You are on page 1of 7

¡Venga tu Reino!

QUÉ ES LA VOCACIÓN
Comencemos por el principio
Para comprender qué es la vocación, conviene tener claro, en primer lugar, cuál es el sentido de la
vida humana. El hombre es creado por Dios para amarle y servirle cumpliendo su voluntad
santísima en esta vida y de ese modo salvar su alma. El destino último del hombre es llegar al cielo
donde vivirá feliz por toda la eternidad. En su origen más profundo, todos los esfuerzos del hombre
se dirigen a amar a Dios y llegar al cielo. El resto son medios: carrera, vocación, bienes materiales,
honores, etc. Hay que usar de las creaturas en la medida que nos ayudan a llegar al cielo.
Para algunos la voluntad de Dios puede significar el matrimonio, para otros el sacerdocio o
la vida consagrada y para otros más, incluso, una vida célibe no consagrada. Algunos ejemplos
serían santa Gianna Beretta Molla (1922-1962), madre de familia que murió en el parto habiéndose
negado previamente a abortar, o el doctor napolitano José Moscati, quien siendo un laico que nunca
se casó, ejerció heroicamente la profesión médica. Gracias a Dios, también hay muchos ejemplos de
sacerdotes y religiosas santas.
De lo anterior se sigue que la principal tarea del hombre es descubrir la voluntad de Dios
sobre su vida y cumplirla por amor. No se trata de seguir éste o aquel camino, sino de seguir el
camino que Dios pensó para mí al crearme. Cuando un alma cumple la voluntad de Dios, encuentra
la paz interior y, por lo mismo, la verdadera felicidad; una felicidad que no depende de tener mucho
o poco, sino una felicidad que viene de Dios y que nada ni nadie le puede arrebatar (cf. Jn 16,22).
De hecho, así es como vivió Cristo. El punto de referencia de toda su vida fue siempre la
voluntad del Padre. Cuando se quedó en Jerusalén siendo niño, dijo a José y María que lo buscaban
angustiados: «¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?» (Lc 2,49). Después de su
encuentro con la mujer samaritana, cuando los discípulos le invitan a comer algo, les responde: «Mi
alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4,34) Pero quizás
el episodio donde se ve de un modo más claro su adhesión constante a la voluntad de su Padre, es
en la oración del huerto de Getsemaní: «Padre, si quieres, aparta de mí esta copa; pero no se haga
mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22,42). Sus últimas palabras en la cruz son un resumen de esta
búsqueda constante de la voluntad de Dios: «“Todo está cumplido”. E inclinando la cabeza, entregó
el espíritu» (Jn 19,30). En realidad, el mejor modelo de cómo debe vivir un hombre lo ofrece
Jesucristo con su misma vida.

La vocación como respuesta a Dios


La palabra «vocación» etimológicamente significa «llamado». Estrictamente hablando sólo
la vocación sacerdotal o religiosa es una vocación, pues es un llamado, una invitación explícita que
el Señor hace a un alma. Así le sucedió a los apóstoles en el Evangelio: estaban limpiando sus redes
en la playa, pasó el Señor y los llamó (cf. Mt 4, 18-22). Por eso Cristo, en la Última Cena, dijo:
«Vosotros no me habéis elegido a mí, soy yo quien os eligió» (Jn 15,16). Cuando decimos: «esa
persona tiene vocación de arquitecto», lo decimos en sentido amplio. En el fondo queremos afirmar:
«esa persona tiene cualidades para ser arquitecto» y no «Dios la está llamando a ser arquitecto».
Es muy importante entender este punto: la vocación no es una iniciativa propia, es iniciativa
de Dios; es una respuesta libre a Dios que me llama. Por tanto, no se debe buscar primariamente un
seminario o una congregación religiosa que “me guste” o que se ajuste “a lo que estoy buscando”.
Debo buscar el seminario o la congregación religiosa a la que Dios me está llamando. Esto es
esencial y simplifica mucho el discernimiento vocacional. El discernimiento vocacional es ante todo
un esfuerzo por escuchar mejor a Dios.
El nacimiento de la vocación
Ordinariamente la vocación nace como una inquietud, una duda. Ciertamente, si Dios
quisiera, podría utilizar un medio sobrenatural para comunicarnos su voluntad. Así sucedió en el
caso de la Santísima Virgen María. A Ella le envió el ángel Gabriel para invitarla a ser la madre de
su Hijo (cf. Lc 1, 26-38). Algo parecido sucedió con san Pablo: «…yendo de camino [Pablo],
cuando estaba cerca de Damasco, de repente le rodeó una luz venida del cielo, cayó en tierra y oyó
una voz que le decía: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” Él respondió: “¿Quién eres,
Señor?” Y él: “Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Pero levántate, entra en la ciudad y se te dirá lo
que debes hacer”». (Hc 9, 3-6).
Estos casos, a decir verdad, son más bien raros. Por lo general Dios siembra la inquietud
valiéndose de hechos más sencillos. A veces la lectura de un determinado pasaje evangélico hace
surgir la inquietud. Por ejemplo, en la misa dominical se lee el Evangelio de la vocación de Pedro,
cuando, después de la pesca milagrosa Pedro pide a Cristo que se aleje de él porque es un hombre
pecador y Cristo le responde: «No temas. Desde ahora serás pescador de hombres» (Lc 5,10). Sin
saber por qué, la persona escucha aquellas palabras como dirigidas a ella de modo especial.
Otro medio es la lectura de la vida de un santo. Se comienza a leer por curiosidad, se admira
todo lo que hizo aquella alma y de pronto o suavemente hay un cambio: aquello que se veía como
un simple testimonio de vida, comienza a considerarse como una posibilidad real para la propia
existencia. Muchas veces, cuando asoma en el horizonte esa posibilidad, puede surgir en el interior
una resistencia, como si aquello fuera algo más que una mera posibilidad, algo que se debe hacer
aunque no se pueda explicar exactamente por qué.
También no es raro que la inquietud despierte sentimientos de temor e inseguridad. Así le
sucedió a la Santísima Virgen María: «Y entrando, le dijo: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está
contigo”. Ella se turbó por estas palabras, y discurría qué significaría aquel saludo. El ángel le dijo:
“No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios…”» (Lc 1, 28-30). De hecho, este
temor inicial acompaña casi todas las vocaciones. Se supera confiando en Dios, sabiendo que es un
Padre que sólo desea nuestro bien.
Hay algunas experiencias que también llevan a cuestionarse seriamente sobre el sentido de
la vida y sobre el modo en que se está viviendo. Una de estas experiencias puede ser el sufrimiento
o la muerte de un ser querido o la experiencia de una enfermedad grave que ha podido superarse.
De aquí comienza un crecimiento en la vida cristiana: lo que antes era sólo un conjunto de prácticas
religiosas más o menos aburridas, se revela algo mucho más interesante y profundo. Algo similar le
sucedió san Francisco de Borja. Durante varios días acompañó el traslado del cadáver de la
emperatriz Isabel, famosa en España y Europa por su belleza. En un momento pidió ver el cuerpo y,
al contemplar su descomposición, se dijo: «No más servir a señor que se me pueda morir». En ese
momento inició su conversión a una vida más fervorosa al servicio de Dios y posteriormente
ingresó en la Compañía de Jesús renunciando al Ducado de Gandía.
Otro indicio puede ser un vago sentimiento de vacío interior, cierto aburrimiento ante la
vida. A pesar de tener todo lo que en principio podría hacer feliz a una persona –amigos, novia o
novio, bienes materiales, salud, familia cariñosa, etc.–, el chico o la chica tiene la impresión de que
le falta algo. Percibe la belleza de esos bienes y, aun así, siente que no son suficientes para colmar
sus ansias de felicidad. Poco a poco, las creaturas comienzan a parecer fugaces, inconsistentes, poco
duraderas. Detrás de toda alegría humana, incluso no pecaminosa, se presentan siempre estas o
similares preguntas: “y después, ¿qué más?” o “¿y todo esto para qué?”.
El sentimiento de la fugacidad de las cosas, cierto desencanto ante la “grandeza” de las
creaturas, una peculiar soledad interior son signos claros de que el Espíritu Santo está actuando
intensamente en un alma para llevarla a centrarse únicamente en Dios. El alma siente necesidad de
encontrar algo sólido y definitivo, algo que no se mueva y le llene plenamente. Santa Teresa de
Jesús decía:
Nada te turbe,
nada te espante,
todo se pasa,
Dios no se muda;
la paciencia
todo lo alcanza:
quien a Dios tiene
nada le falta:
sólo Dios basta.
Dios también puede servirse de ciertas “coincidencias” para sembrar en el alma la inquietud
vocacional. Por ejemplo, abrir el Evangelio distraídamente y encontrarse precisamente con un
pasaje relacionado con la vocación; una persona que, sin saber exactamente por qué, te pregunta si
vas a ir al seminario, etc. En ocasiones, no es un solo hecho, sino varios. Son acontecimientos
aislados que de uno u otro modo llevan a la persona a pensar en la vocación: comentarios, bromas,
lecturas, entretenimientos. El Espíritu Santo, en este sentido, tiene una gran imaginación y hace
llegar sus inspiraciones en las circunstancias más variadas, e incluso extrañas.
Otras señales pueden ser el ambiente en que se ha vivido o las inclinaciones naturales del
propio carácter. Hay personas que espontáneamente se prestan a ayudar a las demás con desinterés
y alegría. Sin saber por qué, sienten que nacieron para ello. Como si Dios, al crearlas, las hubiera
“equipado” de antemano para servir y entregarse a los demás.
Todos estos hechos, vistos con fe, tienen una especial resonancia en el interior de la persona
llamada. Hay otros que pueden estar en contacto con los mismos hechos, con las mismas lecturas y
sin embargo nunca sentir la inquietud de consagrarse a Dios. Incluso pueden apreciar la bondad del
sacerdocio o de la vida consagrada y no verlos como posibilidades para su propia vida... pero hay
otros que sí.

Discernir la inquietud vocacional: medios


Sentir la inquietud vocacional no es un signo definitivo de que se tiene vocación. En otras
palabras, la inquietud vocacional debe ser confirmada. Es preciso discernir si esa inquietud es
auténtica. ¿Cómo puedo discernir la autenticidad de una inquietud vocacional? Hay varios medios.
El primer medio es la oración. Esta oración puede ser de dos tipos: de súplica y de diálogo.
El primer tipo consiste en pedir a Dios que nos ilumine para conocer su voluntad, que nos haga
comprender, del modo que Él crea más conveniente, qué camino debemos seguir. Se trata de una
oración semejante a la del ciego del Evangelio: «Señor, que vea» (cf. Mc 10,51). Tampoco puede
faltar la invocación a la Santísima Virgen María, sobre todo a través del Rosario, para pedirle su
intercesión en esta tarea tan trascendental.
El segundo tipo de oración, la oración de diálogo, consiste en conversar reposadamente con
Dios para exponerle la propia vida: temores, sueños, anhelos, dificultades, etc. También ayuda
mucho acudir a una iglesia y allí, ante el Sagrario, hablar con Cristo realmente presente en el
Santísimo Saramento del altar. ¡Cuánta luz y cuánta fortaleza se obtiene a la luz de esa lamparita
roja que nos atestigua la presencia sacramental del Señor!
Además de la oración, es muy útil leer con frecuencia el Evangelio, sobre todo para
contemplar el ejemplo de Cristo y tratar de imitarlo en la propia vida. El Espíritu Santo concede
muchas luces espirituales por este medio.
Otro medio es la visión de fe de los acontecimientos. En realidad, todo lo que nos sucede,
tanto los acontecimientos más relevantes como los más insignificantes, son por querer o permisión
de Dios. Como nos dice Cristo en el Evangelio: no cae en tierra ningún pajarillo sin el
consentimiento de Dios» (cf. Mt 10,29). Por ello, ayuda mucho el esforzarse por vivir “en la órbita”
de la fe para descubrir qué es lo que Dios nos quiere decir. Las preguntas que podríamos hacernos
son: ¿por qué permite Dios que me suceda esto? ¿qué me estará queriendo decir Dios con este
hecho?
Ayuda mucho, además, contar con un director espiritual al que podamos exponer nuestras
dudas e inquietudes. La función del director espiritual es, ante todo, ayudar al dirigido a descubrir
la voluntad de Dios sobre su vida. Todos corremos el riesgo de caer en el subjetivismo, de deformar
las cosas, de autoengañarnos. Como dice el refrán popular: «nadie es buen juez de su propia causa».
El director espiritual cuenta además con una especial asistencia del Espíritu Santo. Quede claro, de
cualquier modo, que el director espiritual no puede imponer su voluntad sobre el dirigido. No se
trata de que me digan “qué debo hacer”, sino que me ayuden a descubrir la voluntad de Dios para
que después yo pueda seguirla. El director espiritual sólo muestra lo que en conciencia le parece ser
la voluntad de Dios para otra persona, pero es a ésta última –y sólo a ella– a quien compete tomar
una decisión. Dios no quiere amores forzados, sino amores libres, generosos y alegres.

El papel del Espíritu Santo


En todo lo anterior no debemos olvidarnos del papel del Espíritu Santo. Algunos lo llaman
«el gran desconocido» y es un buen título, pues su acción en nuestras almas es muy discreta, pero
muy eficaz. Muchas veces actuamos bajo su infujo, incluso sin darnos cuenta. La peculiaridad del
Espíritu Santo es que actúa desde el interior de las almas por medio de inspiraciones. Da luces al
alma y le insinúa lo que debe ir haciendo en cada momento para santificarse: ¿por qué no rezas un
rosario completo?, ¿por qué no entras a esta iglesia a visitar la Eucaristía?, ¿por qué no te ofreces a
dar catequesis en tu parroquia?, etc. La misma vocación se percibe de este modo: ¿no podrías tú
también ser uno de ellos o de ellas?
Un rasgo característico de las inspiraciones del Espíritu Santo es que con mucha frecuencia
contradicen nuestras tendencias espontáneas a la comodidad o al orgullo. Esto no quiere decir que
sistemáticamente se opongan a nuestros gustos naturales, pero ciertamente sí sucede con frecuencia.
Otra de sus características es que, si se las obedece, traen una gran paz y alegría interior. El Espíritu
Santo presenta sus sugerencias desde el interior, pero siempre respeta nuestra libertad.

Al paso de Dios
Otro punto importante es seguir el paso de Dios. Cuando Dios llama a un alma, la conduce
suave y sabiamente hacia una entrega mayor. Es un excelente pedagogo. Hay que evitar tanto la
impaciencia como la dilación. Algunas almas desean que Dios se les revele inmediatamente,
quieren ser ellas quienes conduzcan los acontecimientos. Estas almas deben recordar que son sólo
creaturas y que deben seguir el paso del Creador. Por eso decimos «Dios nuestro Señor», porque
efectivamente, todo lo hemos recibido de Él y es a Él a quien debemos servir. Los siervos somos
nosotros, no Dios.
Otras almas experimentan un gran miedo a la entrega y no dicen ni sí ni no. Prefieren
postergar la toma de una decisión. Es importante no hacer esperar al Señor. Por lo general el alma
también descubre, gracias a la luz del Espíritu Santo, el momento concreto en que deben tomar una
decisión. Es muy recomendable pedir a Dios que nos conceda la gracia de la generosidad. Como
dice el Salmo 119: «Inclina, Señor, mi corazón a tus preceptos». Es una hermosa jaculatoria del
alma que quiere ser generosa, pero se siente débil ante las exigencias de la gracia. Sin duda el Señor
mirará esta petición con particular benevolencia.
Paz interior: buena señal.
Un signo claro de que la persona va por buen camino es la paz interior. Cuando el alma vive
en la voluntad de Dios, experimenta una gran serenidad, una paz que incluso se trasluce en su rostro
y en su trato con los demás. Es un estado en que la persona descubre una profunda armonía en su
ser. Posee una certeza íntima de que está donde debe estar, incluso si no puede justificarlo
racionalmente. Por el contrario, cuando un pensamiento turba al alma haciendo que se sienta triste,
desalentada o temerosa del futuro, es signo claro de que algo no anda bien y de que probablemente
el enemigo del alma está queriendo sembrar cizaña (cf. Mt 13, 24-30).
Quizás es éste un momento oportuno para hablar, si bien someramente, del papel que el
demonio puede jugar en el éxito o fracaso de una vocación. En primer lugar, habría que recordar
que él existe efectivamente. La doctrina católica nunca ha cambiado en este punto. El demonio está
presente en la Sagrada Escritura y, concretamente, en la vida de Cristo. Puede verse, por ejemplo, el
pasaje sobre las tentaciones de Cristo en el capítulo 4 de san Mateo. También pueden consultarse
los números 391-395 del Catecismo de la Iglesia Católica. Allí se explica su origen y el papel que
juega en la vida de los hombres.
Como es obvio, una vocación que contribuirá a la extensión del Reino de Cristo no es algo
muy positivo para él. Hará todo lo posible para evitarlo. De hecho, a muchas personas que están a
punto de decidirse a seguir la vocación, se les presentan de improviso muchas oportunidades que
antes nunca habían tenido y que, antes de pensar en la vocación, siempre habían soñado. Tenemos
la certeza de que el enemigo de nuestra alma nunca nos tentará por encima de nuestras fuerzas. Sólo
es preciso estar atentos e invocar la ayuda de Dios cuando sea necesario. También conviene
recordar que una particular protección contra sus asechanzas la tenemos en la Santísima Virgen
María. A Ella también debemos encomendarnos con filial confianza.

Otros medios para el discernimiento


Hay otros medios que nos pueden ayudar a descubrir si Dios nos está llamando. En primer
lugar, evaluar si tenemos las cualidades para vivir la vocación. «Tener las cualidades» significa ser
capaces, objetivamente, de vivir la vida consagrada. Y si no se tienen las cualidades, contar al
menos con la capacidad para desarrollarlas. Por ejemplo, puede haber un chico que no sea buen
estudiante, pero no por poca capacidad intelectual, sino porque le falta una buena metodología de
estudio. En el seminario, con la ayuda de sus formadores, podría desarrollar esa habilidad. Los
formadores del seminario o congregación podrán ayudarle a evaluar si tiene o no dichas cualidades.
La razón de esto es muy sencilla: si Dios no le ha dado a una persona las cualidades para
vivir la vocación, no la puede estar llamando. Él no se contradice.
Otras cualidades a las que conviene prestar atención, son las cualidades físicas y psíquicas.
En algunos casos, también, ciertas experiencias morales particularmente fuertes podrían indicar que
Dios no está llamando a una persona a la vida consagrada. De cualquier modo, la idoneidad es algo
que no se puede determinar en general. Se debe analizar caso por caso. Dios no hace a las personas
en serie. Cada uno posee una individualidad irrepetible que no puede agotarse en un esquema
general.

Visitar un seminario o casa religiosa


Otro medio sumamente aconsejable es visitar el seminario o congregación, al que uno se
siente llamado, para conocerlo más de cerca. Ayuda mucho vivir algunos días en ese ambiente,
compartiendo horarios, comidas, momentos de esparcimiento, etc. Como suele decirse: «por ver, no
se paga». Hay personas que apenas después de unos momentos de pisar el seminario, sienten la
certeza interior de que ése es el lugar donde Dios los quiere. Otros no. Otros ven la belleza de la
vida en el seminario o en una congregación y a la vez intuyen que no es ahí donde Dios los quiere.
No hay problema. Habrá que seguir buscando en otras partes con serenidad y con el único deseo de
agradar a Dios.

Vidas de santos
Es también muy útil leer vidas de santos o testimonios vocacionales. Si bien cada vocación
es particular, también hay muchas semejanzas entre ellas. Las experiencias de otros pueden
iluminarnos mucho e incluso darnos ánimos para seguir adelante a pesar de las dificultades.

Generosidad
La generosidad más que un medio sería una actitud fundamental del alma. La generosidad es
una disposición firme de cumplir siempre y en todo momento la voluntad de Dios, aunque ello
implique desprenderse de los propios planes y apegos. Es el alma que se siente libre de todas las
creaturas para servir sólo a Dios. Por ejemplo, puede haber personas que se sientan llamadas pero
que no quieran renunciar al matrimonio, a cursar una carrera, al afecto familiar, etc. Ciertamente,
mientras más generosidad haya, más fácil nos será descubrir el querer divino. Hay almas,
verdaderamente ejemplares, que se hacen este propósito: «Si me voy a equivocar, va a ser por
exceso de generosidad, no por exceso de egoísmo». Estas almas son una gran alegría para el
corazón de Dios.
De cualquier modo, si no se tiene la generosidad, si las renuncias que implica la vocación se
nos hacen muy costosas –casi como un desgarramiento del alma– tampoco hay que desanimarse.
Nos queda un recurso: la oración de súplica. Podemos decir a Dios: «Señor, no quiero renunciar a
esto pero, si Tú lo quieres, dame tu gracia para hacerlo». Es más o menos lo que pidió el padre del
chico endemoniado en el evangelio. Jesús le preguntó: «¿Crees esto?». Y el papá respondió: «Creo,
pero ayuda mi incredulidad» (Mc 9,24); es decir: «quiero creer más, pero no puedo; ayúdame con tu
gracia».

La brevedad de la vida
A veces se puede pensar que la vida es muy larga; pero en realidad es muy breve si se la
compara con la eternidad. Por lo demás, si somos realistas, debemos reconocer que no siempre
seremos jóvenes: después viene la edad madura, la adultez, la vejez y todo termina. Y lo anterior
sólo en el supuesto de que Dios no quiera llamarnos a su presencia antes. No sabemos ni el día ni la
hora (cf. Mt 25,13). Te comparto este texto que a mí me ayuda mucho para ver lo que esta verdad
puede hacer en la vida de una persona:
«Desde que yo era un adolescente, Dios Nuestro Señor me concedió la gracia de percibir con nitidez y
hondura esta realidad que toca íntimamente la existencia de todos los seres humanos: la vida es un breve lapso,
apenas un parpadeo, comparada con la eternidad que nos espera más allá de este paso fugaz por el tiempo.
Recuerdo que me gustaba subir por las tardes a uno de los cerros afuera de Cotija, mi pueblo natal; y
desde allí, conversando con Dios, contemplaba allá abajo, al pie de la colina, el cementerio con sus tumbas
adornadas de flores, más allá, en el llano, los tejados rojos del caserío, y como hincado en medio de ellos, el
campanario con la cúpula de la iglesia parroquial. Me preguntaba, con las palabras sencillas que puede haber en
la cabeza de un muchacho de pueblo de 13, 14 años, qué es esto de vivir, si a fin de cuentas todos venimos
acabando en una tumba. En ese cementerio yacían los habitantes de Cotija de otros tiempos. Unos pocos
todavía arrancaban lágrimas de la viuda o de un huérfano prematuro. Otros, los más, abandonados en completo
olvido. Unos habían vivido en la opulencia: grandes terratenientes o hábiles comerciantes. Otros, en la angustia
de una miseria nunca vencida. Unos y otros habían agotado ya su existencia. ¿De qué les habían servido a
aquéllos sus riquezas? ¿Y qué sentido había tenido la vida pobre y afligida de éstos?
Y pensaba luego en los otros, en los vivos, los que trajinaban por las callejuelas y en la plaza principal,
en las rancherías y en las haciendas vecinas; los que yo conocía y veía todos los días. Y pensaba también en los
miles y millones de hombres que en otros pueblos, en otras ciudades, en otros continentes, tras los cerros
aledaños, gastaban la vida en mil afanes, cada cual absorto en sus preocupaciones, desenmarañando la madeja
indescifrable con que se teje la trama diaria de la existencia humana. Y pensaba que todos ellos andarían por
esta tierra unos cuantos años, 20, 40, 80, tal vez más de un centenar; y al final, el misterio de la nada que parece
engullir a los que se marchan. ¿Qué queda, pues, al cabo de la vida, si hasta el recuerdo de los mayores se
diluye en la niebla de la memoria?
Años después, al recordar aquellas tardes solitarias de oración en la cima de una colina, me sorprendí
de que en aquella corta edad pudiera plantearme tan seriamente los interrogantes medulares de la vida. Y
descubrí que sin duda alguna era Dios quien inspiraba y dirigía mis reflexiones, queriendo disponer mi ánimo y
mi alma para la gran tarea que me iba a asignar. Eran las reflexiones que atraviesan de punta a punta la historia
de la humanidad; los interrogantes que cada generación ha tenido que afrontar; los enigmas que han tenido que
resolver todos aquellos hombres que no se resignan a un puro vegetar por el mundo y aspiran a darse alguna
trascendencia. «¡Vanidad de vanidades! ¡Todo es vanidad, y atrapar vientos!», predicaba Qohelet. «¿De qué le
sirve al hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma?», inquiría Jesucristo a sus oyentes.
Me daba cuenta de que yo podía escoger entre dos caminos. Uno, el camino fácil del "tirar adelante"
por la vida, sin mayor preocupación: buscarme una buena fuente de recursos para mi sustento y, eventualmente,
para asegurar el futuro de una familia; tratar de ganar buen dinerito; soslayar del mejor modo posible las
penurias de la vida; y gozar al máximo los pocos años que tenía delante de mí.
El otro camino se presentaba, con mucho, más arduo y escabroso. Se trataba de construir la vida,
minuto a minuto, mirando hacia la eternidad. Tomar cada instante de mi tiempo como una oportunidad que
Dios me concedía para hacer algo por Él y por el bien de mis hermanos. "Invertir", por así decir, cada segundo,
en algo constructivo, en algo que sirviera para los demás, y me asegurara, además, la vida eterna.
La opción era clara. Y así, sobre aquella colina, al cobijo del crepúsculo encendido, iba madurando en
mi interior, tarde a tarde, la idea y el propósito de que yo tendría que gastar mi vida entera por algo que en
verdad valiera la pena; por algo que no se fuera a terminar cuando otros sepultaran mi cadáver; por algo que
dejara una huella profunda en la historia y en el mundo; en una palabra, por algo que pudiera llevar conmigo a
la eternidad».
(MMLC, 10 de marzo de 1993)

Espero que las ideas expuestas a lo largo de este artículo hayan servido al Espíritu Santo
para llevar alguna luz al lector. Esto es, en última instancia, lo más importante. Ciertamente, la
vocación es una aventura extraordinaria. Vale la pena vivirla y aceptar los riesgos que conlleva;
riesgos que, por otra parte, existen en cualquier camino de vida.
Rogelio Aguilera, L.C. (raguilera@legionaries.org)

Nota: Esta página tiene recursos muy interesantes sobre la vocación: www.vocacion.org.

You might also like