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4. Notas de la Iglesia
Hemos visto hasta ahora que Cristo fundó la Iglesia sobre la roca de Pedro y los
cimientos de los Apóstoles, particularmente al establecer en la Eucaristía la nueva
alianza que crea el Nuevo Pueblo de Dios, al que se le infunde el Espíritu como
garantía de la comunión con Cristo y de la cohesión interna. Pero es un hecho que hoy
existen diversas Iglesias, como la anglicana, la ortodoxa con una enorme cantidad de
otras sectas. Surge entonces la pregunta inevitable: ¿Qué criterio tenemos para
discernir la verdadera Iglesia? En realidad, tales criterios han existido desde el
principio. Desde los primeros tiempos aparece como verdadera una sola Iglesia. En el
caso de la aparición de una nueva secta los obispos o los fieles levantaban su voz para
denunciar su situación anómala.
La Iglesia es Una
En Amsterdam, donde se celebró el primer congreso mundial del consejo
ecuménico de las Iglesias, en el 1948, se manifestó que el plan de Dios es que la Iglesia
sea una, pero el pecado del hombre rompe esta unidad. Los mismos protestantes,
estando tan divididos, lo mismo que los ortodoxos afirman con claridad que la Iglesia
de Cristo tiene que ser una. También los católicos de un modo constante, desde la edad
media con la bula “Unam Sanctam” de Bonifacio VIII (Dz 247, 468) hasta el decreto de
Ecumenismo del Vaticano II Unitatis redintegratio en el 1964 habla también que la
Iglesia debe ser una.
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Teniendo como precedentes todos esos acontecimientos hay que afirmar que
Cristo murió, nos recuerda San Juan 11,52, para reunir en uno a los hijos de Dios
dispersos por el pecado…donde debe existir un solo rebaño y un solo pastor (Jn 10,16).
Pero es, sobre todo, en la oración sacerdotal donde vemos a Cristo pedir al Padre por
la unidad de la Iglesia: “Que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos
sean también uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn
17,21).
La unidad es la obra de Cristo quien como Cabeza del Pueblo nuevo y universal
une a todos los hombres con Dios y entre sí (cf LG, 13) realizada especialmente por el
Bautismo y la Eucaristía. El Bautismo nos incorpora a Cristo y nos hace una sola cosa
con Él y entre nosotros (1Cor 12, 13ss) y la Eucaristía representa y realiza la unión de
todos los fieles (cf LG, 3.7.11; UR, 2; GS,78).
La unidad es el fruto del Espíritu Santo, el cual es para toda la Iglesia y para cada
uno de los fieles el principio de unidad hasta llegar a aquella koinonia de que nos
habla Hch 2,42, donde aparecen unidos los espíritus, unión que se traduce en favor de
los Pobres, poniendo todos los bienes en común (cf UR,2).
• Celebración común del culto Divino: somos también una unidad de culto, en
cuanto somos una liturgia (Fil 2,17). Un sacrificio de alabanza dirigido a Dios,
pero el culto cristiano que se realiza en los sacramentos, antes que un
movimiento nuestro hacia Dios, es un movimiento de Dios hacia nosotros. El
misterio de la encarnación de Dios se perpetúa en los sacramentos, de modo que
por medio de ellos entramos en contacto con el acontecimiento único de
salvación que es Cristo. Esta es la unidad que prosigue en el culto,
particularmente en el sacramento de la Eucaristía, que simboliza y realiza la
unidad del cuerpo místico de Cristo. Lo decía ya San Pablo en estos términos:
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“Puesto que todos comemos un mismo pan, formamos un mismo cuerpo” (1Cor
2,17).
B. Unidad y diversidad
La unidad de la Iglesia no se opone a una legítima diferenciación. “Desde el
principio, esta Iglesia una se presenta, no obstante, como una gran diversidad que
procede a la vez de la variedad de dones de Dios y de la multiplicidad de las personas
que los reciben. En la unidad del pueblo de Dios se reúnen los diferentes pueblos y
culturas. Entre los miembros de la Iglesia existe una diversidad de dones, cargos,
condiciones y modos de vida; ‘dentro de la comunión eclesial, existen legítimamente
las Iglesias particulares con sus propias tradiciones’ (LG, 13). La gran riqueza de esta
diversidad no se opone a la unidad de la Iglesia. Pensemos, por ejemplo, en la liturgia
de los orientales católicos, que celebran la misma eucaristía que nosotros con una
sensibilidad cultural y mística diferente. No obstante el pecado y el peso de sus
consecuencias amenazan sin cesar el don de la unidad” (Catecismo, 814). Ha habido
diferentes rupturas desde el principio.
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• Herejía: negación de una verdad que ha de creerse con fe divina y católica.
• Apostasía: que es el rechazo total de la fe cristiana.
• Cisma: que es el rechazo de la sumisión al sumo Pontífice o a la comunión de los
miembros de la Iglesia a él sometidos.
Sin embargo, a pesar de las rupturas existentes en la Iglesia, la fe predicada por los
obispos en comunión con el Papa nos hablan de la verdadera unidad. Si uno quiere
encontrar la unidad de fe puede encontrarla ahí. En efecto, se puede demostrar que ha
habido gentes que han abandonado esa unidad; se puede demostrar que tal sacerdote,
tal teólogo, tal obispo incluso, no comulga con la fe de todo el pueblo de Dios
interpretada auténticamente por el magisterio de los obispos unidos al Papa; pero no
se puede demostrar que se ha roto la unidad de la Iglesia. Por eso el Vaticano II ha
tenido la valentía de afirmar que la unidad que “Cristo concedió desde el principio a su
Iglesia, sabemos que subsiste indefectible en la Iglesia católica y esperamos que crezca
cada día hasta la consumación de los siglos” (UR, 4). En otras palabras, la única Iglesia
de Cristo subsiste allí donde Pedro y los apóstoles conservan visiblemente la
continuidad con los orígenes.
La Iglesia es Santa
Se suele relacionar la santidad con determinados comportamientos éticamente
perfectos. Pero si nos asomamos al mundo de la Biblia, de donde toma origen el
término “santidad”, descubrimos que este concepto dice relación primordialmente al
ser y secundariamente al actuar.
Quizá nada escandaliza hoy más que la afirmación de la santidad de la Iglesia, sin
embargo, es el calificativo que más se aplicó a la Iglesia primitiva. San Ignacio de
Antioquía, en su carta a los Tralianos, designa así a la Iglesia y muy pronto este
calificativo pasó a los símbolos de la Iglesia. El símbolo más antiguo, que es el de los
apóstoles, dice así: “Creo en Dios Padre, Señor del universo, y en Jesucristo y en el
Espíritu Santo y en la santa Iglesia” (Dz 1). El concilio Vaticano II ha afirmado que la
Iglesia es indefectiblemente santa (cf LG, 39).
A. Es santa en sí misma
San Pablo hace una profesión de fe en la santidad de la Iglesia (cf Ef 5,25-27). El
Vaticano II afirma multitud de veces la santidad de la Iglesia: La Iglesia es “el Pueblo
santo de Dios” (LG, 12), y sus miembros son llamados “santos” (cf Hch 9,13; 1Cor 6,1;
16,1). “La fe confiesa que la Iglesia... no puede dejar de ser santa. En efecto, Cristo, el
Hijo de Dios, a quien con el Padre y con el Espíritu Santo se proclama ‘el solo santo’
amó a su Iglesia como a su esposa. Él se entregó por ella para santificarla, la unió a sí
mismo como a su propio cuerpo y la llenó del don del Espíritu Santo para gloria de
Dios” (LG, 39). “La Iglesia, unida a Cristo, está santificada por Él... ” (Catecismo, 824). “La
Iglesia ya en la tierra se califica por una verdadera santidad, aunque todavía
imperfecta’ (LG, 48). En sus miembros, la santidad perfecta está todavía por alcanzar:
‘todos los cristianos...están llamados...a la perfección de la santidad, cuyo modelo es el
mismo Padre’ (LG, 11)” (Catecismo, 825).
Es santa por ser una, puesto que la santidad es la comunión de los hombres con
Dios. Por otro lado, es el cuerpo de Cristo que está animado por la santidad de la
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Cabeza, Cristo, y por la santidad del alma que la anima, el Espíritu Santo. Es santa
también por sus sacramentos, su doctrina...y los miles de santos canonizados por ella, y
otros que no lo están...., sobre todo, es santa por el Espíritu Santo.
B. Es productora de santidad
Su santidad ontológica hace que sea, al mismo tiempo, causadora de santidad. Del
mismo hecho de que sea sacramento universal de salvación (cf LG, 48), se deduce que
la Iglesia es santificante. “Todas las obras de la Iglesia tienden como a su fin a la
santificación de los hombres en Cristo y a la glorificación de Dios” (SC, 10).
Por otro lado, la Iglesia ofrece a todos los hombres los medios para alcanzar la
santidad: sacramentos, palabra de Dios, la oración, los ministerios jerárquicos.... La
Iglesia es, afirma la Mystici Corporis, la razón de que a través de los siglos haya habido
tantos mártires, vírgenes, confesores de la fe hasta el heroísmo en el apostolado (F.
Javier. P. Damián..., en la práctica de la caridad asistiendo a los enfermos, ancianos,
anormales M. Teresa de Calcuta.... Padre Pio, etc). “La santidad católica es de tal forma
resplandeciente que sigue siendo uno de los motivos de credibilidad y uno de los
argumentos apologéticos más poderosos”. La vida y la doctrina de los santos son
inexplicables por causas puramente naturales. Se puede decir que el cristianismo
aparece en la Iglesia católica como plenitud de la presencia santificadora de Dios.
El Vaticano II también enfatiza que no sólo están llamados a la santidad todos los
bautizados, sino que lo están en todas sus actividades: “Los esposos y padres cristianos,
siguiendo su propio camino, mediante la fidelidad en el amor, deben sostenerse
mutuamente en la gracia a lo largo de toda su vida e inculcar la doctrina cristiana y las
virtudes evangélicas a los hijos amorosamente recibidos de Dios. De este modo ofrecen
a todos el ejemplo de un incansable y generoso amor, contribuyen al establecimiento
de la fraternidad en la caridad y se constituyen en testigos y colaboradores de la madre
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Iglesia, como símbolo y participación de aquel amor con que Cristo amó a su Esposa y
se entregó a Sí mismo por ella” (LG, 41).
Lo dice así Pablo VI: “La Iglesia es santa aun albergando en su seno a los pecadores,
porque no tiene otra vida que la de la gracia: es viviendo esa vida como sus miembros
se santifican; y es sustrayéndose a esa misma vida como caen en pecado y en los
desórdenes que obstaculizan la irradiación de su santidad. Y es por esto por lo que la
Iglesia sufre y hace penitencia por tales faltas que ella tiene poder de curar en sus hijos
en virtud de la sangre de Cristo y el don del Espíritu Santo” (Credo del pueblo de Dios,
12).
De todo ello se deduce que la santidad en la Iglesia es también una tarea. Y por eso
no se cansa de llamar a todos a la santidad: “todos los fieles cristianos, de cualquier
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condición y estado, fortalecidos con tantos y tan poderosos medios de salvación, son
llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad
con la que es perfecto el mismo Padre” (LG, 11). “La Iglesia en la Santísima Virgen
llegó ya a la perfección, sin mancha ni arruga. En cambio los creyentes se esfuerzan
todavía en vencer el pecado para crecer en la santidad. Por eso dirigen sus ojos a
María’ (LG, 65): en ella la Iglesia es ya enteramente santa” (Catecismo, 829).
La Iglesia es católica
El adjetivo “católico” proviene del griego katolikós que significa “universal”. Este
adjetivo no aparece en la Sagrada Escritura. Pero sí aparece en los primeros
documentos cristianos. Así San Ignacio de Antioquía, discípulo del apóstol San Juan, es
el primero en utilizar el término. Dice: “Donde quiera apareciese el obispo, allí está la
comunidad, al modo que donde quiera estuviese Jesucristo, allí está la Iglesia católica.
A partir del siglo II, el primer significado de “católico” fue más bien el de “Iglesia
perfecta”, a la que nada le falta de lo que debiera tener, y, en particular, de doctrina
totalmente verdadera, pero es desde comienzos del siglo III donde prevalece el sentido
de “universal”, difundida por todo el mundo.
Por otra parte conviene recalcar que la Iglesia sea católica significa también que
es enviada a todo el hombre, es decir, que la Iglesia asume todo lo noble, lo bello y lo
justo que se da en cada pueblo, purificándolo de sus errores (LG,13) y discerniendo los
verdaderos valores. Nada de lo verdaderamente humano le es ajeno a la Iglesia
católica. Dice así el concilio: “La Iglesia no disminuye el bien temporal de ningún
pueblo; antes, al contrario, todas las facultades, riquezas y costumbres que revelan la
idiosincrasia de cada pueblo, en lo que tienen de bueno, las favorece y asume; pero al
recibirlas, las purifica, las fortalece y eleva” (LG,13). Hoy se habla mucho de
inculturación, es decir de la necesidad que la Iglesia tiene de incorporarse a las
culturas de todos los pueblos a los que evangeliza. Y así cada cultura tiende a expresar
el evangelio de forma original. No hay duda de que, por ejemplo, la Santa Misa con los
canticos propios de cada pueblo llega más a la sensibilidad de sus integrantes.
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Un obispo es consagrado a la vez para el servicio de una Iglesia particular y para
ser miembro del colegio episcopal. Y es consagrado por otros obispos que representan
la colegialidad o comunión episcopal. El obispo consagrado está al frente de la Iglesia
particular, la cual, en conexión con otras Iglesias presididas por el obispo de Roma,
realiza y simboliza en sí misma la Iglesia universal. Uno es católico, por tanto, el día en
que se incorpora a una Iglesia particular en conexión con Roma. En efecto, cada
Iglesia particular está formada a imagen de la Iglesia universal, posee la plenitud de los
medios de salvación y mantiene la comunión con Roma.
Las Iglesias particulares que se han separado de Roma o han perdido alguno de
los medios de salvación, no son ya células que realicen la Iglesia universal. Han
perdido la catolicidad como es el caso de la Iglesia protestante, anglicana y ortodoxa.
En ellas no se realiza el misterio total de la Iglesia, aunque conserven algunos
elementos positivos de salvación (palabra de Dios o algunos sacramentos válidos). Sin
embargo catolicidad significa preocupación y tarea ecuménica. La Iglesia, continúa
diciendo el concilio, trabaja para que la totalidad del mundo se integre en Pueblo de
Dios, Cuerpo del Señor y templo del Espíritu Santo (cf LG, 17). La catolicidad es, por
tanto, don y tarea que no ha terminado aún.
La Iglesia es apostólica
Estamos ahora en la nota que fundamenta y vertebra las anteriores. Ya dijimos que
si, al hablar de las otras notas, citábamos al magisterio, lo hacíamos sobre la base
histórica del encargo de enseñar que Cristo dio a sus apóstoles y la sucesión apostólica
de los obispos que ya estudiamos. Las notas anteriores sólo se pueden mantener sobre
la nota de la apostolicidad. La Iglesia es apostólica porque está fundada sobre los
apóstoles, y esto en un triple sentido:
A. Apostolicidad de origen
“La Iglesia fue y permanece edificada sobre “el cimiento de los apóstoles” (Ef 2,20),
testigos escogidos y enviados en misión por el mismo Cristo (cf Mt 28,16-20; Hch 1,8;
1Cor 9,1; 15,7-8; Gal 1,1; etc.)” (Catecismo, 857). La Iglesia es obra de Jesucristo, pero el
inicio histórico y su extensión estuvo confiada a los apóstoles. Cabe decir más, los
apóstoles constituyeron la primera Iglesia. Antes de Pentecostés ellos formaban la
primera agrupación en torno a Jesucristo. Eran, al mismo tiempo, pueblo y Jerarquía o
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como escribe el Vaticano II: “Los apóstoles fueron la semilla del nuevo Israel, a la vez
que el origen de la jerarquía sagrada” (AG, 5).
Se puede constatar cómo desde el principio, cuando surgía alguna escisión, los
pastores proponían el argumento de la autoridad de los apóstoles. Y por eso tenían una
gran ascendencia aquellas comunidades que directamente habían sido fundadas por
algún apóstol. A este fundamento alude San Pablo cuando escribe a los Efesios que
“están edificados sobre el cimiento de los apóstoles” (Ef 2,20). El primer concilio
universal, el de Nicea, anatematiza los errores trinitarios en nombre de la “Iglesia
Católica y Apostólica” (Dz 54).
Los obispos han sido puestos por los apóstoles para regir la Iglesia por ellos
fundada. No poseen, como los apóstoles, el carisma de revelación que les permitía
construir una tradición normativa. En efecto, la revelación termina con el testimonio
del último apóstol, testigo de Cristo; a partir de ahí continúa la tradición explicativa,
basada sobre la tradición normativa de los apóstoles. Es la misma y única tradición,
pero considerada en su fundamento o en su explicitación posterior. Sin embargo, a
pesar de la diferencia entre el apóstol y el obispo, se trata de la misma misión recibida
de Cristo… Se trata, ante todo, de conservar la identidad de la misión apostólica. La
misión de los apóstoles es continuación de la de Cristo, y ésta no tiene nada de
circunstancial, sino que ha de perpetuarse en el mundo. Por ello, episcopado y
apostolado se refieren a la misión de Cristo y, juntos llenan el tiempo intermedio que
existe entre las dos venidas de Cristo, porque tienen como misión hacer presente a
Cristo durante su ausencia.
En esta sucesión ningún obispo concreto sucede a un apóstol concreto, sino que es
el colegio apostólico; sólo el obispo de Roma sucede personalmente a Pedro. Y en esta
sucesión, que es fundamentalmente una sucesión colegial, un obispo en tanto realiza
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su función episcopal en cuanto que la ejerce en comunión con las otras Iglesias
particulares presididas por Pedro. Aunque válidamente ordenado, un obispo separado
de las demás Iglesias no es garantía de verdad.
B. Apostolicidad de la doctrina
La Iglesia católica profesa la doctrina de Jesucristo que han transmitido los
apóstoles. Por eso en los primeros siglos el criterio seguido para asegurar la ortodoxia
en la doctrina era recurrir a la autoridad de los apóstoles. A ésta recurrieron los
apologistas y los primeros teólogos. Así dice San Ireneo: “Por la sucesión apostólica ha
llegado la verdad hasta nosotros, es conocida en todo el mundo la tradición apostólica.
Sólo se necesita atenerse a ella con toda la Iglesia, si se quiere ver la verdad...” (Adv.
haer., III, 3,1 y 3).
C. Apostolicidad de sucesión
Sí es posible hablar de sucesión apostólica. Los católicos destacamos dos funciones
que cumplieron los apóstoles:
Pero en lo que los obispos suceden a los apóstoles la sucesión debe ser sin
fisuras, es decir, que ha existido desde los apóstoles hasta la situación actual. Por eso
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en los primeros siglos aquellas Iglesias que habían roto con la sucesión apostólica no
podían considerarse como auténticas, dado que se había cortado el hilo conductor con
los apóstoles, y, por tanto, con Jesucristo. “Jesús es el enviado del Padre. Desde el
comienzo de su ministerio, “llamó a los que Él quiso, y vinieron donde Él. Instituyó
Doce para que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar (Mc 3,13-14). Desde
entonces serán sus “enviados” (es lo que significa la palabra griega “apostoloi”). En
ellos continúa su propia misión: “Como el Padre me envió, también yo les envío” (Jn
20,21; cf 13,20; 17,18). Por lo tanto su ministerio es la continuación de la misión de
Cristo: “quien a vosotros recibe, a mí me recibe”, dice a los Doce (Mt 10,40; cf Lc 10,16)”
(Catecismo, 858).
Esta nota tiene especial importancia para medir la autenticidad de las distintas
confesiones cristianas que han roto con la Sede de Roma, especialmente la Iglesia
ortodoxa, y las confesiones protestantes. Al separarse de Roma es muy difícil enlazar
con la apostolicidad.
A esta prueba recurrieron los Papas continuamente. Este mismo criterio sigue el
Decreto de Ecumenismo del concilio Vaticano II: “Los hermanos separados de
nosotros, ya individualmente, ya sus comunidades e Iglesias, no disfrutan de aquella
unidad que Jesucristo quiso para todos aquellos que regeneró y convivificó para un
solo cuerpo y una vida nueva, y que la Sagrada Escritura y la venerable Tradición de la
Iglesia confiesan. Porque únicamente por medio de la Iglesia católica de Cristo, que es
el auxilio general de salvación, puede alcanzarse la total plenitud de los medios
salvíficos. Creemos que el Señor encomendó todos los bienes de la Nueva Alianza a un
único Colegio apostólico al que Pedro preside, para construir el único Cuerpo de Cristo
en la tierra, al cual es necesario que se incorporen plenamente todos los que de algún
modo pertenecen ya al Pueblo de Dios” (UR,3).
Conclusión
El hecho de que la Iglesia se mantenga a través de los siglos con la misma fe es algo
inexplicable de forma humana. Han sido tantas las pruebas y las crisis, que tenía que
haber desaparecido ya o haberse alterado sustancialmente el mensaje de Cristo.
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Los Estados, en los que se estableció la Iglesia y por los que aparentemente estaba
sometida, han caído; las culturas, con las cuales parecía fusionada, se han deshecho;
sobrevinieron extraordinarias tempestades en las naciones en que la Iglesia estaba
implantada, y sólo ella permaneció inmutable en el cambio de los tiempos. Sobrevivió
a la ruina del imperio romano; no pudo ser vencida por la interna debilidad de su
autoridad en la época de profunda degradación del papado..., ni por los pecados y
deficiencias humanas en el tiempo del humanismo y de la Reforma... En todas las
tempestades se ha afirmado victoriosa y, en tal grado, que su esencia íntima, sus
dogmas, su culto y su derecho permanecieron inmutables. No hubo ninguna concesión
a la debilidad humana y no cedió nada en sus exigencias y aspiraciones.
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Referencias Bibliográficas
Libros
Lincografía
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