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Ya que vamos a hablar de literatura, empecemos por agrandar la cancha. Existe una idea
de que lo literario son los textos, las relaciones entre los textos, las tradiciones literarias,
la historia de la literatura. Es la idea de que los textos se valen por sí mismos, y de que
la crítica literaria tiene que ser una crítica de los textos, y quizás sólo de una forma
mediada sobre las condiciones sociales en que fueron producidos y en que circulan. Es
la idea de que literatura son los textos y no la gente que el autor elige para presentar su
libro, las respuestas que da en entrevistas o sus prácticas cotidianas y su trabajo. De esta
manera, el lector o el escritor que sabe más gana, y el que sabe más y escribe “bien”
gana por partida doble, es la figura del partido, se lleva los flashes. La literatura como
una disciplina que combina la meritocracia del saber con el carisma del talento; algo
para pocos.
Esa es una idea sobre la literatura, respetable e ideológica, que tienen algunas personas
y que sostienen algunas venerables instituciones. Nosotros queremos que todos
escriban, que todos lean, discutan, inventen mundos y cambien su forma de estar en el
mundo, y por eso nos gustaría proponer una definición más amplia, un poco más
cercana a la vida.
Nos interesa una literatura y una crítica literaria que estén en tensión con la serie
política y social.
Por eso vamos a tirar una definición un poco de diccionario: la literatura es un conjunto
de prácticas sociales, modos de hacer, sensibilidades, que en base a un trabajo con el
lenguaje pero no limitándose al mismo, se vinculan con la narración de los procesos
políticos, prefigurando nuevos modos de experiencia social.
La literatura es una tecnología de la amistad que hibrida, mezcla cosas. Discursos con
papel, con personas, con lugares, con tecnologías, con geografías, con discusiones, con
cuerpos que sienten y que hacen política.
¿Qué quiere decir esto? En primer lugar, que no existe algo literario de por sí, sino que
todo depende de lo que las convenciones indican que es lo literario. Hay canciones,
actitudes, notas periodísticas, frases, diálogos, que pese a no haber sido concebidos y
ejecutados como literatura llegan a un tipo de belleza y a un tipo de relación con la
política y los procesos sociales que los convierte en literatura.
La literatura es una mirada, una forma de establecer vinculaciones entre cosas. Es cierto
que hay cosas que funcionan socialmente como literatura, y otras que no, pero esto es
un problema y un límite para la literatura y no su definición. Cortázar, por ejemplo, era
un escritor, y Ricky Espinosa, el de Flema, era un cantante punk. ¿Pero estamos
seguros? ¿No podemos leer la vida de Ricky Espinosa, o la de Gilda, o la del Loco
Houseman, como literatura? ¿No tenían ellos un trabajo especial con el lenguaje? ¿Sus
historias no nos sirven para armar otras historias?
Estas preguntas son claves y definen todo un horizonte práctico para la literatura. Por
eso, nos interesa que lo literario no se limita a la lectura y a la escritura, sino a todo lo
que pasa alrededor. La definición de lo literario es un campo de batalla, y también una
lucha de clases. Esto hace que se construyan modelos de escritores y formas de relación
entre los escritores y la sociedad.
Por todo lo dicho, la primera misión del peronismo literario hoy es clarificar la historia
de ese campo, y aumentar la conciencia de los que escriben en relación a las luchas de
poder que se producen en su interior.
Un poco de historia
Teniendo esto en claro podemos decir algunas cosas. Y a riesgo de perder platea,
necesitamos ponernos un poco más teóricos.
La tonalidad emotiva de los que desde mediados del siglo XX hasta la actualidad
ocuparon posiciones dominantes en el campo literario fue la de un liberalismo de
izquierda. En este contexto, el peronismo funcionó y sigue funcionando como un hecho
maldito, difícil de procesar. Aunque fue el peronismo el que otorgó a estas clases
ascendentes la posibilidad de un acceso irrestricto a la universidad pública y gratuita, la
sensibilidad de la gran mayoría de los escritores, críticos y docentes de literatura es
gorila. La figura de Borges, y su lugar aún dominante en el canon argentino
contemporáneo, funciona como un claro síntoma de esto.
El caso del CEAL es muy importante porque fue además de un refugio durante la
dictadura fue un laboratorio de producción intelectual y literaria que contó la historia de
nuestra literatura, la ordenó y modernizó muchas cuestiones, a través de un sistema de
producción (fascículos, libros baratos, antologías) y de distribución (kioscos de revistas)
orientado a un rango lo más amplio posible de lectores.
El órgano de expresión de esta fracción del campo literario fue la revista Punto de Vista,
y su integrante más visible fue Beatriz Sarlo. En la década del ochenta, Punto de Vista
reunió a un conjunto de intelectuales también vinculados al Club de Cultura Socialista y
al llamado Grupo Esmeralda. Pese a la heterogeneidad de esta formación intelectual,
hay algunos elementos que los unen y poseen una fuerte impronta generacional: la
condena a la lucha armada como modo de transformación de la sociedad, una actitud
entre autocrítica y culpógena en relación a la violencia política de los setentas, la
adopción de la socialdemocracia de mercado como proyecto político para la Argentina a
tono con la modernización de las derechas en todo el mundo, el apoyo al sistema
republicano de representación, el antiperonismo y la invisibilización de las culturas
populares como polos positivos de producción cultural. Con complejidades, funcionaron
como usina intelectual del alfonsinismo, al cual terminaron abandonando en los años de
debacle, refugiandose tras los altos muros de la burocracia académica, dentro de la cual
ocuparon las posiciones centrales a fuerza de haberla reconstruido con vocación por
esos años.
El resultado de todo esto fue una escena de gran vitalidad que, más allá de las
discusiones de pago chico (lírica, barroco, objetivismo), produjo una serie de obras
singulares, de gran calidad –algunas de ellas enmarcadas en la llamada “poesía de los
noventa”-, y, lo más importante, prefiguró relaciones sociales y relaciones con la
técnica. La poesía fue especialmente sensible para materializar nuevos circuitos de
circulación, nuevas formas de lectura, y también para introducir importantes cambios
sociales que se estaban produciendo en el país (desmantelamiento del aparato
productivo, nuevas migraciones, derrota de los proyectos de integración social, apogeo
de la cultura visual). Se hizo actual, inmediata y proliferante, circuló, generó sus propios
lectores y habló de la política de modos mucho más inteligentes que la narrativa del
período. Pequeñas editoriales casi artesanales, como Ediciones del Diego o Siesta,
fueron portavoces de una generación que se proponía modernizar al campo y que,
también, preanunció formas de sociabilidad que tuvieron una relativa expansión al calor
de los acontecimientos de 2001.
Lo cierto, sin embargo, es que el estallido social de diciembre de 2001 como momento
de cristalización de un repertorio de acción social diseminado tranversalmente y
distribuido desigualmente, y como agotamiento de un modelo de acumulación
económica, reorganiza muchas de las relaciones entre cultura literaria y política. Si,
salvo algunas excepciones, el momento instituyente que se vivió en 2001 no pudo ser
asimilado por la literatura –y aún queda por discutirse hasta qué punto se elaboraron
versiones complejas sobre los noventas-, el kirchnerismo también parece estar
esperando narraciones sociales que permitan vincularlo a la experiencia social, con sus
contradicciones y sus innegables logros.
Estas preguntas, y muchas otras que podrían formularse, quedan aún abiertas. Más allá
de eso, queremos remarcar dos cuestiones. La cultura digital, si bien es apropiada
desigualmente, representa una ampliación exponencial de la base de literaturas que se
escriben, y la división entre papel y pantalla se hace cada vez más insostenible, aunque
siga funcionando como mecanismo de legitimación. Lo digital amplió los márgenes de
lo escribible, y democratizó las herramientas de producción literaria al facilitar la
publicación, ya que algo que no se publica no existe socialmente como literatura. La
proliferación de blogs de escritura, personales o políticos, de revistas culturales en
Internet, muestran una enorme complejización en el campo de producción literaria. Las
jerarquías, de más está aclararlo, siguen existiendo en la medida que siguen existiendo
las antiguas instancias de legitimación, pero su constitución es mucho más porosa. En
palabras de la crítica Josefina Ludmer, el nuevo régimen de producción y circulación de
discursos nos coloca frente a una nueva etapa, signada por la post-autonomía de lo
literario. Lo literario no pasa por la cualidad intrínseca de los textos ni por la valoración
desplegada en instituciones estables, sino por la generación de instrumentos de lectura y
su eficacia social en tanto dispositivos de realidad-ficción.
Por otra parte, una conquista como la Ley de Servicios Audiovisuales, si bien
desconocemos cómo funcionará en la práctica, se inscribe en esa misma tendencia: la de
la democratización de los medios de producción de discursos, a través de las fronteras
de los intereses del poder económico concentrado. En este contexto, podría decirse que
mientras que la cultura literaria estuvo sólo parcialmente a la altura de las implicancias
políticas del kirchnerismo ya que no pudo construir dispositivos ni herramientas de
lectura que contribuyeran a ampliar sus potencialidades, por el momento, y pese a sus
intentos, el kirchnerismo tampoco tuvo muy en cuenta la necesidad de conformación de
un proyecto cultural que ampliase los alcances y las potencialidades políticas de la
cultura literaria.
Esos fueron sus desafíos de ayer y son, más que nunca, los de nuestro presente.