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COMUNICACION AUDIOVISUAL DOCUMENTO

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EL HECHIZO de la CULTURA AUDIOVISUAL

Jose A. García Avilés, marzo 2002, (Una versión fue publicada en Cuaderno de
Bitácora, Newbook, Pamplona, 1998)

"Quien no comprende una mirada tampoco comprende una larga explicación".


Proverbio
árabe.

Hace años, cuando compré mi primer aparato de televisión, lo primero que hice fue
leer detenidamente el manual de instrucciones. El voluminoso folleto de ochenta páginas
explicaba con todo lujo de detalles el funcionamiento del monitor, cómo sintonizar los
canales, los tipos de conexiones, etc. Sin embargo, venía incompleto; faltaba el verdadero
manual que alertara de todas las consecuencias que podía padecer ante la influencia de
sus poderes, ocultos pero reales. Poderes capaces de influir en mi vida, mis ideas, mis
costumbres e incluso de anular mi propio yo.
La televisión no es una mera tecnología, sino un medio que comunica, entretiene y
hechiza -sobre este aspecto hablaremos más adelante-. La tecnología, mediante el uso de
instrumentos en un entorno social y cultural determinado, genera el medio de
comunicación, y no al revés. Por su misma configuración física, la tecnología adquiere
una predisposición a ser utilizada de una manera concreta. De acuerdo con este
argumento, resulta absurdo defender la presunta neutralidad de la tecnología. Como
señala Adam Schaff en su artículo La gran revolución, “la tecnología nos abre las puertas
del paraíso, pero no sabemos lo que hay dentro”. Esto me recuerda la anécdota de una
joven de Tudela que sentía cierta repulsa por su viejo televisor. Un buen día, éste hizo
“chof” y dejó de funcionar. En vez de llamar al técnico para que lo reparase, decidió
actuar. Procedió a destriparlo y vació cada uno de sus componentes internos, cada
piececita y cada tubo, hasta que lo transformó en una original pecera, en la que todavía
discurren a sus anchas media docena de peces de colores. No puedo asegurarlo, pero
quizá lo hizo para rendir tributo a los estupendos documentales de Jacques Cocteau.
Lo hemos oído mil veces: en este milenio impera la cultura de la imagen. Según
algunos sesudos cronistas contemporáneos, ninguna otra cultura anterior, desde Altamira
hasta la que admiró a Leonardo da Vinci, Velázquez y Rubens puede compararse con la
“creatividad”, la “globalización” y el “impacto” (tres palabrejas demasiado recurrentes)
que representa la cultura televisiva. Pero vayamos por partes. Una primera cuestión
consiste en entender que la televisión no supone la mera extensión o amplificación de un
medio ya existente (McLuhan dixit: “El medio es el mensaje”). Al igual que la bombilla
no es una vela con electricidad, ni el automóvil un caballo más rápido, tampoco la
televisión consiste en una “radio en colores”, ni siquiera en “películas de formato
reducido”, que recibimos en la intimidad de nuestros hogares. Parte del hechizo de la
pequeña pantalla subyace en su capacidad representativa, para construir un universo
preñado de sentido y alimentar nuestro modo de estar en el mundo y de comprenderlo.
Nos resultaría difícil, por no decir imposible, entender la sociedad actual sin la
televisión. Marca modas, pautas y conductas. Acredita y desacredita a personas e
instituciones, a su libre albedrío. Rige destinos insospechados en ámbitos políticos,
económicos, culturales y sociales. No estamos ante un simple adelanto tecnológico, un
medio de comunicación de masas ni un tostador con imágenes, sino ante algo más
sofisticado: una forma de vida que nos impone el dilema de entrar en la galaxia
audiovisual o subsistir ajeno a ella. ¿Cuántos españoles han vivido al margen de
Operación Triunfo en los últimos meses? Las emisiones sobre la evolución de Rosa,
Bustamante, Chenoa, Bisbal y el resto de la Academia han batido los récords de
audiencia desde la implantación de las televisiones privadas.
Parece exagerado pero, hoy día, ignorar quiénes son los personajes de Pokémon puede
traumar a un niño de ocho años y la prohibición de ver determinadas series sobre las
peripecias de veinteañeros imberbes es capaz de provocar una crisis emocional en más de
una adolescente. En algunos casos, la capacidad de imitar lo que aparece en la pantalla ha
provocado sucesos lamentables, como el que desencadenó la muerte de un niño en
Barcelona en 1996. El chaval se arrojó al vacío desde la ventana de un cuarto piso,
creyendo tener los mismos poderes que Son Goku, el héroe que admiraba de la serie
“Bola de dragón”. Este incidente puede parecer exagerado, pero muestra el alcance del
problema de la confusión entre lo real y lo televisivo. La realidad televisiva nos es cada
vez más próxima y puede llegar a convertirse en el centro de referencia en nuestra vida.
Afirma McLuhan que la influencia del mensaje se debe más a la naturaleza del medio
que a su contenido. Es menos importante lo que ocurre en realidad que lo que la
televisión hace que ocurra, porque el medio explota la gratificación emocional. Y si lo
que vende es lo divertido y extravagante, esto primará sobre lo serio y profundo, porque
así aumenta la audiencia. En palabras del comunicólogo Neil Postman (1991), “el
entretenimiento se ha convertido en el formato natural de representación de toda
experiencia en televisión”. El problema no es que ofrezca temas de entretenimiento, sino
que presenta todos los asuntos como entretenimiento, lo que provoca que éste sea la
“supraideología de todo el discurso sobre la televisión”.
En su obra “Divertirse hasta morir”, Postman pone el dedo en la llaga en dos asuntos
relevantes, sobre los que incidiremos a lo largo de estas páginas. El primero: el
tratamiento de espectáculo que caracteriza a los espacios informativos insensibiliza frente
a los asesinatos, masacres y demás sucesos. Prueba de ello es el estilo -y el éxito de
audiencia- de programas como Impacto TV. Los sucesos y accidentes mantienen
enganchado al televidente hasta que descubre que las tragedias también suceden a la
puerta de su casa. Las imágenes de una inundación, de una catástrofe o de un atentado
terrorista, emitidas con el mismo tratamiento espectacular que reciben las desgracias de
Impacto TV revolverían el estómago de cualquier persona sensata. Esto sucede porque
nadie nos recuerda que lo que aparece en la pantalla bajo el rótulo de “no ficción” es ni
más ni menos que la cruda realidad, encapsulada en ficciones de un minuto, ideadas y
dirigidas por un equipo de periodistas cuya máxima motivación es el índice de audiencia.
El segundo asunto: la televisión ofrece noticias tan descontextualizadas que el
espectador se hace la ilusión de que sabe algo, cuando en realidad, la mayoría de los
hechos, fuera de su contexto, no se entienden o, por lo menos, no se acierta a conocer lo
que hay de verdad en ellos. Postman acusa a la falta de tiempo para la reflexión, a los
chispazos de fotones que van directamente a los sentidos, sin oportunidad de reflexionar
sobre ellos. Según el modelo de la “disfunción narcotizante” de Lazarsfield y Merton, la
abundancia de información, en vez de movilizar a los ciudadanos, les adormece, porque
les incita a pensar que ya saben lo que sucede y adoptan una actitud de pasividad; no se
comprometen con los asuntos relevantes y se comportan como meros consumidores de
información. Al sentirse incapaz de abarcar las grandes cuestiones de orden social,
político o económico, el espectador prefiere los contenidos menos trascendentes, sobre
los que pueda ejercer mayor control. Por eso, el reto de cualquier espectador -y
especialmente de los más jóvenes- consiste en no comportarse como una ameba ante la
televisión, narcotizado por lo que aparece en la pantalla.

Mirar, ver y consumir la tele

Difícilmente se concibe un hogar sin televisión. Se le considera uno de los índices de


riqueza de un país, junto con el Producto Interior Bruto o el número de vehículos por
millar de habitantes. Cualquier ciudad quedaría aturdida si una noche (sólo una) el
aparato enmudeciese y ninguna imagen se prestara a iluminar la pantalla de rayos
catódicos. Unos se irían antes a la cama, otros enmudecerían y se pondrían a leer y quizá
otros retomarían la abandonada conversación familiar.
Dada la omnipresencia del medio, la televisión se ha convertido en el modo cultural
más accesible para conocer el mundo en el que vivimos e incluso para conocernos a
nosotros mismos. Al igual que el discurso público desde el siglo XVI se libraba en los
panfletos y periódicos, en las dos últimas décadas el debate sociocultural se desarrolla
con más ahínco en clave televisiva. Esta tendencia aumenta si consideramos que las
nuevas generaciones son las que más tiempo de televisión consumen y quienes sufren su
impacto de forma más directa. ¿Por qué televisión y reflexión son dos términos en
apariencia contradictorios? Por un lado, mientras ve un programa, el espectador apenas
tiene posibilidad de pensar sobre lo que se dice. La recepción del mensaje y su
comprensión se producen de forma simultánea, a un ritmo vertiginoso.
Gracias a este artilugio tenemos a nuestro alcance -al menos así pretenden hacérnoslo
creer- todo lo que ocurre en el mundo (guerras, catástrofes, sucesos...) grandes o
pequeñas historias de personajes famosos o desconocidos. A través de esta ventana nos
asomamos desde los rincones de nuestro barrio hasta los confines más lejanos. Es el
poder de lo inmediato.
La televisión nos abre cauces para profundizar en nuestro conocimiento, cultura y
formación. Como subraya McLuhan, no podemos dar por supuesto que una “tecnología”
siempre sea amiga de la cultura; al menos debemos evitar que suplante a la cultura. Parte
del problema reside en si de veras queremos saber más, si “lo cultural” nos interesa lo
suficiente. ¿Por qué el volumen de audiencia de un documental o de un reportaje no
alcanza el millón de espectadores mientras que Operación Triunfo, una película cinco
estrellas o un partido de fútbol superan los seis millones?
Corremos el riesgo de valorar el mundo mediante parámetros televisivos. Poco a poco,
cualquier acontecimiento, desde una operación quirúrgica hasta un ritual de exorcismo, es
susceptible de ser televisado. Todo adquiere tintes de espectáculo y apariencia, rostros
bonitos que tan pronto nos anuncian un terremoto como nos invitan a comprarnos un
coche. La televisión no es la realidad misma, pero sí nuestro modo de conocer aquello
que muestra. Por eso, según qué escoja destacar u omitir y de cómo lo haga, puede llegar
a falsear esa realidad. Es ella la que indica a los telespectadores en qué deben pensar,
cuáles son los principales “argumentos” y “escenarios” de la actualidad, qué es lo
importante para sus vidas.
El espectador busca mirar algo y distraerse. Cuando se sienta cómodamente y enchufa
el aparato, no desea meditar sobre lo que sucede ante sus ojos. Sólo pretende evadirse,
desconectar de la realidad. La forma en que vemos televisión así lo corrobora: sentados,
apoltronados o incluso tumbados delante del televisor. Todo ello favorece la pasividad,
limitarse a “ver lo que nos echen”.
El discurso social vertebrado en torno al medio produce la impresión de que se conoce
algo cuando sólo se ha visto a través del relato televisivo. Es decir, recibimos mayor
cantidad de información, pero cada vez estamos peor informados. En la medida en que
éste se vuelve incompleto, superficial y sesgado, se extiende la falsa impresión de estar
informados, aunque se desconozca de veras el contexto y las implicaciones de los hechos.
Ante el progresivo deterioro del análisis crítico, surge el riesgo de transformar la
ignorancia en conocimiento, de afianzar la desinformación.
La televisión, como argumenta Postman, convierte en entretenimiento los contenidos
serios. Una noticia sobre la guerra en Afganistán recibe un tratamiento similar al de,
minutos más tarde, un fichaje futbolístico o un concurso de belleza. Los políticos no
aparecen en la pantalla para discutir sus programas electorales con rigor, sino con el
propósito de vender una imagen diseñada para la ocasión. La cobertura televisiva de la
muerte de millares de personas o del futuro gobierno de un país queda irremediablemente
sepultada entre una avalancha de sonrisas prefabricadas, anuncios de perfumes y
declaraciones emocionales.

El hechizo de la imagen

Las cadenas se someten a sus intereses económicos, con una pérdida evidente del ideal
de servicio. Sin embargo, se podría aducir que, “al fin y al cabo, la televisión está dando a
la audiencia lo que pide”. Pero este argumento sería tan absurdo como afirmar que una
madre actúa correctamente accediendo siempre a darle a su hijo tantos caramelos como le
pida. Menosprecia la enorme responsabilidad de los directivos y programadores de las
cadenas. Cabe plantear, en este sentido, la necesidad de buscar mecanismos que impidan
que la sociedad se entregue por completo a la apatía que irradia este medio. En 1995, la
Comisión Especial sobre Contenidos Televisivos del Senado español publicó un informe
en el que señalaba que “salvo los espacios informativos, que tienen un considerable
interés político, los demás programas se han abandonado a la inercia de unas fuerzas y
unos poderes comerciales que sacrifican irremisiblemente la rentabilidad social o humana
a la economía”. Hoy día tampoco los informativos se salvan de esta descripción.
Gracias a la preponderancia de la televisión, vemos cumplido el viejo deseo de querer
mirar más allá de nuestra cercana realidad. Pero esta ventana por la cual miramos no es
gratuita. El pilar que la sustenta, la publicidad, necesita imperiosamente que haya gente
viendo la televisión. Lo importante no es lo que se mira sino que haya ojos viéndola.
Cuantos más, mejor. Por eso, para hechizar al espectador, la televisión se vale de la
diversión y de sus variadas estratagemas que, al final, generan el espectáculo del
entretenimiento, que es el negocio más suculento. La diversión es el ropaje que cubre a la
televisión, el hechizo que atrapa al espectador. Necesita alimentarse de elementos
formales y sencillos. Otros valores no encajan en este sistema, porque no son formales.
Retratar con la cámara el acto de pensar es algo estático y aburrido y el pensamiento
apenas tiene cabida en la pequeña pantalla. La verdad misma, huérfana de algo tan
complicado como el contexto, se convierte en pura credibilidad.
La credibilidad de lo que presenta la televisión depende de la interpretación de los
bustos parlantes. La percepción de que un asunto sea más o menos veraz se basa en el
grado de autoridad y simpatía del presentador. Se acuña pues una nueva definición de
credibilidad, vinculada sobremanera a la capacidad de entretener e interesar. Parece que
“lo que no pueda filmarse en cuarenta y cinco segundos no existe”. Se revela incapaz de
mostrar la complejidad de los hechos, sus antecedentes y consecuencias. En el ámbito de
los informativos, cabe señalar otros síntomas preocupantes: la brevedad de las noticias, el
uso extensivo de la música, que indica las emociones que debe sentir en cada momento,
la prominencia del impacto de la imagen, en detrimento del sentido y del contexto, y la
creciente uniformidad de los presentadores a la hora de ofrecernos la dieta diaria de
noticias.
En el tiempo que tarda en tomarse un café, el espectador puede zappear entre la guerra
en Afganistán, la frivolidad de Gente o Sabor a ti, la intriga de un thriller policíaco, los
ritos funerarios en Nepal y las prestaciones del último modelo de todoterreno, que se
funden en un único puchero de datos, sentimientos y experiencias, sumergidas en la
pasividad de su retina. Puede acabar siendo un hechizo fatídico.

La vida como reality

Está de moda la retransmisión de la realidad (juicios, persecuciones policiales,


búsqueda de desaparecidos...) con una realización lo más amena y espectacular posible.
El público quiere ver cómo son las cosas de verdad, traspasando los límites hasta donde
llega el ojo de la cámara, en su afán por mostrarlo todo. La sensibilidad del espectador
languidece y su capacidad para rechazar escenas que invitan a apagar el aparato se
erosiona de forma progresiva.
Las parodias del reportero, del médico, del detective triunfan en televisión porque uno
de los atributos del medio consiste en caricaturizar personas y situaciones, descubrir ese
aire cómico de la vida y aprender a reírnos de nosotros mismos. Caiga Quien Caiga logra
arrancarnos la sonrisa y e incluso la carcajada cuando contemplamos a los personajes
importantes de la esfera pública sometidos a la imperturbable persecución de unos
caraduras. Surge así lo grotesco, que no es más que lo real desfigurado por las lentes de
lo absurdo. Esas escenas quizá nos recuerdan las imágenes deformes y extravagantes que
provocan los espejos de feria. En esta feria de las vanidades, el espectador contempla a
los ricos y famosos sufriendo el esperpento de la tortura a manos de unos imperturbables
sinvergüenzas. Esta dosis de comicidad y evasión, bien administrada, puede ser un sano
remedio a algunos problemas. Nos hace olvidar calamidades, sinsabores y
preocupaciones, aunque sólo sea durante unos instantes puesto que, como toda droga, sus
efectos son pasajeros.
Triunfan los espectáculos en los que se pretende encontrar a un familiar, satisfacer un
sueño, confesar una tropelía, realizar una obra buena, cometer una locura o sencillamente
hacer el ridículo ante millones de personas. Se traspasan los valores más vulnerables
(intimidad, pudor, respeto...) porque “todo vale” con tal de subir un punto de share.
Como consecuencia, como argumenta el crítico José Javier Esparza, “se emiten
auténticas barbaridades y se justifican acto seguido, índices de audiencia en mano,
diciendo que es lo que la gente pide”.
Los realities representan una realidad travestida en espectáculo para satisfacer la
curiosidad de los espectadores. Salpican la pantalla con sangre y lágrimas en riguroso
directo y vulneran así las normas éticas de la profesión. Hasta el punto de transformarla
en ficción: hace unos años los espectadores contemplaban Quién sabe dónde o Lo que
Necesitas es Amor de la misma forma que veían Sensación de Vivir o Expediente X. Es
más, el hecho de aparecer en televisión no añade credibilidad a lo mostrado, sino que más
bien se la resta. Es conocida la práctica de pagar a los asistentes a la mayoría de los
magazines y que algunos concursos han sido acusados de estar amañados. Espacios como
El Semáforo, Confesiones, Se Busca, Uno para todas o Quién dijo miedo degradaban la
dignidad de sus participantes. Estos programas -ya desaparecidos- utilizaban a personas
deseosas de conseguir un minuto de fama a través de concursos, de airear sus intimidades
y burdos exhibicionismos. El formato del psicodrama, explotado en Gran
Hermano o El Bus, supuso otra vuelca de tuerca al morbo durante la temporada 2000-
2001.
El morbo, una variante de la curiosidad, surge cuando accedemos a imágenes o
testimonios que se salen de lo normal y coinciden con nuestros mejores sueños o nuestras
peores pesadillas. Es la base de los reality shows, junto a la búsqueda –y la explotación-
de las emociones, la hilaridad o el dolor. La forma adquiere más importancia que el
contenido; la cultura y la reflexión quedan relegadas a un segundo -o décimo- plano. Este
tipo de televisión no facilita la transmisión de la cultura ni ayuda a fomentar la reflexión:
no se pretende que la audiencia piense, sino que aplauda. Vende distracción. Mientras la
telebasura se consolida, la lucha por los puntos de rating se recrudece. El discurso
intelectual que, desde una óptica más humanista, reivindica contenidos de calidad, parece
no hacer mella en el panorama televisivo, que presenta pocos visos de cambio. El
extraordinario éxito de la telebasura reside en que sus contenidos están más cerca del
pequeño mundo del telespectador y en que, como afirma Oscar Landi, "se abre el juego
de las posibles identificaciones personales del televidente con personajes y pasiones:
disfruta, se olvida de los problemas diarios, se aburre, critica, se fascina".
La mercancía televisiva ofrece productos estandarizados, una cultura homogenizada
que conduce a degradar lo serio y entronizar lo frívolo en las salas de estar. Cuando un
programa, aunque parezca chabacano o morboso, triunfa en términos de audiencia,
permanecerá en pantalla varias temporadas. Entonces se genera un círculo vicioso: el
programa capta un elevado porcentaje de inversión publicitaria y la cadena no lo retira,
porque supondría renunciar a una suculenta fuente de ingresos. Casos como el progresivo
embrutecimiento de Crónicas Marcianas, el fracasado Maldita la hora (Máximo Pradera)
y el censurado La sonrisa del pelícano ilustran esta tendencia.
La paradoja consiste en que cuanto peores son los contenidos de los programas, mayor
audiencia consiguen. Se dirigen a los sentimientos e instintos del receptor más que al
intelecto. La historia lacrimógena y la sorpresa emocionante acaban imponiéndose y nos
saturan, hasta el punto de que cuando vemos desgracias ajenas en televisión, no sabemos
qué es lo que causa más horror, el suceso en sí o el hecho de que haya sido grabado como
si de un espectáculo se tratara.
Esta experiencia televisiva basada en el entretenimiento genera la ilusión de saber algo,
pero se trata simplemente de una ilusión. Creemos que sabemos lo que ocurre, pero de
hecho lo ignoramos. Estamos desinformados y no esperamos otra cosa, porque vivimos
inmersos en la cotidiana dosis de “realidad” que nos ofrece la televisión. Según Martín
Barbero, el público encuentra algo en esa cultura de masas que difunde la televisión, "le
es conocido y por eso consume".
La labor del medio se asemeja a la tarea que realizaban los sofistas. Tal y como
apuntaba Platón, los sofistas se limitaban a presentar la apariencia en vez de buscar la
verdad y se hacían eco de la opinión pública, en vez de defender la propia. Llega un
momento en el que la percepción de la “verdad” de lo que ocurre en la pantalla reside
básicamente en las sensaciones que evoquen el presentador y las actuaciones de los
invitados; es decir, la apariencia determina la credibilidad como prueba decisiva de lo
veraz. En palabras de Alejandro Navas, “esta pérdida de realidad a la que está expuesto el
televidente puede quedar enmascarada por el hecho de que la televisión aparece como
creadora de realidad, una realidad medial sui generis que, a pesar de su brillante y
embriagadora apariencia, poco tiene que ver con la auténtica realidad”.

La responsabilidad del comunicador

Las personas crecemos con la televisión. Este electrodoméstico arrinconado en la sala


de estar va formando parte inseparable de nuestra vida, de nuestro subconsciente, hasta
crear una íntima relación entre espectador y televisor. Según Dominique Wolton, “el
público mira mucho la televisión, desea imágenes y más imágenes, pero no por ello sufre
la influencia de la televisión ni está desprovisto de todo espíritu crítico. No se deja
engañar por las imágenes que mira seria o distraídamente y que utiliza para entretenerse y
al mismo tiempo para informarse. Y hasta coloca la televisión en ese lugar que es
exactamente el suyo propio, a media distancia entre el espectáculo y el mundo”. Por ello
los telespectadores acuñan convicciones que se basan en las emociones que les suscita el
medio y no en sus propias reflexiones. La cultura de las sensaciones se incrementa
gracias a la imitación generalizada de la discontinuidad televisiva que explotan otros
medios como los videojuegos, Internet o los mensajes de telefonía móvil. Si el consumo
se convierte en adicción, el usuario corre el riesgo de que se le atrofie la facultad de
imaginar, de crear nuevos mundos y redescubrir la enorme riqueza que entraña la tarea de
pensar.
La imagen por sí sola no informa. Conocemos a través del entendimiento, mediante el
uso de los sentidos para captar y procesar los datos. La televisión altera el significado de
la expresión “estar informado”, ya que crea un tipo de desinformación con ropajes de
conocimiento. En un mundo regido por los medios audiovisuales, la televisión amenaza
con matar a la cultura. Quizá no con asesinarla de golpe, mediante el garrote vil, ni con
disparos a bocajarro, sino lentamente, con ese gota a gota lento pero persistente, que
suele caracterizar a las torturas chinas y que, en este caso, somete a naciones enteras a la
tortura de la idiotez. De las tradicionales funciones de informar, educar y entretener,
como señala Ignacio Ramonet, cada vez cuenta más esta última. Entretener a toda costa
“puede convertirse en alienación y conducir al descerebramiento colectivo, a condicionar
a las masas y manipular los espíritus”.
Los programadores admiten que diseñan sus programas para un público con una edad
mental equivalente a la de un niño de diez años. El entretenimiento en estado puro busca
satisfacer las neuronas de un espectador pasivo, dócil y aletargado, que sólo pide deleite y
espectáculo. Televisión es sinónimo de ocio, de pasar el rato. Llega un momento en el
que percibimos las noticias, los "hechos reales", como una película. Cuando las noticias
son presentadas como entretenimiento se erosiona el derecho a una información veraz. El
bombardeo de imágenes, la cascada de sonidos parece dirigirnos hacia un estremecedor
"¡Ríe, llora, pero no pienses". De nuevo, Postman resulta elocuente: “Los
estadounidenses ya no hablan entre sí, sino que se entretienen recíprocamente. No
intercambian ideas, sino imágenes”.
El comunicador, el periodista, el programador tienen la última palabra. Porque no hay
una línea divisoria clara, matemática, que separe un tratamiento correcto de uno
puramente sensacionalista. No depende de los litros de sangre, de la cantidad de muertos,
ni de la autorización de quien sale llorando en pantalla. Cada caso es distinto de los
demás. Cada caso admite tratamientos honestos y deshonestos, respetuosos y
sensacionalistas. El acierto depende, sobre todo, del criterio responsable de cada
periodista, y casi siempre de unas mínimas dotes del más puro sentido común.
¿Cuál es el antídoto para una cultura que se consume en risotadas?
La solución se encuentra en cómo vemos. Pensar es romper el hechizo. Hemos de
aprender qué es la televisión y cuál es el mejor modo de usarla. El gran reto consiste en
educar para saber ver y para saber hacer televisión. Sólo la actitud de los profesionales
del medio, de los comunicadores y de una audiencia crítica será capaz de revolucionar
esta cultura de la imagen.

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