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Encuentro con Antonio

Dulce María González

—Así estará de pie —dice Mónica y se mira a los ojos que repiten sus ojos hasta cerrar el
círculo de sí misma en el espejo.
Está atrapada en ese mundo de Mónica mirándose.
Sucedió muy temprano, cuando se dirigía a sus clases. A unos metros de alcanzar el
estacionamiento explotó una de las llantas del carro. La imposibilidad de seguir adelante la
arrojó al sendero de tierra que une la gran avenida con la universidad. Entonces recordó
aquello que jamás hubiera dudado en la infancia. Estaba recordando con el cuerpo y su
cuerpo sabía desde siempre que la tierra suda en las hojas de los árboles. Quizá por el
aroma conocido y a la vez olvidado la rapidez del día se detuvo. Se quitó los zapatos y
aspiró a sus anchas. Nada logró entonces impedirlo: llegó sin aviso por los caminos del
olfato.
Ahora, en el instante de su mirada mirándose, Mónica entiende esas palabras perdidas en
el tejido del libreto, las líneas que ahora repasa y que convertida en otra mujer que no es
precisamente ella misma, pronunciará con certeza durante el ensayo.
—Así estará de pie —repite, y siente que toda ella se ha dilatado hacia la frase. Sabe que
comprende algo más en el sonido de esas palabras, algo que su pensamiento no alcanza y
sin embargo flota en el círculo de sus ojos.
Así estaré de pie, se dice, y queda sola frente a ella, estremecida por un rayo de muerte.
Un par de meses atrás Román le habló en el café acerca de la experiencia sensible de la
óptica. Se sumergió en las aguas de las fibras nerviosas, la retina a manera de pantalla a
través de la cual el color y la profundidad llegan al cerebro. Inflexiones de luz, vibraciones
del universo transformado en belleza ahí dentro.
Qué ganas de ver como lo hacía antes, pensó ella al escucharlo, y enseguida dudó. La
transparencia de sus recuerdos podía ser un invento. Sospechó que la vida, la circunstancia
única, nos provoca imaginar que vemos el mundo cuando en realidad percibimos aquello
que deseamos.
¿Dónde estará el mundo?, se preguntó ese día en el café.
Apenas unos meses después llegaría todo de golpe. Cierta mañana en que ya no estaría
Román a su lado, a partir de una llanta ponchada.
De pronto sucedió. Percibió a Román en una larga secuencia y esa fotografía era la más
bella que había observado jamás. Román se había transformado en lo ajeno, podría advertir
las colinas en su rostro.
Pensó en la espuma que se forma al mezclar en un vaso nieve de vainilla y coca cola. La
consistencia sutil en la cuchara, el sabor apenas perceptible, las minúsculas celdas de aire
en la lengua. Esa misma fragilidad era Román mientras hablaba, casi de aire la palidez de
su rostro donde flotaba una rosa, una tierra extranjera, una toma precisa mientras él movía
los labios en close up.
Sí, lo hecha de menos. Ahora mismo. En lo profundo del círculo que forma su mirada
ante el espejo.

—Eres como todos los pintores —le dijo ella la primera vez que salieron —, crees que
por ser artista tienes derecho a hacer lo que se te ocurra.
Esto lo dijo hace tanto que el recuerdo, como suele suceder, se diluyó en otra historia. Y
de la mezcla de pasados surgió un relato más cierto, más propio. Se trata de un evento de su
vida en el que suele acentuar los detalles agradables, procurando que los dolorosos pierdan
intensidad. Mónica es consciente del engaño. No obstante, se entrega a su construcción.
El punto de arranque es La Copa de Oro, un bar plagado de cucarachas al que solían ir
los del grupo después de los ensayos. Mónica pasaba el día lejos, metida en las galerías
subterráneas que iban surgiendo del análisis de las obras. Por las noches se juntaban con los
otros a ensayar y era al final del recorrido cuando se abría ese otro mundo ante la barra.
Habían elegido ese bar por encontrarse a unos metros de la casa donde tenía su sede el
grupo. Ahí descansaban de sus personajes. La Copa era un lugar para beber, para olvidar
los problemas ajenos y a la vez propios en los que, por cuestiones de trabajo, claro está,
andaban siempre metidos. Y sin embargo nadie paraba de hablar de lo mismo, acaso porque
nadie deseaba ser lo que era en realidad. Ninguno del grupo pretendía ni mucho menos
disfrutaba quitarse al personaje de encima.
Una de estas noches, fuera de lo acostumbrado, Mónica aceptó una bebida a un joven
cuyo rostro, así le pareció en ese momento, brillaba en la penumbra. Él dijo llamarse
Román y tosía. Aseguró estar de vuelta después de una larga enfermedad. En un momento
dado alguien hizo una seña a distancia y él se disculpó, había llegado en auto con un amigo
y aún se sentía débil para regresar a casa caminando. Pero la noche siguiente Mónica lo
encontró de nuevo en la barra, igual de ojeroso, tosiendo.
Entonces aconteció lo de la cita primera. Las confidencias al calor del ron, el beso en los
labios. Y al final la escena dolorosa de Román reteniéndola a la fuerza, aprisionándola con
los brazos a la puerta del bar. En un descuido ella logró liberarse, echó a correr y Román
tras ella: discúlpame —rogó—, es que nadie se me había negado.
—Eres como todos los pintores —dijo ella.
Fue en ese momento cuando dijo aquella frase sobre los pintores, aunque la verdad es que
nunca había conocido de cerca a ninguno. Pero estaba viendo por primera vez a Román.
Los dedos delicados y largos —de pianista, diría más adelante Mónica—, el rostro de
rasgos suaves, la mirada sumergida en ese aire extraño que la atrajo desde el principio.
Se quedaron callados, uno frente al otro hasta caer en la cuenta del melodrama. Entonces
la risa, los tacos en la calle para bajar la borrachera y al final la escena cursi de dormir
juntos sin tocarse.
Ahora mismo, frente al espejo, Mónica no puede evitar una sonrisa. ¿Quién es él en
realidad? ¿El chico enfermizo de entonces?, ¿el compañero que durante años le ayudó a
lavar los platos después de la cena?, ¿el masculino Penélope que, dando la vuelta al mito, se
quedó a esperarla cuando ella se lanzó a la aventura de ir en busca de su hijo?

—¿Te das cuenta? —exclamó Román aquella tarde en el café—, hasta la observación
científica es una experiencia del cuerpo. Y con la taza a punto de los labios—: es en nuestro
interior donde existen las cosas y todo indica que son diferentes para cada uno.
Dio un trago largo y enseguida, viéndola a los ojos:
—¿Te acuerdas del dicho?
—Cada cabeza es un mundo —murmuró Mónica.
Si pudiera imaginar una frontera entre el alma y el cuerpo, pensó. ¿Será que tenemos el
alma en las neuronas?
Sus ojos recibían la imagen de Román y sin embargo era en su cerebro donde ésta
tomaba sentido. No debo pensar tanto, pensó, y el rostro de Román perdió de pronto la
magia. Ahora, en el círculo de su mirada mirándose, Mónica sabe que fue por el afán de
entender. Tanto giro en la cabeza y al final nada tiene explicación.
Cuando se pone a pensar, el cuerpo la expulsa y ella permanece en otra parte. Atrapada
en las colinas de un paisaje doloroso, en el vértigo de una red imposible.
—No es que me desagrade el tema —dijo Mónica, interrumpiendo el discurso de
Román—, pero preferiría que cambiaras de tema. Es el miedo que te digo: recordar lo que
por ningún motivo deseo recordar, pensar en lo que no debo. Paso demasiado tiempo en las
nubes y un buen día…
Lo que sucederá un buen día no se debe pronunciar en voz alta. Si no supiera que la
palabra contiene el misterio que teme perder, esa sustancia de su hijo muerto, la misma que
arrastra su cuerpo en el escenario cuando no es Mónica, no son sus gestos sino una materia
primitiva. Y no está en las palabras, su hijo no está ahí, aunque surja de ellas, de lo que las
palabras no dicen, de lo que las palabras no son y sin embargo delimitan: aquello que,
transformada sobre el escenario, Mónica comparte con todo lo vivo.
Durante las funciones, la sustancia se va extendiendo en el deseo, en la necesidad.
Entonces ocurre que de súbito está en otra parte, elevada a unos centímetros del piso. Acaso
con los pies plantados en un piso impronunciable, sin horizontes, ancestral.
—Voy a dejar de leer —dijo a Román en el café—, tengo que dejar de leer por un
tiempo.
Pensar es un vicio, piensa Mónica, y al hacerlo retira la mirada del espejo para buscar
con los ojos la hermosa portada del libro que lee desde ayer. Si le parece hermosa una
portada sin otras imágenes que no sean simples letras, es por el significado que guarda para
ella el nombre del autor quien, por otro lado, no la convence del todo.
Pero la sospecha es el mejor anzuelo.
Aunque también está el diálogo, la discusión con el hombre del que prefiere no conocer
su historia. Así resulta más simple ascender los peldaños, avanzar pasajes en la oscuridad,
perderse en los laberintos de palabras donde busca a su hijo y a la vez huye de él, temerosa
y a la vez ansiosa de encontrar esa luz.
Hoy, ante el espejo, Mónica recuerda que ha recordado. Está enfrentando el dolor y no
siente miedo al pensarlo. Todo inició muy temprano, en la mañana, cuando se dirigía a la
universidad. Ha recordado y el recuerdo la lleva a la embriaguez. Está desnuda, confundida
en un espacio donde desea quedarse. Y sin embargo sabe que no es posible. Es cuestión de
un segundo. Un segundo arrancada de sí misma y enseguida el miedo provoca su retorno.
Cuando logra de nuevo tomar el control, se jura que nunca más. Porque no tiene caso
esta ruleta rusa si jugando con ella puede perder la sensatez, la sustancia controlada, el piso
ancestral donde se construye una persona que sigue siendo ella y no. El equilibrio.
—De veras —aseguró a Román en el café—, ya no quiero pensar tanto. Es más —
agregó—, quiero regalar mis libros.
—Pues regálamelos a mí —sugirió él—, no vaya a ser el diablo y te arrepientas.

Las primeras semanas con Román fueron el descubrimiento del tacto. Es importante
recordar que antes de la muerte de su hijo Mónica podía vivir sin pensar. Quizá lo que
sucede es que pensaba menos, lo cual nos lleva a la sospecha de que tal descubrimiento es
una de sus interpretaciones recientes acerca de su historia.
Entre sus imágenes recurrentes tenemos la del cuerpo de Román al amanecer, después
de aquella primera noche en que compartieron cama. Ahora mismo la evoca al tiempo que
se mira al espejo. Aunque también es cierto que ya ni siquiera se está viendo, entretenida
como está en inventar su historia a como se le antoja.
¿Por qué no pudieron tocarse la primera vez? Cree recordar que había un deseo de
suavidad motivado por la violencia de la noche anterior, después de que ella se negara a lo
que enseguida accedió tan quitada de la pena: dormir en su cama.
Mónica aproximó la mano, detuvo el impulso a mitad de camino. Una amplitud
insondable asomaba en el cuerpo de Román. La mañana era un viento desconocido, una
sustancia desconocida, una ferocidad. La mañana era una loba y se abría camino. Avanzaba
extensiones vastas, regiones donde ninguno de ellos poseía identidad. El cuerpo de Román
era todos los cuerpos. Cuerpo sin palabras y sin atributos, cuerpo nacido y muerto muchas
veces. El cuerpo vivo de los ancestros, de los inmortales, del hijo al que perderían.
Aún antes de tocarlos, Mónica entró al reino del tacto, al de la piel que no es nada y es
todo: sustancia lechosa y sin límites, materia sin vaso que la contenga, sin control. En este
momento está frente al espejo, sola, inmersa en el mundo de su mirada, extrañando a
Román.
Hace apenas tres días él decidió marcharse. Eran cerca de las siete a través de las
persianas penetraba el resplandor del amanecer. De pronto advirtió que estaba pensando y
pensar era como conducir un avión. Se deslizaba en el aire hasta alcanzar determinado
destino. Una y otra vez llegaba. Sin falta, sin retraso. De vez en cuando, al cruzar una
ciudad por los aires, quedaba suspendida en el abismo.
Este pensar no da miedo, pensó, y el resplandor se tornó más intenso.
—Estoy viva —dijo, y se movió entre las sábanas para sentir su cuerpo.
Fue entonces cuando regresó el dolor.
—¿Se puede saber qué tanto hablas a solas? —Román estaba frente a ella, tenía el
cabello mojado y la toalla en la cintura.
—No estoy diciendo nada —respondió ella, y cerró de nuevo los párpados.
—Después sigues con la inmortalidad, mi amor —Román había alcanzado el extremo de
la cama—, vas a llegar tarde al trabajo.
—De pronto recordé que estoy viva.
Román se quedó un instante en silencio y enseguida:
—Tienes que intentar olvidarlo.
—Tendría que dejar de pensar —y le dio la espalda.
—Sabes perfectamente que murió.
—No —dijo ella, molesta—, no está muerto.
—Piensa en Lorena, mi amor, en el daño que le puedes hacer con estas cosas.
Cuando Mónica abrió de nuevo los párpados, Román ya preparaba la maleta.
—Esta vez vas a tener que enfrentarlo sola —dijo—, yo ya no puedo más.

Su hija era un bulto negro en la penumbra del cuarto. Se había hecho tarde y Román se
acababa de marchar sin que ella dijera una palabra para detenerlo. Y sin embargo el
momento era bello, translúcido. Pero esa gota de miel cayó al centro del dolor.
—¿Lorena?, ¿Lore?
El pequeño animal retornó al mundo cuando Lorena se movió con lentitud, abrió los
ojos.

Aquella noche fue a casa de Laura y bebió tequila hasta desprenderse del cuerpo. La
pérdida de Román no le permitía estar consigo, tampoco la posibilidad de que él pudiera
arrepentirse y regresar. Mónica se sentía triste y a la vez aliviada. Esa mezcla de cosas.
Estuvo observando la reunión desde una esquina. Observó a Mónica conversar con
Laura en la habitación iluminada del edificio. Vio desde afuera esa ventana solitaria,
flotando en la oscuridad.
Había llegado ahí por inercia, guiada por la confusión. Y una vez que se instaló en el
sillón de la sala, la copa frente a ella, se descubrió en un hueco donde no había
posibilidades. Ni siquiera sentirse desgraciada. Sólo atinaba a estar, era lo único que tenía a
la mano, estar. Como un plato en el estante.
¿Qué cosas conversó con Laura esa noche? Se recuerda concreta, materializada. Sin
embargo Mónica no estaba ahí. Ni en el sillón ni en el estante, puesto que lo miraba todo a
distancia. Tiene la sensación de haberse elevado hacia el cielo falso del departamento. Y de
ahí salió a la noche, estuvo observando el edificio desde lo alto.
De pronto el alma regresó con su tonelaje y ya no pudo verse de lejos. El alma estaba
dentro, en una celda con dos agujeros para los ojos y uno para la boca, aunque éste último
permanecía cerrado. Había dejado de hablar, el peso del alma no le permitía decir nada.
En este punto sobreviene un oscuro. Lo siguiente que recuerda es que estaba de nuevo
en la calle. Iba entera, con cuerpo y alma. Sacó sus llaves de la bolsa, abrió la puerta del
carro y subió. Antes de encender el motor observó el edificio del que recién acababa de
salir. Era una escultura suspendida en la oscuridad, un monolito de luces encendidas.
He aquí nuestra Acrópolis, pensó esa noche en que los pensamientos venían de ninguna
parte. Ahora, ante el retorno constante de su mirada en el espejo, se pregunta si por un
segundo no estuvo en la Atenas de Pericles. Basta, se dice, y toma el cepillo, se peina su
cabello para olvidarse de tanto recuerdo, tanto pensamiento sentada ante el espejo de la
cómoda.

Supo que la llanta se había ponchado porque lo sintió en el volante. Decidió orillarse y
una vez fuera del carro advirtió que estaba muy cerca de la universidad. Si en lugar de ir
por la calle cortaba camino a través del baldío, llegaría en diez o quince minutos. De
manera que tomó los libros, cerró con llave y se metió entre los árboles en dirección al
campus.
Miró a lo lejos los edificios. Le gustaba trabajar en ese espacio tan abierto, tan alejado
de la ciudad. A veces se detenía en algún pasillo antes de entrar al salón de clases.
Permanecía unos segundos viendo el Cerro de las Mitras que desde ahí se apreciaba
completo, azul de punta a cabo, en ocasiones coronado de nubes. Detenerse a mirarlo era
algo que no hacía todos los días, temía que su imagen se volviera cotidiana y no deseaba
perderla.
En un momento dado advirtió que tardaría un poco más de lo esperado en llegar, ya que
se le dificultaba avanzar a causa de los zapatos. Además, los libros se le caían de las manos,
el cabello le corría hacia la cara y continuamente el vestido se quedaba enganchado en
algún arbusto. Se detuvo un instante a respirar y fue entonces cuando, acaso porque enero
estaba en sus inicios, sintió el olor.
Era el aroma del invierno entre los árboles. Olor a materia húmeda que se integra, se
pudre. Las hojas escarlata crujiendo bajo sus pasos, las ramas desnudas contra el cielo. Era
la memoria, un pliegue en la memoria aunque en un primer momento Mónica no pudo
ubicar el lugar. Pero sentía su olor.
De pronto recordó y fue como regresar, volver a un presente del que debía inventar la
mayor parte. Entonces se vio caminando entre los árboles del Moshav Bazra. Se dirigía a la
tienda.
La mañana se cuela entre su ropa. Es un aire frío, delgado. Se dirige a la tienda y no
piensa. Sólo camina contra ese viento que le reseca los ojos. Bajo el cielo de Monterrey y
en las veredas de este Moshav silencioso. Largos tramos de plantaciones y de pronto una
casa, más árboles, los edificios de la universidad a lo lejos.
Al llegar saluda a la mujer que dormita tras la caja y se pone a husmear entre las frutas
secas. Aprovechando el descuido de la señora, toma un dátil y se lo lleva a los labios. Hay
un sabor a Navidad en su boca, sabor a la cena de la Navidad que en esta tierra no existe. Ni
adornos, ni luces, ni santocloses en ninguna parte. Israel es una isla en medio del mundo,
una extrañeza y quizá por eso le viene el deseo de Román.
Al llegar a Tel Aviv se fue a un hotel pequeño frente a la playa. Después de desempacar
llamó a Orli y enseguida bajó para tomar café. Era muy temprano en la mañana y a esa hora
la ciudad la había deslumbrado. Venía de Nueva York y de pronto sentía que había llegado
de nuevo a donde mismo. Como en una pesadilla y después de tantas horas de viaje. Pero
esta otra Nueva York era toda blanca, altísima y blanca, inmensamente blanca e impecable.
Una perfección de ciudad con sus edificios tipo Bauhaus, con su mar abierto y sus cafés en
las terrazas. Y esa sensación, tan paradójica tomando en cuenta la situación, la guerra
constante, de que aquí no existía la historia y la ciudad había sido construida el año pasado.
No deseaba irse al Moshav de inmediato, por eso se había dirigido al hotel en lugar de
llamar a Orli desde el aeropuerto. Y cuando al fin se comunicó con ella, le pidió que fuera a
recogerla el día siguiente, ya que deseaba pasar el día descansando en la playa. En realidad
no quería desprenderse tan pronto del Tel Aviv, del extraño sabor del café que le habían
servido en la terraza, de su mar inmensamente tranquilo y sus edificios.
La mujer de la caja la observa inquisitiva y Mónica entiende que lleva ya un buen rato
inmóvil, supuestamente observando los dátiles. Pide un kilo de café turco y de regreso a
casa prepara un tarro oloroso y humeante. Después se coloca en la mesa de la cocina, frente
a la ventana. La nostalgia de México se enaza a la planicie a través del cristal. Sus colinas
ligeras en el horizonte, como flotando.
Desea que Román se entere de todo. La blancura del Tel Aviv, el silencio del Moshav, la
belleza de Orli. Cuando en Monterrey le dijo a Laura que se quería ir lo más lejos posible,
ésta le comentó que tenía una amiga en Israel.
—Ella te puede ayudar a colocarte allá —dijo, y prometió llamarla esa misma noche.
Al día siguiente le comunicó que Orli estaba dispuesta a recibirla y unas semanas más
tarde ahí estaba Mónica, instalada en su casa del Moshav, buscando trabajo.
Nunca imaginó que Orli fuera tan bella, mucho menos pensó que se trataba de una
ashkenasim, como se llamaba a quienes, por descender de alemanes y polacos, constituían
la case privilegiada de un país con decenas de estratos sociales y relaciones absurdamente
complicadas entre ellos. “Let my people go”, decía el poster que Orli había pegado en la
pared de la sala y abajo, en letras pequeñas, “to Hollywood”. Los judíos tenían esa
capacidad de burlarse de sus tragedias. Pero a la hora de la verdad eran implacables.
—¿No te da miedo manejar así hasta tu casa? —preguntó al hermano de Orli una noche,
viendo que había fumado cantidades de hashís al tiempo que bebía vodka.
—Igual mañana me muero en un helicóptero —respondió él—. Puedo hacer lo que me
de la gana. Lo único que no voy a hacer es permitir que nos vuelvan a quitar esta tierra —
dijo—, eso lo llevo en la sangre.
La madre de Orli había sido guerrillera en la época de la colonia. Y cuando al fin
expulsaron a los ingleses, entró al ejército. Ahora era una viejita retirada que vivía
tranquilamente en una de las casas del Moshav. Durante la semana la pasaba jugando
scrabble y de viernes a domingo recibía a su amante, un violinista de la orquesta sinfónica
que luchó a su lado en la guerra del Sinaí. Se llamaba Nuna y platicar con ella era una
delicia.

Al escuchar el timbre del cambio de clases decidió darse prisa, para lo cual tuvo que
quitarse los zapatos y continuar descalza. Vio a la distancia cómo los pasillos de los
edificios se iban llenando de gente. Pensó que de todos modos llegaría tarde, de manera
que, aminorando de nuevo el paso, se dispuso a seguir adelante con aquella historia que
había decidido olvidar tras su regreso a México y no obstante ahora inventaba a medias,
procurando que no se le fuera de las manos.
Y se preguntó, de pronto, qué estaba haciendo en Monterrey, cómo fue que retornó a la
vida normal, de qué manera, si alguna vez había decidido lo contrario y pensó que su
proyecto era definitivo. Había deseado una vida nómada capaz de borrar la muerte de
Antonio. Irse lejos sería como morir y renacer. Toda una trasmigración de sí misma. Y sin
embargo sabía que en el fondo se marchaba para buscarlo. Algo dentro le decía que aún era
posible, en alguna parte lo encontraría.
Román era el punto inmóvil, el cordón que la sostenía. Ahora se deslizaba en el mundo
como un globo de helio. Más allá del mundo deseaba un cuerpo sin memoria, una plenitud.
Pero aquello había quedado atrás y ahora avanzaba hacia la universidad, preocupada por
sus clases, debatiéndose entre el placer del olfato y el peso de su alma.

Se sirvió un nuevo café y encendió un cigarro. ¿Cómo haría para olvidarlo, para
encontrarlo? Las colinas a lo lejos la llenaban de nostalgia. No quería pensar en México y
ahí estaba, pensando en Román, en Roberto.
—¿Otra vez triste? —Orli, había tomado el llavero de la mesa y ahora descolgaba su
saco del perchero—. Voy a la Yeshivá. Tengo cita a las nueve. ¿Vas a estar bien?
Mónica asintió con la cabeza.
—Trata de pensar en otra cosa —le aconsejó—, o simplemente no pienses. Todo se cura
—dijo—, ya verás que se te pasa.
—Está bien —murmuró Mónica. Enseguida, como al descuido—: No estaría mal pasar
un tiempo en Egipto.
—¿Egipto? —exclamó Orli—, ¿crees que Egipto te va a ayudar? No lo vas a olvidar en
ninguna parte, Mónica, tienes que acostumbrarte a vivir con eso —abrió la puerta y se puso
a jugar con el picaporte—: Además, Egipto está lleno de árabes.
Orli temía a los palestinos con la misma intensidad que al demonio. Jamás hables con
ellos —le recomendaba con frecuencia—, son gente malvada.
Un grupo de árabes trabajaba en las inmediaciones del Moshav, construían una
habitación extra en una casa vecina. Orli no podía dormir, imaginaba que estudiaban la
manera de entrar por la noche para matarla.
Mónica solía saludar cuando se los topaba en sus paseos. Sin embargo, una de esas
tardes Orli la enfrentó en casa, furiosa. Una vecina se había dado cuenta de su
comportamiento y le había reclamado.
Desde entonces, Mónica evitaba tomar la ruta de costumbre. Y cuando llegaba a
encontrarse con ellos en la tienda, volvía la cara. No podía ver de frente a esos hombres
desposeídos. No podía saludar a los extranjeros de su propia tierra.
Tenía que irse de ahí, debía marcharse pronto.
—¿Entiendes lo que te estoy diciendo? —insistió Orli—. Estamos hablando de árabes,
es muy peligroso.

Quizá Román tenía razón, pensó Mónica al tiempo que se acomodaba los libros en los
brazos para enseguida quitarse las pequeñas piedras y trozos de ramas incrustadas en las
plantas de sus pies, quizá lo que buscaba entonces era su origen, el sentido. La muerte de
Antonio la dejó sin un brazo, sin una pierna, sin un pedazo de hígado. Una esquinita de ella
misma era Antonio y en aquel momento no sabía a dónde ir, de qué manera escapar de sus
pesadillas.
—¿Cómo es? —preguntó Román el día de su nacimiento.
—Feo —respondió él—, como todos los recién nacidos.
Aquella noche pensó en el destino de Antonio. Lo vio tirado en la cuna, gritando a todo
pulmón. Aún no regresaba Roberto, pero quién hubiera podido evitar los meses que pasaría
a su lado. Roberto se internaría en sus vidas y nada sería como antes, nada después de esa
magia que los envolvería a ambos, una pasión capaz de restar importancia a su hijo y
provocar su abandono.
¿Por qué lo trajimos si no podíamos con nosotros?, se preguntó, y volvió a ponerse los
zapatos: era mejor soportar los tacones que las pequeñas ramas puntiagudas en las plantas
de los pies. El rumor del cambio de clases a lo lejos le trajo a la mente otros ruidos. Debía
inventar el momento si no deseaba que escapara, tenía que construirlo cuanto antes en la
imaginación. Así es la memoria, pensó, y se entretuvo en buscar esa escena única entre las
miles que había decidido encerrar con llave en su mente. ¿O lo imaginaba todo?, ¿estaba
inventando cada una de las escenas perdidas?

Faltan dos días para su vuelo a El Cairo y por eso tomó el autobús a Tel Aviv, para
despedirse. El mejor lugar es el mercado.
Bajó por Allenby hasta un poco antes de Ben Yehuda street. Dejó atrás los cafés al aire
libre de Ha-Karmel y se introdujo en el callejón de las flores.
Todos los colores de la ciudad parecen haber huido hacia esos pasajes estrechos. Todos
los matices de marrón, todos los verdes y los rojos, todas las flores del mundo que los
hebreos hacen crecer bajo plásticos a manera de invernaderos.
Mónica se detiene a pesar de las quejas de los transeúntes. Aspira hondo. Nada. Las
flores del Shuk Karmel son inodoras y no obstante el espectáculo la deslumbra. El callejón
de las flores es una contradicción, un oasis a mitad del desierto de la ciudad.
Continúa su travesía en el tumulto hasta elegir un puesto de shwarma con vista al mar.
Huele a curri, a carne de cordero. Un joven sefardita acerca los alimentos, la canasta con
pan árabe. Muy cerca de ella un hombre ofrece sus productos cantando en hebreo, señala
los sacos de semillas, las especias. El vendedor del puesto vecino responde con un canto en
el que ofrece una mejor oferta. Ambos hacen ingenio de burlas hacia la competencia y la
gente sonríe al pasar. Qué bien se está aquí, piensa, y saca de su bolsa un cuaderno.
Estoy en el mercado de Tel Aviv, Román, me voy a Egipto. Enseguida le dice que el
Mediterráneo de Israel es un animal hermoso que no desea despertar. Quisiera explicar lo
de las carnicerías, pero advierte que es imposible. ¿De qué manera le dice estos olores que
la llaman, el miedo? En los pasajes de las carnicerías huele a sangre. Los vendedores
arrojan las vísceras al pavimento y por eso abundan los gatos, los palestinos miserables. En
ocasiones te imagino tocándome, haciéndome el amor entre los desperdicios.
Deja de escribir porque al desviar la atención hacia el mar se ha visto a sí misma. Y es
tan concreta la realidad de esa imagen donde coinciden el tiempo y la memoria. ¿Cómo
decir con palabras esto que vive por un instante mientras camina hacia la universidad,
cuando está a punto de marcharse a Egipto?
La memoria de Mónica es como la raíz de un árbol. O quizá es el hueco formado por esa
misma raíz: una protuberancia perfecta metida en la tierra de su muerte. Cada pliegue de su
historia en acercamiento, cada torsión de los nudos que de pronto puede observar con
claridad.
Sabe que ella misma es un punto en la inmensidad de las galaxias, un punto que anhela
ser línea en la velocidad de su fuga. Y desaparecer.
Sentada a esta mesa del mercado del Tel Aviv, caminando por el baldío rumbo a la
universidad, ha comprendido. Es Mónica de principio a fin. Alumbrada, contenida en su
cuerpo y su destino.
Una vez que termina con su shwarma, paga la cuenta y se dirige a la playa, a la
universidad. Y en su camino escucha el rumor del cambio de clases, las conversaciones de
los habitantes de esta tierra con sus decenas de lenguas. Debe existir un origen, piensa, un
sitio donde el significado de las palabras sea concreto como una piedra, único.
Por las noches, después de la cena con Orli, suele caminar hacia casa de la vieja Nuna
para jugar una partida de scrabble. Nuna le sirve una copa de vino y ambas se sientan ante
el tablero sin hablar. Le sorprende esta facilidad de manejar el inglés a su antojo. Las
palabras surgen en su mente como una aparición. Y son palabras desnudas, palabras sin
otro sentido que ser ellas mismas.
Con el español le sucede diferente. Las palabras tienen historia, corresponden a una
realidad conocida, a un momento verdadero. Las palabras son una tierra dura que es preciso
alcanzar, piensa, al tiempo que arriba a la playa, son el resultado de una pérdida.
Se quita los zapatos para acercarse un poco más a las olas, caminar entre piedras le dobla
los tobillos y mejor se arriesga de nuevo a quedarse descalza. A lo lejos se escucha el
timbre que anuncia el inicio de la siguiente hora de clases. Está frente al océano. Paralizada
de frío observa las aguas. Maim —murmura—, maim hamim.

Oscurece, Mónica camina rumbo a la estación de autobuses. A su paso por el barrio


yemenita las calles ondulan. Los edificios de estilo mediterráneo elevan su perfil contra el
ocaso.
Al llegar a la estación se coloca en la fila para comprar el boleto a Bazra. La mujer
delante de ella se vuelve de pronto y le pregunta por el autobús a Natanya.
—Discúlpame —responde Mónica—, no tengo idea.
—¿Cómo llego a Natanya? —pregunta la desconocida al hombre detrás de la ventanilla.
—¿Eres rusa? —pregunta a su vez el de los boletos.
—Necesito que me informes del autobús a Natanya —insiste ella.
—¿De qué parte de Rusia?
Al fin el boletero le indica el número de autobús, el mismo que Mónica debe tomar
rumbo al Moshav Bazara. Ambas suben y se sientan una frente a la otra. Mónica coloca su
mochila en la pequeña mesa que las separa.
—¿Te molesta que lo ponga aquí?
La desconocida niega en silencio y de pronto:
—¿Te diste cuenta? —pregunta a Mónica.
—¿De qué?
—De la manera como tratan aquí a los rusos.
—Ah —dice Mónica—: ¿Y tú?, ¿eres rusa?
—No —responde ella—, pero siempre me confunden y eso es un verdadero problema.
Acto seguido, se pone a hablar pestes del país. Le cuenta que los rusos son tan pobres y
están tan desesperados, que fingen ser judíos con tal de venir aquí a trabajar.
—Falsifican documentos —asegura—, se cambian el apellido. Por eso los israelitas los
odian. Según ellos, muy pronto van a quebrar al país. Pero eso es algo muy difícil de que
suceda —continúa la desconocida—, tomando en cuenta que a este país lo mantienen los
millonarios de WallStreet. ¿Cómo podría alguien quebrar a un país como Israel?
—¿De dónde eres? —pregunta Mónica, en un intento de cambiar el tema.
—Soy judía rumana —responde—, lo cual es igual o peor que ser rusa.
En el trayecto al Moshav, Judith le cuenta que es una nueva ciudadana. Le dice que al
entrar al país le dieron muchos dólares, pero ya se los gastó y nunca logró encontrar trabajo
o poner un negocio.
—Ahora, ni siquiera me dejan salir —se queja—, no sé si sabes que los nuevos
ciudadanos debemos permanecer siete años encerrados, como si estuviéramos en la cárcel.
Este país es una mierda, pero te aseguro que no deseas conocer el lugar del que vengo.
Le cuenta que la primera vez que entró a un supermercado se desmayó. Le dice que no
conocía las licuadoras y jamás había probado un plátano. Enseguida continúa echando
pestes de Israel.
—¿Y cómo te llamas tú?, ¿a qué te dedicas? —pregunta Judith, cuando el autobús está a
punto de llegar al Moshav.
—Me llamo Mónica y soy actriz. Bueno —corrige—, eso era en México. Aquí no soy
nada.
—Yo no soy nada en ninguna parte —dice Judith con cara de tragedia.
—Mucho gusto —Mónica estrecha su mano y toma su mochila—. Aunque es una
lástima conocerte ahora. Pasado mañana me voy a Egipto.
—No importa —dice Judith. Saca una pluma de su bolsa y anota un número en un papel
arrugado—: puedes llamarme aquí cuando regreses. Es el número de teléfono de la pensión
donde vivo.
—¿Cómo sabes que voy a regresar?
—Todos regresan.

—¿Cómo va? —pregunta Mónica a Román, quién observaba el ensayo desde la última
grada.
Román asiente con un gesto y retoma sus notas. Hace ya un buen tiempo que está así,
obsesionado con la obra. Asiste a los ensayos, hace bosquejos que le ayuden a avanzar en el
cuadro en el que trabaja. Está metido de lleno en el dolor, ese vacío sin fondo que dejó la
muerte de su hijo. Y su dolor es como estar en el limbo, un lugar donde los sentimientos no
existen, donde él mismo no existe. Una nada.
No imagina que Mónica, quién parece haberlo superado sin mayores problemas,
terminará quebrándose. No sabe que ella no logrará salir nunca. Tampoco piensa en la
posibilidad de que él mismo se harte y la abandone, mucho menos sospecha que ella se irá
lejos a buscarlo. A Antonio, el niño muerto.
Vestido de aventurero español, espada en mano, Roberto comparte con ellos este nuevo
intento de salvarse. Es Pizarro, don Francisco Pizarro. Muy lejos del ensayo conserva la
sensación de haberla perdido. La muerte de Antonio le arrebató a Mónica y ahora sólo le
queda compartir su suerte, el dolor de Román, la desdicha que, lo piensa cada mañana,
desaparecerá tarde o temprano. Tiene que ser así, se dice, esto no va a durar para siempre.
Román los observa cuando cruzan el puente y se abandonan. Por un instante se topa con
los ojos de Roberto y lo desconoce. Es Pizarro, don Francisco Pizarro y ambos están a
mitad de camino, suspendidos en el momento del traslado.
Mónica aparece cubierta con un velo blanco. Su personaje es simbólico: es el deseo del
aventurero español. Hay un momento de la obra en que lo abraza. Después se aleja y
Roberto entristece de veras: el alejamiento de Mónica confirma su pérdida. Y la desea
como antes. Roberto desea su deseo y a la mujer que lo representa en esta obra.
—Mira la esperanza —dice Mónica bajo el velo blanco, con la certeza de ser el alma de
otro—, adorable anhelo que está en ti como el rocío de la mañana. ¿Sabes a dónde vas? —y
la Mónica que baja del autobús se estremece, la que avanza hacia el campus de la
universidad—. Vas a un inmenso mundo con cientos de millas de oscuridad, de ruido. La
oscuridad de la que todos procedemos.

En casa se apilan los bosquejos, los intentos de traducción de un mundo que Román
observa impotente. En ocasiones se aproxima al lienzo, en un trazo recupera alguna de las
miradas que observó en el ensayo. Pero ésa que acaba de pintar no es la mirada de Mónica,
no es la de Pizarro ni la de Roberto. No es la suya. Este trabajo no puede quedar en el aire,
se dice, pero la verdad de lo que traduce no llega al lienzo, una y otra vez lo burla.
—Mira, muchacho —dice Mónica en alguna parte del lienzo, en algún momento del
ensayo—, grábate algo: Los hombres no pueden permanecer sólo como hombres en el
mundo, es demasiado grande para ellos y los vuelve miedosos. Entonces construyen
refugios para esa grandeza. ¿Entiendes?
Román se refugia en la obsesión de Mónica por el teatro. Lo sucedido entre Mónica y
Roberto ha matado a Antonio, piensa, pero no puede alejarse. ¿A quién acudir sino a ellos?
—Solos lo hacemos —murmura frente al lienzo—, el Cielo no tiene la culpa.
Es un azul metálico, un hondo cielo con su nube repentina. La imagen es sólo un trazo
en la parte superior del cuadro, hacia el extremo derecho. En esa parte del lienzo y en el
momento justo, Mónica vuela hacia El Cairo en un boing 777 de la línea El Al.
Viajar sin acompañantes ha sido siempre motivo de sospecha en el aeropuerto del Tel
Aviv. Debido a ello, una mujer de las fuerzas de seguridad la ha desnudado en un cubículo
del sótano. La ropa de la maleta, que Mónica había acomodado con esmero, terminó echa
un caos. Rompieron la cámara y su bolsa de mano es un verdadero desastre. Los soldados
buscaron sin éxito durante media hora. No había bomba y por eso ahora desayuna Mónica
en su asiento del avión. Muy a gusto. Está comiendo un sandwish y piensa en Román, en
Antonio. Cada vez se aleja más, y sin embargo la distancia provoca en ella un sentimiento
de bienestar.
¿Qué esperaba en realidad de Egipto?
Sentada en el sillón de la casa de Laura, Mónica bebe tequila. Román la ha abandonado
y eso le provoca sentirse miserable. Sin embargo teme que regrese. Le aseguró que ya no
soporta, se lo dijo en la mañana, cuando ella regresó al tema de Antonio. Entonces Román
renunció:
—Esta vez vas a tener que enfrentarlo sola —dijo—, yo ya no puedo más.
Román estaba envuelto en su toalla y ella sabe que hacía un esfuerzo por actuar como
una persona normal, o como si Mónica fuera una mujer como todas. Y se fue, la dejó para
siempre. Ahora, sentada en el sillón de la casa de Laura, no sabe si lamentarse o celebrarlo.
Se siente un plato en el estante. De pronto ve todo desde una esquina, como si su alma se
echara a volar. Incluso está segura de haber salido por una ventana. Se internó en la noche y
desde ahí vio las luces encendidas del edificio. Entonces se le ocurrió que Monterrey era la
Acrópolis, que vivía en la era de Pericles.
En el extremo del sofá, frente a una Laura que ya no es la cotidiana (el Tequila es para
Mónica un vagón en movimiento, un barco donde sólo queda ella), aquí mismo, en el
departamento de Laura, Mónica piensa en Lorena. Su hija duerme en casa mientras ella se
va, se está yendo. Quizá jamás regrese.
Laura parece animada, le habla de algo que ella no comprende y de pronto siente el
impulso de pedir ayuda. Sería inútil: no puede hablar. Está sumergida, a punto de la
desaparición.
Intenta no recordar el detalle de la cama con las sábanas sucias. La voz del muecín como
una culebra, penetrando la ventana. La televisión encendida para opacar ese canto. No, con
seguridad no recuerda Egipto. Sólo atiende a la botella de tequila. La observa a detalle,
centímetro a centímetro mientras Laura le hace una pregunta. Niega con la cabeza, se
sumerge sin remedio.
Es obvio que recuerda el lugar, pero lo evita. No lo desea y sin embargo ahí está la
habitación en penumbras del Hotel Amín. La voz del comediante en la televisión, sus
palabras incomprensibles y de pronto el estruendo de las risas. Quiere apagar la tele, pero
no puede. El terrible canto del muecín se lo impide desde alguna mezquita, desde alguna
calle, desde el aire enrarecido de este cuarto de hotel.
¿Cuántos años ha permanecido en la inmovilidad? Cientos de años abrazada a sus
piernas, siglos de siglos tendida en estas mantas con olores a ajo. De pronto, impulsada por
el resorte del temor, sale al pasillo. Alcanza el baño en el momento preciso del vómito. Está
llorando unas lágrimas gruesas. Estas lágrimas alcanzan otras y al fin llora de verdad. El
hueco del estómago es similar al del mundo y está sola. En este vacío está sola y de nuevo
le viene el vómito.
En México, cuando se enfrentó a la idea del viaje, el estómago se le vino a la garganta
ante la libertad de su Atlas abierto. La imagen del mundo con sus continentes, sus mares,
sus posibilidades infinitas.
Deseaba un destino lejano, un espacio mítico para su muerte, que planeó en el instante
justo de la muerte de Antonio.
Quizá porque confunde el teatro con el mundo, la poesía con el destino. Acaso por la
cursilería de verse a sí misma borrada de México. Lo cierto es que el destino elegido se le
niega y ahora sólo puede ver las manos de Antonio, sus ojos de súplica cuando ya no podía
ni hablar y por eso le abría ese boquete, ese túnel hacia el temor de perderse tal como ahora
se va perdiendo ella. Así la veía Antonio en su cama del hospital, con esa desesperanza, con
la seguridad de que nadie podría ayudarlo. Al final dejó de mostrarle su terror, dejó de verla
y se quedó solo, atrapado en su cuerpo.
Esto debe ser la locura, piensa la Mónica de la casa de Laura, la que vomita en el baño
del Hotel Amín. Estar fuera, perder el código. Tal como me sucede ahora que no puedo ni
preguntar por una calle.
Ha recobrado la serenidad y ahora descansa de una larga caminata en este restaurante de
Midan Al Tahrir. Se trata de un enorme salón iluminado apenas por una ventana. Es la
única mujer en el local. Los hombres beben, conversan, fuman de sus narguilas. El humo
asciende en la penumbra.
Busca entre los objetos que la rodean hasta encontrar uno que le es familiar. Es una
azucarera de cristal. Con intuición de náufrago acerca su mano a la superficie. Confirma su
curvatura al tocarla, eleva los dedos hacia el cuello y continúa con las yemas hasta llegar a
la tapa de metal. Enseguida repite el trayecto. Está a mitad del océano, aferrada a una
azucarera de cristal.
El mesero, que hace unos minutos colocó el plato en la mesa, continúa frente a ella. La
observa con la sonrisa en los labios, en espera de su aprobación. Mónica corta un trozo de
pollo frito y se lo lleva a la boca. Enseguida martica y sonríe a su vez, con la esperanza de
que el mesero se aleje. Pero éste continúa en su sitio. Entonces comprende que es otro el
asunto. Extrae una moneda de su bolsa y se la entrega. El mesero agradece con una
caravana, pero no se mueve. ¿Por qué no se larga de una vez por todas? Mónica desvía la
mirada hacia un grupo de hombres rodeados de humo. Contiene el llanto.
Decide pagar la cuenta y baja a la plaza. Midan Al Tahrir está invadida de puestos.
Mónica se detiene ante las pulseras de plata con incrustaciones de piedra, se acerca a tocar
los cofres con sus arabescos, sus serpientes entrelazadas. Después camina hacia los tapetes
tejidos a mano que los vendedores tienden en el pavimento y sobre los que transitan
animales y humanos. Imaginar que está en un mercado de México la reconforta. Sin
embargo el olor es aquí un obstáculo. Huele a estiércol, a podredumbre estancada entre los
edificios de gobierno que rodean la plaza. Respira hondo. Le ha venido de nuevo el asco y
no desea que Laura se entere. No serviría de nada ahora que está lejos del mundo. En el
departamento de su amiga y en Egipto, tan dentro de los ojos de Antonio.
Nunca pensó que fuera así, nunca imaginó perder el alma frente al Nilo, en la sala de
Laura.
—¿Quieres comer algo? —pregunta su amiga, quizá porque advierte la hondura en su
silencio.
—No, mejor voy al baño —y observa la distancia que deberá recorrer: un desierto de
azulejos blancos hasta alcanzar la puerta, entonces llegar en la memoria a la pequeña caja
donde yace el cuerpo de su hijo, su rostro tranquilo porque ya no hay dolor. Atrás quedó la
impotencia. Verlo sufrir cuando intentaba que ella le tendiera la mano y lo trajera de vuelta
desde donde estaba. Y la resignación al advertir el hoyo por donde su hijo se fue, darse
cuenta de que se había muerto.
Al llegar a casa solía caminar hasta la cama de Antonio, que respiraba con dificultad.
Era un rugido suave y ella lo abrazaba, aunque sabía que era inútil. ¿Por qué se enfermaban
de muerte los niños?, ¿por qué precisamente este niño con su madre a medias, su madre que
se fugaba todo el día para no verlo morir?
Mónica se vaciaba en ese abrazo, se llenaba del dolor ajeno de su hijo, se echaba encima
ese cuerpo que ya no respondía, que pesaba tanto. Después se iba a su cuarto, metida bajo
las cobijas permanecía inmóvil el resto de la noche. La mirada de Antonio metida en sus
ojos que no podía cerrar.
De nada sirvió llorar tanto en el velorio, decir lo que nunca dijo, pero sin mover los
labios. Como si rezara a un santo, a un fantasma que alguna vez fue un niño de carne y
hueso.
No, no va a poder moverse. Imposible caminar hasta el baño, si ya bebió media botella
de tequila y las aguas del Nilo se la tragan. Haría falta un poco de voluntad para que
surgiera de nuevo Mónica. Haría falta un grito. A mitad de la plaza preguntar por su hijo.
—Si lo que quieres es vomitar, no tienes que ir al baño —le dice Laura con suavidad—;
de todos modos tengo que limpiar la casa —y la toma de las manos, pero Mónica ya no la
ve ni la siente.
Está gritando. En la plaza de Midan Al Tahrir detiene a la gente que pasa, en la mesa de
la esquina donde besa a Roberto en el instante en que Román empuja la puerta de la
entrada, los busca con los ojos, corre hacia ellos que esperan un reproche.
—Está en el hospital —dice, las palabras entrecortadas por el llanto—, los vecinos lo
metieron al carro y se lo llevaron.
Mónica no sabe qué hacer, qué cosa ordenar a sus piernas para que reaccionen. La voz
del muecín la tiene petrificada en este bar donde vino a encontrarse con Roberto, en este
camastro del Hotel Amín, en este sillón anegado de vómito cuando Laura intenta abrazarla.
Entonces sucede, a mitad de la plaza pregunta por su hijo. Al fin deja escapar el grito que la
coloca ante los ojos de Antonio.

—Así estará de pie —dice Mónica y se mira a los ojos que repiten sus ojos y de pronto el
círculo se rompe ante al espejo.
El objeto frente a ella es ella misma. Está sola, pensando.
En la mañana llegó tarde a la universidad. La llanta del carro explotó y por eso no pudo
ir a su casa a medio día. Comió un trozo de pizza en una banca frente a los cubículos de
humanidades. Después sacó su libreto y se puso a estudiar mientras el cabello, que había
lavado muy temprano, se iba templando al sol.
Era preciso que aquella mañana cruzara el terreno baldío que une la gran avenida con la
universidad. Y caminar entre los árboles, incómoda por los tacones altos. Era necesaria esa
grieta para que Mónica recordara y, en el momento justo del olfato, supiera que algo estaba
a punto de ocurrir.
Se confundió con la tierra y las ramas, con el invierno cuyos humores fueron el motivo
del rapto: la estancia en un paréntesis donde la prisa, las notas del periódico o el virus en la
computadora no significan nada. Sólo ese recuerdo de que era ella y estaba ahí, a mitad de
su historia. Un viaje que pronto acabaría.
Estoy viva, se dice frente al espejo sin dejar de mirarse a los ojos, estoy respirando. Y
pronuncia un nombre que de pronto le parece distante: Mónica.
Por la mañana, cuando caminaba hacia los edificios del campus con los zapatos en la
mano, había recordado otros árboles.
Está en el colegio donde estudió la primaria. Es la hora del recreo y la pequeña Mónica
percibe una extrañeza en los rayos del sol. Avanza por el jardín con sus amigas. Los
nogales obstruyen el camino de esa luz tan rara, la transforman, la contaminan. Después la
dejan caer sobre el grupo de niñas que avanza por los andaderos. Las pequeñas platican de
cualquier cosa, no ponen atención al sonido de las nueces al quebrarse bajo sus zapatos.
Es sólo un grupo de niñas con su uniforme de escuela. Ríen de pronto y en su risa
Mónica advierte el temor, a pesar de que sucedió hace tanto. Bajo esa luz extraña las
pequeñas se acercan a la gruta de la Virgen. El viento mueve sus faldas y las hojas del
camino. Entonces sobreviene el silencio. Frente a la imagen de la gruta las niñas se quedan
inmóviles. Después se ponen a hacer peticiones a la Virgen, que es el centro mismo del
miedo. Una presencia capaz de transformar la mañana.
¿De dónde viene ese temor?, se pregunta Mónica ante el espejo, ¿por qué siempre
estamos intentando huir, negarlo, buscar una explicación que nos consuele?

—Me pregunto en qué consiste la inteligencia —había dicho Román en el café, después
de que Mónica le rogara que cambiara de tema—. Por ejemplo, yo sé que eres una mujer
inteligente.
—Ajá —dijo Mónica, sacó de su bolsa un libro.
—No es el tamaño de la cabeza —continuó Román—, porque, la verdad, la tienes muy
pequeña.
—Qué tonto eres —dijo ella, mientras buscaba la página en que había dejado la lectura.
—¿Tú crees que los peces sean más felices que nosotros? Quizá se mueven en el núcleo
de la vida, mientras nosotros intentamos entenderla.
—Puede ser —dijo ella, sin levantar la vista del libro.
—Dices que no quieres pensar, que ya no vas a leer y lo primero que haces es meterte en
tu libro.
—Sí, sí, está bien —murmuró ella, y cerró el libro.
—Aparece la física cuántica y ahora dudamos hasta de la materia. Pero ahí me tienes,
pintando un lienzo tras otro, con la estúpida convicción de que lo que hago es necesario,
con esa estúpida creencia.
—Ya vámonos —dijo, y guardó su libro en la bolsa.
—No —suplicó Román—, no quiero ir a casa —y apretando con suavidad el hombro de
Mónica—: Mejor volvemos a cambiar el tema.
—Es como el humo del cigarro —dijo ella, a punto de encender uno—: No sabemos la
dirección que va a tomar. —Y después de un breve silencio—: No te gusta, ¿verdad?
Román negó con la cabeza, la mirada perdida en las manos que había dejado caer en el
mantel.

Hace apenas tres días él decidió marcharse y quizá por eso la mirada de Mónica se llena
de nostalgia ante el espejo. Eran cerca de las siete y recuerda que los pensamientos se le
venían a la cabeza con facilidad, como si piloteara un avión. Pensar que no debía pensar la
condujo esa mañana a una tierra fresca. Dejaba de pensar y el pensamiento seguía ahí, en su
mente que era un río.
Al escuchar la regadera se alegró de que Román se hubiera metido a bañar. Deseaba
estar sola, lejos de su esposo y de su hija, que en ese momento dormía en la recámara de al
lado.
—Estoy viva —dijo, y se movió entre las sábanas de puro placer, de puro gozo de sentir
su cuerpo. Advirtió que ese día se cumplían tres meses desde su regreso a Tel Aviv y por
eso decidió tomar una cerveza antes de llegar a casa.
El impulso la guió hacia el bar de siempre, Siba Lemesiba con sus mesas de madera y
sus vitrinas hacia Ben Yehuda Street. Había conocido ese lugar la primera noche de su
regreso, después de vagar por las calles intentando tranquilizarse. Necesitaba una cerveza,
un espacio para olvidar Egipto.
No recuerda cómo fue que Khaled se acercó a su mesa, pero está segura de haberlo
advertido de inmediato: aquel árabe se parecía demasiado a Roberto.
Ahora, al entrar al bar después de estos tres meses, Mónica se pregunta si de verdad es
feliz en Tel Aviv, al lado de Khaled. Quizá es un poco más estúpida que antes, puesto que
sustituye a uno por otro, como si eso fuera posible.
Está metida entre las sábanas en su cama de México, escuchando el sonido de la
regadera, y sin embargo es el bar de Ben Yehuda, la banca donde come una pizza frente a
los cubículos de humanidades en la universidad, el instante en que se recuerda de niña: ese
temor de la gruta a la hora del recreo. El espanto.
Mónica entiende esa emoción confusa ahora que Román se acerca a la cama. Ahora,
después de todo este tiempo, comprende que era precisamente el temor lo que la impulsaba:
el deseo de acercarse a la gruta, de tocar la mañana de la Virgen y encontrarse al fin con su
hijo.
Debió haber sucedido entonces, reconoce, al tiempo que Román se aproxima a la cama
con el cabello empapado y la toalla enrollada en la cintura.
—¿Se puede saber qué tanto hablas a solas?
—No estoy diciendo nada —responde ella, y cierra los párpados para evadirlo, pero
también por el deseo de continuar en esa otra cama donde Khaled duerme.
El brazo del árabe descansa en su cintura. Todo el peso de su cansancio sobre el cuerpo
de Mónica que no ha podido cerrar los ojos en toda la noche. En cambio Khaled, que hoy
trabajó doble jornada en el hospital, está roncando. Los conflictos en la organización se han
acumulado durante los últimos días y Mónica no sabe qué cosa aconsejarle. No conoce la
situación del país como para opinar nada. Tampoco comprende cómo puede ser posible que
una organización pacifista tenga tantos problemas para operar, no le cabe en la cabeza que
hayan metido a dos de sus integrantes a la cárcel.
Mónica fuma en silencio, tiene la mirada perdida en el edificio de enfrente a través del
balcón. De pronto escucha una sirena a lo lejos, en unos segundos ese sonido invade la
recámara. Kahled se mueve, gira hacia el otro costado y regresa, de nuevo deja caer el
brazo sobre su cuerpo.

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