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No planeo concentrarme en este discurso más que como un registro adicional que subvierte el orden
enunciativo.
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Efectivamente, el Apocalipsis, como retórica y tema, moviliza los puntos enunciativos que convergen en
Dulcinea. Sin embargo, aquí no seré capaz de ocuparme de la cita misma, como palabra prestada, ni de la
figura del «sello»; una comprensión prudente implicaría, precisamente, comprender una hermenéutica bíblica
que desconozco. Sin embargo, sí me parece relevante la «revelación» en sí misma, como discurso divinizado,
mítico, imantado sobre los otros temas que circundan la obra.
Así, dice Dulcinea, acerca de la / su memoria, que: “Pero, de pronto, entre palabras de fondo
que apenas entiendes, ocurre la revelación: sí tienes recuerdos. Recuerdos tuyos. Que te pertenecen.
Que no son de nadie” (11); se trata de ese tú desdoblado que impulsa reflexivamente la concatenación
de una memoria expulsada desde la Revelación: su signo, entonces, no es la constitución identitaria en
función de lo recordado, sino la alienación a partir del evento traumático: “Nada se me olvida:
acumulo y acumulo, sonidos sordos, sílabas impronunciables, frases, cuentos, novelas. La literatura
toda. Ya no sé quién soy. Pero me lo repito por dentro. Yo soy yo. Yo soy yo. Yo soy yo (22)”. La
literatura, como arte verbal, como arte de la desfamiliarización del signo lingüístico, respalda aquí la
construcción de representaciones, significantes, que no aparecen regulados por una ley histórica; el
mundo literario es el de lo posible, no el de lo que quiere ser verídico. Es, así, una identidad posible,
fugada, no literal. De ahí, por tanto, un impulso por una escritura que, mentalmente, recrea esa
memoria infinita y posible: “Junto con la revelación, el arte de la memoria se le convierte en el arte de
escribir. Va a crear un libro dentro de su cabeza. No será un libro oral ni escrito. Será un libro mental”
(14); será una escritura que reproducirá la experiencia de una pérdida subjetiva: ni aquí ni allá, ni
ahora ni entonces; se trata de la experiencia del exilio3: “Nunca me has mencionado, Dulcinea, qué
recuerdas de España. De antes que te embarcaran a Rusia. Porque algo debes recordar. O ¿no quieres
recordar?” (109).
Luego, entonces, la experiencia memorizada es la del viaje, la de la vaguería, la de la pérdida
y enajenación: “A mí se me impuso el exilio: de niña enviada a Rusia, después enviada a México,
después a dónde. (Pues a la mierda). En realidad, siempre me sentí como un paquete postal no
reclamado” (60), situándose Dulcinea, desde su yo, aunque extendiéndose a cada una de las voces que
la narran, en la posición del errante, pero como objeto, un poco como una muñeca: “Yo soy de plástico
[…] Descartable. Intercambiable. (Es lo mismo Dulcinea en España, Dulcinea en Rusia, Dulcinea en
México, Dulcinea a finales del siglo XIX o del XX, Dulcinea en plena Edad Media)” (108-109). Así,
la experiencia del viaje no aparece como nutritiva, sino como disposición en la que el sujeto se
moviliza sin ser en el intertanto. Sujeto errante, vagabundo, “Dulcinea salida de la Guerra Civil, para
ir a la otra Gran Guerra, siempre huyendo, para llegar a tu guerra interna” (100). Y, mientras tanto, un
discurso personal que aparece desperdigado, retazado, fugado como Dulcinea misma: “Si pudieras
recoger, Dulcinea, las piezas desperdigadas. Si ataras los cabos […] Si tu vida se te apareciera en una
pantalla perfecta. Si la cronología existiera. Si el álbum fotográfico representara el instante de la
verdad. En cambio, todo son huecos (100). “Ni cronologías. Ni genealogías” (77-78), se relatará en
otra parte, construyéndose el discurso de una memoria antihistórica.
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Véase la noción de “migrancia” de Abril Trigo.
Ahora bien, este rechazo histórico también es la carencia de una familia a la que no se
adhiere. Se trata de un odio a los padres, que significa la pérdida de una Madre patria: “La verdad es
que no quise a mis padres. Ni ellos a mí. Era una obligación por ambas partes. Se deshicieron de mí y
yo me deshice de ellos. Por eso me inventé esas historias, ese ser princesa de tierras lejanas, ese
negarlos a ellos: no, no eran mis padres” (32).
La palabra no será utilizada para hablar, se rechazará tal función en tanto no existe una Ley
que posibilite un simbólico, una red semiótica en la que el sujeto se coloque para participar con el
mundo en el mundo. Tampoco existe un Otro: no solo se niega al padre, sino también a la madre, al
Otro, al deseo. Un ensimismamiento delirante que decanta en la Revelación. La destrucción de la
lengua es la destrucción de la cultura, y de ahí la del sujeto: se revela un secreto que implica la
difuminación y la descentralización: “Volver a inventar el mundo. No es posible tanta repetición.
¿Quién puede creer en algo? ¿El hombre? ¿Dios? Carcajadas de blasfemia. Hay que crear un nuevo
amor y una nueva ciencia: ¿cómo es que todavía dos y dos sean cuatro?” (177).
De esta manera, la constitución de un relato narrativo como el de Dulcinea no es sino el
reverso, el inverso, de una otra estructura que ha venido, canónicamente, a enunciar la palabra y la
memoria del exilio: se trata del testimonio que, como género transhistórico4, circula alrededor de las
producciones que enuncian desde un yo no ficcional, construyendo una memoria que unifica y
reconcilia al sujeto con su experiencia traumática: aquí se relata la palabra, la memoria y el exilio,
representándolo de manera que ingrese como experiencia al imaginario de quien enuncia. Por su parte,
allá, en Dulcinea, se relata, pero constituyendo un imaginario que es el de la dispersión y el de una
pérdida irrecuperable, de un trauma que organiza, así, una serie de palabras segundas, alternas, que
desvarían al sujeto hacia una dislocación del yo que ha sido fragmentado, reducido, a los pedazos de
voz que circulan por lo espacios del exilio.
La desestructuración: he ahí mi perplejidad. Tal cual las cosas, es la totalidad de los elementos
estructurales destacados más arriba, esa pluralidad de voces y registros, un dialogismo incesante de
polifonías, que multiplica, virtualiza las distintas posibilidades de actualización de un yo cuya
identidad se dispersa, diaspórica en cuanto que la voz (excedida) se difunde en el espacio del exilio.
Esa es la estructura, que forzada, entonces, se desequilibra, colapsa, la que desautomatiza, la que me
deja perplejo. Ahora entiendo por qué este relato no es como los otros, el de los otros exiliados; no es
reconciliatorio, híbrido como de los otros exiliados. Ahora comprendo como aquí se trabaja con la
palabra de una memoria exiliada revelada, apocalíptica, entrópica: “Yo me instalé en el odio” (59),
dijo Dulcinea.
4
Ver Leonidas Morales.
Bibliografía
Morales, Leonidas. La escritura del lado. Los géneros referenciales. Santiago: Cuarto Propio, 2001.
Trigo, Abril. “Migrancia: memoria: modernidá”. Nuevas perspectivas desde/sobre América Latina:
El desafío de los estudios culturales. Ed. Mabel Moraña. Santiago: Cuarto Propio – Inst. Internac. De
Lit. Iberoam., 2000.