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Domingo II T. O. (A)
invisible (Col 1,15; 2Co 4,4). Porque Él ha sido “engendrado, no creado, de la misma
naturaleza del Padre, Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero”.
Por eso lo que este hombre hace, al entregarse a la muerte por nosotros, es un
misterio tremendo en el que Dios “se pone contra Sí mismo” para mostrarnos su
amor, lo cual es, como explica Benedicto XVI, la forma más radical del amor (Deus
charitas est nº 12). Todo lo cual tiene como consecuencia que la salvación es “pura
gracia”, es un don, un regalo de Dios, y nadie puede presumir de ella como de algo
que ha obtenido por su capacidad, su esfuerzo, su inteligencia o su industria: “Pues
habéis sido salvados por la gracia mediante la fe; y esto no viene de vosotros, sino
que es don de Dios; tampoco viene de las obras, para que nadie se gloríe” (Ef 2,8-9).
Si nosotros estamos ahora aquí, celebrando la Eucaristía, es porque una larga
serie de cristianos nos han dado testimonio de quién es Jesús: nuestros padres, que
nos hicieron bautizar, los sacerdotes y los catequistas que nos prepararon para la
primera comunión y para los demás sacramentos, y todos aquellos cristianos con los
que coincidimos en la celebración de la Eucaristía, que, con su sola presencia, nos
están diciendo que creen que Jesús es nuestro Redentor, es Aquel que quita el
pecado del mundo, porque es el Hijo de Dios venido en la carne (1Jn 4,2). Nosotros,
al recibir este testimonio, lo sometemos a verificación; y el Padre del cielo ilumina los
ojos de nuestro corazón para que comprendamos que este testimonio es verdadero.
Pues el testimonio exterior tiene que ser completado por la luz interior que nos
permite comprender su verdad. Por eso cuando Pedro confesó que Jesús era “el
Cristo, el Hijo de Dios vivo”, el Señor le replicó: “Bienaventurado eres Simón, hijo de
Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está
en los cielos” (Mt 16,17). Pues “nadie conoce bien al Hijo sino el Padre” (Mt 11,27).
También fue el Padre del cielo quien iluminó interiormente a Juan el Bautista
diciéndole: “Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ése es el
que ha de bautizar con Espíritu Santo”. El Señor espera de cada uno de nosotros
que demos testimonio para que Jesús pueda seguir siendo conocido y amado por lo
que Él es en verdad: el Cordero y el Hijo de Dios. El resto, la iluminación interior, es
cosa Suya. Que no falte nuestro testimonio.