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El gran tablero de ajedrez - Capítulo 7 – Conclusión

Ha llegado la hora para los EE.UU. de formular y perseguir una geoestrategia integrada,
comprensible y a largo plazo para toda Eurasia. Esta necesidad emerge de la interacción de dos
realidades fundamentales: América es ahora la única superpotencia mundial, y Eurasia es la
pista central del mundo. Así pues, lo que ocurra con la distribución del poder en el continente
eurasiático será de decisiva importancia para la primacía de América y para su legado histórico.

La primacía mundial americana es única en su ámbito y carácter. Es una hegemonía de


un nuevo tipo que refleja muchas de las características del sistema democrático americano: es
plural, permeable y flexible. Lograda en el curso de menos de un siglo, la principal
manifestación geopolítica de esa hegemonía es el papel sin precedentes de América sobre la
masa continental eurasiática, hasta el momento el punto de origen de todos los aspirantes al
poder mundial. América es ahora el árbitro de Eurasia, con ningún asunto eurasiático
importante soluble sin la participación americana o contrario a los intereses de América.

Cómo los EE.UU. manipulen y acomoden a los principales jugadores sobre el tablero de
ajedrez eurasiático y como dirija a los jugadores clave eurasiáticos será crítico para la
longevidad y estabilidad de la primacía americana mundial. En Europa los jugadores clave
continuarán siendo Francia y Alemania, y el fundamental objetivo de América debería ser el de
consolidar y expandir la existente democrática cabeza de puente de la periferia oeste de
Eurasia. En el lejano oriente eurasiático, China es probable que sea más vital, y América no
tendrá un punto de apoyo en la principal zona eurasiática a menos que una geoestrategia
chino-americana sea exitosamente alimentada. En el centro de Eurasia, el espacio entre una
Europa expandiéndose y una China creciendo regionalmente permanecerán como un agujero
negro geopolítico al menos hasta que Rusia resuelva su lucha interna sobre su definición
propia post-imperial, entretanto la región del sur de Rusia, los Balcanes eurasiáticos,
amenazan en convertirse una olla a presión de conflictos étnicos y rivalidad por el poder.

En ese contexto, en un tiempo aún por venir, por más de una generación, el estatus de
América como la primera potencia es improbable que sea disputado tan siquiera por un sólo
rival. Ninguna nación-estado es probable que desafíe a América en las cuatro dimensiones del
poder (militar, económica, tecnológica y culturalmente) que acumulativamente producen una
decisiva influencia mundial. Sin una deliberada o inintencionada abdicación americana, la
única alternativa real al liderato mundial americano en un futuro predecible es la anarquía
internacional. A ese respecto, es correcto afirmar, que América se ha convertido como dijera el
presidente Clinton, en la nación indispensable del mundo.
Es importante destacar aquí ambos, el hecho de esa indispensabilidad y la realidad de
la potencialidad de la anarquía mundial. Las inquietantes (disruptivas) consecuencias de la
explosión demográfica, la emigración producida por la pobreza, la radicalización de la
urbanización, las hostilidades étnicas y religiosas, y la proliferación de armas de destrucción
masiva se harían incontrolables si el marco basado en la nación-estado o incluso la
rudimentaria estabilidad geopolítica misma se fragmentara, sin una sostenida y orientada
implicación americana, mucho antes de que las fuerzas del desorden mundial pudieran llegar a
dominar la escena mundial. Y la posibilidad de dicha fragmentación es inherente en las
tensiones geopolíticas no solamente en la Eurasia de hoy, sino en el mundo generalmente.

Los resultantes riesgos para la estabilidad mundial es posible que sean incrementados
por la perspectiva de una mayor degradación de la condición humana. Particularmente en las
partes más pobres del mundo, la explosión demográfica y la simultánea urbanización de estas
poblaciones están no sólo generando una congestión de los “desaventajados”, sino
especialmente en los cientos de millones de desempleados y descontentos jóvenes, en los
cuales el nivel de frustración está creciendo a un nivel exponencial. Las comunicaciones
modernas intensifican su ruptura con la autoridad tradicional, haciéndoles cada vez más
conscientes y resentidos de la desigualdad en el mundo y de este modo más susceptibles a
movilizaciones extremistas. Por un lado, el creciente fenómeno de la emigración mundial,
alcanzando ya las decenas de millones, pueden actuar como válvula de escape temporales,
pero por el otro lado, es también posible que sirvan de vehículo de transporte de los conflictos
étnicos y sociales.

La “guarda” global que América ha heredado es por lo tanto posible que se vea
azotada por turbulencias, tensión, y al menos por violencia esporádica. El nuevo y complejo
orden mundial, moldeado por la hegemonía americana, dentro del cual, “la amenaza de la
guerra está fuera de la mesa”, es probable que se vea limitada a esas partes del mundo donde
el poder americano haya sido reforzado por sistemas socio-políticos democráticos y por
elaborados, externos, multilaterales, pero también, marcos bajo dominio americano.

Una geoestrategia americana para Eurasia estará de este modo compitiendo con las
fuerzas de la turbulencia. En Europa, hay señales de que el progresismo para la integración y el
agrandamiento está menguando y que los nacionalismos tradicionales europeos pueden re-
despertar antes de que pase mucho tiempo. El desempleo a gran escala persiste incluso en los
más exitosos estados europeos, alimentando reacciones xenofóbicas que pueden causar un
bandazo en las políticas, francesa o alemana hacia un significante extremismo político y un
chauvinismo internamente orientado. Ciertamente, una situación pre-revolucionaria genuina
podría estar tratando de conseguirlo. El itinerario histórico para Europa, subrayado en el
capítulo 3, será alcanzado solo si las aspiraciones de unidad de Europa son impulsadas e
incluso, estimuladas por los EE.UU.

Las incertidumbres en relación con el futuro de Rusia son aún más grandes y las
perspectivas de una evolución positiva mucho más tenues. Es por consiguiente, imperativo
para América moldear un contexto geopolítico que sea afable con la asimilación de Rusia en
una creciente cooperación europea y que también fomente la independiente autoconfianza
de sus nuevos vecinos soberanos. Sin embargo la viabilidad de, digamos, Ucrania o Uzbekistán
(por no hablar de la bifurcada étnicamente Kazakstán) permanecerán inciertas, especialmente
si la atención americana se desvía por crisis internas en Europa, por un creciente hueco entre
Turquía y Europa, o por la hostilidad en aumento en las relaciones entre Irán y EE.UU.

El potencial para un final arreglo con China podría también verse abortado por una
futura crisis sobre Taiwán; o porque la dinámica de la política interna china impulse el que
surja un agresivo y hostil régimen; o simplemente porque las relaciones entre China y América
se enfríen. China podría entonces convertirse en una fuerza desestabilizadora en el mundo,
imponiendo enormes tensiones en la relación americano-nipona y quizá también generando
una inquietante desorientación política en el mismo Japón. En ese escenario, la estabilidad del
Sureste asiático estaría ciertamente en peligro, y uno solo puede especular como la
confluencia de estos eventos impactaría en la actitud y cohesión de India, un país crítico para
la estabilidad del sur asiático.

Estas observaciones sirven como recordatorio de que ninguno de los nuevos


problemas mundiales que van más allá del ámbito de la nación-estado, ni tampoco de los más
tradicionales asuntos geopolíticos es probable que sean resueltos, o incluso contenidos, si la
estructura geopolítica subyacente comienza a desmoronarse. Con señales de alerta en el
horizonte a través de Europa y Asia, cualquier política exitosa americana debe centrarse en
Eurasia en su conjunto y ser guiada por un diseño geoestratégico.

“The truth will set us free”

Traducción de las pág. 194-197 del capítulo 7 – Conclusión, del libro “El gran tablero de
ajedrez” del Neocon “Zbigniew Brzezinski”. El libro fue publicado en 1997.

Nota: el capítulo termina en la pág. 215. Con lo que dice aquí este apologista de la
guerra y de los ataques de falsa bandera es suficiente para darnos cuenta de la línea de
pensamiento que está arraigada en un sector importante de los políticos americanos.

Dedicatoria de Brzezinski:

“For my students-to help them shape tomorrow's world”

“Para mis alumnos-para ayudarles a moldear el mundo de mañana”


Más allá de la última superpotencia mundial (pág.209-215)

A largo plazo, la política mundial está destinada a hacerse cada vez más conflictiva con la
concentración de poder hegemónico en las manos de un único estado. Así pues, América no es
sólo la primera, al igual que única, verdaderamente superpotencia mundial, sino que también
es posible que sea la última.

Esto es así no solo porque las naciones-estado se están haciendo cada vez más
permeables, sino porque el conocimiento como poder se está haciendo más difuso, más
compartido, y menos encerrado por fronteras nacionales. El poder económico es muy
probable que esté más disperso, ninguna potencia es probable que llegue al nivel del 30% del
PIB mundial que América ha mantenido a lo largo de la mayor parte de este siglo, ni qué decir
del 50% al que ascendió en 1945. Algunas estimaciones sugieren que para el final de esta
década América todavía contará con cerca del 20% del PIB mundial, descendiendo quizás
aproximadamente a l 10-15% para el 2020 a medida que otras potencias, Europa, China, Japón,
aumenten su parte a más o menos el nivel americano. Pero la preponderancia económica
mundial de una entidad única, del tipo que América logró en el curso de este siglo, es
improbable, y eso, obviamente tiene grandes implicaciones militares y políticas.

Por otra parte, el multinacional y excepcional carácter de la sociedad americana ha


hecho más fácil que universalice su hegemonía sin dejar que parezca una estrictamente
nacional. Por ejemplo, un esfuerzo de China de buscar la primacía mundial sería
inevitablemente visto por los otros como un intento de imponer una hegemonía nacional. Para
ponerlo muy simple, cualquiera puede convertirse en americano, pero solo un chino puede ser
chino, y eso coloca una adicional y significante barrera en el camino de cualquier hegemonía
fundamentalmente nacional mundial.

En consecuencia, una vez de que el liderato de América comience a desvanecerse, el


actual predominio mundial americano no es posible que sea replicado por un único estado.
Así, la pregunta clave para el futuro es “¿Cuál será la herencia de América al mundo como
legado duradero de su primacía?”.

La respuesta depende en parte de cuánto tiempo dure esa primacía y cuán


enérgicamente América moldee un marco de asociaciones clave que con el tiempo sean más
formalmente institucionalizadas. De hecho, la ventana de oportunidad histórica para la
constructiva explotación de su poder mundial podría confirmarse como relativamente breve,
por razones domésticas o externas. Una genuina democracia populista no ha logrado nunca
antes una supremacía internacional. La persecución del poder y especialmente, los costes
económicos y el sacrifico humano que el ejercicio de tal poder requiere a menudo no son
generalmente afables con los instintos democráticos. La democratización es antagónica a la
movilización imperial.
Ciertamente, la crítica incertidumbre en relación al futuro bien puede ser si América
podría convertirse en la primera superpotencia incapaz o reacia a esgrimir su poder. ¿Podría
convertirse en una superpotencia impotente? Las encuestas de opinión pública sugieren que
solo una pequeña minoría (13%) de americanos está a favor de la propuesta de “como única
superpotencia restante, Estados Unidos debería continuar siendo el líder predominante
mundial solucionando problemas internacionales.” Una inquietante mayoría (74%) prefiere
que América “haga su correspondiente esfuerzo para solucionar problemas internacionales
con otros países”.

Además, a medida que América se vaya cada convirtiendo vez más en una sociedad
multicultural, puede encontrar más difícil modelar un consenso en asuntos de política exterior,
excepto en circunstancias de verdadera y masiva directa amenaza externa. Tal consenso
existía durante la 2ª Guerra Mundial e incluso durante la Guerra Fría. Estaba enraizada, sin
embargo, no solo en profundos valores democráticos compartidos, los cuales el público sentía
que estaban siendo amenazados, sino también en una afinidad étnica y cultural por las
predominantes víctimas de hostiles totalitarismos europeos.

En ausencia de un desafío externo comparable, la sociedad americana puede


encontrar mucho más difícil alcanzar un acuerdo en relación con asuntos de política exterior
que pueden no estar relacionados con importantes y ampliamente compartidas creencias
étnico-culturales, y eso todavía requiere una resistente y a veces costosa involucración
imperial. En todo caso, dos puntos de vista extremadamente diversos de las implicaciones
históricas de la victoria de América en la Guerra Fría es muy posible que sean más apetecibles:
por un lado, la perspectiva de que el final de la Guerra Fría justifique una significante reducción
de la implicación de América, sin tener en cuenta las consecuencias para la situación de ésta
en el mundo; y por el otro lado, la percepción de que ha llegado la hora para una genuina
multilateralidad internacional, a la cual América debería incluso ceder parte de su soberanía.
Ambos extremos imponen la lealtad de las circunscripciones comprometidas.

Más en general, el cambio cultural en América pude ser contrario al ejercicio sostenido
en el extranjero del verdadero poder imperial. Ese ejercicio requiere un alto grado de
motivación doctrinal, dedicación intelectual y gratificación patriótica. Sin embargo la cultura
dominante se ha hecho cada vez más interesada en la cultura del entretenimiento que ha sido
dominada fuertemente por temas personalmente hedonísticos y temas socialmente
escapistas. El efecto acumulativo ha hecho cada vez más difícil activar el consenso político
para beneficio del sostenido y a veces costoso liderato americano en el extranjero. Las
comunicaciones han estado jugando un importante papel es ese apartado, generando un
fuerte rechazo contra cualquier tipo de uso de la fuerza aunque conlleve números bajos de
víctimas.

Además, tanto América como Europa occidental han estado encontrando difícil hacer
frente a las consecuencias culturales del hedonismo social y al dramático declive en la
centralidad de los valores sociales basados en la religión. (Los paralelismos con el declive del
sistema imperial resumidos en el capítulo 1 son contundentes a ese respecto). La crisis cultural
resultante ha sido complicada por las drogas, especialmente en América, por su vinculación
con el tema racial. Últimamente el nivel de crecimiento económico ya no puede mantenerse
con las expectativas de crecimiento materiales, con esta última estimulada por una cultura que
prima el consumo. No es exagerado afirmar que ese sentido de inquietud histórica, puede que
incluso de pesimismo, se está haciendo más palpable en los más articulados sectores de la
sociedad occidental.

Hace casi medio siglo, un notable historiador, Hans Kohn, habiendo observado la
trágica experiencia de las dos guerras mundiales y las consecuencias debilitadoras del desafío
totalitario, se preocupaba de que Occidente hubiera podido quedar “fatigado y extenuado”.
De hecho, el temía que esa falta de confianza había sido intensificada por la extendida
frustración por las consecuencias de la Guerra Fría. En lugar de “un nuevo orden mundial”
basado en el consenso y la harmonía, “cosas que parecían pertenecer al pasado” de repente
se han convertido en el futuro. Aunque conflictos étnicos-nacionales puedan ya no plantear un
riesgo de una guerra importante, éstas amenazan la paz en una parte significativa del mundo.
Así pues, la guerra no es probable que se quede obsoleta por un tiempo. Con las naciones más
dotadas confinadas por su propia capacidad tecnológica de autodestrucción así como por
propio interés, la guerra puede convertirse en un lujo que solamente los pobres pueden
permitirse. En un futuro previsible, las dos terceras partes de la humanidad pueden no estar
motivadas por la moderación de los privilegiados.

Es también notorio que los conflictos internacionales y actos de terrorismo hasta


ahora han carecido del uso de cualquier arma de destrucción masiva. Cuánto tiempo ese
autocontrol puede aguantar es esencialmente impredecible, pero la creciente disponibilidad,
no solo para estados sino también para grupos organizados, de los medios de infligir gran
cantidad de víctimas – por el uso de armas nucleares o biológicas – aumenta también la
probabilidad de su empleo.

En breve, América como principal potencia se enfrenta a una estrecha ventana de


oportunidad histórica. El momento presente de relativa paz mundial puede tener una vida
corta. Esta perspectiva subraya la urgente necesidad de una involucración americana
intencionadamente centrada en el mejoramiento de la estabilidad geopolítica internacional
que sea capaz de revivir en Occidente un sentimiento de optimismo histórico. Ese optimismo
requiere la demostrada capacidad de hacer simultáneamente frente a desafíos sociales
internos y geopolíticos externos.

Sin embargo, el reavivamiento del optimismo occidental y la universalización de los


valores de Occidente no dependen exclusivamente de América o Europa. Japón e India
demuestran que el concepto de derechos humanos y la centralidad del experimento
democrático pueden asimismo ser válidos en escenarios asiáticos, tanto en los altamente
desarrollados como en aquellos que están todavía desarrollándose. El continuado éxito
democrático de Japón e India es, por tanto, también de enorme importancia para soportar una
perspectiva más confiada en relación con la futura forma de la política mundial. De hecho, su
experiencia, así como la de Corea del Sur y Taiwán, sugiere que el continuo crecimiento
económico de China junto con presiones externas para el cambio generadas por una mayor
inclusión internacional, podrían quizás llevar a una progresiva democratización del sistema
chino.
Enfrentarse a estos desafíos es un lastre para América así como su única
responsabilidad. Dada la realidad de la democracia americana, una respuesta efectiva
requerirá generar un entendimiento del público de la continua importancia del poder de
América dando forma a un creciente marco de cooperación política estable, una que
simultáneamente evite la anarquía mundial y exitosamente prorrogue el surgimiento de una
nueva potencia desafiante. Estos dos objetivos – el evitar la anarquía mundial y el impedir el
surgimiento de una potencia rival – son inseparables de la definición de mayor alcance del
propósito del compromiso mundial de América, lo que quiere decir, forjar un marco resistente
de cooperación política mundial.

Lamentablemente, hasta la fecha, los esfuerzos de los EE.UU. para explicar con detalle
un nuevo objetivo central y para todo el mundo, en los despertares de la guerra fría, han sido
unidimensionales. Han fracasado a la hora de unir la necesidad de mejorar las condiciones
humanas con el imperativo de preservar la centralidad del poder americano en asuntos
mundiales. Algunos intentos recientes pueden identificarse. Durante los dos primeros años de
la administración Clinton, el enérgico multilateralismo no tuvo suficientemente en cuenta las
realidades básicas del poder contemporáneo. Más tarde, el alternativo énfasis de la noción de
que América debería centrarse en la ampliación democrática no tuvo adecuadamente en
cuenta la continua importancia de América a la hora de mantener la estabilidad mundial o de
promover algunas fuertes y convenientes relaciones (pero lamentablemente no democráticas),
como con China.

Como principal prioridad de los Estados Unidos, objetivos más estrechamente


enfocados han sido incluso menos satisfactorios, tales como aquellos que se concentraban en
la eliminación de la injusticia prevaleciente en la distribución mundial de los ingresos, en
moldear una especial asociación con Rusia, o en contener la proliferación armamentística.
Otras alternativas – en las que América debería concentrarse en salvaguardar el entorno o,
más estrechamente, combatir guerras locales – han tendido a ignorar las principales realidades
del poder mundial. Como resultado, ninguna de las formulaciones precedentes se ha dirigido
totalmente a la necesidad de crear una mínima estabilidad geopolítica como pilar esencial para
las prolongaciones simultáneas de la hegemonía americana y de la efectiva aversión a la
anarquía internacional.

En pocas palabras, el objetivo de la política americana debe ser inexcusablemente


doble: perpetuar su propia posición dominante y preferiblemente aún más; y crear un marco
geopolítico que pueda absorber los shocks y las tensiones del cambio socio-político mientras
evoluciona en el pilar central de la responsabilidad compartida para la gestión de la paz
mundial. Una fase prolongada de creciente cooperación con socios eurasiáticos clave,
estimulados, así como arbitrados por América, puede también ayudar a fomentar las
condiciones previas para una mejora de la calidad de las existentes y crecientes y anticuadas
estructuras de las Naciones Unidas. Una nueva distribución de responsabilidades y privilegios
puede por tanto tomar en cuenta las cambiadas realidades del poder mundial, tan
drásticamente diferentes a aquellas de 1945.

Estos esfuerzos tendrán la ventaja histórica añadida de beneficiarse de la nueva red de


conexiones que está creciendo exponencialmente fuera de los más tradicionales sistemas
nación-estado. Esa red-tejido de corporaciones multinacionales, ONGs (organizaciones no-
gubernamentales, con muchas de ellas transnacionales en carácter) y comunidades científicas
reforzadas por Internet – ya crea un sistema mundial informal que es inherentemente
compatible con una más institucionalizada e inclusivo cooperación global.

En el curso de varias décadas, una operante estructura de cooperación global, basada


en realidades geopolíticas, puede así emerger y gradualmente asumir el puesto de “regente”
actual, que ha sido hasta el momento la carga de la responsabilidad para la estabilidad y la paz
del mundo. El éxito geoestratégico en ese caso representaría un legado apropiado del papel de
América como la primera, única y última verdadera superpotencia.

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