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QUÉ ES LA VOCACIÓN
Comencemos por el principio
Para comprender qué es la vocación, conviene tener claro, en primer lugar, cuál es el sentido de la
vida humana. El hombre es creado por Dios para amarle y servirle cumpliendo su voluntad
santísima en esta vida y de ese modo salvar su alma. El destino último del hombre es llegar al cielo
donde vivirá feliz por toda la eternidad. En su origen más profundo, todos los esfuerzos del hombre
se dirigen a amar a Dios y llegar al cielo. El resto son medios: carrera, vocación, bienes materiales,
honores, etc. Hay que usar de las creaturas en la medida que nos ayudan a llegar al cielo.
Para algunos la voluntad de Dios puede significar el matrimonio, para otros el sacerdocio o
la vida consagrada y para otros más, incluso, una vida célibe no consagrada. Algunos ejemplos
serían santa Gianna Beretta Molla (1922-1962), madre de familia que murió en el parto habiéndose
negado previamente a abortar, o el doctor napolitano José Moscati, quien siendo un laico que nunca
se casó, ejerció heroicamente la profesión médica. Gracias a Dios, también hay muchos ejemplos de
sacerdotes y religiosas santas.
De lo anterior se sigue que la principal tarea del hombre es descubrir la voluntad de Dios
sobre su vida y cumplirla por amor. No se trata de seguir éste o aquel camino, sino de seguir el
camino que Dios pensó para mí al crearme. Cuando un alma cumple la voluntad de Dios, encuentra
la paz interior y, por lo mismo, la verdadera felicidad; una felicidad que no depende de tener mucho
o poco, sino una felicidad que viene de Dios y que nada ni nadie le puede arrebatar (cf. Jn 16,22).
De hecho, así es como vivió Cristo. El punto de referencia de toda su vida fue siempre la
voluntad del Padre. Cuando se quedó en Jerusalén siendo niño, dijo a José y María que lo buscaban
angustiados: «¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?» (Lc 2,49). Después de su
encuentro con la mujer samaritana, cuando los discípulos le invitan a comer algo, les responde: «Mi
alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4,34) Pero quizás
el episodio donde se ve de un modo más claro su adhesión constante a la voluntad de su Padre, es
en la oración del huerto de Getsemaní: «Padre, si quieres, aparta de mí esta copa; pero no se haga
mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22,42). Sus últimas palabras en la cruz son un resumen de esta
búsqueda constante de la voluntad de Dios: «“Todo está cumplido”. E inclinando la cabeza, entregó
el espíritu» (Jn 19,30). En realidad, el mejor modelo de cómo debe vivir un hombre lo ofrece
Jesucristo con su misma vida.
Al paso de Dios
Otro punto importante es seguir el paso de Dios. Cuando Dios llama a un alma, la conduce
suave y sabiamente hacia una entrega mayor. Es un excelente pedagogo. Hay que evitar tanto la
impaciencia como la dilación. Algunas almas desean que Dios se les revele inmediatamente,
quieren ser ellas quienes conduzcan los acontecimientos. Estas almas deben recordar que son sólo
creaturas y que deben seguir el paso del Creador. Por eso decimos «Dios nuestro Señor», porque
efectivamente, todo lo hemos recibido de Él y es a Él a quien debemos servir. Los siervos somos
nosotros, no Dios.
Otras almas experimentan un gran miedo a la entrega y no dicen ni sí ni no. Prefieren
postergar la toma de una decisión. Es importante no hacer esperar al Señor. Por lo general el alma
también descubre, gracias a la luz del Espíritu Santo, el momento concreto en que deben tomar una
decisión. Es muy recomendable pedir a Dios que nos conceda la gracia de la generosidad. Como
dice el Salmo 119: «Inclina, Señor, mi corazón a tus preceptos». Es una hermosa jaculatoria del
alma que quiere ser generosa, pero se siente débil ante las exigencias de la gracia. Sin duda el Señor
mirará esta petición con particular benevolencia.
Paz interior: buena señal.
Un signo claro de que la persona va por buen camino es la paz interior. Cuando el alma vive
en la voluntad de Dios, experimenta una gran serenidad, una paz que incluso se trasluce en su rostro
y en su trato con los demás. Es un estado en que la persona descubre una profunda armonía en su
ser. Posee una certeza íntima de que está donde debe estar, incluso si no puede justificarlo
racionalmente. Por el contrario, cuando un pensamiento turba al alma haciendo que se sienta triste,
desalentada o temerosa del futuro, es signo claro de que algo no anda bien y de que probablemente
el enemigo del alma está queriendo sembrar cizaña (cf. Mt 13, 24-30).
Quizás es éste un momento oportuno para hablar, si bien someramente, del papel que el
demonio puede jugar en el éxito o fracaso de una vocación. En primer lugar, habría que recordar
que él existe efectivamente. La doctrina católica nunca ha cambiado en este punto. El demonio está
presente en la Sagrada Escritura y, concretamente, en la vida de Cristo. Puede verse, por ejemplo, el
pasaje sobre las tentaciones de Cristo en el capítulo 4 de san Mateo. También pueden consultarse
los números 391-395 del Catecismo de la Iglesia Católica. Allí se explica su origen y el papel que
juega en la vida de los hombres.
Como es obvio, una vocación que contribuirá a la extensión del Reino de Cristo no es algo
muy positivo para él. Hará todo lo posible para evitarlo. De hecho, a muchas personas que están a
punto de decidirse a seguir la vocación, se les presentan de improviso muchas oportunidades que
antes nunca habían tenido y que, antes de pensar en la vocación, siempre habían soñado. Tenemos
la certeza de que el enemigo de nuestra alma nunca nos tentará por encima de nuestras fuerzas. Sólo
es preciso estar atentos e invocar la ayuda de Dios cuando sea necesario. También conviene
recordar que una particular protección contra sus asechanzas la tenemos en la Santísima Virgen
María. A Ella también debemos encomendarnos con filial confianza.
Vidas de santos
Es también muy útil leer vidas de santos o testimonios vocacionales. Si bien cada vocación
es particular, también hay muchas semejanzas entre ellas. Las experiencias de otros pueden
iluminarnos mucho e incluso darnos ánimos para seguir adelante a pesar de las dificultades.
Generosidad
La generosidad más que un medio sería una actitud fundamental del alma. La generosidad es
una disposición firme de cumplir siempre y en todo momento la voluntad de Dios, aunque ello
implique desprenderse de los propios planes y apegos. Es el alma que se siente libre de todas las
creaturas para servir sólo a Dios. Por ejemplo, puede haber personas que se sientan llamadas pero
que no quieran renunciar al matrimonio, a cursar una carrera, al afecto familiar, etc. Ciertamente,
mientras más generosidad haya, más fácil nos será descubrir el querer divino. Hay almas,
verdaderamente ejemplares, que se hacen este propósito: «Si me voy a equivocar, va a ser por
exceso de generosidad, no por exceso de egoísmo». Estas almas son una gran alegría para el
corazón de Dios.
De cualquier modo, si no se tiene la generosidad, si las renuncias que implica la vocación se
nos hacen muy costosas –casi como un desgarramiento del alma– tampoco hay que desanimarse.
Nos queda un recurso: la oración de súplica. Podemos decir a Dios: «Señor, no quiero renunciar a
esto pero, si Tú lo quieres, dame tu gracia para hacerlo». Es más o menos lo que pidió el padre del
chico endemoniado en el evangelio. Jesús le preguntó: «¿Crees esto?». Y el papá respondió: «Creo,
pero ayuda mi incredulidad» (Mc 9,24); es decir: «quiero creer más, pero no puedo; ayúdame con tu
gracia».
La brevedad de la vida
A veces se puede pensar que la vida es muy larga; pero en realidad es muy breve si se la
compara con la eternidad. Por lo demás, si somos realistas, debemos reconocer que no siempre
seremos jóvenes: después viene la edad madura, la adultez, la vejez y todo termina. Y lo anterior
sólo en el supuesto de que Dios no quiera llamarnos a su presencia antes. No sabemos ni el día ni la
hora (cf. Mt 25,13). Te comparto este texto que a mí me ayuda mucho para ver lo que esta verdad
puede hacer en la vida de una persona:
«Desde que yo era un adolescente, Dios Nuestro Señor me concedió la gracia de percibir con nitidez y
hondura esta realidad que toca íntimamente la existencia de todos los seres humanos: la vida es un breve lapso,
apenas un parpadeo, comparada con la eternidad que nos espera más allá de este paso fugaz por el tiempo.
Recuerdo que me gustaba subir por las tardes a uno de los cerros afuera de Cotija, mi pueblo natal; y
desde allí, conversando con Dios, contemplaba allá abajo, al pie de la colina, el cementerio con sus tumbas
adornadas de flores, más allá, en el llano, los tejados rojos del caserío, y como hincado en medio de ellos, el
campanario con la cúpula de la iglesia parroquial. Me preguntaba, con las palabras sencillas que puede haber en
la cabeza de un muchacho de pueblo de 13, 14 años, qué es esto de vivir, si a fin de cuentas todos venimos
acabando en una tumba. En ese cementerio yacían los habitantes de Cotija de otros tiempos. Unos pocos
todavía arrancaban lágrimas de la viuda o de un huérfano prematuro. Otros, los más, abandonados en completo
olvido. Unos habían vivido en la opulencia: grandes terratenientes o hábiles comerciantes. Otros, en la angustia
de una miseria nunca vencida. Unos y otros habían agotado ya su existencia. ¿De qué les habían servido a
aquéllos sus riquezas? ¿Y qué sentido había tenido la vida pobre y afligida de éstos?
Y pensaba luego en los otros, en los vivos, los que trajinaban por las callejuelas y en la plaza principal,
en las rancherías y en las haciendas vecinas; los que yo conocía y veía todos los días. Y pensaba también en los
miles y millones de hombres que en otros pueblos, en otras ciudades, en otros continentes, tras los cerros
aledaños, gastaban la vida en mil afanes, cada cual absorto en sus preocupaciones, desenmarañando la madeja
indescifrable con que se teje la trama diaria de la existencia humana. Y pensaba que todos ellos andarían por
esta tierra unos cuantos años, 20, 40, 80, tal vez más de un centenar; y al final, el misterio de la nada que parece
engullir a los que se marchan. ¿Qué queda, pues, al cabo de la vida, si hasta el recuerdo de los mayores se
diluye en la niebla de la memoria?
Años después, al recordar aquellas tardes solitarias de oración en la cima de una colina, me sorprendí
de que en aquella corta edad pudiera plantearme tan seriamente los interrogantes medulares de la vida. Y
descubrí que sin duda alguna era Dios quien inspiraba y dirigía mis reflexiones, queriendo disponer mi ánimo y
mi alma para la gran tarea que me iba a asignar. Eran las reflexiones que atraviesan de punta a punta la historia
de la humanidad; los interrogantes que cada generación ha tenido que afrontar; los enigmas que han tenido que
resolver todos aquellos hombres que no se resignan a un puro vegetar por el mundo y aspiran a darse alguna
trascendencia. «¡Vanidad de vanidades! ¡Todo es vanidad, y atrapar vientos!», predicaba Qohelet. «¿De qué le
sirve al hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma?», inquiría Jesucristo a sus oyentes.
Me daba cuenta de que yo podía escoger entre dos caminos. Uno, el camino fácil del "tirar adelante"
por la vida, sin mayor preocupación: buscarme una buena fuente de recursos para mi sustento y, eventualmente,
para asegurar el futuro de una familia; tratar de ganar buen dinerito; soslayar del mejor modo posible las
penurias de la vida; y gozar al máximo los pocos años que tenía delante de mí.
El otro camino se presentaba, con mucho, más arduo y escabroso. Se trataba de construir la vida,
minuto a minuto, mirando hacia la eternidad. Tomar cada instante de mi tiempo como una oportunidad que
Dios me concedía para hacer algo por Él y por el bien de mis hermanos. "Invertir", por así decir, cada segundo,
en algo constructivo, en algo que sirviera para los demás, y me asegurara, además, la vida eterna.
La opción era clara. Y así, sobre aquella colina, al cobijo del crepúsculo encendido, iba madurando en
mi interior, tarde a tarde, la idea y el propósito de que yo tendría que gastar mi vida entera por algo que en
verdad valiera la pena; por algo que no se fuera a terminar cuando otros sepultaran mi cadáver; por algo que
dejara una huella profunda en la historia y en el mundo; en una palabra, por algo que pudiera llevar conmigo a
la eternidad».
(MMLC, 10 de marzo de 1993)
Espero que las ideas expuestas a lo largo de este artículo hayan servido al Espíritu Santo
para llevar alguna luz al lector. Esto es, en última instancia, lo más importante. Ciertamente, la
vocación es una aventura extraordinaria. Vale la pena vivirla y aceptar los riesgos que conlleva;
riesgos que, por otra parte, existen en cualquier camino de vida.
Rogelio Aguilera, L.C. (raguilera@legionaries.org)
Nota: Esta página tiene recursos muy interesantes sobre la vocación: www.vocacion.org.