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Capítulo 2

Una vida rodeada de perros

A hora me cuesta imaginario, pero hubo una época en la qutfno


podía afrontar la perspectiva de volver a establecer un lazo -de
amistad con otro perro. En el espantoso período que siguió a la muer-
te de Purdey, me sentía profundamente desilusionada. En un momen-
to dado, incluso creo que llegué a salir con la típica frase: "Jamás
volveré a tener otro perro en esta casa". Pero la realidad era que mi
afecto por los perros era demasiado profundo. Y al año, poco más o
menos, de la muerte de Purdey, un pequeño perro de caza estaba
curando las cicatrices que me había dejado mi trágica pérdida.
A pesar de nuestro temprano revés, mi familia y yo nos habíamos
adaptado bien a la vida de campo. Fue el interés de mi marido por la
caza lo que volvió a traer perros a nuestro hogar. Un día del otoño de
1973, regresó de una partida de caza al salto lamentando carecer de un
buen perro. Había visto un conejo herido escabulléndose en el bos-
que adonde iría a morir. "Si tuviera un perro, eso no habría pasado",
dijo con una mirada que dejaba pocas dudas sobre lo que estaba pen-
sando.
Así fue como aquel septiembre, el día de su cumpleaños, llegó a la
casa su primera perra de caza, una Springer spaniel a la que llamamos
Kelpie. Le encantó la perrita tanto como a mí. Iba a ser el comienzo de
mi duradera predilección por esta maravillosa raza. .

Como supongo era de esperar, estábamos aterrorizados por la idea


de repetir la experiencia de Purdey e inmediatamente compré uno de
los habituales manuales sobre adiestramiento de perros de caza. Tengo
que confesar que nuestros primeros esfuerzos para moldearIa no fue-
ron precisamente un éxito clamoroso; más bien al contrario.
Queríamos adiestrar a Kelpie para cobrar piezas, tarea poco natural
para un perro de muestra especializado en levantar la caza.
Ateniéndonos rígidamente al libro, la iniciamos arrojándole objetos
para que los recogiera y nos los devolviera. El libro insistía en la impor-

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Saber escuchar al perro

tancia de comenzar con algo muy ligero. La idea era enseñar a la perra
a que mordiera "suavemente" los objetos que cobrara.
Decidimos usar uno de los antiguos baberos de Ellie, al que hicimos un
nudo. Una mañana sacamos a Kelpie al aire libre, lanzamos el babero y
esperamos que nos lo trajera. Nos emocionó mucho cuando ella dio un
brinco y fue a recoger el babero, pero nuestras expresiones pronto cam-
biaron cuando pasó corriendo por nuestro lado y se metió en casa.
Recuerdo a mi marido dirigiéndome una mirada perpleja: "Y ahora, ¿qué
dice el libro que tenemos que hacer?", preguntó. En aquel momento creo
que todos nos partimos de risa. Cometimos un montón de errores con
Kelpie, pero también nos divertimos mucho. Siempre que hoy se me sube
a la cabeza mi talento o me siento demasiado segura sobre la capacidad
que tengo de controlar a los perros, me acuerdo de aquel momento.
Pero Kelpie era, al fin y al cabo, la perra de mi marido. Yo estaba tan
encantada con ella y con lo bien que había encajado en nuestra vida que
poco después decidí tener mi propia perra. Me había enamorado sin
remedio de la raza Spaniel y compré una cachorrita de nueve semanas,
una Springer spaniel con linaje de campeones. La llamé Lady, por la
perra imaginaria que había tenido de niña.
Estaba menos interesada en la caza que en la crianza de perros y en
las exposiciones caninas. Lady fue quien me inició en ese fascinante
mundo. A mediados de la década de 1970, vlajaba con ella a exposicio-
nes por todo el país. Era una perra encantadora y tenía mucho éxito
con los jueces adondequiera que íbamos. En 1976, Lady se había clasi-
ficado para la exposición canina más prestigiosa, la de Cruft's, en
Londres. El día que viajamos hasta el famoso centro de exposiciones
Olympia fue un momento que me llenó de orgullo.
Encontré el mundo de las exposiciones caninas gratificante y extra-
ordinariamente divertido. Ante todo, era una gran red social, una
forma de conocer gente que compartía los mismos gustos. Dos de los
mejores amigos que hice fueron Bert y Gwen Green, una pareja bien
conocida en el mundillo, cuya línea de perros, con el afijo Springfayre,
era enormemente popular. Bert y Gwen conocían mi interés por ini-
ciarme en la cría de perros. Fueron ellos quienes me regalaron a
Donna, una perra de tres años, que era la abuela de Lady. Donna tenía
todo lo necesario para ser una buena perra de base y me ayudó a empe-
zar mi propia línea de cría. Pronto me había dado mi primera camada,
y me quedé uno de los siete perros, al que llamé Chrissy.

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Una vida rodeada de perros

Chrissy era un ejemplar de exposición que se convirtió en un perro


de caza de mucho éxito. Ganó uno de los certámenes en la categoría de
cachorros a la edad de ocho meses y se clasificó también para Cruft's.
El momento álgido de mi vida con él sucedió en octubre de 1977,
a
cuando le llevé al Show Spaniels Field Day amada de Campo para
Spaniels de Exposición), una prestigiosa muestra de perros de caza que
se hubiesen clasificado para Cruft's. El concurso juzgaba los perros sólo
por sus capacidades de trabajo. Como suele decirse, no cabía en mí
cuando Chrissy ganó el premio como Mejor Springer de la Jornada.
Recuerdo vivamente el momento en que el juez me entregó la escara-
pela de ganador. "Bienvenida a la elite", me dijo. Después de aquello
sentí verdaderamente que había llegado a ser alguien en el mundo del
perro.
Animada por este éxito, seguí mejorando mi línea de cría gracias a
dos perras de buena raza y creo que gané una reputación bastante con-
siderable. Durante esta época, siguieron añadiéndose nuevos ejempla-
res a la colección de perros de la familia. Trágicamente, Donna murió
de un tumor en 1979, con sólo ocho años de edad, pero en el período
post~rior también compré para mi hija una Cocker spaniel llamada
Susie, y crié perros con su hija Sandy.
Sin embargo, fue Khan, uno de los English springer spaniels que yo
había criado, quien me proporcionó mi mayor éxito, al ganar en su
categoría en muchos concursos y el premio Best of Breed (el mejor de
su raza). Era un perro maravilloso de hermosos rasgos, en especial el
tipo de rostro cálido pero masculino que siempre estaban buscando los
jueces. En 1983 se clasificó para Cruft's, emulando la hazaña de seis de
mis anteriores perros. Me dio un enorme placer que ganase en su cate-
goría. También en este caso me llena de orgullo recordar el momento
en que recibí el diploma de ganador.
Como ya he explicado, conocí a personas maravillosas y afables que
me enseñaron mucho. Pero la más sabia de todas ellas fue sin duda Bert
. Green. Recuerdo que solía decirme: "Dudo que le hagas ningún bien
a la raza; pero no le hagas ningún daño". Con esta frase quería decir
que teníamos la responsabilidad de mantenemos fieles a los principios
de la fraternidad de criadores de perros.
Para mí, criar perros conllevaba su propia serie de responsabilidades,
en especial porque casi todos los pocos perros que crié iban encon-
trando acomodo, con todas las precauciones debidas, en hogares de

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Saber escuchar al perro

diversas familias. Era responsabilidad mía asegurar que estos perros


tuvieran temperamentos que convirtieran su posesión en un placer. Así
que inevitablemente me había pasado mucho tiempo adiestrándolos,
trabajando en lo que todo el mundo solía llamar "clases de obediencia".
Fue aquí donde el malestar que yo había sentido durante tanto tiem-
po sobre nuestra actitud hacia los perros realmente aflaró. El recuerdo
de Purdey era una nube constante en el fondo de mi alma. Estaba
siempre preguntándome lo que había hecho mal, cuestioándome si de
alguna manera la había adiestrado incorrectamente.
Mi creciente malestar se vio alimentado por la desconfianza que sen-
tía acerca de los tradicionales métodos de adiestramiento por imposi-
ción. En mis técnicas de adiestramiento no había entonces nada radical
ni revolucionario. Al contrario, en la mayoría de los sentidos era tan
conservadora como todos los demás adiestradores. Pasaba por la ruti-
na de adiestrar al perro a sentarse y a quedarse quieto empujándolelas
nalgas hacia el suelo, a que se pusiera a mi lado con un tirón del collar
de ahogo y a seguirme. E inculcaba estas formas de disciplina median-
te los métodos consagrados par la tradición.
Sin embargo, a medida que pasaba cada vez más tiempo adiestrando
perros, empezó a tomar forma una molesta duda sobre lo que estaba
haciendo. Era como si una voz en el fondo de mi alma estuviera dicién.,.
dome constantemente: estás obligando al perro. a hacer esto; pero el
perro no quiere hacerlo. En realidad, yo había detestado siempre la
palabra "obediencia". Tenía la misma connotación que "domar" en el
mundo del caballo. Simplemente ponía de relieve la realidad de la si-
tuación, que lo que estaba empleando era un tipo de imposición, una
forma de contrariar la voluntad del animal. En mi opinión, es como la
palabra "obedecerás" en los votos de matrimonio. ¿Por qué no usar
términos como "colaborarás", "trabajarás junto a", "cooperarás"?
"Obedecer" me resulta demasiado emotivo. Pero ¿qué podía hacer al
respecto? No había libros sobre cómo obrar de otro modo. Y ¿quién
era yo para poner las cosas en duda? No había más vuelta de hoja; tení-
as que tener a tu perro bajo control, no podías permitir que fuera
corriendo por ahí completamente descontrolado. Es responsabilidad
nuestra, como lo es con nuestros hijos, hacerles socialmente responsa-
bles. No tenía una verdadera alternativa.
No obstante, fue en esta época cuando empecé con mis tentativas
para que el proceso de adiestramiento resultara más benévolo cuando

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Una vida rodeada de perros

fuera posible. Con esta idea en mente comencé a introducir sutiles


cambios en mi técnica. El primero no suponía nada más complicado
que un simple cambio de lenguaje. Como ya he explicado, estaba
empleando los métodos tradicionales de imposición, incluyendo ellla-
mado collar de ahogo. En mi opinión, el nombre estaba mal puesto.
Usado correctamente, el collar. no debía nunca ahogar al perro, sino
tan sólo controlado. Según lo entendía yo, no tenía sentido empleado
para dar tirones del perro hacia atrás. Así que intenté suavizar la ter-
minología para conseguir suavizar la actitud de las personas.
Como parte del adiestramiento, enseñaba a la gente a emplear la
correa para hacer un ruido ligero, un chasquido, que el perro recono-
ciera como señal anticipatoria antes de adelantarse a su dueño. Cuando
oía la correa, reaccionaba para evitar el ahogo. Así que para mí y mis
alumnos, eran collares de control más que de ahogo. Fue un cambio
menor, pero la diferencia de énfasis era fundamentaL
Intenté hacer lo mismo en el adiestramiento de las pautas junto al
amo. N o aprobaba el método que empleaba la mayoría de la gente, que
suponía coger la correa y derribar al perro. Creía que era un error. Mi
forma original de conseguir que se echase era hacer que el perro se sen-
tara y luego inclinade suavemente hacia un lado retirándole la pierna
más cercana al adiestrador. Siempre que podía, buscaba un método más
suave dentro de los parámetros tradicionales del trabajo.
Mientras lo hacía, tuve mucho éxito enseñando a otras personas a
trabajar con sus perros. Pero los cambios que yo estaba consiguiendo
suavizando el enfoque eran muy pequeños. La filosofía central seguía
siendo la misma.. Estaba obligando al perro a hacerlo. Siempre sentía
que estaba imponiendo mi voluntad al perro en vez de conseguir que
hiciera por propia voluntad lo que yo quería. E intuía que el perro no
sabía por qué lo estaba haciendo. Las ideas que cambiaron todo esto
comenzaron a tomar forma a finales de la década de 1980.
En aquella época, mi vida había cambiado considerablemente. Me
había divorciado, y mis hijos habían crecido y estaban camino de la
universidad. Yomisma había estudiado psicología y conductismo como
parte de una licenciatura en 'literatura y ciencias sociales en la
Universidad de Humberside. Tuve que dejar las exposiciones caninas a
causa del divorcio. Justo cuando la gente estaba empezando a respetar,...
me y yo a tener éxito, todo me fue arrebatado de repente: fue muy frus-
trante. De mala gana, tuve que desprenderme de algunos de mis perros.

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Saber escuchar al perro

Mientras tanto, mantuve un grupo de seis ejemplares. En la época en


que nos trasladamos a una nueva casa en el norte del condado de
Lincolnshire en 1984, me faltaba el tiempo necesario que requiere el
exigente mundo del perro de competición. Yo estaba trabajando dema-
siado para mantener a mis hijos como para poder permitirme el lujo de
competir o criar a tiempo completo. Aparte de mis propios perros, mi
contacto con ese mundo quedó reducido al trabajo que hacía en un
refugio para animales que había cerca de casa, el Jay Gee Animal
Sanctuary, y a escribir una página dedicada a las mascotas para un
periódico local.
Mi pasión por los perros siguió siendo tan grande como siempre. La
única diferencia entonces era que tenía que encauzarse en otra direc-
ción. Mi interés por la psicología y el conductismo había continuado
desde la universidad. El conductismo en particUlar se había convertido
ya entonces en parte de la corriente dominante. Había leído a Pavlov y
a Freud, a B. F. Skinner y a todos los expertos reconocidos en este
campo y, para ser sincera, encontré mucho con lo que podía estar de
acuerdo. La idea, por ejemplo, de que cuando un perro te salta encima
está intentando establecer una jerarquía, y se te está subiendo enci-
ma para ponerte en tu sitio. O la idea de que un perro se abre paso para
ponerse por delante cuando te diriges a una puerta porque está com-
probando que no hay moros en la costa, protegiendo la guarida, y cree
ser el líder.
También comprendí y acepté la idea de lo que se llamaba "ansiedad
por separación". El punto de vista de los conductistas era que un perro
destroza los muebles a mordiscos o destruye la casa porque está sepa-
rado de su dueño y esa separación le causa un enorme estrés. Todas
estas cosas tenían pleno sentido y me fueron de gran ayuda. Pero en mi
opinión faltaba algo. Lo que yo seguía preguntándome era: ¿por qué?
¿De dónde sacaba el perro esa información? En aquella época yo me
preguntaba si no estaría loca por llegar siguiera a plantearme cosas
como éstas, pero ¿por qué un perro es tan dependiente de su amo que
le resUlta estresante estar separado de él? Entonces no lo sabía, pero
estaba considerando la situación desde el punto de vista equivocado.
No creo exagerado decir que mi actitud hacia los perros -y mi vida-
cambió una tarde de 1990. En aquella época, también trabajaba con
caballos. El año anterior, una amiga l11Ía,Wendy Broughton, cuya
yegua China, que antériormente había sido de carreras, la había estado

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Una vida rodeada de perros

montando yo desde hacía bastante tiempo, me había.preguntado si


estaba interesada en ir a ver a un vaquero norteamericano llamado
Monty Roberts. Le haoía traído la Reina para demostrar sus innova-
doras técnicas con los caballos. Wendy le había visto dar una exhibición
en la que había conseguido que un caballo que nunca había sido ensi-
llado aceptase la silla, la brida y el jinete en menos de treinta minutos.
Era, al menos a primera vista, muy impresionante, pero ella seguía
siendo escéptica. "Debe de haber trabajado antes con el caballo", pen-
saba. Estaba convencida de que había sido pura chiripa.
Sin embargo, en 1990, Wendy tuvo la oportunidad de cambiar de
opinión. Había contestado a un anuncio que Monty Roberts había
insertado en la revista Horse & Hound. Estaba organizando otra exhibi-
ción pública y pedía caballos de dos años que no hubieran sido ni ensi-
llados ni montados nunca. Él había aceptado la oferta de Wendy para
aplicar su método a Ginger Rogers, su yegua zaina pura sangre. En
realidad para Wendy era más un reto que una oferta. Ginger Rogers
era una yegua extraordinariamente obstinada. En secreto, estábamos
convencidas de que Monty Roberts estaba a punto de encontrar la
horma de su zapato.
Mientras una tarde soleada de verano viajaba al refugio para anima-
les Wood Green cerca de St Ives (condado de Cambridgeshire), inten-
té mantener la mente abierta, en gran parte po~que tengo inmenso
respeto por el conocimiento que la Reina posee sobre los animales, en
especial sobre sus caballos y perros. Yo pensaba que, si ella creía en este
tipo, tendría que merecer la pena vede actuar.
Supongo que cuando se oye la palabra "vaquero", inmediatamente
se evocan imágenes de John Wayne, personajes de leyenda con som-
breros tejanos y zahones de cuero, escupiendo y maldiciendo a su paso
por la vida. La figura que apareció ante el reducido público aquel día
no podía hallarse más lejos de aquel cliché. Vestido con una gorra de
yóquey, una pulcra camisa azul marino y pantalones beige, parecía más
un caballero rural. Y nada aparentaba en él ser ostentoso ni chillón. De
hecho era muy callado y modesto. Pero había indudablemente algo
carismáticoe insólito en él. Enseguida descubriría hasta qué punto.
Éramos unas cincuenta personas sentadas alrededor del corral circu-
lar que se había montado en la zona ecuestre. Monty Roberts empezó
haciendo algunos comentarios sobre su método y lo que estaba a punto
de mostrar. Sin embargo, los primeros augurios no fueron buenos.

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Saber escuchar al perro

Monty no sabía que Ginger Rogers se encontraba detrás de él. Mien-


tras hablaba, ella empezó a cabecear lentamente, casi sarcásticamente,
como si asintiera a lo que estaba diciendo. Todo el mundo se partía de
rIsa.
Por supuesto, cuando Monty se dio la vuelta, Ginger se detuvo. Pero
en cuanto se volvió para dar la cara al público, ella volvió a comenzar.
Wendy y yo nos dirigimos una mirada de complicidad. Estoy segura de
que las dos estábamos pensando lo mismo: se está enfrentando con más
de lo que puede soportar. Mientras Monty recogía una cincha y
comenzaba con los prolegómenos de su número, nos sentamos espe-
rando que se armara la marimorena.
Precisamente veintitrés minutos y medio más tarde, estábamos listas
para tragamos nuestras palabras. Ese fue el tiempo que tardó Monty
no sólo en tranquilizar a Ginger, sino también en que aceptase un jine-
te, y en que controlase con facilidad a una yegua que sabíamos con total
certeza que no había sido nunca ni ensillada ni montada en su vida.
Wendy y yo nos sentamos allí en un atónito silencio. Cualquiera que
nos viera aquel día habría visto la incredulidad reflejada en nuestras
caras.Nos quedamosen un estado de shockdurante mucho tiempo des-
pués. Hablamos sobre ello durante días y días. Wendy, que había
hablado con Monty después de su maravillosa demostración, incluso
construyó una réplica del corral circular de marca registrada de Monty
Roberts y empezó a aplicar sus consejos.
Para mí también era como si se hubiera encendido una luz. Había
muchas cosas que me habían calado muy hondo. La técnica de Monty,
como sabe hoy todo el mundo, consiste en conectar -"unirse", como él
dice- con el caballo. El tiempo que pasa en el corral circular lo emplea
estableciendo una compenetración con el caballo, comunicándose de
hecho en el propio lenguaje del animal. Su método se basa en el traba-
jo de una vida con los caballos y, aún más importante, en observados
en su ambiente natural. Lo más impresionante de todo es que en su
método no hay lugar para el dolor ni el miedo. Cree que si no pones al
animal de tu parte, cualquier cosa que hagas será como una violación,
que estarás imponiendo tu voluntad a un ser reacio a aceptada. Y el
hecho de que él estuviera logrando hacer las cosas de modo distinto lo
mostraba claramente la manera en que se ganaba la confianza del caba-
llo. Daba mucha importancia, por ejemplo, al hecho de que pudiera
tocar al caballo en su área más vulnerable, las ijadas. Aquel día, mien-


Una vida rodeada de perros

tras le veía trabajando al unísono con el caballo, mirando y escuchan-


do lo que el animal le estaba indicando, pensé: "Ha dado con ello".
Había conectado con el caballo hasta tal extremo que éste le dejaba
hacer lo que quisiera. Y no había en ello ninguna imposición, ni vio-
lencia, ni presión: el caballo estaba haciéndolo por voluntad propia.
Pensé: "¿Cómo demonios puedo hacer esto con los perros?". Estaba
convencida de que debía ser posible dado que lqS' perros son como
nosotros cazadores-cobradores con quienes tenemos una conexión
mucho mayor históricamente. La pregunta del millón era: ¿CÓMO?

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