esta palabra en la tradición judeocristiana: aquí «ídolo» sería todo
aquello que se postula como Dios, pero que resulta ser un dios falso, un
dios de mentira o mentiroso —da igual—, que promete la vida y la felici-
dad pero produce la desdicha y la muerte. Desde que el cristianismo es
monoteísta, es decir que cree que sólo existe un único Dios, todo aquel
que se postula como otro dios, distinto al Dios único, es un ídolo en este
sentido: es un dios falso, un dios de mentiras y de muerte.

Son ídolos en este sentido, dioses falsos, todos aquello valores y


principios; todas las ideas, cosas, personas; toda cosa aparte de Dios
mismo, en donde el ser humano pueda pretender hallar el sentido últi-
mo de su existencia, su identidad y su felicidad. Ninguna cosa creada
puede soportar la carga emocional, las esperanzas y la profundidad del
anhelo humano, como para satisfacer plenamente las aspiraciones que
el ser humano legítimamente sólo puede poner en Dios.
Reflexiones sobre el terrorismo 203

Es todo un tópico de la literatura, esa figura de la persona que busca


la felicidad en el dinero, o en la fama, o en el sexo o las drogas o lo que
sea, pero que habiendo alcanzado todo aquello a que podía aspirar, se
siente tan vacío como antes y más desdichado que nunca. Lo malo es
que muchas veces, en el servicio de esos ídolos, procurando esa rique-
za, o fama o el placer o lo que sea, las personas empiezan a volverse
egoístas, violentas, propensas a no sólo ser desdichados ellos mismos,
sino a hacer desdichados a todos los que les rodean.

Como si a la humanidad nos faltaran ídolos antes, hace unos pocos


siglos surgió uno nuevo, terrible y poderoso sin par, que cautiva las
mentes de millones de adeptos inspirándoles amor, lealtad, y la disposi-
ción incondicional a entregarle la vida. Es el ídolo que ha estado detrás
de casi todas las guerras de los últimos dos o tres siglos: el ídolo del
nacionalismo étnico.

Por amor a los que son como uno mismo, en ese aspecto de la hu-
manidad que se ha decidido que es el fundamental (sea la religión, el
color de la piel, la clase social, la lengua materna, o el mero hecho de
haber nacido en un lugar y no en otro), la gente se vuelve terrible en su
desprecio homicida de los que en ese particular son distintos, y nos
tornamos capaces de cometer atrocidades como los campos de concen-
tración nazis, los campos de muerte de Camboya o de Ruanda, las lim-
piezas étnicas de Bosnia o de Croacia o de Kosovo y sí, también, los
coches bomba y los tiros en la nuca de ETA.

El legítimo amor al prójimo, en este caso a los que son como uno en
ese particular que se ha decidido que es el importante, se transforma en
motivo de odio, muerte, dolor y destrucción.

Existe un buen motivo y muy sencillo, por qué el terrorismo y la


religión se pueden parecer tanto. El terrorismo es en el fondo una reli-
gión: aunque una religión falsa, una religión de la muerte. Es el culto de
lo negativo y oscuro en la humanidad, aquello que nos separa unos de
otros en lugar de unirnos a todos en una única humanidad gozosa,
plural y diversa. En la intensidad de los sentimientos que inspira, en la
lealtad incondicional, en el fanatismo y la disposición homicida que des-
pierta, los terroristas se manifiestan adeptos a una religión terrible y
macabra, que les chupa el alma mientras les obliga a cometer sus críme-
nes y atrocidades.
204 Otros ensayos sobre justicia y no violencia

El terrorismo es entonces, si me lo permitís, el anticristo. Anticristo


en el sentido de que es el polo opuesto, lo absolutamente contrario a
Cristo.

4. Pero, ¡atención!, al anticristo jamás se le puede vencer con sus


propias armas. La única manera de vencer será la misma hoy que
cuando Jesús vivió en esta Tierra: el amor incondicional e indefenso,
dispuesto a entregar la vida mansamente a favor del prójimo, inclu-
so el enemigo.

Si se pretende acabar con la idolatría —el culto a la muerte y a la


mentira—, es contraproducente recurrir también a la destrucción y la
muerte. Quien mata a los que rinden culto a la muerte, da razón a la
muerte y se manifiesta tan engañado por la idolatría de la muerte, como
aquel a quien pretende exterminar.

La única manera de combatir contra la mentira es con la verdad. La


única manera de luchar contra la oscuridad es encender una luz. La úni-
ca manera de acabar con la idolatría del terror es dedicar la vida al amor,
y a Aquel que es amor, al Dios y Padre de Jesucristo, Padre nuestro
también al fin, quien está siempre dispuesto a perdonar nuestros peca-
dos en lugar de darnos nuestro justo castigo.

5. Permitidme todavía una última reflexión acerca del terrorismo. El


terrorismo es una manera de actuar que procura inspirar el terror,
precisamente. Esto se consigue normalmente con un mínimo de
violencia, pero que necesita ser violencia visible, mediática, que
haga que la gente se sienta insegura y viva con miedo. El terrorismo
no es un fin en sí mismo sino que emplea ese miedo que provoca co-
mo chantaje, procurando conseguir así los fines políticos que desea.

Paradójicamente, entonces, las víctimas del terrorismo son siempre


relativamente pocas. Aquí en España es infinitamente más peligrosa y
asesina la carretera que ETA. Es mucho más fácil morir de un accidente
laboral que morir a manos de ETA. El SIDA ha matado a más gente en
Nueva York que lo que mató el atentado del 11 de septiembre.

Con esto en mente, creo que una de las maneras de combatir el


terrorismo es no dejar que el horror que nos embarga por el terrorismo
Reflexiones sobre el terrorismo 205

resulte precisamente todo lo desproporcionado que procuran los terro-


ristas que sea. Es importante recordar que esta mañana, mientras he
estado compartiendo estas pocas ideas sobre el terrorismo, han muerto
de hambre más de 100 personas. En estos minutos, miles de personas
en África han muerto de enfermedades que aquí en España no matan
porque la Seguridad Social nos da los servicios médicos necesarios para
salvarnos la vida. Es importante recordar que nosotros nos beneficia-
mos de un sistema económico mundial que ha conseguido endeudar a
la Argentina hasta tal punto que siendo una de las grandes potencias
exportadoras de alimentos, la gente se esté muriendo de hambre.

Estas cosas no son terrorismo, en el sentido de que nadie las reivindi-


ca para sembrar el miedo. Todo lo contrario, se intenta callar y silenciar
la muerte y el sufrimiento a gran escala que genera nuestra civilización
cruel y egoísta. Que no se piense en ello. Que no afecte nuestra fiebre
consumista de la que depende que la economía española siga creciendo
más que las del resto de Europa. No, esto no es terrorismo. Sólo es pe-
cado, perversidad, corrupción moral, muerte y crueldad asesina.
ENSAYO 2.
Los cristianos ante la política

I. INTRODUCCIÓN

A NTES DE ENTRAR EN MATERIA,


1
quiero empezar con tres breves
afirmaciones, que iré explicando más adelante:

1. El Nuevo Testamento es un libro que trata directamente sobre te-


mas políticos, proponiéndonos la alternativa política revolucionaria
y transformadora que ideó Jesús. Jesús predicó y practicó la resis-
tencia activa y siempre no violenta, contra todas las formas de mal y
maldad, en todas las esferas de la sociedad.

2. Excepto algunos movimientos relativamente marginales en la histo-


ria del cristianismo, la Iglesia cristiana de los últimos 16 siglos no ha
comprendido esa política, concretamente la importancia de la no
violencia en el pensamiento político de Jesús. Esto ha tenido conse-
cuencias trágicas.

3. Durante el siglo XX se ha empezado a redescubrir esta política de


resistencia activa no violenta ideada por Jesús. Sin embargo queda
aún por verse si ese redescubrimiento no volverá a resultar marginal
dentro del flujo mayoritario de la historia de los cristianos.

Quiero dedicarme principalmente, entonces, a describir lo que yo


entiendo que fue la opción política que enseñó y protagonizó Jesús, que

1
Mi anotación para este artículo indica la fecha de 2 de octubre, 2001. Me parece
recordar que empezó como una conferencia para una reunión interdenominacional
para la juventud, que se celebró en una iglesia céntrica de Madrid.
208 Otros ensayos sobre justicia y no violencia

es además, creo yo, la única que nos puede ofrecer algo de esperanza
respecto a la vida humana en este planeta a estas alturas, a comienzos
del siglo XXI.

II. DEFINICIONES
A. Primero habría que definir qué entendemos por política:

1. En primer lugar, «política» es todo aquello que tiene que ver con la
vida de la polis,2 que en griego significa «ciudad», aunque hoy día,
por extensión, la política afecta no sólo a la vida de la ciudad, sino la
de provincias, regiones, naciones e incluso el gran conjunto interna-
cional que incluye a toda la humanidad. Política es aquello que afec-
tará directa o indirectamente la salud, el bienestar, la economía, el
orden y la paz (o en su defecto el caos y la guerra) de un determi-
nado conjunto de seres humanos.

2. En segundo lugar, la «política» tiene que ver con el poder. Tiene que
ver con la autoridad, con la capacidad real de hacer que ciertas deci-
siones, pensadas para beneficio del conjunto de la sociedad, se
plasmen en hechos concretos en lugar de quedarse en meras ideas.
Cualquiera de nosotros podría decidir, si quisiera, que España nece-
sita más hospitales o mejores carreteras, pero esa decisión sería pu-
ramente anecdótica a no ser que estuviéramos comprometidos con
la política, militando en un partido político o una organización con
fines políticos. Porque en ese caso, siempre existe la posibilidad de
que tarde o temprano podamos llegar a ejercer poder para llevar a
cabo nuestras ideas, ya sea el poder de un cargo público o el de un
grupo de presión que no puede ser ignorado por las autoridades.

Definida así la política, hallamos que el Nuevo Testamento está


lleno de lenguaje político, porque hay referencias frecuentes y reite-
radas a la realidad del poder en la sociedad humana. Es, de hecho,
uno de los temas que con mayor frecuencia se abordan en el Nuevo

2
Es inevitable observar la influencia de John H. Yoder en mucho de lo expresado
aquí; no sólo su libro La política de Jesús (Buenos Aires: Certeza, 1985), sino sus cla-
ses a las que asistí en mis años de estudiante.
Los cristianos ante la política 209

Testamento. En ese sentido es equiparable a otro de los grandes


temas prácticos que toca la enseñanza de Jesús: el tema de la
pobreza, la riqueza y el dinero. El tema de la pobreza, la riqueza y el
dinero obviamente también está muy relacionado con la política,
aunque a veces se ha querido sostener que es un problema puram-
ente individual, que no requiere políticas específicas que afecten a
toda la sociedad. Estos dos temas políticos entonces, el de la pobre-
za y el dinero por una parte, y el del poder por otra parte, se encuen-
tran claramente entre los temas sobre los que más se explayan los
autores del Nuevo Testamento.

B. Antes de examinar el tema del poder en el Nuevo Testamento, sin


embargo, necesito hacer definiciones y explicaciones respecto a la
otra palabra principal del tema que se me ha pedido que exponga:
«Cristianos ante la política». Ya hemos definido qué es la política.
Definamos quienes son los cristianos. Obviamente, los cristianos
son los que alegan ser seguidores de Cristo. Pero la palabra Cristo
tiene una larga e interesante historia, que viene muy a cuento
para nuestro tema de hoy. 3

1. El verbo griego chrío figura en pocos textos griegos e indica una


acción de engrasar, normalmente frotando, como quien engrasa
una espada para evitar que se oxide. El sustantivo chrísma o chríma
viene a ser una crema o pomada medicinal que se aplica con movi-
mientos de frotación a modo de masaje.

El único motivo que nos puede interesar este verbo es porque


fue el que escogieron los traductores de la versión griega del Anti-
guo Testamento para describir cierto ritual propio del pueblo de
Israel, que se traduce al español como ungir; y muy especialmente
por el sustantivo derivado, christós, que cuando se usa como nom-
bre propio figura en nuestro vocabulario como «Cristo», y en griego
significaría algo así como «engrasado o untado», o más propiamente
dentro del contexto bíblico, «ungido».

3
Las siguientes anotaciones etimológicas vienen de la entrada por Grundman y
otros autores, en Kittel y otros, Theological Dictionary of the New Testament, 10 to-
mos (Grand Rapids: Eerdmans, 1976).
210 Otros ensayos sobre justicia y no violencia

2. Trasfondo histórico

El ritual de engrasar —o sea derramar un preparado a base de


aceites sobre la cabeza y el cuerpo— se conocía entre los antiguos
hititas (en lo que es hoy Turquía) como parte de la ceremonia de
coronación de un nuevo rey. El rey ejercía a la vez de sumo pontífi-
ce, o sea sacerdote principal del reino. Bien sea en cuanto a su
papel político como rey o por su calidad de mediador de los dioses
en cuanto sumo pontífice, parece ser que se creía que el acto de
engrasamiento, o sea unción, otorgaba al rey hitita poderes sobre-
naturales que le capacitaban para ejercer sus funciones.

En la región al sur de los hititas vivieron los cananeos, entre ellos


los jebuseos que habitaban en Jerusalén; y estos pueblos adoptaron
la costumbre de engrasar o ungir a sus reyes como parte de la cere-
monia de coronación.

3. El Antiguo Testamento

Llegamos así a los hebreos o israelitas, sucesores de los cananeos


en esa misma tierra, y que también emplearon ese rito. El verbo
hebreo es masah (pronunciado machaj), de donde viene el sustanti-
vo masiah (pronunciado machíaj), «mesías». Aunque seguramente
todos los reyes de Israel y Judá pasaron por este rito cuando su
coronación, en el Antiguo Testamento el rey David es el mesías o
ungido por excelencia. Aunque en la era del Segundo Templo (pos-
terior a Esdras y Nehemías y hasta la era del Nuevo Testamento) el
Sumo Sacerdote tenía potestades políticas equiparables a las de un
rey, el caso es que durante el grueso de la monarquía en el Antiguo
Testamento, parecen haberse separado las instituciones del rey y
del Sumo Sacerdote. En Israel y Judá, entonces, tanto el rey como el
Sumo Sacerdote eran consagrados como mesías, o sea ungidos. Se
entendía que en el acto del engrasamiento o la unción, Jehová con-
fería a esa persona los poderes y las potestades necesarias para el
ejercicio de su cargo.

La palabra mesías, que como es natural figura especialmente en


los salmos reales de la casa de David, echa raíces en el período
intertestamentario en la esperanza popular de los judíos. Para cuan-
do llega Jesús de Nazaret, había un enorme anhelo de un Mesías –
Cristo en griego–, un «engrasado» o «ungido» como lo había sido el
Los cristianos ante la política 211

rey David en su generación, que liberara al pueblo del yugo del


opresor romano y trajera un gobierno directo de Dios sobre los ju-
díos: un gobierno de justicia, paz y prosperidad. Aquellos salmos
que, a la antigua usanza de los de los cananeos, proclamaban al rey
ungido como Hijo de Dios, suscitan entre los judíos un milenio más
tarde una esperanza en que el rey que se espera, salvador del pue-
blo oprimido, vivirá para siempre y que su reino será eterno.

4. El Nuevo Testamento

Vemos, entonces, que la palabra Cristo era una palabra eminente-


mente política en tiempos del Nuevo Testamento. Pilato hizo clavar
en la cruz de Jesús la etiqueta de «Rey de los judíos». Si hubiera co-
nocido el sentido que los judíos daban a la palabra Mesías, o Cristo,
podría haber clavado en la cruz la frase «Cristo de los judíos». Venía
a ser lo mismo. No existe en el vocabulario del Nuevo Testamento
una palabra más propia de la política, que la palabra Cristo. Definirse
como cristiano, entonces, era expresar unos ideales políticos muy
definidos, ideales que tanto los líderes judíos como el Imperio Ro-
mano, sabían muy bien que eran incompatibles con la autoridad de
ellos.

Por eso arreció tanto la persecución en las primeras décadas del


cristianismo. Los primeros en perseguir fueron, lógicamente, las au-
toridades de su propia etnia judía. Pero en cuanto el cristianismo se
extendió por el Imperio Romano, la persecución judía quedó como
un mero recuerdo y fue el Imperio el que con mucha más violencia
arremetió contra los cristianos.

5. El cristianismo imperial

Unos siglos más tarde por fin el Imperio y la Iglesia llegaron a un


acuerdo que acabó con las persecuciones. En síntesis, el acuerdo
fue el siguiente: El Emperador reconocía a Jesús como Cristo, o sea
como Rey de Reyes sobre toda la humanidad. Sin embargo Cristo
estaba en el cielo. Entonces, mientras Cristo no volviera a la tierra
para hacerse cargo directo de sus potestades, los cristianos recono-
cían al Emperador como representante legítimo de Cristo en el
gobierno. Fue un acuerdo histórico y genial. Con él se eliminaban
las persecuciones y se dio lugar a que en pocas décadas, el cristia-
nismo pasase a ser la religión estatal mientras que el paganismo
212 Otros ensayos sobre justicia y no violencia

quedaba proscrito y pasaba a la clandestinidad. El cristianismo,


claro está, tuvo que pagar un precio. El precio que pagó fue el
abandono absoluto y total de la política de Jesús. La política de
Jesús pasó al olvido como política y quedó en el recuerdo como
consejos piadosos y poco prácticos, para la conducta personal del
individuo.

Pero aquí ya nos hemos adelantado demasiado al desarrollo de


nuestro tema, ya que todavía no hemos explicado cómo Jesús y el
Nuevo Testamento conciben del poder político, ni cuál es la alterna-
tiva política que Jesús y los primeros cristianos proponían para la
sociedad de su día.

III. EL LENGUAJE DEL PODER EN EL NUEVO TESTAMENTO


El vocabulario del poder aparece por todo el Nuevo Testamento y
tiene una riqueza y variedad de matices de significado que es interesan-
te observar.4

• En primer lugar tenemos la situación donde los términos que tienen


que ver con el poder se refieren claramente a las personas que ejer-
cen autoridad:5

Luc. 22.52 Y Jesús dijo a los principales sacerdotes, a los jefes de la


guardia del templo y a los ancianos, que habían venido contra él:
¿Cómo contra un ladrón habéis salido con espadas y palos?

Luc. 23.13-14 Entonces Pilato, convocando a los principales sacerdo-


tes, a los gobernantes, y al pueblo, les dijo: Me habéis presentado a
éste como un hombre que perturba al pueblo…

Hech. 4.5-5 Aconteció al día siguiente, que se reunieron en Jerusa-


lén los gobernantes, los ancianos y los escribas, y el sumo sacerdote
Anás, etc.

4
Estas observaciones sobre el vocabulario del poder en el Nuevo Testamento, se
basan en mi lectura de Walter Wink, Naming the Powers (Philadelphia: Fortress,
1985).
5
En estas citas, empleo la traducción Reina-Valera 1960.
Los cristianos ante la política 213

Luc. 12.11 Cuando os trajeren a las sinagogas, y antes los magistra-


dos y las autoridades, no os preocupéis por cómo o qué habréis de
responder, o qué habréis de decir…

• En segundo lugar tenemos pasajes donde estas mismas palabras u


otras por el estilo tienen que ver con los atributos de quienes ejercen
autoridad:

Apoc. 12.10 Entonces oí una gran voz en el cielo, que decía: Ahora ha
venido la salvación, el poder, y el reino de nuestro Dios, y la autoridad
de su Cristo…

Jud. 25 Al único y sabio Dios, nuestro Salvador, sea gloria y majes-


tad, imperio y potencia, ahora y por todos los siglos. Amén.

• Y por último tenemos casos donde parece tratarse especialmente de


seres «espirituales», de signo positivo como los ángeles o negativo
como los demonios, capaces en mayor o menor medida de manifes-
tarse o encarnarse en seres humanos concretos y en las instituciones
humanas propias del gobierno y el poder.

Rom. 8.38-39 Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la


vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por
venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá
separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro.

Ef. 1.21 [Cristo está sentado en los lugares celestiales] sobre todo
principado y autoridad y poder y señorío, y sobre todo nombre que se
nombra, no sólo en este siglo, sino también en el venidero…

Ef. 6.12 Porque no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra
principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinie-
blas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones
celestes.

Col. 1.16 Porque en él fueron creadas todas las cosas, las que hay en
los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos,
sean dominios, sean principados, sean potestades; todo fue creado por
medio de él y para él.
214 Otros ensayos sobre justicia y no violencia

1 Ped. 3.22 [Jesucristo,] quien habiendo subido al cielo está a la


diestra de Dios; y a él están sujetos los ángeles, autoridades y potesta-
des.

Estos poderes son, entonces, a la vez celestiales y terrenales, divinos/


demoníacos y humanos, interiores y políticos, invisibles y a la vez clara-
mente observables en la sociedad humana. El texto que describe esta
realidad con mayor claridad es Col. 1.16, que ya hemos citado:

Porque en él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cie-
los y las que hay en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean
dominios, sean principados, sean potestades; todo fue creado por
medio de él y para él.

Estos diversos sentidos de las palabras que tienen que ver con el
poder o la autoridad, no son sentidos especiales bíblicos, sino que es así
como se entienden estas palabras en la antigüedad en general.

Existía, por ejemplo, una enorme porosidad entre el mundo de los


dioses y el Emperador romano. El «genio» del Emperador era esa cuali-
dad divina propia del Emperador, que hacía que todo el mundo le
obedeciera y que el destino de cientos de miles de personas dependiese
de su voluntad. Los dioses eran astros del firmamento, como Marte,
Venus, Júpiter, etc. Pues bien, al morir, el Emperador ascendía al cielo y
seguía resplandeciendo sobre la tierra. O sea que la cualidad divina que
era propia del Emperador en vida, se potenciaba más aún en muerte,
libre ya de las ataduras de esta carne corrupta, de manera que el Empe-
rador podía ahora, muerto, ejercer entre los dioses del cielo por toda la
eternidad.

Como nosotros solemos distinguir entre la política y la religión o la


espiritualidad, nos parece que los antiguos mezclaban dos cosas clara-
mente distintas. Pero ellos, claro está, nos acusarían a nosotros de lo
contrario: de separar lo inseparable. Para ellos el mundo espiritual y el
mundo político eran una misma cosa, sin fisuras ni distinciones. Era más
que obvio que las estrellas y los planetas, los dioses y los demonios,
influían en la vida de los hombres. Era imposible dudar, entonces, de
que nadie podría ejercer ningún poder real en el mundo político sin
gozar de alguna cualidad espiritual o divina que le otorgase tal capaci-
dad. Esa cualidad podía venir por la sangre noble o por las conjunciones
astrales del momento de su nacimiento. Sin embargo era evidente que
Los cristianos ante la política 215

a la vez esa cualidad divina propia del poder residía en el cargo mismo,
de manera que un hombre perfectamente normal, al acceder a un cargo
poderoso, era transformado por la espiritualidad del poder en un ser
poderoso él mismo, comparable a los demonios y dioses en su capaci-
dad de influir sobre las vidas de los hombres.

IV. EL DESTINO DE LOS PODERES Y LAS POTESTADES


1. ¿Guerra espiritual?

Una de las propuestas que se han hecho en las últimas décadas res-
pecto a cómo los cristianos han de incidir en la política afectando
directamente a los «poderes y potestades» espirituales y su influencia
sobre la humanidad, es lo que se viene en llamar la guerra espiritual. Los
que promueven estas ideas han escrito un buen número de libros,
muchos de ellos traducidos al castellano por las editoriales evangélicas
de Miami.

Según ellos las ciudades y las naciones están regidas por el demonio
particular del lugar. En resumidas cuentas, se adhieren a la creencia
pagana en una diversidad de dioses, donde cada dios defiende los
intereses del lugar que ha elegido y le da a ese pueblo su carácter parti-
cular: marcial, pacífico, intelectual, comerciante, etc. Los políticos
siempre acabarán realizando la voluntad del dios de la entidad política
que gobiernan. (Los defensores del concepto de guerra espiritual, al
ser cristianos, no los llaman dioses sino demonios, porque no quieren
negar que haya un solo Dios; parecen ignorar que en griego las palabras
dios y demonio son sinónimos perfectamente intercambiables entre sí.)
Ellos proponen, entonces, una serie de disciplinas espirituales, principal-
mente la «oración de guerra», que sirven para «atar al hombre fuerte» y
que, cuando se realizan correctamente, dan lugar a lo que ellos llaman
«avivamiento», o sea conversiones en masa al cristianismo evangélico.

He leído un buen número de libros que defienden estos conceptos y


tengo que decir que en general me han dejado profundamente decep-
cionado.

Aunque la idea de combatir contra el demonio de una ciudad o una


nación puede parecer esperanzador en cuanto a la renovación política
del lugar, el caso es que el interés de estos autores rara vez va más allá
216 Otros ensayos sobre justicia y no violencia

del proselitismo evangélico. Parecen dar por sentado —precisamente


por el hecho de que no dicen nada al respecto— que una vez vencida la
hostilidad de las autoridades y convertida al evangelio una mayoría de la
población, la justicia y la prosperidad vendrán automáticamente sin la
necesidad de adoptar ninguna política concreta. En realidad, al leer con
atención las cosas que critican en la sociedad, y las cosas que callan,
está claro que la gran mayoría de los que defienden el concepto de
guerra espiritual mantienen convicciones políticas de extrema derecha
muy próximas al fascismo, y plagadas de un ferviente nacionalismo
estadounidense. Lo que nos ofrecen viene a ser, me parece a mí, una
versión evangélica de la intolerancia y la prepotencia, el conformismo
social y el temor al castigo eterno, con que los curas siempre han man-
tenido sumiso al pueblo español.

Al final me temo que la guerra espiritual acarreará dos problemas:


uno práctico y otro de fondo:

a. Así como las masas que sólo venían para ver el «poder» de
Jesús le acabaron traicionando, mucho me temo que Jesús volverá a
ser traicionado por las masas multitudinarias que acuden como res-
puesta a los enfrentamientos bélicos de «poder». Jesús, en el evan-
gelio de Marcos, hacía callar a los que querían proclamar a voces su
poder. El plan que él tenía era de humillación, servicio abnegado,
poner al prójimo antes que uno mismo, etc. Era el camino de la
renuncia a la imposición por la fuerza. Ese camino no será más
popular hoy que lo fue ayer.

Tal vez Jesús, el Jesús de verdad, el Jesús de carne y hueso que


vagabundeaba entre las aldeas de Galilea, ya ha sido traicionado en el
mismo acto de profesión de entregarse a él; porque el Jesús a quien
se entregan parece ser una especie de dios exaltado, poderoso y
victorioso. Esta es la antigua herejía del docetismo. Según los doce-
tistas, Jesús sólo parecía humano: en realidad había sido Dios y nada
más que Dios. Este Cristo es entonces, al final, alguien muy distinto
del humilde carpintero de Nazaret que describen los evangelios, cuyo
destino inexorable fue morir en la cruz.

b. La obsesión con el crecimiento multitudinario, con el prose-


litismo como meta final, nos priva de lo fundamental del mensaje de
Jesús. El proceso que registran los cuatro evangelios, de popularidad
Los cristianos ante la política 217

seguida de abandono, tal vez haya sido descrito con tanta fidelidad
por los evangelistas a manera de advertencia. Las masas pretendían
entonces y siempre pretenderán algo distinto a lo que ofrece Jesús.
Jesús ofrece un estilo de vida no violento, una lucha sin cuartel
contra el mal desde abajo, desde la humildad, el servicio desinteresa-
do, el sufrimiento y la cruz. Tal vez la tendencia hacia la derecha
política, y las posturas violentamente machistas que caracterizan a
los que profesan la guerra espiritual, no sea una mera coincidencia. El
caso es que al evangelio de la guerra espiritual, aunque a veces sus
defensores parecen conscientes de que hay injusticias humanas,
conductas humanas que causan sufrimiento en el prójimo, no parece
que le sobren energías para luchar positivamente por el reino de
Dios, que no tan sólo negativamente contra el reino de Satanás.

Al final uno se lleva la impresión de que la guerra espiritual es una


manera de conseguir que todo cambie para que todo siga igual.

Dentro del más sincero respeto que se merecen estos hermanos en


sus convicciones, integridad personal y sinceridad, mucho me temo que
al final gran parte de la preocupación con lo demoníaco acabe siendo,
en sí misma, una treta satánica para distraer a la iglesia de su cometido
de transformar al mundo con el mensaje de la cruz. La cruz no sólo
como triunfo cósmico, realidad que no me interesa negar, sino especial-
mente como modelo de vida para la humanidad. La cruz como opción
política para transformar el mundo.

En la cruz, en el más grande e importante, el más cósmico de todos


los enfrentamientos entre Jesús y Satanás, Jesús en lugar de resistir,
echar fuera, tomar autoridad, atar, despojar, y demás términos bélicos
que se podrían emplear para describir su actividad, se sometió volunta-
ria e indefensamente, hasta la muerte bajo tortura. Lo que parecen
olvidar los que proponen una guerra espiritual es que: ¡La victoria de
Jesús tuvo todas las apariencias de ser una derrota! El resultado inme-
diato no fue la conversión masiva de Jerusalén, sino el total desánimo
de sus discípulos.

Curiosamente —un detalle que no se suele observar— el libro de


Hechos sigue un patrón parecido al de los evangelios, donde Jesús al
principio tiene un éxito impresionante, lleno de milagros y rodeado de
las masas que le aclaman, para terminar al final solo y crucificado. El
218 Otros ensayos sobre justicia y no violencia

libro de Hechos también empieza con una multitud (3000 varones) que
se convierten en Jerusalén en un solo día, pero acaba con Pablo solo y
ministrando desde la cautividad en Roma. Aquí, al igual que en las epís-
tolas de Pablo, vemos que es desde la debilidad, no desde el poder y la
gloria, que ha de triunfar el mensaje de Jesús.

Y en Apocalipsis 12.11, los que vencen a Satanás lo hacen mediante el


martirio a manos de un Imperio perverso que según todas las aparien-
cias les ha vencido a ellos al darles muerte.

2. Algunas observaciones adicionales de Walter Wink.6 La tesis de


Wink, que reaparece en una variedad de permutaciones a través de
sus tres libros sobre el poder en el Nuevo Testamento, es que:

2.1. Los principados y las potestades son buenos.

Volvamos una vez más a Col. 1.16-17:

Porque en él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cie-
los y las que hay en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean
dominios, sean principados, sean potestades; todo fue creado por
medio de él y para él. Y él es antes de todas las cosas, y todas las
cosas en él subsisten…

En contra de la dura realidad diaria de la opresión e injusticia que los


cristianos primitivos vivían a manos de estos poderes, Pablo tiene el
arrojo de proclamar que…

a. Fueron creados. ¡Dios no creó nada malo! Si se manifiestan


ahora como malos es porque se han corrompido. Y, ¿quién sabe?, lo
que se corrompe y ensucia tal vez pueda ser lavado y devuelto un día
a su estado de pureza original…

6
Walter Wink, Engaging the Powers (Minneapolis: Fortress, 1992) pp. 65-74. Cf. algu-
nas coincidencias con Berkhof, Christ and the Powers (Scottdale: Herald, 1962) y con
Yoder, The Politics of Jesus (Grand Rapids: Eerdmans, 1972) (tr. al español, Jesús y la
Realidad política (Buenos Aires: Certeza, 1985). A Yoder, sin embargo, no le acababa
de convencer Wink. Yoder prefería enfatizar el tema de la obediencia e imitación del
ejemplo paradigmático de Jesús, que no la eficacia de la acción no violenta, que es lo
que propone Wink.
Los cristianos ante la política 219

b. Fueron creados… por medio del Hijo y para el Hijo.

Es difícil exagerar la importancia de esta afirmación:

Los cristianos afirmamos que el Hijo es Jesús de Nazaret. Jesús de


Nazaret, este pobre y humilde carpintero galileo con aires de rabino
judío que alentaba las esperanzas de un pueblo hundido en la
miseria, la enfermedad y la opresión: este Jesús es el Hijo de Dios.
Ahora bien, el Hijo viene a dar solución a los problemas humanos,
problemas que en cuanto sociales, son en gran medida problemas
políticos. Pero las soluciones que predica y practica Jesús constitu-
yen una nueva manera de hacer política. Y es que este Jesús, el Hijo,
predica una manera no coercitiva, no violenta, no dominante de
llevar a cabo la transformación que requiere la sociedad. La transfor-
mación social que él propone, pasa obligatoriamente por el rechazo,
la soledad, la incomprensión, el sufrimiento y la cruz. Sin embargo, al
predicar y poner en práctica su política de transformación social
rechazando la tentación de la violencia, Jesús el Hijo representa
fielmente la misma naturaleza de Dios.

Si todo esto es así, y ahora decimos además que los poderes y las
autoridades de este mundo han sido creados por medio del Hijo y
para el Hijo, entonces hay que mantener que en su origen y creación
—y por tanto en su más pura esencia— todos estos poderes y autori-
dades, los principados y las potestades, tanto mejor funcionarán
cuanto más abandonen la violencia, la coerción, la imposición y la
amenaza para conseguir sus objetivos de paz, orden y justicia en la
sociedad humana.

Si tienen su origen y su razón de ser en Jesús, las autoridades, los


poderes, los principados y las potestades tan sólo alcanzarán plena-
mente su vocación en la medida que se parezcan a Jesús en su mane-
ra de ejercer su autoridad.

c. En él permanecen. El plan de Dios no parece ser la destrucción


de los poderes y principados. Quien los creó los mantiene, y sigue
viendo un propósito para que existan. Este propósito se ve especial-
mente claro en Rom. 13.1-9, donde habla de que Dios ordenó las
autoridades para beneficio de los bienhechores y castigo de los mal-
hechores, por lo que es menester someterse a las autoridades. Los
principados y las potestades tienen una función benéfica para la
220 Otros ensayos sobre justicia y no violencia

sociedad humana, una función que incluso cuando caídos, pueden y


deben seguir desempeñando.

2.2. Los principados y las potestades se han corrompido.

Wink está convencido de que para comprender la verdadera dimen-


sión del mal y la maldad que existe en el mundo, es fundamental recurrir
a la doctrina de la caída, el paraíso perdido, el Edén del que fuimos
expulsados. Wink apunta algunas observaciones acerca de lo que pode-
mos aprender del relato de la caída según Génesis:

• En primer lugar, este relato nos ayuda a enfrentarnos de lleno con la


realidad de lo terrible que es el mal y la maldad que nos embarga. El
caso es que vivimos hoy con un poso de maldición hereditaria, de
decisiones no sólo equivocadas, sino perversas y malignas, tomadas
y reiteradas generación tras generación hasta hacerse hábito en la
humanidad, y que deja absolutamente corrompida ya no sólo a la
humanidad, sino a todos los poderes y autoridades que Dios creó
para que nos sirvieran. Nuestra colaboración con el mal ha potencia-
do el mal; la facilidad con que nos hemos prestado a la corrupción ha
corrompido más que nunca a nuestros corruptores y la creación
entera se retuerce en una agonía de dolor y sufrimiento y opresión.

• En segundo lugar, el relato de la caída en Génesis no es meramente


un mito acerca de algo que sucedió en un pasado tan lejano que
resulta poco más que imaginario. Es una realidad siempre presente,
que nos afecta a todos y que afecta a cada una de las instituciones
que los humanos creamos y con que vivimos y organizamos nuestra
sociedad y nuestra vida.

• Y en tercer lugar, el concepto de la caída nos libera de la ilusión de


que nosotros mismos y nuestras instituciones, si trabajamos lo bas-
tante en ello, podamos alcanzar la perfección. No podemos salvar-
nos por nuestra propia fuerza, ni nos podrá salvar ninguna institución
que participe junto con nosotros de la caída que afecta a todo lo que
tiene que ver con la humanidad. Sólo podemos ser salvados por
aquel que trasciende nuestra humanidad y que trasciende a los prin-
cipados y potestades que gobiernan a la humanidad.
Los cristianos ante la política 221

2.3. Los principados y las potestades serán redimidos.

[Aquí ya no sigo tan de cerca el argumento de Wink.]

Luego el fin, cuando entregue el reino al Dios y Padre, cuando ha-


ya suprimido todo dominio, toda autoridad y potencia. Porque
preciso es que él reine hasta que haya puesto a todos sus enemigos
debajo de sus pies. Y el postrer enemigo que será destruido es la
muerte. Porque todas las cosas las sujetó debajo de sus pies. Y
cuando dice que todas las cosas han sido sujetadas a él, claramente
se exceptúa aquel que sujetó a él todas las cosas. Pero luego que
todas las cosas le estén sujetas, entonces también el Hijo mismo se
sujetará al que le sujetó a él todas las cosas, para que Dios sea todo
en todo (1 Cor. 15.24-28).

Puesto que los vv. 25, 27 y 28 hablan de someter, o someter bajo los
pies de Cristo a estos poderes, lo que dice de ellos en los vv. 24 y 26
difícilmente puede significar que serán destruidos. La primera defini-
ción que viene en mi diccionario del verbo katargéo (traducido como
«suprimir» en el v. 24 y como «destruir» en el v. 26) es «dejar inactivo o
impotente». Se trata de quitarlos de allí donde se han endiosado —o
donde los hemos endiosado, otorgándoles unos derechos y una autori-
dad que sólo le correspondía a Dios—, despojarlos de sus bienes mal
ganados, quitarles la capacidad real de causar ningún daño.

¿Cómo se logra esto? ¡Sometiéndolos, nada menos que bajo los pies
de Cristo! ¿Qué quiere decir esto?

[Cristo Jesús,] siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a


Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, to-
mando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando
en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obe-
diente hasta la muerte, y muerte de cruz (Filip. 2.6-8).

De ahora en adelante (cuando por fin se sometan bajo sus pies) el


principio por el que tendrán que actuar los principiados y potestades es
el principio de humillarse para poder ser exaltados por Dios, en lugar de
exaltarse a sí mismos. Tendrán que seguir el camino de la cruz indefen-
sa, no la amenaza de muerte; del amor, no el temor; el respeto, no la
imposición. Tarde o temprano todos los principados y potestades ten-
drán que hacer suya la dinámica de la cruz y la resurrección.
222 Otros ensayos sobre justicia y no violencia

Jesús ya ha vencido, decisivamente, con su muerte y resurrección.


¿Cómo serán sometidos todos los principados y potestades bajo sus
pies? En Col. 2.8-23 vemos que Cristo ya ha vencido y ha despojado a los
poderes. Esto es algo que ya está hecho.

Nosotros mismos jamás podríamos vencerles: son más fuertes que


nosotros porque no dependen de nosotros. Lo que sí podemos hacer
es identificarnos con Cristo mediante el bautismo (vv. 12-13) muriendo a
la jurisdicción de las potestades (vv. 14-15). Una vez realizado esto, vv.
16-22, nos toca resistir su influencia cuando es rebelde contra Cristo,
aferrándonos nosotros mismos a Cristo. Ya que somos libres, debemos
vivir como libres (un tema, por cierto, que reitera Pablo hasta el cansan-
cio en multitud de pasajes).

Y en Apoc. 21.23-22.5 aprendemos que al final, aunque nada inmundo


ni corrupto puede entrar en la Ciudad Celestial, sí que entrarán los prin-
cipados y las potestades (aquí representados por «las naciones» y «los
reyes de la tierra»; términos claramente sinónimos de «principados y
potestades» en todas sus dimensiones: humanas, institucionales y espi-
rituales.

Sin embargo, tan tarde como el capítulo 19 (Apoc. 19.19) los reyes de
la tierra y sus ejércitos —o sea los principados y las potestades— figura-
ban como el enemigo a batir. ¿Cómo se explica esto, salvo que, efecti-
vamente, el fin que persigue la guerra apocalíptica no es la aniquilación
de los principados y potestades, sino su sumisión radical bajo los pies de
Aquel por quien y para quien fueron creados? No se los vence para
destruirlos, sino para que dejen de actuar independientemente de los
planes de aquel que los creó para servir a la humanidad, no para ense-
ñorearse sobre ella.

V. LA POLÍTICA DE JESÚS
Esta conferencia ya se ha extendido demasiado. Demasiado he abu-
sado de vuestra amable atención. Aún me quedan muchísimas cosas
que quisiera decir, y otras tantas que han quedado poco o mal explica-
das por la necesidad de resumir un tema tan enorme en relativamente
pocas palabras. Sin embargo esbozaré todavía, en brevísimas palabras,
algunos de los elementos concretos que veo yo en la política de Jesús.
Los cristianos ante la política 223

Sirvan las siguientes ideas como botón de muestra de la transformación


política y social que nos propone Jesús:

• El rechazo del racismo y la xenofobia. Jesús nació en medio de un


pueblo profundamente racista y xenófobo, que apoyaba esas ideas
en sus convicciones religiosas y los libros sagrados que habían recibi-
do de sus antepasados. Sin embargo Jesús y sus seguidores se abrie-
ron profundamente a aquellos que su pueblo llamaba «los gentiles».
Para ellos la humanidad era toda una, y merecía toda ella recibir la luz
y la bendición del Dios Padre y Creador del universo.

• El rechazo del machismo y del patriarcado. Si Jesús no hacía acep-


ción de personas y los apóstoles creían profundamente que Dios mis-
mo no hace acepción de personas, todo el montaje patriarcal donde
los varones son los que dominan y mandan, es una aberración y un
ultraje contra Dios. Ya sé que todos os podéis acordar, casi sin
ningún esfuerzo, de versículos que parecerían defender un orden
donde los varones dominan y las mujeres se someten. Carezco de
tiempo ahora mismo para dar explicaciones, aparte de esta: En cuan-
to definimos el legítimo ejercicio de la autoridad como servicio, sufri-
miento, humildad y amor al estilo de Jesús, está claro que los varones
no gozamos de ninguna ventaja respecto a las mujeres.

• El rechazo de la riqueza y la explotación laboral. Comentamos al


principio de esta conferencia, muy de paso, que el tema de la pobre-
za y la riqueza, la desigualdad y la justicia en cuanto a economía, es
uno de los temas que más frecuentemente toca la enseñanza de
Jesús. Jamás deja de asombrarme cómo los líderes religiosos se
sofocan y arremeten justicieramente contra la homosexualidad ba-
sándose en los dos o tres únicos versículos en toda la Biblia que to-
can el tema, para luego escurrir el bulto sin inmutarse cuando se
trata de los cientos de versículos bíblicos que condenan sin paliativos
el egoísmo, la avaricia, la falta de generosidad, la riqueza y el lujo.
Esto es, como diría Jesús, colar un mosquito y tragarse un camello.

• El rechazo de la violencia y la guerra. He escrito extensamente sobre


este tema, de manera que no haré más que mencionarlo aquí. Sólo
diré que Cristo sin la cruz no tiene sentido. Cristo optó por la cruz
porque la única alternativa a morir por nosotros, la humanidad rebel-
de, era matarnos. Entonces quien mata a sus enemigos niega la
224 Otros ensayos sobre justicia y no violencia

eficacia y el poder de la cruz. Antes morir que matar: esa fue, en


pocas palabras, la filosofía política no violenta de Jesús.
ENSAYO 3.
La espiritualidad de la guerra y la violencia

C UANDO HABLAMOS DE ESPIRITUALIDAD,por mucho que los cristianos


del siglo XXI nos valgamos de textos sagrados redactados en
tiempos remotos, no hay nada que garantice que entendemos lo mismo
que entendían quienes los escribieron. Considerando los enormes
cambios habidos desde entonces en todas las ramas del pensamiento,
sería agudamente sorprendente que nos entendiésemos mutuamente
con los contemporáneos de los apóstoles cuando empleamos palabras
como «espíritu», «dioses», «ángeles», etc.1

Para la gente que vivía cuando se escribió el Nuevo Testamento los


astros, por ejemplo, eran dioses y otros seres endiosados —o sea en
estado de espíritu puro— que resplandecían en el cielo e influían pode-
rosamente en la marcha de los asuntos de la tierra. Con su monoteís-
mo, no cabe duda que los judíos concebían de estas realidades de una
manera algo distinta. Sin embargo a Mateo no le resulta en absoluto
chocante informarnos que Jesús sana a un lunático (Mat. 4.24). ¿Qué
era un lunático? Se trata obviamente de una persona que ha caído bajo
el poder de «la luna», concebida como un ser maligno capaz de trastor-
nar la salud. Mateo, por cierto, no indica qué síntomas indicaban el
lunatismo, dando por supuesto que sus lectores ya lo sabrían.

El concepto de ir al cielo cuando se muere no era una novedad del


dogma cristiano, sino una creencia de la cultura popular de la época.
Cualquier persona especialmente ilustre, un emperador, por ejemplo,

1
Me parece recordar que el presente artículo empezó como apuntes para una de
varias conferencias que di en Colombia allá por el 1997. La forma presente viene de
una conferencia para un encuentro para estudiantes de SEUT, que a la postre se pu-
blicó en la Separata (Nº 2, Vol. 2, 2001) de la revista Cristianismo Protestante.
226 Otros ensayos sobre justicia y no violencia

ascendía al cielo al morir, y brillaba como un astro más en el firmamen-


to. Dice así el apologista cristiano Lactancio, del siglo III, criticando la
admiración que profesaban los romanos por sus generales victoriosos:

Los romanos desprecian la valentía del atleta, porque no produce


heridas. Pero en el rey, ya que da lugar a desastres tan enormes, la
admiran tanto que imaginan que los generales valientes y aguerridos
son admitidos a la asamblea de los dioses . . . Si alguien mata a un so-
lo hombre, se le considera corrupto y malvado; indigno tan siquiera
de entrar a los templos terrenales de los dioses. Pero quien haya
masacrado millares incontables de hombres, quien haya inundado
los valles e infectado los ríos de sangre, es admitido de buena gana
ya no sólo en los templos sino incluso en el cielo.

Que Jesús ascendiera al cielo cuarenta días después de su resurrec-


ción no tenía, entonces, nada de curioso o inverosímil (salvo la resurrec-
ción en sí). Sí era nuevo el concepto de que así como había ascendido,
un día volvería. Eso, que yo sepa, nadie se lo había planteado respecto
a un humano endiosado en el cielo. ¿Para qué «volver» si al resplande-
cer en el cielo como un dios ya estaba en todas partes?

Con ideas como estas, es comprensible el fenómeno de la astrología,


que el Nuevo Testamento ni predica ni niega, sino que acepta como un
factor más de la realidad del mundo en que vivimos. (Los Reyes Magos
llegan hasta Jerusalén buscando al rey nacido porque han visto su astro
en el cielo.) El cielo y la tierra son uno, y lo que pasa en el cielo es otra
dimensión de lo que pasa en la tierra, por lo que uno puede ver en el
cielo lo que está pasando y previsiblemente va a pasar en la tierra.

LA REALIDAD PNEUMÁTICA O ESPIRITUAL


Si la espiritualidad de los astros nos resulta un concepto extraño es
porque hemos olvidado lo que todo el mundo en la antigüedad «sabía»
acerca del espíritu. (Al decir «todo el mundo en la antigüedad», obvia-
mente también hay que incluir a los primeros cristianos.) El pneuma —
palabra que traducimos al castellano como «espíritu»— era antes que
nada aire o viento o aliento. Pero el aire se concebía como vivo, dinámi-
co, lleno de poderes y potencias. Piénsese, por ejemplo, en «el aire» en
Efesios 2.2: «[…vuestros delitos y pecados,] en los cuales anduvisteis en
La espiritualidad de la guerra y la violencia 227

otro tiempo […] conforme al príncipe de la potestad del aire, el espíritu


que ahora opera en los hijos de desobediencia».

Los antiguos concebían del aire, para todos los seres vivos, algo así
como nosotros concebimos de la sangre dentro de un organismo. El
aire va de aquí para allá, bañando todos los seres vivos con las mismas
esencias y las mismas realidades, haciendo de comunicación directa
entre un ser y otro. Los cuerpos humanos no se veían como algo total-
mente autónomo, único, separado de los demás sino que, inmersos
todos en un mismo aire, todos estaban sometidos a las mismas influen-
cias.

Y si esta era la idea que tenían del aire, entonces el espíritu, el


pneuma, era lo mismo pero más dinámico, más concentrado y más pro-
picio para lo divino (o lo demoníaco: las palabras «dios» y «demonio»
eran sinónimos perfectamente intercambiables).

Se consideraba que el pneuma era el elemento o la materia pro-


pia del raciocinio, el pensamiento y la percepción sensorial; siendo
este el caso estaba peligrosamente sujeto a la contaminación y la
corrupción. No permanecía en un enclaustramiento seguro, dentro
de una ontología separada; al contrario, penetraba las demás for-
mas de la naturaleza y por tanto los demás elementos naturales
podían actuar sobre él, dañarlo, incluso alterarlo.2

Para los filósofos, entonces —y ¿quién sabe hasta qué punto estos
conceptos habían llegado a penetrar la cultura en general hasta ser
ideas de uso corriente?— los «espíritus inmundos» (pneúmata akáthar-
ta) que Jesús y los apóstoles echaban fuera para sanar a la gente, bien
podían concebirse como una especie de emanaciones perjudiciales o
gases tóxicos. La característica concreta del pneuma en este caso sería
su impureza, suciedad, inmundicia, contaminación o corrupción. El
pneuma que está en todas partes y en todas las personas, en este caso
concreto estaba sucio, contaminado, corrupto. Esa contaminación, lógi-
camente, lo afectaba todo: la conducta, la cordura, la pureza formal
para los ritos judíos, pero especialmente la salud. Si los romanos decían
aquello de mens sana in corpore sano, un corolario lógico sería que quien

2
Dale B. Martin, The Corinthian Body (New Haven and London: Yale University Press,
1995) p. 24. Tradujo D. Byler.
228 Otros ensayos sobre justicia y no violencia

tuviera contaminado o en mal estado el pneuma, ¡difícilmente iba a


poder gozar de un cuerpo sano!

El que se les concibiera como seres personales, con voluntad y dese-


os análogos a los humanos, y que incluso podían hablar empleando
como portavoz a un ser humano, no quita nada de lo anterior. Estamos
hablando de dioses o demonios, a fin de cuentas, que por definición son
personales y tienen voluntad propia y un poder sobrecogedor para
influir en el destino de la tierra y de la humanidad, por mucho que su
ámbito natural es el pneuma.

Podríamos decir que la dimensión psíquica era donde el ser humano


se muestra plenamente humano, con todas sus facultades sensoriales,
pensantes, racionales, de personalidad e individualidad y voluntad como
persona, carne, alma, todo su ser. Entonces la dimensión espiritual, lo
que aquí venimos llamando pneuma, era donde los seres divinos o
demoníacos se manifiestan como plenamente divinos y demoníacos,
con toda su capacidad para influir en el mundo, para maldecir y bende-
cir la existencia humana, para dominar, recibir honra y quizá adoración
de los humanos, ser respetados por su fuerza, poder e influencia y quizá
ser temidos por los humanos. Es aquí, en la dimensión del pneuma, que
manifiestan su fuerza de voluntad, la astucia de sus razonamientos,
sean justos y veraces en caso de los espíritus sometidos a Dios, sean
falsos, corruptos y destructivos en caso de espíritus endiosados o rebel-
des contra Dios. Es desde esta dimensión espiritual o pneumática, que
penetran con total naturalidad hasta el interior del ser humano y pue-
den tomar posesión de los pensamientos y del habla humana, hasta que
los hombres y las mujeres puedan profetizar verazmente en el nombre
de Dios, o proclamar a voces, como en los evangelios «¡Déjanos en paz,
Jesús! ¡Sabemos que eres el Cristo, el Hijo de Dios!».

El pneuma —la realidad espiritual en que creían todos los antiguos,


fueren paganos, judíos o cristianos— se concebía que está entonces
antes que nada en el aire, y especialmente en esa vitalidad del aire en
movimiento perpetuo que llamamos viento, aliento, respiración, soplo,
aquello que transporta unas mismas realidades de aquí por allá a todas
partes.

Está, en segundo lugar en el cielo, el lugar de los dioses (o del Dios


único para los judíos, aunque ellos también admitían que junto a Dios en
La espiritualidad de la guerra y la violencia 229

el cielo estaban sus ángeles, y también aceptaban la existencia en el aire


de seres pneumáticos de signo negativo). En realidad el cielo es en
cierto sentido la misma cosa que el aire: ¿dónde acaba el aire y empieza
el cielo —a no ser que uno crea que el cielo carece de aire, un concepto
impensable para los antiguos, ya que el cielo es, por excelencia, donde
moran los seres «espirituales» (cuando «espíritu» es, como ya hemos
dicho, viento, respiración, aire vivo, dinámico y en movimiento)?

Obviamente el pneuma sopla también sobre la tierra y entra y sale de


cada ser que respira. Se concentra en ciertos lugares más pneumáticos
que otros, (donde, por ejemplo, los espíritus divinos se han aparecido
espontáneamente a la gente, o donde «moran» en templos dedicados a
su culto). Puede concentrar su esencia también en personas con espe-
ciales facultades para ello (por virtudes personales o por consagración
al sacerdocio), o en quienes sencillamente se «derrama» como acto de
gracia divina.

TODO ESTO PARA VENIR A PARAR A LO SIGUIENTE:


Como es natural, si uno cree todo esto, una de las manifestaciones
más notables, poderosas e influyentes de la realidad pneumática o es-
piritual sobre el destino de la humanidad, tiene que hallarse en la di-
mensión social y política de la vida humana. Si hay un lugar donde sería
natural buscar la presencia de lo pneumático o espiritual —si es que
creemos que de verdad es una realidad poderosa, que de verdad impor-
ta, que de verdad influye en las vidas de los humanos— ese lugar tiene
que ser la política.

No nos sorprende descubrir, entonces, desde la más remota anti-


güedad, que la religión y el Estado han estado siempre estrechamente
vinculados.

En algunos lugares, como —emblemáticamente— Egipto, los reyes


eran dioses. En otros lugares como Canaán, los reyes tan sólo eran hijos
de un dios. En otros lugares o momentos, como hemos visto respecto
al Imperio Romano, la divinización sucedía después de la muerte del
emperador y su ascensión al cielo (aunque no faltaron emperadores
que aceptaran ser adorados como dioses ya en vida).
230 Otros ensayos sobre justicia y no violencia

En el mundo de tiempos bíblicos, si hay una cosa que queda clara


acerca de los dioses (o acerca del Dios único, en el caso de los judíos), es
que lo que más les interesa es el poder político, los reyes, las guerras,
bendecir o maldecir la economía nacional, y en general todo lo que
tiene que ver con reinos, principados, imperios, tribus, naciones y
grupos étnicos. El Antiguo Testamento carece de sentido si se pone en
duda que lo espiritual, lo pneumático, donde se desenvuelven Dios y sus
ángeles —y los dioses de todas las naciones vecinas— tiene que ver,
por definición, con la política tanto como con el individuo.

Y ya que es imposible hablar de política, especialmente política


internacional, sin hablar de guerras y ejércitos, ésta también tenía que
ser un área especialmente propensa a la actividad divina/demoníaca.

Y efectivamente, desde que se tiene conocimiento de que existieran


guerras entre distintos grupos humanos, siempre se ha dado por
supuesto, como un dato incuestionable, el interés divino en ellas. Los
sumerios, los babilonios, los egipcios, los hebreos (el Antiguo Testamen-
to), los griegos (piénsese en la Ilíada de Homero), los romanos, los
señores feudales de la Edad Media, los musulmanes con su jihad o
guerra santa, los papas cuando declaraban una cruzada: todos, siempre,
han dado por sobreentendido que la guerra es, por definición, producto
de las voluntades de los dioses (o de la voluntad del Dios único, según el
caso).

Yo, sinceramente, no sé exactamente qué hacer con todo esto. Pero


creo que debemos aceptar que los antiguos quizá no eran tan tontos
como pueden parecer. Aunque nosotros hoy día ya no podemos
concebir de las cosas en exactamente los mismos términos que ellos,
sin embargo tal vez ellos eran conscientes de una dimensión de la pro-
blemática humana —el problema de la violencia y la guerra en este
caso— que a los modernos se nos escapa. Como ya no podemos hablar
con naturalidad de pneuma ni espíritus maléficos, «el príncipe de este
mundo» se pasea por el mundo occidental moderno sin que los cristia-
nos nos percatemos de ello ni le opongamos resistencia.
La espiritualidad de la guerra y la violencia 231

Nunca he estado en El Ejido.3 Pero ¿es justo que nos indignemos


todos con los brotes de violencia xenófoba que se han producido allí?
¿Son tanto peores que los demás españoles los pobladores de El Ejido?
¿Y si resultase que en su violencia y racismo son víctimas de una
«contaminación moral», un «no se qué» que les ha invadido desde
realidades espirituales, tanto más eficaz en su capacidad corruptora una
vez que los cristianos ya ni creemos en ello ni sabemos cómo oponerle
resistencia?

Y ETA: ¿Va a desaparecer de España el terrorismo meramente por la


persecución policial —como plantean unos— o porque se acepten sus
tesis políticas —como parecen opinar otros? ¿Y si resultase que hay una
«espiritualidad» del terrorismo, un «espíritu de violencia» que se ha
apoderado del País Vasco, un espíritu terriblemente maligno, que se
goza en la destrucción, la muerte, el odio, la separación de una sociedad
entera entre «nosotros» y «ellos»?

RESISTIR EL PNEUMA DE LA VIOLENCIA Y LA GUERRA


Si todo esto resultase cierto (aunque no necesariamente en los tér-
minos exactos como lo concebían los antiguos), ¿cómo hemos de
prevalecer contra la violencia y la guerra en el siglo XXI? De hecho: ¿es
posible prevalecer contra los espíritus que asolan a la humanidad con
violencia y guerras? ¿No sería más lógico sencillamente dejarse arrastrar
por la corriente de los hechos y procurar sobrevivir gracias al cultivo de
una paz interior y la esperanza en un paraíso prometido más allá de la
muerte?

Sabemos que Jesús y los apóstoles echaban fuera a los «espíritus


inmundos», y que de muchas otras maneras se opusieron frontalmente
siempre que se encontraron con corrupción y maldad en el ámbito de lo
pneumático. Para los contemporáneos de ellos, nada daba fe del poder
real que gozaban en el ámbito pneumático, como las curaciones mila-
grosas. Como hemos visto, la enfermedad se debía (según se entendía)
al «mal aire» o sea los «espíritus inmundos». Curar repentina y dramáti-

3
Cuando escribía este artículo, eran noticia ciertos actos de violencia contra inmi-
grantes en aquella población española, un episodio que con el paso de los años ha
quedado relegado al olvido.
232 Otros ensayos sobre justicia y no violencia

camente a un enfermo manifestaba claramente que éstos habían sido


expulsados del cuerpo del enfermo.

Aprendemos de Jesús y los apóstoles, entonces, que sí es posible


resistir contra una «espiritualidad contaminada», maléfica, perjudicial
para el individuo y la sociedad.

Para empezar, debemos recordar que la violencia y las guerras no


son necesarias. No son inevitables. Aprendemos en Génesis que hubo
un tiempo anterior a la violencia y las guerras: el ser humano fue huma-
no antes de ser pecador; vivió tan libre de la influencia de «espíritus
inmundos», que podía presumir de inmortal.4 Y en el Apocalipsis apren-
demos que habrá una eternidad posterior al pecado: «el reino de Dios»
cuya consumación aguardamos, donde tampoco estaremos sometidos
a la influencia de «espíritus inmundos» con los males corporales,
psíquicos y sociales que los acompañan. Es decir que el ser humano no
es violento por naturaleza sino por corrupción. Y aquello que se ensu-
cia, contamina y corrompe, puede ser también lavado y restaurado a su
pureza inicial.

Esto significa que el refugio en una piedad interior no es opción para


los seguidores de Jesús. Si el proyecto magno de Dios en la historia de
la humanidad es «el reino de Dios», la restauración de todas las cosas
hasta su perfección edénica —o sea la creación de una sociedad sin
violencia ni ninguna manifestación de malos aires (espíritus inmun-
dos)— esa visión tiene que inspirar las metas, las aspiraciones y la
actividad de todo aquel que ama a Dios, los «mansos», los «pacificado-
res», los que «tienen hambre y sed de justicia».

En los últimos 10-15 años algunas personas vienen proponiendo la


«guerra espiritual» como método para cambiar las ciudades y naciones
sometidas bajo lo que ellos llaman «espíritus territoriales». Esto suena
prometedor, particularmente porque parece tomar en cuenta las
realidades pneumáticas en que creían los apóstoles y contra cuya
corrupción luchaban. Sin embargo estas ideas modernas sobre «guerra
espiritual» contra «espíritus territoriales» acaban defraudando —o por
lo menos me han defraudado todos los libros escritos por sus practican-

4
Cf. Walter Wink, Engaging the Powers (Minneapolis: Fortress, 1992), pp. 36-39
La espiritualidad de la guerra y la violencia 233

tes que yo he leído hasta ahora. Este es un tema complejo, que en todo
caso merecería tratamiento aparte.5

Sin embargo, sí podemos coincidir con los que practican la «guerra


espiritual», en que si creemos, como se creía en el siglo I, que detrás de
las realidades visibles de violencia y guerras hay un ámbito espiritual —
innegablemente real y profundamente influyente sobre el destino de la
humanidad—, entonces, hagamos lo que hagamos aparte de orar, nada
conseguiremos sin la oración.

La oración es un acto de rebeldía contra la presente realidad y el


espíritu viciado, contaminado, del presente. Frecuentemente para los
más débiles, las víctimas de la violencia, la oración es el único acto de
rebeldía que se pueden permitir. Ellos, con su clamor a Dios, tienen la
osadía de imaginar que el reino de Dios sea posible y proclamar con fe la
esperanza en que un día las cosas serán distintas. Y por esa misma fe y
al ser oído su clamor, dan lugar a que en los cielos las cosas se empiecen
a mover para que esa nueva realidad imaginada y reclamada de Dios, un
día se haga realidad.

¿Durante cuántas generaciones clamaron a Dios los hebreos oprimidos


por Faraón? Y el «espíritu» de Egipto se encargaba de declarar absurdas
e inútiles esas oraciones. Pero un día por fin llegó la hora de la
liberación, el fin de esa violencia. ¿Por qué tardó tanto en llegar esa
liberación? No nos es dado saberlo. Lo que sí sabemos es que cuando
por fin llegó, fue porque Dios escuchó el clamor de su pueblo (Exod. 3.7).
La lección es clara: sin clamor no hay liberación. Con clamor puede
tardar generaciones, incluso siglos; pero si su pueblo no levanta su voz
hasta el trono de Dios, la violencia jamás desaparecerá de la sociedad
humana.

5
Cf. Varios autores, Poder y misión (San José: INDEF, 1997)
ENSAYO 4.
Números 31:
Historias inmorales en el texto sagrado

H ACE UNA DÉCADA


ford, escribía:
1
Edwin M. Good, de la Universidad de Stan-

Si [...] (1) la Biblia es androcéntrica y (2) el androcentrismo es una


construcción inaceptable del mundo [...] entonces la Biblia ha
dejado de ser una base adecuada de autoridad para la verdad reli-
giosa y una fuente adecuada de discernimiento religioso. [...] Desde
los primeros destellos por los que empecé a ver la justicia de las
varias formas de crítica feminista de las tradiciones de nuestra
concepción del mundo, he pensado que probablemente acabaría-
mos así. A medida que ha ido tomando forma esa consciencia, me
he sentido cada vez más seguro de que quienquiera desee ofrecer
una lectura feminista positiva de la Biblia ha emprendido una tarea
imposible. [...] Prefiero ocupar una construcción del mundo
feminista generosa y moralmente aceptable que aferrarme a una
autoridad religiosa que se caracteriza hoy como siempre se ha carac-
terizado, por un prejuicio desagradable y una ocupación ilegítima
del poder.2

1
Este artículo, salvo algunos pequeños retoques posteriores, apareció en Alétheia
Nº 18 (Barcelona: Alianza Evangélica Española, 2000). El director de dicha revista lo
publicó con una introducción severamente crítica y encargó a José de Segovia un
artículo de réplica. En el número siguiente respondí con las consideraciones herme-
néuticas adicionales que se adjuntan aquí a partir de la p. 278.
2
Edwin M. Good, «Deception and Women: A Response», Semeia 42 (1988), p. 132. El
presente artículo podría haber abierto con una cita de, por ejemplo, Mieke Bal, Tina
Pippin, Esther Fuchs o Renita Weems, entre otras. Cito a Good, aunque es un hom-
236 Otros ensayos sobre justicia y no violencia

Desde que leí esto en aquel entonces, siempre ha rondado por mi


mente: una preocupación levemente molesta con la que no he sabido
exactamente qué hacer. En el ínterin he escrito un libro sobre un tema
más o menos relacionado,3 pero el reto planteado por la crítica feminis-
ta de la Biblia no deja de rondar por mi cabeza.

Está claro que la cuestión de las mujeres en la Biblia no es el único


tema donde ciertos pasajes específicos de la Biblia entran en conflicto
con su mensaje moral globalmente positivo. Por ejemplo los menoni-
tas, a la vez que nos hemos propuesto vivir un pacifismo que toma a
Jesucristo por modelo, siempre hemos tenido que tratar con el barbaris-
mo inquietante de la guerra mandada por Dios en el Antiguo Testamen-
to. Sin embargo los menonitas no hemos optado por desechar la Biblia.
Todo lo contrario, normalmente nos hemos caracterizado por un apego
profundo a la Biblia. El que esto haya sido posible puede encerrar una
clave acerca de cómo la Biblia puede seguir funcionando como autori-
dad incuestionable para la iglesia, en una era cuando también hemos
caído en la cuenta acerca de lo profundamente no liberadores que
resultan muchos de sus pasajes respecto a las mujeres.

Lo que quiero hacer aquí entonces es, en primer lugar, examinar con
atención una de las historias de violencia inexplicable que la Biblia
registra y en segundo lugar, intentar comprender qué pinta esta historia
en un libro que, pese a Good, me niego a rechazar como Sagrada Escri-
tura.

El episodio en cuestión se halla en Números 31.4

El capítulo abre atribuyendo inequívocamente a Dios la iniciativa


respecto a las acciones emprendidas. Todo empieza con un manda-
miento de Dios por medio de Moisés. Aunque más adelante Moisés

bre, por el efecto personal que han tenido sobre mí sus conclusiones sobre adónde
nos hubo traído la crítica bíblica feminista ya en la década de los 80.
3
Dionisio Byler, La autoridad de la Palabra en la Iglesia (Terrassa: CLIE y Bogotá:
CLARA, 2002).
4
Susan Niditch, «War, Women, and Defilement in Numbers 31» (Semeia 61, (1993),
pp. 39-57 también ha escrito acerca de esta historia. Curiosamente, descubro que
su lectura, aunque feminista, resulta más académica, menos horrorizada respecto al
contenido real de lo narrado, que la mía.
Números 31: Historias inmorales en el texto sagrado 237

continuará dando órdenes de las que no se dice específicamente que le


vengan como palabra de Dios, el sentido que les otorga el contexto en
el Pentateuco es que cuando Moisés da una orden, ésta es regular y
normalmente palabra de Dios. Es ese el punto de partida, la presuposi-
ción que funciona siempre y cuando el texto no estipule lo contrario.

El texto designa esta guerra antes que nada como una de venganza y
represalia (heb. naqam). Es imposible reconstruir la naturaleza exacta
de la ofensa contra el Señor en Baal-Peor que pudo requerir que, incluso
después de resuelta la crisis, siguiera siendo necesario el exterminio
genocida de un pueblo que hasta ese momento no había sido considera-
do hostil, ni contrario a la religión de Moisés (Jetro el madianita había
recibido a Moisés cuando huía de Faraón, y le había dado su hija en ma-
trimonio). Si podemos suponer que Núm. 31.16 hace referencia a Núm.
25 (donde, sin embargo, se nos informa que el episodio tuvo que ver
con los moabitas, que no los madianitas), parecería que «el» (obviamen-
te algunos de los hombres del) pueblo de Israel tuvo que ver con «las»
(obviamente algunas de las) mujeres madianitas y adoraron a los dioses
de Madián, dando lugar a una enfermedad mortal (¿que afectó a esos
mismos hombres?), todo lo cual llega a su fin cuando Finees mata a un
hombre hebreo y a una mujer madianita pillados en el acto sexual.

Una de las maneras que podríamos imaginar lo sucedido sería


suponer que los madianitas, padeciendo el brote de alguna enfermedad
contagiosa, recurren a rituales para la curación mediante la invocación
de sus dioses, rituales que habrían requerido que sus mujeres mantuvie-
sen relaciones sexuales con hombres ajenos a su propio grupo. Los
hebreos habrían resultado un grupo natural del que solicitar esta cola-
boración, dada la amistad que existía entre ambos pueblos. El resultado
habría sido entonces el contagio también en el campamento hebreo,
contagio que tan sólo cesó con la muerte de aquellos que habían con-
traído la enfermedad y porque se puso freno a que los hebreos se
prestaran a participar en tales rituales.5

5
Geroge E. Mendenhall, The Tenth Generation (Baltimore and London: The Johns
Hopkins University Press, 1973), pp. 105-121, opina —con razonamientos apoyados
en abundante investigación histórica— que se trataba de una epidemia de peste
bubónica y sugiere más o menos lo que pongo aquí respecto a lo sucedido en Baal
Peor.
238 Otros ensayos sobre justicia y no violencia

Pero incluso partiendo de tal reconstrucción puramente hipotética,


sigue siendo difícil comprender el porqué de la necesidad de proceder a
un genocidio contra toda la población madianita una vez que hubo
pasado la crisis. Habría que suponer que los madianitas que sobrevivie-
ron a tal plaga, así como los sobrevivientes hebreos, serían precisamen-
te los que no tuvieron que ver con los rituales que hemos imaginado,
evitando así el contagio y la muerte. Es tan difícil atribuir culpa a los
sobrevivientes madianitas como lo sería atribuirles culpa a los sobrevi-
vientes hebreos, a pesar de lo cual son estos últimos los que ahora han
de ejecutar el genocidio castigador.

Por mucho que lo intente, entonces, lo que da lugar a la necesidad de


esta venganza está sencillamente más allá de mi comprensión. Parece
haberse perdido en las nieblas del tiempo y de una cultura tan distante,
tiene que ver con un pueblo y una religión y sistema de creencias tan
distintas a las mías, que ningún ejercicio de la imaginación puede salvar
las distancias. Sencillamente no me puedo imaginar lo que sería servir a
un Dios que requiere una carnicería tan carente de sentido.6

La segunda cosa que observo en Números 31 es la naturaleza de la


batalla contra los madianitas.

Sé que para algunos propósitos podría resultar útil o al menos intere-


sante jugar con los números que esta narración nos da respecto a los
madianitas. Pero para efectos del presente ensayo creo que sólo resul-
taría una distracción, de manera que me propongo tomar estas cifras tal
y como vienen. La narración bíblica nos da estas cifras, que son por
tanto las que se espera que tengamos en mente para la reconstrucción
de los hechos que sucede en la imaginación cuando leemos.

Ahora bien: El número de chicas vírgenes que pone para la población


madianita es de 32 mil. Supongamos que una de cada tres hembras,
desde bebés hasta ancianas, fueran vírgenes. Esto nos daría un total de
96 mil hembras madianitas, lo cual seguramente es una cifra demasiado
baja, pero de todas maneras válida para nuestros propósitos. Podemos

6
He escrito «Dios» con mayúscula aquí porque a pesar de la dirección en que esta
oración parece tender con bastante claridad, el marcionismo no me resulta una
solución satisfactoria ante los problemas a que esta historia da lugar [cf. Dionisio
Byler, Los genocidios en la Biblia (Terrassa: CLIE y Bogotá: CLARA, 1998), pp. 15-17,
reproducido en el presente libro, pp. 107-9].
Números 31: Historias inmorales en el texto sagrado 239

suponer que había un número parecido de varones, de los cuales quizá


un tercio podrían haber participado en la guerra. De manera que tene-
mos algo así como 32 mil hombres madianitas en armas.

¿Qué clase de «batalla» tendría que tener lugar para que todos y cada
uno de los combatientes de un ejercito mueran, sin una sola baja entre
sus contrarios? Sugiero que esto no puede propiamente describirse
como una «batalla» sino como una «masacre». Creo que cualquiera que
conozca el idioma español coincidirá conmigo en que el término «masa-
cre» describe mucho mejor un evento de tales características. ¡Está
claro que las fuerzas madianitas no opusieron resistencia! Aunque
hubieran sido cogidos totalmente desprevenidos al no esperar un ata-
que de sus aliados hebreos, si los madianitas hubieran opuesto resisten-
cia es difícil imaginar que nadie, en todo el ejército madianita, hubiera
causado una sola baja entre los hebreos durante el tiempo que éstos se
dedicaron a clavar sus lanzas y espadas en fila tras fila de madianitas.
Sin embargo los madianitas muertos no son tan sólo los 32 mil comba-
tientes potenciales, sino la totalidad de la población masculina salvo los
niños más pequeños (heb. tapim).

No importa lo cruel e inhumana la obediencia fanática a la que hemos


de creer que los hombres de Moisés se ven impulsados (el contexto nos
lleva a pensar que están condicionados a una sumisión mecánica por la
muerte y destrucción que cae sobre ellos inflexiblemente cuando las
órdenes de Moisés no se cumplen a rajatabla), siempre tiene que llegar
un punto en el que se cansan de tan salvaje carnicería, y por fin toman
algunos prisioneros, aunque tan sólo mujeres y sus bebés (vers. 9).
Ahora Moisés sale del campamento a su encuentro en un arrebato de
ira justiciera, y les reprende duramente por haber tomado prisioneros.
Insiste que la mayoría de los prisioneros también deberán ser masacra-
dos.

Sólo las hembras vírgenes podrán vivir. Arrancan a todos los niños
pequeños de los brazos de sus madres y los destripan. A continuación
hemos de imaginar una escena en que una por una obligan a las miles
de cautivas a desnudarse ante el ejército, para que quienes las inspec-
cionan abran con los dedos sus vulvas y examinen el himen por si mos-
trase señas de penetración.
240 Otros ensayos sobre justicia y no violencia

Las que no son aptas reciben instrucciones de dirigirse a la cola don-


de serán atravesadas por una lanza, decapitadas, o cual sea el método
de exterminio que se haya escogido. Las demás, que presumiblemente
deberían mostrarse agradecidas por salvar la vida, abandonan los
campos de muerte. Moisés ha especificado que los soldados las pueden
conservar «para vosotros» (heb. lekem) dando a entender el disfrute
sexual del botín de guerra, ¡aunque espero que se me permita abrigar la
esperanza de que a las decenas de miles de niñas impúberes primero se
les permitiese acabar de crecer!7

Para nuestro intento por comprender la matanza de los hombres


madianitas, el texto nos ofrece la hoja de higuera de la presunta «ba-
talla». Quizá había algo de sensación real de peligro, esa anegación en
el terror y la adrenalina del campo de batalla, que pudo impulsar a los
soldados hebreos a matar, matar, matar, arrancar la lanza ensangrenta-
da de un cuerpo que aún se agita y chilla de dolor y terror, para hundirla
en el siguiente. Nada semejante se nos ofrece respecto a la masacre de
bebés y mujeres. Es simplemente carnicería a sangre fría. Mi imagina-
ción me abandona en el intento de hacerme idea de los corazones irre-
misiblemente perversos y sin piedad necesarios para matar a miles de
niños pequeños uno tras otro con armas de bronce y piedra.

¿Puede acaso alguien dudar de que Moisés, Josué, y todos sus


secuaces, de haber vivido en nuestra generación, hubieran sido llevados
al Tribunal Internacional de Crímenes de Guerra en La Haya para ser
juzgados por crímenes contra la humanidad? Sin embargo el ser huma-
no no es más moral hoy que en el pasado. No hemos evolucionado
hasta alcanzar un estadio de menor violencia y maldad. Si en el siglo XX,
a pesar de toda la crueldad y violencia que lo ha caracterizado, hemos
creado una institución como el Tribunal de la Haya, hay que pensar que
se debe a algo profundo en el alma humana. La compasión por el próji-
mo y el horror ante la crueldad tiene que ser un rasgo con el que todos,
en todas las épocas de la humanidad, hemos sido creados. Sugiero que
cualquier generación en casi todas si no todas las culturas, sentiría un

7
Harold C. Washington, en «Violence and the Construction of Gender in the Hebrew
Bible: A New Historicist Approach», Biblical Interpretation, V, 4, (Oct. 1997), pp. 324-
363, observa que la violación de las cautivas fue considerada normal en las guerras
de los hebreos bíblicos. La legislación de Deut. 21.10-14 pretendía limitar esa
costumbre, aunque distaba mucho de prohibirla.
Números 31: Historias inmorales en el texto sagrado 241

profundo rechazo de la conducta que describe Números 31. Está claro


que hay hombres capaces de comportarse así, siempre los ha habido y
siempre han intentado justificarlo. Pero las personas «normales», cual-
quier observador imparcial por ejemplo —ni siquiera personas especial-
mente morales o religiosas—, siempre sabrán sin la más mínima duda
que tal conducta es absolutamente depravada.

La ideología de Moisés acaba pareciéndose a la de Hitler. En


compañía de este Moisés, la aberración de Pol Pot ya no resulta tan abe-
rrante. Lo que sucedió en Ruanda hace algunos años encuentra aquí un
paralelo, así como el genocidio de Bosnia.

¿Qué hemos de hacer, entonces, con este texto en nuestra Biblia?

Una manera de intentar suavizarlo, como ya he mencionado, es jugar


con los números. Los escritos históricos de edades pasadas jamás se
han caracterizado por la precisión en sus números, y muchas veces
incluyen exageraciones de bulto. Sin embargo no veo gran diferencia
moral si toda esta escena se mantiene en pie, pero resulta que nunca
había habido más que, digamos, mil quinientos madianitas. Alguna
diferencia sí qué hay, quizá incluso una diferencia importante, pero no
tanta en cuanto a la cuestión de fondo.

Otra manera de tratar a este texto es una que me enseñaron a evitar.


La alegorización. Cuanto más me he enfrentado con cuestiones tales
como la violencia y la perspectiva masculina del Antiguo Testamento,
más simpatía siento por la alegorización sin disculpas con que genera-
ción tras generación de lectores cristianos han intentado entender
nuestras Escrituras. Puede que nuestra hermenéutica moderna aún
resulte ser un callejón sin salida respecto a la edificación a largo plazo
de la Iglesia. Tomar el texto al pie de la letra bien puede conducir más
fácilmente hacia el marcionismo y el antisemitismo por un lado8, o un
relativismo religioso por el otro, que al estímulo del pueblo de Dios en
santidad y adoración.

¡Si tan sólo pudiésemos de alguna manera volver a la convicción que


muchos cristianos sinceros y de corazón sencillo de todas las generacio-

8
Se recordará que Marción (Siglo 2), con saña antisemita, arremetía contra el Anti-
guo Testamento y contra el Dios del que habla, considerándolo muy inferior al Padre
de Jesucristo que revela el Nuevo Testamento.
242 Otros ensayos sobre justicia y no violencia

nes hasta la nuestra misma siempre han mantenido, de que bajo la


superficie de estas historias yacen mundos enteros de significado
escondido, esperando ser espiritualmente discernidos! Si pudiésemos
leer alegóricamente, dejaríamos de horrorizarnos ante la crueldad, la
violencia y el comportamiento inexcusable de todo tipo. Todo lo con-
trario, veríamos esos problemas en la superficie como señales seguras
de que hay que buscar en otro lugar el verdadero significado espiritual
del texto. La masacre de los madianitas en realidad es acerca de —nun-
ca jamás tuvo que ver con otra cosa que— ¡el desarraigo del pecado en
nuestras vidas!

Cuando oigo a predicadores con menos estudios que yo explicar las


Escrituras alegóricamente, muchas veces me siento conmovido. Y me
doy cuenta de que hay un poder y una gracia en su predicación a los que
yo no puedo acceder porque nunca veo más allá de la superficie de las
historias mismas en toda la crudeza de su violencia y sexismo.

Por cierto, sospecho que es así como los menonitas han encajado tra-
dicionalmente la violencia del Antiguo Testamento. Nunca la hubieran
visto como un ejemplo a seguir salvo en el más alegórico de los senti-
dos.

Pero antes de recurrir a la interpretación alegórica, examinemos más


detenidamente el texto bíblico echando nuestras redes en un contexto
mucho más amplio, más allá de Números 31. Tal vez la Biblia misma nos
ofrezca pistas que nos ayuden a superar el escándalo moral que supone
este capítulo.

Hallamos, por ejemplo, en Núm. 13.1-3 y en Deut. 1.22-23, descripcio-


nes muy distintas de un mismo evento. En Números es el Señor el que
toma la iniciativa de decirle a Moisés que envíe a los doce para espiar la
tierra. En Deuteronomio Moisés asevera (¿se queja de?) que los líderes
de Israel le propusieron el plan, al que él consintió sin darse cuenta de
que caía en una trampa, dando pie a que luego se excusaran de tomar
posesión de la tierra, cosa que dio lugar a 40 años adicionales en el
desierto.

Así descubrimos que no todo lo que Números atribuye directamente


a la palabra de Dios, lo era en realidad. «La palabra de Dios» aparente-
mente le venía a Moisés a veces mediante las iniciativas de otros líderes,
en conversaciones, mientras calculaba cuál sería el mejor camino a
Números 31: Historias inmorales en el texto sagrado 243

seguir. Y lo que en cierto momento a Moisés le podía parecer que era


una palabra clara de Dios, la reflexión posterior a veces podía indicarle
que no había sido más que una trama urdida por un pueblo rebelde que
buscaba excusas para no obedecer a Dios. Las palabras de Dios que le
venían a Moisés de repente parecen mucho más corrientes, más huma-
nas, mucho más parecidas a la manera que la palabra de Dios nos viene
a los demás en nuestro propio caminar con Dios. Y como nosotros, Moi-
sés quizá no siempre acertaba cuando atribuía una idea a Dios.

En el caso de los espías enviados a la tierra, disponemos de la versión


de Deuteronomio que cuestiona la certeza con que podemos saber que
de verdad Dios le haya hablado a Moisés sobre el particular. ¿El hecho
de que no dispongamos de una versión alternativa respecto a la masa-
cre de los madianitas, versión que diera pie a cuestionar si las pretendi-
das «palabras de Dios» de verdad lo fueron, supone que plantearnos de
todas maneras tal duda sería forzosamente imposible o contrario a las
Escrituras? Supongo que en efecto estoy planteando esa duda, dando a
entender que no creo que al hacerlo atente contra el empleo piadoso y
cristiano de las Escrituras para los fines que les son propios.

De hecho, estoy dispuesto a ir mucho más lejos que sencillamente


plantear una interrogante. Estoy dispuesto a dar una respuesta contun-
dente. La única manera posible de evitar llegar a conclusiones marcioni-
tas acerca del Dios del Antiguo Testamento en contraposición con el
Dios del Nuevo Testamento, es negar que Dios haya tenido nada en
absoluto que ver con la comisión de un crimen tan espantoso.

La doctrina cristiana mantiene estas dos verdades (entre otras, por


supuesto) como datos incontrovertibles: (1) Jesucristo, en cuanto Hijo
de Dios, es la Palabra encarnada de Dios, la revelación más perfecta y
completa posible para la humanidad de la naturaleza de Dios, especial-
mente la naturaleza moral de Dios: cómo trata Dios con la humanidad
descarriada. (2) La totalidad de las Escrituras cristianas, a través de
ambos testamentos, trata sobre un único y mismo Dios: Yahveh Dios de
los hebreos es el Dios de Jesucristo, y no hay otro Dios.

Si es cierto que hay un único Dios, y si él de verdad se encarnó en


Jesús de Nazaret, manifestándose en Jesús tal cual de verdad es, en-
tonces Moisés cometió un error trágico cuando (¡si es que!: léase más
244 Otros ensayos sobre justicia y no violencia

adelante) pensó que oyó que Dios ordenaba este monstruoso crimen
contra los madianitas.9

A pesar de que las interpretaciones alegóricas de las Escrituras ya no


estén de moda en algunas partes de la Iglesia (los elementos con más
estudios entre las iglesias occidentales), sin embargo me parece que
seguimos teniendo que admitir el discernimiento de que ante una inco-
herencia tan enorme y manifiesta como la que existe entre la palabra
atribuida a Dios en Números 31, y todo lo que sabemos acerca de Dios
por medio de Jesús de Nazaret, ¡tienen que encenderse todas las
señales indicando que este texto trae «gato encerrado»! ¡El significado
de la superficie sólo puede alcanzar un cierto grado de absurdo antes
de que se espere que debamos empezar a preguntarnos si no habría
que buscar significado en otra parte!

¿Podemos, después de todo, estar tan seguros de que los autores de


la historia bíblica procuraban seguir fielmente las expectativas de los
occidentales modernos acerca de cómo se deben sentar los hechos, en
lugar de seguir la tendencia universal a redactar los eventos de tal ma-
nera que sirvan para propugnar una determinada perspectiva política,
étnica, religiosa, etc.?10 ¿Acaso alegan los autores bíblicos en algún
lugar que lo que nos están dando sean «hechos» imparciales y no opi-
niones e interpretaciones espiritualmente medidas? Y ¿puede el signifi-
cado de un texto de verdad permanecer inalterado si de ser una crónica
de eventos, pasa a servir como Sagrada Escritura para una comunidad
religiosa? ¿Es que pueda cosa alguna escrita, de verdad significar lo

9
Aunque quisiera intentarlo, jamás podré evitar leer el Antiguo Testamento desde
mi condición de cristiano. No siento más necesidad de pedir disculpas por esto que
la que puedan sentir las feministas al leer la Biblia como mujeres, las «womanistas»
al leerla como mujeres norteamericanas de raza africana, o los liberacionistas al
leerla desde su propio trasfondo y experiencia. Incluso así, léase más adelante,
estoy convencido de que la interpretación que ofrezco es plausible dentro del
marco de, por ejemplo, el judaísmo de la época del Segundo Templo.
10
Obviamente estoy de acuerdo con la idea de que toda redacción de historia está
siempre, inevitablemente, marcada por el prejuicio ideológico; quizá nunca tanto
como cuando la persona que escribe alega ser objetiva, lo cual sólo puede querer
decir que el autor ni siquiera es consciente de lo interesada que resulta su redacción
de la historia.
Números 31: Historias inmorales en el texto sagrado 245

mismo que significaba antes, una vez que se lee con ojos de fe en el
contexto del Canon que guía la visión espiritual de un pueblo?11

Una vez que hemos establecido que es imposible que un determina-


do pasaje pueda querer decir lo que en la superficie claramente dice,
que no lo puede querer decir en ningún sentido que pueda resultar de
interés o utilidad para la comunidad cristiana, entonces nos hallamos en
libertad para tratar de descubrir por qué es que de todas maneras figura
en el Canon cristiano.

Huelga decir que no me parece necesario imaginar que Moisés haya


escrito Números 31. Por lo que a mí respecta, doy por imposible el
intento de averiguar quién por primera vez contó esta historia ni con
qué propósito. ¿Contiene acaso el recuerdo de la antigua práctica
hapiru/hebrea12 del herem13, al estilo de las historias de las victorias
sobre Sihón y Og (Deut. 2.31-34; 3.3), o el recuerdo de una incursión
hapiru/hebrea en busca de botín similar a las que realizaba David en
cierta época (1 Sam. 27.9)?

Sea cual fuere el motivo por el que se escribió esta historia, y el


motivo por el que se redactó precisamente de esta manera (dando una
imagen de Dios, Moisés y el ejército hebreo precisamente de esta mane-
ra tan devastadoramente negativa), el hecho es que la información
acerca de Israel premonárquico nos ha llegado mediante la literatura
postexílica de Judá. Sabemos que el Libro de Números (como el resto
del Pentateuco), con una forma esencialmente igual a la que conoce-
mos hoy, fue leído por la antigua nobleza jerosolimitana que volvió a

11
Aunque esta última pregunta retórica quizá requiera explicación, no es este el
lugar para darla. Piense solamente el lector qué interpretación merecería el Cantar
de los Cantares si nos hubiera llegado en el cuerpo de la literatura griega y no me-
diante la Biblia. Es tan sólo porque está en la Biblia que entendemos que pueda
tener significado espiritual. Antes de su reconocimiento como Sagrada Escritura sin
duda circuló entre los hebreos como un poema erótico más. Pero desde el día que
ocupa su lugar en la Biblia, se lee de una manera radicalmente distinta.
12
En mi opinión, Norman K. Gottwald, The Tribes of Yahweh (Maryknoll: Orbis, 1979)
ha argumentado de una manera bastante convincente que existe algún tipo de
conexión, aunque más no sea semántica, entre los antiguos forajidos hapiru de
Canaán, y los hebreos primitivos.
13
La consagración del botín de guerra (incluso prisioneros) a la destrucción total.
246 Otros ensayos sobre justicia y no violencia

Palestina en el siglo VI a.C. patrocinada por Ciro de Persia, que pretendía


así asegurarse la lealtad del flanco occidental de su imperio. Se deba o
no la composición de Números en su forma actual al período preexílico,
lo cierto es que fue conservada para los tiempos postexílicos por esa
antigua elite jerosolimitana, y llegó a funcionar (junto con el resto del
Pentateuco) como la ley civil para los judíos étnicos de todo el Imperio
Persa.

Es a aquella edad, entonces, que elijo remitirme para descubrir el


sentido de esta historia. Es en el contexto del conflicto entre esta élite
sacerdotal y real acabada de llegar desde Babilonia, y la población indí-
gena de Judá o Palestina, que esta historia inmoral sobre un antiguo
genocidio había de transformarse en instrucción edificante respecto a la
pureza étnica. Lo mismo se podría decir acerca de todos los relatos que
conserva la Biblia sobre el herem que habían practicado los antiguos
hapiru. La Biblia, en el mismísimo acto de conservar estas historias
antiguas como parte de un libro sagrado, transforma su significado.
Desarraigadas de sus orígenes inmorales y criminales muchos siglos ha,
estas historias sirven ahora para inspirar una lealtad intransigente para
con el proyecto del Segundo Templo, o sea el judaísmo emergente.

En tal contexto es posible «hacer vista gorda» a la inmoralidad y la


criminalidad absolutas de estas acciones. Nadie en Judá postexílica
proponía seriamente el recurso al genocidio. No tenemos la menor
evidencia de que tales medidas se hayan contemplado en ese momento
(ni jamás posteriormente) en el judaísmo14. Puestos al caso, tampoco
existe el menor indicio de herem para las monarquías preexílicas. Estas
viejas historias groseras y monstruosas podían ser recicladas como pará-
bolas morales precisamente porque a nadie se le podía cruzar por la
mente imaginar que Dios jamás pudiese ordenar semejantes crímenes.

En mi opinión entonces, para el tiempo que toma forma el Penta-


teuco, los judíos conocían lo suficientemente bien al Dios que nos revela

14
Esdras, caps. 9-10, da cuenta de la primera vez que se lleva a cabo un programa
destinado a obligar la pureza étnica y racial de los judíos. Las narraciones anteriores
de la Biblia dan cuenta con toda naturalidad de por ejemplo la cananea Tamar,
antepasada de la mayoría de la tribu de Judá (Gén. 38) o la moabita Rut, bisabuela
del rey David. Pero el programa de Esdras se limita al divorcio y al repudio de los
hijos mestizos. Jamás se le cruza por la cabeza llevar a cabo un genocidio.
Números 31: Historias inmorales en el texto sagrado 247

la Biblia, como para hacer que el genocidio por motivos religiosos fuese
algo absolutamente impensable.

Es esa Biblia, al revelarnos a ese Dios, la que nos enseña a rechazar


de cuajo cualquier significado literal que pudiera tener cualquier historia
dentro de esa misma Biblia, si contiene un presunto mandamiento divi-
no al genocidio. Números 31 puede significar cualquier cosa menos una.
La única cosa que jamás puede significar, la única cosa que jamás pudo
significar, es que Dios alguna vez haya ordenado el genocidio del pueblo
madianita.15

Es así, entonces, como propongo que la Biblia, a pesar de algunas his-


torias moralmente inaceptables que contiene, puede seguir funcionan-
do como reveladora para nosotros de los caminos de Dios. Si de verdad
Moisés pensó que Dios ordenaba un genocidio, sencillamente se equi-

15
Puestos al caso, la Biblia misma nos indica que tal genocidio jamás tuvo lugar, por
lo menos no en las dimensiones y proporciones que indica el texto de Números. La
Biblia conserva, además del relato de Números 31, la no menos curiosa e intrigante
historia de Gedeón. Según Jueces 6, los madianitas encabezaron una alianza de
pueblos del oriente que durante al menos una generación logró tener totalmente
dominadas a las tribus de Israel, asentadas ya en toda la extensión de su territorio
nacional. A todo esto los madianitas eran «como langostas en multitud», lo cual no
cuadra con la erradicación total y absoluta de esa etnia que nos había contado
Números 31.
El relato acerca de Gedeón tiene dos efectos importantes en relación con Nú-
meros 31. En primer lugar entronca la guerra contra los madianitas dentro de la
corriente menos violenta del pensamiento hebreo. Como bien demuestra Millard C.
Lind, Yahweh is a Warrior (Scottdale: Herald, 1980) existe una tradición profética
dentro de Israel, que entiende que la fidelidad a Yahveh exige dejarle a él derrotar a
los enemigos. Con el Mar Rojo a modo de paradigma, esta corriente del pensamien-
to hebreo confía que Dios defenderá los intereses de su pueblo, en lugar de pensar
que el pueblo de Dios tenga que defender mediante las armas los intereses de Dios.
Si Dios quisiera destruir a los madianitas, medios tiene él mismo para hacerlo sin que
su pueblo tenga que mancharse con crímenes monstruosos.
El segundo efecto que tiene la historia de Gedeón en relación con Números 31 es
que, negando tan rotundamente por inferencia que haya habido tal cosa como un
genocidio total de los madianitas, nos exige entender Números 31 de otra manera
que la literal. Números 31 puede servir de inspiración a la fidelidad al proyecto del
Segundo Templo, por ejemplo y como hemos sugerido; pero no puede dar a enten-
der que ni Dios ni Moisés hayan de verdad, literalmente, ordenado jamás crímenes
de dimensiones tan horrendas como los descritos aquí.
248 Otros ensayos sobre justicia y no violencia

vocó. En el caso mucho más probable de que el nombre de Moisés haya


quedado posteriormente asociado al relato de los crímenes de otra
persona, el propósito jamás fue la justificación de esos crímenes, sino
que sirviese como parábola o ilustración acerca de la pureza y lealtad
étnica y religiosa.16 Habría que seguir una línea parecida respecto a
otras historias bíblicas igualmente inaceptables. El resultado neto, si no
el método, acabará siendo sorprendentemente parecido a la instrucción
alegórica ofrecida por los predicadores cristianos a través de los siglos.17

Respecto a las críticas feministas de la Biblia, esta propuesta sólo


afecta directamente la interpretación de ciertos «textos de terror»,

16
Esto no viene a ser lo mismo que la alegorización. Una cosa es entender que la
historia sirva de inspiración en general; otra cosa distinta es buscar una concordan-
cia, punto por punto, entre la historia y nuestras circunstancias presentes. Sin
embargo es fácil acabar exagerando la diferencia entre entender que una historia
sirva de inspiración en general, y leerla como una alegoría. Después de todo, a efec-
tos prácticos, no es muy importante la distancia entre recibir ánimos para mantener
una pureza étnica y religiosa, y decidir que éste y otros pasajes parecidos «en el
fondo» enseñan a exterminar el pecado en nuestras vidas.
Richard B. Hays (The Moral Vision of the New Testament, San Francisco: Harper-
Collins, 1996) opina que «Sea cual fuere la validez de tal interpretación a efectos de
la edificación privada, resulta inaceptable como exégesis» (p. 336). Eso sería cierto
si pudiésemos estar seguros de que los autores bíblicos no esperaban que incluso
los pasajes no alegóricos fuesen a interpretarse alegóricamente. Lo que hace Pablo
con la historia de Sara y Hagar en Gál. 4.22-31 (por poner tan sólo un ejemplo del
Nuevo Testamento), lo hace con tanta soltura que da la impresión de que tiene que
proceder de una larga tradición de recibir instrucción de las Escrituras precisamente
de esa manera.
Lo que estoy exponiendo aquí es que, dado que el genocidio era impensable en
el período del Segundo Templo (o en el de la monarquía preexílica, puestos al caso),
el autor de la presente versión y el presente contexto literario de la historia bien
pudo haber esperado una interpretación más o menos acorde con la que los lector-
es piadosos siempre han hecho instintivamente.
17
También resultarán aparentes algunas semejanzas con ciertas variantes de la
crítica bíblica postmoderna, aunque estoy seguro de que a la mayoría de los críticos
postmodernos les resultaría curiosa y pintoresca mi necesidad de encontrar edifica-
ción e inspiración en la Biblia. Las lecturas inspiracionales (ni qué hablar de las ale-
góricas) siempre serán altamente personales y subjetivas, algo que el postmodernis-
mo alega que de todas maneras sucede siempre, no importa cuánto se pretenda
evitar.
Números 31: Historias inmorales en el texto sagrado 249

como los calificó Phyllis Trible en su obra ya clásica18 sobre la victimación


de algunas mujeres en la Biblia. Pero también puede tener cierta perti-
nencia respecto a la acusación más generalizada de androcentrismo en
la Biblia.

Es innegable la realidad de que los textos bíblicos, quizá especial-


mente los del Antiguo Testamento, fueron escritos por varones para
varones sobre cuestiones que a varones interesan. Sin embargo, si la
comunidad de fe siempre instintivamente alegorizó las masacres ge-
nocidas, no menos instintiva y regularmente ha entendido que donde
pone «hombre» se debe leer «ser humano» siempre que tal inter-
pretación sea posible. Aunque puede ser discutible en algunos par-
ticulares específicos una traducción «inclusiva» de la Biblia como la
NRSV inglesa, en el fondo es «conservadora» en el sentido de que no
hace más que poner textualmente lo que siempre se ha sobreen-
tendido, ante la innovación reciente de suponer que «hombre» tenga
forzosamente que significar «varón». De manera que, por ejemplo, don-
de el texto hebreo de Salmo 1.1 pone, literalmente, «Bienaventurado el
varón que no anduvo en consejo de malos» (cf. RV60), no sólo es justifi-
cable sino probablemente más correcto, en el sentido de que se ajusta
más al sentido que la iglesia y la sinagoga siempre han entendido aquí,
traducir «Bienaventurada la persona…».

Aquí también, incluso en algo tan aparentemente objetivo como el


significado de una palabra hebrea o griega, el apego excesivamente
riguroso al sentido superficial del texto podría resultar en significados
inaceptables.

En otras palabras, y respondiendo por fin a la cita de Good con que


abríamos, la aceptabilidad o no del texto bíblico como orientación
moral y guía espiritual depende mucho más de cómo se lee, que de las
palabras que contiene. Siempre que se lea como Sagradas Escrituras
podrá funcionar como Sagradas Escrituras. Y siempre será posible en la
Iglesia (y tengo que suponer que también en la Sinagoga) interpretarla
positiva y moralmente si se lee desde un conocimiento personal de la
naturaleza positiva y moral de Dios. A los que de verdad aman a Dios, la
lectura de la Biblia al final siempre les debería llevar a amar incondicio-

18
Phyllis Trible, Texts of Terror (Philadelphia: Fortress, 1984).
250 Otros ensayos sobre justicia y no violencia

nalmente al prójimo,19 incluso, pradójicamente, si hace falta, contra el


sentido de la superficie del texto.

¿PODEMOS ESTAR SEGUROS DE HABER ENTENDIDO UN TEXTO?


Aunque no hubiera otros motivos por los que volver a tomar la pala-
bra en el debate de Alétheia nº 18, me veo obligado a ello para denegar
una imputación que figura en los comentarios editoriales introducto-
rios.20 Allí se me atribuye la siguiente opinión propia de la herejía
marcionista del siglo II: «…rechaza que el Dios de Números 31 pueda
tener nada que ver con el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo».

Sin embargo, al observar en el Antiguo Testamento el mismo fenó-


meno de violencia humana atribuida a la inspiración divina que observó
Marción, mi reacción es precisamente la contraria: Yo opino que ya que
toda la Biblia revela un único y mismo Dios y ya que es Jesús quien le
revela a la perfección, se deduce que es necesario dejar de lado el litera-
lismo cuando se leen algunas narraciones del Antiguo Testamento.
Interpretar esas narraciones literalmente, como expliqué detalladamen-
te en mi artículo citado, conduciría a auténticos absurdos morales,
donde quien es auténticamente espiritual debería estar dispuesto a
cometer crímenes espantosos en el nombre de Dios. (Esto sería anec-
dótico si no fuese por la triste realidad de que esas conductas, con esos
argumentos, han existido de verdad entre los cristianos: sin ir más lejos,
en Bosnia y Kosovo hace muy pocos años.)

19
Esto debería ser cierto, pero dos mil años de existencia del cristianismo dan fe de
sobra de que esto no es así. La religión cristiana ha resultado históricamente tan
inútil como cualquier otra para refrenar no sólo el sexismo, sino la más pavorosa
violencia y crueldad de que es capaz el corazón humano. Así las cosas, no me sor-
prende que haya quien achaque las culpas a nuestro Texto Sagrado. Yo me manten-
go, sin embargo, en que el problema reside en cómo se lee ese Texto, que no en el
Texto mismo. Ver D. Byler, La autoridad de la Palabra en la Iglesia (Terrassa: CLIE y
Bogotá: CLARA, 2002), pp. 135-164.
20
Carta al director de Alétheia (Nº 19, 2/2002). Se publicó, pero sólo con modifi-
caciones sustanciales. En esta ocasión el director de la revista, S. Stuart Park, se
encargó personalmente de descalificar como heréticas las opiniones del autor. La
versión presente es la original, sin censura.
Números 31: Historias inmorales en el texto sagrado 251

¿Qué está pasando aquí? ¿Cómo es posible que se me atribuya una


opinión exactamente contraria a la que mantengo? Siempre he mante-
nido una relación cordial y respetuosa con S. Stuart Park, donde las lógi-
cas diferencias de énfasis en la doctrina cristiana —derivadas de haber-
nos nutrido de distintas fuentes eclesiales— jamás han dado lugar a la
animadversión. Tengo que suponer, entonces, que Park y yo somos
aquí víctimas de un problema hermenéutico, un problema de falla de
comunicación escrita, que es precisamente el tema de fondo al que
intentaba dirigirme en aquel artículo.

El problema es que un texto, cualquier texto, incluso obviamente lo


que escribo yo, siempre admite una pluralidad de interpretaciones. ¿Y
quién puede estar seguro de que la interpretación que hace de un texto
cuadra de verdad con lo que fue la intención de su autor? Me ha frustra-
do enormemente leer el artículo «La ira del Cordero» de José de Segovia
en Alétheia nº 18, porque aunque presumiblemente era una réplica al
mío, sin embargo trata extensamente sobre temas que considero tan-
genciales al mismo y sólo aborda bastante superficialmente —en las
páginas 22-25— el tema hermenéutico que yo pretendía que se deba-
tiese.

Sin embargo un texto, una vez escrito, está siempre a la merced de


sus lectores. Y descubro que mi artículo deja ya de reflejar las ideas
mías y pasa a reflejar las ideas de un tal Dionisio Byler según es entendi-
do y percibido por sus lectores. En este caso, por ejemplo, mi artículo
sobre cuestiones de hermenéutica bíblica ha servido meramente como
provocación contra la que poder montar una «teología bíblica» sobre la
inmoralidad de Dios. Y una vez que ha sucedido eso, mi artículo ya no
dice lo que yo pensaba que decía, sino lo que era necesario que dijese
para que el artículo de Segovia resultase más convincente.

Al describir la teología de Segovia como una que predica la «inmorali-


dad» de Dios, quiero decir que según lo que yo entiendo que defiende
aquel artículo, Dios no actúa conforme a criterios éticos y morales que
el ser humano pueda reconocer como tales. Admito que también es po-
sible que cuando describo ese artículo con estas palabras mías, puede
que una vez más se repita el mismo fenómeno, y que seamos ahora
Segovia y yo víctimas de una nueva falla de comunicación escrita, donde
a pesar de sus mejores esfuerzos como escritor, yo como lector haya
interpretado mal lo que él quería comunicar.
252 Otros ensayos sobre justicia y no violencia

Esto mismo, curiosamente, le pasa a la Biblia en el debate de Alétheia


nº 18. Allí —muy al margen de lo que pensaban que querían decir los
autores bíblicos cuando escribían— la Biblia como la leo yo apoya
sobradamente mis tesis sobre la necesidad de renunciar a un literalismo
que justifique crímenes contra la humanidad; mientras que como la lee
Segovia, apoya sobradamente sus tesis sobre un Dios violento y un Cor-
dero iracundo. La única diferencia es que yo admito con toda naturali-
dad que mi lectura de la Biblia viene de algo tan posterior a la Biblia
como mi tradición menonita y algo tan subjetivo como «el Espíritu de
Cristo que mora en mí»; mientras que Segovia pretende que pensemos
que su lectura de la Biblia es literal, imparcial y objetiva.

Me siento tentado a responder a la argumentación que tanto Park


como Segovia esgrimen en contra de la validez universal de los métodos
de resistencia no violenta contra el mal21 que enseñó Jesús. Sin embargo
mi artículo no pretendía tratar ese tema —sobre el que ya he escrito
abundantemente en otras ocasiones— sino ofrecer una reflexión ante
el reto de la hermenéutica feminista.

Las eruditas feministas de la Biblia nos llevan a reconocer que la pers-


pectiva de la Biblia es claramente androcéntrica: los autores humanos
de la Biblia eran varones y escribían para varones desde una perspectiva
masculina. ¿Cómo hemos de responder para argumentar que a pesar de
ello la Biblia ha sido divinamente inspirada y sigue siendo útil para los
cristianos del siglo XXI? Como una aportación a la reflexión y el debate
sobre este tema, pensé que sería útil ofrecer a mis hermanos de otras
iglesias algunas ideas que me vienen desde mi tradición menonita, don-
de se acepta la enseñanza no violenta de Jesús sin rechazar la
inspiración del Antiguo Testamento. Algunos leemos la Biblia sin ver en
ella un Dios violento ni un Cordero iracundo. ¿Nos ofrece ello un ejem-
plo de cómo leer la Biblia sin ver en ella un Dios que hace acepción de
personas a favor de los varones?

21
La palabra «pacifismo» —con sus ecos de conformismo y pasividad ante el mal y la
maldad— dista enormemente de describir adecuadamente cómo entiendo yo que
debe actuar el cristiano en situaciones límite.
Números 31: Historias inmorales en el texto sagrado 253

Antes que nada, entonces, permítaseme un botón de muestra res-


pecto a la verdadera dimensión del problema que suscita la consciencia
feminista en la lectura de la Biblia:

Algún tiempo después de escribir mi artículo sobre Números 31,


descubrí uno por Harold C. Washington, cuyo título en inglés podríamos
traducir como: «La violencia y la construcción de género en la Biblia
Hebrea: una propuesta desde el Nuevo Historicismo»22. «Ya empeza-
mos bien», piensa uno al ver que el artículo abre con la cita del Salmo
137: «Dichoso el que tomare y estrellare tus niños contra la peña». Uno
de los subtítulos de este extenso e interesantísimo artículo, es «Ancient
Israel as a Rape Culture» (traducción: «El Israel de la antigüedad como
ejemplo de una cultura de violación»). No sorprende observar que trae
varias páginas sobre Números 31.

Washington sostiene que el Israel bíblico resulta ejemplo típico de


culturas que no han sabido proscribir la violación, sino que su literatura
la consiente a la vez que niega que exista. Así, por ejemplo, Tamar en 2
Sam. 13.12 exclama: «¡No mi hermano! No abuses de mí, porque tal cosa
no se hace23 en Israel». ¿No se hace? ¡Pero si es precisamente lo que le
hacen a ella! Y a Hagar (Gén. 16.3-4); y a Dina (Gén. 34.2); y a las madia-
nitas cuyo horror procuré describir en mi artículo sobre Números 31; y a
la concubina del levita (Jue. 19.25), a las doncellas de Jabes-galaad y Silo
(Jue. 21), a Rizpa (2 Sam. 3.7), a Betsabé (2 Sam. 11.2-4)24 y a las mujeres
de David (2 Sam. 16.21-22).

22
Harold C. Washington, «Violence and the Construction of Gender in the Hebrew
Bible: A New Historicist Approach», Biblical Interpretation, V, 4, (Oct. 1997), pp. 324-
363.
23
Los traductores de la versión RV60 observaron claramente la contradicción que
señalo aquí, por lo que en lugar de limitarse a traducir lo’ ye‘aseh ken beyisra’el, pre-
firieron sacarse de la manga la frase: «no se debe hacer así en Israel».
24
Aunque Washington no dice nada al respecto, observo que el caso de Betsabé es
uno donde se ve cómo actúa el mecanismo de negación de la violación cuando
ocurre. El texto no dice claramente que David violara a Betsabé. No obstante, es
difícil imaginar cómo ella podría haber rechazado la orden del rey, sin que tal
rechazo ocasionara precisamente el desenlace trágico que sin embargo sucedió de
todas maneras: el asesinato de su marido por un autócrata sin escrúpulos. Sin em-
bargo Betsabé es casi universalmente tratada como una vulgar vampiresa cuando
254 Otros ensayos sobre justicia y no violencia

La ley hebrea no contiene prohibiciones contra la violación en el sen-


tido de violencia contra mujeres, sino sólo en el sentido de violencia
contra la propiedad de otro varón. Quien viola a una mujer casada o
prometida a otro hombre ha de morir; pero quien viola a una mujer
soltera y sin compromiso ha de casarse con ella pagando a su familia la
dote correspondiente (Deut. 22.23-29). Esto evita que la familia tenga
que cargar con la «mercancía estropeada» que supone una chica
desflorada; la suerte que espera a la violada obligada a convivir a perpe-
tuidad con su violador, no parece preocupar a quien redactó la ley.

Mientras tanto, la conducta réproba que describe Números 31 viene


legislada en Deut. 21.10-14. Aquí no tenemos ya, entonces, un episodio
aislado y espontáneo como el caso de las madianitas, sino la pondera-
ción y premeditación propias del acto de legislar. En efecto es esta la
institucionalización de la violación, todo lo contrario de su prohibición.
Aquí se estipulan las condiciones bajo las que la violación es perfecta-
mente aceptable. (Aceptable para la sociedad hebrea, se entiende; qué
pensarían de ello las víctimas, una vez más no parece importar.)

Deryn Guest, en otro artículo reciente,25 demuestra hasta qué punto


el libro de Lamentaciones acepta y da voz a la cultura de violación: Sion,
la virgen violada y expuesta públicamente en su desnudez menstruante,
se confiesa culpable de la violencia que sufre. Es esta la sospecha con
que hasta el día de hoy —tal vez en parte por influencia de algunos
textos bíblicos— las mujeres violadas tienen que contender: la sospe-
cha de que de alguna manera «se lo buscó». El artículo de Guest al final
me deja insatisfecho, por cierto, porque ella se resiste a imaginar que
sea posible una lectura aceptable de un texto como Lamentaciones,
mientras que a mí no me cabe duda de que un lector piadoso siempre
sabrá ingeniárselas —con la ayuda del Espíritu Santo— para sacarle pro-
vecho a cualquier parte de la Biblia.

Este es el cometido, entonces: Explicar cómo este libro tan antiguo,


tan culturalmente extraño y lejano de nuestras propias ideas, puede

se comenta este texto, ocultando así la enorme diferencia de poder entre el rey y su
súbdita. En la parábola con que el profeta Natán reprocha al rey, él la compara con
un corderito indefenso que ha sido devorado.
25
Deryn Guest, «Hiding behind Naked Women in Lamentations: A Recriminative Res-
ponse», Biblical Interpretation, VII, 4 (octubre 1999), pp. 413-448.
Números 31: Historias inmorales en el texto sagrado 255

seguir funcionando a pesar de todo como Sagrada Escritura para los


cristianos del siglo XXI.

No es esta una labor fácil, a no ser que se lea superficialmente y se


haga vista gorda a inmoralidades de bulto defendidas y legisladas allí
como naturales y divinamente ordenadas. Sin duda hay otras maneras
legítimas, que no sólo las que yo propuse en mi artículo sobre Números
31, para explicar cómo es posible seguir usando esta Biblia, con estos
relatos y estas leyes, como Texto Sagrado para gente moral y civilizada.
Se recordará que en mi artículo yo proponía que hay pistas en la Biblia
misma que nos conducen a pensar que no es obligatorio creer que los
eventos narrados en Números 31 sucedieron literalmente como se rela-
tan; y que incluso bien puede ser que quien redactó este capítulo no
pretendía que se creyese que estas cosas habían sucedido literalmente
como las narró.

Satisfaga o no la solución que propongo, a mí me cuesta aceptar que


se dé por bueno —sin más— que la naturaleza del Dios que revela la
Biblia sea tal que pudiera de verdad inspirar a los hombres a actuar
como describe Números 31. Y me cuesta aceptarlo por el papel que ocu-
pa Jesús de Nazaret en mi teología. Si ese hombre Jesús es el Verbo
preexistente, la Palabra de Dios por excelencia, la revelación directa y
personal de cómo trata Dios a la humanidad pecadora, entonces me
parece que hay conductas que hay que decir claramente que Dios
sencillamente no es capaz de inspirar.

La violación y el genocidio serían dos ejemplos, entre otros que po-


dríamos poner.

Nunca sabremos del todo, aunque no es baladí seguir pensando e


investigando en ello, qué pasaba por la mente de los autores humanos
de los textos bíblicos cuando los redactaban: o sea qué pensaban que
querían decir cuando pusieron lo que pusieron. Sin embargo, en la me-
dida que creemos que el Espíritu Santo inspiró estos textos, yo propon-
go que es necesario suponer que ese Espíritu espera hallar lectores con
la suficiente fibra moral como para escandalizarse ante hechos escanda-
losos y reprobables, y lo suficiente inteligentes como para leer «contra-
corriente del texto» cuando hace falta, arrancando del texto interpreta-
ciones inspiradas (aunque humanas), dignas de un texto inspirado
(aunque también humano).
256 Otros ensayos sobre justicia y no violencia

Quiero creer también que los autores inspirados de estos textos eran
lo bastante profundos espiritual e intelectualmente, como para preten-
der en efecto despertar en el lector26 las alarmas morales que conducen
a una lectura sofisticada, no superficial —o sea, no limitada a las apa-
riencias de la superficie del texto—, algo así como mis reflexiones en
torno a Números 31.

En estos párrafos y en todo lo que escribo intento expresarme con


claridad. Sin embargo a estas alturas tengo bien asumido que si la
hermenéutica bíblica es todo un reto, entender lo que escriben nuestros
colegas y contemporáneos también lo es… y que hay personas que con
las mejores intenciones y el mejor de los intelectos, sin embargo no se
enteran adónde quiero ir a parar y me acabarán atribuyendo conviccio-
nes que no asumo. Dicho al revés: si es tan difícil entendernos entre
nosotros, ¿de verdad osa alguien opinar que sea fácil entender un libro
redactado en el Medio Oriente hace entre dos y tres mil años? ¿Es tan
sencillo y obvio el salto entre «lo que pone» y «lo que quiere decir»? ¿De
verdad piensa alguien que sea posible una lectura «objetiva» de la
Biblia?

Pues… yo opino que no. Pienso que sólo podrán oír su mensaje los
que tienen oídos para oír.

En cuanto a mí, me confieso un «ciego» que sólo ve «como en un


espejo, confusamente» cuando leo la Biblia. Pero me mantiene vivo la
esperanza de que un día «veremos cara a cara» y que «conoceré como
fui conocido». Y entre tanto, sé que «ahora permanecen la fe, la
esperanza y el amor, estos tres; pero el mayor de ellos es el amor»
(1 Cor. 13.12-13).

26
Sí, el lector, en masculino. Si hubieran tenido los autores bíblicos la sensibilidad
que empieza a caracterizar a nuestra propia cultura hoy día, probablemente habrían
podido imaginar que además de lectores habría también lectoras. Y seguramente
habrían evitado también expresarse como lo hicieron respecto a determinados epi-
sodios históricos y determinadas cuestiones sociales. Pero esa es una suposición
superflua, por anacrónica. Eso nos daría una biblia del siglo XXI, no la Biblia inspira-
da —aunque extremadamente antigua— que es la que interesa.
ENSAYO 5.
La familia de Dios
en un mundo violento y cruel

Q UISIERA EMPEZAR CONTANDO una historia antiquísima, que nos


viene en el libro de Jueces.1 Antes de empezar quiero recordar
que el narrador del libro de Jueces crea un marco de interpretación para
toda su colección de historias y leyendas sobre la vida en Israel y Judá
antes de la monarquía. Esto es porque no escribía historia porque sí,
porque fuera interesante o para no olvidar el pasado. Es que tenía unas
teorías muy concretas acerca de la vida y acerca de la organización
política que convenía a las tribus de Israel. Antes de empezar sus
narraciones, entonces, nos explica que en cuanto murió Josué, Israel
entró en un ciclo de cuatro etapas: (1) Cada generación se olvidaba de
Dios; entonces (2) Dios los castigaba levantando enemigos que los
oprimieran; entonces (3) los israelitas se arrepentían y clamaban a Dios;
y (4) Dios escuchaba el clamor de su pueblo y les enviaba un libertador.

Pero no era un ciclo meramente reiterativo. El autor de Jueces quie-


re que sepamos que en realidad se trataba de una espiral descendente,
que derivaba en cada vez más y peor corrupción. Una espiral de declive
que sólo pudo ser atajada, en su opinión, por la monarquía.

LA TIRANÍA HUMANA ES EL CASTIGO DEL PECADO


Es así como nuestra historia, como tantas otras en el libro de Jueces,
empieza con la observación de que los hijos de Israel volvieron a hacer

1
Esta fue una de cuatro conferencias que di en el Congreso Menonita del Cono Sur,
en Uruguay, enero de 2007. Las cuatro conferencias se pueden leer en
www.menonitas.org/textos.htm
258 Otros ensayos sobre justicia y no violencia

lo malo ante los ojos del Señor. La consecuencia de esta maldad es que
el propio Señor, el Dios de Israel, fortalece a Eglón, rey de Moab. Éste
consigue reunir bajo su mando también a los amonitas y amalecitas.
Con esta alianza de tres pueblos, Eglón presenta batalla a Israel y la de-
rrota, tomando Jericó, a este lado del río Jordán. A la postre los israeli-
tas sirven a Eglón durante dieciocho años.

Quizá habría que observar que tenemos aquí afirmaciones teológicas


a la vez que —o tal vez más que— históricas. A fin de cuentas, ¿cómo
constataríamos, históricamente, que un rey se hace fuerte porque el
Señor lo fortalece? ¿En qué se distingue un rey que prospera porque el
Señor lo fortalece, de otro que prospera porque sí, porque hace bien las
cosas, gobierna con sabiduría y sus soldados luchan con más destreza?
Ya hemos dicho que Israel había hecho lo malo ante los ojos del Señor.
¿Y los moabitas no? ¡Claro que sí, ellos también son pecadores; de
hecho, ni siquiera conocen al Señor!

¡Vaya! ¡Esto sí que es interesante! ¿Quiere decir esto que todos los
que llegan al poder por la fuerza cuentan con el beneplácito de Dios?
¿Fortalece Dios, entonces, la mano de todos los tiranos con el fin de
castigar a los pueblos que los tiranos tiranizan? Hay mucha doctrina so-
cial cristiana que tiene esto como su punto de partida. De hecho, esta
teología cristiana del derecho divino de los gobernantes es mucho más
exigente que la historia que estamos viendo en el libro de Jueces. Pare-
ce bastante claro que Eglón sólo exigía tributo, es decir dinero. Pero
durante gran parte de los siglos XIX y XX los gobiernos de todo el
mundo exigieron los cuerpos y las almas de sus súbditos, con leyes de
servicio militar obligatorio que venían a ser una especie de ley de escla-
vitud universal, si bien de duración limitada, cuyo fin era obligar a la
gente a estar dispuesta a matar y morir según el capricho de sus gober-
nantes. Pagar un tributo y entregarse de cuerpo y alma, son dos cosas
muy distintas. Y confundir una cosa con la otra me parece a mí que es
abandonar toda esperanza de conducirnos por criterios de moral y de
conciencia.

De todas maneras, la lógica aquí en Jueces parece bastante sencilla y


comprensible y tenemos que ver si se sostiene a lo largo de nuestra
historia. Quien peca contra Dios. merece ser gobernado por un tirano.
Puesto que Dios ha dispuesto este sistema, sería rebeldía contra Dios
La familia de Dios en un mundo violento y cruel 259

desobedecer a nuestros gobernantes, que desde luego no gobiernan


para nuestro bien sino precisamente para castigarnos.

PERO DIOS OYE EL CLAMOR DE LOS OPRIMIDOS


Pero en cuanto hemos establecido esta lógica, observamos que
nuestro texto ya la empieza a desestabilizar. Porque por mucho que a
Eglón lo fortaleciera el Señor —y aunque desde el punto de vista de
Eglón el tributo era un derecho que él había conseguido en batalla—
nuestro narrador califica la condición de Israel como servidumbre, es
decir esclavitud, y como castigo. Y a nadie le entra en la cabeza que ni la
esclavitud ni los castigos sean una condición positiva, deseable, perma-
nente. Los castigos son para que escarmentemos. Y desde que el libro
de Éxodo viene antes en la Biblia que el de Jueces, sabemos que Dios
está predispuesto a liberar a los esclavos que claman a él, aunque para
ello tenga que derrotar a los faraones que él mismo venía fortaleciendo.

Entonces no nos sorprende enterarnos, a continuación, que Dios


levanta un libertador, un tal Ehud,2 hijo de Gera, benjaminita y zurdo.
Bueno, no es del todo cierto que no nos sorprenda. Hubiéramos espe-
rado enterarnos de alguna expresión de arrepentimiento, algún recono-
cimiento de la maldad que había cometido Israel ante los ojos del Señor.
Pero el texto no nos dice nada ni de arrepentimiento ni de confesión.
Sólo nos habla de clamor. Hemos perdido de vista, entonces, el marco
de interpretación donde Eglón se ha hecho fuerte porque Israel había
abandonado al Señor, donde la opresión de Eglón es un justo castigo
por la maldad de Israel. Volvemos a otro patrón mucho más antiguo, el
del clamor del pueblo esclavizado. Un pueblo aparentemente sin culpa,
sin nada que confesar porque su reducción a la esclavitud lo exime de
toda culpabilidad. El tirano ya no representa la voluntad ni el castigo de
Dios sino que es sencillamente eso: un tirano.

Dios castiga con esclavitud a los hombres libres que actúan con
maldad. Pero Dios libera a los esclavos, sin importarle por qué hayan
sido reducidos a la esclavitud. Desde luego que aquí tenemos otros va-

2
Algunas traducciones ponen Aod. Yo prefiero la pronunciación hebrea Ehud,
donde la h se pronuncia como en inglés y alemán: una j muy suave.
260 Otros ensayos sobre justicia y no violencia

lores, otra construcción política, que la que justifica automáticamente a


los gobernantes. Si hay que hablar de justificación automática, ahora
sería la de la queja de los súbditos oprimidos, cuyo clamor se antepone
incluso a la mismísima obra de Dios que había fortalecido la mano de
quien ahora los oprime.

Nuestro narrador nos cuenta que Israel mandó con Ehud el tributo a
pagar a Eglón y a continuación aprendemos que Ehud se forja una
espada corta, de unos 60 centímetros de largo y se la ata al muslo dere-
cho, disimulada bajo la falda de su vestido. Aquí descubrimos por qué
nuestro narrador indica desde el principio que Ehud era zurdo. Las
personas diestras, que entonces como ahora eran la inmensa mayoría
de las personas, llevan la espada a su izquierda, desde donde es posible
desenvainarla con facilidad. Es hacia la izquierda de la persona, enton-
ces, donde se dirigen las miradas siempre que se quiera ver si alguien
viene armado. Pero Ehud era zurdo y por tanto para él era natural llevar
la espada a la derecha. Si además la llevaba debajo de su ropa, el enga-
ño era doblemente eficaz. Ehud podía ir armado con su espada corta
especial y nadie sospecharlo.

De momento no sabemos a quién quiere engañar Ehud. Quizá quiera


engañar a Eglón y a la guardia palaciega, pero también es posible que
Ehud sea un colaboracionista del régimen y vaya armado secretamente
por temor a las represalias de los israelitas. El caso es que sus siguien-
tes actos son propios de un colaboracionista. Recoge los tributos y se
presenta ante Eglón al frente de la delegación israelita.

El narrador nos cuenta ahora que el rey Eglón era extremadamente


obeso, un detalle cuya importancia se descubrirá más adelante.

Concluido el acto de presentación de los tributos, la delegación se


marcha del palacio. La comitiva llega a Gilgal, que —yendo a pie— está
a unos diez o quince minutos de las murallas de Jericó. Es importante
tener en cuenta estos detalles geográficos. Jericó no ha sido identifica-
da por su nombre, quizá porque se la supone destruida y arrasada varias
décadas antes, en tiempos de Josué. Pero sí se ha mencionado que la
corte de Eglón se ha instalado en «La Ciudad de las Palmeras», que no
puede ser otra que Jericó. Si Jericó no estaba habitada por israelitas,
que la habían arrasado pero no se habían asentado en ella, Gilgal en
cambio sí es un centro israelita. Y nuestro autor deja escapar, como
La familia de Dios en un mundo violento y cruel 261

quien no da importancia al asunto, que al llegar a Gilgal desde Jericó hay


que pasar por donde en aquel entonces había unos ídolos. Sin em-
bargo, cualquiera que conozca los textos bíblicos sabe que la palabra
«ídolos» no es una palabra neutral. Derivada del verbo pasal, «tallar» o
«esculpir», un pésel o ídolo, en este caso el plural, pesilim, ídolos, es un
término polémico. Es una indicación clara de apostasía, de apartarse de
uno de los mandamientos más elementales de Israel. Estos ídolos no se
encuentran en la Jericó de Eglón, sino en la Gilgal de los israelitas.

El narrador de nuestra historia parece querer seguir enturbiando las


aguas. Parece que no quiere que concibamos la historia en términos de
blanco y negro, en un mundo donde los buenos luchan contra los malos,
donde los que impulsan la venganza justa luchan contra «el Eje del Mal».
Dios fortalece la mano del tirano pagano Eglón, pero también levanta
un libertador para los israelitas oprimidos. Los israelitas han hecho lo
malo ante los ojos de Dios, pero Dios oye su clamor aunque no hay
mención de arrepentimiento y ahora vemos que siguen conservando
sus ídolos paganos. En nuestra historia los buenos y los malos están
todos revueltos, Dios está con unos y también con los otros. O quizá
resulte al final que Dios no está permanentemente con nadie.

Ehud se despide de la comitiva israelita para volver donde el rey


Eglón, al que indica que tiene información secreta que comunicarle.
Aquí es donde resulta verosímil imaginar que Ehud venga siendo un con-
fidente del tirano desde hace algún tiempo, un estrecho colaboracio-
nista con el régimen. Porque Eglón le indica que calle, luego despide de
su presencia a toda su guardia personal y a toda la servidumbre del
palacio, para quedarse a solas con Ehud y escuchar lo que le quiere con-
tar.

A continuación lo que tenemos es una especie de discontinuidad, un


cambio de escenario donde no sabemos cómo hemos llegado aquí des-
de donde estábamos antes.

Nuestro texto dice, literalmente, que «Entonces Ehud vino a [Eglón],


que estaba sentado arriba en el lugar fresco que era para él solamente».
Cuando busquéis esta historia para leerla por vuestra propia cuenta,
veréis que muchas versiones de la Biblia hablan aquí de una «sala de
verano» o de una terraza. Pero, por razones que explicaré, a mí me
parece mucho más verosímil entender que al rey le apretaban las tripas
262 Otros ensayos sobre justicia y no violencia

y se sentó en aquel lugar donde Sancho Panza opinó que todos, desde
los reyes hasta los siervos, somos iguales y donde nadie puede hacer
por uno lo que uno tiene que hacer.

Entonces, como siempre, no era posible guardar secretos en Palacio;


y quién sabe, quizá era éste el único lugar donde el rey Eglón podía reu-
nirse y hablar con su confidente israelita sin que escucharan personas
que no debían enterarse de sus informes confidenciales.

Imaginemos, entonces —con perdón— a Eglón sentado en esta


situación tan especial cuando Ehud le dice que lo que tiene que contarle
no es información sobre algún israelita rebelde, sino un mensaje de
Dios. A la vez que dice esto, Ehud también se levanta las faldas, no por
atrás como las tiene levantadas el rey, sino por delante. Desde luego,
puesto que los calzoncillos todavía no se habían inventado, la escena
rompe tabúes y resulta bastante repugnante para la sensibilidad moral
israelita. El rey se incorpora, sorprendido. Pero sin mediar palabras,
Ehud desenfunda su espada de debajo de su falda y se la clava en el
vientre. Traspasa todos los pliegues de su amplísima grasa, con tanta
fuerza que la grasa abdominal del rey se la traga entera, hasta esconder
la empuñadura. Y por este nuevo orificio salen también ahora los excre-
mentos del rey.

Ehud huye por el pasillo. Al huir, cierra la puerta y echa el cerrojo,


llevándose la llave para que parezca que la puerta sigue cerrada desde
dentro.

Aquí el relato abandona unos instantes a Ehud, para quedarse con


los siervos del palacio, que piensan que el rey está tardando mucho en
hacer sus necesidades en el lugar fresco de marras, que no «salón de
verano». Llamaron y nadie contestaba, probaron la puerta y dedujeron
que el rey seguía ahí dentro, puesto que estaba echado el cerrojo.
Nuestro narrador dice, literalmente, que «esperaron hasta la vergüen-
za». Naturalmente, una vez descubierto el magnicidio, se ve que en
efecto es una vergüenza que se haya esperado tanto en buscar otra
llave para abrir y acudir a prestar auxilio al rey. ¡Desde luego, si no
contestaba tenía que ser porque algo le había pasado!

A todo esto Ehud había huido —pasando por donde los ídolos israeli-
tas, que nuestro narrador no quiere que olvidemos— y siguiendo hasta
Seirat.
La familia de Dios en un mundo violento y cruel 263

Acto seguido, refugiado en la región montañosa de Efraín, reúne un


número indeterminado de israelitas. Los israelitas se apoderan de los
vados del Jordán que están frente al territorio de Moab. Todo moabita
que quisiese volver desde Jericó a Moab tenía que pasar por ahí. No
había puentes sobre el Jordán y no había otro lugar donde cruzar. Allí,
entonces los israelitas van matando —según las traducciones habitua-
les— a diez mil moabitas. Confieso mis dudas sobre esta cifra, puesto
que me inclino por la opinión de que la palabra alaf, que en el hebreo
posterior significa claramente «mil», anteriormente significaba «una
compañía de soldados» de número indeterminado3. Los diez alafim
pueden entonces haber sido tan pocos como cien o menos personas.
Esto tiene sentido si imaginamos un repliegue generalizado de los moa-
bitas, de Jericó a su propia tierra, una vez muerto su rey. Desde luego
que Ehud no pudo haber reunido en media hora ni en dos días un grupo
importante de israelitas dispuestos a seguirle. Pudo haber tardado uno
o dos meses. Estos diez alafim de moabitas que consiguen atrapar y
matar los israelitas, en ese caso, no habrían sido todo un ejército sino
pequeños grupos rezagados que se hallaban en el lado equivocado del
río.

Si esto es así, si los moabitas se daban por derrotados con la muerte


de su rey y habían vuelto a su propia tierra, resulta un poco trágica e
inútil esta matanza posterior. Aunque quizá tuviese su utilidad como
disuasión y advertencia a los moabitas, para que se quedasen perma-
nentemente en su propio territorio.

3
Me parecen convincentes los argumentos de Norman Gottwald, The Tribes of Yah-
weh (Maryknoll: Orbis, 1978) pp. 270-78.
264 Otros ensayos sobre justicia y no violencia

NO HAY NINGUNA DIFERENCIA ENTRE


«LOS BUENOS» Y «LOS MALOS»
En ningún caso, sean cien los moabitas muertos o diez mil, parece
haber ninguna diferencia moral entre un bando y el otro, como no
parece haber ninguna diferencia moral entre Eglón y su asesino Ehud.
Ni siquiera parece haber ninguna diferencia importante a nivel espiritual
o religioso. Ambas victorias, la inicial de Eglón sobre los israelitas y la
victoria final de Ehud sobre los moabitas, se atribuyen directamente a la
intervención del mismo Dios, el Señor, que favorece ora a uno y ora al
otro bando, indistintamente y sin siquiera tomar en consideración sus
creencias religiosas. Al fin y al cabo hemos de suponer que los moabitas
eran idólatras pero sabemos a ciencia cierta —puesto que el autor nos
lo ha querido recordar reiteradamente— que los israelitas seguían con
su idolatría por mucho que hubiesen clamado al Señor cuando se
hallaron sometidos a la opresión. Ambos bandos son sanguinarios y
crueles. En el caso de los moabitas lo sabemos por su disposición a tira-
nizar a los israelitas; y en el caso de los israelitas, el magnicidio cometido
a traición por Ehud y las redadas de moabitas en los vados del Jordán
(donde no toman prisioneros), dan fe de igual crueldad y disposición a
la violencia.

Nuestro narrador bíblico cierra su relato con una última afirmación,


que resulta muy interesante. Dice que tras esta actuación de Ehud, «la
tierra estuvo tranquila ochenta años». La conclusión ineludible es que la
acción de Ehud fue providencial, el asesinato de Eglón tuvo efectos
benéficos sobre varias generaciones de los israelitas. No hubo que arre-
pentirse del mal cometido delante del Señor, no hubo que quitar ídolos,
no hubo que renovar el pacto con el Señor; sólo hizo falta un asesino a
traición para arreglar el desarreglo que supone el hecho de que Dios
fortaleciera a un rey extranjero. Y ahora, a continuación, todos «vivie-
ron felices y comieron perdices».

Desde luego, si buscamos en esta historia alguna moraleja, alguna


lección moral o espiritual, alguna indicación de que es más conveniente
una manera de vivir que otra, una forma de espiritualidad que otra,
nuestra historia resulta desesperante. El pueblo escogido por Dios, «la
La familia de Dios en un mundo violento y cruel 265

familia de Dios» —por decirlo así—,4 vive en un mundo cruel y violento y


se amolda perfectamente a las reglas de juego de ese mundo cruel y
violento, adoptando la crueldad y la violencia como estilo de vida.
Nuestra historia ha sido sórdida y cruel, desagradable y violenta; si me
lo permitís yo diría que incluso inmoral —o por lo menos amoral— en
sus particulares y en su final feliz que parece tan inmerecido.

JESÚS Y LA ÉTICA DEL EXCESO Y LA GRACIA


Con esta observación quiero hacer un salto de más de un milenio
para recoger un pensamiento de Jesús.

El mundo en que vivía Jesús era también sórdido, cruel, inmoral, vio-
lento y sanguinario. Era un mundo donde gobernaban con tiranía y
crueldad, a capricho personal, los emperadores romanos. Un mundo
donde la forma más popular de entretenimiento no era ni la televisión ni
el fútbol sino el circo romano, donde la gente no iba a ver a actores fin-
gir que mataban y morían, como hoy día en el cine, sino que iban a ver
matar y morir de verdad, porque les resultaba así especialmente emo-
cionante y morboso el espectáculo. En todas las ciudades importantes
se ofrecía regularmente este espectáculo de la muerte humana, procu-
rándose siempre agudizar el morbo hallando nuevas formas de conver-
tir la muerte en diversión popular.

El mundo en que vivió Jesús era despiadadamente cruel, haciendo de


la esclavitud el fundamento de la economía, condenando a la mayoría
de la población a vidas miserables y sin esperanza para que unas pocas
familias pudieran gozar de riquezas inimaginables. Era un mundo sin
una moralidad reconocible como tal, donde la fuerza y el poder eran
tenidos como evidencia del favor divino, donde los esclavos eran escla-
vos porque habían nacido para eso como seres inferiores que eran,
mientras que los emperadores eran dioses que condescendían a habitar
entre los mortales durante algunas décadas, antes de ascender al firma-
mento y brillar con luz propia entre las estrellas y demás dioses.

4
Mis cuatro conferencias que di en Uruguay en enero de 2007 tenían como hilo con-
ductor el tema de «la familia de Dios».
266 Otros ensayos sobre justicia y no violencia

En este mundo también era posible imaginar que el Dios de Israel


favorecía a los emperadores y había dispuesto las cosas para que la
humanidad entera les rindiera pleitesía y sumisión incondicional, alabán-
dolos como benefactores a la vez que padecían con resignación religios-
a la consecuencias de sus abusos de poder.

En este mundo, Jesús hace una pregunta muy sencilla a todo aquel
que pretende conocer a Dios y vivir conforme a su voluntad:

¿En qué es vuestra conducta superior a la de cualquier otro?

Habéis oído decir: «Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo».


Pero yo os digo: «Amad a vuestros enemigos e interceded ante Dios
por los que os persiguen. Así llegaréis a ser hijos de vuestro Padre en
los cielos, que hace salir su sol sobre malvados y buenos y hace llover
sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué pre-
mio tenéis? ¿Acaso no hacen esto mismo los funcionarios del
régimen de ocupación? Y si saludáis solamente a vuestros correligio-
narios, ¿qué habéis hecho más que cualquier otro? ¿Acaso no hacen
esto mismo los paganos? Sed por tanto morales como vuestro Pa-
dre celestial es moral (Mt 5,43-48).

Jesús nos invita a superar la pobre y deprimente moral —en este


caso la de las reglas de juego de la enemistad, el odio y la venganza—
que es el común denominador del mundo cruel y violento en el que vivi-
mos. Nos invita a una moral del exceso, del superlativo, de ir más allá.
Es la moral de la diferencia. Una moral de la superioridad ética. Una
moral que refleja fielmente la imparcialidad y beneficencia del Padre
celestial.

Habíamos observado ya esa imparcialidad divina en nuestra historia


del libro de Jueces. Dios estaba de parte de Eglón pero también de
parte de Ehud. Castigaba el pecado de Israel pero también intervenía
para salvarlos aunque siguieran sumidos en su idolatría. Jesús, como
toda la Biblia, nos invita a ver más allá de las distinciones entre buenos y
malos, más allá de la presunta predilección divina por unos y no por
otros. Jesús nos invita a observar que Dios no da a nadie su justo
merecido sino que nos otorga a todos la luz del sol y la fertilidad de las
lluvias —de pura gracia. Porque Dios no gobierna el mundo por nues-
tras reglas de retribución, de justos merecimientos, sino que nos conce-
La familia de Dios en un mundo violento y cruel 267

de a todos la gracia de la vida, del aire, de los recursos de este planeta,


del sol y la lluvia.5

Y aunque en esta vida que nos ha sido concedida de pura gracia


divina, hay acciones terribles, crueles, violentas, de injusticia que clama
al cielo, sin embargo Dios mismo ni provoca esos males ni los consolida
acercándose a los poderosos y alejando su presencia de los pobres y
oprimidos. Más bien al contrario, como todos hemos comprobado algu-
na vez en nuestra vida, es con quien peor lo está pasando que más cer-
cano está el Señor. Es en nuestros momentos de especial vulnerabili-
dad y fragilidad, en las épocas cuando desesperamos de poder pagar
nuestras facturas, en los tiempos cuando parece que a los que nos
odian les va siempre bien mientras que a nosotros nos sale todo mal,
que descubrimos el calor deslumbrante del Espíritu en nuestro interior,
recordándonos que él jamás nos abandonará. Que su gracia nos sosten-
drá. Que llegará el día, aunque parezca demorar demasiado, cuando él
mismo enjugará toda lágrima y ya no habrá más llanto, ni más dolor, ni
más tristeza, ni perocupaciones ni injusticias.

Jesús nos invita a imitar ese exceso irracional de la gracia divina. Nos
invita a nosotros a hacer lo que no hacen los demás, los que no conocen
a Dios ni siguen a su Hijo, el Cordero inmolado. Que aunque nos traten
con injusticia nosotros sigamos siendo justos. Que aunque nos traten
con odio, desprecio y crueldad, nosotros sigamos amando, perdonando
y haciendo lo que es correcto y bueno y de beneficio para el prójimo.
Que aunque estemos en medio de una guerra no seamos de los que
matan sino de los que recogen a los heridos sin preguntar de cuál bando
son.

Por pura gracia vivimos y respiramos y por eso vivimos por la gracia;
es decir, vivimos conforme a los valores de la gracia: sin medida, sin
calcular si alguien merece nuestro favor y nuestra ayuda. Puesto que de
gracia recibimos, de gracia damos, alegremente y porque nos sale de
dentro, donde habita nada menos que el mismo Espíritu de aquel Dios

5
Antonio González, Reinado de Dios e imperio (Santander: Sal Terrae, 2003) describe
la ética de justos merecimientos como el pecado «adámico»; aquí y también
especialmente en “Gracia y libertad” (ponencia para el congreso MERK, Barcelona,
mayo 2006, publicado en http://www.menonitas.org/niv2/ textos.htm#libcomp), ex-
plica la importancia que tiene en la Biblia, al contrario, el concepto de gracia.
268 Otros ensayos sobre justicia y no violencia

que hace brillar el sol y caer la lluvia sobre buenos y malos, sobre justos
e injustos indiscriminadamente.

La justicia de Dios resulta ser maravillosamente injusta, porque todos


—sin excepción— hemos recibido de pura gracia mucho más beneficio
que el que jamás hubiéramos merecido. Y si existe alguna esperanza
para este mundo cruel y violento en que vive el pueblo de Dios —es
decir, «la familia de Dios»— esa esperanza consiste en que nuestra
justicia sea tan injusta como la de Dios: una justicia de gratuidad, de
gracia, de exceso, de actuar mucho mejor, mucho más generosamente,
mucho más amablemente, con mucho más perdón que lo que jamás
sería posible si nos rigiéramos por los cánones crueles y violentos del
mundo en el que nos ha tocado vivir.

EL MITO DE LA VIOLENCIA JUSTIFICADA


Desde los más antiguos documentos escritos de la civilización huma-
na, las personas vienen siendo educadas con el mito de «la violencia
justificada». La forma clásica del mito es la historia del héroe reacio,
que se resiste a desempeñar su deber sagrado, un deber establecido
por los dioses, de defender a los indefensos y proteger a los débiles. En
esta historia, la maldad y villanía cruda y cruel de los que no respetan la
vida ajena, obligan por fin al héroe a hacer frente a la realidad y abando-
nar sus escrúpulos loables pero ingenuos, para acabar vengando las víc-
timas inocentes y destruyendo a los malvados. Y entonces, en ese pre-
ciso instante, intervienen los dioses para corregir todos los males y traer
al mundo una nueva era de paz y prosperidad.

Parece ser que en la historia de la humanidad, la civilización, la guerra


y la religión surgieron a la vez.6 No me sorprende, porque una de los las
razones de ser de la religión ha sido desde siempre su utilidad para con-
vencer a la gente que es no sólo necesaria sino inevitable una conducta
tan antinatural como la guerra (que es, si uno se detiene a pensar en

6
Uno de los argumentos interesantísimos de Jared Diamond, Guns, Germs, and
Steel: A Short History of Everybody for the Last 13,000 Years, 1997; traducido al es-
pañol como Armas, gérmenes y acero: breve historia de la humanidad en los últimos
trece mil años (Barcelona: Debate, 2006).
La familia de Dios en un mundo violento y cruel 269

ello, absolutamente grotesca). Se diría que es imposible la guerra sin


actitudes religiosas, siempre que recordemos que pueden haber otras
abstracciones —que no solamente la deidad— capaces de suscitar
sentimientos religiosos en las personas. Pienso por ejemplo en el na-
cionalismo, el fascismo o el comunismo. Estas ideologías modernas—
presuntamente no religiosas en sí— inspiran lealtades tan hondas y
emocionales, tan imposibles de cuestionar, que constituyen adoración y
fervor religioso; y sabemos que son capaces de motivar a las personas
no sólo a entregar sus vidas, sino también a tomar la vida ajena.

Está claro que siempre habrá individuos excepcionales que estén dis-
puestos a morir por el prójimo —y a matar también, si hace falta; pero
la disposición a hacerlo a escala masiva, y por una causa tan abstracta
como la justicia o la patria o un dios, exige que la sociedad entera se
movilice para adoctrinar a los individuos desde su más tierna infancia.

Por eso hallamos el mito de la violencia justificada en todas partes.


Está tan difundido y se nos repite tan machaconamente, que desde
pequeños nos hemos visto sometidos, sin jamás sospecharlo, a un ver-
dadero lavado de cerebro. Es el fundamento moral de gran parte de la
nuestra literatura, del teatro y del cine y de la televisión. El mito de la
violencia justificada es tan irresistible en su repetición incesante, es tan
fundacional desde nuestra primera formación en los valores humanos y
en nuestras actitudes, tan ampliamente aceptado como una verdad
indiscutible, que la mayoría de los cristianos jamás caen en la cuenta de
lo profundamente pagano, lo irremediablemente no cristiano —y anti-
cristo— que es.

Sin embargo la mayoría de los cristianos están convencidos de que el


amor y el perdón, la no violencia y la reconciliación, al final de los finales
no serán capaces de vencer contra el mal. Al final, tal como entienden
el libro de Apocalipsis, Dios mismo tendrá que admitir que el amor no es
una fuerza capaz de acabar con el mal, que la cruz de Jesús no ha sido
suficientemente poderosa. En el momento culminante de la historia
Jesús mismo —según creen— tendrá que abandonar la cruz y empuñar
una espada para que puedan establecerse para siempre jamás la justicia
y la paz. El mito de la violencia justificada los tiene tan cegados que ya
no son capaces de observar que en el Apocalipsis la espada del Cordero
siempre procede de su boca. El arma que al final vencerá al mal es el
poder de la persuasión, el poder de las palabras llenas de verdad que
270 Otros ensayos sobre justicia y no violencia

pronunció Jesús en su enseñanza, las palabras que se recordaron y se


conservan en los evangelios.

Ese mito de la violencia justificada es el código moral por el que viven


al Qaeda y también el presidente Bush. Es la creencia fundacional de los
israelíes y también de los palestinos, de los suníes y también de los chií-
tas en Irak, como lo fue de los conquistadores españoles y también de
los Libertadores de América, y un largo etcétera de los conflictos bélicos
de la humanidad. Es así como los dioses de la guerra que adoraban en
Egipto y Babilonia y Roma siguen imponiendo hoy su ley sobre la huma-
nidad. Siguen inspirando hoy la misma devoción y el mismo amor pro-
fundo en sus adoradores y es por eso que hay tantas personas que real-
mente están dispuestas a entregar sus vidas y a tomar la vida ajena para
fines loables y perfectamente justificables.

Los que actúan en consonancia con este mito no se inhibirán de nin-


guna acción, por despiadada y horrorosa que pueda parecer a los
demás; y en ningún caso les detendrá la inocencia de sus víctimas. Fue
el sumo sacerdote Caifás quien expresó esta actitud con las palabras
inolvidables: «Es mejor que muera un hombre, antes que perezca toda
la nación». No es sólo una coincidencia el hecho de que Caifás dijese
eso refiriéndose a alguien que él tenía buenos motivos para sospechar
que era inocente de la mezcla incoherente de acusaciones pronunciadas
por testigos mentirosos. Porque siempre, inevitablemente, acaban ca-
yendo víctimas inocentes al paso de nuestros guerreros tan llenos de
buenas intenciones, cuando proceden a desempeñar su presunto deber
de forjarnos a todos un mundo más seguro.

Ahora bien, algunos ya abandonamos a los dioses de Babilonia hace


dos mil años. Nuestros ojos fueron abiertos, el lavado de cerebro de
este mundo cruel y violento ya no nos afecta. Hemos sido liberados,
salvados y sanados por el testimonio de Jesús el Mesías.

Y por eso nosotros, «la familia de Dios», declaramos:

Todo lo que no se conforma al Espíritu de Jesús es vana palabrería,


mentiras piadosas, sin ningún poder real para llevarnos desde este pre-
sente mundo cruel y violento a aquel otro mundo de paz y justicia que la
humanidad entera anhela de todo corazón.
ENSAYO 6.
¿Hasta cuando, Señor?

1ª PARTE: LA BIBLIA CRISTIANA Y LA BIBLIA HEBREA

E L CANON JUDÍO SE CIERRA en la era cristiana.1 No carece de inte-


rés el dato de que la Biblia cristiana toma su forma canónica
antes que la Biblia hebrea. O en todo caso, aproximadamente a la vez.
El cristianismo fue en su inicio una forma de la religión de Israel. Por
consiguiente, las grandes tomas de posición de la fe de la Iglesia, dieron
lugar a su contrapartida en definiciones más o menos análogas dentro
del judaísmo rabínico.

Bien es cierto que los parámetros generales de «La Ley y los Pro-
fetas» venían de dos o tres siglos AEC.2 El impulso de la cultura helenista
había producido las sinagogas como centros de estudio de la literatura
nacional israelita. Esto había obligado a decidir cuáles libros serían los
que se estudiaría. Aunque el debate sobre unos pocos libros no se

1
Esta fue una ponencia preparada para la Jornada de Reflexión Teológica de SEUT
(Seminario Evangélico Unido de Teología, El Escorial, España) el día 14 de noviembre
de 2009. Fue publicado en formato digital en el Boletín Encuentro Nº 6 de SEUT:
http://www.centroseut.org/articulos/e2/enc06-1.pdf.
2
A lo largo de este artículo estaré empleando las siglas EC (Era Común) y AEC (Antes
de la Era Común), términos «neutros» —no religiosos— de uso corriente reciente
para designar fechas.
272 Otros ensayos sobre justicia y no violencia

resolvería hasta finales del siglo II EC, en general el perfil de la colección


ya era aceptado como tradicional en la era apostólica.3

Lo que tiene de novedosa la situación a partir de la fijación del canon


de la Biblia cristiana, es la intencionalidad expresa con que se estable-
cen los límites de la colección. El proceso canónico propiamente dicho
—que es lo que estoy intentando identificar aquí— significó para los
Padres de la Iglesia del siglo II EC, el rechazo de autores que juzgaban
ser «heterodoxos». Para los rabinos, el proceso análogo constituyó
antes que nada el rechazo del Nuevo Testamento cristiano. Luego tam-
bién el rechazo de la literatura apocalíptica en general, dentro de la cual
entendían situarse los escritos cristianos. También rechazaron algunos
escritos sapienciales e históricos, por claramente posteriores al cese de
la era profética en el período persa. El principio de no aceptar nada
posterior a esa era había suscitado el fenómeno de la literatura pseude-
pigráfica, con la que autores más modernos intentaban hacer colar sus
conceptos como si tuvieran la antigüedad exigida. Este propio fenóme-
no indica a las claras que el principio operante era ya, dos o tres siglos
antes de nuestra era, el de haber sido escritos en un pasado remoto.

Entonces lo que estoy identificando como el cierre final del canon de


las Biblias, tanto la cristiana como la hebrea, responde claramente a
polémicas intestinas. Los Padres de la Iglesia iban marcando su autori-
dad en la iglesia marginando diversas corrientes del cristianismo que
juzgaban inaceptables. El impulso inicial fue el reto del marcionismo,
que proponía dejar enteramente de lado los escritos sagrados de Israel
y también muchos escritos propiamente cristianos. El extremismo de
esta limitación suscitó la respuesta «católica» de reivindicar una Biblia
amplia, que abarcase todos los libros de la Biblia israelita en griego, y
además todos los escritos considerados auténticamente apostólicos.
Por contrapartida, cerraron el canon de tal suerte que quedaran clara-

3
Philip S. Alexander, «Jewish Believers in Early Rabbinic Literature (2d to 5th Centu-
ries)», en Oskar Skarsaune and Reidar Hvalvik, ed., Jewish Believers in Jesus: The Early
Centuries (Peabody, Mass.: Hendrickson, 2007), pp. 859-709, esp. p. 680-1. Karel van
der Toorn, Scribal Culture and the Making of the Hebrew Bible, pp. 233-64) sostiene
que la delimitación canónica ya estaba definida en el siglo II AEC. Christoph Levin,
The Old Testament: A Brief Introduction (Princeton: Princeton University Press,
2005), pp. 169-72), indica la era entre las guerras con Roma (70-132 E.C.) como punto
final.
¿Hasta cuándo, Señor? 273

mente marginadas las tendencias gnósticas y otras formas de cristianis-


mo que consideraron deficientes.4

Sin embargo, la intencionalidad excluyente con que los Padres de la


Iglesia se apropiaron de la colección de libros sagrados de Israel,
negaba la validez de la tradición rabínica que seguía vigente entre los
judíos.5 Esto exigió que en paralelo, los rabinos fueran estableciendo

4
Aunque Hans von Campenhausen, The Formation of the Christian Bible (alemán,
1968; tr. ing. Philadelphia: Fortress, 1972) se ha quedado desfasado en muchos parti-
culares, su reconstrucción de la formación del canon cristiano como reacción al reto
marcionita sigue siendo persuasiva en sus lineamientos generales. John W. Miller,
How the Bible Came to Be: Exploring the Narrative and Message (New York: Paulist,
2004) brinda una narración excelente de cómo fue creciendo el canon hasta la
añadidura de los libros cristianos para formar la colección llamada inicialmente «Los
Profetas y los Apóstoles», conocida a la postre como «La Santa Biblia». Christoph
Levin, op. cit., brinda una narración sucinta de los procesos que produjeron la Biblia
Hebrea (el Antiguo Testamento). Cf. también Frank Moore Cross, From Epic to
Canon: History and Literature in Ancient Israel (Baltimore: Johns Hopkins U. Press,
1998), pp. 219-229. El interés de los Padres de la Iglesia en identificar y desautorizar
tendencias «gnósticas» viene descrito minuciosamente en Karen L. King, What is
Gnosticism? (Cambridge: Harvard University Press, 2003) y en Antonio Orbe, S.J.,
Introducción a la teología de los siglos II y III (Salamanca: Sígueme, 1988). King,
siguiendo la tendencia más reciente, tiene mucho menos claro que Orbe que de
verdad hayan existido «gnósticos» en el siglo II EC, opinando que ésta tal vez haya
sido sencillamente una designación artificial necesaria para los intereses polémicos
de autores como Ireneo.
5
Muchos opinan que esa exclusión ya viene dictada por los propios escritos del
Nuevo Testamento. El debate sobre cuándo se produce el cisma definitivo entre el
judaísmo y el cristianismo como religiones diferentes, que no ya dos formas de
enfocar una misma religión, ha cobrado bastante vida en los últimos años. En mi
opinión, la propia polémica contra «los fariseos» en Mateo, indica que éste se
redactó para una comunidad en plena crisis de distanciamiento de sus orígenes
cristiano-fariseos en Galilea en la primera o segunda generación postapostólica (ver
Anders Runesson, «Rethinking Early Jewish-Christian Relations: Matthean Communi-
ty History as Pharisaic Intragroup Conflict», Journal of Biblical Literature Vol. 127, No.
1 [Spring 2008], pp. 95-132). Algo parecido se produce con la polémica contra «los
judíos» en Juan; y en el Apocalipsis, contra «los que dicen ser judíos pero no lo son»
(ver Peter Hirschberg, «Jewish Believers in Asia Minor according to the Book of
Revelation and the Gospel of John» (Skarsaune and Hvalvik, op. cit., pp. 217-238). La
división en todos estos casos no resultaba en absoluto obvia sino que era necesario
indicarla y argumentarla. La separación absoluta tardó varios siglos y dependió
siempre de factores locales. Los textos del Nuevo Testamento no indicarían, enton-
274 Otros ensayos sobre justicia y no violencia

también su autoridad sobre el judaísmo, marginando diversas corrientes


dentro del judaísmo que ellos juzgaban inaceptables. Hasta ese mo-
mento venía siendo posible aceptar la colección tradicional hebrea y
también los manuscritos de Qumran, por ejemplo —o los escritos del

ces, la culminación sino los comienzos de ese distanciamiento, cuando todavía no


era posible adivinar que «Israel» acabaría produciendo dos religiones diferentes.

Ver también, con una diversidad de opiniones sobre la cuestión: James D. G.


Dunn, ed., Jews and Christians: the Parting of the Ways, a.d. 70 to 135 (Grand Rapids:
Eerdmans, 1992); George W. E. Nickelsburg, Ancient Judaism and Christian Origins:
Diversity, Continuity and Transformation (Minneapolis: Fortress, 2003); la colección
imponente de artículos por diversos autores en Skarsaune and Hvavlik, op. cit. Da-
vid Instone-Brewer, Traditions of the Rabbis from the Era of the New Testment: Vol. 1,
Prayer and Agriculture (Grand Rapids: Eerdmans, 2004) es el primer volumen de lo
que promete ser una serie importantísima, de comparación del Nuevo Testamento y
aquellas tradiciones rabínicas que datan del siglo I EC. Philip A. Harland, Associa-
tions, Synagogues, and Congregations: Claiming a Place in Ancient Mediterranean
Society (Minneapolis: Fortress, 2003) brinda una perspectiva sociológica a la rela-
ción entre judíos y cristianos y el mundo pagano en el Imperio Romano.

Mención especial merece Yohn H. Yoder, (ed. Michael G. Cartwright and Peter
Ochs), The Jewish-Christian Schism Revisited (Grand Rapids: Eerdmans, 2003), que
sostiene la opinión de que el cisma entre el judaísmo y el cristianismo no sólo no era
necesario entonces, sino que sigue sin serlo ahora. En algunos sentidos —a su jui-
cio— el judaísmo ha sido más consecuente con la enseñanza de Jesús (y de todo el
Nuevo Testamento) que el cristianismo. Una opinión que, a la inversa, también
compartía Clarence Bauman, en On the Meaning of Life: An Anthology of Theological
Reflection (Napannee: Evangel Press, 1993), p. 133-8. Es decir, Bauman sostiene que
es menester establecer el diálogo contemporáneo entre judíos y cristianos, sobre el
reconocimiento de que ambas tradiciones han rechazado por igual al Jesús histórico
como Mesías de Israel. Salvo que los cristianos lo han hecho solapadamente, ado-
rándolo como Dios aunque ignorando su enseñanza específica —a la que Yoder
opina que, sin pretenderlo ni reconocerlo, el judaísmo tradicional se aproxima más.
El presente párrafo se justifica en que ambos, Yoder y Bauman, identifican el punto
de fidelidad judía (e infidelidad cristiana) en el rechazo del empleo de la defensa
armada de su religión y sus vidas, confiando al contrario en que Dios les levantaría
posteridad en cada generación. Precisamente lo que hay en juego también en las
diferentes visiones escatológicas: si lo que se espera es venganza o al contrario,
vindicación. (Yoder, y también su amigo el rabino Steven S. Schwarzschild, eran
conscientes de la transformación fundamental del carácter del judaísmo en el siglo
XX, como consecuencia de la shoa’ nazi y la fundación del estado de Israel. El
judaísmo tradicional está siendo marginado por un militarismo nacionalista que imi-
ta el enaltecimiento «cristiano» de la guerra.)
¿Hasta cuándo, Señor? 275

Nuevo Testamento. A partir de entonces, esto se fue haciendo cada vez


más difícil.

De no haber reaccionado tan claramente, el judaísmo rabínico corría


el riesgo de quedar teológicamente marginado de sus propios libros
sagrados por un cristianismo que se tornaba agresivamente intolerante
de la diversidad. Parte de la reacción rabínica fue el florecer de sus pro-
pias interpretaciones, que culminan con el Talmud Babilónico hacia el
año 600 EC.6 Otra parte de la reacción fue negar la exactitud y fiabilidad
de las traducciones de sus Escrituras al griego, de uso corriente entre
los cristianos, reafirmándose en los textos en lengua hebrea como única
versión autorizada. Y no bastaba con que los libros estuvieran en he-
breo; tenían que ser copias de una forma homologada del texto, que los
rabinos consiguieron imponer frente a la diversidad textual del período
inmediatamente anterior.

Cuando por fin se establece de forma inamovible la colección hebrea,


ésta está ordenada de tal manera que concluye con 1-2 Crónicas. Así las
últimas palabras de la Biblia son:

tAkl.m.m;-lK' sr:P' %l,m, vr<AK rm;a'-hKo


yl;[' dq;p'-aWhw> ~yIm;V'h; yhel{a/ hw"hy> yli !t;n" #r<a'h'
hd"WhyBi rv,a] ~Øil;v'WryBi tyIb; Al-tAnb.li
l[;y"w> AM[i wyh'l{a/ hw"hy> AM[;-lK'mi ~k,b'-ymi
Así dice Ciro, rey de Persia: El Señor Dios de los cielos me ha dado todos
los reinos de la tierra y él me ha mandado construirle un templo en Jerusa-
lén que está en Judá. Quien haya de vosotros de todo su pueblo, El Señor
Dios esté con él y suba —es decir, que suba a Jerusalén para reconstru-
irla.7

Es imposible pronunciarse con mayor claridad: La última voluntad


expresa del Señor en la colección sagrada hebrea, es la reconstrucción
de Jerusalén.

6
Jacob Neusner, Questions and Answers: Intellectual Foundations of Judaism (Peabo-
dy: Hendrickson, 2005), pp. 41-92; Instone-Brewer, op. cit., pp. 6-17.
7
Mi traducción.
276 Otros ensayos sobre justicia y no violencia

Los rabinos podrían haber dejado en su orden cronológico natural la


colección 1 Crónicas-Nehemías, donde el relato de 1-2 Crónicas, que con-
cluye con esta orden de Ciro, continúa con su debido cumplimiento —es
decir, la reconstrucción del Templo y de las murallas de Jerusalén en el
período persa. Pero entonces la colección de escritos sagrados conclui-
ría con un anticlímax: la desorientación sociológica de los problemas
con la población nativa de la región de Jerusalén, la impureza de los
matrimonios mixtos con los lugareños, etc. Pero lo más grave no sería
eso sino que el judaísmo rabínico se hubiera quedado sin esa claridad
meridiana de la reconstrucción de Jerusalén como labor necesaria que
aguarda ser realizada, a la espera de la aparición de una generación de
judíos que puedan reconstruir Jerusalén después de la debacle del año
70 EC.

Considerando que los evangelios sinópticos indican que Jesús había


profetizado claramente la destrucción del Templo y de la ciudad, que
había profetizado la «abominación desoladora»,8 es asombroso cómo
—exceptuando el Apocalipsis— el resto del Nuevo Testamento mira
para otro lado como sin querer enterarse del todo que Jerusalén fue
destruida.

Aquí es importante observar que lo sucedido con las guerras judías


de 66-73 y 132-135 EC es mucho peor que la destrucción de Jerusalén por
los babilonios. En aquella ocasión la ciudad y el Templo habían quedado
en ruinas; pero aunque fuera en ruinas, el lugar todavía existía y era
posible soñar con la reconstrucción. Esta era más o menos la situación
con Jerusalén en la época cuando se escriben los evangelios y el Apoca-
lipsis. Pero en el año 130 el emperador Adriano decidió construir la ciu-
dad de Aelia Capitolina en las ruinas de lo que había sido Jerusalén. En
Aelia el templo principal estaba dedicado a Júpiter, aunque también los
había dedicados a Baco, Sérapis, Astarte y los Dióscuros Cástor y Pólux.9
Jerusalén ya no sólo desaparece entonces en cuanto ciudad judía, sino
que en su lugar existe una ciudad agresiva y prósperamente pagana, un
enclave de la cultura romana en el alma de las aspiraciones judías de

8
Empleando el mismo término que había empleado Daniel para describir el sacrile-
gio de Antíoco Epífanes (Dn 11,31).
9
Martin Goodman, Rome and Jerusalem: The Clash of Ancient Civilizations (New York:
Random House, 2007) p. 464.
¿Hasta cuándo, Señor? 277

volver a vivir otra vez algo parecido a lo descrito en Esdras-Nehemías.


Esta iniciativa de Adriano motivó el alzamiento de Bar Cojba de 132-135
EC, pero la rebelión judía esta vez fue incluso más breve que en la guerra
anterior. «Jerusalén» dejaba así de existir definitivamente, ya no sólo
como ciudad, sino como lugar. Judea también dejaba de existir. La pro-
vincia pasó a denominarse Siria Palestina, en honor a los filisteos, ensal-
zados por los romanos como enemigos de los judíos en la antigüedad.10

Los judíos tenían prohibido entrar a Aelia Capitolina. Siglos más


tarde San Jerónimo escribiría con mal disimulado regocijo acerca de un
grupo de mujeres y viejos harapientos que se lamentaban y lloraban
amargamente en el sitio donde había estado el Templo; judíos que
seguían incapaces de asimilar la enormidad de la tragedia padecida con
la desaparición de Jerusalén.11

Constantino —y especialmente su madre— se dedicó a construir


basílicas cristianas en Palestina —notablemente la del Santo Sepulcro
en un emplazamiento presuntamente descubierto por milagro y para el
cual hubo que derribar el templo a Astarte.12 Sin embargo, para todo el
mundo aquella ciudad seguía llamándose Aelia. En la propaganda esta-
tal bizantina, Constantinopla era secularmente la Nueva Roma; y espiri-
tualmente, la Nueva Jerusalén. ¿Qué necesidad había entonces de la
Vieja Jerusalén? Aunque los bizantinos fomentaron en gran manera la
peregrinación a los lugares mencionados en los evangelios,13 los nom-
bres de aquella tierra y ciudad seguirían siendo sus nombres romanos
hasta que fueron conquistadas por Mahoma.

Todo esto —con la salvedad de la destrucción del Templo en el año


70 EC— es posterior al Apocalipsis y no necesariamente imaginable por

10
Ibíd., p. 471.
11
Ibíd., p. 549.
12
Ibíd., pp. 536-9.
13
Ver una descripción de Palestina como destino de peregrinación para el cristianis-
mo bizantino en James C. Skedros, «Shrines, Festivals, and the Undistinguished
Mob», en Derek Krueger, ed., Byzantine Christianity (Minneapolis: Fortress, 2006),
pp. 87-89.
278 Otros ensayos sobre justicia y no violencia

Juan de Patmos y los demás autores del Nuevo Testamento —aunque sí


era de sobra conocido por los rabinos talmúdicos.

En cualquier caso, el único autor del NT que aborda claramente el


problema planteado por la destrucción de Jerusalén y del Templo, es
precisamente Juan de Patmos —al vaticinar no una reconstrucción de la
Jerusalén terrenal, sino el descender a la tierra de la Jerusalén celestial.

La solución resulta harto interesante. Pero a continuación —¡Vaya


sorpresa!— descubrimos que en la Jerusalén celestial que desciende a
la tierra… ¡Falta el Templo (Ap 21,22)! Ahora si en la Jerusalén celestial
resulta que no hay templo, ¿entonces qué hacemos con la idea de que
Moisés se basó en la visión del templo celestial para el diseño del
Tabernáculo,14 que es el diseño exacto que se había seguido para la
construcción del Templo de Jerusalén?

La idea de Juan de Patmos es revolucionaria.15 El autor anónimo de


Hebreos reinterpretaba todo el ritual templario de la Torah para apli-
carlo al sacrificio de una vez por todas efectuado por Jesucristo —quién
sabe si inspirado también a estas reflexiones por la destrucción del
Templo, en cuyo ritual, según Hechos, los cristianos de Jerusalén siguie-
ron participando activamente hasta el fin. Pero Juan de Patmos va mu-
cho más lejos. Juan deslegitima de un plumazo toda la tradición templa-
ria, al alegar que en la Jerusalén celestial no hay templo —ni falta que
hay de templo en el cielo, puesto que el Señor Dios Todopoderoso y el
Cordero constituyen en sí mismos el único Templo celestial necesario.16

14
Ex 25,9.40; 26,30; 27,8.
15
El autor de la carta «de Pablo» a los Efesios ya apuntaba a algo parecido, al
describir un edificio figurado, construido sobre el fundamento de los apóstoles y
profetas y con Cristo como piedra angular, que se erige ahora como templo santo y
morada de Dios en el Espíritu (2,19-22). Si los propios adoradores constituyen el
templo y la morada del Señor, desaparece la necesidad del templo de piedra en
Jerusalén. Así se resta dramatismo a la destrucción del templo en el 70 EC Juan 4,21
también tiende en esa dirección.
16
Richard A. Horsley, Scribes, Visionaries, and the Politics of Second Temple Judea
(Louisville: Westminster John Knox, 2007), p. 166, indica que en los capítulos 89-90
de 1 Enoc (siglo II AEC) ya era posible imaginar una reconstrucción de Jerusalén
donde no hay templo. Dios personalmente se involucra en restaurar «su casa» Israel
¿Hasta cuándo, Señor? 279

A la par que lo que todavía no era más que la «secta mesiánica» del
judaísmo —es decir los cristianos— ensayaban esta manera de afrontar
la religión después de la desaparición de Jerusalén, el judaísmo rabínico
se reafirmó en la necesaria reconstrucción de la Jerusalén terrenal, la
ciudad de sus antepasados, con su Templo dedicado al Señor Dios de
Israel.17 Esto se ve de innumerables formas en las tradiciones del judaís-

y está presente de tal suerte que el templo ya no hace falta. Esto indicaría la agudi-
zación de los conflictos entre diferentes partidos sacerdotales en Jerusalén, del tipo
que dio lugar también al establecimiento de la comunidad de Qumrán. Aquí sin em-
bargo no solamente se deslegitima el sacerdocio que está en el poder, sino incluso
la propia existencia del templo. Está claro que algunos de los autores del Nuevo
Testamento conocían 1 Enoc u otras tradiciones más o menos equivalentes; y el
razonamiento para la ausencia del templo en la Jerusalén celestial en el Apocalipsis
es el mismo que en 1 Enoc 89-90 respecto a la Jerusalén reconstruida en la tierra.
17
En las tradiciones de los judíos creyentes en Jesús, también pervivió la esperanza
de la reconstrucción material de la Jerusalén terrenal (Skarsaune and Hvalvik, op.
cit., pp. 408-14). De hecho, el propio Apocalipsis habría de generar en el transcurrir
de los siglos, abundante especulación quiliástica, con una salvación escatológica en
dos etapas: mil años de restauración y soberanía judía, antes de la instauración defi-
nitiva de la vida eterna en el cielo. Los rabinos también dan a entender que tras la
resurrección de los judíos y reconstrucción de Jerusalén, existirá una vida eterna
celestial (Nesuner, op. cit., pp. 155-7). Esto significa que aunque para la claridad de
esta exposición estoy describiendo un contraste entre las tradiciones judía y cristia-
na, la realidad es más bien de matices y puntos de énfasis.

Como indica David Casado, El Apocalipsis: Revelación y acontecimiento humano


(Terrassa: CLIE, 2004), las interpretaciones del Apocalipsis con un sesgo milenarista
abundan. Pero desde luego, el Apocalipsis se presta a otras interpretaciones mucho
más recomendables. Algunas de las más interesantes para mí son: Pablo Richard,
Apocalipsis: Reconstrucción de la esperanza (San José: Editorial DEI, 1994), una
interpretación desde un hondo compromiso con la justicia y el cambio social de
fondo; Vernard Eller, El Apocalispsis: El libro más revelador de la Biblia (Bogotá:
CLARA, 1991), un anabaptista pacifista con una sorprendente interpretación no
violenta del Dios del Apocalipsis, que me ha resultado muy esclarecedora; Bruce J.
Malina, On the Genre and Message of Revelation: Star Visions and Sky Journeys
(Peabody: Hendrickson, 1995), de la escuela de la hermenéutica bíblica desde el
análisis sociológico, que se centra en el sentido cósmico que tenía para lectores del
siglo I EC, el lenguaje astral que emplea el Apocalipsis. Adela Yarbro Collins, ed.,
Early Christian Apocalypticism: Genre and Social Setting (Decatur: Semeia No. 36,
1986), sitúa el Apocalipsis de Juan en el contexto de la apocalíptica cristiana de su
era. J. Massingberde Ford (en clase; pero a la postre en Revelation [Garden City:
Doubleday Anchor Bible, 1975]) ya opinaba hace 40 años que el autor del Apocalipsis
280 Otros ensayos sobre justicia y no violencia

mo rabínico, pero indudablemente con especial claridad, como ya he-


mos indicado, al establecerse el orden de los libros de su colección
sagrada de tal suerte que concluye con la invitación a reconstruir la
ciudad y el Templo. Ese orden canónico de la Biblia hebrea también es
posterior a la aparición del canon de la Biblia cristiana. En los primeros
siglos de nuestra era no había un orden fijo para la colección hebrea. Ni
tampoco era necesario. Los rollos de pergamino en que se copiaba la
Biblia hebrea, eran cada uno enorme, compuesto de las pieles de
muchas ovejas. Si bien es posible ordenarlos de una manera fija en la
vitrina donde se guardan, cada rollo se lee de una forma materialmente
separada. El lector toma el rollo que desea leer —y no la colección
entera como si fuera una sola cosa.

Y sin embargo —precisamente lo que quiero destacar— ese orden


en que se guardaban los rollos sí acabó por consolidarse canónicamen-
te. Y lo que vengo en sugerir es que ese orden se establece pre-
cisamente como reacción contra el mensaje de la Biblia cristiana, una
Biblia escrita por ambas caras en códices cosidos por el lomo como un
único libro.18 Un libro que empieza con el Génesis y concluye con el
Apocalipsis de Juan. Porque la Biblia cristiana se olvida de la Jerusalén
terrenal y ya sólo sueña con el descenso de la Jerusalén celestial, donde
no hay Templo ni necesidad de Templo. Pero la Biblia hebrea se niega a
olvidar la Jerusalén terrenal y en ella pervive el sueño de que llegue la
generación cuando el Templo pueda ser reconstruido.

fue Juan el Bautista y que manifiesta un estadio temprano en la transición entre el


judaísmo y el cristianismo (adelantándose a quienes hoy día creen que ese cisma no
cuajó del todo hasta siglos más tarde). Richard Bauckham, The Theology of the Book
of Revelation (Cambridge: Cambridge U. Press, 1993), merece mención especial
como estudio magistral de la teología del Apocalipsis. Luego hay obras que explo-
ran la relación del Apocalipsis con el Imperio Romano: J. Nelson Kraybill, Imperial
Cult and Commerce in John’s Apocalypse (Sheffield: JSOT Supplement Series No. 132,
1996); Wes Howard-Brook and Anthony Gwyther, Unveiling Empire: Reading Revela-
tion Then and Now (Maryknoll: Orbis, 2002); Christopher A. Frilingos, Spectacles of
Empire: Monsters, Martyrs, and the Book of Revelation (Philadelphia: University of
Pennsylvania Press, 2004). Especial mención merece aquí Loren L. Johns, The Lamb
Christology of the Apocalypse of John (Tübingen: Mohr Siebeck, 2003).
18
Miller, op. cit., pp. 55-94.
¿Hasta cuándo, Señor? 281

Es así como la Biblia hebrea y la Biblia cristiana son dos colecciones


enteramente diferentes, con un final diferente y por consiguiente un
propósito religioso diferente.19 El canon hebreo y el canon cristiano
abrazan proyectos diferentes para el futuro de la humanidad. Asimilan
diferentemente las lecciones a aprender de la historia de Israel. La mag-
nitud de la diferencia se entiende fácilmente si nos imaginamos cuál
sería el mensaje de una Biblia cristiana sin el Apocalipsis. Supongamos
que concluyese sencillamente con la Epístola de Judas o desplazando
hasta el final el libro de Hechos.

Desde luego, en la Biblia hebrea existen importantes amagos hacia


algo parecido a la idea de una Jerusalén celestial que desciende a la
tierra. Pienso por ejemplo en la idea de Isaías, que imagina el humilde
monte de Sion como la más alta de todas las montañas de la tierra,
aludiendo claramente a un acercamiento en ese preciso lugar entre el
cielo y la tierra (Is 2,3). O la visión de Ezequiel, de Templo, ciudad y
tierra de Israel con una simetría estudiada, imposible de construir mate-
rialmente en ningún territorio natural (Ez 40-48). Esa visión de la tierra
de Israel como un lugar paradisíaco también constituye un acercamien-
to, un borrar las distinciones, entre la Jerusalén del cielo y la de la tierra.
Pero de esos amagos la Biblia hebrea nunca pasa. Isaías y Ezequiel
quedan enterrados a buen recaudo en el medio de la colección, para
que ésta pueda culminar con Esdras y Nehemías, y al final de todo,
como hemos visto, con la invitación y esperanzas que suscita el último
versículo de 2 Crónicas para la Jerusalén material y terrenal.

19
Según indica Oskar Skarsaune, Israel J. Yuval ha desarrollado la teoría de que la
recitación de la Haggadá en la Pascua judía fue también —como indico acerca del
cierre canónico de la Biblia Hebrea— una reacción frente a las presiones del judaís-
mo mesiánico («cristiano»). Las iglesias en Asia celebraban la Pascua en la misma
fecha que los judíos (Skarsaune and Hvalvik, op. cit., pp. 516-528), pero conmemo-
rando los hechos salvíficos de la pasión y resurrección de Jesucristo. Para dar res-
puesta a lo que no podían más que interpretar como una tergiversación del
significado auténtico de la Pascua, los judíos no mesiánicos (no «cristianos») empe-
zaron a incorporar a su celebración la recitación de los hechos salvíficos de la libera-
ción de la esclavitud en Egipto. No he tenido oportunidad de leer el artículo de
Yuval (citado en Skarsaune and Hvalvik, p. 527), pero entiendo que el sentido del
argumento resulta parecido a lo que vengo sosteniendo en esta ponencia con
respecto al canon.
282 Otros ensayos sobre justicia y no violencia

Luchando agresivamente en defensa de sus tradiciones frente a la


aparición del cristianismo, entonces, los rabinos dieron carpetazo a la
larga y rica tradición judía de literatura apocalíptica. Haciendo dogma
del antiguo principio de que la era de los profetas había concluido en el
período persa, se excluye expresamente a Jesús de Nazaret y los escri-
tos cristianos. Entonces la visión de Juan de Patmos, que culmina con el
descenso de la Nueva Jerusalén a la tierra, tiene que parecer una vana
especulación apocalíptica más, entre todas las otras que quedaban
expresamente rechazadas.20

Pero si para el mensaje y los fines de la Biblia cristiana es tan impor-


tante —imprescindible— el Apocalipsis, entonces es menester que
entendamos claramente cuál es la propuesta del Apocalipsis en cuanto
a la esperanza última para la humanidad. Y una manera de captar el
carácter de esa esperanza es teniendo siempre presente la comparación
con la esperanza que encierra la Biblia hebrea, que es la esperanza en
una reconstrucción material de la Jerusalén terrenal.

2ª PARTE: ¿HASTA CUANDO, SEÑOR?


Ambas ramas de la religión de Israel, el judaísmo «mesiánico» o cris-
tiano y el judaísmo rabínico, tienen sus mártires que aguardan la vindica-
ción final por parte de Dios. En ambas viene a haber un clamor de
¿Hasta cuándo, Señor? con respecto a esa vindicación. Ambas tradicio-
nes entienden que ese cuándo está relacionado con la llegada del
Mesías. Bien es cierto que los cristianos afirman que el Mesías ya
estuvo y se marchó pero volverá. En cualquier caso y con la salvedad de
ese matiz, los cristianos también sostienen que tiene que venir el Mesías
para el desenlace final.

¿Hasta cuándo habrá que esperar al Mesías, entonces?

20
La naturaleza «sectaria» de la literatura apocalíptica con respecto al judaísmo rabí-
nico se puede constatar no sólo por lo idiosincráticos que resultan muchos manus-
critos de Qumrán o los de Nag Hammadi (King, op. cit., pp. 191-217), sino también
por el hecho de que los que fueron conservados durante la Edad Media, aparecen
en bibliotecas cristianas.
¿Hasta cuándo, Señor? 283

La respuesta rabínica es bastante sencilla. Cuando Israel lo quiera.21


Con que todo Israel celebre un solo sábado como manda la Ley, ya ven-
dría el Mesías. En tanto que Israel no sea digno del Mesías, él seguirá
retrasando su llegada.

¿Cuál es la vindicación que esperan los mártires? Quizá habría que


empezar recordando, como le recordó el rabino Stephen Schwartzs-
child a su amigo el teólogo menonita John H. Yoder,22 que los libros de
Macabeos figuran en la Biblia cristiana, pero no en la hebrea. Para lo
que nos interesa aquí, esto significa que la exaltación del martirio pero
especialmente el tipo de vindicación de los mártires que incluye su
resurrección así como el castigo eterno de los verdugos, son doctrinas
propiamente cristianas, no judías. Aunque si leemos con cuidado el
relato de los siete hermanos en 2 Macabeos 7 —los martirios más em-
blemáticos del libro— descubrimos que esperan una resurrección de los
que han visto truncadas sus vidas, pero una muerte eterna para los
idólatras. El propósito de esa resurrección, parece ser, consistiría en
restaurarles los años de vida en esta tierra que el martirio les había
robado. La resurrección tal vez sirviese también para enterarse de cuál
haya sido el castigo del déspota y para regocijarse por el hecho de su
muerte eterna sin esperanza de resurrección.

En el libro de Daniel, partes del cual sí están en el canon hebreo, los


tres jóvenes que son echados al horno de fuego, así como el propio
Daniel, están dispuestos a morir antes que desobedecer a Dios, pero
van a su presunto martirio, el horno de fuego o la fosa de los leones, sin
amenazar al rey con castigos terribles y eternos. Para ellos, pareciera
que la propia muerte es en sí misma la vindicación de su fe. Su propia
disposición a morir antes que desobedecer, da testimonio de la superio-
ridad de su confianza en Dios. Si Dios escoge librarlos, para eso es Dios;
pero si escogiera dejarlos morir, para eso también es Dios. Esa muerte
mártir no exige castigos ni vindicación ulterior. Ni siquiera exige resu-
rrección. La obediencia se reivindica por sí sola como obediencia; si se
esperase otra recompensa que la propia satisfacción de obedecer hasta
el final, la obediencia sería interesada y egoísta. Ya no constituiría la

21
Neusner, op. cit., p. 144-5.
22
Yoder, op. cit., p. 200, n. 40.
284 Otros ensayos sobre justicia y no violencia

máxima expresión de adoración de un Dios que es digno de cualquier


sacrificio.

Esto nos conduce a observar que la esperanza en la Biblia hebrea no


es que los justos resuciten, sino que sobrevivan por medio de su
descendencia o simiente. Tan trágico era morir sin descendencia —por
lo que suponía de desaparición eterna— que ahí está en la Torah la ley
del levirato para que un hermano pueda levantar descendencia para el
difunto con su viuda (Dt 25,5-10). A finales del libro de Jueces tenemos
la escena rocambolesca donde las otras once tribus, después de casi
aniquilar enteramente a la tribu de Benjamín, caen en la cuenta de que
si desaparece la tribu muere uno de los patriarcas emblemáticos de
Israel; y por tanto ayudan a los sobrevivientes a raptar esposas para que
no desaparezcan del todo (Jueces 21). Los que descienden al Seol ya no
pueden adorar al Señor (Sal 6,6; 115,17) ni se enteran de nada (Ec 9,10).
Han dejado de existir (Job 7,9; Is 38,18). Pero su vida continúa en todas
las generaciones de sus descendientes (Gn 3,15; Is 61,9; 65,23; cf. He 7,9-
10).

Vistas así las cosas, lo importante para los judíos es desafiar a los
gentiles con el sencillo hecho de su supervivencia a pesar de todas sus
tribulaciones y persecuciones. Se aferran a la vida y levantan descen-
dencia, generación tras generación, sabiendo que mientras esa descen-
dencia no desaparezca, Abraham, Isaac y Jacob siguen vivos. Así burla-
ron a su peor enemigo de toda la historia, a Hitler, que murió sin dejar
hijos mientras que sesenta años más tarde, ellos se cuentan en millones
y poco a poco vuelven a Alemania. ¿Qué necesidad hay de especulación
escatológica o celestial, siempre que los judíos puedan conservar una
descendencia viva sobre esta tierra?

Al margen de la austeridad de la Biblia hebrea, sin embargo, el


judaísmo rabínico siguió manteniendo algunos de los elementos resul-
tantes de los siglos de especulaciones apocalípticas judías:

Según los rabinos, cuando venga el Mesías restaurará a Adán al Eden


y a Israel a su tierra.23 También resucitará a los justos a la vida eterna. A
la luz del desastre del alzamiento de Bar Cojba (132-135 EC), sin embargo,
las autoridades rabínicas advierten sobre la aparición de falsos mesías.

23
Neusner, op. cit., p. 153.
¿Hasta cuándo, Señor? 285

El Mesías verdadero será inconfundible por el propio hecho de que


Adán volverá al Edén, Israel volverá a su tierra y los muertos resucitarán.
A falta de esos tres elementos, cualquier otro hombre que pretenda ser
el Mesías se revela como impostor. Así no sólo se explica el fracaso
rotundo de Bar Cojba; también se demuestra la falsedad obvia del cris-
tianismo.

En cuanto a la resurrección, sólo resucitará todo Israel y algunos


pocos que han sido señalados para un castigo que no sufrieron en vida.
(En ningún caso ese castigo para el que sean resucitados, superaría el
año de duración; al cabo del cual morirían para siempre.24) Quedan
descalificados para la resurrección los que no creen en ella. El Mesías
no resucitará a los que no creyeron que él los resucitaría.25 Hay algunos
otros cuya resurrección queda expresamente negada: la generación
cuyo pecado provocó el Diluvio, los habitantes de Sodoma, los partida-
rios de Coré que fueron tragados por la tierra por rebelarse contra
Moisés, la generación que murió en el desierto por no querer entrar a la
Tierra Prometida, y la generación cuyo pecado provocó la Dispersión.
Tampoco las Diez Tribus de Israel que se separaron de Judá. Cuando los
rabinos afirman que «todo Israel» resucitará, éstos quedan excluidos.26

La resurrección, en cualquier caso, se entiende de una forma ab-


solutamente material y terrenal. La única diferencia entre el mundo que
ven nuestros ojos ahora y el de entonces, será que los gentiles habrán
sido juzgados y habrán dejado de existir. Los muertos resucitados ole-
rán a pestes y su ropa estará podrida. Además de que van a necesitar
ropa nueva, una vez que el Mesías los haya resucitado, los tendrá que
sanar de lo que los mató. ¡Natural!27

24
Ibíd., pp. 153-4.
25
Ibíd., p. 151-3.
26
Ídem.
27
Ibíd., pp. 156s.; cf. Juan 20,24-27, con la misma presuposición: Jesús, aunque
resucitado, tiene todavía abiertas las heridas que lo mataron. Escrito en un contex-
to cultural judío, el evangelio de Juan comparte con los rabinos las mismas nociones
sobre la resurrección.
286 Otros ensayos sobre justicia y no violencia

Vemos entonces que en general el castigo del Juicio Final es senci-


llamente la muerte o no resurrección de los gentiles, así como de los
israelitas que se han descalificado de la resurrección por la especial
dimensión de su pecado.

Una vez que Israel ha sido restaurada a su tierra por el Mesías, se


reconstruirá el Templo. Pero como ya no habrá pecados que propiciar,
los únicos sacrificios serán los de acción de gracias.28 Más allá de esto,
los rabinos sencillamente se niegan a especular.

En cualquier caso, la especial virtud que pareciera tener la resurrec-


ción y el Juicio Final, es sencillamente la de la supervivencia eterna de
Israel como nación escogida por Dios. La atención no se fija en el indivi-
duo que resucita sino en el milagro de que cuando todos los impíos
hayan desaparecido y no quede de ellos ni tan siquiera el recuerdo, ahí
seguirá eternamente Israel, erre que erre, en la Tierra que Dios les
prometió.

¿Esta manera de concebir de la vindicación de los mártires nos puede


ayudar a interpretar el ¿Hasta cuándo, Señor? de nuestro texto?

Si interpretamos ese ¿Hasta cuándo, Señor? a la luz del resto del


Nuevo Testamento y a la luz del resto del libro del Apocalipsis, podemos
aventurar el siguiente esbozo de respuesta:

¿Hasta cuándo, Señor?

Pues si lo que ese clamor está reclamando es venganza, la respuesta


va a ser que «¡Hasta nunca!».

Los siete hermanos mártires de 2 Macabeos morían regocijándose


con la idea de los castigos que iban a sufrir sus verdugos, pero Jesús y
Esteban ensayan otra forma de morir mártires, que es bendiciendo en
lugar de maldecir, perdonando en lugar de desear ser vengados (Lc
23,34;29 Hch 7,60). Entendían la vindicación no como venganza sino

28
Ibíd., p. 157.
29
Una frase que sólo Lucas recoge —en una tradición textual que dista mucho de
ser unánime. Quizá se justifica aceptarla como lectio dificilior, precisamente por
carecer de paralelo en los otros tres evangelios. Es posible que Lucas se basara en
la enseñanza previa de Jesús (cf. Mt 5,44) o incluso en el profeta Isaías (Is 53,12). En
¿Hasta cuándo, Señor? 287

como justificación de su vida, de su actitud ante la vida, de sus priorida-


des vitales, incluso de su disposición a dejarse matar indefensamente.
En ese sentido, Jesús y Esteban se parecen mucho más a Daniel y sus
amigos, que a los siete hermanos mártires. Su muerte se reivindica por
sí misma en cuanto obediencia a ultranza y disposición a morir. No hace
falta pronunciar amenazas ni vaticinar castigos eternos, que a nadie
ayudarían ni harían desaparecer el mal padecido.

Hasta cierto punto, todo el libro de Apocalipsis es la vindicación de


Jesús, el «testigo (mártys) fiel» (Ap 1,5; 3,14). La fidelidad de su
testimonio tiene que ver con todo su testimonio, no sólo el testimonio
de su muerte. Su testimonio como declaración correcta de las realida-
des últimas, la voluntad de Dios y el proyecto reconciliador de Dios con
la humanidad.

Hay quien ve el «Padre perdónalos, porque no saben lo que hacen»


como una amenaza, un «Nosotros sí sabemos lo que hacen, y lo que
hacen es digno de castigos ejemplares y eternos».30 Pero esa lectura
falsifica el testimonio de Jesús, vacía de contenido real las palabras que
pronunció. ¡Naturalmente Jesús sabía lo que hacían con él y sabía que
estaba mal! ¡Por eso mismo él decidió pronunciarles una bendición de
perdón, que no una maldición de venganza!

Si ahora Dios castigase a los que lo crucificaron, esa no sería una


vindicación sino una desautorización. Sería lo mismo que decir que
Jesús se equivocaba al perdonar. Pero eso constituiría, en sí mismo, una
vindicación de quienes lo mataron —es decir, de las fuerzas del orden y
la estabilidad político-social-religiosa— con su empleo «sabio y pruden-
te» de la violencia controlada con el fin de evitar la violencia descontro-

la medida que Jesús no podía ser menos benigno que Esteban, la tradición recogida
en Hch 7,60 pudo haber influido en la redacción (o transmisión textual) de Lc 23,34.
30
He buscado en todos los lugares que se me han ocurrido, pero no he sido capaz
de recuperar dónde fue que leí esta forma curiosamente suspicaz de entender las
palabras de perdón de los mártires.
288 Otros ensayos sobre justicia y no violencia

lada («Es mejor que perezca uno solo, que no todo el pueblo» —Caifás
31
).

3ª PARTE:
LA VINDICACIÓN DE LA MUERTE DE JESÚS EN EL EVANGELIO DE MARCOS
Volveremos al sentido último que tiene el martirio cristiano, pero
antes quisiera anotar algunas observaciones sobre la vindicación de
Jesús en el evangelio de Marcos. Últimamente hay cada vez más reco-
nocimiento de que los autores de los evangelios en el Nuevo Testa-
mento no eran solamente narradores de los hechos, sino teólogos con
una profundidad inusual en su reflexión teológica.32 Con el evangelio de
Marcos parecerá que me desvío una enormidad de nuestro texto en el
Apocalipsis de Juan. Pero confío que se verá que estas observaciones
guardan relación estrecha con el tema de la vindicación de Jesús, el
mártir (testigo) fiel de Ap. 3,14 (cf. 1,5) —y nuestro intento de desentra-
ñar lo que puede significar en el Apocalipsis la reclamación de: «¿Hasta
cuándo, Señor?»

31
Jn 11,50. Juan entiende que Caifás habló rectamente por ser Sumo Sacerdote,
pero la mitologización de la muerte de Jesús —donde ésta responde a un plan pre-
concebido e inevitable de Dios— también es una desautorización, que no una
vindicación. Nos permite eludir la responsabilidad por el crimen de la humanidad
entera contra Jesús y esconde el escándalo de que ese crimen no sea vengado sino
perdonado.
32
Robert R. Beck, Nonviolent Story: Narrative Conflic Resolution in the Gospel of Mark
(Mariknoll: Orbis, 1996) me abrió los ojos a una forma nueva de entender el evange-
lio de Marcos y valorar la contribución creativa que aportó el propio evangelista.
Beck compara la trama de Marcos con las novelas de cowboys del oeste americano,
para pronunciar la opinión de que Marcos es una cosa extremadamente rara en la
historia de la literatura: una trama nueva, diferente, que se salta todos los tópicos y
propone un desenlace nunca antes ensayado.
¿Hasta cuándo, Señor? 289

Hace algunos meses oí un sermón sobre la parábola del propietario


de la viña, cuyos obreros acabaron matando a su hijo cuando fue a
cobrarles la renta.33

Según la parábola, la única repuesta que se podía esperar del pro-


pietario era la venganza sin misericordia, la muerte y destrucción total
de los campesinos malvados y de todas sus familias y parientes. Enton-
ces en el sábado después de la crucifixión, Dios no actúa, pero lo previsi-
ble es que sí actúe —tal vez al tercer día, por qué no. El problema es
que con esta parábola en mente, la idea de que Dios intervenga
después de la crucifixión no puede ofrecernos ninguna esperanza. La
única respuesta previsible, lo único que se puede esperar de Dios, es la
ejecución de su venganza sin misericordia contra esta raza ingrata de
los humanos que habíamos matado a su Hijo. Sin embargo, cuando Dios
habló, no fue para ejecutar su venganza sino sencillamente para resuci-
tar a Jesús y exaltarlo a la gloria del trono de Dios en el cielo.

En lugar de venganza, perdón; en lugar de justicia, misericordia; en


lugar de condenación, salvación.

Esto tiene que suponer un enorme disgusto para todos los cristianos
que creen que Jesús —y por tanto Dios mismo— padecen de lo que
antes se llamaba «Trastorno de personalidad múltiple» pero la psicolo-
gía moderna llama «Trastorno de identidad disociativo».34 Las personas
con este trastorno desarrollan dos o más personalidades diferentes,
que nada tienen que ver entre sí. Es como si dos personas diferentes
vivieran en un mismo cuerpo. Según esta manera de entender a Jesús y
a Dios como una persona hondamente trastornada, cuando Jesús vino
hace dos mil años era el Mesías, sí, pero con una personalidad de buena-
zo, dulce de carácter, que enseñó sobre todas las cosas el perdón y el
amor. Esta historia que cuentan los evangelios es hermosa por todo lo
que nos comunica de amor y paz y reconciliación, pero al final resulta
incompleta y deja demasiadas cosas en el aire.

33
Julián Mellado, sermón del domingo 5 de abril, en la Iglesia Menonita de Burgos.
Esta 3ª Parte de la presente conferencia, es lo esencial de mi sermón del domingo
siguiente, Pascua de Resurrección, 2009.
34
El caso es que entiendo muy poco de psicología. ¡He tenido que buscar el nombre
y la descripción de este trastorno en internet (en la Wikipedia)!
290 Otros ensayos sobre justicia y no violencia

Según esta manera de entender, entonces, hace falta no sólo que


Jesús vuelva sino que cuando vuelva al final de los tiempos, Jesús y Dios
sean fundamentalmente diferentes que como fueron hace dos mil
años. Cuando el regreso de Cristo en el futuro, Jesús y Dios serán ven-
gativos, rencorosos, incapaces de perdonar ni de amar ni de salvar. Los
impulsará una única idea: La destrucción de todos los que no aclaman al
Padre y al Hijo con una adoración ciega, fanática y febril. Según esta
manera de entender, la vida de Jesús el hijo de María fue un fracaso. Su
muerte en la cruz no valió para nada, porque los malos siguen sin
castigar. Según esta forma de imaginar el futuro, la venganza sanguina-
ria y el castigo inmisericorde son los valores supremos y eternos de
Dios. Dios se habrá curado de su locura. Habrá borrado todo rastro de
dulzura, de amor tierno, de perdón y misericordia, de salvación por las
buenas. Al final, la idea de que Dios perdona a la humanidad el que ha-
yamos asesinado a su Hijo va a ser un engaño. Va a ser que fue un tras-
torno pasajero, una locura que Dios se acabará quitando de la cabeza.
Cuando Dios se cure de ese trastorno pasajero, entonces por fin
ejecutará su venganza. Entonces, por fin, correrán ríos de sangre y por
fin Jesús se proclamará vencedor sobre todos sus enemigos y reinará
para siempre.

Su reinado no tendrá nada que ver con la clase de persona que fue
Jesús, sino una tiranía eterna, donde no se tolerará la más mínima des-
viación del frenesí de adoración fanática colectiva de toda la creación.

En fin, es evidente por lo caricaturesca que ha sido esta descripción,


que a mí esa manera de entender a Jesús y a Dios me parece equivoca-
da. Yo entiendo que si en los evangelios cuando por fin Dios interviene
tras la crucifixión, es para resucitar a Jesús y ascenderle al trono del cie-
lo… y nada más —ni venganza ni rencor ni castigo—, es que Dios es así.

Fue así hace dos mil años, es así ahora y será así por los siglos de los
siglos amén. Lo que vimos en la Pascua de Resurrección es lo que hay,
ni más ni menos. Dios es así y no hay otro dios. Esto del perdón y el
amor y la reconciliación y el olvido de las ofensas sufridas, no es una
locura pasajera sino que es la realidad eterna de Aquel que nos creó y
nos ama y nos salva por las buenas, aunque no nos lo merezcamos.

Este es el evangelio de la salvación por la gracia de Dios, no por las


buenas obras de los hombres. Es las buenas noticias que necesitába-
¿Hasta cuándo, Señor? 291

mos oír una vez que nos hemos dado cuenta de que todos somos
culpables, que todos hemos participado en la crucifixión de Jesús, que
todos hemos sido rebeldes contra Dios. Las buenas noticias de que a
pesar de todo, Dios sigue ahí, abriéndonos sus brazos para recibirnos
sin reproches ni recriminaciones.

Veamos entonces con más detenimiento la cuestión de la vindicación


de Jesús en Marcos.

Este evangelio arranca a un ritmo trepidante. Marcos no tiene tiem-


po ni para el embarazo de la adolescente María ni para sus versos más o
menos revolucionarios o comunistas en el Magníficat. No tiene tiempo
para tiernas escenas de nacimiento ni para recordar que Jesús fue un
niño precoz entre los escribas rabínicos. Jesús aparece en escena en
Marcos 1,14, como respuesta inmediata al arresto de Juan el Bautista,
como propuesta de continuidad del ministerio de Juan, por mucho que
moleste a las autoridades. Los primeros capítulos del evangelio plante-
an su carrera como una de confrontación directa con los defensores de
la religión y las buenas costumbres. Ya en Marcos 3,6, entonces, los
fariseos y la policía de Herodes traman juntos para destruirlo, para qui-
tarlo de entre medio. En el mismo capítulo 3, llegan unos escribas des-
de Jerusalén a investigar el asunto. ¿Su dictamen? ¡Que Jesús echa
demonios, sí, pero sólo porque ha pactado con el diablo!

María y los hermanos de Jesús se asustan de la que se está armando


y quieren llevárselo a casa.

—Perdonen, señores, es que el chaval está mal de la cabeza, ¿en-


tienden? Nos lo llevamos a casa, lo dejamos atado a la pata de la cama o
encadenado al establo del borrico y aquí no ha pasado nada, ¿vale?

Pero Jesús rechaza la salida que le ofrece su familia. Él va a seguir


este camino que ha empezado de confrontación, de denuncia de todo
mal, de toda maldad, todo pecado, todo lo que pervierte y retuerce y
hace inhumanas las vidas de los campesinos de Galilea y de los barrios
humildes de Jerusalén.

¡A todo esto no hemos avanzado nada más que tres capítulos en el


Evangelio! ¡Así cuenta Marcos las cosas!
292 Otros ensayos sobre justicia y no violencia

Y así de claro queda desde el principio, que esta aventura de Jesús


sólo puede acabar mal. No habrá salida fácil. No se llegará a ninguna
componenda con las autoridades. Su pueblo, sus hermanos judíos,
están atormentados por demonios por todas partes, sometidos bajo la
bota del conquistador romano, malgobernados por Herodes y Pilato.
Pasan hambre y hay que alimentarlos. Son como ovejas sin pastor,
presa fácil de los lobos. Y él, Jesús, el hijo de María de Nazaret, él es el
ungido de Dios para traerles esperanza y luz y liberación, multiplicar
panes y peces, echar demonios, curar a ciegos y leprosos.

Según Marcos, Jesús se da cuenta desde el principio que toda esta


actividad frenética será inútil; que es humanamente imposible cambiar
las cosas. Las multitudes están esperanzadas de que él actuará como
un descendiente digno del rey David; que vencerá y echará a los roma-
nos e instalará una teocracia donde la palabra del rey y la palabra de
Dios son una misma cosa, porque el rey y Dios serán la misma cosa. Los
discípulos piensan así también.

No es que Jesús no se esforzara por aclararles las ideas y moderarles


los ánimos:

Salió Jesús con sus discípulos a las aldeas de Cesarea de Filipo; y en


el camino preguntó a sus discípulos, diciéndoles: ¿Quién dicen los
hombres que soy yo?

Y le respondieron, diciendo: Unos, Juan el Bautista; y otros Elías;


pero otros, uno de los profetas.

Él les preguntó de nuevo: Pero vosotros, ¿quién decís que soy yo?

Respondiendo Pedro, le dijo: Tú eres el Cristo.

Y él les advirtió severamente que no hablaran de él a nadie. Y co-


menzó a enseñarles que el Hijo del Hombre debía padecer muchas
cosas, y ser rechazado por los ancianos, los principales sacerdotes y
los escribas, y ser muerto, y después de tres días resucitar. Y les de-
cía estas palabras claramente.

Y Pedro le llevó aparte y comenzó a reprenderlo. Mas él volvién-


dose y mirando a sus discípulos, reprendió a Pedro y le dijo : ¡Quítate
de delante de mí, Satanás!, porque no tienes en mente las cosas de
Dios, sino las de los hombres.
¿Hasta cuándo, Señor? 293

Y llamando a la multitud y a sus discípulos, les dijo: Si alguno


quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz, y síga-
me. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pier-
da su vida por causa de mí y del evangelio, la salvará. Pues, ¿de qué
le sirve a un hombre ganar el mundo entero y perder su alma? Pues
¿qué dará un hombre a cambio de su alma? Porque cualquiera que se
avergüence de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pe-
cadora, el Hijo del Hombre también se avergonzará de él, cuando
venga en la gloria de su Padre con los santos ángeles (Mr 8,27-38 La
Biblia de las Américas).

Sobre estos versículos sólo tengo dos observaciones:

La primera, que Pedro reprende a Jesús y Jesús reprende a Pedro.


Pedro quiere la victoria sobre los enemigos sin pasar por la vergüenza,
el desprestigio, el sufrimiento y la muerte de la cruz. Pero esas aspira-
ciones no es que sean equivocadas, es que son diabólicas.

La segunda observación es que cuando el Hijo del Hombre venga en


su gloria y la del Padre y la de los santos ángeles, tampoco hay prome-
sas de guerras ni victorias ni venganzas ni sometimiento por obligación.
La única cosa que Jesús dice claramente que hará el Hijo del Hombre
cuando venga, es pasar vergüenza por el poco radicalismo de sus segui-
dores. Pues vaya venida gloriosa, ¿no? Cuando el Hijo venga en gloria
será igual que como fue Jesús: más pendiente de su identificación con
los que fracasan, que de la gloria con que le aclaman.

Saliendo de allí, iban pasando por Galilea, y él no quería que nadie


lo supiera. Porque enseñaba a sus discípulos, y les decía: El Hijo del
Hombre será entregado en manos de los hombres y le matarán; y
después de muerto, a los tres días resucitará. Pero ellos no entendían
lo que decía, y tenían miedo de preguntarle.

Y llegaron a Capernaúm; y estando ya en la casa, les preguntaba:


¿Qué discutíais por el camino?

Pero ellos guardaron silencio, porque en el camino habían discuti-


do entre sí quién de ellos era el mayor.

Sentándose, llamó a los doce y les dijo : Si alguno desea ser el pri-
mero, será el último de todos y el servidor de todos.
294 Otros ensayos sobre justicia y no violencia

Y tomando a un niño, lo puso en medio de ellos; y tomándolo en


sus brazos les dijo: El que reciba a un niño como éste en mi nombre, a
mí me recibe; y el que me recibe a mí, no me recibe a mí, sino a aquel
que me envió (Mr 9,30-37 LBA).

Observamos, entonces, que Jesús anuncia otra vez que será cruci-
ficado, pero los discípulos se ponen a discutir sobre quién será el más
importante entre ellos. Jesús toma a un niño (o a un esclavo, el término
griego35 vale para ambos conceptos y viene a describir a la persona sin
derechos ni identidad personal propia) y se identifica él personalmente
con ese rango social, el más bajo de todos. Quien recibe a estos sin-
derecho, lo está recibiendo a él.

Pero en aquellos días, después de esa tribulación, el sol se oscure-


cerá y la luna no dará su luz, las estrellas irán cayendo del cielo y las
potencias que están en los cielos serán sacudidas. Entonces verán al
Hijo del Hombre que viene en las nubes con gran poder y gloria. Y
entonces enviará a los ángeles, y reunirá a sus escogidos de los
cuatro vientos, desde el extremo de la tierra hasta el extremo del
cielo (Mr 13,24-27 LBA).

En todo este capítulo 13 de Marcos, Jesús está profetizando sobre las


cosas que en efecto sucedieron en Jerusalén en el año 70 EC. La abomi-
nación de la desolación cayó sobre los judíos. El fastuoso templo de
Herodes fue destruido, Jerusalén asolada, su población masacrada. Co-
mo ya hemos indicado, sobre las ruinas de Jerusalén se construyó Aelia
Capitolina, una colonia romana. Ahora bien, después de aquellos días
de tribulación, dice Jesús, vendrá el Hijo del Hombre en las nubes con
gran poder y gloria.

¿Y qué es lo que hará?

Otra vez no hay ni una palabra de venganza, de rencor, de ajustar las


cuentas por su crucifixión. Ni el más remoto asomo de un «Trastorno de
identidad disociativo», manifestándose ahora como otra persona muy
diferente a como había sido antes de que lo crucificaran.

35
παιδίον.
¿Hasta cuándo, Señor? 295

¿Qué es lo que hará, entonces? Enviará a los ángeles a recoger desde


todos los extremos de la tierra y del cielo, por los cuatro vientos, a sus
escogidos.

¿Y quiénes son sus escogidos? Marcos no lo pone aquí, pero hay que
imaginar que son, como habían sido siempre, los esclavos, los margina-
dos, los pobres, los desesperados, los que les han embargado la casa
porque no pueden pagar la hipoteca, los que lloran amargamente la
destrucción del templo, los deprimidos, los trastornados, los que una
guerra o un tsunami o un terremoto les ha matado a todos sus seres
queridos, los oprimidos por demonios, los enfermos… Estos serán —
porque siempre han sido— los escogidos del Hijo del Hombre.

Entonces el sumo sacerdote levantándose, se puso en medio y


preguntó a Jesús, diciendo: ¿No respondes nada? ¿Qué testifican
éstos contra ti?

Mas Él callaba y nada respondía.

Le volvió a preguntar el sumo sacerdote, diciéndole: ¿Eres tú el


Cristo, el Hijo del Bendito?

Jesús dijo: Yo soy; y veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra


del poder y viniendo con las nubes del cielo.

Entonces el sumo sacerdote, rasgando sus ropas, dijo : ¿Qué nece-


sidad tenemos de más testigos? Habéis oído la blasfemia; ¿qué os
parece?

Y todos le condenaron, diciendo que era reo de muerte. Y comen-


zaron algunos a escupirle, a cubrirle el rostro y a darle de puñetazos,
y a decirle: ¡Profetiza! Y los alguaciles le recibieron a bofetadas (Mr
14,60-65 LBA)

Aquí tenemos el último anuncio en Marcos de la venida del Hijos del


Hombre, sentado en las nubes a la diestra del Poder divino. La escena
es importantísima, porque están por condenarlo y entregarlo a los
romanos. Pero Jesús sólo anuncia esa venida y en el anuncio resulta
que no hay nada de reproche ni de amenaza. No dice que viene para
vengarse, para hacer justicia contra los que lo mandan a la cruz. Nada
dice de batallas y conquistas victoriosas para gobernar como un Rey
Dios, un rey al que es imposible desobedecer porque todo lo controla,
296 Otros ensayos sobre justicia y no violencia

hasta los pensamientos más escondidos de los que sólo obedecen por
obligación. No, nada de eso. Sencillamente un hondo sentimiento de
tristeza porque ya se está identificando con la vergüenza que van a
pasar, el arrepentimiento y la aflicción de sus propias conciencias cuan-
do al fin entiendan lo que ahora son incapaces de entender.

• En el Evangelio de Marcos, entonces, Jesús no necesita ninguna


otra vindicación que la de que sus seguidores sigan creyendo en él aun-
que sus enemigos lo hayan matado. Dios lo resucita, pero la primera
versión que escribió Marcos del evangelio, termina en 16,8, con el mie-
do de las mujeres que habían visto la tumba vacía pero no se atrevían a
decírselo a nadie.

Y esa versión inicial de Marcos nos deja entones a nosotros también


en esa encrucijada. Dicen que ha resucitado pero no tenemos pruebas,
sólo tenemos miedo. Como ellas, tendremos que decidir si callar o si
creer y proclamar.

El movimiento cristiano testifica que al final hubo fe y proclamación


de que Jesús nos enseñó palabras de Verdad. Más que palabras, nos
enseñó con el ejemplo de su muerte, cómo vivir y amar y perdonar y
servir a los demás. Nos enseñó a no despreciar a nadie, aunque no este-
mos de acuerdo con sus ideas o su religión o su manera de entender la
Biblia. Nos enseñó que el amor importa más que todas las reglas y que
todas las doctrinas y que la mismísima vida.

Y cada vez que uno de nosotros actuamos así, Jesús es vindicado y


son vindicados también todos los mártires que entregaron sus vidas por
seguirle y por amar como él amó.36

36
Uno de nuestros colegas de SEUT, Sergio Rosell, ha escrito también sobre el
martirio en los primeros siglos del cristianismo: «Amar a Dios… hasta la muerte: El
testimonio de los primeros cristianos», Encuentro Nº 3: Amar a Dios (El Escorial:
SEUT, 2006), pp. 11-23. Una versión actualizada del mismo artículo es: «Loving
God… unto Death. The Witness of the Early Christians», Hervormde Teologiese
Studies/Theological Studies (2010).
¿Hasta cuándo, Señor? 297

4ª PARTE: EL MARTIRIO COMO GELASSENHEIT ANABAPTISTA


Los movimientos cristianos minoritarios durante los 16 siglos que
duró «la cristiandad» occidental, conservan recuerdos sectarios de per-
secución por parte de las iglesias estatales. En el caso de los menonitas,
nuestra memoria está marcada por el inmenso tomo martirológico del
neerlandés Thieleman J. van Braght, titulado El Teatro ensangrentado o
Espejo de los mártires, que data de 1660.37 El libro es una curiosa obra
de investigación e interpretación de la historia del martirio cristiano.

Entre las muchas cosas que llaman la atención en este libro de pro-
porciones enciclopédicas,38 está la naturalidad con la que, empezando
con Jesús y los demás mártires del Nuevo Testamento, continúa con las
historias (de otras fuentes que el Nuevo Testamento) sobre la muerte
mártir de los apóstoles; y después, con mártires cristianos en cada uno
de los siglos hasta el surgir del movimiento anabaptista en 1525. Para
algunos siglos (por ejemplo los siglos IV o XII), van Braght halla muy
poco que contar. Pero en general, la idea que quiere comunicar es que
ha existido una sucesión ininterrumpida de mártires que han sellado con
su muerte el testimonio por la verdad de Jesús. A partir de la página
353, las siguientes 800 páginas se destinan a los mártires anabaptistas
de los siglos XVI (especialmente) y XVII.

Naturalmente, esta manera de abordar la historia cristiana es su-


mamente crítica con la iglesia oficial, que a partir de los primeros siglos,
ya es el principal torturador y verdugo de los mártires cristianos recono-
cidos por van Braght.

No me siento capaz de abstraer conclusiones del libro, que además,


nunca he leído más que esporádicamente, de a historias sueltas. En
general, sin embargo, mi impresión por el testimonio que el libro con-

37
El título original, como se estilaba en la época, llena toda una página. En holandés
se conoce habitualmente como Martelaersspiegel. Ver tr. al inglés on-line en:
http://www.homecomers.org/mirror; y magníficos grabados del maestro flamenco
Jan Luyken para la edición de 1685, en:
http://www.bethelks.edu/mla/holdings/scans/martyrsmirror.
38
Mi edición de la versión en inglés (Martyrs Mirror [Scottdale: Herald, 1972]), es de
1157 páginas de tamaño de folio, a dos columnas.
298 Otros ensayos sobre justicia y no violencia

serva de los mártires anabaptistas, es que éstos parecen haberse man-


tenido en consonancia con la idea de que eran, como reza en parte el
extenso título original, «cristianos indefensos»; es decir, cristianos que
optaban por negarse sistemáticamente el empleo de la resistencia vio-
lenta frente a la persecución. Como no faltaron toda suerte de guerras
religiosas y alzamientos «cristianos» violentos en el siglo XVI —entre
ellos los anabaptistas quiliásticos de la ciudad de Münster— el hecho de
que ninguno de los muertos en tan enorme compendio se defiende con
las armas de este mundo, indica a las claras que la «indefensión» o no
violencia, es uno de los raseros elementales (el otro sería el rechazo del
bautismo infantil) con que van Braght decide quién es o no es un mártir
o testigo auténtico de Jesús.

El material que contiene este compendio es sumamente variado.


Incluye cartas, escritos, confesiones de fe, copias de actas y sentencias
judiciales, copias de actas de interrogación (con el empleo liberal de la
tortura para soltar las lenguas, naturalmente), y cartas de testigos pre-
senciales de las ejecuciones y autos de fe.

De vez en cuando se observa que alguno de los mártires advierte


(¿amenaza?) a sus torturadores y verdugos del castigo eterno de fuego
y azufre que aguarda a quienes persiguen a la verdadera iglesia de
Cristo. Los casos donde se producen esas advertencias (o amenazas,
según cómo se vea) llaman la atención precisamente porque son más
bien la excepción a la regla. Más habitual parece haber sido el entonar
himnos o testificar sobre los deleites de la vida eterna que saben que les
espera, intentando persuadir a las multitudes que se reúnen para ver
con fascinación (un poco morbosa) sus ejecuciones, que el gozo delicio-
so de la comunión con Cristo bien vale una muerte tan cruel. Sus últi-
mas palabras suelen ser de consolación e invitación. Consolación para
sus hermanos y hermanas en la fe y para sus familiares en la carne. E
invitación para todos los espectadores, a unirse a ellos en el deleite del
dulce amor de Cristo. No se sienten en absoluto víctimas sino privile-
giados, sabedores de que muriendo así juntamente con Cristo, también
han de resucitar a la gloria eterna juntamente con Cristo.
¿Hasta cuándo, Señor? 299

Uno de los conceptos elementales del movimiento anabaptista es el


de Gelassenheit.39 Gelassenheit es un término alemán que no se suele
traducir, que en el pensamiento anabaptista viene a ser una entrega
voluntaria de todo el ser ante la soberanía de la voluntad divina. Su
máxima expresión tal vez ni siquiera sea el martirio, sino la disposición a
gobernar toda la vida conforme a las palabras de Jesús en los evange-
lios, especialmente su enseñanza clara, sencilla y práctica en el Sermón
del Monte (Mt 5-7 y paralelos). Se entiende que esto significa someter-
se también a la comunidad local de la iglesia, que encarna como miem-
bros el mismísimo Cuerpo de Cristo en la tierra. Quien vive conforme a
Gelassenheit es humilde, procura nunca sobresalir ni destacar, se deja
llevar por la vida y por la hermandad, confiando en todo momento en la
disposición benigna de Dios, quien es capaz de intervenir en caso de
que sea necesario, para que esa obediencia humilde no traiga conse-
cuencias negativas. Naturalmente, la actitud de Gelassenheit acepta
perfectamente que Dios no siempre escoge intervenir, sino que
también permite —por motivos que no tiene por qué explicarnos— que
sus hijos sufran en esta vida.

En algunas comunidades de los menonitas Amish, esta actitud de Ge-


lassenheit se lleva al extremo de negar saberse «salvos» en el más allá.
Declararse seguros de la recompensa en el Juicio Final sería una actitud
arrogante y orgullosa, indigna de un Amish. Antes bien, piensan que les
corresponde agachar la cabeza y alabar la gracia y el amor de Dios,
incluso aunque esa gracia y ese amor no les tenga asegurado el Paraíso.
Quien vive en perfecto Gelassenheit entonces, sencillamente se entrega
a Dios y confía en los términos más absolutos imaginables, que Dios no
defraudará sus esperanzas. Aunque admitiría humildemente que en sus
propósitos inescrutables, Dios tal vez sí los vaya a defraudar. ¿Quién es
uno, al fin de cuentas, para exigirle nada a Dios a cambio de nuestra
devoción absoluta?

39
Ver Donald B. Kraybill, «Yieldedness and Accountability in Traditional Anabaptist
Communities» y Fred W. Benedict, «Yieldedness and Accountability: Contemporary
Applications and Prospects», en Carl F. Bowman and Stephen L. Longenecker, Ana-
baptist Currents: History in Conversation with the Present (Bridgewater: Penebscot
Press, 1995). Traducido por Dionisio Byler como «Entrega, sumisión y dar cuenta de
la vida en las comunidades tradicionales anabaptistas» y «Entrega, sumisión y dar
cuenta de la vida: Aplicaciones y perspectivas contemporáneas», en:
http://www.menonitas.org/vistaprevia/corranab/contenido.htm.
300 Otros ensayos sobre justicia y no violencia

El modelo de cristianismo que propone el Gelassenheit anabaptista —


especialmente en los extremos Amish que acabo de describir— proba-
blemente jamás sea visto como aceptable ni mucho menos deseable
por el grueso de los cristianos. En su versión primera como actitud de
los mártires anabaptistas del siglo XVI, sin embargo, describe el gozo
inefable de una confianza en el amor de Dios ya experimentado en la
adoración de su culto en pequeñas células clandestinas. Entregar sus
vidas por el mismo Cristo que había entregado la suya por ellos, era por
una parte reivindicar que el sacrificio de Cristo por ellos había sido acer-
tado y se veía correspondido con igual devoción que la de él. Y por otra
parte, esa entrega hasta la muerte constituía en sí misma la vindicación
de la calidad de la fe que la inspiraba. Viéndose capaces de darlo todo
por Cristo, sabían que su fe y su confianza en Dios no era un engaño.

Vivida con esa intensidad inmediata la entrega absoluta a Cristo, la


muerte de Jesús no necesitaba más vindicación que el testimonio de los
mártires. Y la muerte de los mártires no necesitaba más vindicación que
la de saberse amados por Dios con un amor más fuerte que la muerte y
más fuerte que todos los vínculos afectivos que nos amarran a esta vida
terrenal.

La pregunta de las almas de los mártires que están bajo el altar celes-
tial —¿Hasta cuándo, oh Señor santo y verdadero, no juzgas ni vengas
nuestra sangre de entre los que moran sobre la tierra?—40 tiene su
respuesta inmediata en el versículo siguiente: Falta poco. Hasta que se
completen sus consiervos y hermanos que todavía han de ser matados
igual que ellos (Ap 6,11).

La respuesta parece —y tal vez sea— una evasiva. Tal vez la intención
divina no es «juzgar y vengar», sino dejar que transcurran los hechos
sobre la tierra, con todos los mártires que se irán añadiendo con el paso
de los siglos. Tal vez la intención divina sea perdonar con un perdón
que de inmenso e insondable, nos deja a todos perplejos y turbados.
Puesto que la mayoría de los mártires auténticos de Cristo han muerto
—como él— con himnos y bendiciones e invitación en sus labios y con
santa y humilde Gelassenheit ante Dios, tal vez la intención divina sea
honrar esas alabanzas y bendiciones y Gelassenheit; y no complacer esas

40
Ap 6,10, mi traducción.
¿Hasta cuándo, Señor? 301

ansias de venganza a que algunos —trágicamente— parece que se


siguen aferrando incluso más allá de la muerte.41

41
Puesto que en muchos sentidos el Apocalipsis es una liturgia celestial que incorpo-
ra en diversos puntos sendos salmos de alabanza, es significativa la ausencia —aquí
en Ap 6,10— de un salmo de imprecación al estilo del Salmo 109. El reclamo de jui-
cio y venganza, reducido a su mínima expresión aquí, resulta entonces relativamen-
te modesto y atenuado. Aunque los apóstoles, por ej. las cartas de Judas y 3 Juan,
son capaces de descalificaciones de bulto con respecto a sus adversarios eclesiales,
no hay nada en el Nuevo Testamento que sea ni remotamente parecido a los salmos
de imprecación. La tendencia en el Nuevo Testamento es a seguir la enseñanza de
Jesús en Mt 5,44-5 y paralelos (cf. Ro 12,14.17.19-21): bendecir y perdonar a los que los
maldicen y persiguen.
UNA IDEA FINAL A MANERA DE EPÍLOGO
La parábola del sembrador

E 1
STA SEMANA HE ESTADO LEYENDO un libro cuyo título, traducido al
castellano, sería algo así como: El poder destructor de la
religión. La violencia en el judaísmo, el cristianismo y el Islam.2

Mi reacción es que en muchos particulares resulta irritante el ataque


frontal que hacen los autores a la capacidad de estas tres religiones
para derivar en un fundamentalismo violento, asesino y genocida. Uno
quisiera objetar que la esencia por lo menos del cristianismo, que es lo
que uno conoce, es promover luz, paz, reconciliación y armonía entre
las personas. Pero el caso es que es difícil saber cómo argumentar esto
a la luz de la evidencia histórica de estas religiones y la evidencia de las
noticias de cada día.

El judaísmo, el cristianismo y el Islam son tres religiones —aunque no


las únicas— cuya capacidad para generar violencia en nuestra genera-
ción está sobradamente en evidencia. Luego también, estas tres
religiones tienen un mismo punto de partida. Las tres son religiones
monoteístas —es decir, sostienen que hay un único Dios, Creador del
universo. Las tres sostienen que ese Dios escogió a Abraham para favo-
recer a su descendencia entre todas las razas de la humanidad, hasta
culminar su revelación con los profetas. Para el judaísmo, el profeta
esencial sería Moisés. El cristianismo acepta a Moisés pero entiende
que la revelación de Dios culmina en Jesús. El Islam acepta a Moisés y

1
Sermón predicado en la Iglesia Menonita de Burgos, el 14 de marzo, 2010.
2
J. Harold. Ellens, ed., The Destructive Power of Religion: Violence in Judaism, Christia-
nity, and Islam (ed. condensada, Westport: Praeger Publishers, 2007).
304 Otros ensayos sobre justicia y no violencia

también a Jesús, pero entiende que la revelación de Dios culmina en


Mahoma.

Las tres religiones comparten, además nociones parecidas acerca de


la relación entre Dios y los hombres. Son nociones que nacieron en el
Medio Oriente de la antigüedad en las cunas de la civilización occiden-
tal, en Egipto y la Mesopotamia. En las tres hay una batalla cósmica
entre el Bien y el Mal. El ser humano es una especie de eslabón débil en
la cadena del orden que ha querido Dios para su creación, puesto que el
ser humano puede elegir libremente si ponerse de parte del Bien o de
parte del Mal. Dios premia a cada persona según haya elegido el Bien o
el Mal. Todos los que eligen el Bien y se ponen de parte de Dios, con
mansa y humilde sumisión a su voluntad, serán recompensados con el
premio de la vida eterna. Todos los que eligen el Mal y se ponen en
contra de Dios por rebeldía, terquedad y soberbia personal, serán casti-
gados por la ira de Dios, con muerte y destrucción.

El símbolo más claro de la naturaleza violenta de la relación entre


Dios y los seres humanos en estas tres religiones, es el concepto de
sacrificio. En el judaísmo bíblico cuando Dios se enrabietaba por la des-
obediencia de la gente, la fórmula necesaria para aplacarle los ánimos
era matar uno de los animales domésticos que la gente necesitaba para
su propia alimentación. Alimentando a Dios con la sangre derramada y
la carne quemada en el fuego, se conseguía tranquilizarlo hasta que se
la pasaran las ganas de castigar.

En la fe cristiana la dinámica de sacrificio se intensifica. Aquí Dios ya


no se da por satisfecho con la muerte de animales sino que es necesario
que mueran seres humanos. Como veremos en unos instantes, la idea
de que a Dios le satisface la muerte humana no era novedosa aunque sí
fue novedosa la solución cristiana. La sed de venganza divina que exige
la muerte humana, pone a la humanidad entera en peligro de extinción,
por lo que Dios decide encarnarse en un hijo —también humano— y
luego manipula a la gente para que lo acaben matando como sacrificio
supremo, cuya muerte ahora sí satisface su sed de sangre. Aplacada su
rabia asesina por la muerte de su propio hijo, Dios ahora puede volver a
tratar bien a la gente por quienes su hijo murió. Naturalmente, ese hijo
no ha muerto por todos, sino solamente por los que se comprometen a
la obediencia y devoción a Dios siguiendo las fórmulas y ritos de los
cristianos. (En realidad, los beneficios del sacrificio de Jesús ni siquiera
La parábola del sembrador 305

alcanzarían a todos los cristianos. Cada grupo dentro de las muchas


divisiones del cristianismo, sólo apostaría con certeza por que se salven
los de su propia facción.) A todos los demás, Dios los castigará al fin
con destrucción universal y muerte eterna.

Naturalmente, todo judío, cristiano y musulmán de bien, rechaza


todo lo que acabo de explicar como una burla y caricatura. Y yo sosten-
go la opinión de que —por lo menos en lo que respecta al cristia-
nismo— es una caricatura contraria a la revelación auténtica de Dios en
su Hijo Jesús. Pero el caso es que esta noción de un Dios violento y san-
guinario, por falsa, mentirosa, caricaturesca y exagerada que sea —con-
traria a la verdad auténtica acerca de Dios— es la que opera en muchos
judíos, cristianos y musulmanes. Es esta noción de Dios lo que hace del
fanatismo fundamentalista de estas tres religiones, uno de los azotes
más terribles de la humanidad.

Porque en estas tres religiones, puesto que lo que hay en juego es la


propia supervivencia del ser humano frente a la violencia homicida de su
Creador, entonces toda la vida se nos plantea en blanco y negro. La
vida se constituye en una guerra sin tregua entre el Bien y el Mal, entre
la sumisión y la desobediencia, entre la santidad y la impiedad… Y en
última instancia, la historia de la humanidad viene en derivar en una
guerra entre buenos y malos, entre santos y pecadores, entre nosotros
—que naturalmente somos los que hemos recibido la sana doctrina— y
ellos, los adeptos a otras formas de creencia y religión.

Porque estas ideas son ideas de guerra, nacidas de sociedades per-


manentemente en guerra en la antigüedad remota de la humanidad, y
su utilidad final es garantizar la supervivencia en un mundo hostil que
está en guerra contra los fieles.

Todo empieza —para las tres religiones— con Abraham, al que Dios
promete entregar una tierra que ya está habitada por una población
autóctona. La única forma de que Dios pueda cumplir esa promesa es el
genocidio. Y el genocidio, efectivamente, es lo que los textos bíblicos
vienen en defender, promover, justificar y contar que sucedió. Desde
que la promesa inicial a Abraham exige necesariamente la descalifica-
ción de los cananeos como indignos de vivir, cuya aniquilación está más
que justificada, las tres religiones que descienden de la fe de Abraham
tienen el genocidio inscrito en su ADN espiritual. Son religiones que ven
306 Otros ensayos sobre justicia y no violencia

a los infieles como dignos de muerte, condenados desde ya por Dios al


castigo de la destrucción masiva y la muerte eterna, por lo que se justifi-
ca que colaboremos con Dios ya hoy en su exterminio. Un exterminio
que de paso nos viene bien, porque podemos quedarnos sin problemas
de conciencia, con sus tierras, sus huertos, sus olivares, sus mujeres, sus
casas y sus ciudades.

Decíamos que la idea de que el sacrificio humano —el sacrificio de su


propio hijo humano— fuera la única forma de apaciguar a Dios, no fue
una novedad que se inventó el cristianismo. Y es que, como acabamos
de ver, el Dios de estas tres religiones ya venía exigiendo homicidios y
genocidios, la aniquilación de razas y naciones enteras, desde mucho
antes de que naciera Jesús. El sacrificio de animales siempre había sido
una solución imperfecta, donde el único antídoto perfecto para la ira de
Dios era el sacrificio humano.

A mí todo esto me revuelve el estómago. Me lo revuelve por dos


motivos.

Me revuelve el estómago porque me parece tan radical y absolu-


tamente contrario a lo que yo entiendo que es el mensaje de la Biblia
cristiana y de la fe de Jesús de Nazaret, mi Señor, mi Maestro, mi Guía,
mi Héroe y mi Salvador.

Pero también me revuelve el estómago porque observo que quien


denuncia la violencia genocida de estas tres religiones lleva algo de
razón. Es verdad que los fundamentalistas judíos, los fundamentalistas
cristianos —católicos o evangélicos, da igual— y los fundamentalistas
islámicos, sí tienden a sacar de su religión esta misma conclusión. La
conclusión de que está justificado y más que justificado —que es
necesario— eliminar a los infieles que amenazan la purísima verdad de
la fe según cada religión la entiende.

El terrorismo islámico jamás se podrá eliminar con el peso de la ley


como se está eliminando a ETA, porque cuanto más se lo persiga, más
se reafirmará en su convicción de que es necesario luchar por Dios y por
el Islam. Y jamás en la historia de la humanidad ha habido una raza co-
mo la europea, que basada en los derechos que entendían que les daba
su especial relación con Cristo, colonizó, exterminó y desheredó a millo-
nes de seres humanos a lo largo y ancho de toda la Tierra: en África, las
Américas y Asia, en Oceanía y en el Oriente Medio. Y para no ser me-
La parábola del sembrador 307

nos, los israelíes de nuestra era luchan otra vez hasta extremos genoci-
das por poseer una tierra que cuando ellos llegaron, volvía a estar
habitada por un pueblo autóctono desde hace miles de años. El terro-
rismo islámico no surge de la nada, entonces, como por inmaculada
concepción. Es la reacción lógica —con unos siglos de retraso, eso sí—
al colonialismo e imperialismo de los pueblos cristianos de Europa y a la
aparición ahora dentro de sus fronteras, del estado moderno de Israel.
Entre tanto que se producía esta reacción fundamentalista islámica, se
da la ironía de que la mayoría de los europeos ya no se identifican con
los preceptos de la religión cristiana de sus antepasados. Pero eso es
imposible de explicarle a un musulmán, que tiene perfectamente
interiorizado que todo europeo es cristiano por naturaleza y por naci-
miento.

A todo esto estáis más que aburridos y os estáis preguntando qué


puede tener esto que ver con nuestro texto para hoy, la Parábola del
Sembrador en el evangelio de Lucas.

Como se juntó mucha gente y los de las poblaciones cercanas


salían adonde estaba Jesús, él les contó un cuento:

—Salió un sembrador para sembrar su semilla. Y al ir sembran-


do, una parte cayó junto al camino y acabó pisoteada y comida por
lo pájaros. Otra parte cayó sobre piedra, por lo cual aunque ger-
minó, se marchitó porque le faltó humedad. Y otra parte cayó en un
cardizal y los cardos crecieron con ella y la acabaron ahogando. Y
por último, hubo parte de la semilla que cayó en tierra propicia
donde creció y dio fruto, multiplicándose por cien.

Cuando acabó de decir esto, exclamó:

—El que tiene oídos para oír, que oiga.

Pero sus discípulos le preguntaron qué era lo que había querido


decir con el cuento. Entonces él respondió:

—Tenéis la suerte de que os explico los misterios del reinado de


Dios, porque a los demás sólo les cuento estos cuentos, para que
«aunque ven, no distingan y aunque oyen, no entiendan».

—Este es entonces el sentido del cuento: La semilla es la palabra


de Dios. Y la tierra junto al camino son las personas que aunque la
308 Otros ensayos sobre justicia y no violencia

oyen, sin embargo viene el Acusador y se lleva de sus mentes la pala-


bra. Y el pedregal son las personas que oyen la palabra y la reciben a
la ligera de manera que no echa raíces. Creen durante cierto tiempo,
pero en cuanto llegan los momentos difíciles se les olvida. Y en cuan-
to al cardizal, son las personas que ponen atención, pero luego llega
la prosperidad y la buena vida que acaba ahogando sus buenas
intenciones, y éstas se les quedan en nada. Pero la tierra propicia
son esas personas inteligentes y bien pensantes que escuchan la
palabra de Dios y se mantienen en ella con paciencia, hasta que pro-
duce en ellos el resultado que se pretendía.
—Lucas 8,4-153

Aquí tenemos la enseñanza de Jesús. Al margen de todo el daño que


hemos hecho los cristianos desde la relación de privilegio que
pensábamos tener con Cristo, el caso es que Jesús mismo tuvo sus pro-
pias ideas que enseñó. Y sus ideas eran incómodas e inaceptables para
la gente religiosa de su día, porque negaban esa división absoluta entre
el Bien y el Mal, entre nosotros (los buenos) y ellos (los extranjeros, los
paganos, los malos). Jesús no plantea la expansión de su verdad como
una guerra justa donde será necesario derrotar y aniquilar a los que no
aceptan esa verdad y no lo aceptan a él.

No, Jesús plantea la expansión de su verdad como el acto de fe de un


sembrador de aquella época. En aquellos tiempos no se labraba la tie-
rra en profundidad como se hace hoy. Por eso nos extraña leer que
este sembrador esparce sus semillas donde serán pisoteadas por cami-
nantes y comidas por aves del cielo, esparce semillas sobre tierra poco
profunda, donde las plantas que germinen se secarán en cuanto haya
unos pocos días de sol, esparce semillas en medio de espinos que aho-
garán las plantas cultivadas. Y también esparce sus semillas en tierra
buena, donde medra y prospera y se multiplica enormemente. Da la
impresión que el sembrador no sabe dónde prosperará y se multiplicará
su semilla, por lo que no tiene más remedio que esparcirla por todas
partes, con la esperanza de que sí habrá algunos lugares donde sí crece-
rá y se multiplicará.

3
Mi traducción.
La parábola del sembrador 309

Lo que me llama la atención es que Jesús no procede a descalificar y


dar por digna de destruir aquella tierra donde la semilla no crece ni se
multiplica. Al contrario, Jesús justifica y explica el que en determinados
lugares la semilla no crezca ni se multiplique.

Desde luego en los caminos donde pisotea la gente, no habrá multi-


plicación. Este no es motivo para destruir y aniquilar los caminos, para
castigarlos con el exterminio. No, los caminos no dan lugar a la multipli-
cación del mensaje de la verdad, pero tienen derecho a existir.

Desde luego en la tierra poco profunda, incapaz de retener la hume-


dad entre la siembra y la siega, tampoco habrá multiplicación. Este no
es motivo para destruir y aniquilar las parcelas rocosas y suelos que no
retienen la humedad, para castigarlos con extermino. No, los suelos
que no sirven para la producción de alimento humano siguen teniendo
derecho a existir.

Desde luego en la tierra llena de espinos, poca oportunidad tendrá el


trigo de medrar y hacerse fuerte y producir y multiplicarse. Las otras
plantas lo ahogarán. Este no es motivo para destruir y aniquilar las par-
celas con espinos, para castigarlas con exterminio. Esto es curioso, por-
que hubiéramos pensado que aquí sí Jesús justificaría, por fin, si no
aniquilar esas tierras, por lo menos matar y destruir los espinos. Esta es
probablemente la parte más curiosa y extraña de toda la parábola. Pero
Jesús parece aceptar de buena gana la existencia —el derecho a exis-
tir— de esas otras plantas que resultan inútiles e inservibles para el
consumo humano. Sospecho que Jesús sabía bastante de ecología y
entendía que donde no come la gente, tal vez sí puedan comer las ca-
bras, de cuya leche y quesos y carne al final también nos alimentaremos.
De manera que no, ni siquiera los espinos merecen la destrucción,
aniquilación y muerte eterna. Es verdad que allí la palabra de la verdad
no prospera ni se multiplica, pero Jesús no expresa ninguna enemistad
ni animadversión, sino que acepta sin rechistar que sigan ahí, estorban-
do la reproducción de la buena semilla.

Todo esto es importante porque cuando Jesús explica su parábola,


vemos que todas estas clases de tierra son personas. Jesús estaba
hablando de los seres humanos y cómo reciben —o no— el evangelio.
Desde luego es desafortunado para los intereses de Cristo, el sembra-
dor de las verdades de Dios, que haya tanta gente donde su evangelio
310 Otros ensayos sobre justicia y no violencia

no prosperará. Pero en ningún caso ve Jesús a toda esa gente como


gente mala, gente que no merece vivir, gente a la que hay que castigar,
eliminar, dar una buena lección, perseguir y matar hasta el exterminio
total. No, aquí en las palabras de Jesús no hay nada de eso, sino una
aceptación natural del derecho de esta gente a vivir como les parezca
justo vivir, según las ideas y convicciones que tengan.

Si yo fuese judío, supongo que estaría hondamente convencido de


que Moisés ofrece la única posibilidad de vivir como agrada a Dios. Y si
fuese musulmán, supongo que estaría hondamente convencido de que
Mahoma ofrece la única posibilidad de vivir como agrada a Dios. Pero
soy cristiano. Y naturalmente, estoy hondamente convencido de que es
Cristo el que nos ofrece la única posibilidad de vivir como agrada a Dios.

Como cristiano que soy, entiendo que la verdad de Cristo ha de sem-


brarse y tiene que reproducirse por toda la tierra hasta llegar hasta
todas las personas con la luz del evangelio. Ahora bien, si a la vez de ser
cristiano pretendo aprender lo que Jesús enseñó, tengo que entender
que —según esta parábola— al fin y al cabo va a ser que Dios respeta el
derecho de existir de todos aquellos que rechazan a Cristo y no viven
como Cristo manda.

La realidad es que no hay ningún cristiano que se atrevería a pre-


sentarse ante Dios si de verdad pensáramos que Dios nos va a castigar
como nos lo tenemos merecidos. No hay cristiano que no se agarre a la
gracia y el perdón de Dios como un clavo ardiendo. Lo que yo entiendo
que enseña Jesús aquí, es que esa misma gracia de la que esperamos
recibir nosotros, alcanza también a los que no opinan como nosotros ni
comparten nuestra manera de entender la vida. Tal vez desearíamos
que toda la gente fuera «tierra fértil» para el evangelio. Pero en esta
parábola no veo que Jesús condene a nadie ni amenace con castigar a
nadie. Lo que hay es un esfuerzo claro por esparcir la semilla, acompa-
ñado de un hondo y reverente respeto al derecho humano a decidir qué
es lo que hará con esa semilla.

Si queremos que Jesús sea nuestro Salvador, haríamos bien en acep-


tarle también como nuestro Maestro y Guía.

El que tiene oídos para oír, que oiga.

Y el que no… pues que no oiga.


Todo lo que te
preguntabas sobre la Biblia
(Y algunas cosas que
preferirías no saber)
por Dionisio Byler

¿Todo lo que te preguntabas?


¿Algunas cosas que preferirías no saber?

Quien escribe no es adivino. No sabe, naturalmente, qué es lo que


cada persona se pregunta o al contrario, lo que preferiría no saber.

Sin embargo, tal vez el título de este libro no resulte del todo fraudu-
lento. Se encontrará aquí mucha información de gran utilidad, tanto
para los que tienen el hábito de leer la Biblia, como para los que todavía
no hayan adquirido ese hábito. Y hay quien profesa creer la Biblia pero
preferiría no enterarse cuál es la naturaleza de esta colección que ha
llegado hasta nosotros desde un pasado muy remoto.

Con el paso de los siglos el mundo de la Biblia, de sus autores y sus


primeros lectores, se nos queda cada vez más distante. La invención de
la imprenta hace medio milenio dio alas a la difusión de este libro, que
hasta entonces muy pocas personas podían conocer. Y ahora el auge
de internet supone un nuevo cambio de paradigma para la difusión de la
información. Entre tanto, esta colección de escritos garabateados origi-
nalmente a mano sobre papiro y pergamino, sigue anclada a su propia
era —que no es la nuestra.

Una de las aventuras más emocionantes del saber humano es des-


cubrir sus secretos y procurar desentrañar cuál pueda ser su mensaje
para el siglo XXI. ISBN 978-84-613-0134-5

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OTROS LIBROS POR DIONISIO BYLER

¡ANIMO! Dios no nos olvida


Ante el reto de responder en pocas pa-
labras a esta pregunta, Dionisio Byler se
embarca en la aventura de aclarar y explicar
su manera personal de pensar sobre Dios y
el evangelio.

Como el evangelio arranca desde el


«fracaso» de una vida que se extingue sobre
una cruz imperial romana, todos aquellos
que se sienten olvidados por Dios descubri-
rán un Jesús que les resulta muy próximo y que tiene mucho en común
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identidad cristiana
(en la corriente anabaptista/menonita)
Los Reformadores protestantes no lo
cambiaron todo. Todos los cristianos del
siglo XVI coincidían en que la Iglesia y el
Estado debían ir siempre de la mano.

Pero no tardó en aparecer una «Reforma


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la espiritualidad cristiana: el empeño «anabaptista» —conocido a la
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necesita el poder de las armas ni las riquezas de este mundo.
ISBN 978-84-613-4186-3

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Autor: BibliotecaMenno

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Página del libro:

http://www.bubok.com/libros/187196/No-violencia-y-Genocidios

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