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Aproximaciones a una antropología

de la guerra moderna

Eric Nava Jacal1

1
…en este complejo mundo, en el que mucha gente camina con
barriles de pólvora encendiendo descuidadamente sus cerillos, debemos
percatarnos de que el enemigo somos demasiado a menudo nosotros
mismos. Esta es una situación que debería hacernos más cuidadosos.
Eric Wolf

El presente ensayo tiene por objetivo incursionar en la


discusión antropológica acerca de la guerra y sobre las impli-
caciones de dicho debate en las interpretaciones de la guerra
“moderna” en occidente. En primer lugar, presentaré un breve
recorrido —de corte cronológico— por el inicio, desarrollo y
consolidación de la “antropología de la guerra”, para después
sintetizar y especificar las distintas definiciones y enfoques
que sobre la guerra se han formulado desde este campo de es-
tudio. En segundo lugar, trataré de mostrar las repercusiones
de la perspectiva antropológica en las interpretaciones reali-
zadas sobre la “guerra moderna” —particularmente en cuanto
el papel del Estado-nación, el nacionalismo y el ciudadano—,
las cuales complementaron las explicaciones de carácter eco-
nómico, político e histórico que predominaron durante déca-
das acerca de este fenómeno. Sin embargo, procuraré mantener
ambas secciones en constante diálogo para lograr una mayor
congruencia en el argumento de mi propuesta.

I. La dimensión antropológica de la guerra


La disputa por un campo de estudio
El interés por la guerra como suceso histórico puede observarse
desde los primeros relatos épicos de las culturas occidentales

1. AUTOR. DATOS. Correo. Falta falta falta OJO.


del mundo antiguo. Las explicaciones que de ella se ofrecían, a menudo, acoplaban
los intereses humanos junto con los designios divinos. La suerte de este tipo de in-
terpretaciones fue larga y no sería sino con el transcurrir de varios siglos cuando su
“naturaleza humana” fuera asumida como tal. No obstante la constante fascinación
que provocaba en tratados filosóficos, históricos, militares, políticos y económicos,
el análisis del fenómeno de la guerra debió esperar hasta el siglo xix —el de los pa-
radigmas científicos— para refinar y ampliar los enfoques analíticos y explicativos.
Entre aquellos intentos se encontraban estudios que más tarde se considerarían
como antecedentes de la disciplina antropológica.
De acuerdo con Keith F. Otterbein, se pueden distinguir cinco periodos en los
cuales la antropología —o su antecedente— mantuvo intereses particulares sobre
la guerra, mismos que pueden sintetizarse en el siguiente cuadro:2

Cuadro 1
Periodo Características
1) Datos etnográficos sólidos sobre la guerra; 2) Paradigma evo-
Fundador
lucionista: costumbres, prácticas y armas puestas en una tipología
(1850 -1920)
evolutiva [Otterbein, 2000:795].
1) Ascenso del relativismo cultural; 2) Emerge el mito del “sal-
vaje pacífico”: creencia de que sociedades cazadoras-recolectoras
no participaban en guerras, o en todo caso, sólo lo hacían a
Clásico manera de ritual o como una especie de juego; 3) Tanto evo-
(1920 -1960) lucionismo como relativismo refuerzan este mito: el primero al
afirmar que en el pasado la guerra debió ser menos común y
menos letal que en el siglo xx, y el segundo al romantizar a los
pueblos “iletrados” como “buenos salvajes” [ibid.:795 y 796].
1) Incremento drástico de los estudios antropológicos en los años
sesenta; 2) Las “teorías de las “causas y efectos” de la guerra pro-
liferaron; 3) En los setentas adquiere importancia la “adaptación
Edad de oro 2 ecológica”; 4) Los estudios transculturales demostraron el error de la
(1960 - 1980) secuencia en los tipos de guerra —de la guerra defensiva a la social,
de la social a la económica y de la económica a la política— al obser-
var propósitos defensivos y económicos conjuntos en las guerras de
diversos “pueblos iletrados”, entre otros casos [ibid.:798 y 799].
1) Emergencia de un modelo teórico único: el de las causas y con-
secuencias de la guerra, el cual mostraba ser útil en el estudio de las
condiciones bajo las cuales ocurrían la guerra y otros tipos de violen-
Actual cia ocurrían [ibid.:802]; 2) Controversia entre quienes observan la
(1980 -¿?). guerra como parte de la naturaleza humana y quienes la consideran
como resultado de la organización estatal: ya sea que el Estado se
esté expandiendo, se encuentre en combate con otro Estado o exista
conflicto entre sus grupos étnicos [ibid.:801 y 802].
Fuente: elaborado con base en el texto de Otterbein [2000].

2. Otterbein distingue tres cuestiones por las cuales considerar este periodo como la “edad de oro”: a)
el número de antropólogos se incrementó rápidamente desde finales de los años cincuenta; b) la creciente
opinión de que la guerra de Vietnam y Corea tenían aspectos que recordaban las “guerras primitivas”; y c)
algunas áreas no “aculturadas” abrieron el campo de investigación antropológica (Nueva Guinea, las Amazo-
nias, etcétera). [ibid.:799]

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Como puede notarse, el estudio antropológico de la guerra tiene ya un largo
camino recorrido, pero se debe reconocer que en buena parte se llegó a él de manera
indirecta, es decir, más como parte de etnografías que en su pretensión holística
trataban de incluir todos los detalles —el famoso “todo complejo”— de una so-
ciedad estudiada, que por el interés en la temática misma. Esta característica es
particularmente clara en el “periodo fundador”, y en cierta medida, en el “clásico”,
en donde la guerra más bien era otro de los tantos elementos a considerar en el
fuerte debate entre el evolucionismo y el relativismo. En todo caso, mi interés en
mostrar esta periodización ha sido más con fines prácticos (por ejemplo, tener claro
la temprana y constante preocupación sobre el tema de la guerra) que con objetivos
de mayor alcance analítico (como indagar sobre su naturaleza, causas, efectos, etc.).
En el siguiente apartado incursionaré en este último aspecto.

Definiciones y enfoques
Es cierto que desde antiguos tratados (como el de Sun Tzu del siglo v a.c. en la tra-
dición oriental) y algunos mucho más recientes (como los Maquiavelo, Napoleón o
Clausewitz en la tradición occidental), la guerra ha ocupado un motivo importante de
reflexión; sin embargo, la perspectiva política, militar y económica —que se expresa
más en máximas que en argumentos— dominó y fascinó a los interesados en el tema.
El concepto de guerra, por lo tanto, no implicaba mayor problema y más bien lo que
cautivaba era su puesta en marcha.
La antropología de la guerra, como ya se dijo, quedaba relegada sólo a la discu-
sión sobre la naturaleza beligerante o pacífica del hombre. Sin embargo, la propia
consolidación de la disciplina y el contexto histórico que la envolvía obligaron a los
antropólogos a incursionar en la discusión sobre una cuestión mucho más medular:
la naturaleza de la guerra.
El célebre Bronislaw Malinovski fue uno de los primeros en aventurarse en este
debate. Este antropólogo, que no dudaba acerca de la construcción cultural de la
violencia, y de su caso extremo la guerra, elaboró una tipología que permitía distin-
guir la guerra auténtica de otro tipo de enfrentamientos entre humanos. Diferencia
entonces: a) la lucha como producto de la cólera y en el terreno de lo privado; b) la
lucha organizada y colectiva entre grupos de las misma unidad cultural; c) las corre-
rías armadas como tipo de deporte; d) la guerra como expresión política del nacio-
nalismo; e) las expediciones militares de pillaje y robo colectivo; y f) las guerras entre
dos grupos culturalmente diferenciados como instrumento de política nacional. Para
Malinowski fue con este último tipo que comenzó la guerra en el más amplio sentido
de la palabra, puesto que implicaba la conquista de un pueblo y, en consecuencia, la
creación de estados políticos y militares. De esta manera, y es punto sobre el que se
puede discutir largo rato con Malinowski, el propósito y valor de la guerra dependía
de “si crea valores mayores de los que destruye” [Malinowski, 1942: 141-142].
Como se observará más adelante, me parece que la propuesta malinowskiana
rompe con sus predecesoras y marca derroteros para venideras, sobre todo en dos

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aspectos: distinguir el grado de sofisticación de la guerra conforme a la complejidad
de la sociedad que la emprende; e identificar la importancia de lo nacional y lo
estatal —y sus respectivos fines— en el surgimiento de la guerra moderna.
Considero pertinente, tanto para corroborar esta hipótesis como para diversi-
ficar el debate que aquí propongo, dar un vistazo a los distintos enfoques antropo-
lógicos con los que se ha abordado a la guerra. Para ello, me valdré de la propuesta
del antropólogo Karl Friedrich-Koch y que sintetizo en el siguiente cuadro:

Cuadro 2
Campo o
Características (alcances y límites)
perspectiva
En este ámbito, diversas teorías enfatizan en lo genético y otras en la
naturaleza superorgánica de la vida social. Éstas teorías no explican
porqué la gente entabla combates mortales porque su premisa prin-
cipal es tautológica (el hombre pelea guerras porque es agresivo). La
Biológica
gente pelea no porque necesite satisfacer algún instinto, sino porque
sus intereses chocan con los de otros. El reconocimiento, el ámbito y
el relativo valor de esos intereses son culturalmente definidos [Koch,
1974:5].
Predominio de la teoría de la frustración-agresión. Esta propuesta des-
cuida, sin embargo, los factores económicos y políticos en los cuales
se origina la guerra. Cualquier teoría que correlacione las variables
Psicológica
en una relación causa-efecto es necesariamente circular puesto que
no puede pre-decir las condiciones que ponen a un particular tipo de
personalidad en el campo de batalla. [ibid.:6 y 7]
La guerra representa un mecanismo adaptativo de aquellas pobla-
ciones que devinieron en el Estado y la civilización. Ciertos estudios
muestran que sociedades con alto grado de centralización política
Cultural
suelen tener métodos más efectivos para hacer guerra, aunque ponen
poca atención a variables económicas y comerciales y a los procesos
de dominación extranjera [ibid.:7].
La guerra conserva una relación viable entre gente y recursos. Su
perspectiva evolucionista oscurece el verdadero campo al que perte-
Ecológica
nece la guerra: la arena de conflictos sociales concretos y luchas por
el control político [ibid.:8].
Ejemplificada con la teoría de las “lealtades transversales”, la cual
Social-estruc-
sostiene que una estructura social crea múltiples y mutuas alianzas
tural
que impiden el estallido de violencia intra-societal [ibid.:11].
Fuente: elaborado a partir del estudio de Koch [1974].

Desde luego, la anterior propuesta puede hacerse más refinada y tampoco es


necesario convenir con las críticas de Koch, pero esta pretensión más que aclarar
nos podría dispersar en la discusión aquí propuesta. En todo caso, lo importante es
que nos pone de manifiesto que más que una “definición” o “concepción”, ha sido
la “naturaleza de la guerra” la que ha atraído el interés antropológico y la respectiva
perspectiva de su estudio.

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Así, por ejemplo, se entiende cuando Brian Ferguson, uno de los antropólogos
más reconocidos sobre el tema, define de manera contundente a la guerra como
“violencia mortal entre grupos”, pero de inmediato reconoce la gran diversidad de
distinciones en el análisis sobre unidades políticas o territoriales, la legitimidad social
del acto, o la estratificación estatal [2000:271 y 272]. A manera de corroboración,
vale la pena observar una definición algo distinta pero que conlleva la misma sus-
picacia en cuanto a las distinciones de la guerra. Karl Koch, por ejemplo, define
la guerra como “un conflicto mortal administrado a través del cual un grupo busca
coercionar a otro para aceptar una solución del asunto en disputa”, pero pronto
también advierte que

las distinciones lingüísticas entre incursiones, enfrentamientos y guerra tienden a


oscurecer más que aclarar el problema de explicar porqué la gente apoya métodos
violentos de confrontación en la persecución de sus intereses [Kosh, 1974:3].

Así, creo que la “naturaleza de la guerra” y la “guerra en su contexto” perecen


ser los ejes indagatorios en la disciplina antropológica, aunque más como pregun-
tas a lanzarse que como certezas a encontrarse. En este sentido, no resulta difícil
identificar que en casi todos los enfoques hasta aquí revisados la guerra aparece
dentro de comunidades o sociedades con cierto nivel de complejidad. De ahí que
se pueda sugerir que

aunque hay bastante discusión acerca de los detalles, discrepancias y una vasta
gama de variación empírica reconocida por todos, la conclusión general de repetidas
investigaciones es que la guerra se vuelve más sofisticada y eficiente con la evolu-
ción política, y que desempeña algún papel, primario o secundario, en impulsar ese
proceso [Ferguson, 2000:271].

Con cierto aroma hegeliano, se podría ironizar que así como el fin de la historia
es el Estado, el Estado es sólo el principio de la guerra en la historia. Desde este punto
de vista, como dije anteriormente, resulta admirable la perspicacia de la aproxima-
ción de Malinwoski al definir la guerra moderna otorgando un papel fundamental
al estado, la nación y el nacionalismo. Sobre este punto hablaré en las siguientes
líneas, y más adelante lo pondré en discusión al observar las características de las
guerras contemporáneas.

II. La guerra moderna: la guerra total


No discutiré aquí el surgimiento, naturaleza o el tiempo de la “invención” de la Nación,
o más bien, del Estado-Nación. Sin embargo, para los fines que persigo, un buen punto
de partida lo proporciona el ya aludido Malinowski, quien realiza una división sustan-
cial en ese binomio al discernir entre “Nación tribal” y “Estado tribal”: para él,

La Nación tribal es la unidad de cooperación cultural. El Estado tribal tiene que defi-
nirse en términos de unidad política, es decir, de un poder autoritativo centralizado y

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la organización de fuerza armada correspondiente[… Por lo tanto] la Nación tribal
es un tipo más primitivo y fundamental de la diferenciación cultural que el Estado
tribal [1942:135].

El punto de intersección, y que considero como el importante, se evidencia


cuando las naciones emprenden la guerra con fines manifiestos de trasladar su so-
ciedad a otras naciones o pueblos:

Las guerras nacionalistas, como medios unificadores bajo el mismo gobierno admi-
nistrativo y provistas de la misma maquinaria con su grupo cultural homogéneo,
es decir, de Nación, han sido siempre una fuerza poderosa en la evolución y en
la historia. Las guerras de este tipo son naturalmente productivas porque crean una
nueva institución, la Nación-Estado [ibid.:136].

Por supuesto, se puede estar de acuerdo con la explicación malinowskiana mas


no necesariamente compartir su entusiasmo por los resultados de estas guerras. Con
todo, más allá del modelo colonial que se niega a explicitar, la propuesta puede
llegar a insertarse incluso en el ámbito del sistema-mundo, a la manera de Eric
Wolf, quien afirma que “en lugar de los enfrentamientos y las querellas regionales
de los Estados tributarios del pasado, con la expansión europea se inició la rivalidad
política en una arena política y militar global” [2002:54]; remitiéndose, bajo esta
concepción, a la confrontación España-Portugal en el siglo xv-xvi para seguirla
observando hasta la protagonizada por Estados Unidos-Rusia en el xx.
No pretendo hacer conjugar estas dos posturas temporal y teóricamente diferentes,
pero si se toma en cuenta la cuestión fundamental de ambas, nacionalismo y globalidad
respectivamente, no resultará del todo difícil de aceptar que nuestra concepción de la
guerra moderna inicia con la “Gran Guerra” o Primera Guerra Mundial (pgm).
En verdad, no sólo la pgm es un parteaguas en la historia de la humanidad, sino
que el propio siglo xx adquiere características inconcebibles tan sólo en materia de
guerra. De acuerdo con Eric Hobsbawm,

El siglo xx ha sido el más sangriento en la historia conocida de la humanidad. La cifra


total de muertos provocados directa o indirectamente por las guerras se eleva a unos
187 millones de personas, un número que equivale a más del 10% de la población
mundial de 1913[…] el siglo xx ha sido un siglo de guerras interrumpidas[…] ha
sido dominado por las guerras mundiales[…] el mundo no conoce la paz desde 1914,
ni siquiera ahora [Hobsbawm, 2007:1 y 2].

Las explicaciones que durante el siglo se hicieron de esta desoladora realidad


provinieron de muy distintas disciplinas: la economía, la filosofía, la política —o más
bien ideología— y la historia. No obstante, desde aquel primer intento malinows-
kiano escrito en plena Segunda Guerra Mundial (sgm), la explicación “cultural”
—por excelencia antropológica— fue ganando terreno hasta convertirse en una de
las perspectivas, de manera primaria o secundaria, más recurridas hoy en día.

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La pgm es ilustrativa de lo anterior. Si bien las disputas históricas o el quiebre
o rezago económico de los sobrevivientes imperios europeos o la emergencia de
políticas de estado nacionalistas, fueron aspectos claves para el inicio de la Gran
Guerra, en los últimos años han predominado preguntas menos estructurales pero
no por ello menos trascendentales. Al analizar detenidamente el comportamiento de
los participantes en una guerra sin parangón parece obvio preguntarse “¿Cómo
militares y civiles en el frente, cerca del frente, lejos del frente, aceptaron la guerra,
en su momento y por tanto tiempo?” [Audoin-Rouzeau y Becker, 1998: 267]. Para
estos historiadores franceses admitir como única respuesta la “totalización” del con-
flicto en su ámbito geopolítico, no dice nada de lo que denominan la “cultura de
guerra”, es decir, “el campo de todas las representaciones de la guerra forjadas por
los contemporáneos, de todas las representaciones que éstos hicieron del inmenso
acontecimiento, durante y después de él [ibid.:266].
La particular apelación antropológica “desde el punto de vista del nativo”, en
no pocas ocasiones desdeñada en otras disciplinas, es aquí redimensionada para
ganarse una importante capacidad explicativa. La famosa “totalización” de la guerra,
entonces, se trasladaba al campo cultural.3 A decir de Audoin-Rouzeau y Becker,

el proceso de totalización de la guerra está profundamente relacionado con la vio-


lación de los umbrales, de los grados de violencia en el enfrentamiento, violación
que encuentra sus orígenes en los sistemas de representación de las sociedades
involucradas en la inmensa catástrofe [270].

Y si gran parte de las filas combatientes fueron civiles y ciudadanos, sugieren


estos autores, es posible seguir mediante su correspondencia con sus familiares y
cercanos sus preocupaciones: consejos para las cosechas, evocaciones de paisajes
nuevos, cartas de amor, etc. Desde su punto de vista, a partir de esta indagación
es posible observar dos aspectos relevantes para la compresión del consentimiento
de la guerra por parte de los ciudadanos que participaron en ella: primero, que “el
drama de la guerra, y una de las claves de su duración y de su encarnizamiento,
es la inversión de los hombres de 1914-1918 en su nación, sin lo cual no se puede
explicar el valor, el espíritu de sacrificio, el sentido del deber de los combatientes”
[ibid.:280]; y, segundo, las

expectativas de un mundo mejor, de una nueva etapa de la civilización humana,


de una nueva ‘edad de oro’, expectativas que explican el compromiso de millones
de hombres en el conflicto [así] en el fondo, la cultura de guerra de 1914-1918 fue
profundamente alimentado con esperanzas de tipo religioso” [Audion:281].

Hago una pausa aquí para recalcar el siguiente punto: el impacto de los postula-
dos de la antropología de la guerra no se limitan a la mera técnica etnográfica, como

3. Vale la pena recordar que Malinowski, con más de medio siglo de anterioridad, aunque refiriéndose a la
Segunda Guerra Mundial, opinaba el que carácter “total” de dicha guerra provenía de su enorme capacidad
de transformar la cultura [1942: 145]. Retomaré este punto más adelante.

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es visible en la propuesta anterior, sino en la importancia atribuida a la emergencia
del Estado-nación y fines nacionalistas como entidades claves para la comprensión de
la naturaleza de la guerra moderna; y, sobre todo, llama la atención la referencia
a los nuevos “sujetos” que se incorporan al combate: ya no es el pueblo sojuzgado
ni el súbdito real, ambos obligados desde el poder a emprender la lucha, ahora son
los ciudadanos.
Según lo expuesto por Audoin-Rouzeau y Becker, cuya idea de la “esperanza
religiosa” resulta cuestionable, el ciudadano poseía la fundamental disposición de
dar su vida por su nación más allá de la coerción que el Estado pudiera ejercer sobre
él. Esta hipótesis parece ratificarse cuando Marc Ferro también observa que

La Gran Guerra fue uno de los raros conflictos de la historia en que cada pueblo
cerró sus filas alrededor de sus dirigentes. La unanimidad patriótica existía en cada
campo, porque en cada campo los dirigentes estaban ahí y persuadían a los ciudada-
nos —a menudo con razón— de que el enemigo aborrecía su existencia a diferencia
de otros conflictos [2003:43].

Al realizar una revisión de la correspondencia de guerra de los civiles, Ferró es


capaz de afirmar que “cada ciudadano hizo la guerra en defensa de su patria con la
misma convicción con la que hubiera llevado a cabo una cruzada o defendido a su
madre” [ibid.:44] Las razones que aquí se le atribuyen a los ciudadanos se diversifican
y diferencian de las propuestas por los franceses, pues Ferró enfatiza en la certeza de
los ciudadanos de su antigua historia (y, en consecuencia, de sus “enemigos heredi-
tarios”) y el impacto de la enseñanza de la historia, la prensa y las manifestaciones
deportivas para estimular un patriotismo que derivaría en un nacionalismo [ibid.].
Por tal motivo fue que “aparecían sentimientos belicosos en gente que era pacífica”:
personas que “aplazaron la realización de sueños”; que poseían la ilusión de que en
el ejército ya no serían “ciudadanos de segunda categoría”; y con deseos de “una
aventura extraordinaria”.
Tenemos que si los sujetos de guerra cambiaron —y con ellos “la cultura de
guerra”—, la naturaleza de la guerra también lo hizo, así como el Estado que la em-
prendía. Con respecto a esto último, Eric Hobsbawm —a quien se le ha criticado la
ausencia de lo cultural en sus densos estudios sobre el siglo xx— observa que

los principales cambios políticos que convirtieron una receptividad potencial a los
llamamientos nacionales en recepción real fueron la democratización de la política
en un número creciente de estados y la creación del moderno estado administrativo,
movilizador de ciudadanos y capaz de influir en ellos[…] [Hobsbawm, 1991:119].

Sin embargo, su interés da un giro cuando, aun teniendo como base una expli-
cación más de carácter superestrutural, advierte que

lo que necesitamos es descubrir exactamente qué significaban las consignas naciona-


les en política, si tenían el mismo significado para grupos sociales diferentes, cómo

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cambiaban, y en qué circunstancias se combinaban o eran incompatibles con otras
consignas que podían movilizar a la ciudadanía, cómo predominaban sobre ellas o no
[Hobsbawm:120].

El historiador observa, recurriendo al igual que en los casos anteriores a la


correspondencia civil de la pgm, que en los años de combate —sobre todo en la
Revolución rusa— se elevó de forma espectacular el contenido político de la co-
rrespondencia interceptada. Las opiniones políticas que comenzaban a presentarse
en cartas de peones, campesinos y mujeres de clase trabajadora —nos propone— su
pueden leer en tres opuestos binomios: rico-pobre, guerra-paz y orden-desorden.
La importancia no radicaba, no obstante, en el aumento de quejas (como el ser
maltratados en el frente de batalla) sino “en la sensación de que ahora existía la
expectativa de cambios fundamentales a modo de alternativa de la pasiva acep-
tación del destino”, y que si bien el sentimiento nacional se presentaba entre estos
argumentos, sólo era de forma indirecta o como un aspecto del conflicto entre pobres
y ricos; incluso, en los frentes en donde se observa el tono nacional más elevado
—como checos, serbios italianos— “encontramos también un deseo abrumador de
trasformación social” [ibid.:137]. Todavía hacia el final de la guerra cuando el tema
“nacional” pasó a ser dominante en la conciencia popular, éste “no estuvo separado
del tema social ni se opuso a él” [ibid.:139].
Son notables las diferencias en la explicación sobre el impacto del nacionalismo
y sus consecuencias prácticas en la entrega en la trinchera. No obstante, mi interés
no radica en otorgarle mayor veracidad a alguna de las tres propuestas resumidas
aquí; lo importante es observar que la pregunta antropológica sobre la guerra —en
su dimensión metodológica, teórica y temática— rebasó su propio campo y trastocó
las explicaciones de largo alcance que se formulaban sobre las guerras mundiales en
el siglo xx, en este caso, la proveniente de la historia.4
Ahora, conviene admitir que si la Primera Guerra Mundial legó un nuevo mode-
lo de conflicto —la “Guerra total”— la Segunda Guerra Mundial, sin duda alguna, lo
llevaría a un nivel muy superior. Menciono esto porque la dimensión antropológica
con la que se ha comenzado a observar a la primera, también dio luz a la naturaleza
de la segunda.
Como aludí anteriormente (véase la nota 2), en plena Malinowski sgm se per-
cataba del perfeccionamiento del modelo de “Guerra total”. Para él la sgm era tan
distinta de la de 1914 como ésta de las anteriores, pues “la influencia de la presente
guerra sobre la cultura es tan completa que crea el problema de si la organización inte-
gral para la violencia efectiva —que nosotros llamamos totalitarismo— es compati-
ble con la sobrevivencia de la cultural” [1942:143]. El autor resalta la destrucción de
la cultura y su estructura como incompatible para la constitución de las sociedades.

4. Por ejemplo, el influyente libro para el estudio de la guerra en el siglo xx, Auge y caída de las grandes
potencias [1987] de Paul Kennedy, enfatiza —casi al punto de la obsesión— las capacidades productivas y la
fuerza militar de los estados-nación, otorgando sólo un mirada de reojo a la historia y demostrando una ceguera
absoluta ante los factores culturales.

69 Eric Nava Jacal


Desde esta perspectiva, el elemento más importante en la valoración cultural del
totalitarismo, según Malinowski, residía en el desarrollo de un “sistema de valores”
que llegó a convertirse en la doctrina de toda la nación, sobre todo su impacto en
la “reorganización de la vida social” mediante un enorme control estatal que como
nunca había paralizado por completo el ejercicio de la cultura [ibid.:146].
En este punto, en el de los sistemas de valores y la organización de la vida social,
se debe admitir que ya en algunas de las primeras reflexiones de los testigos de la
sgm, como las provenientes de los filósofos de la Escuela de Frankfurt, se asumía que

geopolítica e ideologización no bastaban para entender el ascenso de los totalitaris-


mos y, aún con mayor dificultad, su aceptación o permisión por parte de la gente.
Esta trasformación se percibía, de una u otra manera, dentro del campo cultural.
Sin embargo, el dominio de las explicaciones marxistas —sobre todo leninistas y
estalinista— prescindió de este señalamiento y prefirió optar por explicaciones de
corte socio-económico sobre las guerras imperialistas.
A décadas de distancia de ese sombrío ambiente intelectual, aquel perspicaz se-
ñalamiento ha sido reconsiderado, aunque por distintas vías. Para Audoin-Rouzaeu
y Becker, por ejemplo, si miramos el consentimiento civil-ciudadano ante la pgm y
su posterior pérdida de esperanzas (nacionalistas o religiosas) “podemos acaso com-
prender que tantos europeos se descarriarán entre las dos guerras hacia la conversión
de los grandes extremismos del siglo xx” [1998:285]. Este mismo primer consenti-
miento y posterior fatalidad, puede decir mucho del porqué

En 1914-1918, las víctimas absolutas son, por excelencia, quienes han muerto por la
patria, los ciegos y los mutilados de guerra [y en cambio] en 1940-1945, las víctimas
emblemáticas son los que salen, medio vivos, de los campos de exterminio: civiles
y niños, todos ajenos a la guerra [Ferro, 2003:54].

El propio Hobsbawm da lugar a este impacto subjetivo de la desolación, aunque


más en términos de conciencia de clase, cuando señala que “entre los ex beligeran-
tes el nacionalismo, por supuesto, se había reforzado por la guerra, especialmente
después de que menguara la marea de esperanza revolucionaria a comienzos de los
años veinte” [1991:153].
En el cambio percibido en este recorrido de interpretaciones de las guerras
mundiales destaca una cuestión fundamental: en la inicial perspectiva evolucio-
nista-progresiva que veía una proporcionalidad entre el incremento de la comple-
jidad estatal con el de la puesta en marcha de la guerra, se puede incluir como una
variable —dependiente o independiente, según la perspectiva— la trasformación
cultural que implica ese mismo proceso —sea en quien lo emprende o en quien lo
padece. Y es sin duda alguna en este aspecto cultural en donde la antropología de
la guerra tiene su campo privilegiado. La discusión aquí propuesta, con el Estado-
nación, el nacionalismo y la ciudadanía como ejes temáticos, puede extenderse y
repensarse más allá del ámbito europeo-occidental, ya sea en contextos nacionales,
regionales o locales, sobre todo en tiempos en donde la fronteras entre estas di-

Aproximaciones a una antropología de ... 70


mensiones cada vez son más difusas. Y con la contemporaneidad de esta discusión
deseo cerrar este breve ensayo.

Epílogo: ¿Ciudadanos al grito de guerra?


¿Qué tanto nos puede decir la discusión antropológica y los casos históricos revisados en
este trabajo sobre la guerra en el naciente siglo? No es novedad aceptar que el mundo
globalizado y las distintas dinámicas que genera van algunos pasos más adelante de
nuestros intentos por tratar de comprenderlos. Es más, la complejidad de las mutaciones
de las entidades estatales, la nubosidad de eso que llamamos nacionalismo y multidimen-
sionalidad de la categoría de ciudadano en el mundo contemporáneo, no pueden sino
generar guerras de naturaleza bien distinta a las del pasado. Para muestra un botón.
En su revisión sobre las características del Estado, la nación y el nacionalismo
en el último cambio de siglo, Eric Hobsbawm se percata de profundos y acelerados
cambios:

• Se presenta la primera gran epidemia de “sangre, genocidio y ‘limpieza


étnica’” desde el fin de la sgm (la llamada balcanización).
• Impacto de la globalización y sus consecuencias sobre los desplazamientos
y la movilidad de personas a una escala sin precedentes. En Europa —nos
dice— “en definitiva el primer hogar del nacionalismo, las trasformaciones
de la economía mundial están acabando con lo que empezó las guerras del
siglo xx, sus genocidios y sus traslados forzosos de población: un mosaico
de estados-nación étnicamente homogéneos”. [2007:90]. Los efectos de
la extraordinaria movilidad, agrega, no pueden explicarse a partir de los
viejos conceptos de nación y nacionalismo.
• Recrudecimiento de la xenofobia. Los flujos humanos consolidan la “larga
tradición de hostilidad económica popular” hacia los nuevos residentes,
así como la resistencia contra lo que se percibe como una amenaza contra
la identidad cultural del grupo [ibid.:92].

Y concluye con una paradoja bastante ilustrativa acerca de estos cambios con
respecto a la puesta en marcha de la guerra:

que los estados del siglo xxi prefieran librar sus guerras con ejércitos profesionales
o incluso con contratistas militares privados no responde únicamente a cuestiones
técnicas, sino a que ya no pueden confiar en que los que se alisten masivamente para
morir por su patria en el campo de batalla. Los hombres y las mujeres pueden aceptar
morir (o, mejor dicho, a matar) por dinero, o por algo más o menos importante; sin
embargo, en las patrias originales de la nación, ya no están dispuestos a morir por
el estado-nación [ibid.:97].

De esta manera, aquel consentimiento de la guerra, la esperanza de un mundo


mejor, el amor a la patria como a la madre, o la conciencia social y la búsqueda de la

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transformación revolucionaria, que tanto se han observado en los combatientes de la
pgm, se diluyen instantáneamente en estos tiempos. El cambio, sin más remedio, obliga

a la antropología a ajustar su enfoque y con ello —así como esta guerra rompe con
los esquemas de las anteriores— transgredir sus propios paradigmas. En este sentido,
me parece sensato cuando Eric Wolf admite un estado de guerra permanente en
nuestros días, pero que de ningún modo es una situación inevitable. Bajo esta lupa, y
en concordancia con los cambios percibidos por Hobsbawm, Wolf ofrece una agenda
interesante de puntos a discutir en una renovada antropología de la guerra

• Si la guerra es un instrumento político que puede ser empleada estratégica-


mente cuando sea ventajoso o evitarla cuando no lo es, así la paz organizada
se vuelve una posibilidad junto con la guerra organizada.
• Qué tan grupal u organizada sea la violencia dependerá de las caracte-
rísticas sociales y culturales de una sociedad y de los intereses de la élite
dominante.
• Estas características están relacionadas con los modos en cómo se organizan
las jerarquías sociales de orden y de dominación de la sociedad: ya no es
simplemente una cuestión de cuántas lanzas o cañones se tienen sino del
apoyo, la organización y lealtad que sea capaz de generar en la población
globalmente considerada.
• La guerra depende, lejos de una unilateralidad, del estado de los vecinos,
de sus élites y del apoyo popular con que cuenten [2002:50 y 51].

Con lo anterior, concluye Wolf, “hablo de guerra, vista a menudo como violencia
irracional, como un instrumento de estrategia con un potencial de racionalidad”.
[ibid.: 51] Su apuesta parece atrevida, pero en un estado permanente de guerra y
violencia, en donde los múltiples y distintos contextos imposibilitan ya no su elimina-
ción sino acaso su dosificación, creo que es más prudente saber cómo se puede actuar
con esa bomba en las manos que tratarla de apagar escondiéndola bajo el suelo.

Aproximaciones a una antropología de ... 72


Bibliografía
Hobsbawm, Eric
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Porrúa, pp. 39-57.

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