Professional Documents
Culture Documents
2
En los Institutos de Enseñanza Media la situación era distinta, por razones obvias (contacto mayor con los
familiares del alumnado, presencia incesante del capellán y profesores de religión, actos religiosos
reglamentarios, obligatoriedad de un programa oficial para las clases, &c.). La conducta de un profesor de
filosofía, sobre todo si no era «creyente», como se decía entonces, debía ser muy prudente, especialmente si
al mismo tiempo ejercía el cargo de Director, aunque hubiera sido elegido por «votación democrática» de sus
compañeros. En mi libro Cuestiones Cuodlibetales (Mondadori, Madrid 1989) he contado algunas anécdotas
ilustrativas (por ejemplo en las págs. 32-34).
En cualquier caso, la situación no podía ser más paradójica. El catedrático de filosofía de un Instituto tenía, de
hecho, una consideración o «dignidad» mayor que la que tenían sus «colegas de claustro», precisamente por
la materia de su cátedra. Aún cuando administrativamente todos éramos iguales, lo cierto es que los demás
colegas atribuían al profesor de filosofía ciertas responsabilidades especiales que efectivamente tenía, y que
eran suficientes para destacarlos si ellos mismos tenían las mínimas capacidades. Por ejemplo, el 7 de marzo,
entonces día de Santo Tomás, era fiesta solemne para estudiantes y profesores en la cual el profesor de
filosofía tenía que pronunciar un discurso a todo el Instituto, que era atentamente escuchado: ningún otro
profesor tenía este «privilegio» de poder dirigirse a todos sus colegas y alumnos. Además la asignatura que él
profesaba era básica y estaba en los últimos años del Bachillerato superior; le correspondían tres horas
semanales durante tres cursos. La paradoja de que hablamos, para el profesor no creyente, era que esa
dignidad tenía mucho que ver con Santo Tomás y con las creencias que la misma Iglesia controlaba en sus
programas. Y no sólo la «dignidad»: los propios contenidos doctrinales que le eran asignados (más allá de los
contenidos tradicionales de Lógica, Psicología y Rudimentos de Derecho), es decir, asuntos que tenían que ver
con la Ontología, la Teoría del Conocimiento y la Teoría de la Ciencia, procedían precisamente de la inspiración
teológica de la Ley de educación vigente.
Los doscientos profesores de filosofía (en números redondos) de la España de aquella década debían pues su
existencia, rango y estabilidad precisamente a la Teología, a la Iglesia Católica, al nacional catolicismo; y la
importancia relativa que la filosofía ha mantenido en los planes de estudios de la democracia ha sido en gran
medida un efecto inercial del nacional catolicismo (efecto que ha sido ingenuamente olvidado por tantos
profesores de filosofía que intentan justificar su presencia en el Bachillerato a partir de una supuesta misión de
«enseñar a razonar» a todos los españoles). Un efecto cuyo progresivo debilitamiento parece orientado a
eliminar la filosofía de los planes de estudio del bachillerato, sustituyéndola por Educación para la Ciudadanía
o similares.
En todo caso, cuando hablamos de las funciones de un profesor de filosofía en la época del nacional
catolicismo y nos referimos a las limitaciones de su libertad de cátedra (vinculada a la «libertad de
pensamiento» y a la «libertad de expresión»), funciones determinadas por las directrices de la Ley de
Educación vigente, debemos tener en cuenta las diferencias entre la condición de un «profesor de filosofía» y
la condición de «filósofo». Al «profesor de filosofía», sobre todo en la enseñanza secundaria, se le exigía
competencia para enseñar desde algún sistema filosófico determinado, compatible con la Ley de Educación (a
la manera como el Estado democrático de 1978 exige a los profesores de filosofía que enseñen «ciudadanía»
desde algún sistema filosófico compatible con sus leyes de educación, aunque estas leyes estén sometidas a
«objeciones de conciencia»). El Estado nacional católico no podía arriesgarse a que los profesores de filosofía
de bachillerato enseñasen ideas aún no delimitadas, ni tampoco lo consentirían los padres de los alumnos
(teniendo en cuenta que la mayoría de los padres de los alumnos que estudiaban el bachillerato eran católicos
y franquistas). En cambio, en la Universidad, la situación era totalmente diferente. En este punto no cabe
utilizar la brocha gorda de la «memoria histórica» de quienes se consideran herederos de los vencidos en la
Guerra Civil hace setenta años.
3
Es cierto que la mayor parte de los doscientos profesores de filosofía de aquellos años no percibían grandes
distancias entre las doctrinas que ellos tenían como verdaderas (o al menos, más «actuales») y las doctrinas
asumidas como verdaderas por la Ley de Educación. La mayor parte de los profesores de filosofía de aquellos
años eran sacerdotes católicos, o bien habían sido estudiantes de cura que habían colgado los hábitos para
empuñar un fusil durante la Guerra Civil. Sólo algunos (muy pocos, y entre ellos me cuento) percibían estas
distancias, aunque medidas según criterios diferentes. Y en este punto sé de lo que hablo, y puedo medir el
alcance del encubrimiento de aquella situación derivado de la brocha gorda.
Sin embargo, unos y otros tuvieron que desarrollar ante un tribunal temas variados que, quisieran o no, había
que confrontar con el canon oficial. Después de obtenida la cátedra tenían que desarrollar las lecciones del
programa a lo largo de tres horas semanales y tres cursos. Y, sobre todo, algunos de ellos escribían libros de
texto, y no sólo para procurarse algún complemento a sus menguados emolumentos (entonces se hablaba de
la «industria textil»), sino también para evitar los apuntes de clase, casi siempre desfigurados, sobre los que
trabajaban sus alumnos.
Desde el punto de vista de un profesor «distante del canon», la tarea de escribir un libro de texto de filosofía,
que iba a ser mirado con lupa por la censura ministerial, tenía sin duda más dificultades que la tarea de
explicar las lecciones en el aula; pero esencialmente las dificultades derivaban de la misma fuente: ajustar las
exposiciones a la doctrina canónica oficial.
Este ajuste imprescindible («por imperativo legal», diríamos con una fórmula utilizada «en la democracia») no
suscitaba las dificultades propias derivadas del requerimiento de desplegar el arte de mantenerse fiel a
doctrinas no compartidas, sino también las dificultades inherentes a una «simulación» sostenida y coherente
que (supuesto que no se aceptase por indigna la decisión de tomar la vía cínica –me comparo con los perros
porque ladro a quien me pega y lamo la mano de quien me da pan–) implicaba grandes dificultades, no ya sólo
de índole moral (en el supuesto de que alguien denunciase la situación, exponiéndole a ser considerado como
hipócrita o traidor), sino también dificultades de orden ético o político, al reconocerse como colaborador
vergonzante de causas que no se compartían.
En mi caso, esta situación era tanto más delicada por cuanto mi «modo de pensar» (en cuestiones que
tocaban a los dogmas fundamentales de la religión o de la política: mis posiciones políticas eran entonces
afines a las del «Movimiento», en sus corrientes más radicales; por ejemplo, era contrario, como republicano, a
la Ley de Sucesión, y en particular a la candidatura de don Juan de Borbón, entonces en Estoril) era conocido
en círculos, muy pequeños, es cierto, pero no secretos. Las «autoridades» podían estrechar su vigilancia.
Autoridades que a la vez podían ser ministeriales y eclesiásticas, como era el caso de José María Sánchez de
Muniaín, que había sido profesor mío en Madrid (me llevaba muy bien con él) y que en los mediados de los
años cincuenta era Director General de Enseñanza Media y presidente ejecutivo, creo recordar, de la
Biblioteca de Autores Cristianos (BAC). Sería el año 1953 (tampoco estoy muy seguro) cuando convocó a un
grupo de profesores (entre ellos recuerdo a Antonio Tovar, entonces rector de Salamanca), entre los cuales
también yo figuraba, para debatir sobre la reforma del Plan de Estudios, y concretamente sobre la reforma de
la asignatura de Filosofía.
Yo defendí principalmente dos modificaciones: primera, la incorporación a las lecciones de lógica escolástica
silogística de algunas cuestiones de «lógica simbólica», como se llamaba entonces (yo llevaba algunos años
cultivando la «nueva lógica», no sólo por afición, sino porque algunas personas –entre ellas elPadre Mindán–
me habían aconsejado que «firmase» las cátedras de Lógica de Valencia y de Barcelona que «estaban a punto
de salir a oposición»); segunda, la incorporación a los programas de filosofía de un curso entero de historia de
la filosofía y de la ciencia. Muniaín elogió mi «juvenil entusiasmo» y no le pareció mal la idea de la lógica
simbólica, siempre que se conservase la lógica tradicional. Pero aludió a la «ingenuidad» de mi propuesta
sobre la Historia de la Filosofía: Ha de tenerse en cuenta (dijo) que los estudios de Historia de la Filosofía en el
Bachillerato son el mejor portillo «para que salten muchas liebres» (se refería a preguntas incómodas, dudas,
pensamientos escépticos o relativistas). Tovar apoyó la iniciativa y todo terminó proyectando un curso en dos
partes: una primera de exposición de historia de los sistemas filosóficos –orientada a evitar la impresión del
caos en las opiniones de los filósofos– y una segunda parte dedicada a explicar las «soluciones del
pensamiento cristiano a los principales problemas de la filosofía» (la parte, sin duda, más peliaguda para el
profesor «distante»).
Cuando me decidí a aceptar la invitación de la Ediciones Anaya (que entonces estaban poniendo en marcha
en Salamanca miembros distinguidos de la familia Ruipérez) para redactar los libros de texto de filosofía, sabía
perfectamente que «la superioridad» leería con lupa mi manuscrito «convenientemente pasado a máquina»,
como así fue. Las mayores dificultades burocráticas se plantearon ya en el libro de texto para quinto
curso, Nociones de filosofía, el que ahora acaba de reeditarse en formato pdf, porque los censores del
Ministerio no veían muy claros los teoremas de lógica simbólica, y todavía menos claros los preámbulos a los
temas sobre la sociedad familiar, en los cuales yo hablaba de sistemas de parentesco Hawai o de la poliandria.
4
La «estrategia» que adopté en el momento de decidirme a redactar estos libros de texto fue desde luego la del
«posibilismo». Era mejor escribir a mi modo un texto que no escribir nada, obligándome a tener que utilizar y
recomendar otros libros de texto que consideraba repulsivos. Y mi «modo de pensar» entonces no se apoyaba
en algún sistema filosófico más o menos cristalizado, sino en un conjunto de opiniones muy críticas con las
supersticiones, con la ontoteología escolástica, pero simpatizante con la cosmología relativista, con el
neopositivismo, con el «darwinismo», &c.
Había que salvaguardar, desde luego, la seguridad personal. La propia editorial me sugirió desde el principio la
conveniencia de «unas faldas» (sotanas) –había que tener en cuenta que el mercado del libro, interesante
para la editorial, estaba constituido sobre todo por los colegios privados de frailes y monjas– que me
acompañasen en la portada. Esta fue la razón por la cual yo pedí a mi tío Leoncio Martínez, un sacerdote
hermano de mi madre, y muy sutil, que había obtenido el número uno en las oposiciones a Capellán del
Ejército, que pusiera su firma junto a la mía. Fue muy generoso (no quiso saber nada de los derechos de
autor); no creo equivocarme demasiado si digo que el curso de su carrera le había alejado de cualquier forma
de fanatismo y le había aproximado a un cierto escepticismo ante las teorías teológicas y filosóficas (solía
decirme: «si quieres días felices no analices»), a las que miraba sin embargo de lejos pero con cierta simpatía.
Como ex profesor de Filosofía Moral en la Academia General de Zaragoza se creyó obligado a revisar las
lecciones de moral, y «metió mano», sobre todo, en la lección XXVII («Deberes del hombre para con Dios»):
«...la doctrina católica cala más hondo que la filosofía» (pág. 239); en la pág. 241 hay un párrafo sobre el duelo
(que era un tema vivo en su tiempo entre militares); «así enseña la doctrina católica tradicional» (pág. 245), &c.
Mi tío exigió, eso sí, que el libro tuviese el Nihil Obstat del Vicariato General Castrense, y el Imprimatur del
Arzobispo de Sión, trámites que el libro pasó cómodamente (incluso con felicitaciones adjuntas), lo que parecía
demostrar que los censores no habían advertido «doblez» alguna en el texto, o habían hecho la vista gorda.
En cuanto al Curso elemental de filosofía que Ediciones Anaya publicó en 1962, y en cuya portada figuraban
como autores Rafael Gambra y Gustavo Bueno, tengo que decir que yo no tuve ni arte ni parte (ni siquiera
conocía a Gambra, más que de nombre y muy vagamente, ni tuve el menor contacto con él, ni antes ni
después de su «colaboración»). Al despedirme de Ediciones Anaya en 1960 (con motivo de mi traslado a la
Universidad de Oviedo) les dije que me distanciaba enteramente de los libros de texto que había publicado con
ellos, y que renunciaba por completo a los derechos de autor que pudieran producirse. Sin embargo la editorial
no se paró en barras y siguió utilizando mi nombre en ese Curso elemental de filosofía que Gambra había
preparado por lo visto sobre mi libro Filosofía, Sexto curso, de 1958. Gambra, desde su ideología carlista,
modificó como es natural todo lo que le pareció oportuno; se mantuvieron las ilustraciones, incluso las
lecciones de filosofía natural, pero cambió la perspectiva total. Por ejemplo, en la lección XXII («Ética y moral»,
págs. 177 y ss. de mi libro, págs. 175 y ss. del de Gambra) se advierte cómo Gambra eliminó las referencias
que yo hacía a la Etnografía en cuanto «ciencia de las costumbres» (por ejemplo, las referencias a la
antropofagia de las «sociedades primitivas»; sin duda porque estas referencias chirriaban con la doctrina de la
moral natural y del derecho natural, y las sustituyó por la doctrina de las «buenas y sanas costumbres»).
Cuando me enteré, a través de la sorpresa de algunos alumnos de Oviedo, de que circulaba un curso de
filosofía firmado por mí y por Gambra (que se había significado aquellos años en el terreno político), llamé por
teléfono a la editorial exigiendo que retirasen mi nombre en la siguiente edición.
5
He aquí una muestra de los recursos estilísticos que, con fines posibilistas utilicé «intuitivamente», sobre la
marcha (aunque probablemente estos recursos estaban ya perfectamente reconocidos en el Quijote o en
el Criticón), para «encriptar» los libros de texto de bachillerato publicados con mi nombre por Ediciones
Anaya: Principales sistemas filosóficos y soluciones del pensamiento cristiano. Sexto curso, Anaya, Salamanca
1954, 354 págs. (junto con Leoncio Martínez); Nociones de Filosofía. Quinto curso, Anaya, Salamanca 1955,
277 págs. (junto con Leoncio Martínez) y Filosofía. Sexto curso. Con un esquema de historia de la filosofía y
un vocabulario de los términos empleados, Anaya, Salamanca 1958, 338 págs.
I. El primer recurso fue el del «sobreentendido». Consistía en utilizar un término en el sentido que
habitualmente tiene en el lenguaje ordinario (por lo cual no había que dar más explicaciones), aunque se
enfrentase con el sentido «técnico» que algunas doctrinas le hubieran dado y que podían «ignorarse» por el
lector corriente. Este recurso tiene un importante componente irónico ad hominem, ante quienes profesan esas
«doctrinas ignoradas», en la medida en que les invita a reconocer que el significado sobreentendido es
asumido por ellos en un grado mucho más profundo de lo que desearían. Cuando los aludidos no captaban o
no querían captar la ironía, acaso por simple rudeza intelectual, se limitarían a descalificar enérgicamente a
quien la utilizaba, considerándolo como burgués, pequeñoburgués o reaccionario. Tres ejemplos:
(a) «Proletario» significaba ordinariamente «desheredado», incluso «desarrapado», o «pobre de solemnidad»;
tenía mucho que ver con «gente marginal», chusma. Y, desde luego, del proletariado así entendido no cabía
esperar producciones artísticas, científicas o políticas de interés; ni siquiera obras sociales, porque harto tiene
el pobre de solemnidad con buscarse la vida. Marx calificó a este tipo de proletariado como lumpen (andrajo,
harapo). Pero Marx dio también al término proletario un sentido técnico, dentro de su sistema, para designar
aquella gran parte de los trabajadores industriales que fueran capaces de organizarse para la conquista
revolucionaria del Estado capitalista, es decir, para instaurar una sociedad comunista en la cual el proletariado,
como clase, precisamente desaparecería, y, con él, las demás clases. En este sentido, el proletariado, en su
acepción técnica, habría asumido el papel de la «clase universal».
En consecuencia, «proletario» en el sentido técnico marxista ya no designaba a la clase pobre o andrajosa,
que sólo puede pensar en sus problemas pragmáticos inmediatos, llevando una vida casi animal: solamente si
asumía el papel de «clase universal» podría reivindicar su condición, que le obligaba a desbordar su
pragmatismo utilitario de corto alcance.
Es obvio que cabe ignorar este sentido técnico y, a la vista del desarrollo de los hechos, reconocer el
sistemático y lógico olvido por parte de los trabajadores reales de su «misión revolucionaria», y a la
transformación de esa «misión» en un conjunto de programas «socialdemócratas», con lo cual en el concepto
de proletariado se desvanece el sentido técnico que Marx quiso darle.
En este contexto sobreentendido figuraba esta frase en el prólogo a lasNociones de filosofía, dirigida contra el
utilitarismo miope que yo advertía en tantos jóvenes (en su mayoría hijos de trabajadores que habían
conseguido una beca de las numerosas que concedía el Régimen, para estudiar en institutos, universidades
literarias o universidades laborales). Jóvenes orgullosos muchas veces de sus orígenes proletarios (pero sin
saber nada de la clase universal), que abominaban de la filosofía como disciplina inútil y «superestructural»:
«Las ciencias particulares se prestan más que ninguna otra forma de saber a una valoración pragmática y, de
hecho, así son justificadas y acogidas por una juventud, diabólicamente impulsada por este viento utilitarista y
–¿por qué no decirlo?– proletario» (pág. 3).
(b) «Materialismo» equivalía entonces, entre la mayor parte de los hablantes (como sigue también
equivaliendo ahora) a «corporeísmo». Es decir, materialismo implicaba una concepción univocista del ser, idea
que se identificó con el ser corpóreo. Esto permitía reivindicar la idea analógica del ser, como ser plural,
incluso discontinuo. Y en la medida en la cual el ser era estudiado por la ontoteología, si no ya como una idea
unívoca (eleática), sí al menos como un análogo de atribución (siendo Dios, el ipsum esse, el primer
analogado), la reivindicación del ser analógico de proporcionalidad equivalía a una reivindicación de una idea
no monista de materia, de una idea de materia distinta de la materia corpórea. Desde este punto de vista cabía
«descalificar» al materialismo en su sentido habitual (al materialismo corporeísta o grosero), sin entrar en las
delicadas y peligrosas cuestiones teológicas sobre la cuestión de Dios como primer analogado del ser.
En este contexto podían agruparse en la misma rúbrica del «univocismo del ser», del eleatismo, a las teorías
atribucionistas (Escoto, incluso Suárez), al mecanicismo cartesiano, y aún al idealismo moderno (que «quiere
reducir todos los sentidos del ser a un único sentido: el estar presente al cognoscente») y al materialismo (que
quiere reducir todos los sentidos del ser al ser material, sobreentendido como ser corpóreo). Aquí reside el
origen de la decisión ulterior (asumida en Ensayos materialistas, de 1972), de sustituir el término «Ser» por el
término «Materia» (segregándole el sobreentendido «materia corpórea»).
(c) «Ciencia» podría sobreentenderse, tomando el sentido escolástico ordinario, en una acepción amplia, en
cuyo caso también la filosofía era considerada como una ciencia, y aún como una ciencia primaria; pero en un
sentido estricto el término ciencia se restringe a las ciencias particulares y, por lo tanto, la filosofía no podría
ser propiamente entendida como una ciencia (ver el punto a del párrafo II siguiente).
II. Otro recurso estilístico consistía en insertar determinadas proposiciones muy comprometedoras,
establecidas en el plan de estudios –por ejemplo la tesis de la necesidad filosófica de la existencia de Dios–,
en el marco de una proposición condicional que, por tanto, contenía implícito (e irónicamente, cuando el lector
no reparaba en ella y se limitaba a entenderla en modus ponens) el modus tollens.
(a) En el libro Principales sistemas filosóficos, lección XXVIII, pág. 324, se lee: «Si no existiera [la Razón del
Universo] como sostiene el ateísmo, habría que declarar fracasada totalmente la filosofía: la filosofía como
ciencia sería imposible. Su impotencia sería tan grande que no merecería el dictado de científica.»
Pero, ¿por qué había de merecerlo si la filosofía no era una ciencia?
(b) En el libro Filosofía, sexto curso, lección XIX sobre la Causa Primera, pág. 158, se decía: «Si lo que
conocemos es ante todo las cosas finitas, y si estas no tienen en sí mismas la razón de ser, es necesario que
exista una Razón. Si esta Razón fuera incognoscible, o si no existiera (como sostiene el ateísmo), habría que
declarar fracasada totalmente la filosofía: la filosofía como ciencia sería imposible.»
La mayor parte de quienes leyeron esta frase me atribuyeron sin duda la tesis de que no era posible hablar de
filosofía si no se aceptaba la existencia de Dios. Pero yo podía explicar (y así lo hice en alguna ocasión) a
quien me pidió cuentas: «No es posible hablar de filosofía científica.» Pero, ¿por qué hay que presuponer que
la filosofía es científica al modo como lo son las Matemáticas?
III. Más fácil era el recurso estilístico de la «distanciación» (histórica o sistemática) respecto de una tesis,
poniéndola en boca de un tercer autor.
«Según la teoría tomista», o bien, «hay cinco argumentos, según Santo Tomás, capaces de demostrar la
existencia de Dios»; o bien insertándola en una clasificación sistemática de tesis que desvanecía la pretensión
de tesis «evidenteper se nota», y por tanto la relativizaban como una más entre otras teorías posibles sobre el
particular.
Por ejemplo, al tratar de la cuestión «Origen y destino del alma humana» (lección XVII, de Filosofía, sexto
curso, pág. 144), no procedí ofreciendo ex abruptola demostración que el plan de estudios exigía, y
«refutando» después algunas tesis divergentes. Antes bien, comenzaba exponiendo un sistema de teorías
posibles: evolucionismo, emanatismo, generacionismo, creacionismo. A continuación ofrecía un esbozo del
creacionismo, y al hablar del «fin del hombre» distinguía el fin «como término de una existencia» (la muerte) y
el fin «como destino». Poco después: «Por lo que se refiere al destino del alma hay que decir [subrayado
ahora] que el espíritu humano es inmortal.» Quien no interpretara este pintoresco «hay que decir» es porque
no quería, o no sabía, interpretar su sentido crítico.
IV. Por último, el recurso de reinterpretar fórmulas teológicas tradicionales no ya en el sentido dogmático
positivo, suprarracional, en el que se utilizaban, desde luego, sino en un sentido filosófico (o racional) que de
algún modo pudiera envolverlas.
Por ejemplo, en la exposición del significado del cristianismo en el curso de la historia de la filosofía o, más en
general, en la exposición del significado de la expresión «filosofía cristiana», se intentaba reexponer
crípticamente el componente de verdad, pero desde fundamentos no cristianos, que pudiera esconderse tras
estas fórmulas dogmáticas. La idea de Creación, como idea ontológica límite –pero estrictamente racional y no
mítica–, permitía defender la tesis de que el cristianismo había significado una novedad decisiva en el conjunto
de las ideas filosóficas acuñadas por los griegos y que, por tanto, no había por qué aceptar el proceder de
quienes mantenían (con Feuerbach) que la «filosofía cristiana», como el burgués gentilhombre, no era ni
filosofía ni cristiana; por tanto, que la Edad Media –los «mil años sin un baño», en fórmula de Michelet– podía
ponerse entre paréntesis en una Historia de la Filosofía. La filosofía medieval (sobre todo la cristiana) no
habría representado el «eclipse de la Razón», de una razón filosófica que habría brillado de un modo definitivo
entre los griegos. De este modo, tras la aparente capitulación ante las exigencias de la censura del nacional
catolicismo, se estaba poniendo en cuestión la idea desmesurada de una filosofía griega plena, insuperable,
producto del «Logos». Se estaba poniendo en duda incluso su profundidad, y se intentaba sugerir que la
filosofía cristiana medieval no podía ponerse entre paréntesis, menos aún, suprimirse de la Historia de la
Filosofía (como hacían algunas obras, como las de Draper, o manuales como el de Weber). Años después
pude exponer, desde el sistema del materialismo filosófico, una reinterpretación del significado de la época
medieval en el conjunto de la Historia de la Filosofía en La Metafísica Presocrática,págs. 29-35, o, si se
prefiere, en el conjunto de la «Filosofía perenne», entendiendo esta idea leibniziana como referida no ya a un
sistema filosófico extrahistórico, sino como el mismo proceso histórico de la sucesión de los sistemas.
Esta reinterpretación implicaba también una revalorización (no dogmática o mística) de la «Revelación»
invocada por los teólogos cristianos para dar cuenta de la novedad de sus pensamientos en relación con los
de los griegos. Sin duda, desde una perspectiva racionalista, era imposible admitir la realidad de una
revelación procedente de la deidad trascendente; pero esta imposibilidad no podía confundirse con la negación
de cualquier contenido incluido en esa Revelación. Porque la Revelación podía entenderse como el
reconocimiento de que las propias ideas establecidas por los filósofos griegos tampoco procedían de la Razón
pura, sino de determinadas condiciones «prefilosóficas» (tecnológicas, políticas, poéticas, institucionales) que
habían moldeado los grandes mitos cosmogónicos precursores de los sistemas presocráticos. Esta conclusión
estaba ya muy cerca del materialismo filosófico, siempre que abandonásemos el prejuicio (alimentado por
Lévy-Bruhl) de la «mentalidad prelógica» actuando en los mitos antiguos.
Se trataba de romper el dualismo (que Nestle había consagrado) entre el mito y el logos. El «mito» contenía ya
un «logos», y éste se revelaba a través de aquel.
Desde estos supuestos no debieran producir escándalo a los lectores materialistas más sutiles ciertas fórmulas
que figuraban por ejemplo en el libroPrincipales sistemas filosóficos (lección XXX, pág. 343) tales como la
siguiente: «Pero el pensamiento cristiano ha continuado fiel a sí mismo, y, en el presente [alusión a la doctrina
de Lemâitre que años después tomaría la forma de teoría delbig bang] se alza con una pujanza y riqueza de
actividad pocas veces igualada...» La filosofía moderna ha de «reafirmarse en su idea cerca de los peligros en
los que cae el pensamiento cuando procede a espaldas de la revelación», &c.
6
Cabría suscitar, para finalizar, la siguiente cuestión: ¿no habría que reconocer tanta filosofía (por no decir más)
en el ejercicio de «desencriptar» unos libros de texto filosóficos (correlativamente, en el ejercicio de
encriptarlos) que en el ejercicio de redactarlos, sin doblez alguna, de acuerdo con los programas y directrices
oficiales?
Pues en la redacción simple estaríamos intentando representar directamente un sistema filosófico bien definido
(de «filosofía cristiana»), pero en su encriptamiento (correlativamente, en su desencriptamiento) estaríamos
reflexionando sobre el sistema filosófico expuesto mediante su confrontación con otros, mejor o peor definidos.
Y si esto fuera así, no habría razón para lamentar retrospectivamente, «en nombre de la filosofía», la falta de
libertad de los profesores de filosofía en el régimen del nacional catolicismo, como harán sin duda quienes, en
nuestros días, obedecen a las consignas de la Ley de Memoria Histórica. Habría también razón para
congratularnos de que, a pesar de todo, la fase nacionalcatólica de aquel régimen hubiera hecho posible el
ejercicio de la reflexión filosófica.
Revisionismo histórico y paleomarxismo
Pedro Carlos González Cuevas
Dos visiones de la historia de las derechas españolas
durante la crisis de la Restauración y la II República
En varios de los escritos anteriores, ya citados, en Vida de Don Quijote y Sancho hay indicios de la
interpretación religiosa del Quijote que Unamuno nos propone en este libro. En estos escritos se alude
al Quijote como Biblia o Evangelio nacional, lo que podría sugerir la idea de una semejanza entre la figura de
Cristo y la de don Quijote; se iguala la historicidad de don Quijote a la de Cristo y se califica, en «Sobre la
lectura e interpretación del ‘Quijote’», a don Quijote como «fiel discípulo» de su maestro Jesús, un fiel discípulo
que, como su maestro, tampoco ha sido profeta en su tierra. Pero nunca llega a afirmarse abiertamente la idea
de que el caballero español es una imagen de Cristo. Esta es en realidad una tesis novedosa de Vida de Don
Quijote y Sancho, donde Unamuno organiza una cruzada para rescatar el sepulcro de don Quijote del poder de
eruditos y masoretas que tienen secuestrada la figura de don Quijote, para devolvernos la genuina imagen de
don Quijote como figura de Cristo, fundador, profeta y predicador de una nueva religión, el quijotismo. Tal es la
tesis capital del comentario de Unamuno que entraña entender los lances y peripecias de la vida de don
Quijote como un reflejo de los correspondientes lances y peripecias de la vida de Cristo. Y de ahí que en su
comentario Unamuno eche mano constantemente de los Evangelios para iluminar la vida de don Quijote, en la
que encuentra notables y frecuentes analogías con la de Cristo y cuando Unamuno dice Cristo se refiere
siempre no al Jesús de la historia sino al de la fe cristalizada en la dogmática cristiana, cuya exégesis nos
ofrece la teología eclesiástica.
Unamuno no llega al extremo de igualar o identificar a don Quijote con Jesucristo mismo, sino que suele
mantener una cierta distancia entre ambos, lo que no obsta, para que no pocas veces, se dirija a él en calidad
de «Nuestro Señor don Quijote» o en primera persona como «Mi Señor Don Quijote», al que incluso invoca
con plegarias o se encomienda cual si de un numen se tratara. Don Quijote no es, sin embargo, Cristo, sino
más bien un discípulo suyo cuya vida, no obstante, se parece mucho a la del propio Cristo. Por eso, en los
casos en que directamente se refiere al caballero español como un cristo, no quiere decir que sea Cristo
mismo, sino que se le parece en lo esencial y hasta en algunos detalles. Don Quijote, en cuanto imagen de
Cristo, es un cristo nacional y un cristo universal, cuyo mensaje redentor va dirigido primero a España y a los
españoles y a través de ambos al resto de la humanidad. En cuanto cristo español, don Quijote es una figura
en la que se compendia y encierra el alma inmortal del pueblo español e incluso la pasión y muerte del
Caballero de la Triste Figura es la pasión y muerte del pueblo español; y el evangelio de don Quijote no es otro
que el de la religiosidad católica española o la metafísica española. Y en cuanto cristo universal, don Quijote
encarna las inquietudes universales del hombre, singularmente el anhelo de inmortalidad de todo hombre. Ese
doble plano nacional y universal se imbrican constantemente en el comentario de Unamuno de la vida de don
Quijote.
La locura de don Quijote adquiere un significado positivo y sublime. Su raíz última no está en la intoxicación
literaria sufrida por el hidalgo, sino en la bondad de Alonso Quijano; ahora bien, el bueno ansía perpetuarse,
esto es, «el bueno no se resigna a disiparse, porque siente que su bondad le hace parte de Dios, el cual es
Dios de los vivos y no de los muertos» (Vida de Don Quijote y Sancho, pág. 511). Y de ahí que la bondad sea
raíz de la locura de don Quijote, que es ante todo, por causa de la bondad, locura de inmortalidad del
caballero, raíz de su ansia de no morir, de vivir eternamente. Así que el hombre deber ser inmortal para que su
bondad pueda perpetuarse. En otro lugar, esboza un argumento en pro de la inmortalidad del alma partiendo
igualmente de la bondad, plasmada en las buenas obras, pero utilizando esta idea de un modo algo diferente:
las buenas obras, argumenta Unumuno, tienen un valor infinito y, puesto que en esta vida no pueden tener un
pago adecuado, debe de existir otra vida en la que sí tengan pago adecuado, una forma de argumentar que
recuerda la manera como Kant introducía la inmortalidad del alma como postulado moral.
Pero estas razones que apuntan a la inmortalidad humana no son satisfactorias para Unamuno, pues a la
postre el anhelo de inmortalidad es contrario a la razón y por tanto una locura, «locura hija de la locura de la
cruz» (Del sentimiento trágico de la vida, pág. 496), base de una esperanza heroica, pero loca y absurda en la
inmortalidad. Y Unamuno está dispuesto a compartir la locura de la inmortalidad con su señor don Quijote al
que implora que se la pegue: «¡Enloquéceme, mi Don Quijote!» exclama Unamuno hacia el final de Vida de
Don Quijote y Sancho. Frente a los que buscan provecho de esta vida perecedera y se adormecen en la
rutinera creencia de la otra, en realidad hombres que propenden al más grosero materialismo, aunque se
disfrace de espiritualismo cristiano, Unamuno pide a Don Quijote que le dé insaciable sed de eternidad e
infinitud, que sea su pan de cada día, que le dé su Clavileño para soñar subir en él a los cielos del aire y del
fuego imperecederos. En realidad, Unamuno tiene poca necesidad de que don Quijote le enloquezca, pues es
él el que está de antemano, según cuenta él mismo, acongojado por su afán de inmortalidad, un afán que
transfiere a don Quijote, de forma que es más bien Unamuno el que hace enloquecer a don Quijote con su
propia obsesión enloquecida de eternizarse y luego finge que necesita que éste se la pegue.
En cualquier caso el anhelo de inmortalidad como locura hija de la locura de la cruz constituye el núcleo del
evangelio de don Quijote según el evangelista Cervantes y la exégesis del comentarista predestinado. El
evangelio de don Quijote, al cual no duda en proclamar «héroe de nuestro pensamiento», es, según Unamuno,
el quijotismo. Anteriormente, vimos que el quijotismo, en un contexto hermenéutico, es la idea de que la
intelección del libro inmortal gira en torno a la figura de don Quijote. Ahora el quijotismo se nos presenta como
el mensaje o doctrina, la buena nueva, que don Quijote enseña y encarna en su propia vida y de ahí el doble
aspecto, teórico o especulativo y práctico, del quijotismo. Y ¿qué es el quijotismo exactamente? Es, nos dice
Unamuno, en su epílogo o capítulo-conclusión de Del sentimiento trágico, «toda una religión», aunque, como
veremos, lo que Unamuno denomina religión es más bien una metafísica, una doctrina metafísica sobre la
religión. De hecho, él mismo se refiere a veces indistintamente al quijotismo como una religión o una filosofía o
una metafísica: «Y hay una filosofía, y hasta una metafísica quijotesca, y una lógica y una ética quijotescas
también, y una religiosidad –religiosidad católica española- quijotesca» (op. cit., pág. 470). Es más, identifica el
quijotismo como religión, metafísica o filosofía con el propio pensamiento de Unamuno esbozado en Vida de
Don Quijote y Sancho y desarrollado más profunda y ampliamente en Del sentimiento trágico de la vida.
El quijotismo como religión o metafísica quijotesca se parece mucho a la vieja doctrina escolástica de la
religión natural o racional, y que tanta influencia tuvo en la época moderna, especialmente entre los ilustrados
deístas, como Voltaire, o teístas, como Rousseau o Kant, y, como ésta, se articula en torno a dos dogmas
fundamentales: el de la existencia de Dios y el de la inmortalidad del alma. Pero Unamuno imprime a su
versión quijotista de la religión un giro peculiar.
En primer lugar, la religión quijotista no es una religión racional, a cuyos principios fundamentales se accede
racionalmente, sino una religión volitiva, a cuyos principios se accede por la vía de la voluntad, de una fe
natural voluntarista que se mantiene contra viento y marea, aun siendo contrariada y despreciada por la razón,
su enemiga. Se trata de una religión, pues, amén de volitiva, agónica y trágica, que se nutre de la discordia
incesante entre la voluntad o la fe, pero no una fe sobrenatural, sino natural, y la razón que no para de cerrarle
el camino.
En segundo lugar, el primer principio, de acuerdo con lo anterior, no es el de un teísmo racional, al que se llega
por las vías metafísicas tomistas de la existencia de Dios o la vía moral kantiana, sino de un teísmo volitivo, en
el que se llega a Dios como anhelo de la voluntad. Ahora bien, ese anhelo no brota del vacío, sino que se
alimenta de la propia esencia humana de perseverar en el ser, de querer existir siempre, de no morir. En otras
palabras, en la religión quijotista de Unamuno el primer principio, el del teísmo, y el segundo, el de la
inmortalidad, no surgen separadamente en el orden del conocimiento, como en las diferentes versiones de la
religión natural racional, incluida la kantiana, sino que a Dios se llega a través del anhelo de inmortalidad. Esto
es, de acuerdo con la religión quijotista, el hombre quiere que Dios exista porque no quiere morir, porque
quiere ser inmortal. Como dice Unumuno, nuestro anhelo de salvar la conciencia, de ser inmortales es el que
nos impulsa a creer en Dios, a querer que haya Dios, a crear a Dios. No es, pues, el mundo, su orden o
disposición, o la moral lo que nos lleva a Dios sino un impulso antrópico, la voluntad de perpetuarnos
eternamente, la voluntad de ser inmortales.
En tercer lugar, en virtud de lo dicho, el teísmo postulatorio y volitivo característico del quijotismo religioso o
metafísico unamuniano asigna a Dios una función muy distinta a la que desempeñaba en las distintas
versiones del doctrina de la religión natural. Puesto que Dios no es un postulado metafísico a la manera de
santo Tomás o una postulado moral a la manera de Kant, sino un postulado antropológico enraizado en la
voluntad humana de inmortalidad, Dios no es ante todo ni un creador o conservador providente del orden del
mundo, ni un guardián de la moralidad, sino un productor de inmortalidad, como escribe en Vida de Don
Quijote y Sancho y repite luego en Del sentimiento trágico de la vida, o un inmortalizador, eternizador o
garantizador de la inmortalidad del alma, variantes complementarias añadidas en este segundo libro. La idea
de Dios como productor de inmortalidad la toma prestada Unamuno de Las variedades de la experiencia
religiosa, de William James, cuya concepción de la religión ejerció una poderosa influencia en la del español.
En este libro James situaba la esencia de la religión en la inmortalidad y nada más, de forma que Dios se
define como productor de la inmortalidad, y hasta llegaba a considerar como ateo al que dude de la
inmortalidad humana más que al negador de la existencia de Dios.
El singular teísmo postulatorio y volitivo del quijotismo unamuniano pone especial empeño en distinguirse del
teísmo postulatorio y ético kantiano. Unamuno agradece a Kant los servicios prestados, pero arremete contra
su ensayo, y el de otros, de reducir la religión a moral. La religión, sostiene Unamuno, no se reduce a moral o
justificación de la moral, sino a antropología, a apuntalar la vida como ansia de inmortalidad. Dios no es, pues,
un policía o un juez trascendente o un guardia civil encargado, con sus amenazas de castigos y halagos de
premios eternos después de la muerte, de apuntalar la ética o moral o la política, sino un inmortalizador
ocupado en darnos vida eterna y así saciar la necesidad fundamental de cada hombre, que es el hambre de
inmortalidad: « A Dios no le necesitamos ni para que nos enseñe la verdad de las cosas, ni su belleza, ni nos
asegura la moralidad con penas y castigos, sino para que nos salve, para que no nos deje morir del todo» (Del
sentimiento trágico de la vida, pág. 501). Creer que Dios existe consiste en querer que exista y querer que
Dios exista es ante todo y sobre todo querer que el alma sea inmortal. La función y meta de la religión, de la fe
religiosa, es, pues, saciar la suprema necesidad humana, la de no morir y de ahí que para Unamuno la religión
sea una especie de economía o hedónica trascendente, una economía a lo eterno o a lo divino, en la medida
en que lo que el hombre busca en ella es precisamente salvar su propia individualidad, eternizarla y por tanto
la religión es para el hombre, como a Unamuno le gusta decir a la manera de ciertos teólogos, una suerte de
negocio, bien es cierto que trascendente, el gran negocio de nuestra salvación.
Tal es el contenido fundamental del evangelio quijotista según el que se erige como su principal exegeta sin
más razón para ello que la de compartirlo con Quijote y vivirlo como él, del que se declara un fiel seguidor. El
evangelio del «héroe de nuestro pensamiento» es también el del espiritualismo más que el del idealismo, pues
don Quijote peleaba por espíritus más que por ideas. Pero también el quijotismo es el evangelio de Dulcinea,
pues Dulcinea encarna la gloria, el ansia de inmortalidad, y don Quijote peleó por Dulcinea, «por la gloria, por
vivir, por sobrevivir» (op. cit, pág. 508). Y el amor de don Quijote a Dulcinea es expresión también de ese
deseo de inmortalidad. Unamuno intenta ofrecer una cierta justificación del simbolismo alegórico de Dulcinea
en el amor a Dulcinea como mujer. De este amor a Dulcinea brota el ansia de inmortalidad, pues es en él
donde el instinto de perpetuación se impone y vence al de conservación y este instinto es, para Unamuno, un
subproducto del ansia de inmortalidad. Ahora bien, puesto que el amor de don Quijote era inviable como
pasión carnal que pudiera perpetuarse en una descendencia carnal, se vio obligado a sublimarlo en un amor
superior, que le movió a buscar « eternizarse por ella en hazañas de espíritu» (Vida de Don Quijote y Sancho,
pág. 222). Y esta búsqueda de la eternización por ella en hazañas espirituales es asimismo un indicio en el
que se expresa el anhelo de inmortalidad de don Quijote. Y Dulcinea, en cuanto encarnación de la gloria, le
enciende a don Quijote el amor a la inmortalidad, incluso también, según Unamuno, se lo encenderá a Sancho,
para quien también ella terminará convirtiéndose en símbolo de la vida perdurable, lo que sucederá cuando
Sancho se haya quijotizado suficientemente.
Unamuno, como Benjumea, relaciona a Dulcinea con la Virgen María. Pero ya no se trata de un simbolismo
negativo, en que el culto de don Quijote a Dulcinea pasa a ser la expresión de la mariolatría supersticiosa de
los españoles, pues ahora Dulcinea encarna el reino espiritual que el evangelio de don Quijote nos anuncia y
además alcanza el status de un numen, al que don Quijote se encomienda, implora y dirige plegarias y a la
que el mismísimo Unamuno se encomienda llamándola «nuestra señora Dulcinea», como si fuese la Virgen
María. Y a ella implora de una manera que perfectamente un católico podría dedicar a la Virgen y que recuerda
las letanías marianas: «Lucero de nuestras andanzas por sobre los senderos de esta baja vida, consuelo en
las adversidades, manadero de acometedores bríos, doncella engendradora de altas empresas, por quien es
llevadera la vida y vividera la muerte» (op. cit., pág. 185). El que Aldonza-Dulcinea es para Unamuno la
personificación del ideal de la mujer es lo que le permite ser un símbolo de la Virgen María, la Virgen Madre, ya
que ésta es la mujer por excelencia para el cristiano.
Sancho, por su lado, representa a los discípulos de Cristo. Desde que entra en el escenario literario y se
incorpora a las andanzas de su señor, en el capítulo séptimo de la primera parte, queda retratado como
imagen de los discípulos de Cristo y del mismo modo que éstos quisieron seguirle dejando mujer e hijos, así
Sancho sigue a su señor en su campaña misional dejando también mujer e hijos. A partir de ahí, la figura de
Sancho adquiere un valor simbólico múltiple según el contexto. Cuando don Quijote es nos presenta como un
Cristo universal, también Sancho es una figura de valor universal y entonces es un símbolo de la humanidad,
en cuya cabeza, la de Sancho, don Quijote ama la humanidad: «Sancho fue su coro, la humanidad toda para
él» (op. cit., pág. 194). Es más, don Quijote aprendió a amar a todos sus prójimos amándolos en Sancho.
Cuando don Quijote se nos presenta como el Cristo nacional español, entonces Sancho también es un Sancho
nacional, símbolo de los españoles. Sancho es, decíamos, imagen de los discípulos de Cristo, pero sobre todo
de Simón Pedro: «Sancho, el carnal Sancho, el Simón Pedro de nuestro Caballero» (op. cit., pág. 209). Pues
Sancho creyó y quiso a don Quijote como Simón Pedro, a pesar de negar al Maestro, fue quien le creyó y le
quiso con más ardor. Y de la misma manera que a la muerte de Jesucristo, sus discípulos se convirtieron en
los continuadores de su misión y en los anunciadores de su evangelio, igualmente a la muerte de don Quijote
Sancho pasa a ser el heredero de su misión, encargado de anunciar el evangelio del quijotismo y de instaurar
el reino espiritual prometido.
Frente al espiritualismo de don Quijote, secundado por su fiel discípulo Sancho, el cura y el canónigo son los
representantes de un cristianismo razonable y acomodado, falto de espíritu, aunque no de inteligencia, y
brutalmente sensato. Dicen profesar el supuesto espiritualismo cristiano, mas, en el fondo, lo que profesan no
es sino el más crudo materialismo que puede concebirse. No les basta con la fe, la fe agónica de don Quijote y
Sancho, no les basta con sentir a Dios, sino que demandan una prueba de su existencia. Son, pues, los
representantes de la «tiranía de la razón», del sentido común y el buen sentido, al igual que el barbero, el ama
y la sobrina, los Duques y el bachiller Sansón Carrasco. En este sentido el Quijote se puede ver como la
historia de una contienda constante entre el Caballero de la Locura y todos estos personajes, a los que
conjuntamente denomina «hidalgos de la Razón».
En la segunda parte de la novela, Sansón Carrasco, bachiller por la Universidad de Salamanca, toma el relevo
del cura, aunque éste está al cabo de los planes del bachiller. Su condición de bachiller le facilita a Unamuno
convertirlo en símbolo del sentido común, del saber y de la razón. Los duelos que don Quijote mantiene con él
van a ser interpretados como una representación alegórica del combate entre la locura de la fe en la
inmortalidad del alma con la cordura de la razón que impugna las pretensiones de una fe que finalmente tiene
que ser absurda. La victoria de don Quijote en el primer duelo refuerza su fe frente a los embates de la razón.
Y el duelo definitivo en Barcelona en que vence Sansón Carrasco, un «hidalgo de la Razón», como le gusta
llamarlo a Unamuno, es, no obstante la derrota, una victoria de la fe. Don Quijote sigue siendo, a pesar del
contrapié o del revés, «el inquebrantable Caballero de la Fe, el heroico loco» (op. cit., pág. 471), porque el
invicto Caballero de la Fe ante el Caballero de la Blanca Luna cae manteniendo su inquebrantable fe en su
señora: «Dulcinea del Toboso es la más hermosa mujer del mundo». La aparente derrota pasa a ser una
victoria del amor a Dulcinea, esto es, del amor a la vida eterna, y justo a este amor de don Quijote a su señora
Dulcinea debe su vida eterna.
Hasta aquí las líneas generales del simbolismo cristiano del Quijote en cuanto la historia de su protagonista se
comprende como una imitación de la de Cristo. Ahora bien, no es éste el único hilo conductor, bien es cierto
que es el principal, en torno al cual se teje la exégesis religiosa de Unamuno. Junto al hilo que asocia
constantemente la figura de don Quijote con la de Cristo, hay otro hilo importante que recorre su comentario:
se trata de la asociación continua de don Quijote con santos españoles preeminentes, especialmente con san
Ignacio de Loyola y en ocasiones con santa Teresa. Desde esta perspectiva hermenéutica, el Quijote se nos
ofrece ahora como una hagiografía (en el sentido literal, que no peyorativo, de la palabra): la vida de don
Quijote, como inquebrantable Caballero de la Fe, es la vida de un santo o, cuando menos, como la vida de un
santo. No hay contradicción entre ambos planos de la interpretación religiosa de Unamuno: la biografía de don
Quijote es la de un santo y la vida de este santo es a su vez una imagen de la de Cristo, de quien, como nos
advierte, siempre fue don Quijote un fiel discípulo, cuya historia, sin él saberlo, terminó siendo semejante, en lo
esencial y hasta en muchos detalles, a la de Jesucristo, su modelo.
Pero antes de seguir adelante, procedamos a plantear unas consideraciones críticas. El quijotismo, el
evangelio de don Quijote, dista de ser el mismo que el de Cristo, aun cuando en abstracto coinciden en el
teísmo y en la idea de vida eterna. Pues difieren notablemente en sus contenidos concretos. Mientras don
Quijote pelea espoleado por el afán de inmortalidad, Jesucristo no tiene como objetivo luchar por la
inmortalidad, pues él, en tanto Dios encarnado, ya es inmortal. Mientras la raíz y esencia de la lucha de don
Quijote está centrada en él mismo, en su propia salvación eterna, la raíz y esencia de la misión de Cristo está
volcada hacia los demás, hacia la salvación eterna de los otros. Ahora bien, tampoco la meta de Cristo es
garantizar la eternización de los hombres, ya que de entrada en su visión todos los hombres están destinados
a la vida eterna, sino el acceso a una vida eterna bienaventurada en el cielo para no ser condenados a una
vida eterna desventurada en el infierno. En otras palabras, puesto que los hombres desde su nacimiento están
destinados a la eternización de su vida, el objetivo de la misión de Cristo es más bien luchar para que todos se
hagan merecedores de una vida eterna bienaventurada.
Por otro lado, no es un problema desdeñable el que Unamuno plantea siempre el anhelo de eternización de
don Quijote en términos de inmortalidad del alma. Sin embargo. Jesús jamás lo plantea así. En
los Evangelios Jesús habla siempre de la vida eterna como algo posterior a la resurrección de los cuerpos.
Pero quizás Unamuno, a la hora de establecer analogías entre sendos evangelios, el de don Quijote y el de
Jesús, tenga como referencia a éste último según la interpretación ecléctica, que combina la inmortalidad del
alma y la resurrección de los cuerpos, hecha suya por el cristianismo ortodoxo triunfante. Aun así, además de
la diferencia señalada en el párrafo anterior, hay otra importante diferencia entre los dos evangelios en cuanto
al sentido de sus principios fundamentales. Mientras en el evangelio de Cristo el teísmo y el inmortalismo
conjuntamente están al servicio de la moral, esto es, están pensados para estimular del desarrollo de una vida
virtuosa y para recompensarla, en cambio, en el evangelio de don Quijote, no están al servicio de la moral, de
modo que la función única de Dios es la de inmortalizar al hombre. Para decirlo en palabras de Unamuno, el
Dios del evangelio de Cristo es un policía, juez o guardia civil trascendente interesado en apuntalar la moral
por medio de las recompensas y sanciones de ultratumba, mientras en el quijotismo Dios, como productor de
inmortalidad, no tiene más tarea que la de satisfacer el afán humano de inmortalidad. No es misión de Dios
hacer que seamos plenamente morales, sino plenamente inmortales y, para el caso incluso llega a ser
indiferente, según Unamuno, el ser bueno o malo. A la manera de Orígenes, para quien todos los espíritus,
incluso Caín y Judas o los demonios, sin excepción se salvarán y recibirán la gloria, para Unamuno se salvan y
se eternizan en dicha lo mismo los buenos que los malos. Para salvarse, llega a decir, acaso sólo sea
necesario anhelar eternizarse:
«¿Quiénes se salvan? Ahora otra imaginación… y es que sólo se salven los que anhelaron salvarse, que sólo se
eternicen los que vivieron aquejados de terrible hambre de eternidad. El que anhela no morir nunca, y cree no haberse
nunca de morir en espíritu, es porque lo merece, o más bien, sólo anhela la eternidad personal el que la lleva ya dentro.
No deja de anhelar con pasión su propia inmortalidad…, sino aquel que no la merece, y porque no la merece no la
anhela. Y no es injusticia no darle lo que no sabe desear, porque pedid y se os dará. Acaso se le dé a cada uno lo que
deseó. Y acaso el pecado aquel contra el Espíritu Santo, para el que no hay, según el Evangelio, remisión, no sea otro
que no desear a Dios, no anhelar eternizarse» Del sentimiento trágico de la vida, pág. 417.
Hasta aquí nos hemos colocado en la perspectiva de Unamuno y le hemos concedido que hay un evangelio de
don Quijote y nos hemos limitado a mostrar que, aun en este supuesto, este evangelio difiere notablemente del
evangelio por antonomasia. Pero no es menester conceder esto. El evangelio de don Quijote es, en el fondo, el
de Unamuno que arbitrariamente, haciendo juegos malabares con el alegorismo, se lo transfiere a don Quijote.
En realidad, el evangelio de don Quijote, si es que hemos de hablar de este modo, no es el que le atribuye
Unamuno, sino el de la caballería. La vida de don Quijote como caballero andante no se parece a la de Cristo,
sin perjuicio de que como caballero cristiano haya de acomodar su vida a las exigencias de las enseñanzas de
Jesús, sino a la de Amadís, su verdadero modelo.
Finalmente, una nota sobre el simbolismo de Dulcinea. En la medida en que Dulcinea es el símbolo del anhelo
de inmortalidad, no puede ser una imagen de la Virgen María, que no es tal cosa para Jesús, sino sólo su
madre. Por otro lado, la condición de don Quijote de enamorado de Dulcinea no puede ser un espejo de la
relación de Jesús con la Virgen María, que es meramente una relación filial.
La Idea de la Fama
Gustavo Bueno
Hay diversos conceptos de Fama, a los que corresponden casi siempre, en lengua española, acepciones
adecuadas del término. Algunos de estos conceptos son claros y distintos, en su campo; otros no lo son tanto;
en todo caso los conceptos de la Fama nos remiten a una Idea que los atraviesa, y que es la que en este
ensayo tratamos de determinar
1
«Fama» es un término del español, de origen latino, que nos remite a una serie de conceptos que se organizan
en el marco de las categorías antrópicas (es decir, no de las categorías etológicas ni de las cósmicas, ni de las
teológicas, salvo para quien crea en la Gloria de Dios respecto de las jerarquías angélicas).
Sólo cabe hablar de Fama en un espacio antropológico, y sólo son los hombres (considerados en el eje
circular de este espacio) quienes pueden dar cuerpo a la fama. No cabe hablar de fama entre sujetos
animales, ni entre cosas, ni siquiera entre individuos humanos aislados, si esto fuera concebible. La Fama sólo
se desenvuelve en una sociedad de sujetos humanos y a partir de un cierto estadio de su proceso histórico, en
el que figure, desde luego, en lenguaje doblemente articulado (no hay fama sin habla, sin lenguaje).
Es en el espacio antropológico en el que se abre el espacio de la fama, o si se prefiere, el «espacio de
resonancia» de la fama. Fuera de este espacio no cabría hablar de fama. Adán, en el Paraíso, no hubiera
podido ser famoso; para ser famoso tuvo que esperar a que sus descendientes creyeran reconocerle como
Padre, aunque pecador.
2
Pero el carácter antrópico de la fama formal no quiere decir que el contenido omateria de la fama haya de ser
siempre un sujeto humano; cuando esto ocurre la fama comenzará a tener que ver directamente con la ética,
con la moral o con el derecho.
Pero también los animales, los caballos, por ejemplo, pueden ser famosos (Bucéfalo, Incitatus, Babieca,
Rocinante); también pueden ser famosas las cosas inanimadas, naturales o culturales (las «famosas Cataratas
del Niágara», el «famoso Faro de Alejandría» o el «Ebro famoso»).
3
La materia de la fama, además, habrá de estar singularizada dentro de una multiplicidad estructurable según el
formato de una clase distributiva o atributiva. La singularidad de la materia de la fama (o susceptible de serlo)
puede ser singularidad individual (como Bucéfalo o como Alejandro) o singularidad específica (por ejemplo, la
«famosa teoría de la relatividad»), o las singularidades específicas constituidas por ciertos números enteros,
muy famosos (como pueden serlo los llamados «números mágicos» de la Física nuclear, tales como 2, 8, 20,
50, 82, ...).
Para alcanzar la medida del significado de esta condición de la materia de la fama, la singularidad, hay que
tener en cuenta la naturaleza del lenguaje que suponemos condición de la fama. Las singularidades no forman
parte, en general, de la «maquinaria» de los lenguajes doblemente articulados, que están construidos sobre
esquemas funcionales o universales, es decir, sobre clases, y no sobre nombres propios o singulares. Incluso
los pronombres personales (yo, tu) o los adverbios de lugar o tiempo (aquí, ahora) siguen siendo funciones
universales. Y esto implica que una singularidad, para llegar a ser famosa, es decir, para que su nombre lo
sea, debe, en general, «ingresar» en el sistema lingüístico correspondiente por una vía distinta de aquella por
la cual se construye el lenguaje (cuestión distinta es la determinar hasta qué punto, sin embargo, todo lenguaje
funcional necesita algunas singularidades idiográficas de referencia, por ejemplo, el Sol, que, en consecuencia,
merecerían la consideración de famosas).
4
En su significado más general y abstracto la fama se nos presenta como el atributo de alguna materia
singularizada, idiográfica (sujeto, animal o humano; cosa, natural o artificial), en virtud del cual la materia
singular es segregada de su clase para mantener su presencia en un conjunto indefinido de sujetos humanos.
La fama implica, por tanto, que un conjunto indefinido de sujetos humanos tengan noticia de una singularidad;
pero podemos dejar de lado la connotación axiológica de esta noticia, connotación que puede ser positiva o
negativa. La definición escolástica de fama (clara notitia cum laude) va referida a la fama positiva; en ella, de la
singularidad afamada, podría decirse que es egregia, al menos en su sentido etimológico, lo que se segrega,
por su excelencia, del rebaño (ex-gregis), es decir, en términos lógicos, de la clase. Pero también es famoso
un asesino «legendario», como pudiera serlo Jack el Destripador, el Doctor Petiot, o más recientemente
Anthony Alexander King. Aquí no cabe hablar de cum laude, aunque sí de clara notitia cum censura. Por lo
demás conviene constatar que hubo siempre una tendencia, que acaso es originaria, a entender el término
fama en sentido peyorativo: Ennio distinguía la fama mala de la gloria; y Varrón (VI,55) sobreentiende el
pluralfamosii como «famosos de mala fama». Puede haber situaciones intermedias: la fama de un sujeto
numinoso, o la de un objeto repugnante, que a la vez suscita curiosidad o atracción y horror o aversión. Y
también famas neutras, desde el punto de vista axiológico. Sin embargo, en la tradición escolástica prevaleció
la connotación meliorativa del término. Leemos en el Compendio de moral salmanticense (XXI, 2.1): «Según la
definen los teólogos: [fama est] clara notitia, quam alii de nobis habent. Esta noticia debe principalmente ser de
una vida virtuosa y ordenada, que es la materia de la verdadera fama; y secundario de las demás cosas, que
los hombres suelen estimar, como de sabiduría, ingenio, valor, y semejantes. La fama es mayor bien que el
honor, por ser la opinión y estimación interna, que otros tienen de nosotros más preciosa, que el honor y
reverencia externa, que nos hacen muchas veces con falacia y fingimiento.»
5
La clasificación más importante de las singularidades afamadas acaso fuera la que pusiera a un lado las
singularidades subjetuales humanas, y al otro lado las singularidades no humanas (ya sean subjetuales
animales, cuando se les da nombres propios, como es el caso del chimpancé Sultán de Köhler, o del
cuervoRoa de Lorenz), ya sean cosas (como el Partenón, o como aquel teorema lógico que Leibniz llamó
precisamente praeclarum theorema, es decir, teorema famoso).
6
Sin embargo hay una característica de la fama común a ambas clases de materias afamadas: la asimetría de
las relaciones entre la materia afamada y el espacio de resonancia. El afamado, el famoso, o lo famoso, lo es,
como hemos dicho, ante un conjunto indefinido de hombres. Pero en cambio este conjunto (o cualquiera de
sus miembros) no necesita ser famoso ante quien lo es o resulta serlo. Más aún: mientras que la fama
supone clara notitia de la singularidad afamada, por tanto, presencia suya o conocimiento por parte del
«conjunto de resonancia», en cambio, las partes del espacio de resonancia no tienen por qué ni siquiera ser
conocidas por el objeto ni por el sujeto famoso, sobre todo si se habla de lo que designaremos «fama de
notoriedad». En este punto se asemeja el sujeto famoso humano (el Cid, por ejemplo) a las singularidades
famosas no humanas (su caballo Babieca o su espada Tizona); porque tanto el Cid, como Babieca o Tizona
deben estar presentes en un conjunto indefinido de hombres (su espacio de resonancia), pero estos hombres
no tienen por qué estar presentes, ni pueden estarlo a veces, en tales singularidades famosas. Podría
resumirse esta característica lógica de asimetría diciendo que la singularidad famosa tiene nombre propio,
mientras que los sujetos humanos que constituyen el espacio de resonancia, son, en general, anónimos, en el
contexto.
7
Cuando nos referimos a la fama de singularidades subjetuales humanas, la distinción más importante es
seguramente la que media entre la que pudiéramos llamar fama habitual y la que llamaremos fama de
notoriedad (que, en cierto modo, es la fama por antonomasia en los usos actuales del término); porque estos
dos tipos de fama tienen (sin perjuicio de sus semejanzas) diferencias de estructura muy significativas.
La fama habitual es propia de todo sujeto que vive en grupo, no es una característica de algunos sujetos
excepcionales. En realidad, de todo «animal grupal» puede predicarse la fama habitual; y sin perjuicio de las
características propias que adquiere en el caso de los sujetos humanos, la fama habitual tiene indudables
paralelos etológicos.
Así pues, mientras que la fama habitual es propia de los sujetos humanos (todos los hombres tienen una fama
habitual y pueden considerarse por ello afamados; de otro modo, no hay sujetos humanos anónimos), en
cambio la fama de notoriedad sólo afecta a algunos sujetos humanos cuya singularidad ha sido distinguida por
las razones que sean.
La fama habitual, que tiene que ver directamente con la ética, con la moral y con el derecho, viene a ser la
representación y valoración (estimación, positiva o negativa) que un grupo se forma respecto de cada uno de
los sujetos que lo integran. El sujeto, envuelto en su fama habitual, resulta diferenciado o distinguido, para bien
o para mal, en el grupo (sin duda existen casos extremos de individuos tan neutros y anodinos que nadie
podría darnos de ellos, no ya su nombre, pero ni siquiera una descripción propia). Esta fama habitual (la fama
en el sentido jurídico, que tiene que ver con el honor o con la honra) podría compararse con el reflejo o imagen
que cada sujeto produce de sí mismo, según su morfología y conducta, en el grupo con el cual ha ido
conviviendo, o en el promedio de los miembros de ese grupo; reflejo que constituye una suerte de caparazón
de cada sujeto (a veces útil, a veces perjudicial), una envoltura habitual que en el terreno social-grupal es tan
propia de él (a veces se considera una propiedad suya) como pudiera serlo su epidermis. Cabría introducir una
«variación» en la fórmula de Ortega («yo soy yo y mi circunstancia»), sustituyendo «circunstancia» por
«fama»: «yo soy yo y mi fama»; advirtiendo que mientras que la circunstancia me es dada como un «mundo
entorno» (Um-Welt) en el cual el yo individual debe insertarse para constituirse como un yo personal, en
cambio la fama es la reacción que los demás me devuelven ante mis acciones como individuo o como
persona.
Llamamos «habitual» a este primer tipo de fama porque el sujeto personal puede, hasta cierto punto, utilizar
diferentes trajes o máscaras, es decir, una doble vida y por tanto tener más de una fama, si es que logra
formar parte de grupos diferentes. En todo caso la fama habitual se corresponde con el concepto de
reputación, que puede ser buena o mala; y el honor puede considerarse como una modulación de esta fama
habitual. A la fama habitual va referido sin duda el refrán «coge buena fama y échate a dormir». Por cierto,
acaso convenga resaltar que la fama habitual, aunque muchas veces es de índole global («fulano tiene fama
de buena persona»), otras veces es de índole más específica, fijada en algún rasgo distintivo simplificado, ya
tenga signo positivo («tiene fama de ocurrente» o «tiene fama de buen cirujano») o tenga signo negativo
(«tiene fama de borrachín», «tiene fama de mujeriego»).
Esta fama habitual es la que tiene sin duda paralelos etológicos, a la manera como el lenguaje verbal humano
tiene paralelos en la comunicación no verbal o interjeccional, o en la representación no verbal de los animales
sociales. Es sabido que en los grupos de chimpancés o de otros animales grupales cada individuo ocupa una
posición singular, y es representado «idiográficamente» por los demás, ante los cuales él revalida su posición
mediante alardes o rutinas de rango: va adquiriendo, a lo largo de su vida, una «fama habitual», aunque no
verbal, en su grupo; pero obviamente esta «fama» etológica no es propiamente fama habitual, en el sentido
estricto. Decimos habitual porque acompaña a todos los sujetos humanos en cuanto animales grupales, como
si fuese un vestido que el grupo le impone.
La fama habitual, que recae sobre cada individuo, como hemos dicho, al modo de un traje invisible con el cual
le visten quienes le rodean en la familia, en el trabajo, &c., es la fama sobre la cual se tejen las connotaciones
jurídicas del concepto. Por ejemplo, la fama será entendida ahora como estimación suficiente –aestimatio de
los glosadores– que un individuo había de tener para poder actuar como testigo en un juicio. La fama, en este
sentido jurídico, goza de protección legal, sobre todo cuando se considera buena. Viene a ser como un bien
patrimonial, otorgado por los demás, ya sea en forma de rumor, ya sea en forma de «informe confidencial», y
que puede ser justo o injusto. Lo importante es que esta fama habitual forma parte de la persona, una parte
que puede ser menoscabada o enaltecida o exaltada. Cada cual tiene, por tanto, el derecho a defender su
(buena) fama, y a recuperarla en el caso de que le fuera menoscabada o deteriorada por las difamaciones, las
calumnias o las injurias. El artículo 7.7 de la Ley Orgánica 1/1982, de 5 de mayo, de protección del Derecho al
honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen,modificado por la Ley Orgánica 10/1995, de 23 de
noviembre, de Código Penalvigente, en su cuarta disposición final derogatoria considera como ilícitos: «La
imputación de hechos o la manifestación de juicios de valor a través de acciones o expresiones que de
cualquier modo lesionen la dignidad de otra persona, menoscabando su fama o atentando contra su propia
estimación...»
8
Pero la fama de notoriedad tiene una estructura distinta a la que es propia de la fama habitual. La fama de
notoriedad es ya un proceso que sólo se presenta en sociedades humanas muy desarrolladas, por así decir,
históricas. Y mientras que la fama habitual es, como hemos dicho, una característica que afecta, en principio, a
todos los sujetos humanos, la fama de notoriedad sólo afecta a algunas personas, llamadas «ilustres»,
«insignes», «egregias» o, simplemente, «famosas» (seguramente porque el sufijo –oso, de abundancia,
expresa muy bien, por la cantidad, la diferencia entre la fama habitual y la fama de notoriedad). Mientras que
en la fama habitual el espacio de resonancia (familia, compañeros, amigos, &c.) está constituido por sujetos
que tienen contacto directo, o percepción directa con la singularidad afamada (lo que no excluye que puedan
tener también con ella contacto verbal indirecto: rumores, murmuraciones), en la fama de notoriedad los
sujetos de ese espacio de resonancia no necesitan tener percepción directa del afamado; más aún, muchas
veces sólo lo conocen de oídas (por el lenguaje) o por imagen fotográfica o televisiva. Y por ello la cantidad de
sujetos de la «caja de resonancia» puede ser mucho mayor que el corresponde a una fama habitual, y el
afamado puede llamarse famoso precisamente por el carácter masivo de su caja de resonancia. La
importancia de los medios actuales de comunicación (radio, televisión, prensa: «las alas de la fama están
hechas de recorte de periódico», se decía antes de la televisión y de la radio) reside en que la representación,
en principio indirecta, que se tiene del famoso puede transformarse en una representación perceptual parecida
(pero aparente) a la que es propia de la fama habitual (cuando a alguien que es conocido gracias a la
televisión se le acerca un anónimo y le confunde con algún amigo o familiar: «nos conocemos ¿verdad?», o
bien «yo a ti te conozco»).
Esto diferencia la conducta del sujeto famoso ante su espacio de resonancia del sujeto meramente reconocido
en un círculo específico de sujetos: el sujeto famoso no conoce en general a los sujetos de su espacio de
resonancia; el sujeto conocido en un círculo específico sí suele conocer a los miembros de este círculo. El
individuo reconocido por un grupo amplio de amigos o colegas, a quienes conoce por su nombre, no es por
ello famoso; el individuo famoso puede ser conocido por muchos sin que él conozca nominalmente a casi
nadie, y por eso el individuo famoso puede ser, por ello, «socialmente» un solitario, mientras que en cambio el
individuo reconocido no puede jamás mantenerse aislado del círculo específico que le reconoce.
En cualquier caso, mientras que la fama habitual puede ser justa o injusta (si la fama habitual es una
«dimensión» ética, moral o jurídica) en cambio la fama de notoriedad es un hecho social que está «más allá
del bien y del mal ético». La fama de notoriedad es una resultante, una «resultancia», que se produce en la
caja social de resonancia por encima de la voluntad (o del esfuerzo) que el famoso haya mantenido, en pro o
en contra, respecto de ella. Quien busca la fama de notoriedad, casi nunca la encuentra; quien se encuentra
con ella, acaso no la había buscado.
9
Para analizar más de cerca la fama de notoriedad, que es la fama por antonomasia, habrá que comenzar por
el principio, reafirmando como materia propia suya las singularidades o determinaciones de la persona que se
supone le corresponden de modo idiográfico y no nomotético. Por ello la fama personal no va ligada al cargo o
representación que la persona pueda tener, y que es nomotética, y en su extremo más bajo burocrática;
porque precisamente el cargo hace muchas veces perder a la persona su nombre propio. El jefe de un
gobierno, conocido por millones de ciudadanos, no es famoso en cuanto tal jefe de gobierno, ni siquiera lo es
el Papa en cuanto vicario de Cristo. La razón es que el «cargo» disuelve la «singularidad del Prefecto»
(«venimos a agradecerle –le decían los campesinos de un departamento francés a su prefecto– las atenciones
que ha tenido con nosotros, aunque ya le han cambiado varias veces en los últimos quince años»). La fama de
un jefe de gobierno corresponderá a lo sumo a su singularidad idiográfica si destaca en la clase de los jefes de
gobierno, o si se distinguió, antes de ser jefe de gobierno, en su partido; la fama de un Papa corresponderá a
su singularidad entre los demás papas, o entre sus conciudadanos cuando entre ellos recupera su nombre
propio. Un VIP, en cuanto tal, no es un famoso; recibe atenciones de azafatas y conserjes, en cuanto VIP
(acreditado acaso por una visa o por una marca de automóvil), pero eso no le convierte en famoso con nombre
propio, sino precisamente en un VIP de aeropuerto o de ceremonia de investidura. Y si esto es así, nadie
debiera asombrarse de que el actual Rey de España, en una encuesta de famosos del año 2003, apareciera
en el puesto catorce de una lista cuyo primer lugar lo ocupaba la tonadillera Isabel Pantoja. Y esto no es
debido a que España esté enferma (como apuntan algunos profundos psicólogos), o a cualquier otra hipótesis
metafísica; se debe simplemente a la estructura de la fama de notoriedad, estructura invisible para tantos
psicólogos, psiquiatras o sociólogos que pululan por nuestro país.
10
Las singularidades personales capaces de ser materia de una fama personal de notoriedad pueden ser muy
diversas y heterogéneas, y se hace urgente una clasificación. Nos atendremos a la siguiente clasificación en
tres tipos que, por lo demás, sólo en sus extremos son plenamente disociables y aún separables:
I. Singularidades que implican, o «incorporan», nunca mejor dicho, la propia figura física del sujeto famoso (de
su cuerpo entero, de su rostro, de sus piernas, de sus manos, &c.). Sobre estas singularidades corpóreas se
constituiría el primer tipo de fama de notoriedad que denominamos fama subjetual o icónica. La fama icónica
es, obviamente, una fama esencialmente escénica. Es la fama del gimnasta, del naturista, de las modelos, de
los acróbatas, de los artistas de cine, de los presentadores de televisión, de los boxeadores, futbolistas,
actores teatrales, y también la fama de sujetos con anomalías físicas, la fama de los siameses o de los
gigantes acromegálicos. Por supuesto, la fama icónica no tiene por qué ser exclusivamente icónica, pero sobre
el icono se apoyan fácilmente singularidades de otros tipos.
II. Singularidades disociables, en principio enteramente, de la figura física del famoso. Son las singularidades
vinculadas a obras segregables del cuerpo del famoso (como obras de cultura extrasomática), tales como
edificios arquitectónicos, obras de ingeniería, esculturas, pinturas, libros de cuentos, composiciones musicales,
obras científicas o literarias, inventos tecnológicos, &c. Podríamos llamar a este tipo de fama, derivada de
alguna de estas singularidades, fama objetual ofama cultural extrasomática; por sinécdoque, fama literaria,
artística o científica.
A veces, la fama cultural aparece tan enteramente segregada del cuerpo de su autor que este podría resultar
ser desconocido por completo, como es el caso de los autores anónimos o conocidos por un nombre
convencional («Homero», según muchos filólogos hipercríticos de hace un siglo). En el límite, la desconexión
de la singularidad de tipo II y el sujeto corpóreo puede ser tal que acaso el autor de una obra literaria, artística
o científica (caso, en parte, de Bach; caso de Galois; caso de Mendel) sólo alcanza la fama de notoriedad una
vez que su cuerpo ha muerto.
Y esto suscita la duda acerca de si la fama póstuma puede ser realmente llamada fama personal. Si
mantenemos nuestras distinciones, entre famas de personas y famas de cosas, la respuesta es obvia: la fama
póstuma es fama, pero impersonal; porque la materia afamada es aquí la obra, incluso el retrato o el nombre
del autor, pero no la persona (sin perjuicio de que la conexión causa efecto puede hacer de algún modo
presente a la persona autora de la obra famosa). Es en todo caso una fama de tipo II (fama cultural) pero no
una fama de tipo I (fama icónica).
Otra cuestión, que se plantea una y otra vez, es la de si al sujeto famoso le merece la pena preocuparse por
una fama póstuma, incluso si, para un materialista, es preocupación racional la de la fama póstuma. «¿Qué es,
decidme –escribía Erasmo, en el capítulo 28 de su Elogio de la locura–, lo que mueve al ingenio humano a
cultivar las artes, tenidas como excelsas, y transmitirlas a la posteridad? ¿No es la sed de gloria? De tantas
vigilias y fatigas creyeron ser resarcidos algunos hombres verdaderamente necios con no se qué fama, que es
la cosa más quimérica de la Tierra.»
En todo caso conviene mantener presente que la cuestión de la fama y aún de la gloria póstuma ha de
enfrentarse con la tradición secular que tiende a interpretar la idea de la fama de notoriedad a la luz de la idea
de inmortalidad. Una tradición que, por cierto, podría entrar en conflicto con los dogmas cristianos relativos a la
verdadera y única inmortalidad, a saber, la inmortalidad sustancial del alma espiritual, y a lo sumo de su cuerpo
glorioso. Por ello, Gracián, en El Criticón, pudo haber resultado sospechoso de saduceismo a alguno de sus
contemporáneos, cuando decía que gracias a la fama (de notoriedad, por supuesto) la vida del hombre puede
considerarse inmortal y, desde luego, más larga que la del roble, el águila, el cuervo o la palma. Y tanto más
sospechoso cuando Gracián sugiere (en una época en la que todavía no había televisión ni grabación de
sonido) como condición necesaria para alcanzar la fama, garantía de la inmortalidad, la utilización de los
servicios de un «licor admirable y maravilloso»; porque la inmortalidad, añade, «se consigue en efecto
mediante este licor, que se vende en una botica, y que es frecuentada por hombres tan famosos como
Alejandro, los dos Césares, Julio y Augusto, y otros de esta parte, y los modernos, el invicto señor don Juan de
Austria». Y cuando Critilo logra recoger en una redomilla una gota de ese licor eterno –«que creyó sería alguna
confección de estrellas o alguna quintaesencia de lucimiento del sol, o trozos de cielo alambicados»– halló que
era una poca tinta mezclada con aceite.
Cabría por ello suscitar la cuestión de si la fama objetiva, la fama como autor de una obra de cultura objetiva
extrasomática, es realmente fama en un sentido unívoco al que tiene la fama subjetual, o bien si la fama
objetual deja de ser automáticamente fama, porque la conexión de la obra con el autor deja de ser relevante.
El Teorema 47 del Libro I de Euclides segrega por completo a Pitágoras, como supuesto autor o descubridor
del teorema; si el teorema es famoso, preclaro, en el ámbito matemático, esto será debido no a Pitágoras, sino
a su papel distinguido como teorema básico de la Geometría. No fue Courtois quien descubrió el iodo, sino el
iodo a Courtois.
III. Singularidades intermedias, no disociables enteramente del cuerpo del famoso. La mejor ilustración de este
tercer tipo de fama sería la que es propia de un cantante. Una grabación segrega sin duda su figura, pero la
voz sigue ligada, «viviendo», en cuanto causada por el cuerpo del sujeto. Tampoco la fama del santo permite
disociar bien su vida y su obra; ni la fama de un médico es enteramente disociable de su trato directo con los
enfermos; y, a veces, si sigue el consejo de Platón, la fama del médico podría considerarse como una mezcla
de fama de técnico científico y de músico: «La administración de un medicamento –dice Platón al médico–
debe ir acompañada de un bello discurso.»
La disociación entre los tipos I, II y III no significa, como hemos dicho, que ellos no puedan ir unidos en una
materia singular de fama; ni menos aún significa que la unión de estos tipos no refuerce la fama de un tipo con
la de los otros. Hay directores de orquesta famosos tanto por su labor directora como por su figura escénica,
en la cual su papel como músico se confunde muchas veces con su papel como actor teatral; hay pintores o
escultores que se ocupan celosamente de transmitir su cuerpo a través de autorretratos. La fama de Dalí es el
prototipo de una confluencia entre fama cultural como pintor y fama escénica como actor.
11
La fama de notoriedad, según la exposición que hemos hecho de ella, es tan heterogénea que se hace preciso
a su vez establecer diversas categorías, que atraviesan los tipos de los que hemos hablado.
La fama, como proceso que segrega ex-grege a un individuo de su clase, se desenvuelve por cauces
categoriales. El famoso es famoso en algo (el sujeto humano es famoso como pintor, como actor, como
matemático, como acróbata, &c.). Pero, a su vez, la fama, para constituirse como tal, debe desbordar de algún
modo el cauce categorial originario de su especialidad.
El famoso logra su notoriedad cuando desborda su nombre de la especialidad de su profesión; porque si no la
desbordase, recaeríamos en una situación que es más parecida a la que es propia de la persona reconocida,
con buena reputación dentro de su especialidad: es la fama profesional, la fama de quien recibe una medalla
de su colegio profesional, incluso un Premio Nobel de Química, sin por ello convertirse en famoso, o a lo sumo
de un modo efímero. El nombre del famoso ha de resonar más allá de quienes tienen que ver
profesionalmente con la especialidad en la que se origina la fama. Cuando dieron el Premio Nobel a
Echegaray se decía, aunque maliciosamente, que había logrado su fama porque él pasaba por ser un buen
matemático entre los dramaturgos y un buen dramaturgo entre los matemáticos. De hecho, si se quiere tener
en la mano una lista de personas que no tienen fama de notoriedad, aunque han tenido la mayor fama
profesional imaginable en nuestros días, basta consultar la lista de los Premios Nobel a lo largo de todo el siglo
XX (y nos referimos no solamente a los Premios Nobel en Química o en Medicina, sino también en Literatura o
en Economía). En muchas ocasiones el desbordamiento de la especialidad originaria es tal que el famoso o su
nombre se mantiene incluso con el olvido de la especialidad que canalizó originariamente su fama. Muchas
veces la gente sabe que alguien es famoso pero sin saber por qué (es decir, desde qué especialidad).
Esta circunstancia –la del desbordamiento del famoso respecto de los círculos de la especialidad en la que se
originó su fama– da pie para poder introducir la figura de un terreno común en el que los famosos de diferentes
especialidades pueden encontrarse. Es un terreno que podríamos llamar de fama enciclopédica, un terreno
equiparable al del museo enciclopédico en el que vemos las más variadas rarezas de las más diversas
especialidades; el terreno de las páginas de balances de la prensa de fin de año, recapitulando a los «famosos
del año» en la ciudad, en la autonomía o en el reino. Es el terreno que se hace cuerpo en una «recepción
institucional» a la que asisten, junto con los cargos políticos o burocráticos, los famosos (ya sean artistas,
intelectuales, santos o lo que no lo son tanto). Pero, en general, la fama interespecialidad de un físico no se
confunde con la fama interespecialidad de un rockero. Su unidad es supracategorial, por decirlo así, y se
concreta más bien en el terreno sociológico y psicológico. Una «reunión de famosos», aunque sea para
recaudar fondos para las víctimas de un terremoto, o para suscribir un documento de protesta contra la guerra
del Vietnam, no confiere más que una unidad extrínseca a los «famosos reunidos» procedentes de diversas
especialidades.
Hablamos, por tanto, de categorías de famosos para subrayar la heterogeneidad de las famas de notoriedad, y
de la imposibilidad de formar con ellas una clase con unidad interna. Otra cosa es que puedan formarse clases
de famosos de un modo extrínseco, selecciones escénicas, reuniones sociales o listas de protesta, a las que
nos hemos referido. Acaso el concepto de «popularidad» podría ponerse en correspondencia con esta fama
enciclopédica, difusa, en la que además alcanzan rangos más altos las tonadilleras o los artistas de cine, que
los cantantes de ópera o los premios Nobel o Príncipe de Asturias ( sin que por ello haya que dejar de advertir
el carácter enciclpédico de los premios que otorgan las referidas Fundaciones).
En conclusión, a la fama de notoriedad acompaña siempre, de un modo más o menos explícito, la especialidad
de su origen: fama musical, fama teatral, fama política, fama deportiva, fama religiosa, fama científica, &c.
12
Supuesta la realidad de las clasificaciones categoriales de la fama, es preciso tener en cuenta las
reclasificaciones, por así decir transcategoriales, que de hecho se utilizan, y que están fundadas no tanto en
las categorías originarias, sino en ciertos rasgos «transcategoriales», o si utilizásemos un lenguaje escolástico,
hoy ya fuera de uso, en «rasgos postpredicamentales». Sin embargo queremos subrayar el hecho de que si no
acudiésemos a estos conceptos escolásticos no podríamos establecer la reclasificación de los famosos de la
que hablamos.
Por supuesto hay criterios diferentes: A) Un criterio cuantitativo (según la dimensión del campo de resonancia);
B) Un criterio axiológico.
A) Desde el punto de vista de la cantidad, que afecta a todas las categorías de referencia, la fama puede
medirse o se mide de hecho según dos criterios, que pueden ir unidos pero también disociados.
a) Según el criterio de la duración, la fama puede ser fugaz (efímera o anual), intermedia o permanente
(secular). Como ya hemos dicho el mejor modo de obtener una lista de famosos efímeros es consultar una lista
de los Premios Nobel.
b) Según el criterio de la popularidad o extensión del espacio de resonancia, la fama de notoriedad puede
medirse por el radio de este campo. Es desde este punto de vista desde donde distinguimos entre una fama
local, una fama regional, nacional o internacional.
B) Desde el punto de vista del valor es más difícil establecer clasificaciones de la fama atendiendo a criterios
objetivos, salvo que estos criterios reduzcan el valor a las tablas vigentes en una sociedad determinada; lo que
inmediatamente suscita la cuestión del relativismo cultural.
En cualquier caso «valor» no habría por qué interpretarlo siempre como valor ejemplar, como si los famosos
tuviesen que ser siempre modelos a seguir. Al más famoso de los clásicos, más que seguirle, se le admira.
Pero cualesquiera que sean las inscripciones de la fama, casi todas las clasificaciones axiológicas distinguen
valores y contravalores, aunque los parámetros sean distintos e incompatibles. En todas las tablas habrá una
fama blanca y una fama negra, o bien una fama noble o aristocrática y una fama pop, kitsch o plebeya.
Es cierto que la mera condición social de «famoso de notoriedad» suele conferir ya una especie de dignidad o
valor al famoso, por el hecho de serlo y por encima de la polarización axiológica; lo que de algún modo anula
la distinción entre «fama gloriosa» o noble y «fama plebeya» o vulgar (al menos cuanto a la presencia en los
medios, caché, &c., casi siempre a favor de la fama vulgar). Pero quien mantenga la distinción insistirá en el
hecho de que una fama vulgar, según la tabla de valores de referencia, a medida que es más grande o intensa
en cantidad, hace aún más vulgar al famoso.
Es evidente que los análisis de las clasificaciones axiológicas de la fama constituye uno de los materiales más
ricos para la llamada «crítica de la cultura y de la sociedad», por cuanto es evidente que las listas de famosos
de una sociedad determinada es el reflejo fiel de la tabla de valores que esa sociedad mantiene, explícita o
implícitamente.
En la medida en la que las tablas de valores son tablas cambiantes histórica y socialmente, incluso en los
casos en los cuales oficialmente esas tablas, al menos en alguno de sus rangos, permanecen inmutables,
tendrá que reconocerse que los juicios de valor en torno a un famoso determinado están siempre
determinados por la vigencia social de esas tablas de valores (lo que no excluye el que, en algunos casos, sea
un famoso quien contribuya a alterar la tabla de valores vigente). La fama de un músico en el siglo XV o XVI
estaba en general limitada socialmente por el rango social que correspondía a los músicos como servidores o
criados de la nobleza o del alto clero; hasta el siglo XVIII y sobre todo el XIX, al músico no se le abre la
posibilidad de una fama de notoriedad muy distinta a su fama profesional. Hasta muy entrado el siglo XX, los
músicos «no académicos» (jazz en sus primeros tiempos, rock, pop) no podían aspirar a un rango de fama de
notoriedad similar a la que pudieran tener los grandes tenores de ópera, los grandes violinistas o los directores
de orquesta.
Pero, en nuestros días, la fama de notoriedad de músicos rock o pop puede eclipsar a la de los músicos
académicos, aunque estos representen a vanguardias de mayor prestigio. Estamos en una situación en la que
no cabe plantear siquiera cuestiones de rango entre Bob Dylan y los Beatles, por ejemplo, y Schömberg o
Stockhausen, por mucho que algunos quieran distinguir entre «música culta» (como si las otras formas de
música no fueran también cultura) y «música popular» (¿inculta?). La tendencia más generalizada es la de
acoger todo como formas diferentes de una «cultura musical del presente»; incluso de llegar a considerar poco
democrático o «burgués», poner en un rango distinto a los cantantes más destacados de la Operación
Triunfo y a los cantantes que hayan destacado en las últimas temporadas de Opera del Liceo de Barcelona.
Cabría intentar definir, sin embargo, como tipo formal de fama de notoriedad que, en principio, se mantuviera,
al menos en la definición, al margen de todo juicio de valor, el que denominaremos «fama vulgar»; tipo que, en
principio, no tendría por qué arrastrar ninguna connotación axiológica, pero que sin embargo podría servir en el
análisis de los criterios de rango de las diferentes especialidades a través de las cuales puedan originarse las
notoriedades famosas. En efecto, el tipo de fama de notoriedad que designamos como fama vulgar quiere
mantenerse, en principio, en el terreno de la misma formalidad de la idea de fama de notoriedad, tal como lo
hemos entendido, sin connotaciones axiológicas.
La fama de notoriedad, venimos suponiendo, implica algún contenido específico (artístico, literario, científico,
político) mediante el cual el famoso ha contribuido con alguna singularidad, valorada, en general,
positivamente, relacionada con la persona o con la obra del famoso, ya sea por la originalidad o novedad del
contenido, o bien por la perfección o el dominio de las normas heredadas. La fama de notoriedad, según esto,
va esencialmente ligada a la singularidad de la obra o de la persona por la cual el famoso se ha distinguido
como egregio (fuera de la grey, del rebaño). Advirtamos por tanto que el famoso en un arte o en una ciencia no
alcanza su condición de tal por motivos subjetivos (como pueda ser el trabajo o el esfuerzo que él dedicó a la
ejecución de su obra o de su conducta, y menos aún a su voluntad de perfección o de creación), sino por la
obra o el modelo de persona que ha podido ofrecer, sin duda fruto del esfuerzo, pero desligada
escrupulosamente de él.
Nadie pregunta hoy por el esfuerzo y trabajo invertido por Beethoven en su quinta sinfonía; porque tanto o más
esfuerzo y trabajo que Beethoven podríamos encontrarlo en músicos que sin embargo sólo han logrado
componer obras mediocres. «No pinta el que quiere, sino el que puede.» Sin embargo, cada vez está más
extendido el criterio «luterano» de valoración, según el cual no son las obras las que «justifican» (traduciendo
la terminología teológica al lenguaje secular: las que confieren la fama o la gloria literaria) sino (en términos
kantianos) la buena voluntad, o incluso el esfuerzo subjetivo para conseguir la Fama (como expresión secular
de la Gloria teológica), así como la Fe en esa salvación (en términos seculares: la conciencia de la propia
voluntad de gloria, la confianza en el triunfo).
Ahora bien, cabe reconocer en principio un tipo de contenidos cuya singularidadno podría hacerse consistir en
la originalidad, novedad, creatividad, &c., respecto del promedio de los contenidos reconocidos en una
sociedad dada, sino precisamente todo lo contrario, en su vulgaridad; es decir, en su capacidad de mantenerse
del modo más fiel posible, como en un «sombreado», a la misma escala en la que se producen los contenidos
(musicales, teatrales, dramáticos, &c.) dados en la «prosa de la vida», es decir, de hecho en la propia
subjetividad. «Yo quiero manifestar a los demás lo que yo soy en mí mismo, quiero ser yo mismo, tengo
confianza en que mostrando con toda sinceridad y libertad lo que soy, deberé alcanzar la fama y la gloria.»
Ahora bien, como la subjetividad más íntima puede consistir y consiste, en general, en la vulgaridad más
absoluta, la singularidad de quien se esfuerza por ser famoso sobre el principio de ser «sí mismo», podrá
comenzar a consistir en la manifestación de esa misma voluntad de exhibir impúdicamente su «mismidad»,
como principio de su «justificación por la fama». Y este denuedo es acaso la singularidad más valorada por un
cada vez más amplio público vulgar (lo que en tiempos de Lope de Vega se llamaba «el vulgo»), que ve de ese
modo abrirse una forma de exaltación y de justificación de su propia vulgaridad, cuando reconoce, contempla o
aplaude al famoso vulgar.
La singularidad del famoso vulgar que se convierte en singularidad obscena(«puesta en escena») no tiene por
qué confundirse con un estilo de arte realista o superrealista, que implica el dominio perfecto de técnicas
profesionales de reproducción (al estilo de lo que en pintura puede significar, por ejemplo, Antonio López). No
se trata tampoco de utilizar el román paladino en obras literarias que, sin embargo, están escritas por sílabas
contadas, es decir, muy poco prosaicas, o naturales. Se trata en resumen no tanto de representar o de
reproducir, sino de hacer o decir «con toda el alma», con el corazón en la mano, las mismas cosas «que uno
lleva dentro» (aunque lo que lleva dentro sea una estatua, como dicen algunos escultores ingenuos). Es
evidente que el hacer o el decir las cosas ordinarias en un contexto cotidiano no es lo mismo que segregar
fragmentos de este contexto cotidiano para seguir haciéndolas en un escenario o ante unas cámaras de
televisión; ni tampoco hay que dejar de reconocer el «trabajo» necesario, por parte del futuro famoso, para
lograr mantenerse en el plano de la vulgaridad (observamos de paso la tendencia creciente hoy a denominar
«trabajos» a «obras creadas por artistas populares», como si estas obras quedasen dignificadas o justificadas,
no sabemos si ante algún sindicato, por el hecho de ser «trabajos»).
Lo que es significativo es que quien, desde la vulgaridad exhibida como espectáculo, como puro sombreado de
aquella vulgaridad, logra una fama de notoriedad, estará creando un tipo de fama cuya singularidad habrá que
hacerla consistir en la misma vulgaridad de sus contenidos. Es decir, su fama será una fama vulgar, y como
hemos dicho, cuanto más fama de notoriedad logre el personaje famoso, más vulgar será él mismo, y esto
independientemente de que como artista se identifique con sus contenidos o permanezca distanciado de ellos
(«si el vulgo es necio, es justo hablarle en necio para darle gusto»).
Es obvio que los contenidos vulgares que encarna la singularidad del famoso vulgar son muy heterogéneos, y
su valor, según la tabla de valores vigente, puede ser muy diverso también. A veces, los contenidos vulgares
pertenecen a las vidas privadas, por ejemplo, a la vida doméstica, que no tiene por qué ser delictiva. En estos
casos suele decirse que el famoso «vende su intimidad», en lugar de decir simplemente que es «obsceno»
(venda o regale). Otras veces, los contenidos ofrecidos rondan con la chabacanería (la que en tiempos se
atribuyó a los tagalos), incluso con la degradación deliberada, la zafiedad o incluso con la difamación
escandalosa, por no decir con la calumnia.
La notoriedad del famoso podría ir, sin embargo, en creciente, en proporción directa con su vulgaridad. Cabría
decir en estos casos no ya tanto que el famoso vende o regala su intimidad, sino que el famoso vulgar está
dispuesto a sacrificar su fama habitual a la notoriedad de su fama de vulgaridad.
La fama vulgar, sin embargo, puede tener una función social tan importante como la fama refinada,
sencillamente porque el público (lo diversos públicos) pueden ver en el famoso un arquetipo con el que
identificarse o al que aborrecer. En todo caso dispone con ellos de referencias en sus tareas cotidianas de
enjuiciamiento del mundo en el que vive. Un repertorio de famosos vulgares puede constituir así para el vulgo
una suerte de muestrario o catálogo empírico cuya utilidad es similar a la que, para otros efectos, pueda tener
un muestrario o catálogo de colores. Además, el seguimiento de los famosos vulgares, a través de televisión o
de las «revistas del corazón», puede ser de gran utilidad, confundida muchas veces con el entretenimiento,
para la salud del público, que encuentra representadas en los famosos vulgares formas de conductas,
orientaciones, transformaciones, &c., que pueden servirle de terapia e incluso resolver problemas personales
del propio espectador; los famosos de vulgaridad entrarán aquí en competencia con los psiquiatras y con los
psicólogos, de modo parecido a como los curanderos hacen la competencia a los médicos.
El impudor de los famosos vulgares constituye además aquí, a su vez, una especie de confesión a través de la
cual el espectador puede quedar purgado de muchas de sus miserias (en griego a esta purga se le
llamaba catarsis).
Conviene advertir que la fama vulgar no es sólo un fenómeno que afecte sólo al llamado «terreno del
corazón»; la demagogia es también una vía característica, abierta a través de la política, a la fama de
notoriedad de los llamados políticos populistas, políticos famosos que logran verbalizar ante su electorado los
proyectos más simplistas y los tópicos más resobados que un público indocto acoge como claros y distintos.
Un político demagogo puede llegar a ser un famoso vulgar, pero tan vulgar como pueda serlo la exesposa o
amante de un torero célebre que cuenta ante las cámaras su «experiencia».
La singularidad efectiva del famoso vulgar habría que ponerla, sin embargo, en su misma habilidad, que le
hace capaz de mantenerse como uno más de los que integran el vulgo; sólo que esta habilidad no debe ser
percibida por el vulgo, y por tanto no constituye un contenido específico de su fama.
13
La fama habitual, la reputación, la fama jurídica, tiene una función social muy clara, en principio: la de asignar
a cada individuo una determinada estimación promedio, buena o mala, sobre la cual el grupo podrá apoyar sus
expectativas en el individuo. No entramos en el análisis de las difíciles cuestiones que suscita la naturaleza de
un «accidente» que, como la fama habitual, aún recogido desde el entorno exterior al individuo, sin embargo
llega a afectarle como un atributo individual-patrimonial, que puede tener para el individuo el significado de un
bien salvador, o el de una maldición.
Planteamientos muy diferentes suscita la fama de notoriedad. La fórmula más a mano para definir la función
social de la fama de notoriedad apela a su función normativa: el famoso estaría dado en función de tablas de
valores ejemplares o de contravalores, que desempeñarían un papel en la «selección natural». Santo Tomás
(II-II, 73c) sugiere una función pragmática que podría serle asignada a la buena fama: preservarnos del mal
(quien goza de buena fama se cuidará de no escandalizar a los demás) y mantenernos en el bien (ayudados
precisamente por la buena fama). Sin embargo el mecanismo de la creación de la fama de notoriedad no tiene
por qué tener siempre una función pragmática. Podría entenderse muchas veces como un efecto mecánico,
como una selección que la sociedad realiza sin ninguna función predeterminada, de un modo aleatorio o
contingente, en virtud de factores desconocidos, «subconscientes» (otra cosa es que luego se asuman los
papeles que puedan servir de normas). En cualquier caso se puede afirmar, casi de un modo tautológico, que
cada sociedad tiene los famosos que se merecen.
14
¿Cabe hablar de una tendencia o instinto humano hacia la fama de notoriedad?
No podría faltar quien defienda esta tesis. Descartando, por metafísicas, las teorías que tienden a identificar
este instinto de fama de notoriedad con un supuesto «instinto de inmortalidad», nos encontramos ante todo
con una explicación más sobria, a saber, la que apela al «instinto del reconocimiento». El deseo de ser
reconocido sería el motor de la vida humana en general.
«Hablar del origen de la conciencia de sí mismo es necesariamente hablar de un combate a muerte por el
reconocimiento,» decía A. Kojève, leyendo a Hegel. Y F. Fukuyama, resbalando por la pendiente del
psicologismo (disimulada con el recuerdo del thymos platónico), habla de una megalotymia (que distingue de la
megalopsiquia o magnanimidad de Aristóteles) como génesis del deseo de gloria. Y cita a Maquiavelo como
uno de los primeros en comprender que la megalotymia, en su forma de deseo de gloria, «era el impulso
psicológico fundamental de la ambición de los príncipes». Sin embargo, al reducir la megalotymia a la
condición de un impulso psicológico, en principio común a todos los hombres, en cuanto dotados
dethymos, recae en el modo de explicación por la virtus dormitiva: el deseo de la fama de notoriedad está en la
virtud megalotymica que actúa en todos los hombres.
La dificultad mayor que encontramos en esta teoría de la fama procede sin embargo de su componente
psicológico, y no porque este componente pueda ser eliminado, sino porque no tiene carácter originario. El
deseo de gloria, del que habla Maquiavelo, pertenece al Príncipe, en cuanto tal, no en cuanto individuo
psicológico corriente (o a lo sumo, en cuanto individuo psicológico, pero actuando como Príncipe), lo que
equivale a decir que el «deseo de gloria» o, si se quiere, la megalotymia, es antes un concepto político que
psíquico. Y esto quedaría confirmado por la multiplicidad de casos en los cuales la gloria se busca para la
República o para el Estado, y sólo a través de la República o del Estado recae sobre los individuos que se
identifican con ellos.
Cabría considerar otras explicaciones psicológicas del deseo de fama no tautológicas, por cuanto apuntan a
otros mecanismos, que ya no suponen formalmente el deseo de fama, tales como la libido o instinto de poder,
o bien la libido o instinto sexual. Pero en todo caso la tesis sobre un instinto de fama de notoriedad es
difícilmente defendible. ¿Cómo hablar de «instinto» cuando empezamos por negar que la fama tenga
representación etológica?
Otros sospecharán que el deseo de fama de notoriedad procede de alguna anomalía patológica de índole
narcisista, o de compensación de un fuerte complejo de inferioridad infantil. Por nuestra parte nos
inclinaríamos a poner como génesis del deseo de fama de notoriedad, que afecta a algunos, a la propia fama
habitual que, según hipótesis, es constitutiva de todos y, por tanto, sería el análisis de las circunstancias
biográficas de una fama habitual dada el que podría dar cuenta del desencadenamiento, en algunos
individuos, de formas tales que se confunden con un deseo de fama de notoriedad a veces ridículas («que
hablen de mi, aunque sea insultándome, el silencio es la muerte»); o bien de un mecanismo de autoafirmación
(«ladran, luego cabalgamos»), o bien de una canalización de patrones culturales heredados.
Lo cierto es que empíricamente hay muchas personas que no quieren ser famosas ni envidian a los famosos.
Recordemos que la huida de la notoriedad, de la fama de notoriedad, fue la divisa de los epicúreos: bene vixit
qui bene latuit, bien vivió quien bien se ocultó.
Contra las filosofías «centradas»
de la literatura
José Manuel Rodríguez Pardo
Sobre el libro de Jesús González Maestro & Inger Enkvist (editores), Contra los mitos y sofismas de las
«teorías literarias» posmodernas (Identidad, Género, Ideología, Relativismo, Americocentrismo, Minoría,
Otredad). Academia del Hispanismo, Vigo 2010.
El profesor Jesús González Maestro, en su serie de estudios sobre la
literatura desde la perspectiva del materialismo filosófico, nos presenta
una nueva obra de la que es editor junto a Inger Enkvist. Para quienes
deseen conocer la labor que el profesor gallego lleva desarrollando
desde hace unos años, les resultará de interés la mesa redonda
sobre Materialismo Filosófico y Literatura celebrada el año 2009 en la
Fundación Gustavo Bueno. En ella presentó la perspectiva que lleva
varios años plasmando en obras como La Academia contra
Babel (2006), ¿Qué es la Literatura? (2007), Los materiales
literarios(2007), El concepto de ficción en la Literatura (2006), Idea,
concepto y método de la Literatura Comparada (2008) o Crítica de los
géneros literarios en el Quijote(2009), una Crítica de la Razón
Literariaplaneada en forma de siete volúmenes.
En esta obra colectiva que vamos a reseñar, se pretende realizar un
análisis de la teoría literaria que se confronte con el «pensamiento
fragmentario» posmoderno tan en boga en el mundo universitario. Y
para ello, el profesor González Maestro completa la nómina de autores
con varios de los colaboradores habituales de la revista El Catoblepas,
así como artículos de nuestra revista reciclados como capítulos del
libro, prueba del interés creciente de la publicación y de las temáticas
de la que constituye, incluso desde la perspectiva de nuestros más acendrados detractores, la más importante
revista de filosofía en español.
Desde las posiciones del materialismo filosófico no cabe plantear un análisis autónomo de alguna disciplina, al
modo de una filosofía «centrada», («filosofía de la coquetería», por ejemplo), sino una filosofía «no centrada»
de la realidad literaria, involucrada en otras partes sistemáticas, ya sea la Antropología Filosófica, la Estética o
incluso la Ontología. De hecho, así lo enuncia González Maestro cuando define el carácter de la obra en su
introducción:
«La Literatura es una construcción humana que existe real, formal y materialmente, que puede y debe ser analizada de
forma crítica mediante criteriosracionales, conceptos científicos e ideas filosóficas. Cumo construcción humana,la
Literatura se sitúa en al ámbito de la Antropología; como realidad materialefectivamente existente, pertenece al dominio
de la Ontología; como obra de arte,constituye una construcción en la que se objetivan valores estéticos, que exigen
enjuiciarla, desde una Estética o filosofía del arte, en un espacio estético; y comodiscurso lógico, en cuya materialidad
se objetivan formalmente Ideas y Conceptos, es susceptible de una Gnoseología, es decir, de una interpretación basada
en el análisis crítico de las relaciones conjugadas –que no dialécticas– entre la Materia y la Forma que la constituven
como tal Literatura» (pág. 31).
El libro se plantea así como una crítica a las filosofías que pretenden huir del sistematismo, las filosofías
posmodernas, tal y como lo plantea el profesor Jesús González:
«La retórica posmoderna considera que la razón es el enemigo principal del género humano. No es la primera vez que
algo así sucede. Lutero, en su afán por imponer el fideísmo reformista sobre el racionalismo tridentino, reiteró en
numerosas ocasiones que "la razón es la mayor de las putas que tiene el diablo" ("Die Vernunft ist die höchste Hure, die
der Teufel hat"). Nietzsche, por su parte, confirmó su mismo punto de vista respecto a la razón al proclamar la muerte de
un dios que no era otra cosa que la Idea misma de Razón construida por la civilización europea. Si las palabras de
Nietzsche tienen alguna gravedad es solamente porque al afirmar que "Dios ha muerto" está afirmando en realidad que
lo que ha muerto es la Razón. Nietzsche es un místico que identifica la Razón con Dios, es decir, que identifica y
subordina la Razón humana a la Razón divina. Nietzsche fue incapaz de pensar racionalmente al margen de Dios. Fue
incapaz de desarrollar una Razón antropológica al margen de una Razón teológica. Hasta tal punto esto es así para
Nietzsche y sus admiradores posmodernos, como Barthes, Derrida o Foucault, que la muerte de Dios es la muerte de la
Razón, de toda Razón, porque para ellos no hay más razón que la Razón teológica. Piensan como curas, no como
hombres. Hablan como teólogos, no como filósofos. Es decir, usan metáforas, no conceptos. Usan figuras retóricas, no
figuras gnoseológicas. Lo suyo es la tropología seductora, no la ciencia explicativa. Gracias a Nietzsche, el discurso
posmoderno es el discurso de quienes son incapaces de usar la razón y de pensar en términos seculares y laicos. El
discurso posmoderno se basa siempre en metáforas teológicas, en expresiones irracionales, en la negación de la razón
en tanto que razón identificada exclusivamente con un Dios inexistente y omnipresente, haciendo del mundo
interpretado racionalmente un mundo ilegible. La razón no ha muerto con Nietzsche. Que los posmodernos hayan
querido privarse de forma voluntaria de la razón para interpretar científicamente los materiales literarios no quiere decir
que el resto de los mortales estemos obligados a hacer lo mismo. El popular artículo de Barthes sobre el autor (1968) no
es sino un collage, retórico y reiterativo, e igualmente teológico, del fragmento 125 de Die fröhliche Wissenschaft (La
gaya ciencia, 1882) de Friedrich Nietzsche. Lo mismo cabe decir de las ideas de Foucault (1969) sobre el autor,
ignorantes de una realidad fundamental: el copyright ©.» (págs. 29-30)
Es interesante a su vez que Maestro considere que «la Crítica de la Literatura es un saber de segundo grado,
es decir, un saber que sólo puede actuar; que sólo puede ser factible, a partir del saber de primer grado que
constituye la Teoría de la Literatura, como ciencia categorial responsable de construir los conceptos científicos
que habrá de manejar el crítico en sus interpretaciones sobre losmateriales literarios (texto, autor, lector,
Historia, sociedad, psique, mito, forma, etc.) La Crítica de la Literatura actúa sobre los materiales
literarios sólo a partir de los conceptos que las ciencias categoriales ampliadas, sistematizadas en una Teoría
de la Literatura, le proporcionan sobre la Literatura. La Crítica de la Literatura da lugar a Ideas, y opera como
una Filosofía, al enfrentarse, de forma dialéctica y conjugada, a la symploké de las Ideas contenidas y
formalizadas en los materiales literarios» (pág. 33).
Como la literatura no es una ciencia, sino «el campo de investigación de varias ciencias categoriales», han de
distinguirse tres realidades fundamentales, relacionadas en symploké:«1) La Literatura, que es una Ontología,
en la cual se objetivan físicamente Materiales y Formas literarias, construidas por un autor e interpretables por
un lector.2) La Teoría de la Literatura, que es una Ciencia categorial, la cual construye conceptos
científicos destinados a la interpretación de los materiales y las formas literarias. 3) La Crítica de la Literatura,
que es una Filosofía, la cual, dispone una organización crítica, racional y lógica (symploke) de las Ideas
formalizadas en los materiales literarios». (pág. 33)
Tras introducción de Jesús González Maestro, encontramos trabajos de gran interés, como el del colaborador
de El Catoblepas Javier Pérez Jara, «La cuestión del logos de la filosofía posmoderna y su teoría literaria»,
páginas 89-104. En él se analiza la filosofía posmoderna como un ejemplo de corrupción en el sentido que
Gustavo Bueno le atribuye en su reciente libro El fundamentalismo democrático(Temas de Hoy, Madrid 2010).
Ni la razón es algo absoluto, como señala el posmodernismo, sino resultado de realidades institucionales, ni
tampoco puede hablarse de un pensamiento fragmentario, ajeno a cualquier tipo de sistematización o ligazón
entre las distintas esferas de la realidad.
Esta forma de razonar de los posmodernos frente a una presunta Razón absoluta y su rechazo al análisis
sistemático, revelan una corrupción de la racionalidad posmoderna, por la gratuidad e inconsistencia de sus
principios nematológicos. Pero no porque esa variante filosófica sea irracional, sino porque constituye una
racionalidad inferior, que renuncia al sistematismo («los grandes relatos») en pos de un pensamiento
fragmentario donde todo sería válido: «los intentos por tratar de desmarcarse de la modernidad y de la
metafísica, lleva a la mayoría de estos autores, en la construcción de sus narraciones literarias, a la búsqueda
de una reivindicación del fragmento, de las apariencias, de lo efímero, del vacío, de la dispersión y de la crítica
de todo intento de absolutismo de valores. Privará, frente a las grandes narraciones anteriores, lo cotidiano, el
nihilismo, el desencanto. Porque eso es lo único que queda, pensarán estos autores, una vez que el
posmodernismo nos logra quitar la venda de los ojos» (págs. 95-96).
Otro artículo de interés es el firmado por José Ramón Esquinas Algaba, «Que es el "dogmatismo"? Ensayo de
una delimitación filosófica del dogmatismo», páginas 243-265. En él se plantea una redefinición de conceptos
tan oscuros como dogmatismo y criticismo. Según los criterios tradicionales, el dogma (término de origen
griego) es lo que parece correcto, «es decir, la opinión mayoritaria compartida por una comunidad concreta
cuando se usa en un sentido sociológico» (pág. 244). Término originalmente de uso popular que con Platón y
el nacimiento de la filosofía académica cristaliza institucionalmente. De este modo, el dogma «no es sólo una
opinión o apariencia recta o compartida por una comunidad –sentidos que también usa Platón–, sino que es
asimismo una norma u opinión doctrinal y, más en concreto, un axioma didáctico enseñado por una escuela.
Un dogma, en dicho contexto, es no sólo una mera «opinión», sino un elemento normativo inserto en una
institución que tiene que exponer su doctrina en axiomas para enseñárselos a los discípulos» (pág. 244). Con
el final del Imperio Romano y el surgimiento del cristianismo, el dogma ya no sólo se referirá a una doctrina y
sus principios transmitibles, sino una norma de gobierno impuesta. También tiene un tono soteriológico:
«El dogmático es aquel que sigue las opiniones correctas de su Iglesia –que sustituye a lo que antes eran
escuelas filosóficas– y con ello sigue la voluntad de Dios y al mismo tiempo se salva» (pág. 245). Todo ello en
base al «giro copernicano» de la filosofía cristiana, que hace depender el mundo de un ser omnisciente que ha
sido su creador, Dios.
La consideración despectiva del dogma como algo negativo y ajeno a cualquier racionalidad es un producto de
la reforma protestante, concretamente de la teología protestante del siglo XVII, que introduce constantemente
los neologismos «dogmática» y «dogmático» en sustitución de los anteriormente usados regula fideio articuli
fidei. «Por lo tanto, la teología dogmática pasa a «criticarse» desde la teología bíblica para depurarla de todo
añadido de la tradición humana. Estamos en los inicios del método histórico-crítico de análisis con los que los
protestantes intentan limpiar al catolicismo de «excrecencias humanas» para llegar al presunto cristianismo
primigenio» (pág. 248). De esta evacuación de contenidos tomará Kant y todo el idealismo alemán la noción de
crítica como algo opuesto al dogma, tenido éste como algo que constriñe toda capacidad crítica y por lo tanto
racional. De hecho, para Hegel «El dogmatismo aparecerá como todo aquello que ponga límites a la razón –al
Espíritu–, impidiéndole superar las antinomias» (pág. 251). Esta noción de crítica proseguirá en el marxismo
clásico (Marx, Engels, Lenin), identificando el dogmatismo con la falsa conciencia.
Negada esta dicotomía monista dogma/crítica desde el punto de vista del materialismo filosófico, José Ramón
Esquinas culmina su argumentación con un fructífero análisis del dogmatismo desde la perspectiva de las
cuatro familias gnoseológicas que distingue la teoría del cierre categorial: descripcionismo, teoreticismo,
adecuacionismo y circularismo. En suma, desde la perspectiva del materialismo filosófico no cabe oponer sin
más el dogma como ausencia de crítica, sino más bien con fundamentalismos tales como el fundamentalismo
científico. «En las filosofías, como saberes de segundo grado, el dogmatismo aparecerá caracterizado, en
primer lugar, como aquellos sistemas que se nieguen a tomar en consideración a las ciencias positivas y
«clasificar en consecuencia» los resultados que ellas mismas han producido y el mundo que ellas mismas han
desbrozado. Pero también el dogmatismo aparecerá en sentido inverso, a saber, como el engolfamiento en
dichas ciencias positivas, de tal forma que no se clasifiquen los materiales que las envuelven acaso porque se
los considere pura fantasía mental. Aquellos fundamentalistas científicos que más allá de las ciencias positivas
sólo ven ideologías o delirios metafísicos están sustancializando de tal modo tales ciencias que son incapaces
de reconocer que dichas ciencias son continuamente desbordadas, ya en el seno mismo de sus respectivos
ejercicios científicos, y remiten a otros materiales que las rebasan» (págs. 264-265). En resumen, «El
dogmático aparece así como todo aquel que se niegue a contrastar sus tesis y definirse frente a la pluralidad
de opciones existentes en la realidad» (pág. 265).
Siguen a continuación varios capítulos resultado de la readaptación de artículos publicados previamente en la
revista El Catoblepas. Tal es el caso de la colaboración de María Teresa González Cortés, «Progretariado
contra proletarido o la necesidad de ciudadasnos», páginas 267-297, publicada originalmente en El
Catoblepas (número 99, mayo 2010). Otro artículo interesante es el de Iván Vélez Cipriano, «Tindaya, un
panteón circularista», páginas 419-428, ya publicado previamente en El Catoblepas (número 85, marzo 2009).
Más adelante, nos encontramos con el valioso artículo de Gustavo Bueno «Etnocentrismo, relativismo cultural
y pluralismo cultural», páginas 431-439, que se remonta al número 2 (abril 2002) de El Catoblepas.
Tras la colaboración de Gustavo Bueno, podemos leer un artículo de Carlos Madrid Casado, «La ciencia y el
materialismo. Una apología materialista de la razón», páginas 441-458. En este trabajo se defiende la filosofía
tradicional de la ciencia frente a los estudios culturales o sociológicos, el denominado Strong Program de
Barnes y Bloor que sacrifican el estudio de la verdad científica en nombre del análisis presuntamente neutro de
la ciencia, como meras proposiciones dotadas de falsación o «cambios de paradigma» de distintas
comunidades científicas; concepción de la ciencia heredera de Popper. «Pero, desde nuestras coordenadas,
interesa subrayar que el falsacionismo popperiano, con su idea de una verdad científica conjetural, provisional,
frágil, también facilitó el camino al relativismo epistemológico y social. Porque difundió la idea de que las
ciencias son sólo teorías, hipótesis teóricas, que, desde la teoría de los paradigmas de Kuhn o el anarquismo
metodológico de Feyerabend, se suceden como modas y son poco más que el fruto de un consenso dentro de
la comunidad científica» (pág. 447).
Sin embargo, Carlos Madrid no niega que la ciencia sea un hacer social, pero es necesario mantener siempre
una perspectiva gnoseológica que tome partido ante la verdad o falsedad de la ciencia: «La ciencia como
hacer, y no sólo como saber (la de los manuales), es una empresa social y, sobre todo, material, en que los
estilos de pensamiento y los criterios de racionalidad son, es cierto, revisables históricamente. Pero la ciencia
no es un producto meramente lingüístico, no se reduce a un lenguaje o a un conjunto de textos, porque la
vemos obrar diariamente ante nuestros ojos (aviones, microondas, ordenadores, &c.). Sólo la perspectiva
materialista permite escapar de la prisión idealista» (pág. 457).
La obra colectiva dirigida por González Maestro también cuenta con la colaboración de Enrique Prado, otro
autor habitual de nuestra revista, que ofrece en las páginas 477-520 el trabajo «La estructura topológica del
rayo visual. Un ensayo de hermenéutica materialista», tomando como referencia su artículo «Los preambula
fictionis del materialismo filosófico: las estructuras metafinitas» (El Catoblepas, 91, septiembre 2009).
Esta interesante obra sobre el análisis de la Razón Literaria finaliza con una breve Coda de Jacques Joset,
profesor de la Universidad de Liège (págs. 523-524).
Sobre delitos, desinformación y politiqueos
Rubén Franco González
A propósito de la polémica sobre Fernando Sánchez Dragó
«… !Ligar con una monja es mi obsesión! Yo, en alguna ocasión, he alquilado en Cornejo un traje de monja y se lo he
puesto a una chica para follar con ella. Hay una película porno maravillosa que Escohotado y yo vemos continuamente.
Se llama Fuego bajo los hábitos (…) La pena es que no he conseguido ligar con una monja de verdad. Imagínate lo que
debe de pasar en los conventos de clausura. De todo, Albert, de todo. Como en las cárceles (…) En los conventos el
lesbianismo está a la orden del día; y, si no, pues con el jardinero, con el confesor, con los monaguillos…» (págs. 157-
158.)
En la entrada de su blog del 31 de mayo de 2010:
«Soy un fetichista. Siempre meto varios pares de medias negras con guarnición de liguero de encaje en la maleta por si
surge la posibilidad de calzárselas a alguna muchachita de tobillo fino. A veces, incluso, me las pongo yo. Nadie se
asuste. Anaïs Nin cuenta en sus diarios que Henry Miller, garañón por encima de toda sospecha, también lo hacía.
Cosas de escritores. Los libertinos somos así.»
En el libro de Joaquín Arnáiz, Fernando Sánchez Dragó. Una vida mágica:
«(...) A veces me suceden hechos aparentemente atípicos o insólitos, pues una persona como yo, que a las diez y
cuarto de la mañana estoy acudiendo hacia Televisión Española para hacer un programa de TV y entrevistar a Dámaso
Alonso y lo que le voy a preguntar a Dámaso Alonso, y cruzo a esa hora por delante de esas putas fellinianas que están
en la salida a la carretera de Castilla de la Casa de Campo, o estaban, porque ahora los socialistas las han echado,
porque han cerrado esa salida, y me entra una especie de arrebato erótico, me paro y en diez minutos echo un polvo
con una de estas putas, aquí te pillo, aquí te mato, a las diez y cuarto de la mañana, lo cual no deja de ser absurdo (...)»
(pág. 142.)
«(...) Recuerdo que llegamos en una ocasión a Huelva, y allí con el capitán, no voy a decir el nombre, en fin, no se dice
el nombre en estas cosas, pero, era un tipo fantástico, un personaje conradiano, jacklondiano, pues nos fuimos él, los
oficiales y algunos de los marineros a un barrio de putas maravilloso, que espero que sobreviva, esto fue en el año 72 o
así, en Huelva, un barrio de putas como los que yo había conocido en mi infancia, un barrio de putas, de estos para
marineros, para soldados, un barrio de putas lleno de flamenco, lleno de mariquitas, de travestis, de folklóricas de éstas,
en fin, todo muy andaluz y muy resalado y muy animado, y allí, pues, nada, nos metimos en un sitio de éstos, en un bar
estilo moruno, con divanes y azulejos y ventanas en forma de arco de herradura y cosas de éstas, y allí cerramos el
burdel y estuvimos todos metidos, yo que sé, 20 putas y 20 marineros, pues tres días seguidos prácticamente sin salir, y
allí pasó, pues, absolutamente todo lo que puede pasar en este mundo, claro» (págs. 160-161.)
Repetimos una vez más: es cosa suya. Recomendamos la lectura del tratado diecisiete del Compendio Moral
Salmaticense, donde se habla de la lujuria, los tactos impuros y el bestialismo, entre otros.
Dragó en otros pasajes del libro cuenta otros sucesos relacionados con la polémica y que también
escandalizarán a muchos. Así, por ejemplo, invitó a cenar a una jovencita de 15 años a una cena literaria:
«Estando en el País Vasco me pasó una vez otra historia que… Me interrumpo porque vas a pensar que soy un obseso,
y probablemente no te equivoques, pero… Mira, te cuento. Me invitaron los del hotel Ercilla para que clausurase, junto
con Caro Baroja, unas jornadas gastronómicas que habían organizado por todo lo alto: después de una semana enterita
de festines, conferencias y comilonas, se iba a celebrar la gran cena de clausura. Uno de los invitados era Ugo
Tognazzi, el famoso actor, que dirigía una revista de gastronomía y por eso estaba allí.
Poco antes de la cena salí a dar un paseo, y al volver, doblando la esquina me crucé con una jovencita
preciosa que estaba con unos compañeros de instituto. La chica me miró, yo me volví a mirarla, seguí, volví a
mirarla, descubrí que ella, riéndose, también lo hacía, me animé, di unos pasos hacia ella y la invité a cenar. Lo
de siempre, vaya. La chica se quedó encantada, pero preguntó: «¿Qué va a decir mi madre?» La calmé:
«Tranquila –dije–. Yo hablo con ella». Los chicos le dijeron que era gilipollas si no aceptaba, y se
vino. Telefoneé desde el hotel a la madre, le expliqué la situación, le pedí permiso haciendo gala de todas las
formalidades habidas y por haber, y la señora, halagada, cedió, pero con la condición de que su retoño
volviese al nido a las doce en punto de la noche. Le garanticé que así sería. Total, que estábamos ya sentados
a la mesa, que era enorme, para ciento y la madre, cuando vi que en el rostro de los comensales sentados
frente a mí se dibujaba una expresión de espanto. Volví la cara y me encontré con una especie de cachalote,
con un chicarrón de esos típicos del PNV, membrudo, gigantesco y enfundado en una especie de
guardapolvos, que blandía un paraguas. !Caramba! Era su padre. Tragué saliva y le expliqué que había
hablado con su mujer y que… Nada. El energúmeno en cuestión se llevó a la chica manu militari. Ugo
Tognazzi, que lo vio todo desde el otro lado de la mesa y que tenía fama de menorero, me dijo en italiano, con
sonrisa socarrona, que la chica era troppo giovane, Fernando, troppo giovane. Bisogna aspettare ai diciotto
anni» (págs. 57-58.)
Y habla sobre lo políticamente incorrecto del fabular sobre el tema con menores de edad (en la línea de la
entrada de su blog «No maten al mensajero» citada antes):
«El manuscrito de Lolita lo rescató la mujer de Nabokov de la hoguera. Lo había tirado al fuego porque no le gustaba
nada, y ella lo sacó con las páginas medio chamuscadas. Esa película no se podría estrenar ahora. La censura la
prohibiría en nombre de la corrección política. Dentro de poco, al paso que vamos, no se podrá hacer nada. !Y luego
dicen que vivimos en un régimen de libertades! !Pero si casi todo está prohibido, y lo que aún no lo está, lo estará!»
(pág. 59.)
«La libertad de expresión es sólo, hoy, libertad de impresión: la de imprenta. El librepensador es una figura molesta,
proscrita, mal vista. Casi ha desaparecido. Quedamos tú, yo y tres o cuatro chalados más. Chalados, sí, porque nos
toman por locos, y eso es fantástico. Nadie persigue a los locos ni al tonto del pueblo» (pág. 60.)
«(...) Es, sin embargo, totalmente falsa esa leyenda, tan difundida, de que yo ligo con las mujeres. !Son las mujeres las
que ligan conmigo! Naoko, por ejemplo, me ligó. Yo, aunque me gustaba, no me atrevía. !Imagínate! Era una alumna y
en estos tiempos te expones a la pena capital por ligar con una alumna. Si ella no hubiera tomado la iniciativa, yo
tampoco lo habría hecho (...)» (pág. 68, cursiva nuestra.)
Parece que deja muy claro con esto último que es un tímido y que no sería capaz de llevar la iniciativa en la
ceremonia de cortejo. Si no lo hizo con una de veinte, ¿lo iba a hacer con dos de trece? Fueron ellas las que
llevaron la iniciativa, y es lo que explicita Dragó con su lenguaje directo y tabernario, si se quiere. Pero
precisamente por eso, no cabe imaginar a Dragó como un señor que abusa de unas niñas, imponiendo su
fuerza y su inteligencia. Como un señor que sale buscando carne fresca y chochitos rosáceos. Será, un ideal,
en todo caso. Pero, vaya, que en ningún caso podemos pensar en Dragó como el estrangulador de Rillington
Place en versión Tokio o Kioto (en vez de Londres) y en formato pederasta.
No ve mal que en el seno de la familia se enseñe el sexo desde la niñez con la mayor naturalidad, al igual que
se hace en ciertas sociedades. Esto lo ha defendido Dragó otras muchas veces y en varios lugares. Por eso no
se entiende que salte ahora la polémica por lo que dice. !Si lo lleva diciendo tres décadas! Eso es lo que nos
lleva a pensar que es un pretexto para desestabilizar a los adversarios políticos del PSOE, y, en concreto, a
Esperanza Aguirre, a la que parece difícil apear de su puesto. Dice Dragó:
«Mira, esto que voy a decir ahora sí que es políticamente incorrecto al máximo. Me freno porque sé que me busco la
ruina, pero no puedo callarme: lo que pasa en nuestra sociedad con el llamado sexo infantil es delirante. !Por el amor de
Dios! !Si siempre ha habido sexo infantil! Lee a los clásicos. No estoy hablando de casos en los que pueda mediar
explotación, abusos, violencia, engaño, alevosía … Es evidente que entonces es totalmente reprobable. Pero si no … !
Por favor! Lo normal es que en el seno de una familia, entre los hermanos, entre los primos, entre el señorito
adolescente y la criada, surja el sexo. Es lo que ha pasado siempre y no se hundía el mundo. Ahora, !madre mía! Ahora
estamos en plena caza de brujas (…) Mira, a mí, cuando tenía dieciséis años, me desasnó una criadita maravillosa que
había en casa de mi madre. Y le estoy inmensamente agradecido. !Pensar que ahora esa encantadora mujer podría
haber ido a la cárcel por aquello! !Pero si le deberían haber dado una medalla! !No, no puedo estar de acuerdo con esa
persecución!
Y con el incesto sucede lo mismo. Si lo natural es el incesto, !por favor! (...)» (p.143-154).
« (…) algo tan importante como el sexo, del cual depende, en gran medida, nada menos que la felicidad de la persona y,
por supuesto, la estabilidad de la familia. Yo a los ocho años ya me masturbaba y a veces lo hacía pensando en mi
madre, lo que a ella, si lo hubiera sabido, le habría horrorizado. !Cuanta hipocresía! ¿No hay, acaso, sexo y placer
recíprocos, por ejemplo, cuando un bebé se agarra a la teta de su madre? Que se lo pregunten a Freud. Al pobre
Antonio Machado, si viviera hoy, lo meterían entre barrotes. Catorce añitos tenía Leonor Izquierdo cuando se enamoró
de ella. Quizá, incluso, trece. Yo le llevo a mi mujer actual la friolera de treinta y ocho años. Tenía ella veinte cuando la
conocí y parecía aún más joven, porque las japonesas suelen ser muy aniñadas. Lo que se dice un guayabito. ¿Me
convierte eso en un pedófilo? Obras son amores: llevamos dieciséis años juntos y nunca se ha cernido la más mínima
sombra sobre nuestra relación» (p. 154-155).
«Yo digo –y eso ya está escrito en mis Memorias– que lamento que no me haya pasado algo así. Nunca me tocaron.
Pero insisto: lo lamento (…) querría haber pasado por esa experiencia. Y desde luego no creo que me hubiera
traumatizado lo más mínimo» (p.156-157).
«(...) A mí me gustan las de quince (…) Llámame viejo verde, llámame como quieras, pero es así. Y conste que, por
desgracia, no hago nada. Pura boquilla. No están los tiempos como para meterse en ese tipo de fregados (…) Para mí,
en cambio, no hay nada como la piel tersa, los pechitos como capullos, el chochito rosáceo (…) !Pero si yo no sólo las
quiero para follar! Eso es lo de menos. A mí me gusta mirarlas a la cara, contemplar una piel tersa, lozana, aspirar su
aroma … (…) Las lolitas, además, no tienen por qué ser vírgenes (…) Yo soy un libertino. Y a mucha honra, de verdad
(…) El movimiento libertino, en la Europa del siglo XVIII, fue algo muy importante. Fueron los libertinos quienes
devolvieron la libertad a Europa esclavizada, emasculada y desclitorizada por el cristianismo: el pensamiento liberal es
una emanación de ellos. Juan Velarde, el economista, ha escrito un libro magnífico sobre ese asunto (...)» (p.159-160)
(cursiva nuestra, todos los fragmentos pertenecientes a Dios los cría …).
Todo el mundo conoce casos de diferencia de edad estimable, incluso siendo menor uno de ellos. Podemos
recordar el caso de la profesora que fue a la cárcel por mantener una relación con su alumno de 15 años, y de
cómo llegaron a tener un hijo juntos. Otra relación entre profesor y alumno es la que se da en la película La
belleza de las cosas (1996, Thomas Vinterberg). Nosotros mismos podemos asegurar cómo, por ejemplo,
cuando trabajábamos en un colegio de la capital, había una alumna de dieciséis años que estaba saliendo con
un hombre de treinta años. Y esta situación era conocida por los padres de la muchacha (sí, muchacha, pero
no niña). No entramos en las dificultades y viabilidad que pudiese tener esa relación con vistas a establecer
una relación de pareja estable y duradera (en el marco de la institución de la monogamia). Lo que decimos es
que ese señor no era un pedófilo ni un pederasta. Otra cosa es por qué su gusto o atracción por esa jovencita,
que puede deberse a múltiples motivos, pero que son cosa suya (y, a lo sumo, de su psicoanalista).
No es lo mismo, en efecto, una joven de dieciséis que una de trece. Pero una persona de trece o catorce años
ya tiene la suficiente capacidad como para decir que son responsables de sus actos. Y esto vale tanto para
mantener relaciones sexuales{14} como para imputarles la responsabilidad de sus actos. Véase, por ejemplo,
el Panfleto contra la democracia realmente existente de Gustavo Bueno, donde se dice:
«… Lo que interesa es impedir que el criminal horrendo pueda seguir viviendo después de su crimen. Y esto se extiende
también a los menores de edad adolescentes pero con capacidad operatoria. La minoría de edad es sólo una línea
convencional tratada en las sociedades democráticas a efectos administrativos. Si un «niño» de catorce años comete un
crimen horrendo interesa que no siga viviendo precisamente porque sólo de ese modo puede quedar reconocida, en el
terreno de los hechos, la imposibilidad social del crimen horrendo (...)» (p.223).
Si ha suscitado toda esta revuelta el affaire Dragó, qué no pasará si los fundamentalistas democráticos
bienpensantes leyeran la defensa, no ya de la posibilidad de la instauración de la ejecución capital, sino la de
aplicarla a «niños» (y «niñas», no se nos enfade nadie) de 14 años.
Lo que sucede es que en España, una joven puede abortar con dieciséis años pero no puede compra alcohol o
tabaco. Sí puede impedir que nazca el niño que lleva en sus entrañas pero no puede tomarse una cerveza en
un bar. No entramos aquí en la cuestión del aborto. Pero destacamos las incongruencias de nuestro sistema
penal. Y este caso sirve para poner encima de la mesa qué papel hay que atribuir a los menores de edad.
¿Hay que cambiar las leyes? Los distintos criterios que aportan los psicólogos no invitan al aclamado
consenso (tan querido por nuestros gobernantes). No sólo es cuestión de psicólogos el dilucidar estas
cuestiones. Recordemos la propuesta del parlamento holandés hace unos años para rebajar la edad a partir
del cual se pueden mantener relaciones sexuales con adultos sin que sea delito (en la línea de determinadas
sectas –Los niños de Dios, los Davinianos– que abusan de niños).
Veamos lo que dice nuestro Código penal en su artículo 181:
«1. El que, sin violencia o intimidación y sin que medie consentimiento, realizare actos que atenten contra la libertad o
indemnidad sexual de otra persona, será castigado, como responsable de abuso sexual, con la pena de prisión de uno a
tres años o multa de dieciocho a veinticuatro meses.
2. A los efectos del apartado anterior, se consideran abusos sexuales no consentidos los que se ejecuten sobre
menores de trece años, sobre personas que se hallen privadas de sentido o de cuyo trastorno mental se abusare.
3. La misma pena se impondrá cuando el consentimiento se obtenga prevaliéndose el responsable de una situación de
superioridad manifiesta que coarte la libertad de la víctima.
4. Las penas señaladas en este artículo se impondrán en su mitad superior si concurriere la circunstancia 3 o la 4, de
las previstas en el apartado 1 del artículo 180 de este Código (que se refiere a «cuando la violencia o intimidación
ejercidas revistan un carácter particularmente degradante o vejatorio») (negrita nuestra).
¿Que hay que reformar determinados artículos del Código Penal? Pudiera ser ¿Y que no hay que verlos como
si de un texto sagrado se tratara, que no puede ser reestructurado (como sucede con la Constitución de
1978)? Por supuesto que no, pero de momento, son los que son. Y si para unas cosas somos sacros
fundamentalistas democráticos y nos remitimos a la ley ante la cuestión del aborto, habrá que hacerlo para
todo, ¿no? Como no es así, nos parece que a muchos se les ve el plumero.
Un caso particularmente vomitivo es el artículo de Juan Hernández publicado enEl Comercio el 2 de noviembre
de 2010 y titulado «La derecha vergonzante». Es el prototipo de artículo en el que no se argumenta
absolutamente nada. Sólo se insulta. Quizá sea ese el único motivo de escribirlo. Como quien va al fútbol para
insultar a todo lo que pase por el campo, incluida la banda de música (el Valencia) o la mascota del equipo. En
fin ...
Escritos como el anterior se pueden poner a patadas, entre ellos el de algunas webs muy caóticas y
confundidas. Un artículo muy agresivo es el del heterónimo (por lo demás, muy estimado por nuestra parte)
Antonio Rico, que escribe en el periódico asturiano La Nueva España. En su columna del lunes 8 de
noviembre de 2010 titulada «Dragó, Savater y Garci» pretende desprestigiar a Fernando Savater y José Luis
Garci por haberse adherido al Manifiesto de apoyo a Dragó, suponiéndoles un elitismo que desdeña las
opiniones de los demás mortales (entre los que se incluye Antonio Rico). Además de deslizar que, en el fondo,
no es más que amiguismo y que están desbarrando al decirle a los demás lo que deben pensar:
«Fernando Savater y José Luis Garci entre otros, nos mandan callar para, así, calladitos, preservar el derecho a la
libertad de expresión contra la que atentamos cada vez que abrimos la boca. (…) Savater antes criticaba el elitismo
platónico y defendía que en una democracia todo ciudadano debe ser educado para gobernar. Ahora manda callar a los
que insultamos a un señor que insulta a las mujeres, o quiere retirarnos el voto según lo que veamos en la tele.
Obedecer y callar. Eran mejores el Savater de antes y el Garci de «Qué grande es el cine».
Pero en ningún momento se dice esto. Quienes hemos suscrito el Manifiesto lo hemos hecho desde distintas
posiciones y con fundamentaciones variadas. Pero en el fondo, lo que es común a todos, es el apoyo a una
persona que está siendo vilipendiada, y además injustamente, como estamos viendo. En ocasiones, la fobia
hacia ciertos personajes (otro caso paradigmático de los Antonio Rico es el de Pedro Ruiz) es excesiva e
incapacita para análisis correctos e incluso brillantes (como suelen ser los de este trío).
José Javier Esparza critica la doble moral de los medios progres o próximos al PSOE en su artículo de El
Comercio del lunes 8 de noviembre de 2010.
David Gistau en su columna del domingo en El Mundo defendía a Dragó, argumentando que se ha sacado
todo de madre. Puede que Dragó sea un bocazas y meta a menudo la pata, pero, desde luego, no es ningún
pederasta.
El lunes 1 de noviembre de 2010, Gabriel Albiac titula su columna en ABC «De lo público y lo privado».
Comienza citando a San Just: «La libertad del pueblo está en su vida privada; no la perturbéis», para después
comentar los casos del alcalde de Valladolid, de Pérez Reverte y, finalmente, de Sánchez Dragó. Nos dice
sobre lo acontecido con este último:
«Lo de Dragó es bastante más alarmante. Ignoro cuál fue el primer medio de prensa que aseguró, escandalizado, que
el escritor confesaba un explícito delito de abuso de menor en su libro de conversaciones con Boadella. Sí sé que casi
todos los demás medios dieron por buena la información y se limitaron a valorar, positiva o negativamente, el «dato». Sí
sé que yo tengo ese libro de la editorial Áltera aquí delante. Páginas 164-165. Que relatan «una partida de ping-pong»
en la cual dos adolescentes niponas le toman guasonamente el pelo a un guiri con ganas y lo dejan en estado de
calentón inconsumado. Hasta le dan un número de teléfono falso para que contacte con ellas al día siguiente. El guiri
sabe que ha hecho el ridículo. Y a ese autoburlesco avatar se reduce la aventura. ¿Era tan difícil constatar la
falsificación, leyendo esa página y media? Pues debía serlo, porque nadie lo hizo. Cosas de la LOGSE. Todo vale hoy
para destruir al adversario. Y todo cuela; eso es lo grave. Todo(...)»
El País ha sido uno de los medios que se ha dedicado muchas páginas al asunto Dragó, cuando no aparece
casi nunca en ellas. Por eso, el lector de un único periódico es como un autista, y puede llegar a pensar que
Dragó no publica nada ni asiste a ningún acto público. Puede incluso llegar a pensar que ha muerto. El propio
Dragó ha reconocido (en su intervención en el programa En casa de Herrero de Es Radio, el jueves 28 de
octubre de 2010, aclarando lo sucedido) que siempre que El País ha hablado de él, ha mentido{15}.
Bueno, pues en El País, publicó Fernando Savater el 2 de noviembre de 2010 su artículo «Eros y reacción» y
nos dice que:
«No es fácil que veamos reimpresiones de clásicos subrepticios de hace décadas, como Las menores de dieciséis
años, de Gabriel Matzneff (publicada en una colección de Julliard titulada Mi mayor afición), o Emilio pervertido, del
filósofo René Scherér (que además era hermano de Eric Rohmer): acabarían en la hoguera, junto a sus autores. Los
escándalos de Polanski y Sánchez Dragó, crucificados o defendidos según el gusto político de cada inquisidor, son todo
un revelador máster en hipocresía.
Algunas librerías han decidido no vender el libro de Dragó: según oí en una tertulia de la SER, personas respetables
están de acuerdo con esta objeción de conciencia. Supongo que también apoyarán a las farmacias que no vendan a las
jovencitas la píldora del día después o a los videoclubs que proscriban las películas de Polanski. Soy menos favorable a
este boicot por haberlo sufrido en carne propia. Hace unos años las librerías de una cadena propiedad de gente piadosa
lo aplicaron a un libro mío por haber dicho –equivocándome, ay– que Zapatero merecía un margen de confianza en su
trato con el entorno de ETA. Ya ven, la reacción va por barrios...»
Savater, como se sabe, ha sido uno de los principales artífices (sino el principal) del «Contra la quema de
libros. Manifiesto por Fernando Sánchez Dragó».
El jueves 4 de noviembre de 2010 El País publica un reportaje titulado «Su obra es libre, su conducta no»,
cuyo título es bastante elocuente. En él expresan su opinión Mercedes Bengoechea, Luis Antonio de Villena;
Javier Urra y el profesor de filosofía Manuel Cruz. Este último, dice que
«Claro que la literatura no puede servir como coartada para cualquier cosa, pero tampoco tiene sentido instituir una
policía de la literatura, que controle en qué casos es aceptable hablar de niñas y en qué casos, no»
Javier Ruiz Portella publica un artículo en El manifiesto el jueves 4 de noviembre de 2010 titulado «La excusa
pedófila. O la gran tapadera». En él, por supuesto, denuncia la campaña de acoso hacia el escritor.
El propio Sánchez Dragó ha hablado en la carta en El Mundo digital, en el programa En casa de Herrero, en el
chat de El Mundo y en una entrevista concedida a Carlos Cuesta y emitida en La vuelta al mundo de Veo 7
TV el viernes 5 de noviembre de 2010. También tenía previsto compadecer en el programa La Noria el sábado
6 de noviembre de 2010 (ya hemos visto lo que soltó por su boca Pilar Rahola), pero al final declinó la
oferta{16}.
Las declaraciones de Gustavo Bueno al respecto son las que encontramos en el reportaje de La Nueva
España del sábado 30 de octubre de 2010 y los minutos concedidos en el programa de las tardes de Luis
Herrero (ya que dirige otros programas) el viernes 5 de noviembre de 2010. Bueno defendió que es totalmente
gratuito suponer que Dragó esté orgulloso de esa hazaña «sexual». Una explicación más viable sería la de una
especie de liberación al contarlo, ya que pedir perdón no sirve de nada, ya que como dijo Espinosa en la
proposición LIV de la parte cuarta de la Ética: «El arrepentimiento no es una virtud, o sea, no nace de la razón;
el que se arrepiente de lo que ha hecho es dos veces miserable o impotente». Lo que pasó (en caso de que
hubiera pasado algo), pasó y ya está. Es cosa suya. Y se adherió al Manifiesto a favor de Dragó por la
catadura moral de quienes le acusan. Es una persecución política en toda regla, siendo una gentuza los
acusadores, que se rasgan las vestiduras por la anécdota de Dragó de 1967 y no lo hacen por el número de
abortos o por el episodio de la niña de diez años (que ya hemos citado). Deberían fijarse más, decimos
nosotros, en el aspecto central (los valores sexuales imperantes) y no en las cuestiones accidentales; en el
tipo de sociedad que estamos construyendo.
Ya hemos visto qué opina al respecto García Serrano, y dejamos a la iniciativa del lector los artículos y vídeos
emitidos desde Público, La Sexta (véase El Intermedio) y el diario digital El Plural (puede leerse el artículo de
Carlos Carnicero «Esperanza y la connivencia con la pederastia»). La animadversión hacia el personaje es
notoria y los titulares son más que evidentes.
La motivación política de la campaña contra Dragó (y sin descontar gente honrada que se mueva por causas
más nobles) se ve muy bien en la denuncia del PSOE ante el Defensor del Menor de Madrid por ser el escritor
un «pederasta confeso» (sic), además de ser un «juntaletras subvencionado por el Gobierno de Madrid». Lo
que pudiese parecer un acto de responsabilidad moral no es más que una batalla de la guerra política.
Además, qué se puede decir del Defensor del Menor y de una sociedad como la nuestra, donde una madre
que pega una bofetada a su hijo, está obligada a estar separado de él durante seis meses o enviada a la
cárcel a cumplir condena por malos tratos. No queremos hacer generalizaciones porque seríamos injustos y
cometeríamos errores, pero no se pueden cerrar los ojos o mirar para otro lado si no nos gusta lo que vemos.
El ayuntamiento de Aljaraque (Huelva), gobernado por el PSOE, aprobó en un pleno por unanimidad retirar
una plaza que llevaba el nombre del escritor.
En la red social Facebook hay varios grupos en contra de Dragó como «Prisión para Fernando Sánchez Dragó
por pederasta», «Sánchez Dragó a la cárcel por pederasta y monstruo» o «Pido el cese de Fernando Sánchez
Dragó de Tele Madrid».
Como nuestro asunto tiene que ver con el discurso políticamente correcto, recordemos cómo hace unas
semanas el jugador del Real Madrid y de la selección española Sergio Ramos envió un mensaje a través
de Twitter al motociclista Jorge Lorenzo, felicitándole por haber logrado el campeonato en la categoría de Moto
GP. Ese mensaje terminaba con un !Arriba España! Los medios catalanes aprovecharon para llamar fascista al
jugador de fútbol (unos días antes había criticado el hecho de que durante una rueda de prensa, un jugador
-Piqué- tuviese que repetir la misma respuesta en catalán a petición de un periodista). Ni que decir tiene que el
sentido de la expresión de Ramos no era político. Lo mismo podría haber dicho !Viva España!, !Hala España!, !
España la mejor! o similares. Sin embargo, el hecho de que uno pueda decir con la mayor naturalidad !Arriba
España! (como podría decir !Arriba el Real!) está mal visto. Sin duda, esa expresión tiene una connotación
política evidente: la que nos retrotrae al franquismo, pero eso es pasado y no se puede, en aras de lo
políticamente correcto, criticar que alguien use esa expresión.
El propio Jorge Lorenzo cuando ganó la carrera en Barcelona, no lució la bandera española como suele hacer.
Lo hizo por no herir la sensibilidad del pueblo catalán. Es decir, por ser políticamente correcto no pudo
pasearse con la bandera como hace habitualmente, además de ganarse las críticas (con razón) de quienes no
entienden la decisión que tomó.
En cuanto a la retirada (y quizá quema) de los libros de Dragó, hay que decir que el prohibicionismo y las
medidas liberticidas están llegando a límites ridículos e insoportables. Todo se hace de buenas maneras. Por
nuestro bien. En esta cuestión está inmerso la idea que tengamos de lo que debe ser un estado, las
competencias que debe tener, los servicios que debe prestar, donde debe intervenir, &c. Y es una cuestión que
no podemos aquí discutirla pormenorizadamente porque lleva aparejadas otras muchas ideas. Pero sí que el
paternalismo (el Papá Estado que decide por nosotros) nos está mermando libertades individuales. La
campaña contra las hamburguesas XXL, la prohibición de vender bollos en los colegios, la reescritura y
reformulación de cuentos y juegos infantiles;&c.&c.&c. Estos son asuntos ante los que un ciudadano
ineludiblemente toma posición.
La prohibición de libros no nos parece buen método ni remedio para nada. Los denominados neonazis si
quieren leer Mi lucha lo van a hacer (cualquiera lo puede hacer). El prohibir un libro por las ideas demenciales
que defienda no es el mejor camino. Es más, deberían regalarlo con el periódico. Esto no querría decir que el
20 % de la población fuese a simpatizar con las ideas hitlerianas, sino que podrían leerlo y comprobar lo que
allí se dice. No puede ser que uno vaya a comprar las Obras Completas de José Antonio y le miren mal. Ese
es el error: el pensar que por leer algo uno se convierte a la doctrina del autor. Si uno está leyendo un libro
sobre asesinos en serie, es porque tiene pensado empezar a matar en breve. Y quienes piensan así es un
número muy amplio de personas.
Nosotros no simpatizamos con todo lo que dice Dragó. Ni mucho menos (ni tampoco en la cuestión que nos
ocupa, como algún lector pudiera suponer). Pero aquí no estamos hablando de si ha contribuido a fomentar
ciertas lecturas esotéricas, el consumo de drogas o la hispanofobia (que, además, no es cierta). Tampoco
hablamos de su defensa de la pulsera Power Balance (en la entrada de su blog del 21 de octubre de 2010) o
de si dedica algún programa de Las noches blancas a las psicofonías, telepatías y médiums (en la emisión del
1 de noviembre de 2010){17}.
Este artículo está destinado a deshacer el entuerto y mostrar que ni mucho menos es Dragó un «pederasta
confeso». Citaremos a modo de ilustración fragmentos de los libros de 1984 y de 2010 (algunos realmente
proféticos de lo que le está sucediendo a Dragó). Haremos una sola excepción. Pertenece a La dragontea y
está referida al episodio que protagonizó Fernando Arrabal en su programa «El mundo por montera» en 1989,
cuando tras beber vino por primera vez (eso confesó Arrabal), revolucionó el plató de TVE («el milenarismo va
a llegar»). Dice Dragó:
«(...) Y la segunda España es la de los biempensantes, la de los mojigatos, la de los cursis, la de quienes en nombre de
la etiquetería y de la buena educación condenarían a Arrabal a morir en la hoguera o, al menos, la de esos gazmoños
que una y otra vez –sin llegar a tanto y por carta o teléfono– me piden que lo defenestre, que lo envíe a hacer gárgaras,
que le retire mi amistad (van dados) y que no le permita salir libremente por su fuero en mi tertulia.
Esta segunda España no merece ni tan siquiera el esfuerzo de dedicarle una línea en la dragontea: Pasemos de largo
con un piadoso gesto de desdén (...)» («Las tres Españas», diciembre 1989, pág. 227 de La dragontea, Planeta,
Barcelona 1992.)
Veamos dos citas entresacadas del libro de Joaquín Arnáiz de 1984. La primera en cuanto tienen que ver con
el feminismo:
«Mira, el feminismo, Joaquín, en lo que a mí se refiere, en lo que a la relación de las feministas conmigo se refiere, es
una guerra inútil que se han inventado las feministas, se han equivocado totalmente de objetivo, y se han equivocado
totalmente de objetivo porque, entre otras cosas, el feminismo para mí es algo absolutamente carente de importancia,
es como si me preguntaran por el socialismo, por el comunismo, por el fascismo o por cualquier otro ismo, o por el
surrealismo, bueno, el surrealismo es más importante porque por lo menos originó poesía, cosa que estos otros ismos
no han originado, son coyunturas históricas, son modas históricas, son trivialidades históricas, y, por otra parte, el
feminismo ha durado muy poco, está a punto de desaparecer, y es un fenómeno que, bueno, alborota mucho, pero las
famosas mayorías silenciosas no son feministas, es un fenómeno que no ha conseguido arraigar, no hay nada en el
feminismo, no cuentan (...)» (pág. 147.)
Y la segunda en cuanto a la libertad de expresión:
«(...) La derecha siempre ha respetado más la libertad de expresión que la izquierda, la izquierda no tiene instinto de
libertad, la derecha, al menos en el terreno cultural que es el que a mí me afecta, en el terreno de la libertad de
expresión, la derecha, no estoy hablando de la extrema derecha, estoy hablando de la derecha con rostro humano, ha
sido siempre más liberal (…) el PSOE está impulsando el bipartidismo, está impulsando una vez más la eterna y cutre
querella y dialéctica de las dos Españas» (págs. 179-180.)
Y veamos ahora para terminar, y a modo de apéndice, algunos fragmentos de la polémica Dios los cría…:
«Volviendo a lo de la memoria histórica. Lo malo no es que quieran investigar, buscar a los muertos y darles cristiana
sepultura, no. Lo malo es que se están abriendo trincheras, no fosas. Y esas fosas se abren en función de
determinismos ideológicos y cainitas. Eso es lo que estremece» (pág. 96.)
«… ¡Basta de derechas y de izquierdas! ¡Basta de ideologías! Contabilidad, Albert, contabilidad. Entradas y salidas,
balances que cuadren, minuciosamente auditorizados. La fría realidad de los números. El Estado es una empresa (...)»
(pág. 121.)
«Decía Kipling en el If: «Si a todos apreciáis, y poco a todos, y nadie, amigo o no, dañaros puede». Autonomía
sentimental, Albert. Ése es el secreto no sólo de la felicidad, sino también de la libertad (…) Yo siempre digo lo que
decía Krishnamurti, al que una vez criticó alguien al terminar una conferencia, y él respondió: «Mire usted, si me elogia o
me censura obtendrá exactamente el mismo resultado: ninguno». Hay que ser indiferente por completo al halago y al
elogio. Y eso sí que lo he conseguido. Me da absolutamente igual lo que digan de mí (…)» (págs. 309-310.)
«En Japón, por ejemplo, cuando yo llegué allí en 1967, estaban de moda los sister boys o «hermanas chicos», que eran
travestis muy sofisticados. Había muchísimos, ocupaban barrios enteros. Ahora, en cambio, el fenómeno se ha reducido
mucho. El puritanismo norteamericano, que en su día, al terminar la guerra mundial, prohibió los baños mixtos, ha
hecho mella y mucho daño en una sociedad tan permisiva, tan budista, tan inocente, como lo fue la japonesa (...)» (pág.
316.)
«(...) Son sociedades, las del África negra, muy primitivas. Están aún en el Neolítico. Cuando yo empecé a moverme por
allí, y eso fue en el otoño de 1970, todas las mujeres, digámoslo así por muy políticamente incorrecto que resulte, eran
putas. No había prácticamente una sola mujer negra que no estuviese dispuesta a irse a la cama contigo por
un cadeau, cadeau («regalo, regalo»), como se decía en el África francesa (...)» (pág. 317.)
Quien desee leer el resto del libro, sólo tiene que acudir a las librerías, si no es demasiado tarde… Con estas
líneas, nos parece que hemos dicho, más o menos, lo que queríamos expresar.
Notas
{1} Aunque todo el mundo que le conoció en lo años sesenta le conoce como Enrique. Así, se refiere a él
Amando de Miguel en sus Memorias y desahogos, también de reciente aparición.
{2} Acordémonos que, en vísperas de las elecciones generales de marzo de 2008, advirtió en el informativo
nocturno Diario de la noche de TeleMadrid –también en otros lugares–, que por entonces presentaba y dirigía,
que si Zapatero salía nuevamente elegido se iría de España (Vandalia) para no volver. Esto mismo ya lo
expresó en 1984 con Felipe González en el poder:
«Si en las próximas elecciones el pueblo español fuera tan borrego y tan borrico de volver a darle el poder a esta gente
(al PSOE), yo es posible que renunciase a la nacionalidad española, si es que jurídicamente existe esa posibilidad (lo
intentó, tras la entrada de España en la OTAN), porque verdaderamente en ese momento yo me sentiría avergonzado
de este pueblo al que todavía adoro y por el que siempre he partido lanzas» (cursiva nuestra, pág. 177, Joaquín
Arnáiz,Fernando Sánchez Dragó. Una vida mágica, Anjana Ediciones, Madrid 1984).
{3} «Yo alguna vez he propuesto un Gobierno tripartito, una especie de triunvirato –o mejor dicho, de
triunmulierato– formado por Esperanza Aguirre, Rosa Díez y María San Gil. Creo que las tres juntas arrasarían
ellas elecciones», pág. 119, Dios los cría ...
{4} Que ya había tenido un enfrentamiento reciente con Dragó a raíz de una columna de Dragó donde
irónicamente hablaba de los nazionalistas, con ene de nazis. Rahola no captó el tono y al siguiente martes,
tras hablar de ello el domingo en el programa de Isabel Gemio, le contestaba, sin citarla, en su columna.
{5} Y decimos «supuestamente» porque en el caso de Polanski está demostrado. Las otras eran una
apariencia de jóvenes de 13 años, pero bien pudiera tratarse de una apariencia falaz y no veraz.
{6} Algo así a lo que expresó en su día un amigo del bailador Farruquito, que defendía la existencia de una ley
especial para él.
{7} En su día Dragó hizo una broma sobre su apellido en una de sus columnas.
{8} Véase, por ejemplo, Reservoir dogs, 1991, Quentin Tarantino.
{9} Otra cosa será en qué tipo de sexualidad han sido educadas, dependiendo de la familia y la matriz social.
En función del número de abortos y de las enfermedades de transmisión sexual, parece que no una adecuada.
{10} Otra cosa será el criterio –más o menos arbitrario– para fijar esa edad y no otra.
{11} Así lo afirmó en su día en el programa de Isabel Gemio, Te doy mi palabra enOnda Cero, y en
declaraciones en esta polémica.
{12} Puede leerse en esta misma revista un artículo de José Manuel Rodríguez Pardo sobre esta saga en
clave de la teoría de juegos (número 95, enero 2010), y otro (número 13, marzo 2003), en el que analiza la
obra de Dragó Carta de Jesús al Papa (2001).
{13} Falangista, acaba de publicar Con otro punto de vista en la editorial Actas, e hijo de Rafael García
Serrano, autor de La fiel infantería, que obtuvo el Premio Nacional de Literatura en 1943, y que en 1960 fue
llevada al cine por Pedro Lazaga.
{14} Así lo reconoce la ley en España, fijando la edad de 13 años (como en muchos países de
Hispanoamérica). La mayoría de los estados lo fijan en 13, 14 o 15. Inglaterra y Holanda en 16 años. En este
aspecto, hacen caso omiso de ella los que suelen ser más leguleyos.
{15} Es curioso comprobar, cómo esto mismo es lo que expresa Amando de Miguel en sus recientes Memorias
y desahogos ya citadas.
{16} Esto lo cuenta su hija Ayanta Barili en el blog que comparten desde hace unos meses, en la entrada del 9
de noviembre de 2010. La oferta inicial del programa deTelecinco era de 18000 euros por una entrevista.
Dragó ha contado alguna vez que las veces que ha acudido a La Noria como contertulio era porque, por hablar
tres minutos, cobraba 1500 euros (se pueden escuchar las intervenciones de Dragó en los programas de su
hija Ayanta Es amor y Es Sexo, del 26 de enero de 2010 y 6 de octubre de 2010, respectivamente).
{17} De esto nadie se queja.
Ya no se dice Vietnam ni Oslo
Gustavo D. Perednik
El error radical, obviado también en sus ejemplos emblemáticos
La capital de Noruega y el Este de Indochina comparten una curiosa característica: su mera mención puede
revelar el fiasco de la posición «progresista» en sus diversas variantes. Por ello ésta elude el recuerdo y
soslaya fracaso bajo el velo de una supuesta extinción de todas las ideologías.
El gobierno de los partidos comunistas fue rechazado por más de treinta países que lo padecieron durante
décadas. Entre ellos brilla con luz propia la República Socialista de Vietnam, proclamada el 2 de julio de 1976.
Dicha proclamación fue precedida por una devastadora guerra de tres lustros que cobró más de tres millones
de vidas, y que concluyó sólo cuando los vencedores cumplieron cabalmente con su objetivo de desmantelar
Vietnam del Sur y no dejar ni un palmo de suelo vietnamita con propiedad privada.
En Occidente, la intelectualidad y los medios fueron casi unánimes en conferir a la voz «Vietnam» un mensaje
idealizado, indeclinable y movilizador: viva la revolución.
Apenas una década después, el mensaje comenzó a colapsar, a partir de que el Partido Comunista de Vietnam
implementó, en 1986, la estrategia del «Doi Moi» («renovación»): una gradual introducción del mercado libre y
de la propiedad privada de granjas y compañías; desregulación, e inversión extranjera. Gracias a esta política,
emergió una de las economías de más rápido crecimiento en el mundo, con aumento en la producción
industrial y agrícola, en la construcción, la vivienda y las exportaciones.
Por eso ya no se dice Vietnam, porque la consecuencia lingüística de las medidas adoptadas fue que los
millones de personas que con sólo pronunciar el bisílabo solían sumirse en un hechizo escatológico,
actualmente evaden la palabra. La infrecuencia de ésta en los medios de hoy en día es, en efecto, tan enorme
como lo fuera su omnipresencia en el discurso cotidiano de los años ochenta.
Ya no se dice Vietnam, tampoco para revisar críticamente los motivos del mutis. La guerra en ese país parece
haber sido no sólo cruenta sino también estéril, incluso de moralejas. Y tan inútiles como ella fueron las
múltiples campañas en ella inspiradas, la Guerra Fría, y las interminables purgas y revoluciones, y muerte por
doquier.
Vietnam es el emblema de cómo, casi finalizando el siglo XX, el espejismo marxista se disipó, ya sea porque
existió simplemente en la infecunda teoría, o bien porque cuando intentó llevarse a la práctica se limitó a
generar liberticidio y estancamiento.
Para sus otrora portavoces es arduo reconocerlo, ya que no puede minimizarse la muerte de millones de
personas por hambre y persecuciones bajo el nimio epíteto de «error».
Pero el examen es imperioso, precisamente para quienes fundamentaron una buena parte de su ideología en
los principios que naufragaron.
Salteamos aquí la distinción entre una teoría sostenida como diagnóstico, y la misma presentada como terapia
social, porque es falaz toda apología para la que «el marxismo hace una descripción correcta de la realidad,
pero en cuanto se lo aplica a la misma no produce los resultados esperados».
La ineficacia de una vacuna, un descubrimiento o una idea, es una prueba de que sus presupuestos teóricos
están intrínsecamente equivocados. Por ello deben ser revisados con valentía, hasta que revelen su esencial
quimera, sobre todo porque su fracaso no se extendió por apenas algunos meses, sino durante ochenta años.
En suma: no corresponde el panegírico sino una autopsia general, guiada por dos preguntas:
· ¿Cuál fue el error fundamental del marxismo, que desveló su inherente insuficiencia para explicar cómo
funciona la sociedad?
· ¿Por qué el error pudo durante un siglo engañar a tantos, incluso a mentes brillantes?
El abismo entre los vaticinios y la realidad
Una minoría de intelectuales denunció el fiasco, pero habitualmente se concentraron más en los indicadores
sociales que llevaron a la caída final, y menos en el esquema teórico del que se desprendía la falacia. Se
ocuparon, acaso con razón, de cómo la Unión Soviética tambaleaba, pero no de cómo el Manifiesto Comunista
engañaba.
En 1950, Nikita Krushchev anunciaba que en veinte años el nivel de vida comunista iba a superar al de EEUU,
y que antes del año 2000 «el capitalismo sería enterrado». León Trotski había vaticinado que en 1948 «la
Cuarta Internacional se habrá convertido en la fuerza revolucionaria decisiva de nuestro planeta». Su discípulo
y biógrafo, Isaac Deutscher, había publicado en 1933 El peligro del barbarismo sobre Europa, donde urgía a la
izquierda a unirse contra Hitler y, por toda respuesta, los comunistas lo expulsaron del partido por «exagerar el
peligro del nazismo y difundir el pánico».
Y así todos, imperturbables ante una realidad que desmentía a los estalinistas que se aliaron al nazismo, a los
maoístas que cosecharon hambrunas y desolación, a los trotskistas que se limitaron a teorizar sobre
entelequias.
He aquí la primera de las tres grandes contradicciones del marxismo que hemos de señalar: una teoría que se
ufana de ser profundamente materialista, se encerró en análisis meramente hipotéticos.
Consecuentemente, cuando se equivocó no volvió a sopesar la teoría, y continuó parapetándose en visiones
apocalípticas dignas de la más fanatizada religión.
El marxismo previó que el gobierno revolucionario, por decreto, cambiaría la naturaleza humana. Atribuía a la
transferencia de los medios de producción consecuencias escatológicas, cuando se trataba de una mera
medida burocrática.
Una medida que exaltaban como al heraldo del fin de la explotación, de la plusvalía, de la alienación, y de la
desigualdad. La partera de un hombre nuevo, que haría que el Estado se esfumara, y se desvanecieran los
conflictos.
Lo concreto es que, en vísperas de la perestroika, en los años ’80, con toda la propiedad en manos del Estado,
no sólo no habían nacido «hombres nuevos» ni se había alcanzado nirvana social de ninguna índole, sino que
los indicadores mostraban a las claras que las sociedades socialistas no funcionaban. Los mismos elocuentes
indicadores que exhibe el único país aferrado al dogma: Corea del Norte, con desabastecimiento energético,
constantes averías y apagones, crecimiento económico per cápita nulo o negativo, esperanza de vida en
disminución, y una ineficiencia que causa hambre.
Este último dato es notable: incluso las ocasiones en las que la producción socialista daba resultados, los
retrasos en la distribución provocaban una escasez que a su vez generaba colas, acaparamiento de productos
y racionamientos. Las cosechas siempre resultaban más pequeñas de lo planeadas pero, peor aún, cuando el
cereal, las papas, el azúcar, la remolacha y las frutas finalmente se obtenían, se echaban a perder antes de
llegar a las tiendas.
Concretamente, el «hombre nuevo» significó, en China, la muerte por hambre de unos 30 millones de
personas entre 1958 y 1961; y en la Unión Soviética, que hacia 1990 más de cien mil aldeas carecieran de
línea telefónica. La economía civil carecía de fotocopiadoras, de computadoras, de lo indispensable para la
logística moderna.
La ruina de las telecomunicaciones era en parte resultado de la censura del partido, que impedía el
intercambio rápido de información, y en parte la consecuencia de que la asignación de recursos era pésima, y
previsiblemente la economía colapsaría.
Para dar dos ejemplos: a) los bonos e incentivos concedidos a las empresas se determinaban por el número
de trabajadores empleados, lo que condujo a la contratación de grandes cantidades de obreros innecesarios.
El sobreempleo era, en efecto, un aspecto del despilfarro.
b) Las cuotas de producción se fijaban únicamente en términos cuantitativos, lo que daba lugar a la producción
de artículos de muy baja calidad, y al engaño constante acerca de lo producido.
Las empresas más subsidiadas eran siempre las peores, las que más dilapidaban recursos. Ello generaba una
creciente corrupción, en la que todo empleado escondía algo debajo del mostrador, para sus amigos o
parientes, o para soborno.
En mayo de 1988, cuando aparecieron en Rusia los primeros pimpollos de autocrítica, el diario Pravda publicó
un artículo que resumía así la condición de la economía socialista: «Ni uno solo de los 170 sectores esenciales
de la economía ha cumplido ni una sola vez con los objetivos de los planes trazados durante los últimos 20
años... esto trajo una reacción en cadena de desequilibrio que ha llevado a una anarquía planificada...»
Las explicaciones existen
La gran pregunta es por qué la asignación de los recursos era tan ineficiente que llevó al derrumbe. Desde la
literatura se habían dado algunas respuestas. La única novela de Henry Hazlitt (1894-1993), La gran
idea (1951), responde por qué no funciona una economía planificada. Narra la experiencia de Pedro Uldanov,
heredero al imperio comunista de Nuevomundo en el año 2100, y cómo su padre Stalenin le informa de las
purgas y de los complots para asesinarlo. Pedro descubre la gran idea para rescatar a la sociedad del
estancamiento en el que estaba sumida: la libertad. En la novela, el socialismo no funciona por tres motivos:
· Porque deslegitima el afán de lucro, que es el motor de la producción;
· porque no hay criterios para determinar el valor de los productos; y
· porque el planificador de la sociedad no ve las infinitas causas operando en ella.
La madre de todos los errores era sostener que el valor de las cosas depende del trabajo invertido en ellas por
los obreros, y que por lo tanto hay una clase que vive apropiándose de lo que éstos producen.
La lucha de clases, que era el centro de la ideología, ya casi no ocupa lugar en las nuevas plataformas de los
partidos de izquierda representativos. Se aspira a sociedades policlasistas, y a partir de ello el corazón del
marxismo deja de latir.
Además, la perestroika rusa destapó el tacho de los crímenes cometidos durante un siglo, mientras ni un
sindicato, ni una huelga, ni una manifestación, ni un diario opositor, ni nada, habría podido objetar la realidad
para mejorarla.
En 1920, cuando la experiencia soviética tenía sólo tres años de edad, Ludwig von Mises demostraba que el
socialismo estaba encaminado a la ruina. Pasemos por alto la corrupción, el autoritarismo, el
desabastecimiento, la represión, la falta de libertades, las purgas. Ignoremos todos los vicios de las dictaduras.
El tema básico irrefutable continúa siendo el mismo: el mejor intencionado planificador social general, no sabe
qué hacer.
Una economía moderna con un sistema de división de trabajo avanzado, tecnologías sofisticadas y una amplia
variedad de equipamiento de capital, es demasiado compleja para que los planificadores puedan organizarlos
y preverlos exitosamente. Hay demasiado conocimiento (y muchos tipos diferentes de conocimiento) dispersos
entre demasiada gente. A veces ni el poseedor de los conocimientos sabe que los posee; a veces, no quiere
compartirlos.
El planificador es incapaz de centralizar toda la información relevante y cambiante de una sociedad compleja.
Es incapaz de organizar todo en la economía justo de la manera correcta para que «esté bien».
Recordemos que el gobierno soviético fijaba 22 millones de precios, 460.000 tipos de salarios, 90 millones de
cargos gubernamentales. Todo, en base de caprichos de burócratas. El resultado fue el caos y la escasez y, en
el proceso, se perdieron la ética del trabajo, las oportunidades empresariales, y la iniciativa privada. En
condiciones de monopolio total, la economía es sencillamente destruida.
Los precios, la herramienta esencial para que una economía funcione racionalmente, no se formaban: se
dictaminaban como veredicto inapelable por un juez todopoderoso, y por ello no eran indicadores de nada más
que de los caprichos del soberano.
En suma, el error básico del socialismo fue desalojar la racionalidad de la economía.
La pregunta consiguiente es cómo pudo defenderse la irracionalidad. También Mises lo ha explicado: los
marxistas supieron construir tres corazas para protegerse de la crítica, a saber:
1) enseñaron que su sistema es fatalmente inevitable, y por lo tanto quien no coincidiera con él iba a
contramano de la historia;
2) impidieron que se debatiera cómo ha de organizarse la sociedad socialista, circunscribiéndose
exclusivamente a la crítica demoledora de la que no lo es;
3) negaron a la lógica su carácter obligatorio, válido, y general para todos los hombres y todas las épocas.
Toda crítica era ipso facto descalificada por «burguesa».
He aquí la segunda de las tres contradicciones: aunque sostenían que su postura era «ciencia pura»,
rechazaban el método científico que consiste en revisar cada paso y criticar los resultados.
La tercera paradoja marxista es que sostiene que todos actuamos movidos por nuestros intereses, salvo los
intelectuales marxistas, quienes superan sus impulsos e intereses por medio de la iluminación que les
producen las santas fuentes de su religión.
En suma: uno puede seguir sosteniendo el marxismo, aferrado a una teoría que jamás se tradujo en éxitos
reales, tanto como puede insistir en el espiritismo y en que los OVNIS nos visitan. Lo que no puede es
argumentar que sus creencias son doctrinas científicas.
Sin la teoría del valor, que derivó en el mito de la plusvalía, cae la doctrina marxista, y cae Vietnam.
La voz Oslo tuvo un destino similar. Durante una década repitieron en el mundo académico, también el israelí,
que los Acuerdos de Oslo firmados con Arafat en 1993 constituían la única salida posible hacia la paz. Pero se
cumplieron las advertencias de los opositores al acuerdo y, lejos de llevarnos a la paz, las concesiones a las
agrupaciones terroristas generaron el peor baño de sangre de la historia de Israel. Entonces los pacifistas
obran como los marxistas: sencillamente dejan de recordar el «error».
Introducción a la Gnoseología
del materialismo filosófico:
Teoría del cierre categorial
Miguel Ángel Navarro Crego
Dada la creciente cantidad de obras que utilizan la Teoría del Cierre Categorial, algunas ya reseñadas en El
Catoblepas, para reconstruir gnoseológicamente el campo de diferentes ciencias, presentamos aquí una
introducción general a la misma a partir de sus orígenes bibliográficos
Nota aclaratoria
Este trabajo es un ensayo de introducción general a la Filosofía de la ciencia del Materialismo Filosófico, cuya
gnoseología transformacionista recibe el nombre de Teoría del Cierre Categorial. Por un lado Gustavo Bueno
ha publicado ya cinco volúmenes de dicha teoría (y prepara el sexto), además de los opúsculos ¿Qué es la
filosofía? y ¿Qué es la ciencia?, sin contar los desarrollos especiales en las revistasEl Basilisco y El
Catoblepas. Por otra parte autores como Alberto Hidalgo, Julián Velarde, Pilar Palop, Juan Bautista Fuentes,
David Alvargonzález, Alfonso F. Tresguerres, Pablo Huerga, Felipe Giménez, Silverio Sánchez, Evaristo
Álvarez y José Manuel Rodríguez, entre otros, han desarrollado aportaciones muy valiosas en Filosofía e
Historia de las ciencias. Sus Tesis doctorales así lo demuestran, no obstante aquí no podemos citarlas todas.
Nuestra bibliografía es intencionalmente atrasada, pues se trata de retomar diacrónicamente ciertos manuales
genéricos que constituyen el primer acercamiento a cuestiones de «Filosofía de la ciencia», «Epistemología» o
«Metodología» por parte del público en general (alumnos de universidad, profesores de instituto, &c.). De
todas formas señalamos en la Bibliografía las últimas obras de Bueno al respecto.
Asimismo aunque citamos El estatuto gnoseológico de las ciencias humanas(como inédito), que fue el magno
proyecto inicial que Gustavo Bueno desarrolló a principios y mediados de los años setenta del pasado siglo,
muchas de sus obras posteriores publicadas se nutren de esa obra, ampliando en mucho el proyecto inicial y
desarrollándolo. Principalmente ha de tenerse en cuenta, en este sentido, los ya mencionados cinco
volúmenes de la Teoría del cierre categorial (TCC).
Por nuestra parte esperamos que este trabajo sea útil, no tanto para los habituales colaboradores de la
revista El Catoblepas (muchos de ellos expertos en diferentes desarrollos y aplicaciones de la TCC) sino para
aquellos lectores de otras latitudes (por ejemplo, nuestros amigos mejicanos que recientemente estuvieron en
los Encuentros de Filosofía en Gijón). También puede resultar interesante a todo aquel que quiera iniciarse en
el conocimiento del Materialismo Filosófico y su Teoría del Conocimiento.
Introducción
El trabajo que aquí introducimos es un ensayo de presentación de la idea de ciencia desde la teoría
transformacionista{1} elaborada por el filósofo Gustavo Bueno, y múltiples colaboradores y miembros de las
sucesivas oleadas del Materialismo Filosófico. Esta es conocida en los ámbitos académicos españoles{2}, si
bien ello no impide, claro está, que la «sopa anglosajona» siga alimentando a ritmo taylorista los principales
logros y ambiciones intelectuales de algunos de los más destacados filósofos de este país (quien sabe si es
porque la tarea de la traducción en España no es ya una necesidad intelectual vivificadora, sino un remedio, el
primado del «primum vivere» de esta mala salud de hierro que la filosofía goza en nuestra tierra hispana {3}).
Procedamos pues sin dilación.
Aunque Marx W. Wartofsky afirma que todo el mundo sabe lo que es la ciencia y lo que ésta hace{4}, pocos
son los autores que, retomando desde una perspectiva trascendental y dialéctica el pragmatismo que las
primeras líneas de la obra citada de Wartofsky apuntan, han intentado elaborar una visión de conjunto que
comprenda el proceso de construcción de la misma.
Se podría decir que el estado de «revolución permanente» en el que se encuentra hoy la ciencia{5}, que
desborda ampliamente a la que se hacía hace cinco o seis décadas (como reconoce D. J. S. Price), ha hecho
también desbordarse en acelerada carrera las discusiones en torno a ella (multiplicándose los puntos de vista).
Por eso también el quehacer filosófico, de algunas de las Tradiciones de Pensamiento más importantes del
siglo XX, se ha visto totalmente comprometido en el estudio y análisis de la estructura de las leyes y de las
teorías científicas, gestándose así visiones muy plurales que dan razón del hecho de la ciencia{6}.
Son múltiples las obras que se le brindan hoy al lector español y que en tono expositivo abordan y recorren los
principales problemas y debates de la Filosofía de la ciencia.
Algunas de ellas como la de Harold I. Brown{7} parten de los principales tópicos del positivismo lógico y
transitando los caminos del falsacionismo (los «falsacionisrnos» de Popper), llegan a presentar la «nueva
imagen de la ciencia» ofertada por los ya clásicos post-popperianos, Kuhn y Lakatos (sintomáticamente no se
cita a Feyerabend). Otros como Alan F. Chalmers{8}, en un lenguaje coloquial, exponen con ejemplos sencillos
las limitaciones del inductivismo ingenuo y haciendo comprender cómo las observaciones y los hechos
dependen de la Teoría desde la que se establecen, introducen los diferentes niveles o formas de falsacionismo,
a los que siguen las refinadas consecuencias de la teoría de los «paradigmas y «revoluciones» de Kuhn y
principalmente de los «programas de investigación» de Imre Lakatos.
Esta obra recoge al final de la misma, y como contrapunto frente al «aire de familia» de la tradición ya
mencionada, algunas de las ideas del materialismo de Althusser{9}, sin embargo a Bachelard se le menciona
de pasada y únicamente como mera introducción al marxista francés.
El caso es que hoy en día (y lo reiteramos una vez más) el número de tratados generales sobre Filosofía de la
ciencia, dicho sea así genéricamente, ha aumentado lo suficiente como para que el lector interesado «pueda
bucear» en las diversas tradiciones o desarrollos de esta disciplina.
Nosotros, antes de proceder a presentar la «gnoseología transformacionista» del filósofo Gustavo Bueno,
deseamos ofrecer también algunas referencias claves –aunque pocas y tal vez insuficientes– en torno a dos
teorías o filosofías de la ciencia (dicho sea en sentido amplio) que en España circulan y que forman el
basamento (pero no exclusivamente) de los esfuerzos que los propios científicos hacen por reflexionar sobre
su propio trabajo. Me refiero en concreto a la teoría de los paradigmas y de las revoluciones científicas de
Thomas S. Kuhn, y al materialismo semántico y sistémico de Mario Bunge{10}.
Del neopositivismo clasico al falsacionismo
Es por muchos autores aceptado (tanto filósofos como científicos), y a pesar de las varias tradiciones
heredadas (algunas de ellas seculares y otras que hunden sus raíces en lo más granado del pensamiento
griego clásico), que el origen de la Teoría contemporánea de la ciencia parte de «la concepción científica del
mundo», que los miembros fundadores del Círculo de Viena esbozaron ya en los comienzos con su acta
fundacional en 1929.
De sus principales integrantes cohesionados en torno a Moritz Schlick (entre los que cabe destacar al físico y
filósofo Rudolf Carnap, al matemático y fenomenalista Hans Hahn, al economista y sociólogo Otto Neurath y
también a Víctor Kraft, F. Waismann, H. Feigl, Gödel, Philip Frank, F. Kaufmann, &c.) cabe reseñar algunos
elementos en su formación que les dan un «barniz común». Así su sólida formación en física y matemáticas,
su impronta empirista o fenomenalista (por influencia del empiriocriticismo de Mach), su interés por la
semántica (Frege), la lógica simbólica, la teoría del conocimiento y la metodología de la ciencia (Russell,
Wittgenstein){11}.
La influencia del Tractatus-lógico-Philosophicus de Ludwig Wittgenstein es determinante en dos puntos
cruciales del programa neopositivista. Por un lado en la «concepción de que la verdad de los enunciados
lógicos sólo depende de su estructura y del sentido de sus términos, como en su actitud frente a la metafísica
tradicional»{12}, cuyas formulaciones eran consideradas por aquél como pseudoenunciados, o sea frases
carentes de contenido cognitivo.
También un elemento a destacar es la importancia que tiene la aplicación de conceptos lógicos en la
reconstrucción racional de los enunciados científicos, analizando el lenguaje en busca de significatividad y
exigiendo en todo momento la comprobabilidad de las frases científicas y la búsqueda de un criterio de sentido
empírico.
Otra preocupación no menos relevante es el ideal de «Ciencia unificada», que conlleva la superación de la
distinción entre Ciencias de la Naturaleza(Naturwissenschaften) y Ciencias del Espíritu o de la Cultura
(Cassirer)(Geisteswissenschaften), en un único lenguaje de corte fisicalista{13}.
Harold I. Brown resume que «la doctrina central del positivismo lógico es la teoría verificacionista del
significado, cuya tesis es que una proposición contingente es significativa si y sólo si puede ser verificada
empíricamente, es decir, si y sólo si hay un método empírico para decidir si es verdadera o falsa; si no existe
dicho método, es una pseudo-proposición carente de significado»{14}.
Este autor se centra (en uno de los primeros capítulos de su obra) en la versión moderada del positivismo
lógico, es decir, en el empirismo lógico, y aunque constata que una de las principales características del mismo
es su omisión de un estudio preciso de las teorías científicas reales tomadas de la propia investigación, según
él, esto no debe entenderse como un motivo de crítica, como un punto débil en dicho empirismo, pues la
filosofía de la ciencia ha de partir de un conjunto de presupuestos en materia de Teoría del Conocimiento, ya
que al igual que en la propia ciencia «no hay hechos sin teoría previa»{15}.
No obstante el origen del criterio de verificación (pilar central del Empirismo Lógico) es también el origen de los
problemas que éste plantea, pues Karl Popper ya en 1932 manifestó su oposición a la concepción
wittgensteniana de la verificación concluyente a la que se había adscrito Carnap.
Popper, a la vez que rechaza el criterio de sentido empírico, propone el establecimiento de un nuevo criterio de
demarcación{16}. Ello va a suponer una nueva visión de la ciencia que podría reexponerse desde el par de
«conceptos conjugados» materia-forma{17}.
Así si entendemos que la concepción de la estructura de la ciencia, ofertada por el neopositivismo, transita por
el camino de un descripcionismo radical, donde la verdad científica está en la presencia de las cosas mismas
(diríamos en la materia), y la forma lógica consiste en transformaciones posibles de las proposiciones atómicas
empíricas (tautológicas, pues se concibe la forma como reducida a la materia, ya que los hechos quedan
intactos después de su elaboración formal){18}, el «Falsacionismo» de Popper supondrá la aceptación de una
gnoseología teoricista, en la que la «forma» de la ciencia queda incorporada como teoría, teniendo ésta una
independencia relativa de los hechos (de la materia). Aquí la verdad aparece como «coherencia».
Esto es así pues Popper establece que es la falsabilidad el criterio que se ha de aceptar, afirmando que las
teorías no son nunca verificables empíricamente{19}. Popper busca «demarcar» el área del discurso
significativo de la ciencia (distinguir la ciencia de la metafísica y de la pseudociencia){20}, y como forma de
contrastación propone la «falsación», según la cual una hipótesis que no resulta refutada por los hechos puede
ser admitida (así no se consigue demostrar que sea verdadera, pero no resulta contradictoria con los hechos),
y si una teoría no es falsable no debe ser considerada como «científica»{21}.
El método empírico ha de exponer siempre a una teoría a la posibilidad de que ésta sea falsada, siendo este
un elemento importante que salvaguarda y promueve el progreso de la ciencia{22}.
Según Gustavo Bueno en la época de la Lógica de la Investigación (1959)Popper acepta «las consecuencias
más radicales de su teoreticismo», ya que las ciencias no tienen conexión con la verdad material de un modo
positivo. De este modo la materia que no puede verificar nunca las proposiciones obtenidas en el proceso
teorético, puede desmentirlas, admitiéndose que toda teoría científica contiene como parte interna de la misma
alguna consecuencia falsa. Esto supone que la materia no es solamente un mero agente falsador (y por tanto
externo al núcleo central de la ciencia que sería su teoría), sino que ello implica desde una perspectiva
transformacionista (y precisamente porque los «hechos» pueden falsar), que hay que reconocer a la materia
como algo intercalado en el propio curso de realización de la ciencia{23}.
Con la evolución del pensamiento de Popper hacia un falsacionismo más sofisticado (Objetive Knowledge,
1972), inspirado por la concepción tarskiana de la verdad, éste habría ensayado una aproximación de las
formas teoréticas a la materia mediante su concepto de «verosimilitud»{24}, pues como nos recuerda
Chalmers no hay que vincular de manera mecanicista «falsabilidad» con «avance significativo de la
ciencia»{25}.
Desde esta nueva perspectiva la concepción popperiana del progreso científico podría considerarse como
realista, ya que según su noción de verosimilitud la ciencia se desarrolla sobre la base de teorías cada vez
más verosímiles, es decir, teorías que se corresponden con los hechos mejor que sus predecesoras, que se
acercan más a la verdad.{26}
La «irrupción» de la Historia de la Ciencia: Thomas S. Kuhn
Creemos que hacemos bien cuando apelamos al término «irrupción» para calificar los nuevos derroteros por
los que discurrirá la Filosofía de la ciencia, a partir de los años 60 y 70 del pasado siglo, puesto que esta
disciplina se debatía hasta ese momento entre los embates del inductivismo carnapiano y del
reconstruccionismo lógico por un lado (Nagel), y los contraataques antiinductivistas de Popper por otro.{27} En
este sentido serán las investigaciones sobre «historia de la ciencia» (su evolución y su progreso) las que
muestren como la estructura de ésta no aparece recogida ni por el inductivismo ni por el falsacionismo.{28}
El trabajo clave en este contexto, y que no tuvo inicialmente la acogida que después se le dispensó, fue la obra
de T. S. Kuhn La estructura de las revoluciones científicas (1962). Esta obra aportaba una nueva forma de
«mirar la ciencia», pues en ella el progreso científico era estudiado desde el punto de vista del historiador (y no
del lógico). La mezcla de datos históricos y de análisis sociológicos con una cierta dosis de hermenéutica
psicológica hizo de esta perspectiva de estudio algo realmente atrayente, convirtiéndose en el «devocionario»
de muchos científicos.
Kuhn se había preocupado de las condiciones externas a la ciencia, pero que influyen en ella (p. e. el perfil
sociológico de las comunidades científicas), máxime en lo que atañe al cauce y resolución que toman los
problemas que las investigaciones plantean.{29}
Los principales conceptos que introduce Kuhn con su estudio son los de «paradigma», «ciencia normal» y
«ciencia revolucionaria» («revolución científica»).
Este autor da diversas definiciones de paradigma, lo cual le ha servido para suscitar bastantes críticas debido
a la plasticidad de dicho concepto, asociado unas veces a la noción de ciencia normal, otras veces al propio
proceso de cambio científico (revolución) en el ámbito sociológico, histórico, epistemológico, metafísico o
teórico.
Margaret Masterman en su ponencia La naturaleza de los paradigmas (1970) afirma que Kuhn emplea
«paradigma» en no menos de veintiún sentidos.{30} Así como un logro científico universalmente reconocido,
como un libro de texto u obra clásica, como tradición o modelo compartido, como realización científica, como
analogía, también como especulación metafísica acertada, como un patrón y ejemplo, como conjunto de
instituciones políticas, &c. No obstante, el confusionismo de Kuhn no impide que sus abundantes definiciones
o matizaciones sean agrupadas en algunos marcos básicos, entre los que cabría destacar el sociológico{31}.
La concepción del progreso de la ciencia que Kuhn presenta es discontinuista{32} (rupturista), en la que
destacan los elementos sociológicos –que afectan a la comunidad científica– como diferenciadores entre una
etapa de ciencia normal y una etapa de ciencia revolucionaria. La historia de la ciencia es básicamente la
historia de la alternancia entre períodos estables (ciencia normal) y períodos revolucionarios (fase de crisis y
de crítica){33}.
La ciencia normal es «la actividad en la que la mayoría de los científicos emplean prácticamente todo su
tiempo, en función de un acuerdo tácito sobre: temas de estudio, soluciones posibles a una problemática
determinada, conocimientos estables &c., en el seno de una comunidad científica»{34}.
Según explica A. F. Chalmers los períodos de ciencia normal proporcionan una seguridad teórica compartida
entre los científicos, que les lleva a profundizar dentro de un marco teórico, epistémico y conceptual
establecido, ensayando sus presupuestos en nuevas y diferentes situaciones (aumento del ámbito de
aplicación), lo cual da lugar a una mayor precisión al determinar valores y formular leyes.
La ciencia normal es básicamente conservadora y se asienta más en la laboriosidad y tesón de los científicos
que en la actitud crítica de los mismos, siendo el progreso conseguido acumulativo{35}.
Los desajustes entre «hechos» y «teorías» que van surgiendo a lo largo de las fases de ciencia normal pueden
hacer tambalear el «seguro» edificio del «paradigma compartido», si bien esto no quiere decir que al más
mínimo fracaso las teorías aceptadas hayan de ser abandonadas{36}.
Kuhn ha intentado fijar de manera más precisa la noción de paradigma en losSegundos pensamientos sobre
paradigmas, adoptando el concepto de «matriz disciplinar», que contiene a su vez las nociones de
«generalización simbólica», de «modelo» y de «ejemplar»{37}.
Cuando surge un nuevo paradigma que rivaliza con el compartido, y además hay abundantes juicios
observacionales que hacen peligrar las tesis establecidas, se entra en un período revolucionario, que habrá de
conducir hacia una nueva etapa de ciencia normal, pero bajo la forma del paradigma «vencedor».
Para Kuhn la ciencia normal y las revoluciones científicas no son algo arbitrario o añadido, a lo que según su
perspectiva –básicamente sociologista en bastantes aspectos– es la ciencia{38}. Hay que destacar aquí el
constante hincapié que este autor hace en los elementos «irracionales», como internamente movilizadores de
la ciencia.
Lo que está en juego es el concepto mismo de racionalidad, pues todo el enfoque de estudio de la ciencia que
Kuhn establece ilumina buena parte de las sombras proyectadas por el ejercicio de la racionalidad lógico
formal (sintáctica) y teoricista, del Verificacionismo (Carnap) y del Falsacionismo (Popper). Pero esa
«iluminación» no es más que la «reacción» frente a la «acción»{39} del propio «paradigma heredado». De la
«alternativa a la ortodoxia» en filosofía de la ciencia, al igual que de sus críticas (y críticos), podríamos en
verdad decir que aunque transitando en sentido contrario (y precisamente por eso) siguen una misma
dirección{40}.
La epistemología de Mario Bunge
La importancia que adquirió en nuestro país el pensamiento de Mario Bunge hace unos lustros fue, hay que
reconocerlo, notable, llegando incluso a convertirse en el «mecenas teórico» de algunos de aquéllos que de un
modo u otro, bien en su trayectoria ideológica o política, se las tuvieron que ver con la «dialéctica» o con el
«materialismo». Las entrevistas efectuadas a Bunge por el profesor Alberto Hidalgo nos sirven aquí como
guía{41}.
Hay algo que a primera vista, desde una perspectiva deliberadamente externa y superficial, puede llevar a
pensar que el nombre de Mario Bunge engrosa las muy nutridas filas del pensamiento neopositivista. Se trata
de su constante preocupación por la elaboración de una «filosofía exacta», en el ámbito de la Metodología y de
la Epistemología, que le lleva al uso de refinadas técnicas formales{42}. Sin embargo la filosofía de Mario
Bunge elabora una crítica fuerte al neopositivismo, dada la vacuidad de su «filosofía exacta», la flojedad de su
teoría ética y su rechazo de la Ontología.{43}
En torno al primer punto (la problemática de la «filosofía exacta» y de la formalización), Bunge no identifica ni
vincula internamente formalización con vacuidad de contenidos relevantes. Frente a Quine piensa que la
Lógica y la Matemática están exentas de compromisos ontológicos{44}, afirmando que su posición en teoría
del conocimiento es realista y crítica, pues reconoce el momento inductivo pero también el deductivo en el
conocimiento{45}.
Bunge, que no confunde realismo con materialismo (pues se puede ser realista sin ser materialista y
viceversa), acepta el realismo como postulado gnoseológico (frente al fenomenismo de los positivistas) y
defiende el materialismo en el nivel ontológico{46}.
Su materialismo es calificado por él mismo de «monista pluralista», aunque en el caso del problema
«mente/cuerpo» su crítica al dualismo le lleva a acentuar de forma intensa su monismo{47}. Un concepto clave
del materialismo bungiano es el de «emergencia», del que aquí evidentemente no podemos ocuparnos.
Digamos en este sentido que acepta la existencia de «saltos cualitativos» y de diferentes niveles de
organización de la realidad, toda ella material{48}.
En Bunge esa unión entre Semántica, Ontología materialista (reconociendo la pluralidad de atributos) y
Sistemismo (como antiatomismo mecanicista) no es algo externo, sino que estos «tres grandes ingredientes»
están entre sí internamente unidos, lo que no impide que se planteen problemas gnoseológicos e incluso
recelos «ontológicos» en su aplicación al estudio de algunos campos del conocimiento{49}.
De sus ideas epistemológicas destacamos que aunque Bunge recoge el «momento observacional de una
ciencia referido al plano de los fenómenos, su noción más importante en este contexto es la de modelo teórico,
como constructo que aunando intuición y razón pura ha de ser contrastado empíricamente»{50}. «Un modelo
teórico es un sistema hipotético-deductivo concerniente a un objeto-modelo que es, a su vez, una
representación conceptual esquemática de una cosa o de una situación real o supuestamente real»{51}.
No obstante lo que caracteriza a una ciencia es su momento teórico, así las teorías son sistemas de
proposiciones constituidos por lenguajes bien formulados (lógico-matemáticos), con los que se pretende dar
cuenta de la realidad (conceptualmente) y no sólo de las apariencias observacionales{52}. En este sentido el
modelo está íntimamente ligado con la teoría pues significa una interpretación que verifica los enunciados
teóricos{53}.
Bunge pone además en relación el desarrollo teorético con la profundidad y crecimiento de una ciencia, siendo
un signo de madurez de la misma el que en ella existan hipótesis muy elaboradas y bien trabadas.
El filósofo argentino acepta el «contraejemplo» y en este aspecto se acerca a Popper. Asimismo asume
algunos postulados de cuño kuhniano («la muerte teórica en ciencia es fructífera»), lo que no le impide criticar
el sociologismo y relativismo de Kuhn{54}. También alza su voz contra el rupturismo catastrofista de éste último
en lo que se refiere al proceso de evolución de las ciencias{55}, abogando por un evolucionismo. Otro aspecto
importante de su epistemología es la constante preocupación por elaborar criterios teóricos y metateóricos de
demarcación entre ciencia y pseudociencia{56}.
Finalicemos este apartado señalando que la teoría de la verdad mantenida por Bunge es adecuacionista, pues
se establece una correspondencia entre la forma de la teoría y la materia real positiva. Esta correspondencia
procede por yuxtaposición, coordinando forma y materia, teoría y realidad, en busca de una armonización {57}.
Para conseguir este propósito Bunge pertrecha a una teoría científica de un conjunto de requisitos de índole
sintáctica, semántica, epistemológica, metodológica y filosófica (éstos últimos son más bien propiamente
ontológicos), que le sirven también para huir del realismo ingenuo y del isomorfismo.
La gnoseologia transformacionista de Gustavo Bueno
Resulta difícil hacer una exposición global de la filosofía de la ciencia{58} del filósofo Gustavo Bueno que haga
un mínimo de justicia a la gran cantidad de matices que la misma posee, de tal suerte que el conjunto a
presentar no quede desdibujado o fatalmente mutilado.
Aquellos que conocen, aunque no sea de forma directa, las líneas directrices que ha tejido este filósofo saben
que su concepción de la ciencia se encuadra y toma sentido en el contexto mucho más amplio de un nutrido
cuerpo de coordenadas filosóficas, que comienzan por la comprensión misma de lo que es la filosofía (el
quehacer filosófico). Con esto pretendemos justificar el tono «dogmático-expositivo» de las tesis que
presentamos, tono que en nada se parece, por cierto, a una visión «dogmático-expositiva» de la ciencia.
Nuestro interés es el de resaltar la potencialidad que la «gnoseología transformacionista» que presentamos
tiene para abordar la problemática de las Ciencias Humanas (Economía, Sociología, Psicología, Lingüística,
Ciencias jurídicas, &c.)
Cabría comenzar por el propio nombre de la perspectiva desde la cual se aborda la ciencia misma, pues
hablamos de «Gnoseología».
En este sentido es necesario comprender que la filosofía se considera como una actividad racional, que como
tal tiene por objeto el trato con las ideas. Éstas no brotan de una conciencia transmundana, sino que se
constituyen fruto de la propia dialéctica de las categorías{59}. De este modo la filosofía es entendida como un
saber de «segundo grado», es decir, como un saber que supone siempre otros saberes previos{60}.
Entre esta multiplicidad de saberes se encuentran las ciencias, que están a su vez «atravesadas» por una
diversidad de Ideas (en sentido Ontológico-trascendental) que se realizan en ellas aunque las desborden. (Así
la idea de causa, azar, necesidad, finalidad, vida, materia, pero también, libertad, justicia, individuo, sociedad,
&c.)
Desde esta perspectiva la asunción de las ideas filosóficas –bajo el postulado de la «Symploké»
(entretejimiento de las ideas)–{61} como objetos del «taller filosófico», supone la afirmación del carácter
materialista y dialéctico de la racionalidad específicamente filosófica{62}. En el nivel histórico-académico la
Historia de la Filosofía se constituye en torno a un «ámbito» que le es propio, siendo éste el suelo nutricio
(como conjunto de los círculos de conciencia moral, política, económica, artística, &c.) sobre el que aquélla se
asienta y toma cuerpo en su reflexión, si bien no reduciéndose en su especificidad a las determinaciones
sociologistas de su «ámbito»{63}.
Una vez señalado esto es cuando podemos afirmar que entendemos por «Gnoseología» a una «teoría
filosófica de la ciencia» (bajo la concepción de la filosofía ya apuntada).
«La gnoseología –afirma Gustavo Bueno– nos remite a una perspectiva filosófica, porque no parece posible
eludir ciertos compromisos ontológicos»{64}. Compromisos ontológicos que están presentes de manera interna
en las condiciones mismas de constitución de la ciencia.
Una vez sentado el trámite ontológico de la comprensión gnoseológica de la ciencia, ello nos lleva a diferenciar
esta perspectiva de estudio de otras como la «Metodología de las ciencias», la llamada «Ciencia de la
ciencia», la «Epistemología» u otras perspectivas y tradiciones, algunas de ellas «ocupadas» por escuelas tan
influyentes como la de J. Piaget (Epistemología Genética).
Una de las virtualidades propias de la Gnoseología del Materialismo Filosófico es la de poder reexponer las
coordenadas de las otras grandes alternativas en Teoría de la ciencia{65}, y en particular las «teorías de la
verdad» que llevan acopladas a su comprensión de la ciencia y lo «científico».
Es ahora cuando podemos volver a retomar la idea de «categoría», que ya habíamos citado líneas arriba. De
esta forma si se entendía la Filosofía como el «trato con las Ideas» (y al filósofo como el artista y «geómetra»
de las mismas, por decirlo al modo kantiano), las ciencias se estudiarán como una actividad racional, vinculada
a la explotación y operativización de ciertos campos de la realidad ordenada de forma categorial{66}.
Este enfoque de estudio no es nuevo, pues ya en Aristóteles las categorías se configuraban a modo de ideas
ontológicas que se realizaban en el propio material que les correspondía, (en este caso como «modalidades o
atribuciones del Ser»), siendo este marco ontológico el que nos permitirá estudiar las categorías como formas
de construcción interna de un determinado conocimiento: el científico.
Entre las principales características de las categorías, comprendidas desde una gnoseología y ontología
materialistas, destacan: su carácter clasificatorio y ordenador de la realidad{67} de forma inmanente{68}, y
también su delimitación como clasificación limite{69}, es decir, como «esfera arquitectónica máxima que no
admite otra envolvente»{70}. Además una categoría no puede abarcar todos los objetos del mundo de manera
totalizadora, pues quedaría internamente rota{71}.
Las categorías no son estáticas, sino que están sujetas a la modificación que impone el resultado del propio
ejercicio de la racionalidad sobre el material que está siendo categorizado. Así lo que inicialmente quedaba
incluido en una determinada categoría puede ser relegado, en el transcurso histórico del desarrollo científico, a
otras categorías{72}.
Lo que queremos que quede claro es que la racionalidad es indisociable del hecho mismo de la categorización,
estando esta última delimitada por aquélla. Esto se determina de forma específica en las ciencias particulares,
siendo el «factum» de las ciencias el hilo conductor que nos lleva a establecer el número de categorías{73}. De
este modo las categorías no son algo previo a la actividad científica misma{74}, existiendo tantas categorías
como ciencias podamos construir{75}.
Al proceso de construcción científica Bueno lo denomina Cierre categorial, y se considera a las ciencias como
un episodio interno del propio desarrollo de las categorías{76}, aunque éstas no quedan agotadas por la
actividad científica inmanente{77}.
El episodio aludido (frecuentemente inacabado) en su proceso de desarrollo y evolución material se configura
en virtud de un «cierre», como un todo cerrado (que se constituye por la propia actividad gnoseológica) dentro
de la cual se incluye una parcela de la realidad.
Las ciencias, que por otro lado no son totalidades clausuradas{78} ni parceladas, no pueden tampoco tener un
objeto único (ni definirse por su «objeto formal» como se venía haciendo en la tradición aristotélico-
escolástica). De este modo, por ejemplo, «no se puede decir que la Biología estudie la Vida (o los seres vivos),
porque en realidad, son las células, los tejidos, los órganos, las especies, lo que estudian los biólogos» {79}. En
la misma medida es inaceptable delimitar la Lógica Formal diciendo que es «la ciencia del conocimiento
formalmente válido»{80}, porque dicha ciencia con lo que realmente trabaja es con una serie de elementos,
como son las variables, los functores, los cuantificadores, &c.
Generalizando podemos afirmar que «una ciencia se configura como un conjunto de clases de clases» {81},
estando formada por una serie de TERMINOS que OPERAN entre sí (al mediar la actividad del sujeto –el
científico– que «junta y separa» elementos), estableciendo RELACIONES y delimitando así todo ello su
«campo».
Desde esta perspectiva la «forma» de la ciencia residirá en el mismo proceso de «cierre categorial» en tanto
que incluye la constitución de la verdad científica{82}.
Podemos decir de forma sintetizada que «el mecanismo por el cual las ciencias cristalizan como sistemas,
configurándose al modo de organismos dotados de unidad interna, pero abiertos, no clausurados, y dotados
de una recurrencia operatoria que les permite estatuir un tipo específico de categorización de la realidad es el
«cierre categorial»{83}.
Según el criterio que establece el propio proceso de «cierre categorial» la ciencia puede definirse como un
sistema de términos, operadores y relatores, de tal suerte que ejercitada una operación sobre términos
pertenecientes al sistema inicial nos de siempre como resultado un nuevo término que pertenece al mismo
sistema{84}. El cierre se establece en función de una «operación interna». Aquí radica principalmente la
racionalidad de las ciencias.
Con esto queremos afirmar que el campo que una ciencia delimita, y que le es propio, se construye de forma y
manera (operatoriamente) que los términos resultantes pertenecen al mismo campo o sistema que los
términos de origen, y en esto consiste precisamente lo que se llama el «cierre» de una ciencia, pues si el
carácter de una ciencia fuese abierto, «no tendría nada de extraño que una operación aritmética se resolviese
en un producto químico, o que el análisis histológico nos deparase un accidente geográfico»{85}.
Gustavo Bueno, que critica las posiciones analíticas en torno a la ciencia por reducir ésta a una forma de
Lenguaje, utiliza la teoría de las dimensiones del lenguaje de K. Bühler, coordinadas con la distinción de
funciones efectuada por Ch. Morris, para establecer los tres siguientes ejes gnoseológicos que permiten seguir
y reconstruir el proceso operatorio bajo el que se instaura la ciencia.
Se trata del eje SINTACTICO en cuanto dice relaciones entre signos, y siendo bien Términos, Operaciones y
Relaciones. El eje SEMANTICO (relaciones entre signos y objetos) en el que existen también tres
sectores: Fisicalista, Fenoménico y Ontológico (esencial), y por último el eje PRAGMÁTICO (relaciones entre
sujeto-signos) en el que se establecen las relaciones Autológicas, Dialógicas y Normativas{86}.
Ontología especial (Mi)
(géneros de materialidad) → M1 M2 M3
Ejes de las ciencias ↓
SINTÁCTICO
Términos Operaciones Relaciones
(signos ←→ signos)
SEMÁNTICO
Fisicalista Fenoménico Esencial
(signos ←→ objetos)
PRAGMÁTICO
Autologismos Dialogismos Normas
(signos ←→ sujeto)
En definitiva «una ciencia es ciencia, según la doctrina del cierre categorial, en la medida en que tras
complejos cursos de construcciones operatorias, puede llegar a establecer verdades objetivas»{87}. La verdad
científica se establece «en las mismas conexiones objetivas de los términos del campo»{88}. Dichas
conexiones se dan a través de nexos configurados a modo de unidades idénticas y sinectivas (sinexión).
Según Gustavo Bueno la opción gnoseológica, que en torno al tema de la verdad la teoría del cierre categorial
presenta, es circularista (camino conocido ya por Aristóteles pero como inviable). «Según esto, la unidad de
una ciencia y su distinción de otras ciencias brotará no de la materia (descripcionismo) ni de la forma
constructiva (teoreticismo) ni del paralelismo de ambas a la vez (adecuacionismo) sino de la construcción de
partes materiales dadas según lazos circulares derivados de las propias características materiales (la identidad
sintética), nexos en los que haremos consistir la forma de una ciencia y su verdad»{89}.
Como puede apreciarse la verdad es algo inmanente al propio proceso operatorio en el que consiste la ciencia,
por eso las operaciones del sujeto y los instrumentos que median en ellas (p.e. un microscopio) no son algo
ajeno a la verdad misma de ese proceso.{90}
Si bien el propio «cierre», en el caso concreto de la cientificidad natural, supone que para llegar a las verdades
científicas objetivas las propias operaciones subjetuales (en el curso constructivo) han de quedar eliminadas,
neutralizadas, y solo así es cuando realmente podemos hablar de «corte epistemológico», y no en modo
alguno si se entiende éste como el rescate de un «objeto propio de la ciencia» y previo a la propia práctica
operatoria{91}.
Algunas tesis más en torno al estatuto gnoseológico de las ciencias serían las siguientes: la ciencia es una
entidad objetiva{92} y como idea objetiva se realiza históricamente en el conjunto de todas las ciencias, a
saber: Termodinámica, Topología, Economía política, Lingüística, &c.{93}
La ciencia tiene un carácter institucional y supraindividual,{94} pero también, en cierto modo, suprasocial, pues
la verdad científica no se reduce a un mero «consensus» entre los científicos.
La ciencia (las diferentes ciencias –principio de pluralidad–) se ha establecido históricamente sobre campos
categoriales, que previamente a su tratamiento científico eran transitados y elaborados por las «técnicas»
existentes en la práctica de los oficios artesanales. Esto nos lleva por un lado a negar la falsa imagen
(positivista, Comte p. e.) de las diferentes ciencias, «como ramas que a lo largo de la historia se hubiesen
desgajado del tronco de la madre filosofía», para afirmar el origen gremial y artesanal de las ciencias.{95}
Trataremos ahora de abordar la problemática de las Ciencias humanas y su estatuto teórico, es decir
gnoseológico.
Las problematicas «Ciencias Humanas» desde la óptica del materialismo
Aunque ya hemos destacado las principales características de la Gnoseología elaborada por Gustavo Bueno, y
que han dado frutos en múltiples aplicaciones,{96}nos interesa destacar ahora, aunque sea de manera
somera, la problemática que plantean las llamadas Ciencias Humanas.
Las dos ideas de este binomio, «Ciencias» y «Humanas», son harto complejas existiendo una diversidad de
concepciones en torno a las mismas no menos enjundiosas.
Así habría un conjunto heterogéneo de teorías que negarían la posibilidad de las ciencias humanas. Bajo esta
rúbrica nos interesa destacar las posiciones de autores como Plumb, Andreski o Sorokin, que muestran las
flaquezas de los «antiguos humanistas» y que no son hoy más que competidores en verborrea que se refugian
en pomposas jergas intragremiales, disfrazadas con las vestiduras de la «cientificidad» estadística,
compitiendo por un puesto estable en las universidades{97}; lo que conlleva el «publicar» para puntuar en los
escalafones respectivos y no para ejercitar una empresa cognoscitiva audaz e innovadora.
Otro gran grupo lo constituirían aquellas teorías según las cuales las ciencias humanas no se diferenciarían en
«esencia» de las ciencias naturales o formales. En este bloque habría que incluir además del positivismo
clásico, al neopositivismo y algunas derivaciones suyas como el popperismo y las tendencias post-
popperianas, también por supuesto a la Epistemología Genética de Piaget y a la Teoría general de sistemas de
L. von Bertalanffy.
Otro gran bloque de teorías que también es interesante mencionar son aquellas para las que las ciencias
humanas no son homologables a las naturales, pues precisan un tratamiento metodológico propio, dadas las
características específicas de sus objetos. En este contexto sobresalen Dilthey y también algunos
neokantianos. El primero (en la tradición hegeliana) distingue entre «Ciencias de la naturaleza y Ciencias del
Espíritu», Rickert y Windelband –«Ciencia natural / Ciencia cultural»– y es importante Cassirer y su concepción
de las «Ciencias de la Cultura» como las de la «autognosis»{98}.
Dilthey adopta el término «Geisteswissenschaften» bajo la impronta vitalista de la especificidad espiritual de la
esencia humana y de la historia, Windelband acuña la distinción entre «ciencias nomotéticas», que intentan
encontrar leyes generales y «ciencias idiográficas», que tratarían de hechos singulares e irrepetibles. Esto
sirve de base a Rickert y a sus nociones de «continuo homogéneo» y «discontinuo heterogéneo», entendidas
como métodos de considerar la realidad que es siempre un «continuo heterogéneo». «Discontinuidad» y
«heterogeneidad» serían las características principales de las Ciencias humanas (la Historia principalmente)
{99}.
Como vemos históricamente no ha habido una unanimidad en lo que a clasificaciones de las ciencias se
refiere, incluyendo las también clásicas de Ampère –que diferenciaba entre ciencias cosmológicas y ciencias
noológicas– Comte y Spencer. Este último clasificaba las ciencias por su grado de abstracción, y así entendía
que había Ciencias abstractas como la Lógica y la Matemática, Ciencias abstracto-concretas (Mecánica,
Física, Química) y Ciencias concretas que van desde la Astronomía hasta la Sociología, pasando por la
Biología entre otras{100}.
Gustavo Bueno analiza de manera lógica (intensional y extensional) las posibles combinaciones y
clasificaciones de las diferentes ciencias, preocupándose por sondear su valor gnoseológico y cual es su
verdadero alcance.
El problema que late en el fondo es que las diferentes dicotomías (Ciencias de lo inorgánico, de lo orgánico y
de lo superorgánico; o ciencias formales, naturales y humanas) nos llevan, si se analizan gnoseológicamente,
a cuestiones oscuras y complejas, entre las que destaca la pregunta «¿Qué es el hombre? y sobre todo ¿Qué
es lo humano del hombre?»{101}.
Este tipo de preguntas no es meramente retórico, pues la posibilidad de un auténtico diálogo social, y no tanto
de una «Comunidad de diálogo ideal» en el sentido de Habermas, pasa por un «regressus» gnoseológico que
analice dialécticamente los marcos de validez ontológica de toda presunta «racionalidad» científica.
«Racionalidad» que por vía discursiva y a veces de forma englobante gira en torno al Hombre y su
problemática; sea éste el tema de la eutanasia como problema bioético, de la concertación social en materia
económica, diseño y elección de sistemas educativos, &c.
Este es el auténtico tema de nuestro tiempo, más aun cuando la rúbrica de «cientificidad» actúa socialmente
como una especie de prestigioso salvoconducto de múltiple y dispar uso, y de «parachoques» a toda crítica. Y
sobre todo también cuando las «ciencias humanas» constituyen el «logos» en el que se desenvuelven
nuestras sociedades burocratizadas, en las que la democratización de las relaciones «ciudadano-Estado» ha
de pasar indefectiblemente por una comprensión del «logos» del Poder, desde el análisis e incluso
«trituración» del poder del «Logos» que generan las diferentes «Ciencias humanas».
Así por ejemplo la inmanencia del ejercicio dialéctico, (realimentación entre progressus-regressus) que es la
Filosofía, exige saber qué hay de «cientificidad» y qué de ideología oportunista en el «discurso pedagógico»,
que desde un gobierno se hace para justificar una reforma educativa (la LOGSE con sus posteriores añadidos,
LOCE y la LOE).
A nivel extensional el concepto de Ciencias humanas se puede coordinar con otros conceptos clasificatorios
clásicos{102}, entre los que destacan el de Ibn Hazm de Córdoba, que diferenciaba entre ciencias comunes a
todos los pueblos y ciencias particulares de cada pueblo, (como p. e. la Gramática, la Historia, el Derecho e
incluso la Sagrada Escritura y la Teología Dogmática). Estas últimas bajo la óptica señalada incluirán a la
«ciencia interesada»; es decir, a la ciencia en cuanto que no está libre de valoración (por cada pueblo y hoy
diríamos por el «espíritu de partido»){103}.
El enfoque intensional, no denotativo, se acercaría más bien a la perspectiva ontológico-filosófica bajo la cual,
y partiendo de una concepción del mundo presupuesta, se definen a priori los espacios o nichos ontológicos a
los que han de corresponderse las diferentes ciencias efectivas{104}. El llamado «Reino de la Gracia» de los
escolásticos caería bajo esta perspectiva.
El ámbito de cuestiones que el enfoque intensional ilumina, pero principalmente que el mismo genera y de
manera problemática, pasa por delimitar las condiciones de posibilidad de una «Antropología filosófica»,
entendida ésta precisamente no como ciencia (pues el «Hombre» como totalidad no es el objeto de ningún
campo categorial cerrado), sino como una particular forma de disciplina filosófica.
No menos problemático es demarcar el campo de la Etnología de forma específica (frente a la Sociología, la
Psicología Social, la Lingüística, &c.); tarea que comienza por plantearse en torno a la noción de Cultura que
se tenga, o mejor (y he aquí la cuestión) de culturas (Barbarie/Civilización){105}.
Gustavo Bueno, consciente de que hablar de Ciencias Humanas compromete ya de por si la propia idea de
ciencia que se tiene, distingue dos acepciones del adjetivo «humano» (en relación con el sustantivo
«ciencias»): la acepción etiológicay la acepción temática.
Según la primera las «Ciencias humanas» son aquéllas de las que puede decirse que están «hechas por el
hombre». Según la segunda «Ciencias humanas» serían aquéllas en las que en su campo de estudio aparece
temáticamente el hombre o las cosas del hombre{106}.
Aunque la primera consideración puede parecer redundante hay que señalar que para los teólogos
escolásticos las «ciencias humanas» eran lo que hoy, por extensión, entenderíamos como ciencias naturales,
pues las «ciencias divinas» dependen de la Revelación, la Fe y la Gracia santificante.
Lo que Bueno trata de establecer es una caracterización de las ciencias humanas con significado
gnoseológico, huyendo de apriorismos metafísicos (p.e. la «Hermenéutica» de Heidegger, Gadamer y otros, la
«autognosis» o lo «simbólico» de Cassirer...) y huyendo también de extrapolaciones reductivistas emanadas
del propio campo de alguna ciencia particular (p.e. la Psicología Conductista), que se erige como primer
analogado de lo que sea «lo humano». Para ello establece regresar a una idea de ciencia que recoja los
elementos gnoseológicos comunes a las ciencias naturales, humanas y formales{107}, y que precisamente por
no imponer a priori axiomas ontológicos, pueda recoger la dialéctica gnoseológica (mediada por el sujeto
gnoseológico) interna a cada construcción científica particular{108}.
Bueno establece como primer analogado o hilo conductor de «lo humano» a las partes formales de la ciencia
misma. Lo «humano» se define así en virtud de lo que de relevante hay a escala formal en la propia
construcción de una ciencia (es decir, en los niveles operatorios bajo los que se elabora el proceso lógico
material de la ciencia).
Desde esta perspectiva una ciencia humana en sentido temático será aquella «en cuyo campo aparece, de
algún modo que pueda mostrarse que es interno y formal, la propia ciencia (es decir, sus componentes
formales)»{109}, que por hipótesis encarnaban la determinación de lo «humano».
Esa «parte formal» que actúa como determinación de lo humano es el propio sujeto gnoseológico {110} que ha
de figurar en el campo mismo de la ciencia.
Las ciencias humanas serán, pues, las que se ocupan del hombre, siendo «hombre» ahora el propio sujeto
gnoseológico (S. G.){111}. Así sí tiene sentido afirmar que las ciencias humanas son aquéllas en las que el
«sujeto se hace objeto». Pero ese «objeto» es el sujeto en cuanto que opera, que liga internamente los
términos de un campo –luego como S. G.– y no como mera cosa objetual.{112}
Las operaciones científicas sólo tienen lugar por mediación del S.G. corpóreo que une y separa los términos, y
en este sentido hay una distancia gnoseológica entre esos términos designada como « presencia apotética»
(frente a la «paratética» o por contigüidad){113}.
En las situaciones de presencia apotética aparece entre los términos del campo de la ciencia el S.G., campo
que se elabora a la misma escala que los componentes formales del sujeto gnoseológico que utiliza
operaciones apotéticas. Este tipo de procedimiento se denomina «metodología β-operatoria», pues intenta
establecer un campo de forma científica a base de reproducir análogamente las mismas operaciones que ha
de ejecutar el sujeto gnoseológico para organizarlo{114}.
En las situaciones paratéticas el S. G. no aparece entre los términos del campo, pues en la resultante del
propio proceso operatorio el sujeto se elimina, es decir, se neutralizan las operaciones (dicho de forma radical,
en el citoplasma celular no aparecen las manipulaciones del bioquímico). A este procedimiento lo llama Bueno
«metodología α-operatoria» y se corresponde con la situación límite en la que una ciencia humana{115} deja
de serlo. Es el estado propio de la ciencia natural.
Las metodologías α y β operatorias no se encuentran en un estado puro existiendo las siguientes variantes:
Si en las metodologías α-operatorias se regresa, a partir de situaciones β- operatorias, a factores anteriores a
la propia textura operatoria de los fenómenos de partida, estamos en el caso específico de una metodología
α1-operatoria{116}. Si se procede progresivamente, la eliminación de las operaciones es sólo relativa, y se
correspondería con las metodologías α2-operatorias{117}.
En este procedimiento la situación I-α2 es aquella que nos remite a niveles genéricos de composición,
(próximos a la cientificidad natural), como por ejemplo los métodos estadísticos como forma «científica» de
evaluación de un problema social (así por ejemplo «el desempleo» como situación β-operatoria de partida,
desde la que opera el sociólogo investigador){118}. La situación II-α2 sería aquella en la que al progresar sobre
las operaciones presupuestas se llega a un nivel no genérico, (pues la «estadística» igual se puede aplicar a
un «chorro de electrones» que a la tasa de «divorcios anuales») sino específicamente humano.{119}
En las metodologías β-operatorias el caso límite es el β2 (así como en las α era la α1) que nos remite a las
disciplinas práctico-prácticas, a tecnologías y praxiologías en ejercicio (Jurisprudencia p. e.){120}.
La situación I-β1 se corresponde con aquellas metodologías operatorias que reproducen la forma según la cual
se determinan las operaciones β, remitiéndonos a las operaciones mismas y no a ninguna trabazón o
estructura de conexión entre ellas, como era el caso de las metodologías II-α2{121}.
Finalmente existe la situación II-β1 en la que las operaciones aparecen determinadas por otras operaciones
procedentes de otros sujetos gnoseológicos. Dentro de esta metodología habría que incluir la Teoría de
Juegos{122}.
La teoría de las Ciencias humanas del Materialismo Filosófico tiene un gran alcance demarcativo, pues permite
redefinir múltiples oposiciones y polémicas como la de Durkheim/Tarde, Chomsky/Saussure o Marx/Jevons.
También ha resultado muy fértil para sondear y evaluar las construcciones del «Determinismo Cultural»
(Marvin Harris) frente al «Materialismo Histórico»{123}, y para intentar establecer algunas distinciones
gnoseológicas en las ciencias jurídicas.{124}
Para finalizar queremos señalar lo siguiente:
Nos hubiera gustado hacer un estudio comparativo entre la teoría de las ciencias humanas de Gustavo Bueno
y la teoría de la interacción en el seno de la comunidad lingüística de J. Habermas, si bien esto ya no es aquí
posible. Nos parece particularmente interesante la teoría de la verdad de Habermas en lo que tiene de
constructivista, si bien el constructivismo habermasiano arranca de una contextualización social de buena
parte de la Teoría analítica del lenguaje (Austin, Searle) y esto es puro idealismo.
Habermas compartiría con el transformacionismo la crítica a la idea de verdad como correspondencia,
evidencia, inteligibilidad o éxito, y tendría en común el inmanentismo procesualista en el que la verdad se
establece. Para Habermas la verdad sólo puede desarrollarse por referencia a la resolución discursiva y a sus
pretensiones de validez. Pero lo que a éste le interesa es analizar la lógica del discurso en su proceso
constructivo para establecer las condiciones de posibilidad de la verdad corno consenso.{125} Para poder
comprender todo esto Habermas intenta establecer una gran síntesis de las Ciencias humanas
contemporáneas (lingüística chomskyana, teoría de los «speech acts», sociología de la acción, funcionalismo,
psicología genética y cognitiva, psicoanálisis, &c.)
Para huir de la tan anunciada «muerte del nombre» en el plano ético y gnoseológico, y que es fruto de la
herencia nietzscheana presente en Foucault, en la posmodernidad y en la izquierda políticamente indefinida
española que nos gobierna, y para enfrentar también la ingenuidad del «fin de la historia» (Fukuyama), es
necesario comprender cuál es el papel del Sujeto en los diferentes discursos en torno a lo «humano» (las
«ciencias humanas»), pues únicamente así puede ser rescatado, asumiéndose a la vez como ser que existe
como tal en la inmanencia de las redes interactivas y comunicativas que son también una forma de
racionalidad operatoria no exenta.
Pensamos que aunque el diálogo, el debate, como ejercicio de una praxis interactiva en una sociedad
democrática, requiere un análisis de los modos lingüísticos de interacción y sus ámbitos sociales de
legitimación (Habermas), también es verdad que la praxis como forma de diálogo (más bien lucha dialéctica,
inconmensurabilidad...) entre esa multiplicidad de discursos en torno al hombre (sean deconstructivos,
cientificistas, monistas , reduccionistas o transcendentalistas , inmanentistas (Bloch)...) pasa por un análisis
lógico-material (gnoseológico) de los mismos. Esto es así en la medida en que en todos ellos se puede
comprender cuál es el punto de enclave y situación del sujeto gnoseológico, del sujeto cognoscente. Aquí la
evidencia gnoseológica del sujeto como constructor de la ciencia nos remite al sujeto operatorio como primera
evidencia ontológica. Un sujeto no sólo psicológico, ni sociológico, sino un sujeto trascendental (pero no
metafísico) y como tal también un sujeto ético, moral y político; sobre todo político, responsable del alcance de
sus propias conductas y actitudes{126}, y responsable de la utilización discursiva e ideológica, interesada
entonces, de la «cientificidad» de las ciencias humanas.
La tarea de la Filosofía, como crítica crítica, pasa por la denuncia de la ideología imperante en nuestra
sociedad capitalista actual, que hipostasía al sujeto ético tolerante «ad infinitum», como primer analogado de la
racionalidad («sujeto en perpetuo diálogo consensuado», «consumidor satisfecho», «decididor universal en
una homogénea sociedad de naciones»...), valiéndose de ciertas ciencias humanas (por ejemplo «cierta
psicología» y «cierta pedagogía»). Un «sujeto ético», que tal como se nos presenta (exento de toda vestidura
moral, política, económica, &c.), no existe mas que en la ficción del discurso ideológico de los «Éticos» (con
sus manuales universitarios al uso) y de ciertos políticos. Pero en política de la «ingenuidad» a la «mala fe»,
en el sentido sartriano, no hay más que un paso y este paso es intolerable{127}.
Epílogo
Unas breves líneas para subrayar que en los últimos lustros han ido creciendo las publicaciones en español
(tanto autóctonas como traducciones de obras foráneas) sobre Metodología, Epistemología, Filosofía de la
ciencia y Sociología de la ciencia, dicho sea así en un tono descriptivo y genérico. Tenemos pues que citar
libros (que hasta ahora no habíamos referido) como el de David Oldroyd, El arco del conocimiento.
Introducción a la historia de la filosofía y metodología de la ciencia(1986, Editorial Crítica, Barcelona 1993);
Jesús Mosterín, Filosofía de la cultura(Alianza Editorial, Madrid 1993); Alan Chalmers, La ciencia y cómo se
elabora(1990, Editorial Siglo XXI, Madrid 1992), Ana Estany, Modelos de cambio científico(Prólogo de Jesús
Mosterín, Editorial Crítica, Barcelona 1990), de la misma autora,Introducción a la Filosofía de la
ciencia (Editorial Crítica, Barcelona 1993); Javier Echeverría, Introducción a la metodología de la ciencia. La
filosofía de la ciencia en el siglo XX (Barcanova, Barcelona 1989), del mismo autor, Filosofía de la
ciencia(Ediciones Akal, Madrid 1995); Miguel Ángel Quintanilla, Tecnología: Un enfoque filosófico (Fundesco,
Madrid 1989); Friedrich Rapp, Filosofía analítica de la ciencia(Alfa, Barcelona 1981); Paul Feyerabend, La
ciencia en una sociedad libre (Siglo XXI, 1982); Bruno Latour, Ciencia en acción (Labor, 1992); Steve
Woolgar, Ciencia: Abriendo la caja negra (Anthropos, Barcelona 1991); Latour y Woolgar, La vida en el
laboratorio. La construcción de los hechos científicos (Alianza, Madrid 1995); José Manuel Sánchez Ron, El
poder de la ciencia. Historia socioeconómica de la Física, siglo XX (Alianza, Madrid 1992); González García,
López Cerezo y Luján López,Ciencia, tecnología y sociedad. Una introducción al estudio de la ciencia y
latecnología (Tecnos, Madrid 1996); Yu V. Sachkov (redactor) VV. AA. La física en el sistema de la
cultura (UNED, Madrid 2001); Ricardo Burguete Ayala y Eloy Rada García, Ciencia y tecnología y su papel en
la sociedad (UNED, Madrid 2001).
Evidentemente el anterior listado no es exhaustivo. Son obras que hemos consultado hace unos años para dos
cursos de perfeccionamiento del profesorado, coordinados por la UNED y más concretamente por el profesor
Eloy Rada. Dos hechos son destacables dentro de este panorama que por no hacer más extenso este trabajo
ya no podemos comentar en profundidad, a saber: la consolidación en España de la asignatura «Ciencia,
tecnología y sociedad» (CTS) en el Bachillerato, y por otra parte el pujante desarrollo de la Sociología de la
ciencia.
En referencia a esto último destaca el «Programa fuerte» de Barnes y Bloor, y el sociologismo de Latour y
Woolgar. Este último sigue la herencia francesa postbachelardiana (Sartre, Foucault, Lyotard) y también el
enfoque kuhniano.
Hace unos años, y precisamente en polémica con el profesor Rada, nos hacíamos las siguientes preguntas
que dejamos aquí como cuestiones abiertas.
1ª ¿Acaso el enfoque etnológico y microsociológico que presentan estos autores como más fértil y neutral –
frente a la tradición heredada– no tiene también componentes y compromisos ontológicos y gnoseológicos
insoslayables? ¿No es necesario reconocer los límites e insuficiencias del sociologismo «supuestamente»
ingenuo?
2ª Los autores recién citados al negar el valor a la epistemología tradicional (Neopositivismo, Filosofía
Analítica, Teoreticismo popperiano) ¿no están certificando la muerte de lo que hace tiempo es ya un cadáver?
En este contexto es donde una Gnoseología Materialista como la Teoría del Cierre Categorial (TCC) cobra su
importancia. Desde estas coordenadas una muy atinada crítica a los componentes ideológicos subyacentes al
proyecto C.T.S. puede encontrarse en la obra de Pablo Huerga Melcón, ¡Que piensen ellos! Cuestiones sobre
materialismo y relativismo. (Ediciones El Viejo Topo, Barcelona 2003). La viveza y el constante dinamismo del
Materialismo Filosófico pueden constatarse en los diferentes ámbitos de trabajo presentes en la obra Filosofía
y cuerpo. Debates en torno al pensamiento de Gustavo Bueno (Ediciones Libertarias, Madrid 2005). Asimismo
muchos artículos publicados en El Catoblepas sobre Biología, Darwinismo, Etología, Proyecto «Gran Simio»,
Física Cuántica, Filosofía de la Religión, Filosofía de la Geografía, &c., de Alfonso Tresguerres, Pedro Insua,
Atilana Guerrero, Iñigo Ongay, José Manuel Rodríguez, Carlos M. Madrid Casado, Javier Pérez Jara, Joaquín
Robles, Marcelino J. Suárez Ardura, &c., son el mejor reflejo de la potencialidad de la TCC en sus análisis.
Por otra parte la Gnoseología Materialista es muy útil en Estética para el análisis ontológico y gnoseológico de
diferentes Artes. Es el caso (por poner un ejemplo muy querido por el que esto escribe) del cine y del Mito del
Héroe en elwestern.
Notas
{1} Como corresponde a una «introducción» es deseable ser lo más aséptico posible en la terminología
empleada, para evitar así malentendidos desde un principio, si bien no hay conceptos neutrales «por sí
mismos», y los que se correspondan con la presente nota habrán de ser explicitados y demarcados más
adelante. Nuestro trabajo pretende ser también una exposición de algunos puntos ya anunciados por Laso
Prieto en su artículo «La idea de ciencia en Gustavo Bueno», RevistaUniversidad y sociedad, nº 6, págs. 171-
184.
Véase, Gustavo Bueno, Teoría del cierre categorial. Volumen 1: Introducción General. Siete enfoques en el
estudio de la Ciencia, Pentalfa, Oviedo 1992. Volumen 2: La Gnoseología como filosofía de la ciencia. Historia
de la teoría de la ciencia, Pentalfa, Oviedo 1993. Volumen 3: El sistema de las doctrinas gnoseológicas. Las
cuatro familias básicas, Pentalfa, Oviedo 1993. Volumen IV: El sistema de las doctrinas gnoseológicas.
Descripcionismo. Teoreticismo, Pentalfa, Oviedo 1993. Volumen V: El sistema de las doctrinas gnoseológicas.
Adecuacionismo. Circularismo. Glosario, Pentalfa, Oviedo 1993.
Gustavo Bueno, ¿Qué es filosofía? El lugar de la filosofía en la educación. El papel de la filosofía en el
conjunto del saber constituido por el saber político, el saber científico y el saber religioso de nuestra
época, Pentalfa (2ª edición ampliada), Oviedo 1995.
Gustavo Bueno, ¿Qué es la ciencia? La respuesta de la teoría del cierre categorial. Ciencia y
Filosofía, Pentalfa, Oviedo 1995.
{2} Principalmente, creemos, que a raíz de los cuatro «Congresos de Teoría y Metodología de las ciencias»
organizados por la Sociedad Asturiana de Filosofía en colaboración con prestigiosas instituciones del
Principado de Asturias. Los tres primeros tuvieron lugar en abril de 1982 y 1983 y en septiembre de 1985.
Contaron con la presencia de figuras tan relevantes y dispares como Mario Bunge, Francisco J. Ayala, Karl-
Otto-Apel, Abraham Moles, Kenneth L. Pike, René Thom, &c., acompañadas de muy importantes
representantes de la Filosofía y la Ciencia españolas. Citamos algunas referencias recientes sobre la Teoría
del «Cierre categorial»: A. Hidalgo Tuñón, «Estrategias metacientíficas» (parte I) y (parte II),El
Basilisco (segunda época), nº 5, págs. 19-40 y nº 6, págs. 26-48, Oviedo 1990; F. M. Pérez Herranz, «La
Filosofía de la ciencia de Gustavo Bueno», El Basilisco, nº 26, págs. 15-42, Oviedo, abril-diciembre 1999.
Desde un punto de vista terminológico hoy contamos con la obra de Pelayo García Sierra, Diccionario
filosófico, Pentalfa, Oviedo 2000 (Biblioteca Filosofía en español.)
{3} Vid. «El lugar del Pensamiento», «El filósofo ha de refugiarse en España en la docencia» y «Las
posibilidades de originalidad disminuyen», El País, 12 y 13 de enero de 1987.
{4} M. W. Wartofsky, Introducción a la filosofía de la ciencia (1968), Alianza, Madrid 1981, pág. 17.
{5} José Ferrater Mora, La filosofía actual, Alianza, Madrid 1969 (4ª reimp. 1986), pág. 14.
{6} Carlos París, Filosofía, ciencia, sociedad, Siglo XXI, Madrid 1972, págs. 24-29.
{7} Harold I. Brown, La nueva filosofía de la ciencia (1977), Tecnos, Madrid 1983.
{8} A. F. Chalmers, ¿Qué es esa cosa llamada ciencia? Una valoración de la naturaleza y el estatuto de la
ciencia y sus métodos (1976), Siglo XXI, 1982.
{9} A. F. Chalmers, op. cit., págs. 195-202.
{10} Aunque todo calificativo resulte apresurado nos remitimos en estas apreciaciones a A. Hidalgo Tuñón,
«Diálogos platónicos con Mario Bunge (una reconstrucción racional)». Los cuadernos del Norte, nº 13, Caja de
Ahorros de Asturias 1982, págs. 6-19 y A. Hidalgo Tuñón, «Entrevista con Mario Bunge», El Basilisco, nº 14
(primera época), Pentalfa, Oviedo 1983, págs. 64-73. He de confesar que lo que me anima a citar
precisamente a Kuhn y a Bunge es la apreciación de cuán socorridos son por múltiples investigadores (en
concreto me refiero a la Psicología en España) los marcos teóricos y conceptuales de estos autores (por
supuesto tampoco nos podemos olvidar de J. Piaget).
{11} A. Rivadulla Rodríguez, Filosofía actual de la ciencia, Editora Nacional, Madrid 1984, pág. 25.
{12} A. Rivadulla, op. cit., págs. 25-26.
{13} Vid., p.e., O. Neurath, Fundamentos de las ciencias sociales (1944), Taller de ediciones JB, Madrid 1973,
págs. 11-15 y 30-35. Véase también E. Cassirer, Las ciencias de la cultura (1942), FCE, México 1951 (3ª
reimp. 1972), cap. III.
{14} Harold I. Brown, op. cit., págs. 25 y 210.; A. Rivadulla, op. cit., cap. I. Véase por ejemplo, A. J.
Ayer, Lenguaje, verdad y lógica (1936), Orbis, Barcelona 1984, pág. 38.
{15} Harold I. Brown, op. cit., págs. 27 y 35-36. Harold I. Brown afirmará también al final de su trabajo que no
hay ninguna prueba por la que el proyecto de investigación del Empirismo Lógico haya de ser abandonado, y
desde una posición concordista armonizará la «nueva imagen de la ciencia» (Popper, Kuhn, Lakatos –
sintomáticamente no se cita a Feyerabend–) con el inicial «programa de investigación» empirista (vid. págs.
201 y 221-223).
{16} A. Rivadulla, op. cit., págs. 51 y 141. Una crítica al inductivismo retomando a Popper puede verse en C. G.
Hempel, Filosofía de la ciencia natural (1966), Alianza, Madrid 1979, pág. 33.
{17} Gustavo Bueno, «Conceptos conjugados», El Basilisco, nº 1 (primera época), Oviedo 1978, págs. 88-92.
{18} Gustavo Bueno, «El cierre categorial aplicado a las ciencias físico-químicas»,Actas del I Congreso de
Teoría y Metodología de las ciencias, Pentalfa, Oviedo 1982, pág. 101-164 (págs. 114-115).
{19} K. R. Popper, La lógica de la investigación científica, Tecnos, Madrid (7ª reimp.) 1985, pág. 39.
{20} Harold I. Brown, op. cit., pág. 89.
{21} K. R. Popper, op. cit., págs. 82-84.
{22} J. Losee, Introducción histórica a la filosofía de la ciencia, Alianza Universidad, Madrid 1981, 3ª ed., págs.
180-181. Sobre el criterio de falsación o refutabilidad véase también M. Albendea, «Gnoseología,
epistemología y el criterio de falsación o refutabilidad» y M. Boyer, «El principio de inducción y el criterio de
refutabilidad de Popper», en Simposio de Burgos. Ensayos de filosofía de la ciencia. En torno a la obra de Sir
Karl R. Popper, Editorial Tecnos, Madrid 1970, págs. 70-77 y 153-161 respectivamente. Miguel Ángel
Quintanilla, Idealismo y filosofía de la ciencia. Introducción a la epistemología de Karl R. Popper, Tecnos,
Madrid 1972, págs. 80-93. M. A. Quintanilla, Ideología y ciencia, Fernando Torres editor, Valencia 1976, págs.
68-75.
{23} Gustavo Bueno, op. cit., pág. 118. Véase también Gustavo Bueno, TCC, falsacionismo (Popper) págs.
802-808, 817, 828, 834-837, 873, 936, 943, 962-964, 976, 1026, 1035, 1081, 1087-1088, 1131, 1132-1134,
1259, 1260; falsacionismo y teoricismo, 1132-1136, 1144, 1162-1188, 1205-1212; falsabilidad y falsación, 1166;
falsacionismo y causalidad, 1209; falsacionismo y convencionalismo, 1153-1155, 1160. Gustavo Bueno, ¿Qué
es la ciencia?, págs. 31-32.
{24} Gustavo Bueno, Ibidem.
{25} A. F. Chalmers, op. cit., pág. 80.
{26} A. Rivadulla, op. cit., págs. 147-148.
{27} J. Losee, op. cit., págs. 182-198. A. Rivadulla, op. cit., pág. 220.
{28} A. F. Chalmers, op. cit., pág. 111.
{29} T. S. Kuhn, La revolución copernicana (1957), Ariel en Orbis (2 volúmenes), Barcelona 1985. Véase p. e.
el cap. 6 en donde aporta datos «externalistas» en torno a «la asimilación de la astronomía copernicana» (vol.
II). T. S. Kuhn, La estructura de las Revoluciones Científicas (1962), FCE (1ª ed., 1971), 10ª reimp., Madrid
1986, pág. 16.
{30} M. Masterman, «La naturaleza de los paradigmas» en La crítica y el desarrollo del conocimiento (1970,
Lakatos y Musgrave editores), Grijalbo, Barcelona 1975, págs. 159-201. T. S. Kuhn, op. cit., págs. 13, 22, 25,
33-34, 39, 43-44, 51, 71, 80, 103-104, 107-109, 127, 140, 166, 179, 190, 192, 202.
{31} M. Masterman, op. cit., págs. 169-172. Según Rivadulla la obra de Sneed serviría para complementar y
aclarar algunas de las insinuaciones presentes en Kuhn. Evidentemente algo parecido sucede con la teoría de
los «Programas de investigación» de I. Lakatos.
{32} La noción de ruptura es propia inicialmente de la Epistemología de G. Bachelard y también fue utilizada
por el marxista francés Althusser (Véase A. Sánchez Vázquez, Ciencia y revolución. El marxismo de
Althusser, Alianza, Madrid 1978).
{33} A. F. Chalmers, op. cit., pág. 128.
{34} A. Rivadulla, op. cit., pág. 220.
{35} A. F. Chalmers, op. cit., pág. 141 y J. Losee, op. cit., pág. 215.
{36} Esta es una de las principales críticas que Kuhn hace a Popper. Vid. A. Rivadulla, op. cit., págs. 228-232 y
J. Losee, op. cit., pág. 216.
{37} T. S. Kuhn, Segundos pensamientos sobre paradigmas, Tecnos, Madrid 1978, págs. 15-16. «Matriz
disciplinar» hace referencia a un conjunto de elementos ordenados de diferentes tipos y que son compartidos
por los que practican una disciplina. Las «generalizaciones simbólicas» son las expresiones empleadas
susceptibles de formalización. Los «modelos» son la fuente de las analogías (o de la ontología) y los
«ejemplares» son soluciones de problemas concretos aceptados como paradigmáticos.
{38} Vid. T. S. Kuhn, La estructura de las revoluciones científicas, cap. IX.
{39} «Acción» que está presente en la formación inicial que tuvo Kuhn. Vid. T. S. Kuhn, op. cit., pág. 9. Bajo
esta analogía newtoniana comprendemos también el desarrollo teórico de Paul K. Feyerabend y de I. Lakatos.
El primero de ellos con sus denuncias de los marcos de racionalidad del Positivismo (en sentido genérico).
{40} Una tendencia «antifundacionalista» (así la llama José Ferrater Mora, op. cit.,pág. 74) habría surgido
también en el seno del pensamiento analítico, que habría encontrado en la obra de Kuhn (principalmente en
los componentes «no racionalizables» desde el logicismo y el formalismo de estricta observancia ) un buen
motivo para abrirse hacia el «pensamiento dialogante», (y en algunos aspectos nihilizante y lúdico) tan querido
de los postestructuralistas franceses (reacción y «paso al límite» del estructuralismo).
Asimismo pensamos que la disyuntiva planteada por Kuhn, y su alternativa frente a la vieja idea de
racionalidad, lleva por un lado al reconstruccionismo racionalista (especie de «superación» de Popper y Kuhn)
que representa Imre Lakatos – pues éste parte de la convicción de que es posible concordar perspectiva
histórica y racionalidad teorética, siendo el concepto de «Programa de investigación científica» el nuevo
aglutinante teórico– y también lleva por otro lado al anarquismo epistemológico de Feyerabend.
Particularmente pensamos de Feyerabend que cuanto más encrespa su voz de forma altanera frente al
positivismo y al teoricismo de Popper, al que llama «ambicioso maestro de escuela», más nos asoma a la
tradición que tanto critica. Su «acción « es en gran medida «reacción», como también reconoce Ferrater, pues
Feyerabend es el «deconstruccionismo» a lo anglosajón.
Pero volviendo al nuevo ámbito de la Historia de la ciencia hay que señalar que trabajos tan espléndidos como
el de I. Bernard Cohen, sobre la «revolución newtoniana», ponen en entredicho las principales consignas
«rupturistas» de Kuhn, aunque esto parezca atenuado debido a algunos presupuestos filosóficos que Cohen
adopta, en los que combina la noción de «revolución» con las muy importantes de «estilo» y «transformación».
En el campo de la Psicología los estudios de Juan Bautista Fuentes Ortega muestran las debilidades de los
conceptos kuhnianos de «revolución» y «paradigma», y su inoperancia gnoseológica, epistémica y ontológica.
Véase R. Rorty, La filosofía y el espejo de la naturaleza, Cátedra, Madrid 1983, cap. VII, 2. I. Lakatos, Historia
de la ciencia y sus reconstrucciones racionales(1974), Tecnos, Madrid 1982, pág. 64 y la edición citada de La
metodología de los programas de investigación científica (1972), Alianza, Madrid 1983, pág. 173. P. K.
Feyerabend, Contra el método (1970), Ariel en Orbis, Barcelona 1984; Adiós a la razón, Tecnos, Madrid 1985,
págs. 25-28, 32, 60, 67-68, &c.; ¿Por qué no Platón?, Tecnos, Madrid 1985, págs. 62, 93-94, 111-113, 117, &c.
José Ferrater Mora, Cambio de marcha en filosofía, Alianza, Madrid 1974, pág. 39; La filosofía actual, Alianza,
Madrid 1986 (4ª reimp.), pág. 78. I. B. Cohen, La revolución newtoniana y la transformación de las ideas
científicas (1980), Alianza, Madrid 1983, Parte I, y la reseña a la obra de Cohen en A. Hidalgo, El Basilisco, nº
16 (primera época), Oviedo 1984, págs. 89-90. Juan Bautista Fuentes Ortega, «El segundo sistema de
funciones como marco definitorio de la escala de lo psicológico» –ponencia presentada en las Primeras
Jornadas de Psicología(organizadas por los estudiantes de la facultad de Filosofía y Ciencias de la Educación,
Oviedo, marzo 1984)– y «Análisis epistemológico de las funciones comportamentales como crítica del uso del
concepto de paradigma en psicología» –comunicación presentada al III Congreso de Teoría y Metodología de
las ciencias, Gijón, 23-28 de septiembre de 1985–. Sobre Thomas Samuel Kuhn ver también Gustavo Bueno,
TCC, págs. 814, 872, 976, 1129, 1164, 1181-1184, 1213, 1238, 1248, 1257, 1260-1264.
{41} Alberto Hidalgo, «Diálogos platónicos con Mario Bunge» y «Entrevista con Mario Bunge» (vid. supra).
Puede verse una crítica a la «Dialéctica» en Mario Bunge, «El marxismo hoy», en Cien años después de
Marx (varios autores, Román Reyes editor), Akal, Madrid 1986, págs. 27-41.
{42} A. Hidalgo, «Diálogos platónicos...», pág. 8.
{43} A. Hidalgo, op. cit., págs. 8-9.
{44} Ideas críticas frente a Quine en M. Bunge, La investigación científica (1969), Ariel, Barcelona 1983, parte
IV, cap. 12 y otros. Mario Bunge, Epistemología,Ariel, Barcelona 1980, cap. 3.
{45} A. Hidalgo, op. cit., pág. 9. «Entrevista con Mario Bunge», pág. 66.
{46} A. Hidalgo, op. cit., pág. 67.
{47} M. Bunge, op. cit., V, cap. 9 y 10. Mario Bunge, Materialismo y ciencia, Ariel, Barcelona 1981, cap. 6.
{48} A. Hidalgo, Ibidem.
{49} Nos referimos aquí a la concepción de la Psicología que Bunge tiene y en concreto al problema del
reduccionismo en la cuestión mente/cerebro. Véase M. Bunge, «Epistemología de las ciencias naturales. La
psicología como ciencia natural» en Actas del I Congreso de Teoría y Metodología de las Ciencias,Pentalfa,
Oviedo 1983, págs. 25-32. Aquí resume ideas que expone en «The Mind-Body Problem» (traducción en
Tecnos). Una crítica «transformacionista» puede verse en J. B. Fuentes Ortega y otros, «El programa
psicológico de Mario Bunge: un resumen crítico» en Actas del II Congreso de Teoría y Metodología de las
ciencias (Vol. II), Pentalfa, Oviedo 1984, págs. 455-460. Teólogos como Ruiz de la Peña se ocuparon también
del pensamiento de Bunge. Así en Las nuevas antropologías. Un reto a la teología (Sal Terrae, Santander
1983, págs. 170-173, 180-183 y 227 y ss.). El propio Ruiz de la Peña en su obra Teología de la creación(Sal
Terrae, Santander 1986) criticando el monismo, el reduccionismo epistemológico y la noción de «emergencia»
de Bunge vuelve de nuevo «a la carga». Advertimos la habilidad de Ruiz de la Peña pues utiliza
interpelaciones de Gustavo Bueno a Bunge (pertenecientes al I Congreso...) para acentuar las «flaquezas» de
éste. (Vid. págs. 258, 260, 261, 266).
{50} Mario Bunge, Teoría y realidad, págs. 13-14.
{51} Mario Bunge, op. cit., págs. 15-16.
{52} Mario Bunge, op. cit., págs. 30 y 55 ss.
{53} Mario Bunge, op. cit., págs. 33-49. Véase también un resumen de sus principales postulados metateóricos
en el volumen colectivo El pensamiento científico, cap. VII, «Metateoría», Tecnos-Unesco (1978), 1983, págs.
225-265.
{54} Mario Bunge, Teoría y realidad, págs. 14-15 y 34. A. Hidalgo, «Diálogos platónicos...», pág 12; «Entrevista
con...», pág. 65.
{55} Mario Bunge, «Paradigmas y revoluciones en ciencia y técnica», El Basilisco,nº 15, (primera época),
Oviedo 1983, págs. 2-9 (pág. 5).
{56} Mario Bunge, «Teoría económica y realidad económica», en Actas del I Congreso..., págs. 441-454 (pág.
450-451). Mario Bunge, «¿Cómo desenmascarar falsos científicos?», Los cuadernos del Norte, nº 15, Caja de
Ahorros de Asturias, Oviedo 1982, págs. 52-69 (págs. 58-60).
{57} Gustavo Bueno, op. cit., pág. 119. Mario Bunge, Teoría y realidad, págs. 143-162 y 182. Sobre Mario
Augusto Bunge ver también Bueno, TCC, págs. 1244, 1246, 1248, 1318, 1321.
{58} Una exposición global de la filosofía de la ciencia de Bueno puede verse en las siguientes ponencias:
Gustavo Bueno, «El cierre categorial aplicado a las ciencias físicoquímicas» y «Gnoseología de las ciencias
humanas», en Actas del I Congreso de Teoría y Metodología de las Ciencias, Pentalfa, Oviedo 1982, págs.
101-164 y 335-337 respectivamente. Pérez Laborda en su apretado resumen de La ciencia contemporánea y
sus implicaciones filosóficas hace mención de pasada a la Teoría del Cierre Categorial, señalando su
importancia. (Véase op. cit. en Cincel, Serie historia de la filosofía, nº 35, Madrid 1985, págs. 78-82.)
{59} Gustavo Bueno, Ensayo sobre las categorías de la economía política, La Gaya ciencia, Barcelona 1972,
pág. 16.
{60} Gustavo Bueno, El papel de la filosofía en el conjunto del saber, Ciencia nueva, Madrid 1970, pág. 63.
{61} Gustavo Bueno, op. cit., pág. 230 y ss. Ver también Bueno, ¿Qué es la filosofía? y Ensayos
materialistas, Taurus, Madrid 1972, págs. 391 y ss. Véase Pilar Palop, s. v. «Symploké», Diccionario de
Filosofía, Sígueme, Salamanca 1979, 2ª ed., págs. 466-468.
{62} Pilar Palop, op. cit., pág. 467.
{63} Gustavo Bueno, La metafísica presocrática, Pentalfa, Oviedo 1974, pág. 17.
{64} Gustavo Bueno, Idea de ciencia desde la teoría del cierre categorial, Universidad Menéndez Pelayo,
Santander 1976, pág. 16.
{65} Gustavo Bueno, «El cierre categorial aplicado a las ciencias físico químicas», pág. 102.
{66} José Manuel Fernández Cepedal, s. v. «Categoría», en Diccionario de Filosofía,Sígueme, Salamanca
1979, 2ª ed., págs. 58-60.
{67} José Manuel Fernández Cepedal, op. cit., pág. 59.
{68} José Manuel Fernández Cepedal, Ibidem.
{69} Pilar Palop, «Gnoseología y Educación. Estatuto gnoseológico de la Pedagogía» (policopiado inédito),
Facultad de Filosofía y Ciencias de la Educación, Oviedo, pág. 14.
{70} José Manuel Fernández Cepedal, Ibidem.
{71} Pilar Palop, «El cierre categorial», resumen de la voluminosa obra de Bueno y colaboradores, Estatuto
gnoseológico de las ciencias humanas, 4 vols., Departamento de Filosofía (Universidad de Oviedo), 1976
(inédito). Véase Gustavo Bueno, Teoría del cierre categorial, 5 volúmenes, Pentalfa, Oviedo 1992-1993.
{72} Pilar Palop, Ibidem.
{73} José Manuel Fernández Cepedal, Ibidem.
{74} Pilar Palop, Ibidem.
{75} José Manuel Fernández Cepedal, Ibidem.
{76} José Manuel Fernández Cepedal, op. cit., pág. 60.
{77} Gustavo Bueno, «Ciencias antropológicas y Antropología filosófica», en Estatuto gnoseológico...
{78} Pilar Palop, op. cit., pág. 14 (vid. supra).
{79} Pilar Palop, op. cit., pág. 15 (vid. supra).
{80} M. Sacristán, Introducción a la Lógica y al Análisis Formal, Ariel, Barcelona, págs. 17-18. Una concepción
«transformacionista» de la Lógica Formal véase en J. Velarde, Lógica Formal, Pentalfa, Oviedo 1982, págs.
15-29.
{81} Pilar Palop, op. cit., pág. 16.
{82} Gustavo Bueno, «El cierre categorial aplicado a las ciencias físicoquímicas» (vid. supra), pág. 111.
{83} Pilar Palop, Gnoseología y educación..., pág. 11.
{84} M. A. Quintanilla, Ideología y ciencia, Fernando Torres, Valencia 1976, pág. 82.
{85} Pilar Palop, El Cierre categorial (policopiado), pág. 19 (v. supra).
{86} Gustavo Bueno, op. cit., págs. 129-130. Véase un ensayo de aplicación de la teoría de los tres ejes
gnoseológicos al «cierre categorial» de la Etnología en Bueno, Etnología y Utopía, Las ediciones de los
Papeles de Son Armadans, Azanca 1, Valencia 1971, págs. 103-120 (reedición ampliada en Ediciones Júcar,
Madrid, 1987).
{87} Gustavo Bueno, «En torno al concepto de ‘Ciencias Humanas’», El Basilisco, nº 2, (primera época),
Oviedo 1978, pág. 29.
{88} Bueno, Ibidem.
{89} Bueno, «El cierre categorial aplicado a las ciencias físico-químicas», pág. 122.
{90} Bueno, op. cit., pág. 134.
{91} Bueno, op. cit., pág. 140. Gustavo Bueno ha criticado varias veces el «catastrofismo» epistémico de
Bachelard y su «corte epistemológico». Una exposición de Bachelard y su epistemología véase en L.
Geymonat, Historia del pensamiento filosófico y científico (1972), vol. II, Ariel, Barcelona 1984, cap. 10, págs.
277-305.
{92} Gustavo Bueno, Idea de ciencia desde la teoría del cierre categorial, pág. 10.
{93} Bueno, op. cit., pág. 9
{94} Bueno, op. cit., pág. 11
{95} Bueno, op. cit., pág. 34. Gustavo Bueno, Ensayo sobre las categorías de la economía política, La Gaya
ciencia, Barcelona 1972, págs. 26 y ss. Ver también Bueno, TCC y el opúsculo ¿Qué es la ciencia? La
respuesta de la teoría del cierre categorial. Ciencia y Filosofía, págs. 37-88.
{96} Bueno, «Sobre el significado de la verdad biológica de los Teoremas de Mendel», ponencia presentada en
el II Congreso de Teoría y Metodología de las Ciencias, 4 al 9 de Abril, Oviedo 1983. A. Hidalgo, «La biología
molecular: ¿revolución o cierre?», Actas del II Congreso... (Vol. II), Pentalfa, Oviedo 1984, págs. 293-308. J. B.
Fuentes Ortega, «En torno a la escala de la psicología científica: el concepto del ‘segundo sistema de
funciones’», Actas del II Congreso, págs. 401-409. Sobre las aplicaciones de la teoría del «cierre categorial»
existe ya una abundantísima bibliografía y ya dijimos algo a ese respecto en nuestra nota aclaratoria al
comienzo de este trabajo. Así puede verseLa filosofía de Gustavo Bueno. Homenaje a Gustavo
Bueno, organizado por la revista Meta, Editorial Complutense, Madrid 1992. En este número especial
deMeta hay artículos de Vidal Peña, Quintín Racionero, Alberto Hidalgo, Julián Velarde, David Alvargonzález,
Juan Bautista Fuentes y del propio Gustavo Bueno. Respecto a la problemática de algunas ciencias humanas
citamos lo siguiente sin pretender ser exhaustivos. Así, el trabajo de Bueno titulado «Sobre el alcance de una
‘ciencia media’ (ciencia β) entre las ciencias humanas estrictas (α2) y los saberes prácticos (β2)» (págs. 155-
181), se expone también en El Basilisco, nº 2 (segunda época), Oviedo 1989, págs. 57-72. Bueno, «La
Etología como ciencia de la cultura», en El Basilisco, nº 9, Oviedo 1991, págs. 3-37. Asimismo véase de David
Alvargonzález, que en el mencionado homenaje había desarrollado su«Materialismo gnoseológico y ciencias
humanas: Problemas y expectativas»(págs. 127-154), el trabajo «Problemas en torno al concepto de ‘ciencias
humanas’ como ciencias de doble plano operatorio», El Basilisco, nº 2 (segunda época), Oviedo 1989, págs.
51-56. De J. B. Fuentes Ortega citaremos: «La psicología: ¿una anomalía para la teoría del cierre
categorial?» en Homenaje a Gustavo Bueno, op. cit., págs. 183-206 (y también en El Basilisco, nº 11, segunda
época, Oviedo 1992, págs. 58-71). Véase además «Nota sobre la causalidad apotética a la escala psicológica,
acompañada de algunas observaciones», El Basilisco, nº 1 (segunda época), Oviedo 1989, págs. 57-64. «Un
caso ejemplar de historia interna en psicología: continuidad entre la crítica radical del conductismo
metodológico y la crítica gestaltista del estructuralismo»,El Basilisco, nº 8 (segunda época), Oviedo 1991,
págs. 19-39. También son muy importantes las precisiones críticas de Alberto Hidalgo al respecto en «El marco
conceptual en Brunswik», sobre Egon Brunswik, El marco conceptual de la psicología, versión castellana,
introducción y notas de Juan Bautista Fuentes Ortega (Debate, Madrid 1989), en El Basilisco, nº 7 (segunda
época), Oviedo 1991, págs. 94-97.
{97} Seguimos aquí el trabajo de P. Palop, «Epistemología de las ciencias humanas y ciencias de la
educación» (policopiado inédito, Facultad de Filosofía y Ciencias de la Educación, Oviedo), pág. 3 y ss. E.
Andreski, Las ciencias sociales como forma de brujería, Taurus, Madrid 1973, pág. 159.
{98} Tomado del trabajo de P. Palop, op. cit., también en Bueno, El individuo en la historia, Universidad de
Oviedo 1980, págs. 43-48.
{99} Ibidem.
{100} F. Challaye, Metodología de las ciencias, Labor, Barcelona 1935, págs. 47-53.
{101} Gustavo Bueno, «En torno al concepto de ‘Ciencias humanas’. La distinción entre metodologías α-
operatorias y β-operatorias», El Basilisco, n° 2 (primera época), Oviedo, págs. 12-46 (pág. 13).
{102} Bueno, op. cit., pág. 14.
{103} Bueno, op. cit., pág. 15
{104} Bueno, op. cit., pág. 16. Bueno y col., Estatuto gnoseológico de las ciencias humanas (inédito), en
concreto los epígrafes «Delimitación del sentido de Antropología filosófica que queremos definir», «Las
disciplinas antropológicas y las ciencias humanas», y «Ciencias antropológicas y antropología filosófica».
Véase la interesantísima obrita de Elena Ronzón, Sobre la constitución de la idea moderna de hombre en el
siglo XVI: el «conflicto de las facultades», Fundación Gustavo Bueno, Cuadernos de Filosofía, Oviedo 2003.
{105} Bueno, «En torno al concepto de ‘Ciencias humanas’», pág. 18. Etnología y utopía, págs. 54-74. El mito
de la cultura. Ensayo de una filosofía materialista de la cultura, Editorial Prensa Ibérica, Barcelona 1996.
{106} Bueno, «En torno al concepto de ciencias humanas. La distinción entre metodologías α-operatorias y β-
operatorias», El Basilisco, nº 2 (primera época), Oviedo 1978, pág. 22. Bueno, «Gnoseología de las ciencias
humanas», Actas del I Congreso..., Pentalfa, Oviedo 1982, págs. 315-337 (pág. 317).
{107} Bueno, op. cit., pág. 321. Bueno, «En torno al concepto de ciencias humanas...», págs. 20-24.
{108} Bueno, op. cit., pág. 24
{109} Bueno, Ibidem.
{110} Bueno, Ibidem.
{111} Bueno, «Gnoseología de las ciencias humanas», Actas..., pág. 323.
{112} Bueno, op. cit., págs. 323-324.
{113} Bueno, «En torno al concepto ciencias humanas», pág. 27.
{114} Bueno, op. cit., pág. 29.
{115} Bueno, «Gnoseología de las ciencias humanas», pág. 328. Bueno, op. cit.,págs. 323 y 330. Bueno, «En
torno al concepto de ciencias humanas...», págs. 27, 29 y ss.
{116} Bueno, op. cit., pág. 36. Bueno, «Gnoseología de las ciencias humanas», pág. 330.
{117} Bueno, «En torno al concepto de ciencias humanas...», págs. 36 y 38.
{118} Bueno, op. cit., págs. 38-39.
{119} Bueno, Ibidem.
{120} Bueno, op. cit., pág. 43. Bueno, «Gnoseología de las ciencias humanas», pág. 332.
{121} Bueno, op. cit., pág. 333.
{122} Bueno, op. cit., pág. 334. Una exposición más amplia en «En torno al concepto de ciencias humanas...»,
págs. 40-46. Ver también ¿Qué es la ciencia? La respuesta de la teoría del cierre categorial. Ciencia y
Filosofía, págs. 37-88.
{123} Bueno, «Determinismo cultural y materialismo histórico», El Basilisco, nº 4, (primera época), Oviedo
1978, págs. 4-28.
{124} Pedro José Barbado García & Francisco López Ruiz, «Ensayo de aplicación de las metodologías α y β-
operatorias en las ciencias jurídicas», Revista Universidad y sociedad, Uned, Madrid 1983, págs. 107-122.
{125} J. Habermas, Conocimiento e interés (1968), Taurus, Madrid 1982, págs. 310-317 y 318-324.
Habermas, Teorías de la verdad (trad. M. Jiménez Redondo) [cortesía de Francisco López Ruiz, Universidad
de Alicante]. Raul Gabás, J. Habermas: Dominio técnico y comunidad lingüística, Ariel, Barcelona 1980. V.
Santamaría, «Jürgen Habermas y la escuela de Frankfurt», Los Cuadernos del Norte, n° 22, 1983, págs. 2-7.
A. Hidalgo, «La estrategia de la resistencia y Jürgen Habermas», Los Cuadernos del Norte, nº 32, Oviedo
1985, págs. 62-72. A. Cortina, Crítica y utopía: la escuela de Francfort, Cincel, Serie Historia de la filosofía,
Madrid 1985, caps. 6, 7 y 8.
{126} Gustavo Bueno, El sentido de la vida. Seis Lecturas de filosofía moral,Pentalfa, Oviedo 1996. (Véase
Lectura primera: Ética y moral y derecho; VI: La distinción ética/moral desde la perspectiva del materialismo
trascendental, págs. 56-88.)
{127} Gustavo Bueno, El mito de la Izquierda. Las izquierdas y la derecha, Ediciones B, Barcelona 2003 (2ª
edición). Bueno, Panfleto contra la democracia realmente existente, La Esfera de los Libros, Madrid 2004.
Bueno, El mito de la felicidad. Autoayuda para desengaño de quienes buscan ser felices, Ediciones B,
Barcelona 2005.