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~ trada en el análisis de los supuestos del conocimiento científico, la Episte-
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2.1.4. Los historiadores y la Epistemología
El interés de los historiadores por los criterios epistemológicos de la
Historia, en cierto modo ha nacido con el propio oficio, pero sólo ha cobra-
do una relativa importancia cuando ha sido necesario justificar su trascen-
dencia intelectual frente a otros dominios intelectuales o, incluso, criticar los
paradigmas de la propia profesión. En sus primeros balbuceos, ese interés
ha surgido de la convicción más o menos explícita de que este oficio no se
agota en absoluto en una actividad erudita o conocimiento de técnicas de
tratamiento de las fuentes, sino que se basa en determinados supuestos que
sirven de apoyo a la veracidad de los métodos de investigación histórica. En
la propia obra de Ranke no es raro hallar consideraciones epistemológicas
dispersas sobre las particularidades de la Historia, con las cuales el autor
justifica sus investigaciones. Es bien conocido igualmente el dato de que
durante una buena parte de su trayectoria profesional, Droysen impartió cur-
sos de "Histórica" en las universidades de Jena y Berlín (de ahí nació su tra-
bajo Resumen de Histórica en sus versiones de 1857-1858 y de 1882). En
ellos pretendía mostrar de modo sistemático, descendiendo incluso hasta
los fundamentos del conocimiento, los rasgos de la propia disciplina de la
Historia (se sirvió del vocablo "Histórica" -Historik-, una expresión relati-
vamente técnica, para referirse a sus rasgos metodológicos y formales). En
su interés por tales fundamentos, Droysen elaboró una teoría sobre las rela-
ciones entre el historiador y la individualidad e irrepetibilidad de los fenó-
menos históricos que denominaría "comprensión investigadora" para dife-
renciarla de la lógica de las ciencias naturales. Esta teoría pasa por ser la
primera de las formulaciones de la hermenéutica histórica de los dos últi-
mos siglos (la captación de la interioridad de los fenómenos históricos a tra-
vés de sus manifestaciones).
Sin embargo, a excepción de Droysen, las primeras generaciones de his-
toriadores no sintieron apenas la necesidad de plantearse de manera cohe-
rente el problema de los supuestos del conocimiento histórico. Para ellos, la
alianza con la erudición y el interés por la historia nacional fueron suficientes
garantías de la práctica historiográfica. No obstante, en las últimas décadas
del siglo se asistía al surgimiento de una nueva especialidad filosófica cen-
122
mología, que tarde o temprano acabaría llamando la atención de los más
inquietos historiadores. En el caso germano, la teoría deDroysen pasó rela-
tivamente desapercibida entre los historiadores alemanes coetáneos y fue
desarrollada a la muerte del historiador prusiano por su colega y filósofode
la universidad berlinesa Wilhelm Dilthey (1833-1911). Éste, a quien se con-
sidera el primer especialista germano en Epistemologia propiamente dicho,
convirtió la teoría de la "comprensión" en el punto de partida de una ambi-
ciosa "crítica de la razón histórica". Dilthey vio en ella la clave por excelen-
cia del conocimiento propio de las "ciencias del espíritu", Geisteswissens-
chaften, un vocablo con el que se refería a la Psicologiadescriptiva,la Etnología,
la Economía política, la Religión, el Derecho, la Ética, las ciencias del Estado "j
s-,
y la Historia, entendida esta última a modo de biografía (Introducción a las
Ciencias del espíritu, 1883).Sinembargo, tampoco Diltheyfue objeto de aten-
ción inmediata por parte de los historiadores de su país. ·'"l
A) Las controversias tradicionales
Como indica un reciente ensayo sobre la materia, desde la obra de los
autores citados hasta los años sesenta del siglo xx, los tres temas clásicos de
reflexión epistemológica sobre la Historia han sido los siguientes: en primer
lugar, el que ha suscitado la más insistente controversia, que el problema -ya
planteado por Droysen y Dilthey- sobre la compatibilidad o no entre la inves-
tigación histórica y la lógica generalizadora de otras ciencias; en segundo
lugar, el tema de la causalidad y el determinismo históricos; y por último, el
problema más amplio -relacionado con los anteriores- y en el que los histo-
riadores se han sentido más cómodos: la relación genérica entre la Historia
y las ciencias sociales. Desde la década de los setenta los epistemólogos pro-
fesionales, ayudados de ciertos intellectual historians, han desarrollado un
nuevo repertorio de temas basado en la importancia del lenguaje, la bús-
queda de estructuras narrativas dentro del discurso y los problemas que plan-
tea la identidad del sujeto. A la postre, esta reorientación ha contribuido a
marginar el primero de los temas mencionados (Roldán, 1997: 141).
En este apartado interesa examinar cuál ha sido el comportamiento de
los historiadores profesionales ante la reflexión epistemológica más que pro-
ceder a una detallada exposición de los rasgos formales de sus principales
manifestaciones (aunque en ciertos casos resulta fundamental conocer por
qué a ciertos epistemólogos les ha interesado especialmente el conocimiento
histórico) .
Ante todo, se ha de subrayar que la reflexión epistemológica en la pluma
de los historiadores ha reflejado con cierta nitidez las vicisitudes de la pro-
123
pia disciplina. Hasta los años setenta, su atención hacia los mencionados temas
de la Epistemologia ha tenido un claro carácter polémico e instrumental, y se
ha dejado guiar con mucha frecuencia por los trabajos de los propios filóso-
fos. Sin embargo, el debate sobre la singularidad o proximidad del conoci-
miento histórico a otras disciplinas, en el caso de los historiadores no se pue-
de desligar completamente de los intentos de afianzar la importancia y el
prestigio social de la profesión. De ahí que, a los ojos de ciertos epistemólo-
gos, sea un lugar común considerar que aquéllos tienden a "descuidar" los
problemas epistemológicos de su propia disciplina. Pero esta valoración sólo
es correcta en parte. Desde finales del siglo XIX han existido discusiones entre
los propios historiadores, ayudados por determinados filósofos, en las que
han tenido un importante protagonismo esos argumentos epistemológicos.
En las últimas décadas, la proliferación de grupos de historiadores y su
mayor capacidad de polémica, junto con los problemas que entraña el para-
digma cultural y microhistórico (Capítulo III),hacen que los profesionales
estén mucho más atentos a la Epistemología que antaño, y que se invoquen
otros autores y otras referencias. Esta situación se ve favorecida por el hecho
de que se consideren temas clave cuestiones como, por ejemplo, la reduc-
ción de la escala de la investigación o el modo en que el lenguaje y las imá-
genes influyensobre la realidad social. Este inusitado empeño en la reflexión
epistemológica, constatado por algunos de los mejores conocedores de la
historiografia reciente (Novick, Noiriel), entraña un lenguaje profesional con
un alto grado de equivocidad; impulsa a servirse de un vocabulario filosófi-
co envuelto en la ambigüedad. Sin embargo, no está tan claro que esto sea
algo negativo, tal y como aseguran algunos autores. La figura del "historia-
dor-epistemólogo" tampoco constituye un fenómeno completamente nuevo.
Los intelectuales que participaron en el debate internacional en las primeras
décadas del siglo, como Berr, Xénopol, Croce o Huizinga,en cierto modo ya
la presentaban.
El relativodesinterés de las primeras generaciones de historiadores euro-
peos y norteamericanos hacia la Epistemologia ha comenzado a modificar-
se a finales del siglo XIX. Esto se debe a la aparición de una serie de obras
escritas por filósofos,sociólogos, economistas e, incluso, algunos historiado-
res heterodoxos, que reflexionaronsobre las ciencias sociales y dudaron seria-
mente de que los resultados eruditos y los rasgos formales de la historiografia
coetánea contuviesen suficientes criterios de veracidad o, sencillamente, sir-
viesen para lograr un auténtico conocimiento de los fenómenos sociales. A
partir de ese momento, a los historiadores no les quedó otro remedio que
acompañar las polémicas sobre el "método histórico" con el recurso a la re-
flexión epistemológica. El historiador Ernest Bernheim (1850-1942), autor en
1889 de un voluminoso Tratado del método histórico, el más importante en su
género, ya en la edición de 1903 amplió el subtítulo con la frase "y de la filo-
124
sofía de la Historia". Con ello daba a entender que se asistía a una renova-
ción de este últimotema gracias al renovado interés aportado por la Episte-
mologia (lggers, Powell, 1990: 119). Croce, por su parte, lo explicaría abier-
tamente en su ya mencionada Teoría e historia de la historiografía. A su juicio,
el único significado aceptable de la denominación "filosofía de la historia"
sería el de "exigencia de una elaboración de éste o aquel problema históri-
co"; "filosofíade la historiografía".
Efectivamente, en las postrimerías del siglo XIX se había suscitado el pri-
mer debate epistemológico surgido en la profesión, el cual pronto adquirió
una dimensión internacional y conectó con otros que tuvieron lugar transcu-
rrida la Gran Guerra. En él se midió por primera vez la actividad de los his-
toriadores ante las nacientes ciencias sociales, las cuales disponían de un
ámbito académico mucho menos seguro que el de aquéllos, pero se valían
de una capacidad polémica tan o más importante que la de los propios his-
toriadores. Dicho debate se inició casi al mismo tiempo en Alemania y en
Francia, en torno a 1893-1894;en el primero de los casos, a raíz de la recep-
ción de la Historia de Alemania de Lamprecht en las páginas de la Historiscne
Zeitschrift; en el segundo, con la edición de La Historia considerada como cien-
cia (1894) del publicista Paul Lacombe (1834-1919). A comienzos de siglo
tales polémicas ya gozaban de una repercusión internacional.
Los directores de la referida publicación germana, Friedrich Meinecke y
Georg von Below (1858-1927), habían interpretado la Kulturgeschichte de
Lamprecht, caracterizada por un notable eclecticismo (Capítulo 1),como un
ataque frontaldel positivismo occidental a la tradición idealista de la otra ori-
lla del Rhin.Ambos se mostraron absolutamente contrarios a la tesis de que
la Historia fuese una ciencia tan capaz de generalizaciones como la que más
-aunque sin la rigidez de las ciencias naturales-, tesis que defendía el men-
cionado profesor de Leipzig (Iggers, 1983: 179-199).Además, en 1899, año
en que Lamprecht hizo su última réplica, los responsables de la Hisioriscbe
Zeitschnft vieron ratificadas sus posiciones con la aparición de una obra des-
tinada a tener cierto predicamento en el gremio alemán, al menos, hasta los
años treinta:la Ciencia cultural y Ciencia natural, del filósofoneokantiano Hein-
rich Rickert (1863-1936), entonces profesor de la universidad de Friburgo.
Su ensayo tenía la particularidad de que••proporcionaba argumentos
epistemológicos a la tradición rankiana, justificando ese "método indivi-
dualizador" que los historiadores asociaban a la "concepción germana de
la Historia". Rickert sostenía que la actividad de éstos implicaba un expre-
so manejo de conceptos más que una vaga identificación espiritual con las
tendencias de la época -es decir, con las fuentes-, como había mantenido
Ranke. Sin embargo, el filósofo también defendía que esos conceptos nada
tenían que ver con la lógica de las ciencias naturales. Según él, pertenecían
a unas nuevas ciencias ajenas a la tradición aristotélica, las "ciencias cultu-
125

rales" (Kulturwissenschaften), cuyo rasgo básico consistía en su capacidad
para aprehender los fenómenos individuales. Como filósofo neokantiano,
Rickert sostenía, además, que esa lógica individualizadora procedía, a su
vez, de la relación de tales conceptos con una serie de valores de carácter
intemporal tales como la religión, el derecho, el Estado, la ética, el arte o la
ciencia, ante los cuales el estudioso debía mantener una escrupulosa neu-
tralidad (Iggers, 1983: 152-169).
Pocos años más tarde, Max Weber (1864-1920), que también había ejer-
cido la docencia en Friburgo hasta 1897, emprendería la primera reflexión
profunda sobre los conceptos de la investigación social llevada a cabo en Ale-
mania, y para ello se inspiraría en algunos de los argumentos de su colega
Rickert. Su conocido artículo "La objetividad del conocimiento en las cien-
cias y la política sociales", para el Archiv für Sozialwissenschaft und Sozialpo-
litik (1904), fue un compendio de sus críticas a las tradicionales Wissenschaf-
ten, a las que consideraba todavía bastante influidas por la metafísica y la
tradicional Filosofia de la historia. Su concepción de los "tipos ideales", que
desarrolla en el citado ensayo, significó un notable esfuerzo por dar con una
base racional con la que justificar la capacidad generalizadora de la investi-
gación social-y, por extensión, de la historia económica y social-o Supuso,
así, un rechazo del desgastado tópico del "espíritu del pueblo" del que solí-
an servirse los políticos y economistas para justificar los estudios y las decí-
siones económicas. Era igualmente una crítica a todos los planteamientos de
carácter psicológico o individualizador en los que se habían empeñado los
epistemólogos alemanes para examinar aquellas disciplinas. La influencia de
Rickert le suministró, incluso, una notable baza para justificar la importancia
del "método científico", pero Weber rechazó por completo el concepto kan-
tiano de una esfera de valores intemporales que aparecía tan acentuado en
ese filósofo (Hughes, 1972: 226).
La teoría weberiana de los "tipos ideales" tuvo cierta acogida inmediata
en el terreno de la investigación social y de la historia económica entre auto-
res relativamente heterodoxos. El economista y antaño socialista Werner Sorn-
bart (1863-1941) se inspiró en ella en su Moderno Capitalismo (1902-1908),
Y el especialista en historia del Derecho, Otto Hintze (1861-1940), publicó
tempranamente un estudio sobre la historia del funcionariado (1911), tam-
bién de inspiración weberiana. Ahora bien, las propuestas de Weber, inclu-
so tras su fallecimiento, fueron rechazadas, junto con las de Sombart, por los
directores de la Historiscbe Zeitschnft. Below, en concreto, las atacó en varias
ocasiones con el argumento de que conducían a emancipar la historia eco-
nómica de las tradicionales Wissenschaften -en particular, de la historia cons-
titucional- y la colocaban en la órbita de la Sociología. Este historiador veía
en esta última un dominio pretencioso y materialista contrario al espíritu de
especialización y al sentido idealista atribuido a las disciplinas germanas. El
126
¡,r
tema de los "tipos ideales" hubo de esperar varias décadas para que fuese
recuperado por los historiadores de ese país como motivo de reflexión epis-
temológica, sobre todo, a través de los ensayos de Theodor Schieder (1908-
1984) en los años cincuenta y sesenta (Carreras Ares, 1990: 97; Pasamar, 1991:
232; Ringer, 1995: 155-156,219). Entre los historiadores sociales alemanes,
la influencia de Weber se acabaría mezclando con otras variadas y caracte-
¡f,
rizadas por la dimensión "explicativa" de sus argumentos, como las teorías
de la modernización o el materialismo histórico (Capítulo III).
Durante la etapa de Weimar, el Historicismo halló nuevos argumentos de
apoyo, pero esta vez no vinieron directa o exclusivamente de la Epistemolo-
gía, sino de una reflexión intelectual más amplia, no sólo germana. En reali-
dad, las teorías sobre la lógica interpretativa de la Historia, después de que
las formularan Droysen, Dilthey y Rickert, habían recibido un nuevo espalda-
razo en los años anteriores a la Gran Guerra de la pluma de Benedetto Cro-
ceo Los planteamientos sobre las relaciones entre la Filosofía y la historiogra-
fía formulados por este napolitano de adopción tuvieron una influencia
internacional que se prolongó más allá de su muerte. Se habían gestado len-
tamente desde finales del XIX, bajo la influencia, primero, de Marx y Vico y,
poco después, de Hegel; y habían dado sus primeros pasos de la mano de
sus estudios de Estética. Según Croce, no existía ninguna diferencia episte-
mológica entre la Filosofía y la Historia; la Filosofía constituía "el momento
metodológico de la historiografia"; el progreso de una iba unido al de la otra,
y las categorías filosóficas eran' 'los conceptos directivos de la interpretación
histórica". Por lo tanto, los escritos históricos vendrían dados por el acto de
pensamiento del estudioso capaz de captar los grandes problemas del pasa-
do a la luz de las experiencias del presente (Teoría e historia de la historio-
grafía, 1915-1916). El argumento serviría de justificación a lo que Croce deno-
minó durante los años del fascismo "historia ético-política" que, a su vez,
constituyó una de las reflexiones políticas que propiciaron la reorientación de
la historiografia de su país hacia los estudios de historia moderna y contem-
poránea (Capítulo HI). De modo más genérico, al margen del estricto plan-
teamiento de esa "historia ético-política", el mencionado argumento episte-
mológico encontró el asentimiento de bastantes historiadores coetáneos de
otros países. ~
En Alemania la influencia de Croce se vino el. incorporar, como una más
entre otras, a un problema intelectual que provenía de la necesidad de actua-
lizar las tesis rankianas después de la caída del Imperio alemán. La cuestión,
tal y como la formularon los dos autores que la abordaron desde una pers-
pectiva filosófica e historiográfica, Friedrich Meinecke y su colega de la uni-
versidad de Berlín, el político y teólogo Ernst Troeltsch (1865-1923), era la J
siguiente: tras la desaparición del régimen político que se creía la encarnación
de la historia y del idealismo alemanes, ¿qué criterios justificaban la concep- 1
.~
127
1
.~
1

ción de una Historia basada en la inagotable individualidad y sentido ideal de
los fenómenos? Como lo glosaba el propio Troeltsch, ¿de qué argumentos
intelectuales y morales debía de dotarse el Historicismo para salvarse del
relativismo cultural? (El Historicismo y sus problemas, 1922); dicho de otra
manera: ¿en qué supuestos intelectuales se apoyaba la importancia otorga-
da a la tradición rankiana? No se trataba de una cuestión relacionada estric-
tamente con la Epistemología; incluso puede decirse que tanto Troeltsch como
Meinecke dieron un paso atrás respecto a Rickert -y, por supuesto, respec-
to a Weber- en el reconocimiento de que el historiador debía servirse de
conceptos. Lo que se discutía era un tema mucho más amplio que invitaba a
la revisión de la filosofía alemana y de la tradicional noción de "historia uni-
versal" (Weltgeschichte). Troeltsch, en concreto, rechazaba los planteamien-
tos de Rickert y de Weber e intentaba parcialmente una vuelta a las consi-
deraciones rank:ianas y diltheyanas: las categorías del pensamiento histórico
no serían conceptos propiamente hablando, sino más bien "totalidades indi-
viduales" que sólo podían describirse una vez se había captado su interiori-
dad. La justificación última de dichas categorías, lo que las libraba del relati-
vismo, consistía en que eran propiamente revelaciones divinas, de modo
parecido a lo que había sostenido Ranke.
También Meinecke planteó la reflexión epistemológica con argumentos
sobre la "comprensión", aunque no siguió a Troeltsch en su reivindicación
de la metafísica. El codirector de la Historische Zeitschnft concibió sus obras
históricas como una ldeengeschichte, inaugurando un género de historia inte-
lectual, adversario de la historia social, que ha sido el más importante de los
surgidos en Europa en la primera mitad del siglo xx. Para el Meinecke pos-
terior a la Gran Guerra, las categorías historiográficas eran las "ideas direc-
trices" individualizadas con las que debía identificarse el historiador, pero
no necesariamente siempre fuerzas "ético-políticas". En algunos casos y,
sobre todo, desde el siglo XIX, según Meinecke, éstas podían constituir fuer-
zas negativas, como el militarismo, el nacionalismo o la democracia de masas.
La visión meineckiana de la historia reciente estuvo, en definitiva, completa-
mente influida por esta distinción (Capítulo III)(Hughes, 1972: 175-181; Iggers,
1983: 188-193,207-222).
En Francia el debate del cambio de siglo no poseyó entre los historiado-
res el carácter de cerrada defensa que presenta el caso alemán. Tampoco se
vieron exactamente ante la disyuntiva de escoger entre el "método indivi-
dualizador" y la "comprensión" o, en su caso, las ciencias sociales. La antes
mencionada obra de Paul Lacombe, que se considera la iniciadora de la polé-
mica ya comentada, representó el punto de vista de los primeros sociólogos
ante la disciplina de la Historia. Para ellos, ésta sólo podía ser una ciencia en
la medida en que se la entendiese como Sociología. Según Lacombe, la apo-
yatura científica de la Historia venía dada por la referencia a las instituciones
128
¡¡,~
r~
económicas -en las que veía "el efecto de una constitución de fuerzas psí-
quicas", al estilo de Taine-. El individuo y el acontecimiento, aunque pudie-
ran formar parte de ella, sólo se referían a la Historia considerada como "arte" ,
¡:'!
(Allegra, Torre, 1977: 120-122). Los argumentos defendidos por los durkhei- i~
mianos a través de su revista L 'Année Sociologique (fundada en 1897-1898), !
se inspiraron en esa idea: la "historia historizante", la que sólo examinaba los
individuos y los acontecimientos, no podía ser una ciencia. ;)
Para entonces, la réplica de los historiadores iba a contar con un inesti-
mable aliado, el historiador y filósofo rumano Alexandru Xénopol (1847-1920).
Su obra Los principios fundamentales de la Historie (1899; ampliada en 1908
If
con el título La teoría de la Historiey, fue recibida con enorme simpatía entre
los autores franceses, ya que proponía una vía intermedia entre el "método
individualizador" de los autores alemanes y la Sociología. Constituyó objeto
de discusión, incluso, en el Congreso de Ciencias Históricas de París de 1900.
Para Xénopol era errónea la oposición entre la Historia y las ciencias natura-
les característica del pensamiento germano. Según su propuesta, que guar-
daba ciertas deudas con las doctrinas evolucionistas, entre el "individuo" de
Bernheim y Rickert, y la "ley sociológica", se hallaba "la serie", una noción
que juzgaba la más apropiada para garantizar el carácter científico de la His-
toria. Su importancia estribaría en su capacidad de conservar la individuali-
dad de sus integrantes pero, a la vez -argumentaba el rumano-, sería un ele-
mento general, ya que recrearía la idea de una sucesión de los fenómenos a
través del tiempo (Allegra, Torre, 1977: 120-122; Carbonell, Livet, 1980: 223-
225; Erdmann, 1987: 32-33). Sin embargo, Xénopol fue un crítico de la Socio-
logía, un defensor de la importancia de la historia política; llegaba a ver en
ésta, incluso, la manifestación de la "historia general de las sociedades huma-
nas".
La obra que publicara en 1911 Henri Berr, La Síntesis en Historia. Ensayo
crítico y teórico, se considera un empeñado intento de conciliación entre los
historiadores y los durkheimianos que tuvo mucha más fortuna que el autor
rumano. La había comenzado en 1900 con la fundación de la Revue de Synthé-
se Historique y la continuó en la época de entre guerras con iniciativas toda-
vía más ambiciosas. Berr rechazaba los intentos de reducir la Historia a la
Sociología, pero al mismo tiempo también concedía una buena parte de razón
a los críticos de la "historia historizante". Igualmente, otorgaba que el estu-
dio de los hechos individuales y de los acontecimientos no podía constituir
por sí mismo la base de la Historia como ciencia. En ese sentido, la "síntesis
histórica" era una primera propuesta interdisciplinaria, un "método" aplica-
ble a las distintas ciencias sociales, a la Historia y a las especialidades histó-
ricas -incluida la historia política-, que recuperase el valor científico supues-
tamente ausente de aquella "historia historizante". En la época de entreguerras
la "síntesis" desempeñaría uri notable papel a la hora de servir de apoyatu-
129
ra para la reivindicación de la historia económica y social y, como es sabido,
los argumentos de la escuela de los Annales sobre la interdisciplinariedad se
han inspirado de alguna manera en la propuesta berriana (supra.).
En realidad, esa escuela asentó durante varias décadas una manera de
abordar la reflexión epistemológica marcadamente pragmática e instrumen-
tal, e interesada en justificar la estrategia del oficio. Sus representantes más
importantes consideraron que la reflexión sobre la Historia era un asunto que
no debía guiarse por los problemas de los epistemólogos profesionales (Noi-
riel, 1997: 99). Esta opción no ha venido, obviamente, de una supuesta caren-
cia de filósofos de peso, sino más bien del desinterés -incluso, la aversión-
de Bloch, Febvre y Braudel hacia la ñlosoña profesional. También ha sido debi-
da a que la más importante obra de Epistemología histórica publicada en
Francia en la posguerra fue un intento de repensar y difundir los argumentos
de las tradiciones de la hermenéutica europea (Dilthey, Croce, Collingwood)
acometido por el polifacético filósofo e historiador, próximo al catolicismo
liberal de la conocida revista Esprit, Henri-Irénée Marrou (1904-1977). Éste
colaboró esporádicamente en la Revue Historique con una "crónica de meto-
dología histórica" (1953, 1957) Yadquirió notoriedad con una crítica del "posi-
tivismo", llamada de atención a los historiadores sobre la importancia de la
Filosofia de la historia, titulada Del conocimiento histórico (1954). Resultó, sin
embargo, un intento poco exitoso. En el caso de Braudel, en concreto, en esos
años, los acuerdos y desacuerdos con las ciencias sociales giraron más bien
en torno a los planteamientos de figuras como el antropólogo Claude Lévi-
Strauss o el sociólogo Georges Gurvitch; y a ninguno de ellos les reconoció
tampoco el estatuto de filósofos.
Esa intensa discusión epistemológica sobre el Historicismo y la historia
social acontecida en el continente europeo en la primera mitad del siglo xx
no posee un paralelismo en la tradición anglosajona. En Estados Unidos fue
frecuente que los "historiadores progresistas" hicieran referencias al carác-
ter científico de la Historia asociadas a la invocación al relativismo, a la adap-
tación a los cambios, como las del estudioso de la historia intelectual James
H Robinson (1863-1936) en el ensayo La Nueva Historie (1912). En él presentó
una pionera referencia a la interdisciplinariedad, a la necesidad de servirse
"de todos los descubrimientos sobre la humanidad llevados a cabo por antro-
pólogos, economistas, psicólogos y sociólogos" (Stern, 1970: 265). No obs-
tante, las reflexiones de los norteamericanos adoptaron un carácter disper-
so a la búsqueda de argumentos para afianzar el sentido pragmático y
relativista de la disciplina. El único que se salió de esa norma en Ultramar
antes de la II Guerra Mundial fue, además del mencionado Arthur o. Lovejoy,
Maurice Mandelbaum (m. 1987), con una reflexión clásica, poco atendida en
el momento de su publicación, titulada El sentido de la Historia: una réplica al
relativismo (1938; reeditada en 1967). En ella el autor sopesaba los argumentos
130
a favor y en contra del "relativismo" de una serie de historiadores nortea-
mericanos -los "progresistas"- y de fIlósofos europeos entre los que se haila-
ban Croce, Dilthey;Rickert y Troeltsch, haciéndose eco de modo refractado
de las polémicas europeas (Novick, 1992: 262-263).
Entre los autores anglosajones, el único que ha desarrollado una reflexión
prolongada en el tiempo desde comienzos de siglo ha sido el británico y tam-
bién especialista en historia intelectual John B. Bury (1861-1927). Entendido
en estudios clásicos, Bury saltó a los de historia intelectual moderna y con-
temporánea esforzándose al mismo tiempo en una fundamentación episte-
mológica de la disciplina. Sucedió a lord Acton en la cátedra de Historia
Moderna de la universidad de Cambridge en 1903 con un conocido discur-
so sobre "La ciencia de la Historia" y escribió diversos ensayos sobre el tema
hasta culminar en su clásico La idea del progreso (1920). Sus planteamientos
se dirigían a justificar los supuestos epistemológicos de la profesión de his-
toriador, el carácter de "ciencia" de la Historia frente a la tradición whigque
la tenía por un "dominio de la literatura", según había escrito Macaulay seten-
ta y cinco años antes en su ya citado artículo "History" (Capítulo 1).
Las ideas de Bury estaban inspiradas en parte en la tradición germana, en
la necesidad de considerar la Historia una disciplina diferenciada dotada de
una metodología; pero a la hora de optar entre el Historicismo y la Kulturges-
chichte, este historiador se mostraba ecléctico y también simpatizaba con esta
última manifestación. Como indica una estudiosa de su obra, B\lYYpretendía
situarse a medio camino entre Lamprecht, a quien valoraba favorablemente,
y las formulaciones hermenéuticas. En uno de sus más recurrentes temas -y
también más envueltos en la penumbra-, el papel desempeñado por las con-
tingencias o los accidentes históricos recogido en el ensayo "La nariz de Cleo-
patra" (1916), se adelantó a algunos planteamientos de los filósofos analíticos
posteriores. Pronosticó que el papel otorgado a los accidentes históricos dis-
minuiría a medida que creciese el conocimiento del entorno natural y social.
Sin embargo, también se manifestó contrario a la teoría social, a la posibilidad
de explicar los fenómenos históricos mediante el recurso sistemático a secuen-
cias causales (Goldstein, 1977: 900-904; Roldán, 1997: 174-175). Al final, en su
obra La idea del progreso, Bury se mostró convencido de que la principal apo-
yatura de la Historia como ciencia era la idea de desarrollo, de progreso, el
reconocimiento del carácter histórico de las ideas.
En su país, la obra de este historiador ha inspirado tanto a autores adver-
sarios de las ciencias sociales como a sus partidarios. Sin embargo, hasta los
años cincuenta, la primera de estas opciones ha carecido de alternativas;
incluso ha hallado defensores originales entre las filas de los filósofos. De
entre estos últimos sobresalieron durante años los argumentos del británico
Robin G Collingwood (1889-1943), Las consideraciones de Collingwood, ins-
piradas en las de Croce, ayudaron a los historiadores a subrayar las diferen-
131
cias que les separaban de los eruditos y a justificar la participación activa del
historiador en el proceso de la investigación histórica. Según recordó Colling-
wood en su Autobiografía (1939), desarrolló su teoría de que los hechos his-
tóricos son "re-actualizados" en la mente del historiador gracias a sus estu-
dios de arqueología romana, pero nació también como producto de las
vivencias de la Gran Guerra. A raíz de esta experiencia -indicaba- le obse-
sionó la posibilidad de construir una "ciencia de los asuntos humanos" en la
que el hombre adquiriese destrezas equiparables a las que poseían los estu-
diosos del mundo natural.
En las décadas de los cuarenta a los setenta, la Epistemología sobre la His-
toria ha quedado bajo la influencia de la "filosofiaanalítica"; ha sido alimenta-
da por la doctrina del prestigioso Círculo de Viena sobre la existencia de un
método científicouniversal. El interés hacia el conocimiento histórico de parte
de esos autores no es, sin embargo, ajeno a las vicisitudes de la Ir Guerra Mun-
dial. Uno de sus más conocidos miembros, KarlR. Popper (1902-1994), reco-
nocía en sus memorias que sus más famosos estudios sobre la lógica de la His-
toría (La sociedad abierta y sus enemigos [1945Jy Miseris del Histoncismo [1954])
nacieron de su célebre Lógica de la investigación cientifica (1934) Yfueron su
"tributo a la guerra" (Búsqueda sin término. Una autobiografía intelectual, 1977).
Dejando a un lado las consideraciones políticas con las que Popper envolvió
aquellas obras, se debe subrayar que la aplicación de ese principio de la uni-
versalidad del método científico ha generado uno de los debates más riguro-
sos sobre la naturaleza del conocimiento histórico. A los ojos de algunos histo-
riadores atentos a la teoría o a la historia económica y social, esa reflexión ha
constituido un punto de referencia básico para acreditar el manejo de explica-
ciones generales en la disciplina histórica. Pero la persistencia del debate has-
ta prácticamente los años setenta no ha tenido tanto que ver con la participa-
ción de aquéllos como con el impulso académico y asociativo de los propios
filósofos (sobre todo, los norteamericanos).
El punto de partida más notorio de aquellas reflexiones vino dado, como
es sabido, con el artículo de Carl G. Hempel (1905-1997) "La función de las
leyes generales en la Historia" (journel oI PhJ1osophy, 1942). En él sostenía
que, a la luz de las nociones esencialmente sinónimas de "ley general", "hipó-
tesis universal" o "explicación" (que denominaba "modelo nomológico"), los
análisis realizados por los historiadores se podrían considerar, propiamente,
"esbozos de explicación". Esto es, los conceptos historiográficos serían por-
tadores de indicaciones más o menos vagas de "las leyes y las condiciones
iniciales consideradas relevantes", y podrían llegar a convertirse en explica-
ciones sensu stricio mediante la correspondiente investigación empírica en
cada caso.
A partir de esta tesis, el debate de los epistemólogos revistió la forma de
un cruce de propuestas consistente en "debilitar" o suavizar dicha afirma-
132
ción. Las obras que sucedieron al mencionado artículo de Hempel se ocu-
paron de ofrecer respuestas al problema de la compatibilidad de las inten-
ciones o las acciones intencionales de los protagonistas históricos y dicho
"modelo nornolóqico". Desde 1960, la revista norteamericana History and
Theory, fundada ese año, actuaría de punto de contacto entre los especialis-
tas anglosajones de ambos lados del Atlántico y alentaría notablemente esa
clase de discusiones (Ricoeur, 1987,1: 204-221; Aróstegui, 1995: 235-237;
Colomines, Olmos, 1998: 107-117).
B) Los debates recientes
En la década siguiente pronto fue constatable un abandono de esos temas,
dada la aparición de un marcado interés hacia el discurso narrativo. Sería
simplificar demasiado las cosas el creer que tal cambio procedió sólo del
agotamiento de los argumentos de los "filósofos analíticos" anglosajones. El
desplazamiento del tema de controversia responde a varios factores que ayu-
dan a entender por qué ha acabado envolviendo a los historiadores de modo
mucho más intenso que las discusiones sobre el modelo hempeliano. Entre
esos factores cabe destacar los siguientes: la reorientación de las ciencias
sociales hacia el análisis histórico, acontecida desde los años sesenta, pero
dotada de importantes antecedentes; el surgimiento de las perspectivas
"micro" y culturales; los debates franceses sobre la crítica y el "retorno de la
filosofía del sujeto", en los que se invoca a clásicos como Nietzsche o Hei-
degger; y la ya comentada deriva de la historia intelectual norteamericana
hacia el ámbito del lenguaje.
Los actuales debates sobre historiografía no se ponen de acuerdo sobre
el orden de los estos factores; ni siquiera sobre su influencia. Desde finales
de los setenta, la reflexión sobre la llamada "crisis de la modernidad" ha ido
convirtiéndose en el centro de atracción de todos ellos. El "posmodernismo",
como también se conoce la citada reflexión, se ha erigido en un terreno ambi-
guo y altamente sincrético, depositario de las más variadas teorías e inter-
pretaciones sobre los cambios de la cultura y de sociedad del siglo xx. Al
decir de un reciente comentarista, en Estados Unidos constituye "una cons-
telación vagamente estructurada de disciplinas efímeras como los estudios
culturales, los estudios feministas, los estudios gay y lesbianos, los science
studies y la teoría poscolonial" (Lilla,1999: 7). Unos autores refieren el tema
a las ciencias; otros, a la filosofía.;otros, a las artes, y otros lo relacionan con
las transformaciones socio-económicas.
Pueden entrar en el vocablo propuestas radicalmente antimarxistas, como
las del filósofofrancés jean-Francois Lyotard (1924-1998), para quien a lo lar-
go del siglo xx se ha asistido a un inusitado cambio en el conocimiento cien-
133

tífico, a una "condición posmoderna" provocada por el descrédito de las
"grandes narrativas" que subyacen a las principales ideologias y, particular-
mente, a las socialistas (esto es, los discursos o "metarrelatos" caracteriza-
dos por ofrecer una visión de la historia entendida como emancipación de la
humanidad y progreso de la razón). Sin embargo, también se han presenta-
do teorías de la "posmodernidad" a partir de la tradición marxista occiden-
tal. Entre ellas destaca la del crítico literario Frederic Jameson, a quien corres-
ponde uno de los intentos más elaborados de ofrecer una explicación
omniabarcante del fenómeno. Este autor también pone el acento en que los
cambios en la cultura afectan sobremanera a la imaginación "narrativa", a la
que considera instrumento fundamental de la mente humana. Pero, en su opi-
nión, tales mutaciones constituirían una característica general del "capitalis-
mo tardío", un proceso de desestabilización de la estructura de las clases
sociales propias del capitalismo, y de transformación de la sensibilidad per-
sonal' las artes, las delimitaciones entre las ciencias e, incluso, la autoridad
intelectual del "primer mundo" (Anderson, 2000: 44-47, 90-96).
Para algunos historiadores, tales intentos de explicar los cambios cultu-
rales han recabado un doble interés: de un lado, han ayudado a justificar o
a entender las transformaciones y los nuevos problemas de la historia social
y la atracción por la narrativa, y se han presentado como una confirmación
a posterior: de la importancia del ensayo de Stone de 1979, que pasaría a
ser valorado como un punto de partida; de otro lado, aquella reflexión inte-
lectual reta a intentar interpretaciones de la historia del siglo xx, e incluso, a
ensayar cierta prospectiva historiográfica (Capítulo III).
La creencia de que el "posmodernismo" tiene importantes consecuen-
cias para los historiadores se ha ido abriendo camino a lo largo de los años
ochenta. Asílo expresaba el comentarista de Social History: "sus potenciales
vínculos, ricos en posibilidades -aseguraba-, están relacionados con el vie-
jo argumento de que la Historia es narrativa y con el más reciente interés por
la cultura" (Patterson, 1989: 86). No falta quien ha elaborado una teoría del
cambio historiográfico inspirada en criterios tomados del "posmodernismo"
y "postestructuralismo", como la del filósofoy especialista en historiograña,
el holandés F R. Ankersmit. Según explica este autor en la discusión sosteni-
da en las páginas de History and Theory en 1989-1990 con el historiador nor-
teamericano Pérez Zagorin, la multiplicaciónexponencial de los escritos his-
tóricos acaecida en las últimas décadas demostraría, definitivamente, que no
existe ningún progreso en la historiografia.El fenómeno daría la razón a quie-
nes han visto en ella un dominio literario y acientífico. La historiograña cons-
tituiría -argumenta-la mejor ilustración de las "teorías posmodernas" acer-
ca de la informacióny de la ciencia; en estas perspectivas, lo que determinaría
el movimiento y el sentido de las verdades científicas sería el intercambio de
información, la capacidad de suscitar debates, no unos criterios dados de
134
[(1
verificación o falseamiento; de modo que, según esto, los hechos serían tan-
to más verdaderos cuanto más debatibles. Al presente, los historiadores ya
no estarían capacitados para discutir sobre la veracidad de los propios escri-
tos históricos o sobre la evidencia de la realidad histórica -añade el autor-:
tendrían que conformarse con confrontar sus interpretaciones y las diferen-
cias de lenguaje que éstas llevan consigo (Ankersmit, 1989: 141-144).
Esa referencia del "posmodernismo", junto a los factores antes mencio-
nados, han modificado e incrementado de modo sensible la nómina de los
autores, filósofos,epistemólogos, antropólogos y sociólogos, objeto de aten-
ción por parte de los diferentes grupos de historiadores, así como su lengua-
je de discusión internacional. Se ha invocado una variada lista de estudiosos
cuyo único punto de coincidencia consiste en que todos abogan por lo que se
ha dado en llamar una "concepción subjetivista de lo social", con la que se
muestran partidarios de la necesidad de "someter al sujeto a una cura de adel-
gazamiento", en frase del filósofoitaliano G. Vattimo;en suma, autores todos
escépticos ante los modelos nomológicos o hacia las explicaciones estructu-
rales y funcionales en las que los agentes sociales, al menos en teoría, apare-
cen descritos como si fueran cosas o categorías fijas de análisis (Hernández
Sandoica, 1995: 131;Vázquez Carcía, 1995:82).
Así,los estudios "microhistóricos" invocan en unos Casosla llamada "des-
cripción densa" del antropólogo Clifford Ceertz (supra.) y, en otros, resca-
tan las propuestas, emparentadas con la Antropologia, del economista anglo-
sajón de origen húngaro Karl Polanyi (1886-1964) (Capítulo III). Por su parte,
algunos miembros de la "tercera generación" de la escuela de los Annales
actualizan al sociólogo germano Norbert Elías (l897 -1990) para sus estu-
dios de "historia de la vida privada". El Diccionario de ciencias históricas diri-
gido por André Burquióra (1986), de entre los dieciséis filósofos, epistemó-
logos y especialistas en teoría social que considera fundamentales entre los
siglos XVIII Y XX, justamente dedica un apartado a dicho autor. Subraya que
los historiadores franceses lo habían desconocido por completo hasta la
segunda mitad de los setenta, y aún entonces lo consideraron una "suerte
de compañero de viaje" del filósofoMichel Foucault (infra.) y del historiador
Philippe Aries, pasando por alto que Norbert Elías había formado parte de
las generaciones de investigadores sociales dé la época de entreguerras.
Elías fue en realidad discípulo de uno de los fundadores de la Sociologia ale-
mana, Karl Mannheim (1893-1947); integró la diáspora de intelectuales de
ese país de los años treinta junto con su propio maestro, y construyó, en esa
misma década, una sugerente teoría de la "privatización" que aplicó a diver-
sos estudios históricos. En La sociedad cortesana, que acabó de escribir el
mismo año en que Hitler subía al poder (el libro sólo se publicó en alemán
en 1969, Y en francés, en 1985), intentó explicar de qué modo en la Francia
del siglo XVII la imagen de lo privado había surgido por oposición a la de lo
135
I
público, a la del Estado absoluto, y lo había hecho alrededor de la "corte"
de Luis XN El tomo III de la Historia de la vida privada dirigida por Georges
Duby y Philippe Aries se inspira, casi en su totalidad, en dicha teoría (1985;
en español, 1989).
Por su parte, Roger Chartier, autor emancipado de esa' 'tercera genera-
ción" de Annales, crítico de la "historia de las mentalidades" y dotado de una
de las más importantes capacidades de sincretismo que se conocen, va toda-
vía más allá a la hora de asimilar la influencia del autor alemán. Chartier for-
mu1a, gracias a Norbert Elías, una teoría de la "representación cu1tural" con
la que se propone interpretar de modo más complejo cómo se interrelacio-
nan las imágenes culturales y los grupos sociales. A juicio de Chartier, no exis-
te una relación unívoca entre los grupos sociales y las mentalidades; no ha
habido nunca una cultura popular completamente diferente de la cultura aris-
tocrática. La historia de la lectura y de los lectores durante el Antiguo Régi-
men constituye un ejemplo privilegiado del modo en que diferentes actores
sociales pueden apropiarse, de manera muy distinta, de las mismas imáge-
nes culturales (el ejemplo con el que el autor ilustra estos argumentos es la
famosa "Biblioteca Azul" de la Francia del siglo XVII: un proyecto pensado para
las clases populares, pero que se nutre de textos de carácter culto) (Chartier,
1995: 54-61).
Para los más decididos reivindicadores del" acontecimiento" y adversa-
rios de esa' 'tercera generación" de los Annales, el filósofo Paul Ricoeur repre-
senta, en cambio, el autor-guía. Efectivamente, Ricoeur suministra una teoría
hermenéutica radical basada en un intento de construir una "metafísica de
la narratividad" -su obra ha reivindicado la suficiencia de la narrativa más
que la de ningún otro teórico reciente, subraya uno de sus principales críti-
cos (White, 1992: 67, 71). Para Ricoeur dicha narrativa no es un simple modo
de exposición como ha solido considerarse entre los historiadores profesio-
nales, ni siquiera un repertorio de figuras literarias o retóricas, como la ven
con frecuencia otros filósofos "narrativistas" e historiadores intelectuales. Para
el filósofo francés, la narrativa constituye más bien la propia esencia del tiem-
po histórico. En su más importante obra acerca de este tema, Tiempo y narra-
ción (1983; en español, 1987), el autor intenta demostrar que el pasado con-
tiene una cualidad de lo narrativo formada por las tramas de los aconteci-
mientos. Hace observar que las "entidades" por excelencia de la Historia
general-los pueblos o las naciones, por ejemplo- son, por analogia, autén-
ticos personajes de narración; representan el "vinculo real de los individuos
con la sociedad". También observa que los conceptos historiográficos, pro-
piamente hablando, constituyen abstracciones referidas a esas "entidades de
primer orden". La consecuencia que extrae de tales argumentos es que todos
los historiadores son narradores, independientemente de sus conceptos o de
su modo de exposición, y que la más famosa obra que ha intentado explorar
136
a fondo las estructuras históricas, El Mediterráneo de Braudel, es en realidad
una cumplida narración.
No resulta extraño que el nombre de Ricoeur vaya asociado en la actual
historiografia francesa a los especialistas en las llamadas "Historia del tiem-
po presente" y "nueva historia política", cuyos autores, obsesivamente anti-
deterministas, ven en el siglo xx un período surcado de "continqencias" y
acontecimientos "inesperados" (Capítulo III). Otros, más escépticos hacia
ese narrativismo radical, se preguntan si tiene alguna utilidad prescindir de
la diferencia entre la ontología de las estructuras y la de los acontecimientos,
así como también por el interés que puede reportar, para un mejor conooi-
miento del debate historiográfIco, la conclusión de que, en última instancia,
todos los historiadores han sido siempre narradores (Kocka, 1986: 172).
En el caso de ciertos intellectual y social historians la reivindicación del
"giro lingüístico" suele ser con frecuencia evocada con ayuda de la autori-
dad del filósofo francés Michel Foucau1t (1926-1984). Como señalan los cono-
cedores de su obra, los estudios de "arqueología" de los sistemas de pen-
samiento y de las formas de la racionalidad emprendidos por este pensador
desde comienzos de los años sesenta, han ido siempre acompañados de
equívocos entre los propios historiadores franceses. Sus estudios se aseme-
jan a alguna variedad del género de la "historia de las mentalidades" pero
no pretenden en absoluto mostrar las configuraciones mentales de los gru-
pos sociales. Por el contrario, los ensayos de Foucault se basan en un recha-
zo "nietzscheano" de la manera de concebir el sujeto que ha predominado
tradicionalmente en la filosofia -y, por extensión, en la historiografia y en la
investigación social-: el sujeto entendido como fundamento trascendental del
pensamiento y de la acción.
En la obra de Foucault, detrás de los diferentes "discursos" en los que
se plasman las distintas formas culturales (por ejemplo, la locura, la cordu-
ra o la delincuencia) se halla la "impersonalidad" más absoluta de las téc-
nicas de saber y de las prácticas de poder (Vázquez García, 1997: 149).
Así, el filósofo francés manejó siempre un "método estructural" sumamen-
te personal y susceptible de variadas posibilidades. Unos han visto en esos
"discursos" el prototipo de un sistema autosostenido absolutamente incom-
patible con la historia social. Sin embargo, 9tros han considerado que las
investigaciones foucau1tianas no son ajenas ala Historia; para algunos, inclu-
so, ejercen un efecto beneficioso sobre ella, puesto que ayudan a proble-
matizar la experiencia y a tomarse con precaución las tradicionales cate-
gorías. La influencia internacional de este filósofo a partir de los años setenta
(que en Estados Unidos se suele considerar una manifestación del llamado
"postestructuralismo") se basa justamente en esa ambigüedad: lo mismo
sirve a ciertos intellectual historians para reivindicar las más radicales opcio-
nes "textualístas", que es objeto de discusión por determinados social bis-
137
"{.
tr.
~.:
torians a la hora de resolver nuevos problemas planteados por la historia
social.
El llamado "giro lingüístico" es un diagnóstico difundido, entre otras cau-
sas, por esa situación, como se ha indicado más arriba. Los aludidos espe-
cialistas en historia intelectual interpretan la obra foucaultiana como un espal-
darazo a la emancipación de aquélla, una confirmación de la importancia de
los métodos de la lingüística estructural. El comentarista del programa de
Dorninick LaCapra y Stephen Kaplan (La moderna historia intelectual euro-
pea; supra) se hacía eco de esta creencia recordando en tono crítico que en
la perspectiva de Foucault "los discursos pueden ser descritos como siste-
mas de normas, impersonales, anónimos y objetivos, los cuales, en un senti-
do práctico y activo, construyen el mundo de los sujetos y los objetos, el mun-
do de la 'experiencia" (Toews, 1987: 890).
Por su parte, algunos historiadores sociales rechazan las interpretacio-
nes "textualistas" de ese "giro lingüístico", pero creen ver en él una puerta
abierta para replantear las relaciones entre la historia intelectual, o la cultu-
ral, y la historia social. Una especialista en "historia del género", la nortea-
mericana Joan Scott, propone las teorías semióticas como punto de partida
para establecer las diferencias entre dos ámbitos culturales opuestos: el géne-
ro masculino y el género femenino. El británico Gareth SI.Jones, autor próxi-
mo al Workshop jo urnal History, defiende que el lenguaje es demasiado opa-
co y problemático, e invoca la necesidad de teorías lingüísticas como auxilio
para encontrar las relaciones entre la conciencia y la experiencia(Lenguajes
de clase, 1983; en español, 1989). Como intenta demostrar en su estudio del
lenguaje cartista (1982), la "clase obrera", más que una realidad definida por
su relativa homogeneidad, ha constituido propiamente un concepto o un sím-
bolo del lenguaje del movimiento obrero. Ahora bien, para los social insto-
risas el Foucault "textualista" es un punto de referencia más que un objeto de
inspiración inmediata. Jones, en sus más recientes análisis teóricos, conside-
ra el planteamiento del filósofo francés completamente insatisfactorio para la
historia social. Rechaza su concepto de "discurso sin sujeto" y opta por una
visión conciliadora al estilo de Roger Chartier; es decir, por un examen de
las formas en que los "diversos sujetos" se apropian de los diferentes dis-
cursos (Cabrera, 1999: 77-78).
Entre los historiadores intelectuales norteamericanos, la autoridad de Fou-
cault se ha visto prolongada gracias a un autor que se considera el primero
en desarrollar la reflexión epistemológica narrativista en ese país: el histo-
riador y filósofo Hayden White. Discípulo de Maurice Mandelbaum, White es
firmante de una obra relativamente temprana, Metahistoria. La imaginación
histórica en el siglo XIX (1973; en español, 1992), que ha acabado por adqui-
rir una notoriedad internacional entre los historiadores particularmente seña-
lada en los años ochenta y noventa (todavía Lawrence Stone podía afirmar
138
que acababa de conocerla, en una nota a pie de página de su ensayo de
1979). La inclinación de White hacia el estudio de la "imaginación histórica"
del siglo XIX tiene que ver, según declaraciones propias, con el intento de res-
ponder a la pregunta de por qué la gente se siente inclinada a estudiar el
pasado -interrogante que no es ajeno a sus experiencias universitarias de i1
fmales de los sesenta marcadas por la crítica política e intelectual. Ahora bien, ~
el supuesto elegido por este autor de ideas políticas socialistas consiste en
afirmar que la historiografía es un género literario y que su importancia resi- i
de en el componente retórico de sus imágenes e interpretaciones (AAW,
1993: 5-9).
Su método, como él mismo reconoce, tiene un carácter "formalista". Con-
sidera la obra histórica una "estructura verbal en forma de discurso o prosa
narrativa", y no le interesa en absoluto ni la calidad de la narración ni la vali-
dez de la conceptualización. El propio "realismo histórico" característico de
los historiadores del siglo XIX no es más que una forma particular de "poéti-
ca" que se logra combinando los diversos aspectos formales de esa "imagi-
nación histórica".
White también considera obsoleto el debate "explicación" versus "com-
prensión". Según él, la narración no es algo distinto de la explicación, sino
que esta última constituye una forma derivada de la propia imaginación narra-
tiva -de hecho, juzga completamente secundaria la diferencia entre la histo-
riografia y la Filosofia de la historia o la investigación histórico-social, y ve en
todas ellas el producto de las combinaciones de elementos formales. Sin
embargo, el norteamericano no llega al extremo del filósofo francés Ricoeur:
la narrativa es el rasgo por excelencia de la "imaginación histórica", pero no
una cualidad del tiempo o del pasado que, en su opinión, sería una premisa
indemostrable.
Según su Metebistorie, la "imaginación histórica" de los principales filó-
sofos e historiadores del siglo XIX -lo que llama White sus "estilos historio-
gráficos"-, ha surgido de la combinación de varios elementos:
En primer lugar, del manejo de las diferentes "tramas literarias". Según
White, los "discursos" históricos clásicos de Michelet, Ranke, Tocqueville o
Burckhardt, se han servido de las tradicionales tramas literarias a la hora de
explicar cómo ocurrieron los acontecimientos; han considerado a los prota-
gonistas los héroes de un drama que, en unos casos ha representado el triun-
fo del hombre sobre el mundo; en otros ha significado lo contrario, el hom-
bre prisionero de esas fuerzas mundanas; y en otros, incluso, la derrota
completa de dichos héroes, acompañada de una lección moral.
Las "formas de argumentación" constituyen para White el segundo nivel
de conceptualización, el que sirve para explicar el significado de los acon-
tecimientos. Así, mientras que Michelet buscaría identifIcar los rasgos distin-
tivos de los sujetos históricos -según White--,Marx o Tocqueville serían "rneca-
H
~¡
fl
tiI!
139
Ij
U
nicistas" , es decir, plantearían leyes generales. Ranke, por su parte, perse-
guiría explicaciones "organicistas" que encuentran totalidades espirituales
detrás de los individuos históricos.
I
1
El tercer nivel de conceptualización residiría en la visión de la sociedad
o del cambio social de estos autores (la "explicación por implicación ideo-
lógica"); un problema en cuya solución el norteamericano invoca la tipología
I
de "visiones del mundo" del sociólogo KarlMannheim. Finalmente, el mane-
jo de figuras universales del lenguaje de carácter metafórico (entre otras, la
metáfora como tal, la sinécdoque o la metonimia), ayudaría a completar ese
"estilo historiográfico" (Bermejo Barrera, 1994: 98-99).
La de White se presenta como una opción "textualista" radical que ve en
la "forma de exposición" del historiador un conjunto de combinaciones de
tipos de narración y argumentación. Su efecto sobre los supuestos de la his-
toriografía es altamente des estabilizador, ya que pone en cuestión todos los
supuestos del oficio de historiador: el sentido de progreso de la historiogra-
ña, la validez de la metodología, el prestigio social e, incluso, el propio públi-
co lector -que para el autor norteamericano es el mismo que el de los rela-
tos de ficción (no es causal que haya intentado su propio discípulo, el filósofo
holandés F R.Ankersmit, construir una "teoría posmoderna" del cambio his-
toriográfico) .
Por todo lo expuesto, la fama de White se ha cimentado en opiniones
absolutamente irreconciliables: mientras reúne a su alrededor a importantes
seguidores de entre los filósofos y ciertos intellectual historians, creyentes en
la independencia de la historia intelectual, otros historiadores se muestran
abiertamente hostiles a su concepción de la moderna historiografia al cali-
brar el alcance de las conclusiones de su obra. Como indica en un reciente
ensayo un crítico y buen conocedor de su obra, "este punto de vista según
en cual toda exposición histórica es invención sobrepasa ampliamente las
reflexiones desde Tucídides hasta Natalie Zemon Davies, que reconocían las
cualidades literarias de la exposición histórica, pero no dudaban que ésta
permitía tomar conocimiento de las realidades humanas" (Iggers, 1998: 97).

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