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Gloria VERGARA 5

I.
Friedrich Schiller
and the Classic German Philosophy
6 Presencia de Schiller en la poesía mexicana
Gloria VERGARA 7

Gloria VERGARA

Presencia de Schiller
en la poesía mexicana

Abstract
To speak of the influence of German poetry in Mexican Literature is a
paradoxical question. On one hand, some critics affirm that Goethe and
Schiller had a decisive influence over the Mexican romantic authors, while
others as Enrique Anderson Imbert (History of Hispano-American
Literature), only underline the indirect influence over them. In this essay, an
analysis is made regarding the possible influence of Friedrich von Schiller
and its aesthetics ideas as a poet and playwright, in Mexican poetry. This
essay further studies Manuel M. Flores and Manuel José Othón, both
recognized poets which work shows an appreciation of Schiller.

Hablar de los poetas alemanes en la literatura mexicana resulta


paradójico. Por un lado se afirma que Goethe y Schiller ejercieron sin
duda una influencia decisiva en los románticos mexicanos y, por otra
parte, se dice que sólo fueron conocidos de manera indirecta, como
enuncia Enrique Anderson Imbert, en su Historia de la literatura
hispanoamericana. Veremos, pues, en el presente ensayo, en qué medida se
puede hablar de la presencia de Friedrich von Schiller, en la poesía
mexicana, tanto por el peso de sus ideas estéticas, como por su figura
como poeta y dramaturgo.

1. Las ideas estéticas de Schiller


La Crítica del juicio, de Emmanuel Kant, y Cartas sobre la educación
estética del género humano, de Schiller, son textos esenciales para entender el
concepto de belleza que domina el siglo XIX y que revoluciona gran
parte de los conceptos estéticos del siglo XX. Schiller destaca el sentido
de la belleza experimentada por el sujeto, muy cerca de Kant. Ve el
arquetipo de toda cultura en el mundo griego, cuya armonía no admite la
fragmentación que prevalece en el momento del poeta alemán. El
hombre moderno es un ser analítico y, por tanto, fragmentado; no
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experimenta la unidad armónica: "el hombre se educa como mera


partícula, llenos sus oídos del monótono rumor de la rueda que empuja,
nunca desenvuelve la armonía de su esencia y lejos de imprimir a su
trabajo el sello de lo humano, tórnase él mismo un reflejo de su labor o
de su ciencia" (Schiller, 11). La única salida que le queda frente a este
empobrecido proceso de fragmentación, de negación, es el arte. Sólo en
el espacio estético se recupera lo perdido, la condición humana. Pero esta
idea de Schiller pareciera haberse enclavado más en el posmodernismo
del siglo XX latinoamericano, en donde entran voces como la de Octavio
Paz, Juan Rulfo y Jorge Luis Borges. La fragmentación, la otredad, la
multiplicidad vistas en el fenómeno liteario de este periodo hacen eco, de
vez en cuando, en la primeras ideas modernas de Kant y Schiller. Pero
no nos detendremos en esta encrucijada, pues implicaría adentrarnos en
el desentrañamiento de lo que corresponde a la modernidad y lo que toca
al mundo posmoderno, y este punto, ahora no forma parte de nuestra
búsqueda.
Sólo tomaremos esta sensación de la interioridad separada de la
forma biológica, esta falta de unidad que restituye el arte, según Schiller,
y que nos lleva a la idea de la libertad, en la contemplación de la
apariencia estética. Desde esta perspectiva, el hombre establece, gracias a
su imaginación, un orden distinto al que lo oprime. Así, su instinto juega
y enriquece la percepción del mundo. Encuentra "un tercer reino, un
reino alegre de juego y de apariencia, donde [...] se despoja de los lazos
que por doquier le tienen sujeto y se libera de todo cuanto es coacción,
tanto en lo físico como en lo moral" ( Schiller, 13). Pero en este punto la
belleza es, según sea experimentada por el sujeto, en tanto es pensada
por él. “La belleza verdadera es la introducida en el espacio y el tiempo
por la creación artística. Si existe una belleza natural es siempre inferior a
lo bello artístico que vierte el sujeto sobre las cosas, sobre la materia
antes mecánica y desespiritualizada” (Ierardo, ene,03,06)
No cabe duda de que las ideas del romanticismo y del idealismo
alemán nos llevan a una estética subjetivista. Sin embargo, cuántos ecos
deja en la teorías que vuelven a retomar aspectos del sujeto en el siglo
XX, con la neohermenéutica y la teoría de la recepción y del efecto
estético. La autonomía del arte como actividad humana, la autonomía de
la belleza como valor, son los cimientos de la modernidad; pero los
creadores posmodernos están percibiendo, enunciando, la fragmentación
que veía Schiller y la llevan al mismísimo terreno del arte como parte de
su esencia.
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La modernidad se ve escindida, la liberación convertida en


apariencia, la independencia del arte va a la página en blanco, a la
metapoesía, a la reflexión del espacio, del espejo, de la nada. En este salto
se marcan, en un extremo, el romanticismo implicado en el idealismo
alemán, como plataforma de la liberación y, en otro extremo, el nuevo
romanticismo que nace en la vanguardias, pero que no apaga sus llamas
sino en el mundo posmoderno de la sospecha, siguiendo a Heiddeger y a
Nietszche, y de la multiplicidad de la verdad, de una verdad que ya no
corresponde a nadie en particular ni con nada específico.

2. El romanticismo alemán

El movimiento romántico, según lo que hemos seguido de las


ideas estéticas de Schiller, estaba enclavado en el idealismo alemán.
Goethe y Schiller publican en 1774 y 1781 respectivamente, dos obras
que marcarían el cauce de este movimiento en la etapa conocida como
“Asalto e impulso” (Sturm und Drang). El Werther y Los brigantes son
obras claves que llegaron al mundo francés y al hispano, con una línea
definitoria de la nueva literatura. “En el periodo de iniciación del
romanticismo francés los escritores comienzan por “descubrir” y admirar
las novelas de Walter Scott, El Romancero español, y los dramas de Schiller
y de Shakespeare, y toman como libros de sus lecturas la Divina comedia,
de Dante y el Fausto, de Goethe” (Alonso, 32). La obra de Schiller,
traducida al español como Los brigantes o Los bandidos, había provocado
serios escándalos en Alemania, debido a la situación social que prevalecía
y que amenazaba a los monarcas y sus cortes. Pero Schiller “escandalizó
a los parroquianos de la elegante sala de Weimar [...] más por el
contenido social de la obra –la exaltación de los campesinos armados y
sublevados, la defensa de sus razones y de su clamor de justicia- que por
la subversión estética que el drama pudo representar” (Saint-Denis, 11).
Pero en el aspecto formal, Schiller también fue imitado, pues “al amparo
de su sombra, empezaron a producir un gran número de obras cargadas
de incidencia, de desenlaces imprevistos, de recreación de ambientes
exóticos, sin otro propósito que el de sorprender y atraer al público”
(12). Aunque muchos poetas líricos experimentaron con el teatro, sin
embargo, como reconoce Saint-Denis, pocos lograron pasar en buenos
términos del poema lírico a la exigencias de la obra dramática.
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El Romanticismo, como algo heterogéneo y diverso, se convirtió


en una reacción contra el racionalismo de la Ilustración y el
Neoclasicismo. Se buscaba sobre todo el sentimiento frente a la razón, la
libertad frente al despotismo. Y aunque en un principio se volvieron las
miradas hacia la Edad Media y el mundo grecolatino, algunos críticos
afirman que se buscaba lo individual, imperfecto, inacabado. Los héroes
románticos eran rebeldes por naturaleza. Se renovaron los temas y los
ambientes, se buscaron los lugares sórdidos, populares, ruinosos, la
superstición y lo fantástico. Todo esto se emparenta más con nuestro
naciente siglo XXI. Si las vanguardias son, como se ha dicho, la
culminación del romanticismo y todavía nos siguen asombrando, por
otro lado llegamos con la posmodernidad a extremos similares que se
llegaron en el siglo XIX: Crisis política, espíritus individualistas,
resurgimientos del nacionalismo.
El mismo Schiller es autor del drama Guillermo Tell (Wilhelm Tell),
compuesto en cinco actos, que promueve ideas de libertad, retomando
una leyenda de la Edad Media. Si pensamos en la historia de Tell y lo que
el héroe implica como inspiración libertaria en 1804, podríamos decir
que Schiller encaja perfectamente en la demanda libertaria de los poetas
de la Nueva España. Tell era un ballestero suizo del siglo XIV que se
sublevó contra el gobernador de Altdorf, Hermann Gessner. Cuenta la
leyenda que Tell no quiso inclinarse frente el soberano, en señal de
rebeldía ante los Habsburgo que iban ampliando sus dominios, y
Gessner lo detuvo y le obligó a disparar contra una manzana puesta en la
cabeza de su propio hijo. Tell acertó el disparo a la manzana, pero había
puesto dos flechas en su ballesta y cuando le preguntaron para qué dos,
él contestó que era para Gessner, en caso de que la primera flecha
hubiera herido a su hijo. El gobernador enfurecido, mandó encarcelar a
Tell en el castillo de Küsnach. En el camino, a través de uno de los lagos
suizos, Tell salvó a la tripulación y al mismo Gessler, en un incidente;
pero en cuanto desembarcaron, Tell huyó, le tendió una emboscada a
Gessner y lo mató con su ballesta. Según se cuenta, este hecho marcó el
comienzo de la sublevación de los cantones y de la independencia de
Suiza.
Aunque Schiller murió un año después de haber publicado su
obra, Guillermo Tell se tradujo al francés y al español. Así, el nombre y las
obras de Schiller llegaron a México, a través de estas traducciones y de
otras que los propios mexicanos hacían.
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3. México en la época de Schiller


Como menciona Alfred Wedel, en su artículo, “La presencia
alemana en el romanticismo de Hispanoamérica”, Manuel E. de
Gorostiza conoció y citó a Schiller en sus Reflexiones sobre el antiguo teatro
español, publicado en las primeras décadas del siglo XIX. Tradujo a
Lessing y fue perseguido, acusado de liberal y separatista. Como
Gorostiza, tal vez otros conocieron a Schiller; sin embargo, el ambiente
de la guerra de Independencia sólo deja ver algunas manifestaciones que
se insertan en lo que se ha denominado la poesía cívica.

Los poetas mexicanos Francisco Manuel Sánchez de Tagle, Andrés Quintana


Roo y Francisco Ortega, abandonaron las melodías de la poesía bucólico-
pastoril y amatoria que venía de Anacreonte, de Teócrito y de las églogas
virgiliano-garcilasescas a través de Meléndez Valdés, y entonaron los ritmos
declamatorios y altisonantes de la poesía épico-cívica que venía de Homero, de
Tirteo y de la Eneida del propio Virgilio a través de los poetas épico-cívicos
españoles (Martínez, LXX).

El canto bucólico se convirtió en canto político, manifestando el


diálogo con las acontecimientos sociales. “Los himnos políticos de los
españoles Gaspar Melchor de Jovellanos, Manuel José Quintana y Juan
Nicasio Gallego, fueron introducidos en México por Ramón Roca, poeta
oficial de Calleja” (LXXI). Sólo que, como enuncia Ramón Martínez
Ocaranza, la misma técnica poética que sirvió para cantar contra la
invasión francesa y contra la tiranía de Carlos IV y Fernando VII en
España, Roca la usa para defender la dominación española en México.
“Habían transcurrido apenas diez días después de la toma y el incendio
de Zitácuaro, cuando Roca, el 12 de enero de 1812, publicó en el Diario
de México su Oda al señor general don Félix María Calleja” (LXXI).
Frente a Ramón Roca, aparece la figura del poeta Francisco
Manuel Sánchez de Tagle, entonando himnos a la Independencia de
México, a la manera de Quintana, el poeta español. Sánchez de Tagle,
nacido en Valladolid, hoy Morelia, el 11 de enero de 1782, traducía a
Horacio y Virgilio.
Este ilustre varón, poseedor de una gran cultura humanística donde se dan la
mano Homero, Tirteo, Píndaro, Anacreonte, Aristóteles, Horacio, Séneca y
Virgilio; donde se escucha el verso castellano del siglo de oro; donde andan
Descartes, Newton, Bacon y Leibinz; donde se advierte la melancolía
romántica de Rousseau y de Lamartine, de Gray de Young y de Manzoni;
donde se robustece el pensamiento de la libertad con los poetas y con los
filósofos de la Revolución Francesa y más tarde con las metáforas políticas de
los poetas españoles (LXXVI).
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Andrés Quintana Roo escribió Oda al 16 de septiembre, siguiendo


también el rumor de los cantos españoles, y Francisco Ortega, neoclásico
desdendiente de la aristocracia borbónica, se enfrentó a Iturbide en el
Discurso de la coronación y escribió A Iturbide en su coronación.
La poesía neoclásica de Ortega no escapa al proceso contradictorio de todo el
neoclasicismo español y novohispano: viniendo de los grecolatinos, de los
clásicos españoles del siglo de oro y de los neoclásicos españoles, italianos y
franceses del siglo XVIII, logra el salto hacia el romanticismo a través de sus
traducciones de Alfieri, de Rousseau y de Lamartine y a través de su
conocimiento de los prerrománticos españoles Jovellanos, Arraiza y Meléndez
Valdés. (XCV).

Francisco Sánchez de Tagle, Francisco Ortega y Andrés


Quintana Roo representan la transición entre la colonia y la revolución
insurgente y pasan a la poesía épica-cívica; por esto mismo se les
considera pre-románticos. Pero, como enuncia Martínez Ocaranza, fue
hasta la época de la Reforma, cuando se reconoce el tono romántico de
la epopeya mexicana en el Romancero nacional de don Guillermo Prieto.

4. El romanticismo mexicano
El romanticismo mexicano se reconoce, según Carlos González
Peña, a partir de 1830, con la figura esencial del cubano José María
Heredia, quien había traducido e imitado a Young y a Lamartine y abría
nuevos caminos a la poesía en México. En aquellos años, la Academia de
Letrán albergaba lectores asiduos de Horacio, Fray Luis, Goethe,
Schiller, Ossián y Byron. Poetas como Guillermo Prieto, Ignacio
Ramírez e Ignacio Manuel Altamirano hicieron su aparición, así como
Ignacio Rodríguez Galván, quien cultivó esencialmente el teatro. A La
Academia de Letrán acudían clásicos y románticos, liberales y
conservadores, quienes se inspiraron principalmente en los románticos
franceses, aunque, como hemos mencionado conocían a los poetas
ingleses y alemanes. Después de esta primera etapa, el romanticismo
español se enclavó con la influencia directa de Espronceda y el Duque de
Rivas.
Ya entrados plenamente en el periodo romántico de México, don
Ignacio Manuel Altaminaro funda la revista “El Renacimiento”. De él se
reconoce el tono equilibrado, tanto en la poesía como en la narrativa y en
la crítica literaria. En sus obras se reconocen fuertes elementos
nacionalistas que van perfilando sus personajes, como ocurre en
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“Clemencia”. Altamirano fue tal vez la figura de mayor importancia en su


tiempo. Participó activamente en la vida política y cultural de México.
Tomó parte en la guerra de Reforma y ocupó diversos cargos
diplomáticos. Manuel Gutiérrez Nájera dice de la obra Paisajes y leyendas.
Tradiciones y costumbres de México, publicado en 1888, que Altamirano como
ningún otro escritor mexicano logra cuadros multiformes con una
armonía magistral, a partir de los estilos y voces que se cruzan en la
conformación de su escritura. “El cuadro resulta correcto y armonioso,
sin la hinchazón del que procura deslumbrar, ni el colorido local
exagerado de que tanto abusan los poetas cubanos y sus imitadores.
Nada sobra y nada falta. Para encontrar tan acabada concisión, setimos
tan íntimo de la naturaleza, tan prudente ciencia y tal frescura de tintas,
es necesario releer algunas páginas de Goethe, el Guillermo Tell de Schiller
y la introducción de La Mare au Diable en George Sand” (Tola, 95).
En el teatro aparece Fernando Calderón, y Guillermo Prieto se
destaca como el poeta popular. Economista, literato, historiador, Prieto
logra adaptarse a las diversas y cambiantes circuntancias del siglo
romántico mexicano. Se sitúa en la tradición hispana y no en los
románticos afrancesados. “Su exaltado nacionalismo se justifica por los
sucesos que presenció, pues sabemos bien que el nacionalismo se
acentúa cada vez que la integridad de un país se ve amenzada”
(Monterde, 69). Prieto resalta tipos de pesonajes que representan al
pueblo, toma expresiones populares para conformar sus versos.
Es en la que se conoce como la segunda generación de
románticos, en donde encontramos el mayor florecimiento de la poesía.
Altamirano había vuelto la mirada poética hacia la naturaleza, pero
Manuel María Flores y Manuel Acuña llegan al extremo del
sentimentalismo romántico. Manuel Acuña (1849-1873), experiementa
tanto en la poesía como en teatro. Se gana el reconocimiento de poetas
decisivos en América Latina como el mismo José Martí, quien lamenta el
suicidio del mexicano.
Manuel M. Flores, nacido en San Andrés Salchicomula, Puebla,
en 1840, es el poeta erótico, apasionado, bohemio por naturaleza.
Tradujo e imitó a sus poetas preferidos: Hugo, Musset, Byron, Schiller,
Horacio, Shakespeare, Heine y Goethe. A ellos dedica parte de su libro
Pasionarias. Varios de sus poemas presentan la referencia directa. Es el
caso de “Colón” (Schiller), “Julieta” (W. Shakespeare), “Ofelia” (W.
Shakespeare-Hamlet), “Canción” (H.Heine), “Coro de los espíritus”
(Goethe-Fausto), “Un astro” (Víctor Hugo), “Soñaba” (H. Heine),
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“Felicidad” (Lamartine), “Las Furias” (Lessing), “Aparición” (Víctor


Hugo), Yo amo (Alfredo de Musset), “To Jenny” (Lord Byron), etc.
Aunque en esta referencialidad sobresale el nombre de Víctor Hugo en
cuanto al número de veces citado, aparecen también Campoamor,
Petrarca, Dante, la antigüedad (el mundo eslavo) y filósofos de la época
romántica. Esto nos hace pensar que Manuel M. Flores fue un poeta
conocedor de las propuestas románticas de Goethe y de Schiller.
En el pequeño poema cuya referencialidad es Schiller, Flores
pone de manifiesto la figura del héroe, exaltado por su audacia y elevado
al plano de lo divino:

¡Marcha, marcha, Colón! Y si ese mundo


que pides al misterio del Océano
no ha sido criado aún, de entre las olas
en premio de tu audacia
le hará surgir la omnipotente mano.
(Flores, 80)

La naturaleza, el destino, el genio y la imagen de Dios se reúnen


en la contemplación del héroe. El poeta es el soplo que empuja, que
ordena, que lanza el imperativo animoso para que el futuro del pasado
aparezca. Así América es vista desde la sugerencia, desde lo co-
representado, como un mundo que tiene su origen en la fe. El héroe
confía en ese mundo en el que se verá y será visto, según el desginio:

Porque existe en la gran Natualeza


el eterno Criador, que de su arcano
levantando portentos de belleza,
sabe cumplir en toda su grandeza,
las promesas del genio soberano.
(p.80)

Pero el romanticismo mexicano en general, se enclava en la


búsqueda de una identidad y se manifiesta el mismo desasociego en la
creación que en la vida política y social del país. Muestra de ello es que
los poetas más populares son aquellos que barajan sus versos al son de
los ecos europeos. Y de las búsquedas más sólidas todavía falta una
revaloración profunda. Un ejemplo de los poetas que alcanzaron el
terreno declamatorio de su público es Antonio Plaza (1833-1882).
Publicó sus poemas en La Revista Mexicana, El Horóscopo, La Idea, Los
Padres de Agua Fría, La Bandera Roja, La Pluma Roja, San Baltasar y La
orquesta. Canta al amor, pero del ideal pasa al desengaño. Amargura,
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sufrimiento es lo que encontramos, más que la pura idealización de la


mujer. En la expresión de su poema “Amor”, se nota todavía la imitación
del “Madrigal” de Gutierre de Cetina:

¿Por qué si tus ojos miro


me miras tú con enojos,
cuando por ellos deliro
y la luz del cielo admiro
en el éter de tus ojos?
(p. 38)

Pero aún cuando Plaza no es ni siquiera considerado por muchos


críticos del romanticismo, como Amado Nervo o Díaz Mirón, encuentra
en la imitación de las formas neoclásicas y románticas, y los ejes
temáticos, las estrategias para atrapar a su público. Prueba de ello es la
exaltación de la ramera, como el rompimiento al prototipo de la bondad
y la belleza femenina, con el tono y la revoltura de los versos tan
conocidos de la literatura española:

Mujer preciosa para el bien nacida,


mujer preciosa por mi mal hallada;
perla del solio del Señor caída
y en albañal inmundo sepultada;
cándida rosa en el Edén crecida
y por manos infames deshojada;
cisne de cuello alabastrino y blando
en indecente bacanal cantando.
(p.44)

El amor es sin duda uno de los temas privilegiados de la


representación romántica. Pero el Romanticismo lo problematiza hasta
los excesos en sus diversas. Surge su matiz medievalista. El caballero
canta al amor imposible de su dama. En algunos casos, se combina la
lucha político-social con la lucha amorosa. Tal es el caso ejemplar de
Ignacio Manuel Altamirano o de Miguel Galindo, en Colima, ya en el
siglo XX. Porque el ambiente mexicano de las primeras décadas del siglo
XIX se repite en el siglo XX. Es propicio ver al poeta que se involucra
en la Revolución, en la Guerra Cristera, en las veladas literarias, que
presume arengas a causa del honor. De la guerra de Independencia a la
Revolución de 1910, la literatura mexicana se movió en cánones todavía
bastante europeos, sobre todo españoles y franceses. Por otro lado,
podemos decir que el Romanticismo en México duró por lo menos un
siglo –conviviendo, claro, con nuevas expresiones artísticas-, pero en
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lugar de hablar de “retraso literario”, debiera hablarse de procesos


distintos que encontraron un eco efervescente en los procesos políticos y
sociales de Lationamérica.
Hay pues un romanticismo tardío que convive con el
premodernismo y el modernismo en México. En esta etapa podemos
ubicar a los poetas Manuel José Othón y Luis G. Urbina, quienes
también manifestaron una clara inclinación por los poetas alemanes.
Manuel José Othón (1858-1906), de descendencia alemana,
escribió sus poemas rústicos, entre ellos “Noche rústica de Walpurgis”,
con una referencia directa a la obra de Goethe. Othón nació cien años
después que Schiller, sin embargo, es de los mexicanos que más se acerca
a los románticos alemanes. Se habla siempre de su gusto por Goethe,
pero encontramos en su “Idilio salvaje” tonalidades muy cercanas a los
poemas de Schiller. Se reconoce su cercanía a las preocupaciones
poéticas de Horacio, Virgilio, Lope de Vega y Pagaza. Aunque vive los
años de mayor fuerza del romanticismo mexicano permanece al margen
de grupos y escuelas y convive también con las primeras etapas del
modernimso. Su gusto por la naturaleza sirve de plataforma al entramado
amoroso de su obra, pero no se queda en el dramatismo propio de la
mayoría de los poetas mexicanos. “Ni plenamente romántico ni atraído
por las musas parnasianas y simbolistas en boga, lo clásico en él es la
resonancia de un temperamento, la coincidencia con un peculiar impulso
creador, como señala Anderson Imbert” (Garza, dic. 29,05). Basta
asomarnos al soneto V, para percibir la solidez de “Idilio salvaje”:
¡Qué enferma y dolorida lontananza!
¡Qué inexorable y hosca la llanura!
Flota en todo el paisaje tal pavura
como si fuera un campo de matanza.
Y la sombra que avanza, avanza, avanza,
parece, con su trágica envoltura,
el alma ingente, plena de amargura,
de los que han de morir sin esperanza.
Y allí estamos nosotros, oprimidos
por la angustia de todas las pasiones,
bajo el peso de todos los olvidos.
En un cielo de plomo el sol ya muerto,
y en nuestros desgarrados corazones
¡El desierto, el desierto... y el desierto!
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En el teatro, Manuel José Othón siguió la corriente romántica del


español José de Echegaray. Según Alfonso Reyes, Othón heredó de
Virgilio “la afición del campo, el don de lágrimas y el profundo clamor
humano que resulta bajo el campanilleo de los versos” (Peñaloza, 40).
Retomando la presencia de Schiller en el extendido romanticismo
mexicano, se puede aventurar la idea de que, en primer lugar, la cuestión
efímera del teatro en este movimiento deja de Schiller sólo secuelas que
se enclavan más en el ambiente político y social del convulsionado siglo
XIX en México. En esta dirección tiene más desarrollo la narrativa que la
poesía y el teatro. Por otro lado, en la primera etapa del romanticismo
mexicano se mezclan todavía muchos elementos neoclásicos y, en la
última etapa ya está la presencia definitiva de los románticos españoles.
Es decir, podemos encontrar muy pocas alusiones directas a Schiller:
Manuel E. de Gorostiza, Manuel M. Flores y más tardíamente Manuel
José Othón, y Luis G. Urbina ya en los tiempos modernistas. Sin
embargo, es preciso decir que las ideas de Schiller se filtraron a través de
Goethe, de los poetas franceses, de los ingleses, de los españoles. Tal vez
habría que replantearse la presencia de Friedrich von Schiller en México
a partir de sus ideas estéticas y la noción de libertad y progreso, que van
más enfocadas a la consolidación de la crítica literaria, del ensayo y de la
narrativa mexicana del siglo XIX. No obstante, en este punto podríamos
arguir que el siglo XIX sigue representando, para las letras mexicanas, un
largo momento de preparación. Es un momento que no se quiere
todavía tocar, que no se ha puesto en la balanza de la crítica, sino a través
de las poquísimas voces como la de Luis G. Urbina, Pedro Henríquez
Ureña y Alfonso Reyes. El poeta más representativo del romanticismo
mexicano, el netamente romántico es Manuel Acuña. Pero Manuel
Acuña se suicidó a los 23 años, es más conocido por su “Nocturno a
Rosario” que la mayoría de los críticos reprueba, y se sabe más de su
amor a Rosario de la Peña que de sus ideas acerca del teatro y de la
poesía o de sus propuestas poéticas a través de poemas de mejor factura
estilística. Faltan nuevos estudios que contemplen a distancia el
romanticismo. Podemos concluir entonces, que aunque la presencia de
las ideas de Schiller aparece en la radiografía del romanticismo mexicano
y sus versos y el tono de sus versos recae en poetas como Manuel M.
Flores, la figura del poeta alemán se diluye en la también convulsionada
literatura mexicana del siglo XIX.
18 Presencia de Schiller en la poesía mexicana

Bibliografía

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