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La muerte deseada como acto comunicativo.

LA MUERTE DESEADA COMO ACTO COMUNICATIVO

ALEJANDRO CARREÑO T.

Magíster en Semiología, Universidad Católica, São Paulo, Brasil

Dr. © Comunicación Universidad UNIACC

Resumen

“Autoentrega”, “muerte asistida” o eutanasia; lo cierto es que se trata de un acto

comunicativo que difiere de otros actos comunicativos por el profundo sentido humano

que encierra, porque envuelve todos los valores de la cultura donde el hombre y su acto

se encuentran: su visión religiosa; su concepción ética de la vida y por ende, de la

muerte; su naturaleza moral y su relación con los códigos jurídicos y sociales que toda

sociedad le exige a sus miembros. Estamos, en consecuencia, frente a un hecho que, de

una u otra forma, nos estigmatiza socialmente desde el punto de vista comunicacional,

independiente de nuestra posición frente al hombre y su acto.


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“Morir no es todo; es necesario morir a tiempo”, dice Sartre en As palabras (Rónai,

1985, p. 638). ¿Mueren a tiempo los suicidas? ¿Muere a tiempo el que desea la muerte y

se prepara para recibirla? ¿Murieron a tiempo los niños de Osetia del Norte, cuando ni

siquiera tuvieron tiempo para tener conciencia de qué podía ser la vida? Ibsen le

responde a Sartre: “no se puede morir en el medio del quinto acto”, Peer Gynt, Acto V

(Rónai, 1985, p. 637). La muerte como acto comunicativo vive todas las literaturas, en

todos los minutos, en todos los instantes. Con un tremendo sentido práctico de la vida,

que haría la envidia del pragmatismo del hombre globalizado, el pueblo de David, nos

exhorta, en Isaías, 22,13: “Comamos y bebamos, que mañana moriremos”.

“A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos”, nos relata el

narrador borgiano en “El Sur” (2001, p. 525,), acaso el mejor cuento de Jorge Luis

Borges. En La deshumanización del arte (1970, pp. 27 a 32), el siempre vigente Ortega

y Gasset nos presenta el siguiente cuadro: un cuarto, una cama donde yace un hombre

que agoniza. Su muerte la contemplan su esposa, su médico, un pintor y un periodista.

Una misma escena que será leída de distinta manera por cada uno de los personajes que

la rodean. La muerte, el mensaje del hombre que muere, significa, para cada uno de

ellos la configuración de sentimientos que van desde el más íntimo, la esposa “que

muere la muerte de su marido”, hasta la indiferencia del periodista que está ahí porque

debe escribir sobre el acontecimiento, y nada más, aunque debe tratar de conmover al

público con su historia. El punto de vista del médico es algo más cercano, pues, después

de todo, es un paciente el que se le muere y, en parte, su prestigio está en juego.

Finalmente, el punto de vista del pintor que, con una distancia subjetiva mayor, tiene

como misión retratar la agonía y la muerte del hombre que, a todas luces, no la siente

como suya.
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Muchas décadas después, un lugar que señalamos en el mapa, como cualquier

otro, Suiza. Otro cuarto, otro periodista, otros personajes repiten la historia orteguiana

hecha de palabras que ayudan a explicar la evolución del punto de vista en las artes. Un

cuadro irreal pero, ¿qué es la realidad, si la televisión nos confunde con su apariencia de

realidad cuando nos entrega la muerte en horario estelar, todos los días? Un cuadro real

que puede, también, provocar todos los sentimientos: desde la más profunda

indiferencia hasta el asombro más auténtico, por los entrópicos laberintos que significan

los designios de Dios.

Los tiempos cambian, una organización la ha preparado para la muerte que ella

desea. Se paga una cuota anual para morir al final del quinto acto, cuando hay que

morir, cuando se tiene conciencia de lo que es la muerte porque se tiene conciencia de

lo que es la vida. El “morir a tiempo” sartreano sólo tiene sentido cuando hemos vivido

la vida. Porque la vida es eterna cuando se es joven, y la muerte sólo puede ser

democrática en la vejez. Así es, Señor, la globalización de los medios ha globalizado la

muerte en horario estelar. La modernidad trajo la muerte consigo y la coloreó en todas

las culturas, en todos los idiomas, en todos los momentos. La muerte ha invadido

nuestros hogares y tiene su lugar reservado en la cena familiar. Y esto me aterra. No la

dama de negro, que inexorablemente llegará, sino el aletargamiento del espíritu ante su

galope avasallador de todos los días. Y Josiane Chevrier, la suiza que quería morir, sólo

no quiso posar para la fotografía cuando se le iba la vida, pero se preocupó de vivir los

preparativos de su muerte y la propia muerte: “Nadie quiere ver el rostro de un enfermo

terminal”, fueron sus palabras. Pero estaba equivocada, los medios masivos de

comunicación, en un acto que trasciende los pormenores mismos de la pura

información, transformaron la agonía y muerte de Terry Schiavo en la más folletinesca

de las muertes. Terry Schiavo murió su muerte farandulizada por la globalización de los
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“mass media”, frente a una audiencia mundial ávida de su último suspiro. Y,

ciertamente, habrían transformado su cuarto en un mundo colorido de cables, cámaras y

flashes, con atentos y mediáticos comentaristas relatando cuando se le arrancaba la vida,

y tratando de conmover al mundo con la descripción de su rostro ya cadáver. El mismo

triste y deprimente espectáculo ofrecido por la prensa mundial durante la agonía de Juan

Pablo II y su cruel exposición desde el balcón en la Plaza de San Pedro.

Sí, Josiane, la prensa y el mundo hubieran hecho un festín con tus despojos. Pero

no lo hicieron porque tú, sin pensarlo o sin quererlo, repetiste, ese sábado 11 de marzo,

el mismo acto que Alonso Quijano, el Bueno, realizó un día de 1615: te despediste de tu

familia, conversaste con tus amigos, heredaste tus bienes, le hablaste a los que te

acompañaban y, como buena cristiana, aunque no practicante, te moriste: estamos en el

último capítulo de la Segunda Parte de Don Quijote. Nuestro héroe está enfermo, y

Dulcinea continúa encantada. Es la casa del valeroso hidalgo y sus amigos están con él.

Reina un ambiente de tristeza, no obstante el semblante del héroe está increíblemente

sereno, como seguramente estaba el tuyo. Estamos en la habitación de Don Quijote; "su

cuerpo corría peligro" ha dicho el médico; el tuyo se estaba desintegrando. El amante de

Dulcinea duerme y, seguramente, sueña con ella (¿tú soñaste con él?). Dulcinea está en

los poros de Don Quijote y en el moho de sus armas. Ella, sin saberlo, es lo más bello

creado por la locura del esclavo amante. Don Quijote duerme muchas horas seguidas:

seis horas, como lo registra la historia. Seis horas que lo separan de Alonso Quijano.

Seis horas para alcanzar la inmortalidad. Seis horas, en fin, para comenzar a morir. Y

toda la historia que, por sobre todas las cosas, es simplemente humana, ha quedado

enmarcada en la creación de un loco, en el sueño de un hombre, en la fantasía que

confiere la poesía.
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El hombre que duerme, despierta; es esa, precisamente, fracción de segundos

que separa al durmiente del que está despierto, la que separa la vida de la muerte de Don

Quijote. Al despertar, Don Quijote no es más Don Quijote y sí Alonso Quijano, el

Bueno. Este hombre que vivió en algún lugar de La Mancha ha recuperado el juicio; con

ello ha matado la locura y, ésta, la noble figura del mayor de todos los caballeros

andantes. Don Quijote ha muerto. Don Alonso Quijano también. Antes, “ha dejado su

testamento, se ha despedido de sus amigos y ha recibido la extremaunción, como

corresponde a un buen cristiano”. Cervantes reporteó este acto que tantos han repetido y

repetirán, pero que jamás igualarán, porque la vida no es más que historia y Quijote es

pura poesía.

Por eso tu muerte, Josiane, con todos los preparativos que ayudaste a preparar,

tiene un lugar en la crónica periodística que descubre algunos de los principios que

rigen la modernidad, y nada más, porque se repite una trivialidad que, como mensaje,

puede sorprender a muchos de este lado del mundo por los entretelones que rodean esta

peculiar forma de morir: una organización absolutamente burocratizada (“Exit”, la ONG

que suministra el pasaporte para la muerte, el “pentobarbital”), una vulgar cuota de

inscripción (en tu caso, 20 euros), el carácter mediático del acto, para mostrar que no

hay dolo de ningún tipo y, la humana indiferencia de los “asistentes de la muerte”,

según el texto que leo en Qué Pasa, número 1824, del 25 de marzo de 2006, y que

despacha desde Suiza el periodista Rodrigo Carrizo. Por lo mismo, Josiane, no eres más

que historia. Sin embargo, creo que el ser humano tiene derecho a escoger cuándo morir

cuando la vida no es más que un remedo de vida; cuando la vida no sirve para nada, ni

siquiera para la muerte; cuando ya el cuerpo no soporta ni sus propios olores y la

conciencia se obnubila con el peso del dolor que la consume, sobre todo cuando se está

viviendo el quinto acto ibseniano. La muerte, ya lo dije, es democrática sólo en la vejez,


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porque un niño ignora que todos “los ríos van a dar a la mar, que es morir”, y un

adolescente sólo vive el “carpe diem” de su juventud, preparándose para la vida.

Evidentemente en Chile no estamos preparados, como sociedad, para decodificar

este mensaje que habla de la muerte deseada asistida como acto comunicativo. A pesar

de toda la apertura socio-cultural que desde hace más de dos décadas se viene

desarrollando entre nosotros, y que ha culminado con la elección de una mujer para

ocupar la Primera Magistratura de la Nación, el país es aún muy provinciano para

abrirse a temas más conflictivos, como el matrimonio homosexual y la eutanasia, por

ejemplo. Conflictivos porque envuelven códigos socio-culturales muy arraigados en la

conciencia social debido a los fuertes contenidos ético-morales que representan. La

religión es uno de ellos. Nuestro concepto de la vida y la muerte está fuertemente

asociado a Dios: Dios nos da la vida; Dios nos la quita, aunque sólo nos acordemos de

Él en nuestros momentos de angustia. No creo, por lo mismo, que estemos preparados

para transformar la vida en un espectáculo por el cual haya que pagar entrada para verla

morir y, a pesar de la masificación cultural del concepto de la muerte como signo kitsch,

con todos sus ritos fúnebres, sociales y culturales que simbolizan su “estatus” social,

ella continúa siendo un acontecimiento más íntimo y privado. Dudo que la Juanita del

ex presidente Lagos, por ejemplo, llame a una ONG, con periodista incluido, para que la

ayuden a llegar a la mar de Manríquez. No obstante los aplausos, los cantos y los

discursos, la muerte como acto comunicativo en nuestra cultura chilena, se decodifica

como un mensaje de dolor y recogimiento espiritual, del cual sólo los más íntimos

tienen derecho a participar.

“¿Cómo quedan, Señor, durmiendo los suicidas?”. Una pregunta ontológica cuya

respuesta ignoramos porque desconocemos los argumentos divinos que llevan al ser
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humano a quitarse la vida. La pregunta con que se inicia el maravilloso pero a la vez

inquietante poema “Interrogaciones” de los Sonetos de la Muerte (1979, p. 91), de

nuestra incomparable Gabriela, simboliza otro de los caminos que adopta la muerte

deseada para acabar con la vida propia. Es una muerte más compleja, más violenta, y

ocurre en el “hic et nunc” del espacio y del tiempo íntimo del suicida. Al suicida no lo

asiste nadie, a veces ni siquiera su conciencia consciente o inconsciente. Nadie, excepto

Dios, conoce los inextricables laberintos de la mente del hombre que se arrebata la vida.

Por eso el suicida le deja a su familia y a la sociedad, cuando corresponde, la macabra

tarea de reconstruir los porqués de su acto, para desentrañar el críptico contenido de su

mensaje. El “caso del descuartizado” y su probable asesino, el suicida Jorge Martínez

Arévalo, el último suicida mediático, es un ejemplo irrefragable de lo que comentamos.

Es en este punto en que ambas muertes deseadas se diferencian. En la primera, el alma

se prepara para asumir con dignidad la muerte, cuando la vida ha dejado de ser aquello

para lo cual llegamos al mundo: un acto de amor y felicidad. Quienes optan por la

“muerte asistida” no mueren la muerte artera que se esconde en todos los recovecos por

donde transita la vida. Por el contrario, salen a su encuentro para morir, no ellos la

muerte, sino para que la Muerte viva su fracaso. Josiane, ya transformada en historia

periodística, venció a la muerte pactando con los suyos esa delgada línea metafísica que

separa a una de la otra forma elemental del ser. Ella le puso plazo a su muerte; no la

muerte a su vida: 11 de marzo de 2006. Y, consciente como estaba de su acto, impidió

su vulgarización a través de los medios. Josiane pudo escoger cuándo morir, Terry

Schiavo no tuvo la misma suerte, puesto que no podía escoger; pero otros lo hicieron

por ella.

La Corte Suprema estadounidense, que no ve todos los casos, sino los más

mediáticos, ordenó que se le desconectara de las máquinas, condenándola a muerte por


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inanición. Dos semanas de agonía televisada en uno de los mayores escándalos ético-

morales del que nadie se escapó. Se cometió, a mi juicio, un asesinato amparado por la

jurisprudencia del país del norte porque, si se le condenó a morir para que dejara de ser

un vegetal, en un acto humanitario, debió privársele también de lo más importante: la

exposición vejatoria de su agonía y muerte ante una audiencia mundial ávida de morbo.

Una inyección después de la resolución de la Corte hubiera bastado. El Diccionario de

la Real Academia Española (2001, p. 1012) define la eutanasia, en su primera acepción,

como “Acción u omisión que, para evitar sufrimiento a los pacientes desahuciados,

acelera su muerte con su consentimiento o sin él”. La segunda definición habla de

“Muerte sin sufrimiento físico”. Comparto ambos sentidos en su forma y en su

contenido. No puedo compartir, sin embargo, la concepción ético-moral con que

algunas sociedades resuelven este acto comunicativo que es la eutanasia, más aún

cuando el paciente no está en condiciones de decidir. Propongo, desde esta tribuna que,

nosotros los chilenos, cuando debatamos este tema de profundos cuestionamientos

éticos y morales; jurídicos y religiosos; sociales y culturales, en todas las sociedades,

dejemos nuestra opción señalada, por ejemplo, en la cédula de identidad. De no ser así,

que decidan los parientes más cercanos pero, en ningún caso, cuando tenga que decidir

la justicia, se justifique el asesinato jurídico ni menos ante las cámaras de televisión. La

sociedad debe preocuparse de la dignidad de sus miembros, aun en la hora de su muerte.

“Dejadme partir hacia el Señor”, fueron las últimas palabras de Juan Pablo II.

Así lo declara su médico personal, el doctor Renato Buzzonetti, en su libro Dejadme

partir. La fuerza en la debilidad de Juan Pablo II. De acuerdo con el autor, el “Sumo

Pontífice pidió expresamente poner fin al encarnizamiento terapéutico”, leo en El

Mercurio, D14, del domingo 2 de abril de 2006. El mismo hecho es reporteado por La

Tercera el día anterior, página 13: “2 de abril: cerca del mediodía Juan Pablo II sufrió
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una brusca alza de la temperatura y hacia las 15.30, de acuerdo con su médico, con voz

muy débil, en polaco, el Papa pedía que lo dejaran ir donde el Señor. A las 19.00 Juan

Pablo II entra en coma y a las 20.00 se celebra una misa. Las monjas de la casa,

algunos sacerdotes y amigos, los médicos y los enfermeros rodeaban el altar, recuerda

el médico. A las 21.37 el Papa expira. Junto a su cuerpo los presentes entonaban el

tedéum, concluye Buzzonetti, quien recuerda que la muerte se confirmó tras realizarse

un electrocardiograma plano durante 20 minutos”.

La escena de Ortega y Gasset se repite una vez más. Sin embargo, me importa

rescatar ahora, su deseo de morir cuando comprende su incapacidad de comunicarse con

la gente y llevar a cabo la misión que la Iglesia le ha encomendado. No quiero insistir en

este aspecto. Apenas corroborar la idea de morir con dignidad en la privacidad de la

muerte. Las palabras del mediático Papa se convierten en una petición de principio que

apuntan derechamente a la dignificación de la muerte, porque representa la sublimación

de la vida.

El suicidio, en cambio, simboliza la muerte violenta que descalibra la

comprensión humana, porque no estamos hechos para la muerte, como dicen los

existencialistas, sino para la vida. La muerte no es más que el silencio de la vida y,

asumirla, es asumir con pasión la propia vida. El suicida y su mensaje hecho de muerte,

representa un acto comunicativo muchísimo más entrópico, en términos culturales, que

la “muerte asistida”, porque es depositario de una serie de signos socio-culturales de

profundo contenido ideológico que van, desde la condena a la adoración. Para Flaubert,

por ejemplo, en el Diccionario de las ideas aceptadas, citado por Rónai, página 915, el

suicidio es la “prueba de la cobardía”. Para Montaigne, en “Una costumbre de la Isla de

Ceos”, Ensayos, en la misma página 915 del texto de Rónai, más viejo en el tiempo,
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pero más condescendiente, leemos: La muerte voluntaria es más bella. La vida depende

de la voluntad de otros; la muerte, de la nuestra.

Nosotros, hombres del siglo XXI, ensangrentamos las páginas de los diarios y

teñimos de rojo las pantallas de los televisores en horario estelar, en todas las culturas,

en todos los espacios, en todos los momentos, con los nombres de los execrados o

inmolados que arrastran, en un acto de sanguinaria rutina, vidas inocentes que ni

pensaban en la muerte; o que cercenan para siempre sus cuerpos. Desde los griegos

hasta nuestros días, el suicida y su acto han acaparado la atención de todos los filósofos,

ya sea apoyándolo o condenándolo, desde un punto de vista moral, religioso o social.

Aristóteles, por ejemplo, lo condena porque no se trata de una injusticia contra sí

mismo, sino contra la sociedad, la polis. Por eso el suicida pierde algunos derechos. En

la misma línea se encuentra Santo Tomás, en cuanto a que es un acto contra la

Naturaleza y, por lo mismo, al no amarse a sí mismo, actúa contra la sociedad, la

comunidad o el Estado, pues se le priva de uno sus miembros. Epicuro y los epicúreos,

por su parte, afirman que si el placer, en el sentido del no sufrimiento, es el bien

supremo, es muy natural suicidarse si la existencia es una pura aflicción. Émile

Durkheim, en su clásico Le suicide. Étude de sociologie, de 1897, traducida al

castellano como El suicidio, en 1928, investigó, (cito por el excelente Diccionario de

Filosofía, de José Ferrater Mora, 2001, p. 3415):

(…) sirviéndose en gran parte de datos estadísticos

comparativos, los factores extrasociales (estados psicopáticos,

raza, herencia), los factores cósmicos (geográficos), los factores

psicológicos individuales (especialmente, el fenómeno de la

imitación) y las causas sociales. Las últimas dominan en el


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sentido de que los factores antes indicados operan dentro de

tales causas.

Más tarde, en 1930, Maurice Halbwachs, en su libro Les causes du suicide,

página 13, en Ferrater Mora, misma página, sostiene, como su maestro, que

‘los suicidios se explican siempre por causas sociales’,

las cuales pueden presentarse “ora como fuerzas colectivas

propiamente dichas, como las costumbres familiares y religiosas

y las grandes corrientes políticas y nacionales, ora bajo formas

de motivos individuales, más o menos numerosos y repartidos

de manera diferente según la mayor o menos complejidad de la

sociedad.

El trabajo de Durkheim y su discípulo nos ayuda a comprender a cabalidad los

diferentes mensajes habidos en el suicida y su acto.

En Chile, y en Occidente en general, el suicidio es repudiado por razones

culturales, religiosas y sociales. No está arraigado en nuestra conciencia nacional que,

definitivamente lo rechaza. No somos una sociedad ni romántica ni heroica. Los casos

puntuales, como el de José Martínez Arévalo, obedecen, más bien, a una situación muy

personal de desorden emocional. La Modernidad le ha enseñado a los chilenos a ser

muy pragmáticos, como para no suicidarse por amor, por ejemplo. Ni mucho menos

por un acto heroico, aunque esté la Patria de por medio. Ni mucho menos todavía, si es

para limpiar el deshonor. Esto último haría que la población de Chile se redujese a la

mitad, por lo menos: Caravana de la Muerte; Corfo-Inverlink; curas pedófilos, MOP-

Gate; caso Spiniak; Pinochet y sus secuaces, políticos corruptos. Y un millón de


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etcéteras. La farándula nos ha enseñado que el dinero reemplaza al amor; y la sociedad,

que el honor es una palabra que está en el diccionario después de hongoso. “A mí me

gustaría suicidarme, pero es muy peligroso”, decía Sofocleto en Sinlogismos, en 1926

(nosotros lo tomamos de Rónai, obra citada, página 915). O sea, no vale nada. No vale

la pena matarse por él, porque los hombres olvidan, y el tiempo también. Es decir, los

romeos, las julietas, los kamikasis y el romanticismo como estilo de vida, forman parte

de otras culturas y de otros tiempos.

Pero tampoco somos fanáticos. No nos envolvemos ni con bombas ni con

granadas y salimos por el mundo botando aviones, explotando templos religiosos o

centros públicos. El suicida-asesino, que se elimina y acaba con la vida de los otros,

amparado en conceptos religiosos, sólo es posible en sociedades donde el fanatismo

religioso adquiere el eufemístico nombre de fundamentalismo. Madrid y Nueva York no

son otra cosa que los símbolos más emblemáticos, entre millares de otros que la prensa

mundial nos enseña cada día, del fanatismo ideológico que se viste con ropaje religioso

o político, como lo confirman los constantes atropellos a los derechos humanos que

promueven los grandes imperios económicos del siglo XXI, destruyendo y saqueando

países, enarbolando como argumento la manoseada bandera de la libertad. Estos

suicidas se preparan, en consecuencia, para matar y morir. Irán, hace tres años, declaró

que están listos 40.000 hombres y mujeres, portadores de la muerte y la desolación, para

enfrentar el último combate que los llevará hasta su dios, si los Estados Unidos atacan

su país. Su mensaje no ha cambiado. No son hombres o mujeres comunes. Son los

escogidos para tan sagrada misión. Son héroes para su pueblo. El suicidio, entonces,

visto como un acto heroico que premia a los héroes con el recibimiento que Alá les

otorga, y con el reconocimiento social que el estado les confiere. El suicida-héroe, es el

máximo orgullo para la familia.


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La muerte deseada como acto comunicativo está, en consecuencia, íntimamente

ligada a la cultura. Es un signo que, como todo signo, sólo tiene sentido en un contexto

cultural. La lectura de su semiosis está determinada por fuertes códigos culturales

arraigados en la conciencia de cada pueblo. Como dice Umberto Eco (1999, p. 31) en la

segunda de sus hipótesis planteadas en La estructura ausente

(…) todos los fenómenos de cultura pueden convertirse

en objetos de comunicación. Si profundizamos en esta

formulación nos daremos cuenta de que simplemente quiere

decir lo siguiente: cualquier aspecto de la cultura se convierte en

una unidad semántica. En otras palabras: una semántica

desarrollada no puede ser otra cosa que el estudio de todos los

aspectos de la cultura vistos como significados que los hombres

se van comunicando paulatinamente.

“¿Cómo quedan, Señor, durmiendo los suicidas? / ¿Un cuajo entre la boca, las

dos sienes vaciadas, / las lunas de los ojos albas y engrandecidas, / hacia una ancla

invisible las manos orientadas?” (Mistral, 1979, p. 91). Muerte y vida. Nada refleja

mejor la idiosincrasia de los pueblos, la manera cómo ellos resuelven los dos aspectos

más trascendentales del ser humano, desde que éste hizo su aparición, para bien o para

mal, en la tierra. O, desde que fue expulsado, también para bien o para mal, del Paraíso.

En el pensamiento de Dios se encuentran las claves de la lectura de la una y de la otra.


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Referencias

Borges, J.L. (2001). Obras Completas I. Barcelona: Emecé.

Eco, U. Eco, U. (1999). La estructura ausente. Barcelona: Lumen.

Ferrater Mora, J. (2001). Diccionario de Filosofía. Barcelona: Ariel.

Mistral, G. (1992). Desolación. Madrid: Espasa – Calpe.

Ortega y Gasset, J. (1970). La deshumanización del arte. Madrid: Revista de Occidente.

Real Academia Española (2001). Diccionario de la Lengua Española. Madrid: Espasa

Calpe.

Rónai, P. (1985). Dicionário universal de citaçoes. São Paulo: Círculo do livro.

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