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EL HECHIZO de la CULTURA AUDIOVISUAL
Jose A. García Avilés, marzo 2002, (Una versión fue publicada en Cuaderno de
Bitácora, Newbook, Pamplona, 1998)
Hace años, cuando compré mi primer aparato de televisión, lo primero que hice fue
leer detenidamente el manual de instrucciones. El voluminoso folleto de ochenta páginas
explicaba con todo lujo de detalles el funcionamiento del monitor, cómo sintonizar los
canales, los tipos de conexiones, etc. Sin embargo, venía incompleto; faltaba el verdadero
manual que alertara de todas las consecuencias que podía padecer ante la influencia de
sus poderes, ocultos pero reales. Poderes capaces de influir en mi vida, mis ideas, mis
costumbres e incluso de anular mi propio yo.
La televisión no es una mera tecnología, sino un medio que comunica, entretiene y
hechiza -sobre este aspecto hablaremos más adelante-. La tecnología, mediante el uso de
instrumentos en un entorno social y cultural determinado, genera el medio de
comunicación, y no al revés. Por su misma configuración física, la tecnología adquiere
una predisposición a ser utilizada de una manera concreta. De acuerdo con este
argumento, resulta absurdo defender la presunta neutralidad de la tecnología. Como
señala Adam Schaff en su artículo La gran revolución, “la tecnología nos abre las puertas
del paraíso, pero no sabemos lo que hay dentro”. Esto me recuerda la anécdota de una
joven de Tudela que sentía cierta repulsa por su viejo televisor. Un buen día, éste hizo
“chof” y dejó de funcionar. En vez de llamar al técnico para que lo reparase, decidió
actuar. Procedió a destriparlo y vació cada uno de sus componentes internos, cada
piececita y cada tubo, hasta que lo transformó en una original pecera, en la que todavía
discurren a sus anchas media docena de peces de colores. No puedo asegurarlo, pero
quizá lo hizo para rendir tributo a los estupendos documentales de Jacques Cocteau.
Lo hemos oído mil veces: en este milenio impera la cultura de la imagen. Según
algunos sesudos cronistas contemporáneos, ninguna otra cultura anterior, desde Altamira
hasta la que admiró a Leonardo da Vinci, Velázquez y Rubens puede compararse con la
“creatividad”, la “globalización” y el “impacto” (tres palabrejas demasiado recurrentes)
que representa la cultura televisiva. Pero vayamos por partes. Una primera cuestión
consiste en entender que la televisión no supone la mera extensión o amplificación de un
medio ya existente (McLuhan dixit: “El medio es el mensaje”). Al igual que la bombilla
no es una vela con electricidad, ni el automóvil un caballo más rápido, tampoco la
televisión consiste en una “radio en colores”, ni siquiera en “películas de formato
reducido”, que recibimos en la intimidad de nuestros hogares. Parte del hechizo de la
pequeña pantalla subyace en su capacidad representativa, para construir un universo
preñado de sentido y alimentar nuestro modo de estar en el mundo y de comprenderlo.
Nos resultaría difícil, por no decir imposible, entender la sociedad actual sin la
televisión. Marca modas, pautas y conductas. Acredita y desacredita a personas e
instituciones, a su libre albedrío. Rige destinos insospechados en ámbitos políticos,
económicos, culturales y sociales. No estamos ante un simple adelanto tecnológico, un
medio de comunicación de masas ni un tostador con imágenes, sino ante algo más
sofisticado: una forma de vida que nos impone el dilema de entrar en la galaxia
audiovisual o subsistir ajeno a ella. ¿Cuántos españoles han vivido al margen de
Operación Triunfo en los últimos meses? Las emisiones sobre la evolución de Rosa,
Bustamante, Chenoa, Bisbal y el resto de la Academia han batido los récords de
audiencia desde la implantación de las televisiones privadas.
Parece exagerado pero, hoy día, ignorar quiénes son los personajes de Pokémon puede
traumar a un niño de ocho años y la prohibición de ver determinadas series sobre las
peripecias de veinteañeros imberbes es capaz de provocar una crisis emocional en más de
una adolescente. En algunos casos, la capacidad de imitar lo que aparece en la pantalla ha
provocado sucesos lamentables, como el que desencadenó la muerte de un niño en
Barcelona en 1996. El chaval se arrojó al vacío desde la ventana de un cuarto piso,
creyendo tener los mismos poderes que Son Goku, el héroe que admiraba de la serie
“Bola de dragón”. Este incidente puede parecer exagerado, pero muestra el alcance del
problema de la confusión entre lo real y lo televisivo. La realidad televisiva nos es cada
vez más próxima y puede llegar a convertirse en el centro de referencia en nuestra vida.
Afirma McLuhan que la influencia del mensaje se debe más a la naturaleza del medio
que a su contenido. Es menos importante lo que ocurre en realidad que lo que la
televisión hace que ocurra, porque el medio explota la gratificación emocional. Y si lo
que vende es lo divertido y extravagante, esto primará sobre lo serio y profundo, porque
así aumenta la audiencia. En palabras del comunicólogo Neil Postman (1991), “el
entretenimiento se ha convertido en el formato natural de representación de toda
experiencia en televisión”. El problema no es que ofrezca temas de entretenimiento, sino
que presenta todos los asuntos como entretenimiento, lo que provoca que éste sea la
“supraideología de todo el discurso sobre la televisión”.
En su obra “Divertirse hasta morir”, Postman pone el dedo en la llaga en dos asuntos
relevantes, sobre los que incidiremos a lo largo de estas páginas. El primero: el
tratamiento de espectáculo que caracteriza a los espacios informativos insensibiliza frente
a los asesinatos, masacres y demás sucesos. Prueba de ello es el estilo -y el éxito de
audiencia- de programas como Impacto TV. Los sucesos y accidentes mantienen
enganchado al televidente hasta que descubre que las tragedias también suceden a la
puerta de su casa. Las imágenes de una inundación, de una catástrofe o de un atentado
terrorista, emitidas con el mismo tratamiento espectacular que reciben las desgracias de
Impacto TV revolverían el estómago de cualquier persona sensata. Esto sucede porque
nadie nos recuerda que lo que aparece en la pantalla bajo el rótulo de “no ficción” es ni
más ni menos que la cruda realidad, encapsulada en ficciones de un minuto, ideadas y
dirigidas por un equipo de periodistas cuya máxima motivación es el índice de audiencia.
El segundo asunto: la televisión ofrece noticias tan descontextualizadas que el
espectador se hace la ilusión de que sabe algo, cuando en realidad, la mayoría de los
hechos, fuera de su contexto, no se entienden o, por lo menos, no se acierta a conocer lo
que hay de verdad en ellos. Postman acusa a la falta de tiempo para la reflexión, a los
chispazos de fotones que van directamente a los sentidos, sin oportunidad de reflexionar
sobre ellos. Según el modelo de la “disfunción narcotizante” de Lazarsfield y Merton, la
abundancia de información, en vez de movilizar a los ciudadanos, les adormece, porque
les incita a pensar que ya saben lo que sucede y adoptan una actitud de pasividad; no se
comprometen con los asuntos relevantes y se comportan como meros consumidores de
información. Al sentirse incapaz de abarcar las grandes cuestiones de orden social,
político o económico, el espectador prefiere los contenidos menos trascendentes, sobre
los que pueda ejercer mayor control. Por eso, el reto de cualquier espectador -y
especialmente de los más jóvenes- consiste en no comportarse como una ameba ante la
televisión, narcotizado por lo que aparece en la pantalla.
El hechizo de la imagen
Las cadenas se someten a sus intereses económicos, con una pérdida evidente del ideal
de servicio. Sin embargo, se podría aducir que, “al fin y al cabo, la televisión está dando a
la audiencia lo que pide”. Pero este argumento sería tan absurdo como afirmar que una
madre actúa correctamente accediendo siempre a darle a su hijo tantos caramelos como le
pida. Menosprecia la enorme responsabilidad de los directivos y programadores de las
cadenas. Cabe plantear, en este sentido, la necesidad de buscar mecanismos que impidan
que la sociedad se entregue por completo a la apatía que irradia este medio. En 1995, la
Comisión Especial sobre Contenidos Televisivos del Senado español publicó un informe
en el que señalaba que “salvo los espacios informativos, que tienen un considerable
interés político, los demás programas se han abandonado a la inercia de unas fuerzas y
unos poderes comerciales que sacrifican irremisiblemente la rentabilidad social o humana
a la economía”. Hoy día tampoco los informativos se salvan de esta descripción.
Gracias a la preponderancia de la televisión, vemos cumplido el viejo deseo de querer
mirar más allá de nuestra cercana realidad. Pero esta ventana por la cual miramos no es
gratuita. El pilar que la sustenta, la publicidad, necesita imperiosamente que haya gente
viendo la televisión. Lo importante no es lo que se mira sino que haya ojos viéndola.
Cuantos más, mejor. Por eso, para hechizar al espectador, la televisión se vale de la
diversión y de sus variadas estratagemas que, al final, generan el espectáculo del
entretenimiento, que es el negocio más suculento. La diversión es el ropaje que cubre a la
televisión, el hechizo que atrapa al espectador. Necesita alimentarse de elementos
formales y sencillos. Otros valores no encajan en este sistema, porque no son formales.
Retratar con la cámara el acto de pensar es algo estático y aburrido y el pensamiento
apenas tiene cabida en la pequeña pantalla. La verdad misma, huérfana de algo tan
complicado como el contexto, se convierte en pura credibilidad.
La credibilidad de lo que presenta la televisión depende de la interpretación de los
bustos parlantes. La percepción de que un asunto sea más o menos veraz se basa en el
grado de autoridad y simpatía del presentador. Se acuña pues una nueva definición de
credibilidad, vinculada sobremanera a la capacidad de entretener e interesar. Parece que
“lo que no pueda filmarse en cuarenta y cinco segundos no existe”. Se revela incapaz de
mostrar la complejidad de los hechos, sus antecedentes y consecuencias. En el ámbito de
los informativos, cabe señalar otros síntomas preocupantes: la brevedad de las noticias, el
uso extensivo de la música, que indica las emociones que debe sentir en cada momento,
la prominencia del impacto de la imagen, en detrimento del sentido y del contexto, y la
creciente uniformidad de los presentadores a la hora de ofrecernos la dieta diaria de
noticias.
En el tiempo que tarda en tomarse un café, el espectador puede zappear entre la guerra
en Afganistán, la frivolidad de Gente o Sabor a ti, la intriga de un thriller policíaco, los
ritos funerarios en Nepal y las prestaciones del último modelo de todoterreno, que se
funden en un único puchero de datos, sentimientos y experiencias, sumergidas en la
pasividad de su retina. Puede acabar siendo un hechizo fatídico.