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IV UNIDAD

LA IGLESIA PROLONGACIÓN DE LA MISIÓN


DE CRISTO

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4. Notas de la Iglesia
Hemos visto hasta ahora que Cristo fundó la Iglesia sobre la roca de Pedro y los
cimientos de los Apóstoles, particularmente al establecer en la Eucaristía la nueva
alianza que crea el Nuevo Pueblo de Dios, al que se le infunde el Espíritu como
garantía de la comunión con Cristo y de la cohesión interna. Pero es un hecho que hoy
existen diversas Iglesias, como la anglicana, la ortodoxa con una enorme cantidad de
otras sectas. Surge entonces la pregunta inevitable: ¿Qué criterio tenemos para
discernir la verdadera Iglesia? En realidad, tales criterios han existido desde el
principio. Desde los primeros tiempos aparece como verdadera una sola Iglesia. En el
caso de la aparición de una nueva secta los obispos o los fieles levantaban su voz para
denunciar su situación anómala.

Jesús en su doctrina, por las comparaciones usadas manifiesta el propósito de


fundar una sola Iglesia: habla de “un sólo rebaño y un solo pastor” (Jn 10,16); de un
reino que no puede estar dividido (Mt 12,25); de un edificio fundado sobre el cimiento
de Pedro (Mt 16,19). Lo mismo cabe decir ante su preocupación por la unidad de todos
los cristianos (Jn 17,11; 20,”1). Así ya cuando San Ireneo, en el s. II, reclama contra los
herejes gnósticos la sucesión apostólica como garantía de verdad, está manteniendo
en el fondo un criterio de discernimiento.

El Magisterio de la Iglesia ya en el símbolo constantinopolitano designa a la Iglesia


como “una, santa, católica y apostólica” (Dz 86). Pero sólo con ocasión de la Reforma
protestante comienza una sistematización de aquellos criterios o signos que puedan
ayudarnos a discernir cuál es la verdadera Iglesia fundada por Jesucristo. Notas son
aquellas propiedades que nos permiten reconocer a la verdadera Iglesia. Y aunque los
apologistas no se ponían de acuerdo en el número de las mismas, a partir del s. XVIII se
va dando un consenso en identificar tales notas con las de unidad, santidad,
catolicidad y apostolicidad.

Condiciones que deben tener las notas de la Iglesia.


Hay que tener presente que:

• Emanan de la naturaleza misma de la Iglesia. Sólo se distinguen de ella por el


análisis que nosotros hacemos. Por eso no son separables entre sí. La unidad es
apostólica porque a través de los apóstoles le llega a la Iglesia la unidad en
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Cristo; es católica porque no se limita a un lugar, raza, clase, etc.; es santa
porque se realiza sobre todo por la acción del Espíritu Santo y no tanto por el
esfuerzo humano.
• Son signos confesionales. Forman parte del Credo y por lo mismo tienen su
origen en la fe de modo que, fuera de ella, pierden su sentido. No surgieron
para convencer a no creyentes de que la Iglesia católica es la única Iglesia
verdadera. Son afirmaciones de fe. Reconocemos que la Iglesia es una o santa
no tanto por la unidad o santidad de sus miembros cuanto por la acción de
Cristo que permite superar las divisiones y los pecados.
• Son afirmaciones de esperanza. La Iglesia ya es una porque uno sólo es el
mediador, ya es santa porque Cristo nos introduce en la intimidad del Dios
Santo por medio de ella, ya es católica porque en Cristo es sacramento de
salvación para todos los hombres, ya es apostólica porque perpetúa el
testimonio de aquellos testigos oculares de la vida, muerte y resurrección de
Cristo que fueron los apóstoles. Pero lo más importante es que está llamada a
ser una, santa, católica y apostólica porque mientras sea peregrina en este
mundo nunca vivirá con perfección. Más que indicativos de lo que la Iglesia es,
son imperativos de lo que la Iglesia debe llegar a ser.

En virtud de lo anterior, hoy no se hace una exposición apologética de las notas. Se


ha renunciado a argumentar, discutir, vencer y se prefiere a exponer para convencer.
Se expone la teología de las notas de forma más positiva, bíblica e histórica de modo
que ayuden a exponer la riqueza del misterio de la Iglesia.

La Iglesia es Una
En Amsterdam, donde se celebró el primer congreso mundial del consejo
ecuménico de las Iglesias, en el 1948, se manifestó que el plan de Dios es que la Iglesia
sea una, pero el pecado del hombre rompe esta unidad. Los mismos protestantes,
estando tan divididos, lo mismo que los ortodoxos afirman con claridad que la Iglesia
de Cristo tiene que ser una. También los católicos de un modo constante, desde la edad
media con la bula “Unam Sanctam” de Bonifacio VIII (Dz 247, 468) hasta el decreto de
Ecumenismo del Vaticano II Unitatis redintegratio en el 1964 habla también que la
Iglesia debe ser una.
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Teniendo como precedentes todos esos acontecimientos hay que afirmar que
Cristo murió, nos recuerda San Juan 11,52, para reunir en uno a los hijos de Dios
dispersos por el pecado…donde debe existir un solo rebaño y un solo pastor (Jn 10,16).
Pero es, sobre todo, en la oración sacerdotal donde vemos a Cristo pedir al Padre por
la unidad de la Iglesia: “Que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos
sean también uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn
17,21).

El Concilio vaticano II en la LG y UR presenta la unidad de la Iglesia, ante todo,


como un don. La unidad de la Iglesia pertenece a su condición de misterio de
salvación, en estrecha relación con el designio del Padre, como obra realizada por el
Hijo y como fruto de la acción y de la presencia del Espíritu Santo. “Toda la Iglesia
aparece como un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo” (LG, 4; cf UR,2).

La unidad es la obra de Cristo quien como Cabeza del Pueblo nuevo y universal
une a todos los hombres con Dios y entre sí (cf LG, 13) realizada especialmente por el
Bautismo y la Eucaristía. El Bautismo nos incorpora a Cristo y nos hace una sola cosa
con Él y entre nosotros (1Cor 12, 13ss) y la Eucaristía representa y realiza la unión de
todos los fieles (cf LG, 3.7.11; UR, 2; GS,78).

La unidad es el fruto del Espíritu Santo, el cual es para toda la Iglesia y para cada
uno de los fieles el principio de unidad hasta llegar a aquella koinonia de que nos
habla Hch 2,42, donde aparecen unidos los espíritus, unión que se traduce en favor de
los Pobres, poniendo todos los bienes en común (cf UR,2).

La unidad de la humanidad, creada por Dios para participar de su vida, se rompió


por el pecado. Pero Cristo por su redención la recuperó de nuevo. Y ahora una de las
misiones que él encomienda a la Iglesia es ser instrumento o sacramento de “la unión
íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano” (LG, 1). De tal manera que la
unidad rota encuentra ahora en la Iglesia el instrumento de la unidad que la
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humanidad no puede conseguir jamás por sus propias fuerzas. Cristo ha puesto como
agente principal de la realización de la unidad al mismo Espíritu Santo: “El Espíritu
Santo, que habita en los creyentes y llena y gobierna a toda la Iglesia, realiza esa
admirable unión de los fieles y tan estrechamente une a los hombres en Cristo que es
el principio de unidad de la Iglesia” (UR, 2). Por eso se le ha llamado con razón “alma”
de la Iglesia.

A. Medios que conducen a la unidad


La unidad de la Iglesia peregrina está asegurada por vínculos visibles de comunión:
la profesión de una misma fe recibida de los apóstoles; la celebración común del culto
divino, sobre todo de los sacramentos y la sucesión apostólica por el sacramento del
orden, que conserva la concordia fraterna de la familia de Dios” (cf UR,2 ; LG,14; CIC,
205). Veamos:

• Profesión de una misma fe: La fe es el primer principio de comunión. En efecto,


la fe no es sólo la aceptación de unas fórmulas externas, sino también la
adhesión personal a Cristo, de modo que, por él y en él, todos somos
congregados. La fe, además, no es un hecho meramente individual, sino eclesial,
en cuanto que uno nunca cree a solas. Nacemos a la fe porque la Iglesia nos ha
engendrado en ella y porque en la profesión de un mismo credo realizamos la
comunión de corazón y de boca. La fe es un hecho eclesial antes que individual.
Por la fe somos adelfoi, hermanos; término que se aplicaba a los judíos y que se
aplicó a los cristianos en cuanto estaban estrechamente unidos por la misma fe.

• Celebración común del culto Divino: somos también una unidad de culto, en
cuanto somos una liturgia (Fil 2,17). Un sacrificio de alabanza dirigido a Dios,
pero el culto cristiano que se realiza en los sacramentos, antes que un
movimiento nuestro hacia Dios, es un movimiento de Dios hacia nosotros. El
misterio de la encarnación de Dios se perpetúa en los sacramentos, de modo que
por medio de ellos entramos en contacto con el acontecimiento único de
salvación que es Cristo. Esta es la unidad que prosigue en el culto,
particularmente en el sacramento de la Eucaristía, que simboliza y realiza la
unidad del cuerpo místico de Cristo. Lo decía ya San Pablo en estos términos:
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“Puesto que todos comemos un mismo pan, formamos un mismo cuerpo” (1Cor
2,17).

• La sucesión apostólica por el sacramento del Orden (El ministerio): También el


ministerio es fuente de unidad; no en el sentido de que los ministros
comuniquen la unión con Cristo como lo hace el Bautismo o la Eucaristía, sino
en el sentido de que representan a Cristo, a quien el Padre ha constituido como
principio de unidad. El Vaticano II dice así: “Jesucristo... puso al frente de los
demás apóstoles al bienaventurado Pedro e instituyó en la persona del mismo el
principio y el fundamento, perpetuo y visible, de la unidad de fe y comunión”
(LG, 18). Y, más adelante, afirma la misma Constitución: “El Romano Pontífice,
como sucesor de Pedro, es el principio y fundamento perpetuo y visible de
unidad así de los obispos como de la multitud de fieles. Por su parte, los obispos
son principio y fundamento visible de la unidad en sus Iglesias particulares” (LG,
23). La unidad de la Iglesia no queda, sin embargo, reducida a estos medios
externos; ha de ser también una unidad realizada en la caridad, que es el vínculo
perfecto de la unidad, el que supera la visión puramente humana de las cosas y
hace de los hombres una auténtica fraternidad en Cristo.

B. Unidad y diversidad
La unidad de la Iglesia no se opone a una legítima diferenciación. “Desde el
principio, esta Iglesia una se presenta, no obstante, como una gran diversidad que
procede a la vez de la variedad de dones de Dios y de la multiplicidad de las personas
que los reciben. En la unidad del pueblo de Dios se reúnen los diferentes pueblos y
culturas. Entre los miembros de la Iglesia existe una diversidad de dones, cargos,
condiciones y modos de vida; ‘dentro de la comunión eclesial, existen legítimamente
las Iglesias particulares con sus propias tradiciones’ (LG, 13). La gran riqueza de esta
diversidad no se opone a la unidad de la Iglesia. Pensemos, por ejemplo, en la liturgia
de los orientales católicos, que celebran la misma eucaristía que nosotros con una
sensibilidad cultural y mística diferente. No obstante el pecado y el peso de sus
consecuencias amenazan sin cesar el don de la unidad” (Catecismo, 814). Ha habido
diferentes rupturas desde el principio.

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• Herejía: negación de una verdad que ha de creerse con fe divina y católica.
• Apostasía: que es el rechazo total de la fe cristiana.
• Cisma: que es el rechazo de la sumisión al sumo Pontífice o a la comunión de los
miembros de la Iglesia a él sometidos.

Sin embargo, a pesar de las rupturas existentes en la Iglesia, la fe predicada por los
obispos en comunión con el Papa nos hablan de la verdadera unidad. Si uno quiere
encontrar la unidad de fe puede encontrarla ahí. En efecto, se puede demostrar que ha
habido gentes que han abandonado esa unidad; se puede demostrar que tal sacerdote,
tal teólogo, tal obispo incluso, no comulga con la fe de todo el pueblo de Dios
interpretada auténticamente por el magisterio de los obispos unidos al Papa; pero no
se puede demostrar que se ha roto la unidad de la Iglesia. Por eso el Vaticano II ha
tenido la valentía de afirmar que la unidad que “Cristo concedió desde el principio a su
Iglesia, sabemos que subsiste indefectible en la Iglesia católica y esperamos que crezca
cada día hasta la consumación de los siglos” (UR, 4). En otras palabras, la única Iglesia
de Cristo subsiste allí donde Pedro y los apóstoles conservan visiblemente la
continuidad con los orígenes.

La Iglesia es Santa
Se suele relacionar la santidad con determinados comportamientos éticamente
perfectos. Pero si nos asomamos al mundo de la Biblia, de donde toma origen el
término “santidad”, descubrimos que este concepto dice relación primordialmente al
ser y secundariamente al actuar.

Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento la santidad es una propiedad


exclusiva de Dios. Sólo Dios es santo. Es el tres veces santo (Is 6,3), su nombre (es decir,
su persona) es santo. La santidad de Dios, según la Escritura, coincide con su mismo
ser. Cristo es santo, según el NT, no por determinadas conductas suyas, sino porque es
la presencia de Dios mismo en medio de nosotros. A partir de aquí, las realidades
creadas pueden ser santas:

• Si pertenecen a Dios por su origen o por su consagración. Así el pueblo de Dios


es santo porque ha sido elegido por Dios y está consagrado a Él por la alianza
(Ex 19,6; 24,4-8; Dt 7,6; Is 62,12...).
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• Si corresponde a un modo de actuar. En el AT Dios le manda a su pueblo: “sed
santos porque yo soy santo” (Lev 19,2). Y en el NT Jesús invita a todos: “sed
perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”. Si uno no vive santamente,
¿cómo va a entrar en comunión con el Dios santo, con Jesucristo?
• Tiene poder de santificar. Dios, Padre, Cristo, el Espíritu Santo son santos porque
son fuente de santidad. La Iglesia es santa porque santifica por medio de los
dones que ha recibido de Cristo: la Palabra de Dios, los sacramentos, los
ministerios.

Quizá nada escandaliza hoy más que la afirmación de la santidad de la Iglesia, sin
embargo, es el calificativo que más se aplicó a la Iglesia primitiva. San Ignacio de
Antioquía, en su carta a los Tralianos, designa así a la Iglesia y muy pronto este
calificativo pasó a los símbolos de la Iglesia. El símbolo más antiguo, que es el de los
apóstoles, dice así: “Creo en Dios Padre, Señor del universo, y en Jesucristo y en el
Espíritu Santo y en la santa Iglesia” (Dz 1). El concilio Vaticano II ha afirmado que la
Iglesia es indefectiblemente santa (cf LG, 39).

A. Es santa en sí misma
San Pablo hace una profesión de fe en la santidad de la Iglesia (cf Ef 5,25-27). El
Vaticano II afirma multitud de veces la santidad de la Iglesia: La Iglesia es “el Pueblo
santo de Dios” (LG, 12), y sus miembros son llamados “santos” (cf Hch 9,13; 1Cor 6,1;
16,1). “La fe confiesa que la Iglesia... no puede dejar de ser santa. En efecto, Cristo, el
Hijo de Dios, a quien con el Padre y con el Espíritu Santo se proclama ‘el solo santo’
amó a su Iglesia como a su esposa. Él se entregó por ella para santificarla, la unió a sí
mismo como a su propio cuerpo y la llenó del don del Espíritu Santo para gloria de
Dios” (LG, 39). “La Iglesia, unida a Cristo, está santificada por Él... ” (Catecismo, 824). “La
Iglesia ya en la tierra se califica por una verdadera santidad, aunque todavía
imperfecta’ (LG, 48). En sus miembros, la santidad perfecta está todavía por alcanzar:
‘todos los cristianos...están llamados...a la perfección de la santidad, cuyo modelo es el
mismo Padre’ (LG, 11)” (Catecismo, 825).

Es santa por ser una, puesto que la santidad es la comunión de los hombres con
Dios. Por otro lado, es el cuerpo de Cristo que está animado por la santidad de la

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Cabeza, Cristo, y por la santidad del alma que la anima, el Espíritu Santo. Es santa
también por sus sacramentos, su doctrina...y los miles de santos canonizados por ella, y
otros que no lo están...., sobre todo, es santa por el Espíritu Santo.

B. Es productora de santidad
Su santidad ontológica hace que sea, al mismo tiempo, causadora de santidad. Del
mismo hecho de que sea sacramento universal de salvación (cf LG, 48), se deduce que
la Iglesia es santificante. “Todas las obras de la Iglesia tienden como a su fin a la
santificación de los hombres en Cristo y a la glorificación de Dios” (SC, 10).

Por otro lado, la Iglesia ofrece a todos los hombres los medios para alcanzar la
santidad: sacramentos, palabra de Dios, la oración, los ministerios jerárquicos.... La
Iglesia es, afirma la Mystici Corporis, la razón de que a través de los siglos haya habido
tantos mártires, vírgenes, confesores de la fe hasta el heroísmo en el apostolado (F.
Javier. P. Damián..., en la práctica de la caridad asistiendo a los enfermos, ancianos,
anormales M. Teresa de Calcuta.... Padre Pio, etc). “La santidad católica es de tal forma
resplandeciente que sigue siendo uno de los motivos de credibilidad y uno de los
argumentos apologéticos más poderosos”. La vida y la doctrina de los santos son
inexplicables por causas puramente naturales. Se puede decir que el cristianismo
aparece en la Iglesia católica como plenitud de la presencia santificadora de Dios.

C. La Iglesia es santa con santidad moral en sus miembros


La Iglesia presenta la llamada universal a la santidad (cf LG, cap. V) y, al mismo
tiempo un programa de vida moral que deben asumir todos los cristianos. Nos invita a
la configuración con Cristo y a una existencia digna de nuestra condición de hijos de
Dios.

El Vaticano II también enfatiza que no sólo están llamados a la santidad todos los
bautizados, sino que lo están en todas sus actividades: “Los esposos y padres cristianos,
siguiendo su propio camino, mediante la fidelidad en el amor, deben sostenerse
mutuamente en la gracia a lo largo de toda su vida e inculcar la doctrina cristiana y las
virtudes evangélicas a los hijos amorosamente recibidos de Dios. De este modo ofrecen
a todos el ejemplo de un incansable y generoso amor, contribuyen al establecimiento
de la fraternidad en la caridad y se constituyen en testigos y colaboradores de la madre

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Iglesia, como símbolo y participación de aquel amor con que Cristo amó a su Esposa y
se entregó a Sí mismo por ella” (LG, 41).

Y luego habla de los viudos, célibes, trabajadores, enfermos... como llamados a la


santidad en sus respectivas condiciones de vida, para terminar concluyendo: “Por
consiguiente, todos los fieles cristianos, en cualquier condición de vida, de oficio o de
circunstancias, y precisamente por medio de todo eso, se podrán santificar de día en
día, con tal de recibirlo todo con fe de la mano del Padre celestial, con tal de cooperar
con la voluntad divina, haciendo manifiesta a todos, incluso en su dedicación a las
tareas temporales, la caridad con que Dios amó al mundo” (L G, 41).

D. Pero también el pecado está presente en la Iglesia


El pecado es una realidad en muchos miembros de la Iglesia. Ya San Agustín, frente
a los donatistas que pretendían una Iglesia que tuviera sólo a santos, rechazó
semejante posición, recordando que actualmente la Iglesia no está en el tiempo de la
siega, sino en el crecimiento. Por ello dice que la Iglesia encierra en su seno pecadores,
pero pecadores llamados a la conversión, porque es una Iglesia madre que posee los
medios para su arrepentimiento y salvación. Es una Iglesia que acoge en su seno a los
pecadores, sufre y hace penitencia por ellos.

Lo dice así Pablo VI: “La Iglesia es santa aun albergando en su seno a los pecadores,
porque no tiene otra vida que la de la gracia: es viviendo esa vida como sus miembros
se santifican; y es sustrayéndose a esa misma vida como caen en pecado y en los
desórdenes que obstaculizan la irradiación de su santidad. Y es por esto por lo que la
Iglesia sufre y hace penitencia por tales faltas que ella tiene poder de curar en sus hijos
en virtud de la sangre de Cristo y el don del Espíritu Santo” (Credo del pueblo de Dios,
12).

Pio XII, en la Mystici Corporis llama a los pecadores miembros “manchados” o


“miembros enfermos”. Y el Vaticano II dice que la Iglesia es santa y que necesita ser
purificada continuamente. Dice también que abraza en su propio seno a pecadores
(LG, 8), y que necesita y es llamada a una perenne reforma (cf UR, 6).

De todo ello se deduce que la santidad en la Iglesia es también una tarea. Y por eso
no se cansa de llamar a todos a la santidad: “todos los fieles cristianos, de cualquier
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condición y estado, fortalecidos con tantos y tan poderosos medios de salvación, son
llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad
con la que es perfecto el mismo Padre” (LG, 11). “La Iglesia en la Santísima Virgen
llegó ya a la perfección, sin mancha ni arruga. En cambio los creyentes se esfuerzan
todavía en vencer el pecado para crecer en la santidad. Por eso dirigen sus ojos a
María’ (LG, 65): en ella la Iglesia es ya enteramente santa” (Catecismo, 829).

La Iglesia es católica
El adjetivo “católico” proviene del griego katolikós que significa “universal”. Este
adjetivo no aparece en la Sagrada Escritura. Pero sí aparece en los primeros
documentos cristianos. Así San Ignacio de Antioquía, discípulo del apóstol San Juan, es
el primero en utilizar el término. Dice: “Donde quiera apareciese el obispo, allí está la
comunidad, al modo que donde quiera estuviese Jesucristo, allí está la Iglesia católica.
A partir del siglo II, el primer significado de “católico” fue más bien el de “Iglesia
perfecta”, a la que nada le falta de lo que debiera tener, y, en particular, de doctrina
totalmente verdadera, pero es desde comienzos del siglo III donde prevalece el sentido
de “universal”, difundida por todo el mundo.

Se habla de dos clases de catolicidad. La cuantitativa o geográfica: se dará cuando


llegue a todas las regiones de la tierra y a todos los hombres. Este fue el mandato
expreso de Cristo (Mt 28,19-20). Y la misión de la Iglesia es comunicar la salvación a
todos los hombres (cf AG, 5), y la cualitativa o intrínseca: quiere decir que aunque la
Iglesia no está extendida por todo el mundo tiene el dinamismo o potencialidad para
extenderse por toda la tierra, permaneciendo en lo esencial: fe, sacramentos, Jerarquía
(cf LG, 9).

Es conveniente resaltar que aunque en el Nuevo Testamento no aparece el


término “católico”, sí aparece el contenido. Lo descubrimos en los cuatro evangelios:
Mt 28,17-20; Mc 16,15-20; Lc 24,46-48; Jn 20,21-22. Estos textos nos hablan claramente de
la voluntad de Cristo de que el evangelio se predique a todos los pueblos y que los
Apóstoles y sus sucesores deben ser mensajeros de salvación universal. También San
Pablo, nos dice que Cristo tiene en sí la catolicidad, porque en Él habita la plenitud de
Dios y de la gracia con una tendencia dinámica a ser comunicada a todos los hombres
(cf Ef 1,22-23).
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Esta catolicidad de la Iglesia responde fundamentalmente al hecho de que el
designio salvador de Dios es universal. Si Dios hace algo a su imagen, lo hará a la vez
uno y universal. Pero este designio de salvación de Dios se hace presente en Cristo,
“único nombre en el que podemos ser salvos” (Hch 4,12). Por eso la Iglesia es católica,
porque es Cristo el que se hace presente en ella, porque en ella subsiste la plenitud del
Cuerpo de Cristo unido a la Cabeza (cf Ef 1,22-23) y por ello recibe de él la plenitud de
los medios de salvación (cf AG, 6).

La Iglesia tiene, en consecuencia, la misión de reunir en Cristo a todos los


hombres. De ahí nace su catolicidad, que no es cuestión de cifras, ya que la Iglesia era
católica el mismo día de Pentecostés (De Lubac, p. 230). Nos dice así el Vaticano II:
“Todos los hombres están llamados a formar parte del nuevo pueblo de Dios. Por lo
cual, este pueblo, sin dejar de ser uno y único, debe extenderse a todo el mundo y a
todos los tiempos, para así cumplir el designio de la voluntad de Dios, quien en un
principio creó una sola naturaleza humana, y a sus hijos, que estaban dispersos,
determinó luego congregarlos (Jn.11,52).

Por otra parte conviene recalcar que la Iglesia sea católica significa también que
es enviada a todo el hombre, es decir, que la Iglesia asume todo lo noble, lo bello y lo
justo que se da en cada pueblo, purificándolo de sus errores (LG,13) y discerniendo los
verdaderos valores. Nada de lo verdaderamente humano le es ajeno a la Iglesia
católica. Dice así el concilio: “La Iglesia no disminuye el bien temporal de ningún
pueblo; antes, al contrario, todas las facultades, riquezas y costumbres que revelan la
idiosincrasia de cada pueblo, en lo que tienen de bueno, las favorece y asume; pero al
recibirlas, las purifica, las fortalece y eleva” (LG,13). Hoy se habla mucho de
inculturación, es decir de la necesidad que la Iglesia tiene de incorporarse a las
culturas de todos los pueblos a los que evangeliza. Y así cada cultura tiende a expresar
el evangelio de forma original. No hay duda de que, por ejemplo, la Santa Misa con los
canticos propios de cada pueblo llega más a la sensibilidad de sus integrantes.

Pero cuando una cultura tiene integrado lo que no es humano ni evangélico, la


Iglesia lo rechaza, trata de purificarlo y de llevar a los hombres de tal cultura a vivir lo
contrario. Por ejemplo, en muchos pueblos de África donde se vive la poligamia, la
Iglesia tiene que seguir el comportamiento de Cristo de Mt 19,1ss. Tampoco la cultura
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de los tiempos de Cristo era monogámica, y Cristo la rechazó. De hecho, la
monogamia, aunque es un valor que responde a la misma naturaleza del amor
conyugal que por sí mismo es un amor total, fiel y exclusivo, debe más al evangelio que
a ninguna cultura determinada. Esta tiene que ser la posición de la Iglesia en la obra de
la inculturación.

Con todo, podríamos decir con el Vaticano II que “conservando la caridad en lo


necesario, todos en la Iglesia, según la función encomendada a cada uno, guarden la
debida libertad, tanto en las varias formas de vida espiritual y de disciplina como en la
diversidad de ritos litúrgicos e incluso en la elaboración teológica de la verdad
revelada; pero practiquen en todo la caridad. Porque en ese modo de proceder, todos
manifiestan cada vez más plenamente la auténtica catolicidad, al mismo tiempo que la
apostolicidad de la Iglesia” (UR, 4).

A. Las iglesias particulares y la iglesia universal


El concilio Vaticano II nos ha ofrecido una magnífica síntesis de este problema.
La Iglesia de Dios es una y católica; pero se realiza y está verdaderamente presente en
cada una de las Iglesias particulares que mantienen la plenitud de los medios de
salvación con los que Cristo dotó a su Iglesia, entre los cuales se encuentra la conexión
con las otras Iglesias particulares, y en especial con la de Roma. Dice así el concilio:
“Esta Iglesia de Cristo está verdaderamente presente en todas las legítimas
comunidades locales de fieles, unidas a sus pastores. Estas, en el NT, reciben el nombre
de Iglesias... En ellas se reúnen los fieles por el anuncio del Evangelio de Cristo y se
celebra el misterio de la Cena del Señor... En estas comunidades aunque muchas veces
sean pequeñas y pobres o vivan dispersas, está presente Cristo, quien con su poder
constituye a la Iglesia una, santa, católica y apostólica” (LG, 26).

En cada Iglesia particular, en cada Iglesia presidida por un obispo, se hace


presente la Iglesia universal. La Iglesia universal no es una suma ni tampoco una
superiglesia que se realice por encima de las Iglesias particulares, sino que se da en
ellas y en cada una de ellas, en la medida en que poseen la totalidad de los medios de
salvación.

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Un obispo es consagrado a la vez para el servicio de una Iglesia particular y para
ser miembro del colegio episcopal. Y es consagrado por otros obispos que representan
la colegialidad o comunión episcopal. El obispo consagrado está al frente de la Iglesia
particular, la cual, en conexión con otras Iglesias presididas por el obispo de Roma,
realiza y simboliza en sí misma la Iglesia universal. Uno es católico, por tanto, el día en
que se incorpora a una Iglesia particular en conexión con Roma. En efecto, cada
Iglesia particular está formada a imagen de la Iglesia universal, posee la plenitud de los
medios de salvación y mantiene la comunión con Roma.

Las Iglesias particulares que se han separado de Roma o han perdido alguno de
los medios de salvación, no son ya células que realicen la Iglesia universal. Han
perdido la catolicidad como es el caso de la Iglesia protestante, anglicana y ortodoxa.
En ellas no se realiza el misterio total de la Iglesia, aunque conserven algunos
elementos positivos de salvación (palabra de Dios o algunos sacramentos válidos). Sin
embargo catolicidad significa preocupación y tarea ecuménica. La Iglesia, continúa
diciendo el concilio, trabaja para que la totalidad del mundo se integre en Pueblo de
Dios, Cuerpo del Señor y templo del Espíritu Santo (cf LG, 17). La catolicidad es, por
tanto, don y tarea que no ha terminado aún.

La Iglesia es apostólica
Estamos ahora en la nota que fundamenta y vertebra las anteriores. Ya dijimos que
si, al hablar de las otras notas, citábamos al magisterio, lo hacíamos sobre la base
histórica del encargo de enseñar que Cristo dio a sus apóstoles y la sucesión apostólica
de los obispos que ya estudiamos. Las notas anteriores sólo se pueden mantener sobre
la nota de la apostolicidad. La Iglesia es apostólica porque está fundada sobre los
apóstoles, y esto en un triple sentido:

A. Apostolicidad de origen
“La Iglesia fue y permanece edificada sobre “el cimiento de los apóstoles” (Ef 2,20),
testigos escogidos y enviados en misión por el mismo Cristo (cf Mt 28,16-20; Hch 1,8;
1Cor 9,1; 15,7-8; Gal 1,1; etc.)” (Catecismo, 857). La Iglesia es obra de Jesucristo, pero el
inicio histórico y su extensión estuvo confiada a los apóstoles. Cabe decir más, los
apóstoles constituyeron la primera Iglesia. Antes de Pentecostés ellos formaban la
primera agrupación en torno a Jesucristo. Eran, al mismo tiempo, pueblo y Jerarquía o

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como escribe el Vaticano II: “Los apóstoles fueron la semilla del nuevo Israel, a la vez
que el origen de la jerarquía sagrada” (AG, 5).

Se puede constatar cómo desde el principio, cuando surgía alguna escisión, los
pastores proponían el argumento de la autoridad de los apóstoles. Y por eso tenían una
gran ascendencia aquellas comunidades que directamente habían sido fundadas por
algún apóstol. A este fundamento alude San Pablo cuando escribe a los Efesios que
“están edificados sobre el cimiento de los apóstoles” (Ef 2,20). El primer concilio
universal, el de Nicea, anatematiza los errores trinitarios en nombre de la “Iglesia
Católica y Apostólica” (Dz 54).

Los obispos han sido puestos por los apóstoles para regir la Iglesia por ellos
fundada. No poseen, como los apóstoles, el carisma de revelación que les permitía
construir una tradición normativa. En efecto, la revelación termina con el testimonio
del último apóstol, testigo de Cristo; a partir de ahí continúa la tradición explicativa,
basada sobre la tradición normativa de los apóstoles. Es la misma y única tradición,
pero considerada en su fundamento o en su explicitación posterior. Sin embargo, a
pesar de la diferencia entre el apóstol y el obispo, se trata de la misma misión recibida
de Cristo… Se trata, ante todo, de conservar la identidad de la misión apostólica. La
misión de los apóstoles es continuación de la de Cristo, y ésta no tiene nada de
circunstancial, sino que ha de perpetuarse en el mundo. Por ello, episcopado y
apostolado se refieren a la misión de Cristo y, juntos llenan el tiempo intermedio que
existe entre las dos venidas de Cristo, porque tienen como misión hacer presente a
Cristo durante su ausencia.

Se trata, por ello, de una sucesión no meramente cronológica o temporal, sino de


una sucesión propiamente formal, en cuanto que perpetúa la misma misión de Cristo
con el encargo de que llegue a todos los hombres, con los mismos poderes que Cristo
recibió del Padre, y con la consagración que garantiza el don del Espíritu Santo para el
desarrollo perpetuo de sus funciones.

En esta sucesión ningún obispo concreto sucede a un apóstol concreto, sino que es
el colegio apostólico; sólo el obispo de Roma sucede personalmente a Pedro. Y en esta
sucesión, que es fundamentalmente una sucesión colegial, un obispo en tanto realiza

157
su función episcopal en cuanto que la ejerce en comunión con las otras Iglesias
particulares presididas por Pedro. Aunque válidamente ordenado, un obispo separado
de las demás Iglesias no es garantía de verdad.

B. Apostolicidad de la doctrina
La Iglesia católica profesa la doctrina de Jesucristo que han transmitido los
apóstoles. Por eso en los primeros siglos el criterio seguido para asegurar la ortodoxia
en la doctrina era recurrir a la autoridad de los apóstoles. A ésta recurrieron los
apologistas y los primeros teólogos. Así dice San Ireneo: “Por la sucesión apostólica ha
llegado la verdad hasta nosotros, es conocida en todo el mundo la tradición apostólica.
Sólo se necesita atenerse a ella con toda la Iglesia, si se quiere ver la verdad...” (Adv.
haer., III, 3,1 y 3).

C. Apostolicidad de sucesión
Sí es posible hablar de sucesión apostólica. Los católicos destacamos dos funciones
que cumplieron los apóstoles:

ü Ser testigos de la vida y resurrección de Jesús y fundar Iglesias


ü Ser maestros y pastores de las iglesias por ellos fundadas.
Respecto a la primera función, los apóstoles no tienen sucesores. Esta tarea
estaba vinculada al momento histórico único e irrepetible de la vida terrena de Jesús, y
para la misión de fundar iglesias recibieron carismas extraordinarios como la
revelación y la inspiración. La sucesión se da sólo en la segunda función y no con
identidad total. Los obispos, incluso considerados como colegio con el sucesor de
Pedro a la cabeza, no poseen el carisma de constituir una tradición normativa. En
efecto, la revelación termina con el testimonio del último apóstol, testigo de Cristo; a
partir de ahí continua la tradición explicativa, basada sobre la tradición normativa de
los apóstoles. Es la misma y única tradición, pero considerada en su fundamento o en
su explicitación posterior. Y, además, cada obispo -exceptuado el obispo de Roma- no
goza del carisma de la infalibilidad personal. Por fin, ningún obispo singular sucede a
un apóstol particular, salvo el de Roma a Pedro; es una sucesión que va del colegio
apostólico al colegio episcopal.

Pero en lo que los obispos suceden a los apóstoles la sucesión debe ser sin
fisuras, es decir, que ha existido desde los apóstoles hasta la situación actual. Por eso
158
en los primeros siglos aquellas Iglesias que habían roto con la sucesión apostólica no
podían considerarse como auténticas, dado que se había cortado el hilo conductor con
los apóstoles, y, por tanto, con Jesucristo. “Jesús es el enviado del Padre. Desde el
comienzo de su ministerio, “llamó a los que Él quiso, y vinieron donde Él. Instituyó
Doce para que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar (Mc 3,13-14). Desde
entonces serán sus “enviados” (es lo que significa la palabra griega “apostoloi”). En
ellos continúa su propia misión: “Como el Padre me envió, también yo les envío” (Jn
20,21; cf 13,20; 17,18). Por lo tanto su ministerio es la continuación de la misión de
Cristo: “quien a vosotros recibe, a mí me recibe”, dice a los Doce (Mt 10,40; cf Lc 10,16)”
(Catecismo, 858).

Esta nota tiene especial importancia para medir la autenticidad de las distintas
confesiones cristianas que han roto con la Sede de Roma, especialmente la Iglesia
ortodoxa, y las confesiones protestantes. Al separarse de Roma es muy difícil enlazar
con la apostolicidad.

A esta prueba recurrieron los Papas continuamente. Este mismo criterio sigue el
Decreto de Ecumenismo del concilio Vaticano II: “Los hermanos separados de
nosotros, ya individualmente, ya sus comunidades e Iglesias, no disfrutan de aquella
unidad que Jesucristo quiso para todos aquellos que regeneró y convivificó para un
solo cuerpo y una vida nueva, y que la Sagrada Escritura y la venerable Tradición de la
Iglesia confiesan. Porque únicamente por medio de la Iglesia católica de Cristo, que es
el auxilio general de salvación, puede alcanzarse la total plenitud de los medios
salvíficos. Creemos que el Señor encomendó todos los bienes de la Nueva Alianza a un
único Colegio apostólico al que Pedro preside, para construir el único Cuerpo de Cristo
en la tierra, al cual es necesario que se incorporen plenamente todos los que de algún
modo pertenecen ya al Pueblo de Dios” (UR,3).

Conclusión
El hecho de que la Iglesia se mantenga a través de los siglos con la misma fe es algo
inexplicable de forma humana. Han sido tantas las pruebas y las crisis, que tenía que
haber desaparecido ya o haberse alterado sustancialmente el mensaje de Cristo.

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Los Estados, en los que se estableció la Iglesia y por los que aparentemente estaba
sometida, han caído; las culturas, con las cuales parecía fusionada, se han deshecho;
sobrevinieron extraordinarias tempestades en las naciones en que la Iglesia estaba
implantada, y sólo ella permaneció inmutable en el cambio de los tiempos. Sobrevivió
a la ruina del imperio romano; no pudo ser vencida por la interna debilidad de su
autoridad en la época de profunda degradación del papado..., ni por los pecados y
deficiencias humanas en el tiempo del humanismo y de la Reforma... En todas las
tempestades se ha afirmado victoriosa y, en tal grado, que su esencia íntima, sus
dogmas, su culto y su derecho permanecieron inmutables. No hubo ninguna concesión
a la debilidad humana y no cedió nada en sus exigencias y aspiraciones.

La Iglesia es menesterosa, pero también infatigable. De hecho la Iglesia no se cansa


nunca...Tiende a recapitular a todos los pueblos, reemprendiendo cada siglo su tarea...
Contradicha, rechazada, refutada, escarnecida la Iglesia vuelve a empezar y se dedica,
a través de los mismos caminos de amor, con paciente obstinación, a la edificación del
Cuerpo de Cristo.

Terminemos con la doctrina de Pio IX: “La verdadera Iglesia de Jesucristo se


constituye y reconoce por autoridad divina con la cuádruple nota que en el símbolo
afirmamos…; y cada una de estas notas, de tal modo está unida con las otras, que no
puede ser separada de ellas; de ahí que la que verdaderamente es y se llama Católica,
debe juntamente brillar por la prerrogativa de la unidad, la santidad y la sucesión
apostólica” (Dz 1686).

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Referencias Bibliográficas

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