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Sobre personas, y monstruos

APLICACIÓN DE LA PSICOLOGÍA A LA INVESTIGACIÓN


CRIMINAL

María José Garrido Antón


1ª edición, marzo 2019
© María José Garrido Antón
© Behavior and Law Ediciones S.L
Calle Simón Hernández, 65
28936 Móstoles - (Madrid)
Tel: (+34) 91 238 84 18
E-mail: info@blediciones.com
© Portada: Behavior and Law Ediciones S.L
ISBN: 978-84-947721-9-1
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Índice de contenido
Prólogo. Buenas y malas noticias Lorenzo Silva
Capítulo 1. Julia
Capítulo 2. Acceso a la UAC
Capítulo 3. Psicópatas, ¿nacen o se hacen?
Capítulo 4. Mi madre es un monstruo
Capítulo 5. Una idea irracional
Capítulo 6. Carmencita
Capítulo 7. ¿Dónde estás?, mi amor
Agradecimientos
No podría empezar sin dedicar mi principal agradecimiento a ella, Ra, por
haber colaborado desde el primer día conmigo en este ilusionaste proyecto
indomable, por permitirme trasmitirte mi entusiasmo constante, mis ganas de
escribir y ayudarme a plasmarlo de esta manera.
A aquellas personas que me animaron sin cesar en conseguir mis éxitos, mis
padres, mi hermana y como no dedicárselo también a Alex.
A Maribel y a Javier, por estar siempre cerca.
A quienes se tomaron un tiempo valioso en leer mis bocetos y aconsejarme, a
Eduardo Vila por sus sabios consejos literarios, mi Coronel Rodrigo, por
tantos años y tanta sapiencia, mi gran amiga Irene, por su asesoramiento
narrativo y ortográfico, mi colega Sergio, por la solemnidad en sus palabras,
y mi chinche Anita, por su todo.
A mis chicas Vero y Carmen (killa), por querernos tanto….y tantos años.
A mis niños, mis chiquitines, Jorge y Mariela…..se la dedico infinitamente.
Jorge, era observarte e inspirarme para inmortalizar tu carita y tus gestos.
Mariela tú estabas dentro y ya nos mirabas, no sabía que ibas a ser tan
preciosa.
Y final y especialmente a ti, por ser fuente de inspiración y admiración, por
las horas y las risas, el amor y el humor, por discutir dulcemente sobre
Mario, por permitirme volar y luego acurrucarme a mi vuelta….por colorar y
colorear mi vida, por mis carreras, por tu bici…Gracias Jorge, por continuar
siempre, siempre y siempre sonriendo.
Prólogo
Buenas y malas noticias
Lorenzo Silva
Leyendo las páginas de estos relatos de María José Garrido, uno tiene a la vez
la sensación de estar recibiendo, a través de una ficción en la que se percibe
el anclaje sólido, preciso y profundo en la realidad, buenas y malas noticias.
Como es de rigor, comencemos por las segundas. Existen entre nosotros
personas con la predisposición, o la voluntad sobrevenida, tanto da, de hacer
daño a sus semejantes, incluidos los más cercanos y los más débiles. Es más:
son los más cercanos y los más débiles los expuestos con más frecuencia al
crimen. Hay o puede haber en quienes los avasallan desajustes o desarreglos
explicables por su biografía, su mala fortuna, algún desdichado accidente.
Pero hay menos locos de lo que a veces nos gusta creer: como dice en cierto
momento la protagonista, quienes padecen trastornos mentales presentan
candidatura a ser víctimas, más que victimarios. Existe el mal, la conciencia y
la determinación de hacer que otro sufra, para desahogar el deseo, el odio o
una pulsión egoísta y deliberada de quien inflige el daño. Hay quien tiene que
asomarse a ese lugar oscuro, donde una madre abusa de sus hijos o los
prostituye, donde un joven acaba matando a su propia familia, donde un
hombre sacia sus apetitos destruyendo a mujeres o niñas.
Hay, sin embargo, buenas noticias. Entre quienes se asoman a esa ventana
atroz, hay personas como la autora, que llevan a la investigación criminal, y
en particular a la que se desarrolla dentro de la Guardia Civil, la inteligencia,
el conocimiento científico y la sensibilidad necesarias para extraer la verdad,
y sustentar la acción de la justicia, con la mayor delicadeza y causando el
menor perjuicio posible. Personas que han aprendido a conocer al criminal y
a la víctima, a respetar los derechos del primero y atender a la dignidad de la
segunda. Y no sólo lo hacen, sino que además lo cuentan a través de la
creación literaria. La literatura, entre otras cosas, es una forma de decirnos,
recordarnos y encontrarnos. Que quienes visten el uniforme de una fuerza
policial, como cualquier otro ciudadano, sea cual sea su profesión, sientan ese
impulso y lo sigan, es algo que debemos celebrar.
Las páginas de este libro permiten acercarse a múltiples asuntos de interés: la
realidad criminal contemporánea, la investigación policial, el perfilado
criminal. Y también a otros que pueden parecer más de andar por casa, pero
que son cruciales y encierran desafíos centrales de nuestra sociedad: por
ejemplo, la conciliación entre la vida familiar y profesional, y cómo ésta
afecta de manera singular a las mujeres policías o guardias civiles. La
reflexión colectiva a este respecto no debería postergarse ni menospreciarse:
leyendo este libro comprobamos lo bien que le ha venido a la Guardia Civil,
y lo mucho que le aporta, la presencia de la mujer en sus filas, como sucede
con su incorporación a todos los ámbitos de nuestra sociedad.
Pasen y lean. Aprenderán.
Illescas, 18 de febrero de 2019
Un cuerpo de mujer boca abajo yacía en un suelo gris cubierto de hojas
secas. Parecía dormir en descanso eterno bajo una noche cerrada. Su mano
izquierda sujetaba un arma pequeña que Julia pronto reconoció. Su largo
cabello oscuro escondía en su totalidad rostro y facciones, por lo que iba a
dificultar aún más la decisión para Julia. Vestía un pijama de colores de
pantalón corto y camiseta de tirantes con estampado de colores vivos donde
se leía “partying tonight avec toi”. Era de constitución fina. Su espalda, al
aire, anunciaba la ausencia de sujetador. Sangre seca se mezclaba en el
suelo, tiñendo alguna de las hojas ocres que parecían proteger y abrigar el
cuerpo inerte de aquella mujer sobre el frio pavimento.
Capítulo 1
Julia
Julia llevaba veinte minutos sentada en la mesa de la oficina. No
importaba lo pronto que llegara al trabajo. Por muy temprano que lo hiciera,
su jefe, Luis Antonio, siempre llegaba antes. Alguna vez, incluso llegó a
pensar en la posibilidad real de que éste pasara las noches en el despacho y se
despertara con el tiempo justo para asearse y cambiarse de camisa,
consiguiendo disimular el olor a sudor perenne que le caracterizaba e
impregnaba las paredes de su despacho. Julia leía con detenimiento el último
informe de su jefe. Iba analizando cada frase, casi intentado memorizarlas.
Después de tantos años juntos, le seguía fascinando su capacidad de síntesis y
la manera de enjuiciar cada caso. Al mismo tiempo le observaba de reojo.
Conocía perfectamente su rutina en el despacho: el café largo y el bollo de
nata siempre apoyados en la mesa, mientras se solía desabrochar con
naturalidad su camisa para inyectarse su dosis de insulina en el brazo,
izquierdo esta vez, esperando el momento de empezar a devorar su bollo con
apetito.
Hoy tenían programada una reunión organizativa de la unidad. Estaba
prevista para las ocho de la mañana, pero Julia sabía que hasta que no llegara
la Sargento Rosa, segunda de a bordo con más de quince años en la Unidad,
Luis Antonio no empezaría.
Rosa, como casi siempre, llegaba con la hora pegada al trabajo. Su aire
desenfadado y su marcado andar varonil hacía que no pasara desapercibida
por ningún miembro de la Unidad. Como tenía de costumbre, esa mañana
había madrugado un poco más y se había pasado por el gimnasio antes de ir a
la oficina. Le gustaba marcar musculatura, y firmemente creía que un agente
policial debía estar siempre preparado físicamente para lo que pudiera
ocurrir.
−¡Vamos Rosa, que cada día estas más cachas! ¡Cualquiera se atreve a
meterse contigo por llegar tarde! −Se escuchó al jefe con voz jocosa tirando
la indirecta a ésta mientras la Sargento se dirigía a su mesa, lo que provocó
una sana burla por parte de Juan y Pedro, los compañeros más sedentarios.
−¿Tarde? Son ahora exactamente las siete y veintinueve minutos.
−Respondió Rosa mientras encendía el ordenador−. Pero en una cosa tienes
razón, mejor no te metas conmigo− dijo sonriendo en tono burlesco a su jefe
mientras miraba a Julia buscando y encontrando su sonrisa cómplice.
Sus cuarenta y tres años no penalizaban el aire juvenil que siempre la
acompañaba. Su cazadora tipo “bomber”, sus pitillos ajustados y sus botas
camperas dominaban su más que considerable y variopinto fondo de armario.
Rosa fue el primer fichaje de Luis Antonio para el equipo, por lo que era
frecuente que sus compañeros acudieran a ella para resolver dudas o pedirle
opinión en referencia a algún caso, a lo que Rosa siempre respondía con
máximo interés y operatividad.
A las ocho horas en punto de la mañana Luis Antonio presidía la mesa de
reuniones. Le acompañaban Rosa, Julia, Juan, Pedro y Pilar. Era raro y difícil
que toda la Unidad de Análisis Criminal se encontrase al completo.
−Bueno días a todos. Silencio y a trabajar. Vamos a organizar
actividades, programar agenda y coordinar pautas de actuación. Han salido
dos casos de abusos sexuales esta mañana en Madrid. Hay que atenderlos
hoy. Rosa y Juan, no os digo nada. La semana que viene tenemos el curso de
homicidios y hemos de organizar quién y qué vamos a impartir. Ayer
solicitaron desde arriba dos ponentes para el congreso de Psicología criminal
que se celebra en un mes en Alicante, y desde Quito nos piden ayuda para
formar una unidad de análisis conductual de la Policía Nacional Ecuatoriana.
¡Quiero voluntarios ya! Por otro lado, también quería tiraros de las orejas
porque me ha llegado información de que en el simulacro aéreo de la semana
pasada no se siguió el protocolo de la UAC. Ha sido una verdadera cagada de
la unidad. Lo que no podemos hacer es que unos sigan las pautas, punto por
punto y en otras ocasiones cuando vamos otros, se sigan otras diferentes−
acentuaba Luis Antonio con voz firme−.De esta manera lo único que
hacemos es confundir a los compañeros de la operación. A ver si nos
aprendemos bien los pasos y seguimos todos el mismo puñetero protocolo,
que para redactarlo estuve dos días sin dormir. Que no vuelva a suceder−
sentenció Luis Antonio.
−Mi Comandante, estuve yo en ese último simulacro y, como siempre, los
protocolos se siguieron escrupulosamente− afirmó Rosa con seguridad.
−No lo sé Rosa, no me voy a meter a fiscalizar quién fue, no es mi
“bussiness” o como se diga, y ya somos todos mayorcitos. El que lo hizo mal
que se lo mire y que no se repita nuevamente. ¿No veis que si no lo hacemos
todos iguales estamos dejando mal a la unidad? Y lo que es más importante,
provocamos desconfianza en los nuestros. Pero no voy a darle más vueltas,
ahora quiero hacer un “briefing” con vosotros y repasar los últimos casos en
los que hemos trabajado, quiero ver cómo los habéis resuelto y ver y escuchar
todo lo que habéis grabado. Empecemos.
Rosa miró por inercia a Julia esperando una respuesta inmediata con su
habitual discurso vital y enérgico, pero se sorprendió de su silencio y mirada
distraída, por lo que decidió llevar ella misma la iniciativa de la interesante
propuesta de Luis Antonio. Después de tres horas, Luis Antonio dio por
finalizada la reunión.
−Señores, buen trabajo. Como ya sabéis, −añadió irónico− es norma no
escrita de esta unidad que las reuniones finalicen sólo cuando la Capitán Julia
queda totalmente conforme con las conclusiones −ironizó Luis Antonio
sorprendido por la apatía y poca participación de Julia que no le había pasado
desapercibida−. Supongo que tu silencio, significa tu conformidad, ¿es así,
Julia?
−Sí, claro que sí, mi Comandante. Se apresuró en responder Julia
mientras regresaba a su mesa de trabajo.
Rosa, que había estado más pendiente de Julia que de la propia charla, se
acercó a ella, la cual se había quedado ensimismada mirando cómo una gota
de café resbalaba aún por su taza. Le puso una mano en el hombro y le
preguntó:
−¿Qué coño te pasa Julia?, ¿Dónde estás?
−No me pasa nada, estoy de puta madre −bromeó Julia.
−Tus ojeras te delatan, por no hablar de otras cosas. Vas a engañarnos
precisamente a nosotros.
−Tengo mil cosas en la cabeza y no tengo tiempo para nada. Mario ya no
me espera por las noches y Oliver, que aún no tiene un año, no sabe ni cómo
es su madre.
−Te lo he dicho más de una vez Julia, cógete unos días. No sabes la de
parejas que se han ido al carajo por la dichosa empresa y sus viajes −decía
Rosa cada vez más empática.
−Cómo me los voy a coger Rosa, coño. Sabes que tengo que preparar el
juicio del homicida del viaducto y defender el perfil no es tarea fácil.
Tenemos formación la semana que viene y aún no he preparado mis
ponencias, y debo acabar los informes de los últimos dos casos, que el fiscal
ya está atizando. Es imposible. Coger vacaciones ahora sería procrastinar
todo el trabajo, con el estrés que eso me genera, no descansaría, no me
relajaría y lo pagaría aún más con Mario.
−¿Procrasti qué???? Ya estás con tus términos psicológicos que tanto te
gustan. Anda vamos a la cafetería y te tomas un café en condiciones, no la
mierda esa de máquina que es aguachirri.
Julia y Rosa se dirigieron a la pequeña cantina del cuartel. ¿Echas de
menos tu vida de Málaga? −preguntó Rosa mientras levantaba la mano al
camarero y pedía dos cafés bien cargados haciéndose hueco en la desgastada
barra de acero inoxidable.
−¿A qué te refieres exactamente? ¿Al mar, al clima, a la intimidad de un
despacho propio, al tiempo para mí y para Mario? ¿Tú qué crees, perfiladora?
Ayer volví a discutir con él.
−Me imagino, cuéntame y descarga.
−No llegué a cenar, habíamos quedado con unos amigos. Vinieron a ver a
Oliver, y Mario había preparado una musaka, paté de pato, endivias…en fin
una cena un poco especial. Se me olvidó por completo, estuve en la oficina
hasta muy tarde centrada en el informe del perfil y cuando me di cuenta eran
las once de la noche. Imagínate el cabreo de Mario y, por supuesto, de esta
pareja. Me volvió a echar en cara lo de la unidad. Hemos dormido en camas
separadas y esta mañana no se ha levantado a desayunar conmigo.
−Bueno, es que a las horas que nos despertamos, es normal que no se
levante −dijo Rosa intentando quitar hierro al asunto.
−Lo hace todos los días Rosa, esta vez está enfadado y con razón −dijo
Julia quitándose la coleta y utilizando las manos para dar volumen a su
cabello−. Dice que está cansado de mi trabajo, de nuestra vida y de esta
ciudad.
−Hombre, si comparas tu despacho de Málaga con el cuartucho donde
curramos todos, es verdad que has perdido calidad, pero has ganado en otras
cosas. Te tengo que recordar que gracias a ti se han esclarecido cientos de
casos, has ayudado a decenas de niños y tienes ya tres medallas al mérito
policial. ¿Ibas a conseguir esto en Málaga con tu playa a 20 metros? −reía
Rosa intentado robar una sonrisa a Julia.
−No solo es el espacio Rosa y el hacinamiento. Tardo casi una hora en
llegar a trabajar. Hemos pasado de vivir en un amplio y luminoso
apartamento en Pedregalejo, a una mierda de piso alquilado sin terraza y con
goteras. Es más caro, más pequeño y está lejos de todo.
−Vamos chicas a trabajar −interrumpió la conversación Luis Antonio, que
había bajado a la cafetería a por un generoso pincho de tortilla ¿Habéis
pensado ya quién de vosotras va a dar las charlas en el curso de homicidios?
−Claro jefe, de eso justo estábamos hablando, las impartiré yo que las
tengo medio preparadas del año pasado −respondió Rosa guiñando un ojo a
Julia mientras dejaba dos euros con veinte en la barra del bar.
La mañana se pasó rápido y Julia se dirigía a casa tras terminar su jornada
en la UAC. Afortunadamente no le había tocado a ella trabajar en los casos
que habían salido esta mañana en Madrid. Se sentía aliviada porque podría
comer en casa, y ese día precisamente, necesitaba llegar lo antes posible e
intentar arreglar las cosas con Mario.
En el abarrotado vagón de metro se sujetaba a una barra superior caliente
y humedecida de sudor humano, mientras protegía su portátil de los impactos
propios de las frenadas del vagón. Las caras de los pasajeros eran sombras
anónimas intrascendentes sumidas en el mundo artificial de la tecnología de
los teléfonos móviles. En uno de los sinuosos movimientos notó una mano en
su hombro derecho y escuchó una voz familiar:
−Julia, ¿eres tú?
−¡Cuánto tiempo! Qué alegría, estas igual que antes −dijo justo después
de girarse y encontrar la sonrisa amigable del Subteniente Montoya, un viejo
compañero de Málaga.
−¿Cuantos años han pasado? La última vez que hablamos fue cuando me
llamaste pidiéndome contactar con Saavedra, ¿te acuerdas? Estabas como
loca por hablar con él. ¿Cuánto tiempo ha pasado de eso?
−Si es cierto −dijo con tono vehemente−. Pues han pasado cinco años ya,
que son los que llevo en Madrid. Cinco años, cinco largos años −repitió Julia
agarrándose fuerte a la barra del metro.
−Sí, me enteré después por los compañeros que habías conseguido entrar
en su unidad, la UA, o algo así, ¿no? Podría decirse que esa llamada fue la
culpable de que ahora estés en Madrid, trabajando con el Dios todopoderoso
Comandante analista criminal. ¿Y Mario? ¿Qué hace? ¿Era agente forestal,
verdad? ¿Pidió traslado?
−Mario lo lleva fatal, sí, pidió traslado, pero ahora está de excedencia
para el cuidado de Oliver. Ahora le tengo de amo de casa y, bueno, digamos
que hemos entrado en Madrid pero Madrid no entra en él −dijo Julia con
gesto serio−. Bueno y ¿tú qué haces aquí? −preguntaba Julia con la intención
de desviar el tema. Temía que una lágrima asomase por sus ojos si seguía la
conversación sobre Málaga.
−Estoy de curso, de turismo policial. Una semanita en el foro y me vuelvo
el viernes a degustar mis espetos. ¿Qué parada es esta? Uy, yo me bajo aquí
que está es la mía −dijo finalmente el subteniente acercando la mano a Julia
para despedirse formalmente.
−¡Qué bien vives Montoya! Dame dos besos anda, que te vaya muy bien
por el sur.
−¡Dale recuerdos a Mario de mi parte! −Dijo finalmente Montoya y
acercándose le murmuró al oído− ¡Mi Capitán!
Tras esto se sintió afortunada encontrando un asiento libre en el vagón, se
sentó y se quedó aturdida durante las 12 estaciones que aún le quedaban. El
encuentro con Montoya le descolocó. Le había hecho llevar la vista atrás
dejando un tacto nostálgico en sus manos, que ahora se esforzaban en
mantener su equilibrio en el vagón incluso sentada, agarrándose con firmeza
a la barra lateral del asiento metálico. Su reloj marcaba ya las tres de la tarde,
Julia apoyo la cabeza en el respaldo del metro, y comenzó a recordar lo feliz
y tranquila que era su vida hace años, la complicidad con su marido, el
tiempo libre y la calidad de vida que allí gozaba. Dos minutos más tarde,
entre el cansancio que tenía y el vaivén del vagón se quedó vencida, reclinada
en su asiento, echando la vista atrás, cerró los ojos retrocediendo en su
pasado. No tardó en llegar al día que le hizo cambiar no solo de trabajo sino
también de vida.
***
Eran las doce del mediodía y Julia regresaba a casa de su carrerita diaria
por el paseo marítimo. Mario la esperaba en el banco de la amplia terraza con
la que contaba el apartamento malagueño. Se tomaba una cerveza mientras
ojeaba el suplemento del periódico dominical cuando, de repente, se quitó las
gafas de sol porque algo había llamado su atención.
−Mira cariño, un psicólogo picoleto protagoniza un reportaje de cuatro
hojas en el periódico −dijo Mario con sorpresa−. Dice que entrevista a
asesinos, parece que son de los tuyos.
−Espera que termine y voy −contestó Julia con la voz entrecortada
mientras hacía ejercicios de estiramiento.
−Vaya, dice que lleva más de 100 asesinos interrogados y que está
amenazado de muerte….
−Aagg… −resoplaba Julia con la mano en el abdomen−. Ya sabes los
medios como deforman la información. Y ¿cómo dices que se llama este
tipo?
−Luis Antonio Saavedra, Comandante Jefe de la Unidad de Análisis
Criminal. Dice aquí que es el primer psicólogo criminalista de España, y que
fundó esta unidad hace más de 20 años, ¿no te suena?
−Ni flowers −dijo Julia mientras se incorporaba y arrebataba el periódico
a Mario, con rabiosa curiosidad.
«¡Qué raro!», pensaba Julia, mientras leía el título del reportaje
«Aportaciones de la Psicología a la Investigación Criminal.» En él, el
Comandante Saavedra enumeraba, y justificaba los beneficios de incorporar
conocimientos psicológicos a la investigación policial. Le resultó
particularmente curioso el hecho de que el Comandante defendía la
Psicología como una ciencia policial, y destacaba las implicaciones técnicas
que ésta tenía. Comparaba el uso que las fuerzas policiales hacían de la
Química o la Ingeniería con la Psicología, enfatizando que cada una jugaba
su papel esencial en el esclarecimiento de los delitos. Seguía leyendo y le
parecía fabuloso la manera sencilla de plasmar y transmitir lo que ella
también pensaba sobre todas aquellas cosas que se podían realizar a través de
la Psicología en el mundo policial: entrevistas, interrogatorios, valoración de
la credibilidad, perfiles criminales... Julia no daba crédito a lo que estaba
leyendo. Se sintió profundamente atraída y por qué no, seducida ante todo lo
que este tal Luis Antonio contaba en el reportaje.
Buscó corriendo en Internet más información sobre el Comandante,
encontrando decenas de artículos, libros y publicaciones sobre la Psicología
en el mundo criminal. Descubrió que había creado la unidad en los años
noventa y que, desde entonces, había ido incorporando psicólogos y
criminólogos para poder desarrollar sus propios procedimientos, recogiendo
toda su operativa y técnicas en un, desconocido para ella, manual de Policía
Judicial.
−¡P.J.! −Exclamó Julia−. Ya me extrañaba a mí.
−¿Qué significa P.J.? −preguntó Mario
−P de Policía y J de Judicial. Mario, a veces pienso que no usas la materia
gris de tu cerebro −reía Julia−. Es una especialidad de la Guardia Civil. Se
encarga de investigar los delitos para los jueces. Es casi imposible poder
entrar ahí −murmuró Julia con una sonrisa agridulce en su gesto mientras no
levantaba la vista del reportaje−. ¡Qué pasada Mario!, ese trabajo debe ser
muy bonito −comentaba en voz muy baja mientas se quedaba atontada
mirando las páginas de la revista con los ojos pegados a las fotos del
reportaje.
−Uy uy uy Julia, que nos conocemos, tú estás muy bien aquí en Málaga y
yo también, y ese Comandante tendrá su propia guerra allí donde esté.
Nosotros aquí no podemos estar mejor, y lo sabes −dijo Mario aun sabiendo
que Julia le oía pero ya no le escuchaba−. Cariño, voy a tener que irme a
trabajar, que hoy tengo pantanos.
Pero la impulsividad de Julia tenía voz propia y ya había ordenado marcar
el número de teléfono del Subteniente Montoya, compañero de la
Comandancia, a quien sus cuarenta años en la empresa le hacían conocedor
de cualquier cosa oficinal o extraoficial referente al Instituto Armado.
−A sus órdenes mi Teniente, qué sorpresa una llamada suya un domingo,
¿pasa algo?
−Buenas tardes Montoya, ¿cómo estamos? No pasa nada es para hacerte
una consulta.
−Muy bien mi Teniente, dígame.
−Sabes algo de una unidad llamada UAC, de la Policía Judicial.
−Sí mi Teniente, son loqueros, como usted, que se dedican a dar apoyos a
las unidades territoriales en los casos más graves.
− ¿Conoces a alguien allí?
−Conocía a un antiguo Capitán, que será ya Comandante. Nos dio unas
charlas sobre interrogatorio o algo así..., cuando yo estaba en el equipo de
investigación..., se llamaba Saavedra, creo.
−Muy bien, Montoya, muchas gracias.
−A la orden mi Teniente ¿Necesita algo más?
−No. Ya me informo yo.
Julia se quedó por un momento anestesiada, a la vez que embriagada de
lo que le había comentado el Subteniente, deseando con todas sus fuerzas
conocer más sobre la Unidad y soñando con ser ella también una auténtica
Analista Criminal. Permaneció unos minutos pensando y media hora después
comenzó a buscar referencias, libros y artículos que anteriormente en Internet
ya había filtrado. En menos de una hora, había sentenciado que iba a hacer
todo lo posible para convertirse en una analista criminal.
Mañana mismo llamaré al tal Saavedra ese −murmuró Julia que no dejo
indiferente a Mario.
−¿Para qué vas a llamar al tipo este, Julia? −preguntó Mario con voz
desconfiada−. Sabes que no nos vamos a mover de aquí, y esta Unidad está
en Madrid, sitio que los dos aborrecemos. Es una tontería que pierdas el
tiempo cuando ninguno de los dos queremos cambiarnos ni de ciudad, ni de
trabajo. Además, que no quiero que trabajes en esa unidad, me parece
peligrosa y vas a perder calidad de vida, vamos a perder calidad de vida,
reiteraba cada vez más nervioso Mario.
−A ver Mario, no seas dramático que solo voy a informarme de esa
unidad. Ponte el uniforme ya que vas a llegar tarde a tus pantanos. Esta noche
con un vinito lo hablamos.
−Vale cariño, dame el periódico que me lo quiero llevar para terminar de
ojearlo −dijo Mario mientras se acercó a ella besándola en la mejilla e
intentando arrebatarle la revista.
−Esto me lo quedo yo, que quiero leerlo tranquilamente −dijo Julia
agarrando y al mismo tiempo despidiéndose de Mario.
−Buen trabajo amor, por cierto, te ha encogido el uniforme un poco.
−Es la cerveza que hace su trabajo −rió Mario.
Al día siguiente y después de un sin fin de llamadas infructuosas,
consiguió hablar con el Comandante Luis Antonio Saavedra. Había llamado a
diferentes unidades de Madrid de Policía Judicial, pero nadie sabía
exactamente la sede física de esta unidad. «Pregunta en la Sección de
Inteligencia», le recomendó un guardia de la Unidad Central Operativa sin
mucha convicción en su respuesta. Pero acertó. Julia tenía un viejo amigo
allí, Jesús, destinado en delitos económicos de dicha unidad.
−Qué pasa Jesusin, ¿cómo te va la vida?
−Muy buenas tardes Julita, ¿qué tal? ¿Mucho loco por Málaga?
−¿Julita?, ¡Señora Julia! que soy una mujer casada− bromeó ella.
−¡Uy uy uy, qué mal te sienta el matrimonio chata! Uy señora Julia o
¿debo decir el apellido de tu marido? −Bromeaba Jesús−. No veas como sentí
no poder haber ido a vuestra boda, pero este trabajo es lo que tiene, delitos
intempestivos que ojala se pudieran predecir… En fin, ¿Cómo te va? ¿A qué
se debe esta llamada? ¿Estás por Madrid?
−Que va Chus, estoy plácidamente a 23 grados en Málaga. Te llamo para
ver si tú me puedes poner en contacto con el Comandante Saavedra, que me
han dicho que es de tu Unidad.
−Pues justamente hoy le he visto en el café, lo que es raro porque nunca
está en base, él y su equipo siempre están por ahí. Voy hacia su oficina por si
estuviera y te lo paso, pero que no te engañe, que aquí es famoso por sus
desarrolladas habilidades de manipulación −reía Jesús.
−¿Manipulación? ¿A mí? Ya sabes que he hecho la mili, Jesusín Muchas
gracias niño.
Jesús pidió permiso al Comandante y este sin levantar la vista de sus
informes rehusó la llamada y le hizo un gesto para que pasara el teléfono a
Rosa.
−Dígame −contestó una voz segura al otro lado del aparato−. ¿Con quién
tengo el gusto de hablar?
−Al aparato Rosa. Sargento de la UAC. El Comandante Saavedra no está
disponible. Ruego le disculpe.
−Soy la Teniente Domínguez, destinada en la Comandancia de Málaga,
en Psicología. Me pongo en contacto con ustedes porque estoy interesada en
la unidad.
−Estupendo Julia −contestó Rosa, con un cierto aire de condescendencia
que Julia no sabía muy bien cómo interpretar −¿Cuándo viene por Madrid y
le cuento un poco el asunto?
−No, no, no lo sé −titubeó Julia aturdida− ¿Al objeto de qué? −continuó
preguntando con una mezcla de curiosidad y timidez a la par.
−Quiero enseñarle el oficio, que vea la unidad y se desilusione usted sola,
antes de que invierta seis mil euros en un master sacacuartos de cualquier
Universidad para convertirse en otra analista de inteligencia más, sin oficio ni
profesión, −contestó Rosa, dando la impresión de que Julia no era la primera
persona en interesarse por su Unidad.
−He visto por Internet que en dos meses hay un seminario de analistas de
conducta en Barcelona, y que el Comandante Luis Antonio Saavedra imparte
una ponencia sobre el perfilado criminal. Quizá nos podríamos ver y conocer
allí −se atrevió a formular Julia.
−A priori, es un poco complicado. Luis Antonio tiene la agenda caótica.
Pero déjelo en mis manos, organizo yo el encuentro y le digo. Dígame su
dirección y teléfono y le haré llegar, si puedo, una invitación a la ponencia.
Aún quedan algunas. Luego hablaré con Luis Antonio, a ver si le hace un
hueco −sentenció Rosa y tras anotar los datos. Luego colgó.
Cuando Rosa puso en conocimiento el contenido de la conversación con
Julia a Luis Antonio, a éste le gustó la propuesta. A menudo se cruzaba con
muchos interesados en su trabajo, en su Unidad, en su manera de resolver los
crímenes. Muchos posibles candidatos a ser analistas pero que siempre se
desmotivaban por el camino y, tras un tiempo, desaparecían como el humo de
un tren que se pierde en la oscuridad. Luis Antonio era una persona exigente,
de carácter simpaticón, astuto, aspecto un poco dejado, desaliñado, pero
ordenado, responsable y con la cabeza perfectamente amueblada. Más bien
frío, no solía implicarse demasiado con las personas, sin embargo conseguía
que la gente si se implicara emocionalmente con él, atrayéndoles,
manteniéndoles siempre fieles a su lado, como ratas siguiendo la dulce
melodía del flautista de Hamelín.
Le había gustado que Julia se hubiese propuesto a sí misma. Le llenaba de
orgullo la idea de que la Teniente se trasladase ochocientos kilómetros de
distancia sólo para conocerle. Honestamente, ese tipo de actos le gustaban y
alimentaban ya de por sí su crecido y mórbido ego. Estaba en cierto modo
cansado de ser siempre él quien tiraba la primera carta, de proponer, de
mover fichas, era él siempre quien se lanzaba a invitar. Había notado algo en
Julia que le había despertado el interés. Una curiosidad genuina se despertaba
en Luis Antonio, pero tampoco se derretía ante ello, su marcado narcisismo
no le permitiría nunca tal rendición.
−Haz lo que quieras Rosa, espero que no estemos malgastando las dos
últimas entradas para la ponencia, creo que hay gente que puede estar más
interesada y que nos conviene que vaya, ¿No? Algo habrás visto en esta
mujer. A ver si tiene algo que aportar, la verdad.
−Yo voy a mandarle la invitación, ya veremos si se presenta o no en
Barcelona. Pero algo me dice que lo hará.
El teléfono de Luis Antonio sonó imparable, con un ruido desapacible y
ensordecedor. Sin un triste adiós, despareció por el pasillo central de la
Unidad sin comentario alguno ni a Jesús, ni a Rosa.
Poco tiempo después, un martes cualquiera, Mario regresaba de la playa y
al abrir el buzón encontró un sobre a nombre de Julia que rápidamente llamo
su atención. Con Remite de la Unidad de Análisis Criminal, y matasellos de
Madrid.
En ese momento, Mario fue plenamente consciente de que hacer las
maletas sería sólo cuestión de tiempo. Cuando preguntó sobre el contenido de
esa carta, Julia le comentó la posibilidad de prepararse el acceso a la Unidad
de Análisis Criminal. A Mario le costó imaginar la idea del posible traslado a
la capital. Madrid era una ciudad que le daba cierto vértigo, y que suponía
renunciar a los privilegios de su apacible y acomodada vida en la costa
malagueña. Aunque sabía que la suya era una batalla perdida, en cuanto Julia
abriese la carta.
Mario terminó la conversación al contemplar un brillo peculiar en los ojos
de Julia. Era un destello que ya había visto en su mirada en anteriores
ocasiones. Sabía que en su cabeza ya no había marcha atrás y no pararía hasta
conseguir su nuevo objetivo. La conocía.
***
Dos meses más tarde Julia se encontraba en uno de los rincones de la
ciudad Condal. La Plaza de las Palmeras se presentaba un lugar cómodo y
apacible para divagar sobre Psicología Policial. Allí había quedado con Luis
Antonio para conocerse y almorzar. Había leído todo lo publicado por él
sobre Psicología Criminal. Se había documentado a través de las páginas de
los más grandes en investigación policial: Ressler, Canter, Rossmo, Turvey,
Brussel... Más de cincuenta artículos, y tres manuales sobre la materia se
habían convertido en sus compañeros de viaje a donde quiera que Julia fuese.
A la hora fijada se presentó Luis Antonio acompañado de tres mujeres
jóvenes más, lo que descolocó parcialmente a Julia.
−Buenas tardes mi Teniente −dijo Luis Antonio con tono presuntuoso.
−A sus órdenes mi Comandante. Qué alegría me da conocerle en persona.
Antes de nada quiero que sepa que me he leído todos sus artículos y sus dos
libros. No me separo de ellos −dijo sacando dubitativa de su bolso uno de
ellos.
−Pero ¿qué ha hecho usted con mi libro? ¿Le ha leído o ha ido a la guerra
con él? −espetó Luis Antonio observando su aspecto desgastado, con las
esquinas dobladas y peladas, y hasta una enorme mancha de café que teñía
casi la mitad de sus hojas. −¡Lo puedes utilizar para avivar una buena
hoguera en la noche de San Juan! −Cortó Luis Antonio sin reparo−. Te
presento a Lara, Sonia e Irene, becarias de la Universidad de Barcelona con
las que estamos trabajando en varios proyectos de delitos de odio. Venga
vámonos −dijo con premura−. Tenemos algo de prisa, porque me han
adelantado la ponencia y en media hora debo conferenciar.
Julia no sabía qué pensar ¿Pero qué coño he hecho? Se había levantado a
las cinco de la mañana, había cogido un avión, un tren y un taxi y ahora se
sentía mendigando dos minutos para poder compartir con él su interés por la
disciplina criminal, para que encima se burlase de ella y la dejase en
evidencia. Solo me falta cargar con las maletas de las dichosas becarias»
pensó Julia a la vez que se esforzaba en seguir los pasos de Luis Antonio y
sus tres colaboradoras intentando disimular el dolor en sus pies a causa del
zapato de tacón alto que decidió ponerse para la ocasión, y que además le
habían producido una herida en el talón derecho, por lo que intentaba
contrarrestar su incipiente cojera con el peso de su abarrotado bolso blanco.
Antes de que Julia pudiera abrir la boca para preguntar, Luis Antonio se
adelantó y exclamó:
−¡En enero sale una plaza para la Unidad! ¡Pero sólo entran los mejores!
−Dictaminó Luis Antonio con cierto aire de superioridad−. Si realmente estás
interesada, te sugiero que hables con la Sargento Rosa para que te informe
sobre el temario y demás, aunque te ruego que no la hagas perder el tiempo.
Vámonos a la Universidad, que llego tarde −decretó el Comandante con
seriedad.
Julia cogió su ancho bolso donde sobresalían libros y papeles subrayados
en rosa, verde y azul fosforito y que apresuró a esconder y guardar en una de
las carpetas, «de donde nunca debían haber salido», pensó. Tras eso,
obedeció, siguió a Luis Antonio y a su pequeño ejército de súbditas y se
metió en un amplio Renault Laguna, típico coche camuflado oficial.
Durante el trayecto tampoco tuvo oportunidad de comentar con él sobre
sus intereses, puesto que las becarias no dejaban de interrogar a Luis Antonio
con decenas de preguntas sobre el proyecto en que el parecían colaborar.
−¿Qué material vamos a utilizar, Luis?−preguntaba la más joven, cuyo
nombre Julia no conseguía recordar.
−Habrá que ir a la cárcel a entrevistar a los internos. ¿Alguna herramienta
en concreto?
−Hemos pensado en diseñar una nueva aplicación para teléfonos móviles
al objeto de prevenir a los más jóvenes. ¿Qué opinas Luis Antonio?
Después de circular por una imposible Barcelona llegaron a la Facultad,
Julia fue incapaz de contar la cantidad de personas que pararon a Luis
Antonio al entrar en el salón central. Como pudo, se abrió camino entre la
muchedumbre y consiguió seguir al Comandante hasta la mesa principal que
había sido perfectamente acomodada para que el ponente dispusiese de todas
las facilidades que hoy en día permitía la era digital. Allí, Luis Antonio le
pidió que se sentase en la primera fila y, bromeando, le ordenó que tomase
nota de todo, que luego le haría un examen personal.
A Julia no le gustó tanta soberbia y en más de una ocasión brotaron
intensas ganas de irse y desistir, pero no tenía otra más que aguantar y al
menos, ya que estaba allí, escuchar la charla que Luis Antonio había venido a
presentar. El salón se llenó por completo. En las paredes y con una luz
brillante bailaba el nombre del Comandante junto con el empleo que
ostentaba en la fuerza policial.
−¿Es aquí la charla del poli? −murmuró una voz detrás de Julia.−Sí, sí, es
aquí, está a punto de comenzar −contestó Julia sorprendida por la admiración
que generaba el Comandante Saavedra.
Después de un minuto, la sala se llenó de imágenes con sangre y de
explicaciones basadas en el análisis de conducta criminal. Luis Antonio
argumentó, justificó y defendió el uso de la Psicología en la investigación
policial. Desmenuzó varios casos reales, desarrollando los procedimientos
conductuales que habían ayudado a esclarecer diversos casos de alta
relevancia social. Habló de perfiles de asesinos, de homicidas, de violadores,
de agresores..., y de todo tipo de delincuente con el que se había topado en
sus más de veinte años en Policía Judicial.
Julia no pudo más que ser otra víctima de las garras seductoras de su
ahora idolatrado Comandante de la UAC. Salió del salón exaltada,
apasionada, seducida, y con solo un objetivo por el que luchar: formar parte
del equipo de Luis Antonio y ser en enero la próxima analista criminal.
En el avión, de vuelta a Málaga, sólo pensaba en cómo convencería a
Mario. Le haría cambiar de opinión sobre su rechazo inicial al traslado a
Madrid, le hablaría de las oportunidades que vivir en la capital podría
ofrecerles, de las ventajas que trabajar en esa unidad le supondría a ella y por
tanto, a ambos como pareja. Le hablaría sobre todo del cosquilleo, de la
nueva y flamante ilusión que erizaba cada vello de su piel, de su necesidad de
vivir y devorar ese nuevo reto que la vida le había estado guardando
esperando el momento adecuado para ser presentado.
Ese momento era ahora y no dejaría pasar el tren. Le daba igual lo que
opinase Mario. Ahora el propósito estaba claro para ella. Trataría de
persuadir maximizando las opciones positivas de trabajar en la UAC.
Mario la esperaba en el coche aparcado en doble fila en la puerta del
aeropuerto. El retraso en la llegada del vuelo le revolvió el estómago como un
mal presagio. Málaga, su familia y su vida pasaban ante sus ojos como quien
ve alejarse una imagen desde la ventana de un tren en marcha. Cuando por fin
la vio salir y dirigirse al coche con la expresión de la cara claramente
cansada, pero con ese brillo tan especial de satisfacción en la mirada,
cambiándose el bolso de un hombro a otro con gracia y estilo, mientras el aire
movía su melena dorada, supo que la seguiría hasta el fin del mundo.
Con las ideas muy claras Julia se puso a estudiar, invirtiendo horas de
sueño, amigos, familia y sobre todo de Mario, en el nuevo Código Penal, la
Ley de Enjuiciamiento Criminal y todos aquellos temas relativos a lo
procesal, un total de veinte cinco temas más sobre legislativa y judicial, para
lograr su objetivo, lo que día y noche se repetía al acostarse y al levantar, se
una verdadera analista criminal.
−¿Vienes a la playa? ¿Te apetece salir a correr cuando baje el sol?
¿Cenamos en el italiano del puerto? −preguntaba incesante y nervioso Mario.
−Hoy no puedo, tal vez mañana, lo siento amor. Esas eran las respuestas
que diariamente Julia le daba sin levantar la vista de su ordenador y apuntes.
***
Mario empezó a acostumbrarse en cierta manera a hacer solo todas las
actividades que antes disfrutaban juntos, o bien quedando con amigos o
familia. Un día al salir del cine con un viejo amigo del instituto, éste le
ofreció un cigarro y Mario, aunque hacía años que había dejado de fumar,
decidió cogerlo, encenderlo y saborear una profunda calada que le dejó un
sabor áspero tras un comedido carraspeo. «Será mi pequeño secreto, lo dejaré
otra vez cuando quiera» pensaba para él, mientras se metía día tras día un
caramelo mentolado en la boca justo antes de entrar en casa.
En Enero Julia consiguió pasar el primer examen tipo test. No obtuvo una
calificación brillante, pero sí lo justo que le daba la opción pasa pasar a la
segunda fase, el caso práctico de naturaleza delincuencial, que ya le había
advertido Luis Antonio que era lo más importante para pasar destinada a su
unidad.
El día anterior al examen del caso práctico de Julia, Mario se metió dos
caramelos mentolados antes de entrar en casa.
Capítulo 2
Acceso a la UAC
−¡Joder me he dormido! −exclamó bruscamente Julia buscando con
ahínco el reloj en la mesilla. Se calmó al comprobar que sólo eran las cuatro y
cuarto de la madrugada. Era la tercera vez que se sobresaltaba creyendo que
no llegaba al examen final. Miró el reloj para calcular el tiempo exacto que
faltaba para que sonara el despertador, comprobando que la cena ligera, la
infusión relajante y la ducha templada antes de acostarse, no habían surgido
ningún efecto. Dos horas más tarde Mario se despertó con las primeras luces
del día comprobando que Julia dormía plácidamente a su lado.
−Cariño ya es la hora −dijo Mario estirándose en la cama mientras se
giraba para abrazar a Julia.
−Sí, me doy una ducha rápida y me largo. Desayunaré en el bar del
complejo. Deséame suerte.
−No la necesitas.
−Ya. Pero dímelo.
−Suerte, ya lo sabes, y no te comas al tribunal…que te conozco y después
te duele la tripa.
***
«Domínguez Pérez, María Julia», reclamó una voz de mujer en la sala de
espera. Julia supo que había llegado el momento que tanto había ansiado
desde hacía meses. Se abrían las puertas de algo más que de la sala de
exámenes. La habitación era amplia y fría. Un proyector y una gran pantalla
fue lo primero que llamó su atención. Después se centró en sus tres
evaluadores.
Luis Antonio presidía el tribunal, sentado en el centro de una gran mesa
de madera de roble. Vestía el uniforme reglamentario que le daba un aspecto
de fría formalidad. A la izquierda, otro oficial de pelo muy blanco. Era el
Comandante Rodríguez, conocido por ser el oficial con más años en Policía
Judicial, aspecto que le enorgullecía y solía utilizar como carta de
presentación. «Éste debe ser de la promoción del Duque», pensó Julia
«menudo caimán». Destacaba en él una agradecida panza que hacía que los
botones amenazasen con estallar de un momento a otro yéndose a los ojos de
alguno de los allí presentes. A la derecha le acompañaba la suboficial Rosa,
quien sonreía amistosamente a Julia, tratando de transmitir una seguridad que
Julia no llegó en ningún momento a incorporar. Morena de cabello ondulado
no se parecía en nada a como me la había imaginado, −pensó− mientras
observaba como improvisaba un favorecedor recogido usando uno de los
lapiceros de la mesa. Las tres barras paralelas sobre sus hombros informaban
su rango de Sargento.
Julia se fijó que los tres llevaban en el uniforme la chapita de Policía
Judicial, algo que no le dejó indiferente. Era la marca que ella ansiaba, como
un objeto de deseo, un fetiche, un emblema que sólo algunos pocos podían
tener, y por el que ella se encontraba luchando en esos instantes. Sobre la
mesa figuraba el papel que indicaba el rol de cada uno en el acto oficial: la
Sargento Rosa era la vocal, y el veterano Comandante Rodríguez venía a ser
el ayudante de Luis Antonio, presidente del tribunal.
−Teniente Domínguez −el presidente exclamó−. Dispone de tres horas
para intentar esclarecer el caso que se le va a presentar en la pantalla superior.
Va a contar usted con todo el atestado policial.
En ese momento se acercó la Sargento facilitándole más de un centenar
de folios agrupadas con un fastener oxidado en el margen derecho.
−Primero, debe hacer un análisis de la situación, y después debe presentar
argumentos válidos sobre el procedimiento a seguir. El objetivo es que
justifique si el caso en cuestión podría tratarse de un homicidio o un suicidio.
Quiero que vaya más allá de la propia investigación policial. En ese aspecto
usted no nos va a enseñar nada nuevo. Si es tan buena psicóloga como dice su
CV, demuestre y aporte nuevos procedimientos, nuevas técnicas de
investigación que usted podría llegar a utilizar.
−De acuerdo −asintió Julia tragando la poca saliva que le quedaba,
intentado calmar el nudo que apretaba su garganta.
***
Un cuerpo de mujer boca abajo yacía en un suelo gris cubierto de hojas
secas. Parecía dormir el descanso eterno bajo una noche cerrada. Su mano
izquierda sujetaba un arma pequeña que Julia pronto reconoció: se trataba de
una pistola de la marca Beretta, modelo 92 FS, típica arma corta
reglamentaria de los efectivos de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad. Su
largo cabello oscuro escondía en su totalidad rostro y facciones, por lo que
iba a dificultar aún más la decisión para Julia. «Al menos no está
esquelética», pensó. Vestía un pijama de colores de pantalón corto y camiseta
de tirantes, cuyo estampado y modelo le hacían pensar que se trataba de una
mujer joven, de constitución delicada y de gusto particular, ya que se
entreveían monumentos famosos del mundo en el estampado principal del
pantalón. La imagen de su espalda mostraba que no llevaba sujetador, por lo
que Julia hipotetizó que, minutos antes de perecer, estaría en casa, cómoda,
despierta, aún sin acostarse, pero sí preparada para cuando se fuese a la cama
a dormir. De repente, un gran número de preguntas retóricas comenzaron a
emerger en la mente de Julia y se amontonaban sin cesar en ese espacio del
cerebro que se usa para procesar « ¿escena alterada o primaria? ¿Organizada
o desorganizada? ¿Lesiones? ¿Sangre? ¿Golpes? ¿Por qué ese lugar? ¿Se
conocían víctima y posible autor? ¿Arma homicida? ¿Actos de
precaución?,...» y comenzó a tomar notas en el único folio blanco que le
habían facilitado.
De este modo y en forma de esquema Julia fue anotando lo que a su juicio
podría ser importante para hacer una buena reconstrucción «constitución
delgada, color de piel blanca muy clara, cabello negro y largo, orejas
medianas; número de calzado ¿treinta y ocho?». «La posible hora de la
muerte», siguió induciendo mentalmente, «podría ser entre las ocho de la
tarde y las seis de la mañana, que es cuando ya empieza a amanecer, si
pudiera comprobar la temperatura del cadáver podría afinar, pero eso es tarea
del forense, no voy a entrar..., aunque no hay gusanos, bichos, ni fenómenos
de putrefacción, unas ligeras livideces..., parece que ha sido reciente». −Se
trata de una escena ideal para perfiles −murmuró Julia sonriendo levemente
para sus adentros−. No hay intervención de servicios sanitarios. Han elegido
esta imagen a propósito. Es una imagen totalmente virgen, me quiero
lucir…..y siguió pensando y anotando: «Del cuerpo no se toca nada, hasta
que no se hacen dos millones de fotos... Hay que fotografiar bien la posible
arma homicida... Un porcentaje muy elevado de asesinos suelen tirar el arma
entre los veinte y cien metros del lugar del delito y aquí en este caso el arma
está semiagarrada por la mujer. «¡Qué raro», exclamó para sus adentros...,
«¿se han llevado algo de la escena principal? ¿Han depositado algo? Todo
sirve para deducir qué ha podido pasar...». «La rutina policial de los
operativos es rastrear todos los sitios y en eso tampoco debo entrar. Todos los
huesos están en su sitio, nadie ha movido nada, no hay goteo de sangre, sí la
proyección de la bala con sangre en forma de spray en la otra sien, escena
primaria», concluyó. «No hay arrastre..., ¿se mató o quién la pudo matar?».
Si pudiera acceder a su mandíbula comprobaría si le faltan piezas o no, si
tuviese algún tornillo podría hablar con su dentista para tareas de
identificación. Pero esta mujer debe estar identificada, hay una vivienda a
escasos metros de la escena principal... Cuando hay un muerto al lado de una
casa «¿Quiénes son los primeros sospechosos, Julia?». <<Fundamental
entrevistar a la última persona que estuvo con ella>>. «También pudo haber
muerto envenenada y hayan teatralizado la escena, no tengo ninguna
evidencia en contra», siguió pensando..., «Si hubiera marcas de peleas o
puñetazos, objetos rotos, podría pensar que la han asesinado y han puesto el
arma en la mano para simular...». «Cuando alguien mata, algo debe ganar,
¿qué puede llegar a obtener el que haya podido asesinar a esta muchacha?
¿Venganza? ¿Tranquilidad personal? ¿Ira? ¿Dinero? ¿Qué puede tener que
alguien codicie? ¿Hay alguna persona con la que se llevase mal? ¿Tanto
como para querer su final?».
«Julia, céntrate», se autoexigió, «debes separar el trabajo criminológico
de lo policial, no te centres en las rutinas operativas... Los investigadores del
caso ya se dedican a ello, y recuerda lo que ha dicho el presidente: este
puesto es algo diferente, él quiere a una psicóloga criminalista, una analista
conductual... vete a lo comportamental...», se demandaba Julia mientras
seguía anotando ideas.
Tras una breve pausa para pensar, Julia siguió en voz muy baja meditando
¿Qué ha hecho la víctima para ser víctima? ¿Se lo ha buscado o estaba por
allí? ¿Qué tiene de especial? ¿Personalidad, conducta...? Tendría que
reconstruir su mundo, interrogar a sus amigos, vecinos, pareja, pero desde el
punto de vista del analista criminal. ¿Suicidio? No hay ninguna nota cerca, ni
los zapatos están colocados como en otros casos en los que he leído que suele
pasar... «Improbable», pensó. Continuó escribiendo su esquema que, en unos
instantes, sería la defensa de su caso ante el tribunal.
−Esto va para largo, ¿vamos a tomar un café? −preguntó el Comandante
Rodríguez a la Sargento.
−Me has leído la mente. A ver qué dice el Presidente −mientras, éste, que
había escuchado la proposición hacía gestos con la mano para que se fueran,
al tiempo que les transmitía que lo hicieran en silencio y sin molestar.
Durante este intervalo, Luis Antonio no levantó ni una sola vez la vista de
su lectura. Parecía ensimismado con lo que tenía entre manos y sólo movía la
mano derecha para cambiar el color de lo que subrayaba. Julia lo miraba con
una mezcla agridulce de admiración y rechazo. De algún modo sabía que, si
aprobaba este examen, sería un gran paso para su desarrollo profesional pero
también que iba a perder mucha calidad de vida y especialmente tiempo con
Mario. En medio del examen se dio cuenta de que el reloj corría y de que
estaba perdiendo tiempo con este tipo de pensamientos encontrados. Apartó
la vista de Luis Antonio y se centró en las conclusiones que en unos
momentos iba a tener que exponer ante el tribunal. En ese preciso momento
entraron en la sala el Comandante y la Sargento Rosa, y por la manera del
primero de pasarse la lengua una y otra vez por cada rincón de su dentadura,
se adivinaba que acababan de meterse entre pecho y espalda un buen
almuerzo. Eran ya casi las dos horas de la tarde.
−Julia, su tiempo ha terminado. Por favor levántese, diríjase al centro de
la sala y comience a defender las hipótesis que puedan esclarecer el caso
−decretó el presidente con rictus serio.
−Con su permiso mi Comandante −dijo Julia con respeto mirando a los
ojos fijos de Luis Antonio−. Sin ningún género de dudas, miembros del
tribunal, la mujer ha sido asesinada y el autor ha tratado de simular un
suicidio −afirmó con cierta prepotencia al ver cómo el Comandante
Rodríguez asentía lentamente con la cabeza.
−Dispone exactamente de media hora para desarrollar y justificar sus
argumentos −respondió el presidente del tribunal.
−Para defender mis hipótesis me gustaría empezar señalando la
importancia que tienen en estos casos la llamada autopsia psicológica en
investigaciones como ésta, difíciles de esclarecer y al parecer de causa
equivoca. Pero como ustedes me piden nuevos procedimientos y, dado el
poco tiempo que tengo, voy a lanzarme a exponer mi propuesta sobre lo que
yo he llamado «Personalidad Prospectiva». Partiendo de la base de que
previo a ello se debería comprobar la existencia de plomo, antimonio y bario
en la mano que sujetaba el arma, aspecto como ustedes deben saber,
fundamental y que no consta en la diligencias policiales −dijo Julia con un
poco de soberbia−. La Personalidad Prospectiva es el proceso de predecir las
características identificativas de un supuesto delincuente a partir de su
conducta durante la comisión de un delito. −Luis Antonio se incorporó en su
asiento, abandonó su mirada de sus escritos y miró a Julia con exquisita
atención, aspecto que tampoco fue desapercibido para el resto del tribunal.
-«¿Personalidad prospectiva?», repitió Luis Antonio en voz baja,
corriendo con los pies su silla hacia delante.
−La investigación de la muerte de esta muchacha es de origen dudoso,
por lo que se requiere muchísima información sobre la víctima y todas
aquellas circunstancias que rodean los hechos. En casos como éste se hace
imprescindible obtener la máxima información sobre la personalidad. Interesa
saber cómo era, qué le gustaba, qué le motivaba, qué cosas le generaban
rechazo y cuáles no.... es decir, aspectos fundamentales de su forma de ser....
Y, ¿cómo se evalúa la personalidad? ¿A través de test y cuestionarios, no?
Ustedes saben que esto en ciencia policial es imposible, por ello surge la
necesidad de obtener indicadores de personalidad de la víctima de manera
observacional, indirecta, a través de la imagen de la escena del crimen y del
resto que constan en el expediente, pero sin olvidar toda aquella información
comportamental aportada por todas las fuentes cercanas a su entorno a las
que se les tomó manifestación: amigos, compañeros de trabajo, familiares…
así como sus redes sociales −continuó Julia con precisión y despertando
admiración entre los miembros del tribunal. Todo ello arrojará información
para poder determinar con precisión qué había en la mente de esta chica en el
momento de su muerte.
−¿Quiere usted decir que pretende saber cómo era la víctima, para
averiguar lo que le ha pasado? −formuló Rosa.
«Siguiendo esta metodología, se pretende que cualquier agente policial
pueda inferir en los rasgos de personalidad de la víctima e hipotetizar acerca
de lo qué ha podido suceder. El objetivo de todo esto no es probar cuál es la
causa de la muerte, sino determinar el origen de lo que a esta chica le ha
podido suceder. ¿Ha sido un homicidio? ¿Un asesinato? ¿Un suicidio? ¿Un
accidente? o más difícilmente o imposible en este caso ¿un fallecimiento
natural?». Lo importante, −subrayó− es tener datos de su personalidad.
−Supongo que su metodología tendría la misma aplicación tanto en
víctimas como en presuntos autores. ¿Es así? −volvió a preguntar Rosa.
−Efectivamente. Si todo el mundo goza de una personalidad diferente,
¿Por qué se actúa con cada sospechoso o detenido de la misma manera?
−siguió expresándose Julia, despertando cada vez más asombro al tribunal.
−¡Qué interesante! −dijo Rosa al Comandante Rodríguez.
−Yo no me estoy enterando de nada −respondió éste.
−Sssssshhhhsss −mandó callar Luis Antonio a Rosa con mirada abrasiva.
Julia siguió:
«Si sabemos cómo es una persona en términos de personalidad, podremos
aproximarnos mejor a ella, diseñar la mejor estrategia y ganarnos su
confianza si conocemos, y vuelvo a reiterar, su personalidad».
Luis Antonio empezó a sentir una extraña avidez nerviosa en que Julia
continuase. En cierto modo, aquello que ella estaba defendiendo era sin lugar
a dudas lo que él llevaba tiempo estudiando, desarrollando, investigando...
Mediante ello, Luis Antonio trataba de ofrecer una idea de la personalidad del
sospechoso a través de diversos métodos: observando sus espacios privativos,
su conducta, y entrevistando a sus allegados más próximos. El objetivo, al
igual que afirmaba ahora Julia, era intentar obtener los rasgos de personalidad
de manera indirecta y así perfilar, para luego poder trabajar de la mejor
manera en la pesquisa policial.
***
Las ventanas de la sala empezaron a recibir los primeros impactos de una
incipiente lluvia que pronto se transformó en una tormenta brusca que,
durante unos segundos, acaparó las miradas ensimismadas de Rosa y del
Comandante Rodríguez. Que Luis Antonio permaneciera atento, ajeno a la
lluvia, escuchándola con máximo interés no pasó desapercibido para una
Julia que permanecía en pie, implacable, defendiendo su caso práctico
particular y agazapando por momentos a dos de los miembros del tribunal.
Parecía la teatralización de Alicia en el País de las Maravillas justo en el
momento en que Alicia ingería la galleta del «cómeme», haciéndose
gigantesca y grandiosa en cuestión de segundos.
Después de esa introducción, Julia se centró en la muchacha que aparecía
muerta en la escena del crimen y, generando cada vez más expectación,
continúo:
«Fíjense en la escena del crimen. No hay cámaras, ni testigos, no hay
signos de violencia física, sólo el disparo a quemarropa en la sien izquierda y
la proyección de una bala del nueve parabellum por el extremo contrario. El
cuerpo de una mujer de treinta años de edad. ¿Cómo puedo obtener más datos
sobre cómo era ella para saber si se hubiese querido suicidar? Lógicamente,
como ya he mencionado antes, preguntando a sus familiares y conocidos
¿verdad? Pero también se podría hacer un análisis de sus pertenencias, su
forma de vestir, peinar, su habitación, su teléfono móvil, el escritorio de su
habitación, por ejemplo. Todo ello arrojará información sobre cómo se sentía
y sus ganas de vivir, o no, sin necesidad de realizar un test, aspecto no fiable
como he comentado previamente en investigación policial. Si las entrevistas
y las observaciones están teóricamente guiadas, el resultado que se obtenga
de ello, será exactamente igual al que se hubiese obtenido administrando un
cuestionario de personalidad.
−¿A qué modelo teórico se refiere usted Teniente Domínguez?
−interrumpió el Comandante de la vieja escuela.
Por un momento Julia se desvaneció. Al igual que Alicia en su país de las
maravillas, tenía la sensación de que no se estaba explicando bien. El tiempo
no se detenía y ningún miembro del tribunal parecía ahora retroalimentarla,
aunque fuera con una ligera sonrisa cómplice que le indicase que siguiera con
su exposición. No sabía cómo interpretar la mirada clavada en sus ojos del
presidente del tribunal.
−Mi Comandante, justo iba a pasar ahora a hablar de ello. Me baso en el
modelo de PEN de la personalidad, de Eysenck. La elección de este modelo
no es capricho mío, obedece a criterios de biología, extrapolación y
simplicidad.
«Primero», este modelo ha demostrado tener base neurológica. Sus tres
grandes rasgos han sido localizados en el cerebro dotando al modelo de
rigurosidad. Decenas de estudios siguen corroborando tales datos y, a pesar
de ser un modelo de los años cincuenta, sigue vigente en la actualidad gracias
a su precisión cerebral.
«Segundo», prosiguió Julia, el modelo ha sido probado en diferentes
partes del mundo, con suficientes contrastes experimentales, y con sujetos de
diferentes edades y pertenecientes a diversos grupos sociales, con lo cual se
puede decir que es un modelo universal que ofrece garantías en el mundo
policial, caracterizado por la multitud de personalidades con las que
diariamente nuestros agentes deben trabajar.
«Y tercero», su facilidad. Es un modelo simple basado exclusivamente en
tres rasgos de personalidad. Esto hace que sea fácilmente entendible y
aplicable, y lo que es más importante, que no haga falta ser psicólogo o
experto en perfilado para que cualquier agente policial sepa observar los
indicadores, e interactuar infiriendo de la mejor manera en la personalidad del
individuo con el que se va a actuar.
−No sé si me explico −murmuró Julia observando la cara de asombro del
Comandante y mirándole con orgullo le preguntó:
−¿He contestado su pregunta, mi Comandante?
−Perfectamente Teniente −murmuró con voz aplacada éste.
−Entonces, con su permiso, voy a continuar.
−Sí, prosiga, que el tiempo corre y aún no sabemos si usted se va a
decantar por el suicidio o el homicidio −dijo subiéndose el ceñidor con ambas
manos.
−En breve resolveré su duda −contestó Julia fijando la mirada en el reloj
de la sala. Quedaban escasamente veinte minutos.
Las siglas del modelo PEN −prosiguió Julia retomando su presentación−.
Responden a los tres macro rasgos principales: psicoticismo, extroversión y
neuroticismo».
−Psicotiqué? −preguntó el Comandante Rodríguez a Rosa en voz baja.
−Psicoticismo, es una variable de personalidad que tiene que ver con la
frialdad. Supongo que ahora lo explicará.
−Joder, esto parece más una masterclass que un examen.
− Jaja, −le sonrió burlesca Rosa−. Nunca es tarde para reciclarse mi
Comandante, sigamos escuchando.
−Ustedes, que pertenecen todos a la especialidad de Policía Judicial, están
cansados de hacer registros, interrogar a sospechosos y ver cadáveres
−desafió Julia formulando más preguntas al tribunal−. ¿Conducirían igual la
entrevista de un sospechoso, una vez vista su habitación y comprobando que
está cuidada y meticulosamente ordenada o, sería diferente su intervención si,
al contrario, estuviese desordenada, descuidada, anárquica o caótica?
¿Podrían ustedes inferir algún detalle sobre la personalidad viendo tan
dispares dormitorios? O bien, ustedes en el calabozo, minutos antes de
interrogar, observan a un sospechoso, nervioso, angustiado, excitado,
inquieto, histérico, frente a otro calmado, aplacado, desafiante, inexorable,
pétreo... ¿sería igual su manera de interrogar? Evidentemente la respuesta
está clara −sentenciaba Julia, mientras todos los miembros del tribunal, con la
excepción de Luis Antonio, asentían sin parpadear−. Con esto no estoy
diciendo nada nuevo, solo trato de poner nombre y sistematizar lo que
ustedes seguramente hayan estado haciendo durante décadas. Trato de que
todos nuestros agentes compartan un modelo común, tengamos todos un
lenguaje similar que nos pueda ayudar a esclarecer los casos, con una
herramienta más. Se trata de deducir si la persona que tenemos delante es por
ejemplo extrovertida, y le gusta la estimulación, en cuyo caso le ofreceríamos
una coca cola o un café; si nos interesa su colaboración o si prefiero
molestarle le aislaré y le crearé frustración.
−¿Y cómo podemos saber si la muerta en este caso, era extrovertida?
−volvió a preguntar el viejo Comandante bajo una mirada escéptica y
penetrante.
−Con su permiso mi Comandante, voy a pasar a sintetizar
descriptivamente los rasgos −contestó Julia despreocupada:
La víctima de nuestro caso era una mujer con tendencia a la extroversión.
Las personas extrovertidas, son generalmente enérgicas y sociables, y buscan
la activación. Suelen tener una respuesta rápida, impulsiva. Son espontáneas
y optimistas. Posiblemente hablen deprisa, se muevan con agilidad y utilicen
un tono de voz elevado. Evitarán la monotonía, el aburrimiento y las
situaciones que comporten silencio o soledad.
Esta chica necesita acción. Fíjense por favor en la imagen 13A del
atestado. Es una fotografía de su habitación. Está decorada como el pijama
que vestía el día del asesinato: colores, edificios, motivos musicales... De las
paredes cuelgan infinidad de fotos y de recuerdos de una vida titiritera: la
Torre de Pisa, las Cataratas de Iguazú, un paseo por el Nilo… En varias de
ellas aparece con niños de distintas nacionalidades, en otra alimentando a un
pequeño león, co-pilotando un helicóptero y decenas de imágenes donde se
muestra abrazándose con varias personas en distintos lugares del mundo. Hay
orden allí y varias notas colgadas de un corcho, que ofrecen información de
su agenda para los próximos días: comprar el «adversario de Carrière»,
felicitar a Noa, vacunas, pedirle el saco a Gabriel, devolver los libros de la
biblioteca antes del día…. Todos estos indicadores informan de actividad y
sociabilidad, los dos componentes principales de una persona con tendencia a
la extroversión.
−Me temo que yo soy así −v a interrumpir el Comandante Rodríguez a
Rosa, murmurando.
−Puedo dar fe −respondió Rosa riendo.
−Es más −continuó Julia−, el análisis de sus redes sociales, (página 60 del
atestado), informa que tenía decenas de amigos en Facebook, Twitter e
Instagram. Subía fotos y comentarios con bastante asiduidad e incluso llegó a
publicar aspectos de su vida íntima y más personal. Su entorno relacional,
(páginas 80 a 95), al tomarles manifestación, informaron que esta mujer había
tenido varias relaciones de amor pero ninguna llegó a cuajar. Desde unos
meses atrás, se veía con un muchacho de la Policía Nacional. La víctima
trabajaba en la recepción de una gran multinacional y sus compañeros
afirmaban que le gustaba su trabajo actual, nunca tuvo problemas,
enfatizando que era la que siempre se encargaba de organizar cualquier tipo
de festejo en su empresa. Por tanto, no creo que quede duda de que esta joven
apuntaba alto en el rasgo de la extroversión.
−Sí, eso ha quedado muy claro. Pasemos a los otros dos rasgos. Proceda
por favor −le interrumpió Luis Antonio usando con tono imperativo.
−El segundo macro rasgo es el neuroticismo −continuó Julia−. Este rasgo
definiría a las personas caracterizadas por tener una alta inestabilidad
emocional e inseguridad. Suelen ser personas con muchos miedos y tasas
elevadas de ansiedad y preocupación. Desarrollarán con más probabilidad
sentimientos de culpabilidad y sintomatología psicosomática como tics,
eccemas, úlceras, etc. Básicamente, se puede definir este polo como una
desproporcionada respuesta del individuo al estrés.
−Y esto.... ¿cómo se ve en la escena del crimen? ¿Cómo podemos obtener
esta información? −exclamó el Comandante Rodríguez− Pocas escenas
criminales reales ha visto usted.
−Efectivamente mi Comandante no es tarea fácil. Hay que saber qué
observar. Pero hay indicadores que si se pueden identificar con solo saber qué
mirar. En la imagen 17 del atestado hay una fotografía de su mesillita de
noche. Las personas con esta tendencia suelen tener pastillas para dormir,
algún sobre de infusión. En el registro de sus pertenencias, (página 32), no
hay informes médicos recientes, ni frecuentes, que es otro dato importante a
considerar y que si se puede observar. Por otro lado, ningún allegado la
consideró nerviosa, (páginas 83-99), sino todo lo contrario, en que no se
preocupaba mucho por las cosas, sólo por organizar sus viajes y un poco su
aspecto personal. En el trabajo se había convertido en la terapeuta lega de
todos aquellos que estaban pasando por una mala etapa, puesto que ella era
muy práctica y les ayudaba a ver las cosas que realmente importaban de la
vida, ayudando a la gente a escapar de las amenazas internas y externas de las
que continuamente sufrían, e invitándoles a irse de viaje con ella. Era positiva
y optimista, ante cualquier adversidad respondía con una envidiable calma
que sorprendía por la serenidad con la que enfrentaba los problemas. Nunca
iba al médico, evitaba conflictos y jamás tuvo intentos autolíticos ni
problemas de ansiedad o depresión en ningún momento de su vida, incluso
cuando su último novio le fue infiel, y la dejó por una amiga suya de la
infancia, siguió comportándose con ella igual, sin recelo, rabia o ira (página
93).
−Yo duermo a pierna suelta, mi neuroticismo debe ser bajísimo −volvió a
susurrar el Comandante Rodríguez con complacencia a Rosa.
−Pues en lo que yo destaco sin duda es en la extroversión: planes, gente,
soy de mucho salir y poco entrar −contestó Rosa.
−Pero eso es bueno, ¿no Sargento? −bromeó el Comandante.
−Pues no lo sé, pero a partir de ahora esconderé mi caja de valerianas
−continuó Rosa riendo.
En ese momento Luis Antonio, que había estado en silencio en todo
momento, se adelantó y pidiendo silencio a los otros dos miembros del
tribunal que continuaban cuchicheando, preguntó con voz muy firme:
−¿Y el psicoticismo? ¿Cómo lo evaluaría?
−Me alegro que me haga esa pregunta, porque es cierto que este último
rasgo es el más difícil de inferir viendo exclusivamente la escena de un
crimen, ya que es un rasgo vinculado al terreno de los afectos, de aquello que
se siente por los demás −intentó resumir Julia en el poco tiempo que le
quedaba de presentación−. Como usted sabrá, bueno, cómo todos ustedes
sabrán −corrigió Julia−, las personas que puntúan alto en esta variable suelen
ser egoístas y egocéntricas. Buscan su propio beneficio, importándoles poco
lo que digan los demás. Suelen ser arriesgados a la hora de conseguir sus
fines, llegando incluso a saltarse las normas sociales por su naturaleza
impulsiva y temeraria. Pueden ser fríos e indiferentes debido a la escasa
empatía y afabilidad que sienten hacia los demás, pudiendo llegar hasta la
crueldad extrema. En el otro extremo se situaría nuestra víctima: responsable,
empática, compasiva, cariñosa y pacífica.
−Explíquese Teniente y no se enrolle que la teoría la conocemos todos,
¿de dónde se puede inferir la empatía, la comprensión, el pacifismo?
−preguntaba de nuevo Luis Antonio, conociendo bien la respuesta, al tiempo
que el Comandante Rodríguez le decía a Rosa en voz muy baja y sonriendo
pícaramente: todos no.
−Para analizar este rasgo he de guiarme casi absolutamente por las
manifestaciones recogidas en la diligencias. En este sentido varias fuentes
cercanas afirman que le gustaban los animales, (página 83), y de hecho las
peleas con sus padres estaban causadas por querer domesticar animales que
se encontraba en la calle, (páginas 80 y 81). Dos perros, una tortuga, un
hámster y un periquito componían su fauna particular, circulando éstos
libremente por vivienda y alrededores a su antojo. Los compañeros del
trabajo (página 90), declararon que tenía un corazón inmenso, y sus padres
afirmaron que sufría cuando veía por la televisión cualquier tragedia o
infortunio humano. La madre recordaba las noches sin dormir de su hija
cuando ésta presenciaba alguna noticia inhumana, como la desaparición de
alguna muchacha, el atropello de un menor o un desahucio de personas
mayores. «No podía con ello», dijo la madre en la página 92 del atestado, en
más de una ocasión. Siempre le habían atraído personajes como Teresa De
Calcuta o Mahatma Gandhi que daban su vida por los demás, y ella tenía el
carisma para también poder viajar y dar lo mejor de sí para los demás, dijo su
mejor amiga en página 90.
−Resuma con una frase Teniente ¿cómo infiere este rasgo?
−Todo lo que implica el pensar en los demás significa empatía y esta
chica parece ser que se desvivía por los demás.
−Entonces, si he entendido su exposición, la víctima era extrovertida, y
con bajo neuroticismo y no psicótica −formuló ahora el Comandante
Rodríguez.
−Ojo, mi Comandante, en ningún momento he hablado de lo psicótico, es
más sólo he hablado de personalidad. No confunda el psicoticismo con el
término psicótico por favor. Proviene de una mala traducción y lleva
indudablemente a la confusión. Con esa salvedad, tiene usted razón. Alta
extroversión, bajo neuroticismo y bajo psicoticismo, recuerde, psicoticismo.
−¿Y si la persona es “normal”, digamos que no destaca en ninguno de
estos rasgos ni por alto ni por bajo? −volvió a preguntar el Comandante
Rodríguez.
−Todos y cada uno de nosotros −prosiguió Julia− poseemos esos rasgos
en mayor o menor grado, el reto es saber identificarlos y reconocer cada
atributo en particular. En un día fértil de trabajo, yo puedo garantizar ser
capaz de ofrecer un perfil eficaz de su personalidad, una vez entrevistados sus
ambientes más próximos y analizados sus entornos, y fácilmente dar una
hipótesis de lo que ha podido suceder y hacer así una reconstrucción. En el
caso que nos ocupa, posiblemente esa noche la víctima había quedado con su
novio, el que recordemos que era Policía Nacional, y a éste no le había
gustado la idea de que ella se fuera a un largo viaje a Nepal (mapas, fotos y
trayectos en el corcho de la pared de su habitación así lo indican). Tras un
rato de discusiones, él no pudo más y terminó con la vida de ella,
disponiendo luego el arma en la mano izquierda para intentar simular su
suicidio. Sería conveniente analizar el dedo que percutó el arma, así como la
mano de este chaval −apuntilló Julia−. No hay ninguna nota de despedida,
hay planes inmediatos y a corto plazo. Nadie conoce de ella ningún problema
o trauma puntual. Jamás ha estado diagnosticada de trastornos del ánimo, ni
ningún gesto autolítico. Todo lo contrario, solía ayudar a la gente que lo
estaba pasando mal, empoderando sus vidas con su propia experiencia
personal.
−Entonces, Teniente Domínguez, ¿cualquier persona puede con este
modelo inferir la personalidad? −preguntó ahora con un cierto toque de
interés personal Rosa.
−No, cualquiera no. Hay que entrenar el ojo para poder perfilar
−respondió amigablemente la opositora−. Lo primero que hay que asegurar es
que la persona a perfilar no se sienta evaluada o cuestionada. Se debe
aprender a observar qué conductas mirar, y a extraer estos datos de las
fuentes de información a las que se les toma declaración como rutina policial.
Por eso, sería fundamental enseñar a nuestros agentes qué aspectos deben
también preguntar en la toma de manifestaciones. Tampoco vale preguntar
directamente, por ejemplo si la víctima era extrovertida. No serviría para
nada Sargento. Se debe preguntar de manera no directa sabiendo el
significado de lo que se está preguntado. También hay que identificar muy
bien a quién preguntar, y seleccionar personas de ambientes diferentes. Bien
es sabido que, por ejemplo, cualquier persona, ya no un criminal, no hace
partícipe a sus familiares de las cosas más íntimas, entre otros motivos para
no preocupar. Por ello es preciso encontrar a las personas en quienes la
víctima podría confiar −continuaba Julia con un toque cada vez más familiar
−. Hay que hallar los ambientes por donde se mueven las personas a perfilar:
trabajo, grupo de amigos, familia y demás allegados, no vale con...
−Disculpe Teniente Domínguez, su tiempo ha terminado. Salga de la sala
y espere en el pasillo que en breves instantes se le comentará el resultado de
su prueba −ordenó Luis Antonio Saavedra mientras acariciaba suavemente la
barba de su mentón.
***
Julia abandonó la sala con la seguridad de haber convencido al viejo
Comandante, pero era plenamente consciente de que su opinión era sólo
secundaria, y que el veredicto final estaría en manos de Luis Antonio y, en
menor medida, de Rosa, a los cuales no sabía si habría llegado a convencer
suficientemente para llegar a ser la elegida como nuevo miembro de su
equipo. No bastaba con ser buena. Tenía que ser la mejor.
Al minuto exacto, la puerta de la sala se abrió y los tres miembros del
tribunal salieron al pasillo encabezados por Luis Antonio, que sin ningún
miramiento le espetó:
−Julia, un poco cogido con pinzas el caso, ¿no crees? ¿Sabes dónde te
quieres meter? ¿Sabes qué es esto? .−preguntó Luis Antonio con mirada
penetrante y fija, y tras esto siguió−: La investigación policial no es un juego
de universitarios, y los experimentos en esta empresa se hacen sólo con
gaseosa −dijo mientras se dirigía de nuevo al interior de la sala a recoger sus
pertenencias. De repente se detuvo, miró hacia atrás y en voz baja preguntó−:
Por cierto ¿Cuándo ha sido la última vez que has llorado?
−Mmm −Julia no titubeó, sabía perfectamente el por qué de esa pregunta,
pero aun así, echó la vista hacia atrás y después de unos segundos contestó:
−Pues la verdad, no me acuerdo.
−Buena respuesta Teniente. Aquí no vale llorar −dijo Rosa, que había
presenciado la conversación con una ligera mueca en su rostro−. Empezará
con nosotros a primeros del mes que viene en la Unidad. Le enseñaremos
bien los procedimientos para que aprenda usted a perfilar.
−¿Sí? Gracias −contestó Julia cogiendo y estrechando su mano con
seguridad. Un placer conocerte en persona.
−Bienvenida al barco.
La emoción se apoderó de una Julia pletórica y embriagada del licor de la
victoria, que se esforzaba en contenerse y mantener el tipo y la mirada,
fingiendo prestar atención a la felicitación que no llegó nunca del presidente
del tribunal. Julia había ganado la medalla de oro, y se encontraba
disfrutando de la victoria en lo más alto del podio, luchando por disimular,
sin éxito, su sonrisa presuntuosa, sintiéndose en ese momento capaz de besar
la luna.
−Enhorabuena. Tu exposición ha sido brillante −dijo el Comandante
Rodríguez acercándose a ella extendiéndole con calidez la mano.
−Teniente Julia −interrumpió de nuevo Luis Antonio mientras se dirigía
con todas su pertenencias a la puerta de la salida−. Si quieres ser una
verdadera analista criminal olvídese todo lo que ha aprendido hasta ahora. No
te servirá para nada.
−Será un auténtico placer y un privilegio para mi aprender a su lado
−respondió Julia descolocada ante el aparente desinterés y escaso énfasis en
la felicitación de Luis Antonio, que la hizo regresar al mundo terrenal y
apoyar de nuevo los pies en el suelo.
−No va a durar ni dos días −dijo finalmente Luis Antonio a los miembros
del tribunal, asegurándose decirlo en un tono que Julia pudiese oírlo.
Cuando Luis Antonio se giró para comprobar si Julia le había escuchado,
ésta ya caminaba por el pasillo con el bolso abierto y sus manos buscando en
su interior el móvil. Mario tenía que ser la primera persona en conocer la
noticia. Salió del edificio, ya con el móvil en la mano, y disfrutó del único
rayo de sol que se escapaba entre varias nubes grises. Cruzó la calzada y, de
camino a la boca de metro, decidió sentarse en una terraza de bar. Un joven
camarero la interrumpió cuando se disponía a telefonear a Mario.
−¿Qué desea tomar?
−Un Gin Tonic, por favor −dijo mientras volvía a guardar su móvil en el
bolso.
Prefirió quedarse en silencio, disfrutando en soledad de aquel momento,
haciendo girar en la copa los granos de pimienta negra que potenciaban el
sabor del alcohol, un sabor con gusto a éxito y victoria.
Cuando terminó la bebida, sacó el teléfono del bolso y se quitó el
pendiente de la oreja izquierda para no golpear la pantalla del móvil. Escuchó
la voz de Mario, casi a la vez que el sol desaparecía entre un mar inmenso de
nubes grises y en voz bajita pero muy firme le dijo “ya”.
Capítulo 3
Psicópatas, ¿nacen o se hacen?
Trece de Septiembre. Sábado.
Julia observaba su rostro detenidamente en el espejo. Se había encontrado
siete canas camufladas entre sus mechas rubias de su media melena color
castaño. Miraba su cuerpo mientras se abrochaba el botón de sus vaqueros
comprobando que había vuelto a perder algo de peso. El ajetreo, la tensión y
los viajes constantes hacían a Julia quemar cada una de las calorías que
ingería. Se puso una camiseta gris de hombro caído mostrando el tirante del
sostén que realzaba sus pequeños pechos. Mientras se aplicaba la crema
hidratante en la cara, vio que alrededor de sus ojos se empezaban a insinuar
algunas arrugas superficiales que se pronunciaban con el llanto y la risa,
aunque curiosamente no recordaba cuándo fue la última vez que se rio a
carcajadas. La vida en Madrid había apagado algo, no sólo en Julia, Mario
también había cambiado. No tanto por el traslado a la capital, sino por la
ausencia que sentía de su mujer. Quizá una ausencia ya adherida a sus
huesos, que a veces le hacía ser necesario sin ser el necesario, el mejor
cuidador que Oliver pudiera tener, regalando a su hijo todo el amor y el
tiempo de su padre, y por qué no decirlo, así compensarlo por el escaso
tiempo que su madre disponía para él, para los dos, para los tres. Le dolía que
Julia no pudiera gozar cada minuto o cada segundo de Oliver, que con sus
pequeños ojos rasgados, sus sonrisas generosas aleatoriamente repartidas a lo
largo del día, sus primeras rabietas, sus llantos, sus vómitos, febrículas y
fiebres, sus veinte deditos perfectamente colocados, y, sobre todo, ese lunar
idéntico en forma y ubicación a aquel lunar de Julia en la parte baja de la
nuca, llenaban y saciaban su tiempo.
En el mejor de los casos, se conformaba con el cuerpo cansado de una
Julia frecuentemente ausente física y mentalmente, con sus despertares tan
tempranos que todavía la luna rige en la oscuridad de la noche. Últimamente
prefería hacerse el dormido cuando Julia, antes de irse al trabajo, le arropaba
cuidadosamente con temor a despertarle, y después él, escondiéndose tras las
sábanas, agudizaba la vista para poder contemplar cómo Julia miraba con
ternura a Oliver desde la puerta de la habitación, siempre sin llegar a entrar.
Mario siempre pensó que el motivo de que Julia nunca pasase era que, una
vez dentro, ella se viera incapaz de abandonar esa habitación y volver a
separarse del pequeño Oliver sin saber por cuántos días esta vez.
−Feliz Cumpleaños mi amor −dijo Mario con un ramo de flores en las
manos.
−Gracias, mon amour, aunque ya sabes lo que pienso de las flores…son
seres vivos….
−Olé por tu dulzura… ¿Cuándo te volviste tan cariñosa?... ¿Estás ya
preparada? Vamos a llegar tarde a comer y a partir de las cuatro, recuerda que
ya no admiten más niños en el parque de bolas del restaurante.
−Ya estoy, quiero estar guapa hoy para ti… jeje. Cenita rica, un poco de
vino y ya sabes…lo que surja tonight.
−Venga, vamos que ya estoy pensando en volver −dijo Mario sonriente.
−¿Sabes algo? Yo también −contestó Julia besando con ternura la mejilla
de su marido.
Justo cuando iban a salir, el móvil de Julia empezó a sonar. Se apresuró a
cogerlo. Era Luis Antonio.
−¡Qué detalle! Tu jefe se acuerda de tu cumpleaños, ¿no? −dijo Mario
cogiendo a Julia del brazo y empujándola suavemente hacia la puerta de
salida.
−No es su estilo Mario, a ver qué quiere ahora −dijo Julia descolgando el
teléfono con cuidado para no mancharlo con esmalte de sus uñas reciente
pintadas.
De repente la sonrisa se apagó en el rostro de Julia y con gestos le
intentaba comunicar a Mario que no había comida, mientras sus pasos
retrocedían al interior de la vivienda.
−Tenemos un caso urgente que no puede esperar. En media hora me
recoge aquí. Voy a cambiarme. Lo siento −dijo Julia descalzándose al tiempo
que se quitaba los pendientes de aro.
−¡Joder Julia que faena, vaya tela con tu curro joder! Pero bueno, lo
celebramos a tu vuelta. Voy a llamar al restaurante −contestó Mario con
resignación aunque no se molestó en ocultar el tono decepcionado de su voz.
Allí se quedó de pie, recién afeitado, con sus pantalones beige
arremangados con varias vueltas a la altura de los tobillos, su camiseta negra
casual y sus nuevas zapatillas New Balance que estrenaba para la ocasión,
con una sonrisa forzada en la cara que no ocultaba su verdadera rabia.
−Si lo llego a saber me quedo en Málaga un par de días más, y lo digo en
serio. Mi madre está cada vez más enferma, y la sensación de abandono y los
remordimientos que tengo desde que murió mi padre, no se lo deseo a nadie.
Sinceramente pienso que ella me necesita más que tú −dijo Mario
entresuspiros.
−Tienes que dejar que tu madre elabore su propio duelo, si estás allí cada
dos por tres, no va a aprender a vivir sola. Los seres humanos debemos
aprender a envejecer. Forma parte de la vida. ¿Por qué no aprovechas, sales y
te tomas unas cañas? Tienes treinta y siete años y a veces pareces un abuelo.
−¿Con quién? ¿Con los vecinos del cuarto? ¿Con las madres del parque?
¿Con mis amigos de la infancia? −respondió irónicamente Mario, mientras
sentía la más absoluta de las soledades. Miró por la ventana y vio decenas de
transeúntescirculando las calles de Madrid. Decidió llenar el vacío con un
amargo y frio café.
***
Luis Antonio recogió puntualmente a Julia. En sus años de jefe de la
UAC se había ganado el respeto de todos sus subordinados. Lo que él dictaba
se llevaba a cabo inmediatamente, sin que nadie se planteara siquiera la
posibilidad de otra alternativa. Su tono de voz era cálido pero firme. Tenía
esa extraña y maravillosa virtud de conseguir que todo aquel con quien
trataba se sintiera importante, reconocido y válido, creando una especie de
corporativismo magnético con sus colaboradores. Cualquier bronca, fallo o
sugerencia, era recibida positivamente como una invitación a la mejora, a la
especialización. De esta manera, mantenía alerta y con altos niveles de auto
exigencia a todos y cada uno de los integrantes de la Unidad, consiguiendo
lazos individuales con cada miembro que, a su vez, eran invisibles para el
resto.
Solía vestir pantalón de pinzas oscuro, mocasines castellanos, camisas
claras mayoritariamente blancas y, en ocasiones, corbata, de la cual Julia aún
no había conseguido descifrar cuál era el criterio que seguía su jefe para el
uso o no de la misma en cada ocasión. A pesar de su diabetes, no cuidaba en
exceso su alimentación ni su peso. No obstante, era frecuente verle
haciéndose controles de glucosa antes de las comidas e inyectarse insulina, de
la que jamás se separaba.
La brillante carrera de Luis Antonio había incrementado en varios kilos
su talla y también un ego que no conseguía disimular del todo. Su espesa
barba y bigote camuflaban frecuentemente las pequeñas muecas que se le
escapaban en cada interrogatorio. En varias ocasiones, Julia fue testigo de
cómo simplemente fijando la mirada en el sospechoso y acompañando esa
mirada de un todopoderoso silencio, había conseguido arrancar más de una
confesión. Era imposible, en cierta manera, no idolatrarle. Sus tentáculos, una
vez que te tocaban, te envolvían con un suave mecer, otorgándote una
sensación de absoluto elitismo en este océano psicológico de miserias
humanas en el que Julia había escogido trabajar. Un océano donde todos los
peces suelen parecer iguales y visten el mismo traje de escamas que utilizan
como disfraz para esconder su verdadera naturaleza. Ahí es donde Julia
tendría que aprender a navegar, distinguir al pez de coral de bellos colores, de
aquél de igual traje pero con el alma del gran tiburón blanco.
Luis Antonio aprovechó el trayecto de camino al aeropuerto con el común
tráfico lento de la capital para poner al día a Julia de camino al aeropuerto.
−Vaya labios, Julia, y que olor ¿Qué celebras? ¿Nuestro encuentro?
−Pues precisamente hoy es mi cumpleaños, pero haré de tripas corazón.
Dime ¿De qué se trata esta vez?
−Hace unas horas ha aparecido una puta muerta en su casa.
−¡Joder jefe, vaya titular!
−Bueno señorita, cuidaré hoy mi lenguaje al ser tu cumpleaños. Una
concubina ha sido asesinada en Dos Hermanas y el principal sospechoso está
detenido.
−¿Y no pueden interrogarle los del equipo? ¿Por qué tenemos que ir
nosotros?
−Este caso es distinto Julia, el asesino es diferente −sentenció Luis
Antonio poniéndole sobre las piernas el atestado.
Ya sentada en el avión, Julia empezó a leer las diligencias mirando con
detenimiento las fotos del cuerpo de la víctima, sin conseguir desprenderse
todavía de la huella que la mirada marcada por la decepción de Mario le
había dejado, y empezó a anotar en su libreta un resumen de los datos que
necesitaría para su intervención:
***
Sara, treinta y nueve años, española, natural de Carmona (Sevilla),
prostituta, madre de dos hijos de veinte y veintidós. Divorciada, sin pareja
actual conocida. Causa de la muerte: asfixia por estrangulamiento; veinte
puñaladas en el pecho con objeto punzante. La sangre cubre el tórax,
abdomen y gran parte de las sábanas de la cama.
−¿Has llegado ya a las fotos de la escena? Estaba bastante buena para
tener tu misma edad, ¿no crees?
−No empecemos, jefe −respondió Julia advirtiendo con resignación que la
víctima parecía diez años más joven que ella−. Tenía un cuerpo atlético, la
verdad −dijo en voz baja a Luis Antonio al tiempo que pensaba en volver a
retomar el ejercicio a su vuelta a Madrid.
−Sacaré tiempo de debajo de las piedras, si es preciso −susurraba para sus
adentros Julia, sin permitir que su jefe escuchase sus lamentos.
En la inspección ocular Julia pudo comprobar que la casa de Sara estaba
ubicada en un barrio obrero del lugar. El portal era estrecho, con un pequeño
tramo de cinco escalones que separaba la entrada del ascensor. En la pared
derecha, próxima a una barandilla de metal, se habían encontrado restos de
sangre, que parecían coincidir con otros restos hallados en el picaporte
interior de la puerta del portal. Uno de los vecinos había declarado a un
agente que, sobre la una y media de la tarde, vio a un apuesto joven, al que no
había visto antes nunca por allí, salir apresuradamente del edificio.
La vivienda estaba en buen estado: limpia y organizada sin que se
apreciara ningún desorden, con las puertas de los armarios y cajones
cerrados. Su tablet, teléfono móvil, y diversos equipos electrónicos, además
de su bolso y cartera con una cantidad de dinero en metálico, situados en
lugares de fácil visualización, permanecían intactos.
El dormitorio de Sara estaba pintado de color rosa salmón. Un gran
cuadro sobre el cabecero de la cama con la imagen del famoso "El Beso" de
Klimt decoraba la áspera pared de gotelé. Los muebles de la habitación eran
blancos, sencillos, de un modelo común que se podría encontrar en cualquier
catálogo de almacén de muebles de hogar y decoración. La cama estaba
medio deshecha, con una colcha estampada de leopardo, y unas sábanas
blanco nuclear manchadas de sangre muy roja arropaban el cuerpo sin vida
de Sara.
El cadáver había sido encontrado semidesnudo sobre la cama, en posición
decúbito supino. Las livideces del cuerpo indicaban que murió justo allí,
tumbada boca arriba, con penetrantes ojos aún abiertos que parecían reclamar
un último grito de auxilio.
− Una verdadera pena haber estropeado con tanta sangre ese sexy
conjunto de lencería, ¿verdad? −exclamó Luis Antonio ante el estupor de
Julia− Y una gran lástima para todos aquellos hombres que lamentarán su
pérdida al no poder volver a disfrutar de sus delicias −insistió con su mirada
clavada en la foto del cuerpo semidesnudo y ensangrentado de la víctima.
Julia sintió asco y, aunque no se atrevió a reprochar semejantes palabras
de su jefe, éste perfectamente advirtió su desagrado, con lo que rápidamente
expuso:
−Solo es una broma Julia, sólo quería cortar el hielo, no te enfades, tonta
−Julia permaneció seria sin abrir la boca. Evitó la mirada de Luis Antonio y
fingiendo indiferencia siguió leyendo el informe y la reconstrucción del caso
que había hecho Martín, jefe del equipo de Policía Judicial de Dos Hermanas:
«Esa mañana como cualquier otra, Sara se preparaba para su rutina, la
profesión más antigua del mundo, la que llenaba la nevera y pagaba las
facturas, y años atrás también la de sus dos hijos ahora independizados. Ese
día, Sara no se citó con ningún cliente entre las dos y las cuatro horas de la
tarde, quería almorzar con sus hijos. Dos clientes por la mañana y tres por la
tarde serían suficientes para la jornada: un banquero, un policía, un jubilado,
un veinteañero tímido y un nuevo cliente colmarían sus deseos de forma clara
y directa, sin romanticismos ni gilipolleces. A veces Rosa sólo tenía que
escuchar las soledades y miserias de sus usuarios. Otras veces mamadas y
sexo rápido, siempre sin preguntas o reproches ni tampoco factura”.
Martín había averiguado que Sara, en su entorno de confianza, bromeaba
y se comparaba a si misma con un restaurante de comida rápida, «la Mc
Donald del amor del barrio", se apodaba a sí misma entre risas. Una manera
como otra cualquiera de ganarse la vida, siempre con la cabeza alta,
presumiendo de haber sacado adelante a sus dos hijos universitarios.
***
Eran las doce del mediodía y Sara casi había terminado su jornada
laboral. En quince minutos se había citado con su último cliente de la
mañana, un nuevo y desconocido usuario que estaba interesado en sus
servicios tras ojear la sección de contactos de un periódico sevillano local. Se
identificó como Michael.
Había elegido ropa interior de encaje negra para esta ocasión. Quería
agradar a su nuevo consumidor con el objeto de aumentar su lista de clientes
habituales que al fin y al cabo eran los que le proporcionaban un salario fijo
mensual, el tipo de usuarios que interesaba mantener, y a los que había que
"agradar". Cepilló su rubio cabello quemado a base de tintes y productos de
decoloración; fue generosa con la crema hidratante que aplicó en piernas,
inglés y brazos; comprobó la perfecta depilación de sus axilas y colocó
cuidadosamente varios preservativos en el primer cajón de la mesilla de la
cama.
Con puntualidad británica Michael llamó al timbre exactamente a las doce
y cuarto. Al abrir la puerta, Sara se sorprendió gratamente al encontrarse a un
joven y guapo muchacho de ojos claros que le sonreía mientras la miraba de
manera directa sin ningún atisbo de timidez.
−Hola, soy Michael.
−Adelante −dijo Sara, ésta es tu casa.
***
Poco antes de que el avión empezara a aterrizar, Julia sacó del bolso un
pequeño espejo de bolsillo que usó para revisar su maquillaje, y se sorprendió
al verse con restos del pintalabios que había usado inicialmente para Mario.
Utilizó el dedo índice para suavizar y homogeneizar el color, dejando una
atractiva tonalidad bermellón que resaltaba sus gruesos labios.
Un coche les esperaba a la salida del aeropuerto y les trasladaría al
cuartel. Luis Antonio levantó la mano al conductor y dejó que éste se
encargara de su maletín. Julia aprovechó este último trayecto para repasar las
últimas notas que le quedaban por chequear.
Justo antes de que Luis Antonio abriera la puerta de la sala de
interrogatorios, Julia tomó aire, utilizó sus tacones para marcar sus pasos, y
se sentó con delicadeza, cuidando la postura erguida de la espalda mientras
Luis Antonio se sentaba a su lado.
La sala era fría y austera sin ningún tipo de estimulación. El color ocre de
las paredes y la amplia mesa de madera de pino, perfectamente ubicada en el
centro de la sala, invitaban a concentrar los cinco sentidos en los sospechosos
y, en este caso, al presunto autor, la persona a interrogar.
Una mancha de humedad en la pared llamó la atención de Julia, que
cuanto más la observaba, más parecía adoptar la forma de una de las láminas
del famoso test de Rorschach, concretamente a aquella en la que la mayoría
de la gente dice ver un murciélago, con la diferencia de que a los ojos de
Julia, ésta se asemejaba a un conejillo agazapado y frágil.
Tras cinco minutos de espera impaciente, dos compañeros uniformados
trajeron a Michael engrilletado. Lucía una mueca en su rostro.
−Quitarle las esposas −ordenó el Comandante.
−A la orden −respondieron al unísono los guardias con cara de asombro.
No era muy frecuente encontrarse con un homicida por esas tierras, pero lo
que indudablemente fue una sorpresa para los agentes fue tener que quitarle
las esposas. El individuo le sacaba medio cuerpo a Luis Antonio.
−Siéntese en esta silla, tenemos una larga jornada −invitó en esta ocasión
Luis Antonio a Michael, mientras disponía la silla a un metro justo de ellos.
Julia permanecía sentada frente a ese asesino, ese muchacho de
veintiocho años, alto, moreno con ojos verdes, realmente atractivo, que a
tantas chicas habría seducido, pensaba Julia.
Recordaba ahora, en algún momento de su vida, el peligro que podría
haber corrido si se hubiera topado, una noche, con un ser semejante al que
tenía ahora observándole el canalillo, con una mirada penetrante que parecía
acechar el fondo de su alma. ¿Quién no se ha ido con un ligue desconocido
una noche? Sólo de pensar tal posibilidad se deshacía por dentro. Pero ahora,
debía centrarse. Sólo necesitaba su confesión y su posible implicación en
otros crímenes de naturaleza similar.
En un plazo de aproximadamente un mes, se habían encontrado los
cuerpos sin vida de otras dos mujeres más con aparentemente el mismo
modus operandi: ambas brutalmente acuchilladas y mortalmente asfixiadas.
La primera, era una chica recién llegada a un pueblo colindante,
estudiante de primer año de Geografía e Historia, cuyo cuerpo fue
descubierto por su compañera de piso, un domingo por la tarde cuando
regresaba a casa después de pasar el fin de semana con sus padres en Ciudad
Real.
La otra víctima, era una mujer de cincuenta y un años, divorciada, cuyo
cuerpo apareció en un parking próximo a una zona de bares de copas que
solía frecuentar. Hubo algunos testigos que creían haberla visto irse de un bar
acompañada de un guapo y joven hombre, al que fue imposible identificar y
hacer un retrato robot eficaz.
No hacía ni ocho horas que acababa de matar a su presunta tercera
víctima y Michael se presentaba implacable. Comparaba su postura con la de
decenas de asesinos u homicidas que Julia había interrogado en el tiempo que
llevaba en la UAC, y Michael parecía, a priori, un verdadero psicópata
criminal. Su comportamiento no obedecía a la conducta posterior de quien
acaba de matar. La mayoría solían arrepentirse, esconder la cara entre sus
manos, decidían no hablar sin su abogado presente, lloraban, berreaban, y
algunos se autolesionaban incluso llegándose a suicidar. Todos los años,
durante su carrera, estudiando la psicopatía y ahora tenía a escasos metros a
su Ted Bundy particular. Buena presencia, educado, excelentes modales,
cordial, colaborador, tranquilo, relajado. Se mostraba encantador, pero tras un
examen profundo de su mirada, se podía observar su frialdad, su mirada
asesina, quizá su sed de sangre. Su tono de voz no variaba. No sudaba, no
temblaba, tampoco gesticulaba ni se llegó a mover en ninguna ocasión, no
cambiaba de postura, sólo se incorporaba lentamente cuando Julia le formuló
alguna pregunta, mirándola cuidadosamente a los ojos y sonriéndola como si
en un bar de copas estuvieran. No se negó a contestar ninguna pregunta, pero
otra cosa es que hubiese dicho la verdad, pensaba Julia.
−Vamos a hablar de ti, de tu familia Digamos que queremos conocerte
más −le dijo con voz suave Luis Antonio.
−No problema. −respondió Michael con naturalidad.
−¿Qué recuerdas de tu infancia?
−Poco. Padres separados, padre pegando a madre y a hermanos…
−Vamos, que has mamado la violencia, ¿verdad?
−Bueno. No sé. No echo la culpa a padre de cómo soy yo hoy. Eso para
los psicoanalistas −respondió Michael sorprendiendo gratamente a los dos
agentes.
−¿Amigos?
−¿Amigos? No necesito. Son responsabilidades que no quiero asumir.
Cuando los he tenido, siempre me han comprometido y en verdad son una
presión. Yo vivo mejor a mi aire y cuando necesito algo, fiestear…, o un
favor, me comporto como se deben comportar los amigos ¿Me entiendes?
−Perfectamente −contestó Luis Antonio sin apartar la mirada de él,
mientras Julia buscó en los ojos de su jefe una complicidad que nunca llegó.
Luis Antonio permanecía igual de implacable que su interrogado.
−Entonces me imaginó que no vas a echar de menos a nadie.
−¿Por qué tendría que echar de menos a alguien?
−Porque vas a ir a la cárcel, Michael.
−No va a ser mi primer baile dentro −rió.
Julia escuchó con precisión puesto que aunque ya en las diligencias había
leído sobre algunos antecedentes policiales de robo y estafa sin mucho
interés, no tenía conocimiento que sobre las espaldas de Michael ya reposaba
un homicidio en otro país. Se acordó entonces que debía haber buscado ella
misma esa información, buscando antecedentes en las bases de datos de
INTERPOL.
−Adivina, adivinanza, ¿otra mujer Michael? −preguntó Luis Antonio con
rotundidad.
−Fue un accidente −se justificó Michael sin sonrojarse−. Fui con un
amigo a robar a un chalet y, tras unos minutos, entró la dueña de la vivienda.
Le aticé un golpe con un jarrón y la mujer palmó en ese momento por tema
corazón,.. infarto o algo así −decía Michael con una frialdad de manual.
−Pobrecita la dueña de la casa ¿Cómo se le ocurre regresar sin avisaros
antes? −continuó irónico Luis Antonio-
−Reconocí y asumí mi condena sin problemas −Michael apuntó.
Tras este comentario frío hizo una leve pausa, bajó la cabeza lentamente,
respiró y se incorporó mirando a Julia a los ojos con seducción diciendo
daría mi vida entera por aquella vieja.
Julia no dudó en mantener la mirada, tragó saliva ayudada de un sorbo de
agua mineral y siguió mirándole. Quería saber hasta dónde ella podría
aguantar. Pero Michael era más fuerte, más frío, era cruel. Desnudó a Julia
con sus implacables ojos claros, al tiempo que sacaba la lengua y se lamía
suavemente el labio inferior. Julia no sabía cómo calificar su sometimiento, el
control y dominio que tenía sobre ella. A partir de ese momento fue incapaz
de articular palabra, tan solo una voz suave, temblorosa y tímida le preguntó
−¿Por qué lo has hecho Michael?
Michael continuaba con su mirada perdida y enferma sobre los ojos de
ella. Parecía como si su cuerpo se hubiese multiplicado por tres, se hubiese
incorporado y hubiese acorralado a Julia sentada en un pequeño taburete a su
merced, agazapada y cada vez más pequeña. Michael sólo lo dijo una vez
«blackout" Julia «blackout".
Durante cuatro horas largas de interrogatorio, Michael explicó con detalle
cómo había sido el asesinato, relamiéndose como un perro saciado. Relató
cómo había llegado hasta casi el final del acto sexual para empezar a matarla.
Michael le había confesado su ansia y necesidad de matar, llegándose a
exaltar mientras contaba el placer que había experimentado cuando le
propició las veinte puñaladas en el pecho a Sara. Pero lo que más recalcó que
le había extasiado fue la cara de angustia cuando la asfixiaba, haciendo de
aquel cuerpo moribundo un verdadero finado.
−Ha sido un auténtico chute de poder −reconoció Michael−. Fue todo
muy rápido. Me llevó entre besos a la habitación, yo la cogí por el cuello y
allí comenzó el carnaval ¿se dice así?
−Se dice comenzó la fiesta −contestó rápidamente un imperturbable Luis
Antonio.
−Ya. Por cierto ¿A ti te gusta disfrazarte en Carnaval? −preguntó fijando
sus ojos con descaró en los labios de Julia.
−No, no voy a entrar en su juego. No se moleste −fueron las últimas
palabras de una incómoda Julia que decidió abandonar en ese momento el
interrogatorio.
***
Mario le ponía el chupete a Oliver, quien intentaba despertarse de su
sueño. Hubiese necesitado media hora más de siesta del pequeño para poder
terminar sus labores del hogar. Estaba preparando una lubina al horno,
porque Julia le prometió que intentaría llegar a cenar. Quería sorprenderla y
darle su regalo de cumpleaños esa noche. Le había confeccionado un álbum
de fotos, desde su primer encuentro hasta el nacimiento de Oliver, hacía
nueve meses ya. Pero Oliver se despertó y empezó a llamar a papá
«papáaaaaa.....papá........ » Mario se apresuró en llegar a la cuna, donde
Oliver permanecía en pie y con los brazos bien extendidos ansiando ser
abrazado. Sonrió a su papá balbuceando dulcemente «papáaaaaa». Mario
pensó en las infinitas horas de ternura que Julia alguna vez añoraría y
desearía inviablemente ya recuperar. Su teléfono empezó a vibrar.
Julia salió del calabozo y llamó a Mario. Estaba enfadada consigo misma,
no aguantaba su falta de profesionalidad. Michael le había ganado la batalla y
ella se sintió vulnerable, débil y, especialmente, poco práctica para conseguir
sus objetivos.
−¿Qué tal el caso?
−Bien, ¿Qué tal Oliver?
−Bueno no te quiero preocupar Tiene un pelín de fiebre, pero ya le he
dado Apiretal. Cuéntame ¿cómo ha ido el caso?
−¿Por qué le has dado Apiretal? ¿Tan malo está? No le abrigues mucho,
ni le des mucho de cenar. Conociéndote seguro que le has puesto hasta el
abrigo.
−¿Qué te pasa Julia? Te ha ido mal, ¿verdad?
−Sí. Ha sido Luis Antonio quien ha tenido que terminar el interrogatorio
consiguiendo como siempre con creces las respuestas fundamentales para la
investigación.
−¿Pero lo habéis resuelto? ¿Vienes ya? −interrumpió Mario.
−Bueno, yo poco he resuelto. Pero sí en breve retornamos −dijo Julia
titubeando.
Martin vio salir del calabozo a Luis Antonio, mientras éste se dirigía a la
oficina a redactar el adelanto de informe, y corriendo fue a preguntarle:
−¿Robo? ¿Agresión sexual? ¿Delito de odio?
−No, Michael ha asesinado para volver a experimentar el placer de matar.
Las hipótesis se descartan solas. En la misma habitación del crimen está el
bolso inmune de Sara, sus tarjetas de crédito así como su cash. Michael tiene
novia y no tenía antecedentes de tinte sexual. Su aspecto físico garantiza que
no es el tipo de persona que pague para follar. Es guapo, fuerte, seductor y su
psicopatía le ha enseñado a mostrar las cartas necesarias en función del
escenario. No tendría problemas para obtener sexo gratuito sin tener que
pagar.
−¿Delito de odio? −preguntó de nuevo Martín. Hemos enviado el ADN a
Madrid, pero ya sabe cómo va laboratorio.
−No necesito ADN. Me ha confesado los tres. Está todo grabado. Pero
aun así, ¿cómo va a ser de odio si una de las víctimas no ejercía la
prostitución? Este es un puto serial. Mira la grabación y observa su orgullo
cuando confiesa con pelos y detalles todos los crímenes −tras esto cerró su
ordenador personal y se dirigió a la salida del cuartel, donde le esperaba Julia.
−Felicidades Julita, has estado hoy ejemplar. Se nota que llevas ya tiempo
en la unidad −dijo irónicamente Luis Antonio
−Lo siento jefe, no tengo excusa −dijo en voz baja Julia.
−¿Pero qué coño has aprendido? ¡Joder ni que fuera la primera vez que
interrogas a un hijoputa! La próxima vez te tocará venir sola −dijo Luis
Antonio con un tono mezclado de ira y de decepción, mientras recogía su
maletín para dirigirse de nuevo al coche que les trasladaría al aeropuerto.
Después quiso restar importancia a lo sucedido, centrándose en Michael y en
su carrera criminal.
−Menuda pieza, el amigo Michael. Por lo menos habrás disfrutado, es
difícil en España toparnos con un asesino en serie. Ya tienen faena los
psicólogos penitenciarios. No seré yo el que viaje a su podrida infancia, mi
curro termina aquí −sentenció Luis Antonio justo antes de dar un mordisco a
una palmera de chocolate que acababa de adquirir de la máquina del cuartel.
−Pues sí jefe, serán los de la cárcel los que deberán trabajar su marcado
apego disfuncional −respondió con voz baja Julia−. Me encantaría leer sus
informes.
Ya en el avión, de vuelta a Madrid, fueron discutiendo sobre la
psicopatía. A Julia le encantaban estas clases intempestivas y espontáneas de
Luis Antonio.
−Podemos decir que es un auténtico psicópata criminal −afirmó con cierta
timidez Julia.
−¿Tu qué crees, Julia? Si repasas el famoso listado de indicadores de
Hare, ¿cuántos encuentras? Encanto superficial, recuerda como nos miraba,
se comportaba como siguiendo un verdadero guión. Egocéntrico, sensación
grandiosa de autovalía cuando hablaba de él y de su vida. Si recuerdas, sus
palabras te darás cuenta que su propia defensa estaba marcada por su
narcisismo. Manipuló la entrevista todo lo que pudo y más, como ajeno a la
posibilidad de ser descubierto, pero cuando le dije que le habíamos pillado,
en ningún momento se avergonzó, y lo que mostró fue una brutal
indiferencia, falta absoluta de remordimiento y de culpabilidad: en ningún
momento ha preguntado por la familia de la víctima, ni ha mostrado gesto
alguno de arrepentimiento, la única preocupación que ha mostrado es saber
cuántos años iba a pudrirse en la cárcel; Escasa o nula afectividad y menos
aún empatía. ¿Qué más necesitas para considerarle un psicópata?
−Tienes razón jefe −dijo Julia recordando las palabras de su profesor de
psicopatología en la facultad años atrás: «el mundo está dividido entre
depredadores y víctimas». Ella también se sentía de cierto modo una víctima
de un superdepredador: Michael.
Una vez aterrizaron, yendo a casa recibieron una llamada del cuartel. Era
Martín otra vez. Por cuestiones de seguridad, los guardias del calabozo
necesitan saber la posibilidad de que Michael se pudiera suicidar. Julia y Luis
Antonio se miraron con ojos cómplices y respondieron al unísono al altavoz
del teléfono incorporado en el vehículo oficial:
−Ninguna. Michael se quiere demasiado como para quitarse la vida. Su
egocentrismo y narcisismo son patológicos −contestó Luis Antonio, ante lo
que Martín preguntó:
−Pero entonces, ¿es un enfermo?.
Julia se apresuró en contestar. Era evidente que luchaba por mostrar ahora
ante Luis Antonio, sus conocimientos en Psicología Criminal.
−Martín, en los últimos años ha habido mucha polémica sobre la
imputabilidad de las personas con psicopatía. Incluso en EEUU hay
sentencias a favor de considerar la psicopatía como una enfermedad mental,
pero, Martín, después de haberle detenido como lo has hecho, ¿tú crees que
este tipo en el momento de los hechos, sabía lo que hacía? ¿Crees que lo
planificó? ¿Cómo piensas que lo ejecutó? y lo que es más importante ¿crees
que una vez hecho, se jactó? −dijo Julia con cierto tono de superioridad.
−A ver Martín −continúo ahora Luis Antonio−. Si ves la grabación del
interrogatorio detenidamente, comprobarás como todos sus actos delictivos
estaban programados en su mente. Su impulsividad y su compulsión implican
la pérdida de control que tuvo en el momento del hecho en cuestión. Pero
toda su vida Michael ha estado calculando, maquinado y controlando. Este
delito violento ha sido precedido por un estilo de pensamiento criminal,
donde se ha ensayado muchas veces hasta que, finalmente, los últimos
elementos que lo habían inhibido antes desaparecieron −dijo Luis Antonio
con seguridad.
−Martín −insistió nuevamente Julia−. ¿Tú crees que Michael lo planificó?
¿Lo ejecutó? ¿Se jactó?. Cuando contestes a estas preguntas nos vuelves a
llamar −dijo colgando el teléfono apresuradamente y mirando
tangencialmente a Luis Antonio que en aquellos momentos ya conducía por
la M-30 directo a dejarla en su casa en el centro de la capital.
Por unos minutos disfrutaron del silencio. El neuroticismo de Julia le
devolvía al calabozo una y otra vez, donde se había visto tan minimizada por
la situación. Valoraba y envidiaba la frialdad de Luis Antonio. Le había visto
en los más remotos escenarios criminales (entradas y registros en casas
francas, negociando en atrincheramientos arriesgados, infiltrándose en bandas
latinas.....), jamás había visto que se le erizase el vello, que se sonrojase o
tirase la toalla. En verdad pensaba que Luis Antonio también era un poco
psicopatilla, pero no evidentemente un psicópata criminal, como Michael. Era
un psicópata civilizado. La mayoría de los psicópatas no delinquen, como ella
sabía. Hay un pequeño porcentaje que sí lo hace y de ese porcentaje hay otro
porcentaje aún más pequeño que son los verdaderos psicópatas criminales,
como Michael.
En sus años de formación la habían entrenado para saber interrogar bien,
para poder predecir y prever comportamientos. Era una de sus misiones como
analista de conducta y, por alguna extraña razón, esa noche, no hizo una
intervención ejemplar. << ¿Qué fallaba en el cerebro de estos tipos para
matar? ¿Nacen así de malos o se hacen?>> rumiaba Julia una y otra vez.
Sabía que no bastaba con una infancia desgraciada; debía existir alguna
tendencia criminal, algo relativo a la fisiología cerebral, al funcionamiento de
determinados neurotransmisores que hacen que estos individuos sean más
que fríos, gélidos, que no se condicionen al miedo ni reaccionen al castigo,
que no resuenen afectivamente ante el sufrimiento de los demás… En fin, que
no sientan nada. Pensaba que debería haber un cincuenta por ciento de
biología y otro cincuenta de desarrollo posterior en la niñez e infancia, etapa
donde de no tener los cuidados esenciales, el famoso apego que habían
mencionado hacía unas horas, la estructura de una familia funcional, el amor
de unos padres,.... desarrollarían las vulnerabilidades que ya de por sí estos
sujetos traían de fábrica. La debilidad cerebral, una amígdala hipoactivada,
era sólo la mitad del monstruo. La otra parte debía ser alimentada por un
inadaptado comportamiento en sociedad.
Julia rompió el silencio entre los dos.
−Jefe, nosotros, como analistas, debemos alertar a la población cuando
percibimos que una persona es psicópata y puede terminar matando, ¿no?,
Entonces, conociendo como conocemos las diferencias biológicas:
¿Podríamos detener, prevenir, estimar la conducta delictiva, en los casos más
graves como éste?
Luis Antonio respondió con un frío y sonante: «NOOO». −Se mascaba la
frialdad en sus palabras−. Julia, sabes que no se puede castigar a nadie sin
que haya delinquido previamente. Como decía Ted Bundy «la única
prevención es no cruzarse en mi camino» −rió Luis Antonio al parafrasear.
−¿Y el tratamiento? ¿Pueden llegar a no desear matar con terapias
asistenciales? −preguntó Julia.
−A ver, joven analista −dijo Luis Antonio como avergonzado porque un
miembro de su equipo hiciera semejante pregunta−. Sólo el aislamiento en
centros adecuados y su propio envejecimiento han probado ser los factores
más eficaces para atemperar su apetito depredador. Deberías saberlo ya.
Julia se quedó en silencio, no quería perturbar más la tranquilidad de su
jefe conduciendo. Tampoco quería cansarle con más preguntas ni que éste
detectara falta de conocimiento. Se limitó a contestar un «evidente».. Miró a
su teléfono móvil, que seguía iluminado desde hacía un buen rato. Mario le
había llamado varias veces, le había enviado una foto de Oliver cenando, mal
cogiendo un tenedor con la mano derecha y agarrando un cachito de pescado
con la otra. En el pie de la foto ponía «Mamá, ¿cuándo llegas? Te estamos
esperando para cenar. Papá ha preparado una sorpresa».
Durante unas horas, Julia se había olvidado de que hoy era su
cumpleaños, que Mario la estaba esperando para celebrarlo juntos y, aunque
aún no había recibido ningún regalo, sabía que su mejor regalo sería llegar a
casa y poder perderse en los brazos de Mario; se sentía en deuda con él, y tal
vez si Oliver se dormía pronto, podrían celebrarlo juntos en la intimidad del
dormitorio, pensó mientras inconscientemente apretaba sus muslos.
Cuando se disponía a devolver la llamada a Mario, Rosa telefoneó,
diciendo que habían llamado desde la Comandancia solicitando apoyo para
un nuevo e intempestivo caso.
−¿De qué se trata esta vez? −preguntó Julia.
−De una madre ideal −contestó irónicamente Rosa−. Te envió por correo
las diligencias.
−OK.
−Estate preparada porque de madrugada nos ponemos rumbo a
Torrevieja.
−Pufff… Aun no estoy en casa y tengo que preparar la maleta. Ven a
buscarme en un par de horas.
−¡Ahh! No olvides coger el traje de baño, que vamos a la costa, es
septiembre y todavía hay ambiente allí.
−Bueno, yo no sé si… si tendremos tiempo para eso.
−También podemos salir a cenar y tomar algo después de trabajar. Los
informes estando en Torrevieja pueden esperar Julia.
−Está bien, prometo coger bikini y toalla.
−Así me gusta. En dos horas te recojo en tu casa.
Julia abrió el correo con las diligencias del caso que Rosa le acababa de
mandar al móvil. Mientras se descargaba el archivo y se incrementaba su
curiosidad sobre el nuevo caso, visualizó a Mario y a Oliver esperándola en
el sofá.
Estaba cansada. Por un lado, se moría de ganas de llegar a casa, relajarse
y disfrutar de su familia, pero por otro lado no dejaba de observar el avance
de la barra de descarga del archivo. Pensaba en que Rosa le había pedido
llevar un bikini para aprovechar el viaje a la costa y disfrutar juntas del
ambiente veraniego de Torrevieja en Septiembre, sintiendo que ese tipo de
tiempo de ocio, era precisamente el que le estaba negando a Mario de una
manera quizá injusta.
La pantalla del móvil se iluminó indicando la descarga completa del
archivo, alejando con ello, definitivamente a Mario de su pensamiento. A
medida que Julia iba leyendo las diligencias, su marido se iba fuera de su
campo de visión, desapareciendo de su mente, como una hoja frágil
arrastrada por el viento, débil, vulnerable como las víctimas que iba
conociendo al leer.
Al llegar a casa, Mario la estaba esperando con la cena y alguna sorpresa
preparada. Una botella de Luis Cañas aguardaba silenciosa en la nevera
deseando ser descorchada. Aunque era tarde se había auto exigido esperarla
despierto, al día siguiente no madrugaban y tenían toda la noche para ellos.
Mario esperaba inquieto a que Julia le contara el caso en el que había
intervenido: le gustaba cómo ella, mientras se embriagaba, le relataba detalles
de los interrogatorios que protagonizaba. Era como ver CSI en casa y tener a
Catherine Willows en versión española para él, llegó a pensar Mario en
alguna ocasión, imaginándose a él mismo en la piel del jefe Grissom.
Julia llegó más tarde de lo esperado, Mario estaba tendido en el sofá con
el mando en la mano. Estaba medio dormido por lo que Julia tuvo cuidado en
no hacer mucho ruido para no despertarle. Se acercó a la habitación de Oliver
que dormía plácidamente ocupando todo el ancho de la cuna. Extendía los
brazos a sus anchas y cada vez que Julia se acercaba para acariciarle, éste se
retorcía emitiendo algún gruñidito que, a los ojos de Julia, le parecía
entrañable. Después se acercó a la cocina. Disponía de poco tiempo para
preparar las cosas que necesitaba para el próximo viaje. Metió la ropa sucia
en la lavadora y cogió un par de mudas. Cuando se disponía a salir se acordó
del traje de baño y retrocediendo a la habitación se topó con Mario quién la
cogió por la cintura, la besó y le susurró:
−Tengo dos sorpresas para ti esta noche.
−No sigas. Me tengo que marchar –le respondió cortante Julia dándole un
beso en la mejilla y un abrazo.
−Buen intento, pero esas bromas ya no cuelan −respondió Mario.
−Tengo que prestar otro apoyo. Lo digo en serio, lo siento Mario −le
repitió y, sin perder tiempo, cogió su bolsa de viaje y su ordenador personal.
Algo inespecífico pero muy dentro empezó a arañar el interior de Mario.
Oliver comenzó a llorar.
Capítulo 4
Mi madre es un monstruo
−Adiós −dijo Mario forzando la sonrisa al despedirse de Julia. Sentía que
un animal devoraba sus entrañas mientras la abrazaba en el vestíbulo, un
abrazo que duró exactamente el tiempo justo que tardó el ascensor en llegar,
un abrazo autolimitado, como quien calienta una taza de café y sabe que con
el clic del microondas llega el final, estando listo para su consumo.
El llanto de Oliver duró lo que Mario tardó en cogerle en brazos; las
pequeñas lágrimas dejaron surcos salados en sus mejillas, que su padre se
apresuró en limpiar, usando las yemas de sus propios dedos. Sus ojos, aún
vidriosos, llenos de vida, eran ahora la auténtica fuerza que le hacía
continuar, que servía de ancla entre él y Julia. Jamás habría imaginado ni una
sola brisa de duda en el amor que sentía por ella desde el primer momento
que la vio sonreír, y sintió que los dioses la crearon para él. Se dirigió al
salón, y del fondo del tercer cajón del mueble, sacó la caja metálica del reloj
donde escondía su paquete de cigarrillos.
Rosa acababa de estacionarse en doble fila cuando vio a Julia atravesar la
puerta de su portal.
−Hola rubia. Nos espera un buen viajecito nocturno. He traído una
selección de Cds de casa para amenizar el viaje. De todo un poco. Elige el
que quieras.
−Pues algo tranquilito que quiero leerme bien las diligencias.
−¿Algo tranquilo? Pon éste.
−¿El instrumental de Keith Jarret? −preguntó Julia sorprendida.
−Sí, ¿lo conoces?
−Pues la verdad es que sí. Es un disco especial para mí. Sus canciones
aparecen y desaparecen en mi vida, pero siempre que aparecen, algo cambia
en mí.
−De momento cambiamos Madrid por Torrevieja, ¿vale? −Bromeó Rosa
viendo la mirada pensativa que se le había quedado a Julia.
***
Julia y Mario se conocieron en el aula de estudio de una biblioteca de
horario nocturno de Madrid. Una amplia sala donde se sentía la gravedad de
los libros. Albergaba numerosas filas de mesas de conglomerado, con altos
separadores frontales y laterales que daban cierta intimidad, y aislaban
parcialmente de los ruidos propios de la sala. Un absoluto silencio y un orden
bien calculado parecían reflejar que el tiempo allí se había detenido en cada
obra, y también disecado. Julia preparaba sus oposiciones, y acudía
regularmente al aulario huyendo de las tentaciones y distracciones de su casa.
Le gustaba el ambiente que allí había, siendo mayoritariamente jóvenes
universitarios en periodo de exámenes, y un número cada vez más
voluminoso de angustiados opositores al funcionariado estatal que se
encontraban absortos en sus lecturas, a la luz de unas viejas lámparas verdes
que iluminaban sus rostros desazonados.
Julia se centraba en sus apuntes. No le gustaba entretenerse ni perder el
tiempo y no solía despegar en exceso la vista de sus libros y esquemas.
Utilizaba un subrayador amarillo fosforito y varios postits de colores
marcando las palabras claves, definiciones, fechas y enumeraciones.
El día que aquel subrayador amarillo se quedó sin tinta, Julia no tuvo más
remedio que levantar su cabeza y alzar la mirada. El separador frontal sólo le
permitió ver en frente de ella parte de la nariz y los ojos oscuros de un chico
moreno con unos llamativos auriculares blancos.
−Perdona, ¿me prestas un rotulador? −preguntó Julia arqueando
levemente sus cejas pestañeando por segunda vez.
−Pues… creo que tengo uno en la mochila −contestó quitándose los
cascos dejándolos apoyados en la mesa, mientras buscaba en su interior.
El silencio de la sala permitió a Julia escuchar el sonido que emanaba de
sus auriculares, y sorprendida reconoció la musicalidad, era «The Melody at
Nigh, With You». Un tema que no le dejó indiferente. Julia descubrió a su
autor en un concierto en París al que la habían invitado por casualidad. Desde
ese día, esas notas musicales se habían convertido en la banda sonora de sus
horas de estudio y de las de relax. De repente, sintió una gran curiosidad por
ese chico, quien se reincorporó poniéndose de pie ofreciéndole un subrayador
color verde chillón.
−Has tenido suerte. Toma, quédatelo. Me llamo Mario −susurró.
−Gracias, mi nombre es Julia −respondió sonriendo y bajando
rápidamente su mirada, sorprendida ella misma del sonrojo que notaba en sus
mejillas.
Al día siguiente volvió a la biblioteca y, al abrir la puerta del aula, se
tomó unos segundos buscando entre un mar de cabezas aquellos auriculares
blancos portadores de esa música que más de una vez le hizo temblar. No
tardó en localizarle, y observando que justo el asiento de enfrente de él estaba
libre, caminó imparable hasta ocuparlo, pensando que tal vez era cierto eso de
que el universo, a veces, conspira para que se cumplan deseos.
Julia se encontraba ya de camino a Alicante con Rosa, sabiendo que le
aguardaba trabajar en otro duro caso donde un monstruo que, precisamente
debiera ser quien protegiese a sus hijas de los monstruos, protagonizaría el
final de su intempestivo fin de semana laboral.
***
Mario se quedó con la cena preparada y el corazón lleno de ausencia,
mientras Oliver reclamaba su atención con un llanto cada vez más incesante.
A veces Julia deseaba frenar este ritmo de vida y dedicarle más tiempo a
ellos, pero en aquellos momentos decidió leer las diligencias del caso y
aplazar este tipo de pensamientos para otro día.
Julia se despertó con la primera luz del día. Miro el reloj: eran las seis y
cuarenta y cinco. Estaba amaneciendo. Colocó su mano derecha intentando
apaciguar el dolor que sentía en las cervicales.
−Buenos días bella durmiente. Tranquila, todavía queda un rato para
llegar.
−Buenos días, deberíamos aprovechar entonces este rato para repasar las
diligencias.
−Vale. Te dejo cinco minutos para que termines de espabilarte, y haces tu
hoy la reconstrucción del caso. ¿Te parece?
−Claro, empecemos ya. Leí antes de dormirme la denuncia de Pedro. No
tiene desperdicio. Por cierto, paisano tuyo, de Quijorna.
−Ya, yo también me fijé. ¡De Quijorna! −Exclamo Rosa−. Si es que allí
somos todos gente de bien, con valores. Jeje.
−Sí, eso parece. Bien, comienzo.
«Pedro es informático de profesión, aunque siempre hubiese querido ser
policía. Su padre le obligó a estudiar informática, que por aquel entonces
auguraba un buen futuro. Acabó la carrera con un expediente mediocre, y se
colocó en una entidad bancaria programando el sistema financiero. Llevaba
una vida tranquila, tenía un horario cómodo y un trabajo sin estrés. Era
septiembre y acababa de llegar de vacaciones en la playa. Había estado junto
con su esposa y sus dos hijas, de seis y ocho años, en un apartamento
alquilado en Torrevieja. Allí la familia se había relajado y habían disfrutado
de playa, piscina, barbacoas, y todo lo que ofrece un verano en una cálida
costa levantina. Las niñas habían hecho muchas amigas, entre ellas Tatiana y
María que precisamente tenían su misma edad. Tal había sido la amistad
entre las cuatro niñas que, algunas noches, habían incluso pernoctado en la
misma vivienda. A Pedro esas fiestas de pijamas no le gustaban demasiado.
No le gustaba el bullicio, ni quedarse con los hijos de los demás, siempre con
la preocupante inquietud de «por si pasaba algo».
Se mosqueaba especialmente con estas amigas, apreciaba algo en
Milagros, la madre de Tatiana y María, que no le terminaba de convencer.
En las barbacoas de la urbanización, Milagros siempre se mostraba
demasiado habladora, charlatana, protagonista y, a juicio de Pedro, un tanto
histriónica. No le importaba qué opinaban los demás, había contado en
reiteradas ocasiones su historia personal.
−¿Histriónica? ¿Empleó Pedro la palabra histriónica? −le interrumpió
Rosa con cara de extrañeza.
−No, no la usó Pedro. La uso yo.
−Ah, ya me parecía.
−Fíjate, te leo ejemplos de conversaciones que Pedro pone en boca de
Milagros.
−Pedro, ¿cómo va esa carne? ¡Huele que alimenta! Ya sabes, a mí las
salchichas me gustan grandes y muy hechas −dijo en tono elevado,
guiñándole el ojo con gesto exagerado, provocando las risas entre los
vecinos.
−Lo siento Milagros, pero las salchichas se han acabado, ¿Quieres
hamburguesa o una chuleta? –preguntó uno de los vecinos.
−¡Ayyy mira que allá en mi país, los dominicanos, no nos hubiéramos
quedado nunca sin una buena salchicha gorda que llevarse a la boca!
−Aquí, nos gusta también la dieta mediterránea −contestó Pedro cansado
de sus «gracias» que en su opinión estaban fuera de lugar, intentando
esconder su tono irritado.
−No se enojen, yo siempre adoré la cocina española. Mis padres fueran
gallegos, y eso me sirvió para conseguir fácilmente la nacionalidad española.
Soy una autentica fan de la comida mediterránea. Amo este país donde
conocí a mi Roberto, ambos trabajamos juntos reponiendo el almacén de una
cadena de supermercados. Soy muy feliz y, aunque ganamos poco, con eso y
con lo ayuda que la suegra nos da, conseguimos llegar a fin de mes.
−Tatiana −prosiguió sabiéndose el centro de atención−. Súbete a casa a
por el bolso nuevo Louis Vuitton que mamá se ha comprado por Internet para
enseñárselo a las señoras.
−Tatiana cariño −le corrigió Roberto con vehemencia−. Primero cena y
cuando hayas terminado sube a por el bolso de mamá.
−¿Veis como se preocupa por Tatiana? La quiere como si fuera hija suya,
sin ninguna distinción entre ella y María. Te amo Roberto… −continuó
Milagros».
−Mira un área de servicio. Voy a parar –le interrumpió Rosa- Yo desde
hace ya unos cuantos kilómetros necesito ir al WC.
−Genial, así tomaremos un café, que lo necesito. Llevo el atestado y así
seguimos con la reconstrucción.
−Okey. Tapa con la chaqueta la carátula de la empresa. Por aquí hay
mucho tarado. puntualizó Rosa..
−Of course. No te preocupes. Dos civiles más tomando café.
−Pídeme un desayuno completo con tostada, voy al servicio.
−Vale, te espero en la mesa de la ventana. Pero pediré Miguelitos, que
para eso estamos en su tierra.
Julia llevó los desayunos a la mesa y, aunque se moría de ganas de
hincarle el diente a uno de los miguelitos, espero escrupulosamente a que
Rosa regresara del baño y se sentara con ella.
−Ummmmm están buenísimos. ¿Seguro que no quieres?
−Ya veo ya. No te ha durado ni un bocado. Gracias, pero no me gusta la
crema.
−Entonces no insisto, ¿seguimos con la reconstrucción?
−Dale caña Miguelita. −respondió Rosa.
«A Pedro le aburría la misma canción todos los atardeceres. En alguna
cena, abiertamente y de manera espontánea, Milagros comentó que había
tenido problemas con Roberto motivados mayormente por el cuidado de las
niñas, añadiendo y confesando que ella había llegado a mantener una relación
extramatrimonial hacía un par de años con un muchacho de Guardamar, al
que había conocido por Internet y con el que había probado y experimentado
mantener relaciones sexuales a través de la webcam.
Consideraba que Milagros era demasiado impetuosa, que desnudaba sus
intimidades sin importarle el contexto, ni el posible juicio de los demás. Todo
eso le generaba una brutal desconfianza y cuidaba mucho de lo que decía
delante de ella porque sabía que podía ser deformado, interpretado y aireado
por ella entre la comunidad de vecinos que, paradójicamente y a su entender,
la querían, apreciaban y se preocupaban por ella. Luego se enteró de que a
Milagros le habían diagnosticado un grado leve de discapacidad por presentar
un trastorno bipolar. Pedro había oído hablar en muchas ocasiones sobre este
tipo de enfermedad, pero nunca había necesitado ni se había preocupado en
documentarse en qué consistía esta dolencia. Como su nombre indicaba sabía
que las personas que padecían el trastorno se comportaban de dos maneras, o
muy tristes o muy contentas, sin llegar a poder mencionar ni un solo aspecto
más de tal síndrome.
Una noche, en una de esas barbacoas y mientras Milagros lideraba una
insoportable tertulia junto a un grupo de vecinos, Pedro se separó, se ausentó
con la excusa de tomar un poco de aire fresco y se deslizó en una de las
tumbonas de la piscina. Allí buscó información en Internet sobre el trastorno.
Reclinado sobre el cabecero, empezó a descubrir cómo y por qué Milagros
había mostrado en esas dos escasas semanas de vacaciones que llevaban allí,
todos y cada uno de los síntomas que ahora leía. Es más, profundizando en la
lectura, descubrió cómo el trastorno se caracterizaba por fases depresivas y
fases maníacas. «¿Fases maniacas? ¡Qué miedo! » Pensaba Pedro, buscando
apresuradamente qué significaba una fase maníaca. «Habla descarriada,
comportamiento acelerado, incremento de la sociabilidad, … imprudencia,
fuga de ideas», seguía leyendo. Pedro se aventuró a pensar que Milagros
justo en esos momentos estaba teniendo un episodio hipomaníaco.
Experimentó un sentimiento agridulce en aquellos instantes. Por un lado, se
sentía satisfecho de ser capaz de entender y describir lo que en sí era el
trastorno bipolar y, por otro, sentía una especie de angustia, preocupación y
de pena por Milagros, a la que veía ahora presa de una enfermedad mental.
Recordaba cómo la noche anterior, Milagros había confesado sus intentos
autolíticos hasta en cinco ocasiones y cómo había manifestado que, gracias a
su medicina (un porrito de hachís al mediodía), se había ido recuperando. La
irrefrenable conmoción que sintió le condujo al grupo de gente que Milagros
reunía, y empezó a comprobar si era capaz de detectar más síntomas.
Así fueron pasando los veinte días finales de agosto: playa por la mañana,
piscina y barbacoa al atardecer. Noche tras noche el mismo escenario con un
guion dispar, pero con la misma protagonista. El último día, cuando Pedro y
su mujer estaban introduciendo los últimos bolsas y enseres en el maletero
del coche, Milagros se acercó y le pidió a Pedro un favor:
−Pedro, este es el “netbook” de una antigua compañera de trabajo, por
cuestiones económicas no puede llevarlo a arreglar. Como sé que tienes
conocimientos en informática, te pido el favor de ver si puedes repararle el
mini ordenador. Te recompensaré.
−Ehhhhhh, bueno yo….−balbuceó Pedro encontrándose en un callejón sin
salida Por un lado la mujer le conmovía y deseaba ayudar, pero al mismo
tiempo su introversión le indicaba no coger el dispositivo y evitar un, a sus
ojos, marrón más.
−Gracias Pedro, buen viaje. Cuando le hayas echado un ojo envíamelo a
contra reembolso, eres un sol.
−En fin, veré lo que puedo hacer. Yo no me dedico a estas cosas −dijo
mientras lo agarraba y lo metía en su mochila de verano despidiéndose
cortésmente de Milagros.
−¿Por qué la gente es así? Yo nunca pido favores. ¿Por qué tengo yo
ahora que enredarme con este trasto y enviárselo luego por correo? ¿Qué
amiga es? Seguro que es mentira; ¡no me fío un pelo! −exclamaba Pedro a su
esposa una y otra vez.
−Tranquilízate, duerme y descansa −respondió ella, mientras Pedro
seguía gruñendo y refunfuñando sin cesar.
***
−¡Joder con Milagros! −Exclamó Julia-
−¿Qué pasa?
−Escucha lo que cuenta Pedro, te lo leo tal cual está en el atestado.
«Cuando Pedro arregló el dispositivo que fallaba, observó que se habían
desconfigurado las carpetas y, en un intento de organizarle todo el material,
observó archivos donde se veía a sus hijas semidesnudas. Sin pensarlo hizo
doble clic en el archivo y se encontró con cientos de fotografías y videos
pornográficos de las hijas de su amiga. En las imágenes, las menores
aparecían realizando posturas de tinte sexual e introduciéndose objetos por la
zona genital; se besaban entre ellas, realizaban sexo oral con su propia madre
biológica y eran obligadas a hablar a la cámara frases con contenido
libidinoso».
Julia cerró de golpe la carpeta y la lanzó a los asientos traseros del coche,
ya no quería seguir leyendo.
−Tranquila, yo también lo he leído −dijo Rosa poniendo suavemente la
mano sobre su pierna.
−Estoy bien, es sólo que no necesito leer más.
Ya era suficiente, no quería infectarse con más datos para saber lo que
tenían que hacer. Deberían recoger el testimonio de las menores sin
contaminar sus recuerdos, ni introducir o sugerir los datos más sucios
recogidos en el atestado policial. Debían ser las menores las que tendrían que
abiertamente contarlo. Era su responsabilidad conducir bien la entrevista para
que fueran las niñas las que, con sus palabras, contasen los delitos que
después la fiscal se encargaría de tipificar. Quedaban pocos kilómetros par
llegar y aprovechó para cerrar los ojos, necesitaba descansar.
A las nueve de la mañana en punto ya estaban en el Cuartel donde
Milagros permanecía detenida. Las niñas se encontraban con Roberto en el
domicilio familiar. Después de una reunión formal en el cuartelillo con los
miembros de Policía Judicial, se marcharon a la vivienda donde habían
quedado con el padre para proceder a la prueba testimonial.
***
La urbanización sorprendió a Julia. Estaba acostumbrada a ambientes
paupérrimos, había entrevistado en situaciones de lo más marginal. Una vez
incluso llegó a sentarse encima de un charco de orina que había en el suelo
del comedor familiar, no sabiendo si la orina era del perro, del niño al que
entrevistaba o del abuelo que estaba demente y se encontraba con los pañales
rotos merodeando por la vivienda. Otras veces habían tenido que encerrar
animales de lo más variado, ya que Julia tenía una fobia, en su opinión
racional, a los animales potencialmente peligrosos, o “app”, como ella llegó a
abreviar. En una ocasión el app, era un perro que se escapó del cuarto donde
estaba encerrado, Julia protagonizó un auténtico episodio de pánico de
manual. Se avergonzaba ante sus compañeros, especialmente ante Luis
Antonio, ya que a sus ojos quería ser como él: temeraria, valiente, atrevida.
Pero estas limitaciones la frenaban y, cada vez con más frecuencia, Julia lo
pasaba mal cuando esperaba a la puerta de un domicilio sin saber qué se
podía encontrar. ¿Locos enrabietados? Delincuentes con una Smith and
Wesson?, ¿Animales potencialmente peligrosos? Cualquier cosa era posible
después de escuchar el ding dong del timbre.
Pero este barrio era diferente. Para entrar a la comunidad había que llamar
al portero y éste permitía la entrada con la identificación pertinente. Una vez
dentro, una enorme piscina circular restaba protagonismo al jardín «Villa
Sol», que daba nombre a la urbanización. Los pisos no eran muy altos, hasta
un quinto contó Julia, aspecto que tampoco era normal en dicha localidad
veraniega, caracterizada por el apilamiento en elevados edificios y
hacinamiento en piscinas y playas en los meses estivales.
Había todavía varios niños bañándose en la piscina mientras Tatiana y
María permanecerían encerradas en su vivienda, preguntándose qué mal
habrían hecho para que su papá no les dejase hoy ir a jugar con los demás.
Julia observó aquella piscina circular, perfectamente delimitada por una
verja acristalada que impedía el paso a los niños más pequeños, con objeto de
evitar precipitaciones accidentales al agua. El suelo de la piscina estaba
configurado por pequeños baldosines de color azul cielo que en el centro se
combinaban con otros de un azul marino formando la figura de dos delfines
que se abrazan. Próxima a la piscina había una zona con columpios, un
tobogán y un balancín sobre un suelo de caucho, blando y antideslizante para
proteger a los niños de daños por caídas.
Julia reflexionó sobre el cuidado y la protección que el diseño de la
urbanización brindaba a los niños, seguramente siguiendo la normativa
vigente, pensando que nadie jamás habría diseñado un plan preventivo para
poder proteger a unas niñas de las obscenidades y vilezas de su propia madre.
Tardaron unos minutos en llegar a la escalera sexta. Allí cogieron el
ascensor hasta la segunda planta, en donde María, la pequeña, estaba
esperando detrás de una puerta entreabierta con una pícara mirada. La sonrisa
de María mostraba el inicio de la caída de los dientes de leche, faltándole una
de las paletas. Allí permaneció la niña con sus dos coletas y su camiseta de
Elsa Frozen, mirando fijamente con ojos tiernos intentando colmar su
curiosidad.
−Hola, ¿cómo te llamas? −preguntó Julia.
−María y tengo seis años.
−Qué mayor y qué guapa −contestó Julia
−Yo me llamo Julia y mi compañera se llama Rosa, ¿Te gusta dibujar? Te
hemos traído un dibujo −pronunció Julia con el objetivo de conquistar a la
niña.
−Síiiiiiiii… −contestó María.
−Vamos a hacer un trato María, tú buscas colores y pinturas y nosotras
mientras tanto hablamos con tu padre un poquito, ¿te parece bien? −preguntó
Julia.
−Vale −dijo la niña, quien se fue corriendo a una de las habitaciones que
se escondían tras un pasillo pintado de color gris claro, donde colgaban
decenas de típicas fotos familiares.
Julia, instantáneamente, pensó que María se dirigía con la inocencia de
una niña de seis años a la misma habitación que tantas veces había sido
testigo de las actividades maléficas de la mente turbada de una madre
ejemplar.
Roberto, sentado en el sofá, agitaba incesantemente su pierna izquierda
haciendo con su movimiento ligeros tiemblos a lo largo de todo el sofá de
tres plazas. Vibraciones que fueron percibidos cabalmente y no pasaron
desapercibidas por las agentes.
−Yo discutía mucho con Milagros. Las niñas, yo no sabía… −comenzó a
decir antes de que le formularan ninguna pregunta−. Ella siempre con
cambios de humor, siempre −prosiguió gesticulando, tocándose y frotándose
frecuentemente la cara−. Yo no sabía nada, nada. Todo el día en la cama,
todos los días igual. La perdoné por ellas. Por el bien de ellas, los cuernos,
¿saben? Tirando el dinero con caprichos y luego sin llegar a fin de mes. Soy
un gilipollas, yo no sabía nada, yo jamás las hubiera tocado.
−Tranquilo Roberto, coja aire, tome todo el tiempo que necesite −le
interrumpió Rosa con voz suave viendo que estaba a punto de romperse.
−¡Joder! Es que no puedo creerme que Milagros haya sido capaz de hacer
esas cosas a las niñas, yo tengo la culpa, ¿pero cómo no me he dado cuenta?
−gritó entre sollozos-. Recuerdo un día que María me sorprendió saliendo de
la ducha y me resultó extraño que me hiciera un comentario sobre mi pene.
No piensen que yo las he tocado. No sabía nada, yo jamás…
−¿Es frecuente que las niñas le vean desnudo?
−¡Claro que no! Fue por casualidad, yo salía del baño… y me quedé
desconcertado. Se lo comenté a Milagros, pero ella le restó importancia
diciendo que era algo natural, propio de la espontaneidad de los pequeños,
achacándolo a cosas de niños. Díganme, ¿es posible que las niñas no vayan a
decir la verdad? ¿Y si se inventan cosas?
−Aunque la realidad es que, a veces, nos encontramos con algunos casos
de falsos positivos. Si la entrevista es de calidad, las niñas no deberían mentir
en este caso para proteger a su madre, porque seguramente sean inconscientes
de la connotación sexual de sus comportamientos, lo tratarán como un juego
más. −contestó rápidamente Julia de manera tajante.
−Roberto, esta tarde tenemos que entrevistar a sus hijas, lo haremos a
solas. Usted no puede estar presente. Debe firmar este consentimiento para la
grabación de la entrevista a las niñas.
−Sin ningún problema, haré todo lo que me pidan−dijo firmando
directamente sin leer las bases de la autorización.
−Perfecto Roberto, volveremos a primera hora de la tarde. Una última
cosa −añadió Julia−. Sería recomendable que permitiera a las niñas bajar un
rato a la piscina, para intentar dar normalidad a la situación. Parece que están
castigadas.
−Entiendo. Es la primera vez que me pasa una cosa así y no se cómo
actuar. Así lo haré entonces −contestó con lágrimas en los ojos.
La entrevista con Roberto duró menos de lo previsto, por lo que Rosa
aprovechó y presionó enérgicamente a Julia para que ésta accediera a
acompañarla a la playa a darse un chapuzón.
−Será sólo un baño. Nos vendrá bien. Necesitamos limpiarnos de esta
mierda. Tú lo sabes mejor que yo −fueron las últimas y convincentes palabras
de Rosa que acabaron de convencer a una Julia inicialmente reticente.
El sol aún calentaba los primeros días de un excepcional y atípico
caluroso septiembre. Relajadas en la arena, se entretuvieron jugando a
discernir, como buenas analistas, de entre los presentes en la playa, aquellas
personas que eran turistas pasajeros de los que eran residentes habituales del
lugar. Los parámetros a tener en cuenta que Julia utilizó, eran la presencia o
no de sombrilla, el uso de protector solar y número de factor de protección,
tipo de bronceado en cada piel y la manera de reaccionar ante la llegada a
veces brusca de las olas a la orilla.
Rosa, sin embargo, se basó en un único factor excluyente: la existencia o
no de prisa a la hora de recoger la toalla y abandonar la playa. No obstante, el
porcentaje de coincidencia entre ambas fue altísimo.
−Demasiado fácil perfiladora. Incluso un niño sería capaz de discernirlo
−concluyó risueñamente Rosa, finalizando el juego mientras se ponía de pie,
se quitaba la camiseta y comenzaba a andar en dirección al agua.
Julia observó con detenimiento el cuidado y fibroso cuerpo de Rosa. Sus
largas piernas firmes, su abdomen plano y cómo se le marcaban ligeramente
los bíceps con el movimiento natural de los brazos, claramente justificaban
los pequeños retrasos de Rosa a la entrada del trabajo los días que venía del
gimnasio. Sacó sus gafas de sol y se quedó observándola como era reticente a
adentrarse profundamente en el mar. Con el cuerpo dorado por el sol, se
mantuvo unos minutos observando el horizonte mientras el agua cubría con
placer su abdomen.
Julia, como por instinto, no pudo evitar meter la tripa y corregir su
postura cuando vio que Rosa se daba la vuelta y salía del mar, dirigiéndose de
nuevo hacia ella hasta llegar a las toallas, donde una vez allí, permaneció de
pie, se desabrochó la parte de arriba de su biquini atemporal de rayas
marineras y dejándolo caer en la toalla. Preguntó a Julia:
−¿Conoces la canción Mediterráneo de Serrat?
−Sí, claro −se apresuró en contestar Julia intentando disimular el rubor
que le habían provocado los pechos desnudos de Rosa.
−Serrat dice en esta canción que el mar es «como una mujer perfumadita
de brea» −soltó con media sonrisa en la boca, y tras una breve pausa, añadió
−: El agua está buenísima, deberías relajarte y desconectar al máximo con su
suave balanceo. Yo voy a darme otro baño.
Después de un breve silencio, Rosa le miró fijamente a los ojos, como si
fuera capaz de atravesar la oscuridad de los cristales de las gafas de sol donde
Julia llevaba ya unos minutos escondiendo su mirada, y en ese momento,
Rosa le preguntó:
−¿Vienes?
A las cuatro de la tarde en punto, Rosa y Julia se presentaron en la puerta
de la urbanización Villa-Sol. El portero les permitió el paso accionando el
mecanismo de apertura de la puerta, previa nueva identificación de ambas.
Rodearon la piscina llegando rápidamente a la vivienda, donde Roberto,
visiblemente afectado, ya había explicado a Tatiana y a María, que las dos
mujeres que habían visto por la mañana, volverían para hablar un rato más
con ellas.
−Roberto, por favor, es necesario quedarnos a solas con María −le
recordó Julia con tono imperativo.
−Tatiana, vamos a la cocina, ¿quieres ayudarme a hacer un bizcocho de
chocolate para merendar? −obedeció de inmediato Roberto, cogiendo a
Tatiana de la mano conduciéndola por la puerta de salida del salón.
Los protocolos establecían que primero se debe entrevistar a la hermana
de menor edad, obedeciendo de este modo al criterio de que, en el caso de
encontrar alguna contradicción entre los testimonios, la hermana mayor
pudiera explicar tales incongruencias. Algo que no ocurrió en esta ocasión.
María se sentó en el sillón con el culete bien pegado al respaldo, haciendo
que sus cortas piernas estiradas y apoyadas sobre el asiento dejaran sus pies
flotando al ras del borde del sofá, dejando ver la suela de sus pequeñas
zapatillas moradas, donde se leía el numero veintiséis que calzaba.
Julia vio en ella a una niña intentando sentarse como una adulta, como
seguramente la habrían enseñado, sin tener en cuenta que todos los sofás
están fabricados pensando en el cuerpo de un adulto, así que ella parecía
haber encogido en él, o bien el sofá haberse agrandado para ella.
Sus manos se situaban a ambos lados de cada pierna mientras,
inconscientemente, con las uñas rascaba y arañaba tenuemente el suave sillón
de poli piel blanco, a la vez que sus inquietos ojos parecían estudiar cada uno
de los movimientos de las entrevistadoras. Especialmente le llamaba la
atención Rosa, que estaba colocando en la mesa del salón una cámara para
grabar los encuentros con las dos hermanas.
−¿Eso es una cámara? −preguntó risueña María.
−Sí, contestó Rosa sonriéndola, guiñándole un ojo y asintiendo con la
cabeza.
−Quizás hoy no esté tan guapa como otros días −respondió María,
tocándose el pelo, y con una vocecita que dejaba escapar una mueca triste,
dijo con lengua de trapo−: mi mamá no está, y hoy me ha peinado mi papá,
pero a él no se le da tan bien hacerme las coletas.
Rosa y Julia se miraron simultáneamente a la vez, con gesto serio y sin
hablar y, al hacerlo, supieron que ambas habían reconocido el pistoletazo de
salida que marcaba el comienzo de la entrevista.
Tras media hora de charla coloquial en la que Julia fue evaluando las
capacidades de la menor, ganándose su confianza y jugando a conocerla más,
María manifestó que tenían un amigo de Valladolid que les iba a regalar una
bicicleta.
−Una bicicleta ¡qué suerte! ¿Y cómo se llama ese amigo tuyo de
Valladolid? −preguntó Julia intentando mantener el tono coloquial de la
conversación.
−Se llama Sr. Román y me dijo que me iba a regalar una bici de color
morada.
−¿Cómo conociste al Sr. Román? Háblame de él −le pidió Julia con
naturalidad.
−Le veo a través del ordenador. Es mayor, como mi papá, con gafas y
muy simpático; Siempre me dice cómo tengo que ponerme ante la cámara y a
veces me pide que me toque mi «totito» −dijo la niña señalándose la zona
genital−. Román es bueno porque le envía dinero a mi mamá, y es muy
gracioso porque a veces nos habla en italiano.
María llegó a contar decenas de episodios de corte sexual, que ella
interpretaba como un juego más al que solía jugar con su hermana Tatiana y
su madre Milagros. En particular, habló del “juego de las películas”
explicando que consistía en que su madre tomaba fotos de ella y de su
hermana, y ellas tenían que ponerse cositas en la zona vaginal, y después
empezar a actuar. A veces hacían de princesa, otras de reinas, alguna vez de
brujas…. Cuando Julia le preguntó qué tipo de cositas debían ponerse en la
zona genital, María no dudo en enumerar e incluso dibujar diversos objetos
de forma alargada y contorno circular que ambas debían introducirse por la
vulva. Julia tragó saliva, eran esos los momentos más duros cuando ella debía
saber estar, fingir como si la niña le contase una historia neutra y limitarse a
formular un «cuéntame más».
De este modo, María fue contando que todo lo que hacían, se tenía que
grabar y enviárselo a Román para recibir premios. Otras veces Román estaba
en el ordenador y les decía a qué debían jugar, mientras él les enseñaba cómo
se le ponía «el pito gordo». Obligatoriamente tuvo que preguntar qué era
aquello que la menor llamaba «pito» y pedir detalles de lo que tenía que
hacer. Con el objetivo de obtener más hechos de cara al código penal, Julia
fue preguntando más aspectos de los juegos con Román.
La pequeña informó que esto sucedía desde aproximadamente dos años
atrás, pero Julia sabía que, la palabra aproximadamente tenía una boca muy
ancha en una vista judicial, debía ser más precisa a la hora de preguntar, por
lo que insistió−:
−Quizá si lo vuelves a pensar, despacito, puedes recordar desde cuándo
juegas “al juego de las películas” con tu hermana y mamá.
−¡Jope, tengo que pensar! A ver…. −dijo sonriendo−. Cuando mami se
compró el ordenador, pasaba mucho tiempo jugando con él. ¡Al principio ni
siquiera nos hacía caso! Luego poco a poco fue presentándonos a Román y
enseñándonos el juego, y siempre había que ir desnudándose poco a poco. A
veces era Tati la que me desnudaba a mí y me sacaba fotos.
«¿Dónde habrían llegado ya las fotos? ¿Cuántos pervertidos estarían
ahora masturbándose con ellas?», pensaba Julia. Sabía que más de un millón
de menores son explotados cada año en el negocio mundial de comercio
sexual. Ahora Tatiana y María habrían dejado de ser niñas para ser objetos
sexuales en Internet. Y una vez en la red, Julia sabía que ya no había control.
Las imágenes estarían dando placer en países de los cinco continentes.
Román les había engañado, y además se estaría lucrando por ello, «¿Cómo se
atrevería a que le llamasen señor?» reflexionaba Julia amargamente.
Después de varias preguntas más, Julia le indicó que se centrara en
intentar identificar al tal Román, pero María dio señales de cansancio y
tampoco aportaba nada más, con lo que pasaron a entrevistar a Tatiana, que
se encontraba esperando con su padre en la cocina de la vivienda familiar.
Tatiana, al tener dos años más, fue más precisa a la hora de testificar.
Corroboró con más detalles todo lo que había relatado su hermana menor y,
con respecto a Román, añadió que le habían conocido por un programa de
ordenador y vivía en un pueblo pequeño de Valladolid. Dijo que nunca le
habían visto en persona, pero les tenía prometido llevarlas a un parque
temático para Navidad.
Después de esta entrevista, Julia y Rosa aprehendieron el ordenador de
Milagros con la oportuna cadena de custodia, y después de comunicar los
hechos al Juzgado correspondiente, lo llevaron a la Comandancia para que
fuera inspeccionado por los especialistas en informática. A la media hora, tras
un café de máquina, fueron a preguntar a los especialistas.
−¿Habéis encontrado algo interesante?
−Hay una cuenta con el Nick “amoreragartza69” con el que se han
compartido cientos de archivos, imágenes y videos pornográficos
intervenidos anteriormente. También hay muchos nuevos de contenido
similar que deberán ser visionados −dijo el agente informático.
−Yo no quiero verlos ni de coña −espetó Rosa.
−Lo sé −dijo Julia−. A mí tampoco me apetece, pero tendremos que
visionarlos como preparación para la vista oral.
−Joder. En estos momentos te odio a ti y odio mi trabajo −concluyó Rosa
haciendo aspavientos con los brazos.
Los guardias de informática no daban crédito, pese a estar más que
familiarizados a base de comer megas de basura de tinte sexual. Habían
hallado más de tres mil imágenes y quinientos videos de las pequeñas Tatiana
y María que algunos pasaban la frontera de lo que se conoce como abuso y
llega a ser agresión sexual. La madre forzó y violentó en más de una ocasión
a Tatiana y a María a introducirse objetos punzantes en la zona genital.
Habían descubierto también que el ordenador que había sido utilizado por
«amoreragatrza69» correspondía a una IP situada en Medina del Campo,
pueblo de Valladolid, de un ciudadano italiano llamado Enzo Cialdini
Aganello, divorciado de cincuenta años de edad y profesor de música en
primero de la ESO. De la investigación realizada por los agentes dueños de la
investigación y, en concordancia con los datos aportados por las agentes de la
UAC, extraídos de las pruebas testificales de las menores, se concluyó que no
existía duda alguna sobre los contactos en red que la madre, junto con sus
hijas menores, venían teniendo a través de Internet. Se constató en los
antecedentes de la base de datos policial, que el profesor ya contaba con
antecedentes de delitos de abusos sexuales sobre otras dos niñas menores de
edad.
Se solicitó a la Autoridad Judicial tanto la intervención de las
comunicaciones de Román, así como la entrada y registro en su domicilio
pucelano, y se acordó activar un dispositivo policial de vigilancia en su
vivienda particular mientras se tramitaba la solicitud judicial. Entretanto, y de
camino a la sala del café, Julia se reunió con dos de los agentes sintiéndose
por un momento interrogada por los guardias civiles de la investigación que
mostraban una genuina curiosidad por saber sobre el perfil criminal que
presentaba Román.
−Mi Capitán, ¿le puedo hacer unas preguntas? −le preguntó una guardia.
−Adelante, por favor −dijo con voz gustosa Julia.
−Estoy estudiando Criminología. Al ver los vídeos pienso sinceramente
que es un enfermo mental. Pero lo que me inquieta más, ¿es peligroso de cara
a la detención policial?
−No hay peligro con tipos como éste. Se comportará como un corderito
ente la policía.
−La literatura habla de que estos monstruos sienten afecto por los niños,
¿es cierto?
−¿Hablamos de pedofilia o pederastia?
−Aahhhh, ostras, yo pensaba que un pedófilo y un pederasta eran la
misma cosa.
−¿En qué curso estas de Criminología?
−En primero −contestó cortada.
−No es lo mismo. La diferencia entre ambos es sencilla: si hay o no acto
sexual.
−Ahhh. ¿Y los afectos?
−Los pedófilos suelen desarrollar afecto por los niños, los pederastas no.
−Entonces, Román, qué es ¿un pedófilo o un pederasta?
−Nos faltan datos para saberlo, al menos con estas niñas. Román fantasea
con las imágenes o vídeos que le son enviados a modo de conseguir
excitación sexual. Pero se necesita un contacto físico con los menores, un
abuso para ser pederasta.
−Entonces más bien parece un pedófilo, ¿no?
−Debemos ser cautos y ver con detenimiento sus antecedentes. Un
pederasta no suele presentar sentimientos de amor por los niños, simplemente
abusa de ellos, y aquéllos más sangrientos que se apellidan sádicos, suelen
disfrutar con la muerte del menor al final del acto sexual.
−¡Qué horror! ¡Es horrible!
−Lo sé. Por desgracia me he topado con más de uno.
−¿Es cierto que en la mayoría de los casos las agresiones sexuales llegan
del entorno más cercano?
−Si, la mayoría del ambiente intrafamiliar, los propios progenitores. Por
eso los niños tienen terror de acusar a una persona a la que quieren.
−Pero haciéndoles esas cosas, ¿cómo es posible que el niño les quiera?
´−Los regalos, caricias, promesas del tío, hermano, padre o profesor les
confunden, les impiden discernir sobre lo que es bueno o malo.
−La inocencia de los niños…
−Exacto. Este hombre tiene un trastorno, le gustan las niñas. Sabe lo que
hace y disfruta haciéndolo, pero sabe controlarse. Aunque hoy gracias a
nosotros ha llegado su final.
Rosa y Julia prácticamente no se dirigieron la palabra desde que salieron
del Cuartel. Los testimonios de las niñas y la dureza de las imágenes se
habían grabado en sus retinas y en la boca de sus estómagos. No querían
hablar ni reproducir nada de lo acontecido, quizá intentando, sin éxito, que
aquella creencia popular de que «lo que no se habla, no existe», fuera cierta.
Decidieron volver a Madrid. Julia se sentía abatida, desconcertada,
turbada, cerraba los ojos y oía a las menores contándoles cómo su propia
madre les indicaba cómo introducirse consoladores y otras muchas cosas más
en sus vaginas, les mordía las tetillas al tiempo que dejaba derramar por
cuerpo y rostro una especie de «pis blanco», que había guardado de su última
relación sexual.
Hicieron el viaje de un tirón, no pararon ni para ir al lavabo. Solo querían
llegar a casa y vaciar sus mentes, con el único consuelo de que en la calle
había dos malos menos.
***
Estos escenarios donde Julia tenía que mostrar indiferencia ante
semejantes perversiones, descarríos y desajustes del comportamiento
humano, la agotaban. En cada caso se vestía con un caparazón, una pequeña
capa de color carne que la protegía frente a la adversidad, que la hacía
invulnerable al dolor, a la perversión, al llanto en silencio de un niño menor
de edad. En verdad, se preguntaba si había algún trastorno mental detrás de
una madre agrediendo a su hija. Sólo con pensarlo se daba cuenta del estigma
que generaba a la pobre gente presa de una enfermedad mental. En sus años
de experiencia se había enfrentado con lo peor de la naturaleza humana:
madres prostituyendo a sus hijas, padres grabando a sus hijos desnudos y
traficando con las imágenes en Internet, homicidas que habían golpeado a sus
queridas novias hasta matarlas, torturas, extorsiones, secuestros y un sin fin
de comportamientos delictivos que no le habían enseñado otra cosa, que el
mal de por sí existe. Que hay personas malas por naturaleza cuyo único
placer es hacer daño. Infinitas veces debía conferenciar sobre el delito y el
trastorno mental para abrir la mente a todos aquellos indocumentados que
tendían a asociar causalmente ambos conceptos, o quizá por miedo, tendían a
excusar y a proteger sus temores culpabilizando a una gran minoría de
enfermos psíquicos. Quizá para una parte de la sociedad era mejor pensar así,
que detrás de la madre que mata a su bebé hay un cuadro invencible de
depresión mayor, o el chaval que asesina en masa está desprovisto de sus
facultades mentales sufriendo un brote psicótico en ese momento puntual. Sin
embargo, ella sabía que la mayoría de las personas con trastorno mental no
son violentas y nunca lo han sido, que son mucho más propicias a ser
víctimas que victimarias y que ningún trastorno psíquico está necesariamente
asociado a la conducta violenta. La cosa cambia cuando se da la existencia de
abuso o dependencia a tóxicos, pero como en la población normal, existiendo
otros factores como la violencia en el pasado, el desempleo o una separación
conyugal, juegan un papel más crucial a la hora de desencadenar la
criminalidad.
Con estos pensamientos teóricos y con el movimiento del vehículo
oficial, Julia se fue durmiendo de camino a la capital.
Llegando a Madrid, se despertó agarrotada, rendida. Se giró y vio a Rosa
conduciendo el coche. Estaba guapa, no se le notaba el cansancio y tenía la
mirada alegre. Parecía que nada ni nadie era capaz de apagar su brillo.
−Tienes buena cara Rosa, ¿Qué vas a hacer ahora, has quedado? −le
preguntó mientras estiraba sus brazos entumecidos.
−Voy a casa de mi padre, a por mi perro, que se queda con él cuando
viajo. Mi padre está muy solo desde que murió mi madre, así le hace
compañía −le contestó mientras encendía la radio−. Cenaremos juntos.
En momentos como éste, era cuando Rosa realmente se daba cuenta de lo
mucho que echaba de menos a su madre. Rosa era una de esas mujeres que
no soportaba quedarse una tarde en casa. Le encantaba estar ocupada y
siempre estaba liada con múltiples quedadas de amigos o familiares. No tenía
hijos, e invariablemente estaba dispuesta a tomar la penúltima caña. Era
alegre, social; le encantaban los animales teniendo a su cuidado un simpático
Jack Russell Terrier llamado Silvio, en honor a uno de los cantantes
preferidos de su madre, Silvio Rodríguez. Fiel defensora de la eutanasia,
colaboraba en una asociación por su causa. Directa y sin pelos en la lengua.
Seductora y libre.
Cuando tenía diecisiete años su madre sufrió un ictus severo quedando en
un estado de coma del que jamás llego a despertar. Los médicos le explicaron
que una arteria del cerebro se le había roto, dejando de transportar la sangre y
nutrir de oxígeno a varias partes del cerebro que sin él habían dejado de
funcionar. El daño cerebral causaba graves secuelas y daños irreversibles que
se manifestaban en todo su cuerpo. No hablaba ni entendía lo que se le decía;
tenía completamente inmóvil su brazo, pierna y la parte derecha de la cara; no
podía comer y necesitaba de una sonda que llegaba desde la nariz al
estómago, por donde le introducían unos batidos de nutrientes para
alimentarla. Orinaba y defecaba en un pañal y la bañaban y aseaban entre dos
personas en la cama.
Murió ocho meses después, aunque Rosa siempre supo que su madre
llevaba difunta desde hacía tiempo. Rosa y su padre iban a visitarla cada día
al hospital, al principio con la esperanza de una repentina y milagrosa
recuperación, para después, lentamente día tras día, darse cuenta de la
situación real a la que se estaban enfrentando. El cuerpo de su madre se había
quedado con ellos, pero su esencia se había marchado.
El día en que de manera oficial los médicos certificaron el fallecimiento,
Rosa se alegró. No derramó ni una lágrima. Ya no le quedaban, había vaciado
toda el agua que tenía en su organismo los pasados meses y ya no tenía nada
que regar. Aprendió que la vida puede castigarte en cualquier esquina y en
cualquier instante y prometió, mientras pudiera, aprovechar al máximo los
días, intentando maximizar el disfrute cada día, por los años que el destino
bastardo le había robado a su madre.
Rosa dejó a Julia en el portal de su casa. Se sintió afortunada de tener a
Mario y Oliver esperándole en el hogar. De educación tradicional, siempre
supo valorar la importancia de la familia. Esperando al ascensor sacó el
teléfono y realizo una breve llamada a su madre para quedar para comer al
día siguiente.
Al entrar en casa, se alegró al ver que la luz del salón estaba todavía
encendida. Aunque aquella sensación de sosiego se desvaneció de golpe al
entrar un intempestivo mensaje de texto en su teléfono móvil corporativo. Era
del Capitán de personas de la Unidad Orgánica de Policía Judicial de Orense:
−Julia, ¿estás operativa?, ¿Te puedo llamar?. Es muy urgente.
Capítulo 5
Una idea irracional
−Mario, ¿vienes ya? ¿Cuánto te queda? Oliver se ha resbalado al pisar un
juguete y se ha hecho una brechita en el ojo derecho.
−¿Sangra? ¿Hay que llevarle al médico? Ya estoy terminando, voy ya de
vuelta −respondió Mario jadeando y de cuclillas, aprovechando la
interrupción en su carrera larga para atarse más fuerte los cordones de sus
zapatillas.
−Creo que no, pero el niño no para de llorar.
−Lávale la herida y échale un poco de Betadine.
−¿Betadine? No sé si tenemos. ¿Dónde está? −respondió Julia cogiendo a
Oliver en brazos intentando calmar su llanto.
−Al fondo en el mueble de abajo del lavabo.
−Date prisa por favor que no he podido hacer las maletas y se acerca la
hora de mi tren.
−Enseguida llego.
Oliver se tranquilizó en los brazos de mamá y allí se recostó, solicitando
con su tierna mirada una pequeña siestecita. Julia mirando el reloj, cedió a los
deseos de su bebé, se lo merecía. Se daba permiso por unos instantes de
olvidarse del mundo para centrarse en el pequeño, que poco a poco se
quedaba dormidito al son de la canción que una vez Julia inventó para él.
Mario llegó a los diez minutos, sudoroso, sin camiseta y húmedo. Como
un héroe que llegaba al rescate. Al ver su torso desnudo a Julia le apeteció un
poco de sexo, sintiendo un cosquilleo por su entrepierna, pero mirando de
nuevo el reloj, dejó a Oliver ya dormido, en los brazos de Mario diciéndole
en voz bajita que le curase la herida. Tras esto salió apresurada hacia la
estación de Atocha, dejando a Oliver en su lugar preferido donde más
cómodo y confortable se sentía: en los brazos de su padre.
Mario solía hacer todas las rutinas diarias con Oliver, que parecía
disfrutar enormemente en la mochila portabebés donde le llevaba, mirando
despierto al mundo y ganándose las carantoñas, sonrisas y halagos de todas
las personas que se fijaban en él.
−¡Qué sí Julia! ¡Qué ya le he curado la herida! −exclamó Mario nada más
contestar la llamada de Julia.
−Ahh, bueno… si yo en realidad llamaba para recordarte que compres
yogures, le di el último esta mañana. Pero entonces, la herida no era nada,
¿no?
−Un raspón. Ahora bajo al súper.
−Ten cuidado con las lagartas. Adiós.
−Jaja. Adiós celosa.
Normalmente Mario, bajaba al supermercado dos o tres veces a la
semana. Los frecuentes viajes urgentes sin previo aviso de Julia, le habían
enseñado a no realizar grandes compras, especialmente de productos
perecederos, con el objetivo de que no acabasen en la basura después de crear
moho en la nevera.
El atractivo físico de Mario, al que siempre le gustó hacer deporte, unido
a los cuidados y atenciones que prestaba a Oliver, hacía que su presencia
provocara ciertos suspiros entre las cajeras del súper, que solían avisarse
entre ellas con miradas cómplices de su llegada, otorgando a un coqueto
Mario el rol de padre atractivo, despistado y encantador.
−Perdón, ¿el andén del tren de Orense? −preguntó Julia corriendo a un
operario de Renfe que estaba medio dormido en su cubículo.
−Se acaba de cerrar el acceso hace justo dos minutos. Está partiendo
ahora mismo −respondió el operario con tono seco.
−¡No puede ser! Diga que pare por favor −exclamó aturdida Julia
mientras enseñaba disimuladamente su placa policial.
−Con identificación o sin ella, el tren siguiente sale a las seis de la
mañana, lo siento. Esto no funciona así.
−¿A las seis? Madre mía, no me lo puedo creer, tengo una reunión a las
siete en Verín por el múltiple homicidio. ¿No ha visto las noticias hoy? Me
esperan el Juez y la Fiscal. Debo estar a primera hora −gritaba impaciente
Julia al operario.
−No hay nada que hacer. Si quiere estar mañana a esa hora, tendrá que
buscar otro medio de transporte.
«Dios mío, ya no hay trenes», pensaba Julia mientras empezaba la marcha
a casa imaginándose la cara de Luis Antonio cuando se enterase de semejante
falta de puntualidad. Rápidamente recalculó sobre la marcha y llamó a Mario
algo agitada:
−Mario, prepara a Oliver y cógele una muda que me tienes que llevar a
Verín. He perdido el tren.
−Estás loca, ¿qué ha pasado? Oliver se acaba de dormir, para tu interés.
No digas tonterías Julia que vayan otros esta vez. Llevas casi quince días
fuera de casa. Por favor.
−No digas tonterías tú, Mario. Ellos están ocupados con una desaparición.
Este caso lo he asumido yo y no puedo fallar. Te pido por favor que me
ayudes, recae en mi toda la responsabilidad. Mañana tengo que preconstituir
un parricidio y sin mí no hay prueba. Por favor, viste al niño que hoy duerme
en casa de mi hermana, que ya le he llamado.
−A la orden, ¿te vale?
−Te quiero. Salimos en 20 minutos.
Durante el viaje, Mario aprovechó la ocasión para sentirse útil, necesario,
incluso cómplice. Bromeó en algún momento sintiéndose participe de la
investigación, advirtiendo a Julia que iba a ser él quien pusiera los grilletes al
malo. De alguna manera le gustaba la idea de poder llevarla, iban a ser horas
extensas para los dos, sin Oliver, disfrutando el uno del otro. Tuvieron la
ocasión de hablar de ellos, cosa que no hacían desde hacía meses, incluso
años… Se rieron, bromearon y se contaron historias.
−¿Te acuerdas el día que nos conocimos en la biblioteca?
−Siii, claro. Cuando te pedí un rotulador. Recuerdo tus auriculares
blancos. −Te vi y me quede embobada. Lo recuerdo como si fuera ayer.
Aún se le escapaba media pícara sonrisa rememorando su pequeña
estratagema, cuando al día siguiente de haberse conocido, acudió más pronto
de lo habitual a la biblioteca, antes de que la sala de estudio se llenara, y
escogió sentarse en la esquina de una de las mesas con el sitio de enfrente
libre, preguntándose repetidamente si ella acudiría ese día a repasar. Entre
risas, recordó que mientras él esperaba nervioso, fingiendo torpemente leer y
repasar sus apuntes, varias personas intentaron sentarse justo en ese asiento
libre de enfrente, pero él, atento, les pedía amablemente que se ubicaran en
otro pupitre, excusándose en que había quedado con alguien que estaría a
punto de llegar, «reservando» ese asiento por si Julia llegaba y, con suerte,
decidía volver a sentarse junto a él.
−Mira un bar de carretera, tengo hambre −dijo Mario−. ¿Paramos a
cenar?
−Es tarde, tendrán la cocina ya cerrada, no sé qué tendrán para comer,
comida precocinada, ¿te apuestas algo?
−Cualquier cosa vale, como cuando éramos jóvenes y viajábamos sin
rumbo, todo nos parecía bien −respondió Mario tocando la pantorrilla de su
mujer.
Julia se pidió un bocadillo de tortilla y Mario uno de jamón que les
habían sobrado del día. En aquel bar, junto a dos o tres camioneros, y con sus
bocadillos de pan duro, se sintieron únicos, jóvenes, felices… hasta que Julia
comenzó a bostezar. Aún les quedaba la mitad del camino, era momento de
retomar la marcha. Con un rayado CD de Sabina de fondo, Julia se durmió
apoyando su cabeza en el cristal de la puerta del coche. Mario, como pudo le
fue desabrochando los botones del pantalón, para que estuviese más cómoda.
Luego la miró y se sintió afortunado de tenerla aquella noche, mientras unos
versos de Sabina resonaban en la mente de Mario «la canción de las noches
perdidas…».
Tres horas más tarde habían llegado al destino solicitado al GPS, pero
Mario siguió en vigilia durante cuarenta minutos más velando el sueño de
Julia hasta que ésta se despertó.
−¿Sabes Julia? Esta noche, mientras conducía y tú dormías me acordé de
aquel día, hace ya muchos años, ¿recuerdas? Era la primera noche que
pasamos juntos fuera de Madrid. Amaneció tal y como hoy, desapacible,
cielo gris, amenazante, con una humedad flotando en el ambiente como
presagio de una lluvia que no tardaría en llegar y que luego nos empapó.
¿Recuerdas? −preguntó Mario para comprobar que Julia estaba despierta y
prosiguió−: Aquel día, en aquel hotel, casi a la misma hora que hoy, allí
estabas, al fondo de la habitación, junto a la puerta del balcón, expectante.
Empezaba a llover, las primeras gotas en el cristal del balcón eran iguales que
esta fina lluvia que ahora cae sobre el parabrisas del coche. Está
amaneciendo, ¡mira! La misma claridad que aquel día dibujó tu silueta a
contraluz a través de la cortina −continúo Mario poéticamente acercándose a
Julia y echando el asiento delantero del copiloto suavemente hacia atrás. Con
un susurró llegó dulcemente al oído de Julia terminando de despertarla y
susurrando−. Ven, vamos, abre la puerta y salgamos afuera.
−¿Estás loco? Nos van a ver. ¿Cómo voy a salir así? −contestó Julia
sorprendida.
Durante el camino, ella se había ido quitando prendas para sentirse más
cómoda y se encontraba ahora envuelta en una finísima camiseta blanca que
utilizaba siempre debajo de sus blusas color coral.
Con una sonrisa y una mirada cómplice, Mario le dijo lo que ya ella
sabía.
−Sabes muy bien lo loco que estoy −tras esto le acercó su camisa y le
ayudo a ponérsela, abrochando sólo unos pocos botones.
−Te queda bastante grande y de ese modo te tapa un poco las piernas.
Julia abrió levemente la puerta delantera y una brisa fresca entró en el
vehículo, no pudo más que estremecerte.
−No te preocupes por el frío que yo te lo voy a quitar −dijo suavemente
Mario mientras la rodeaba fuertemente con los brazos.
−Ya, pero nos vamos a mojar −respondió Julia volviendo a lo terrenal.
−Confía en mí −volvió a decir él agarrándola fuerte por la cintura,
cogiéndola y deslizándola en un suave manto de hierba justo detrás del coche,
aprovechando un solitario y pequeño jardín. Pegó su cuerpo junto al suyo,
como si fueran uno sólo. Su cara junto al cuello de Julia, besándola muy
suavemente. Sintió el calor que manaba de sus labios mientras unas
imperceptibles gotas comenzaban a impregnar el pelo, la cara, y la camisa
que vestía a Julia. Con un brazo rodeándole la cintura y otro abrazándola más
arriba continúo besándola, fundiéndose con su piel. Esas pequeñas gotas de
lluvia habían mojado su pelo y poco a poco iban empapando la camisa.
Mientras Mario mordisqueaba una oreja.
−Sssssshsss, no digas nada. ¿Lo sientes?
Julia cerró los ojos y se dejó llevar. Sentía como las gotas, tibias, se iban
uniendo unas con otras y se deslizaban por su piel. Percibía perfectamente
cómo bajaban poco a poco, deslizándose por su cara, por su cuello, colándose
por debajo de la camisa, acariciando sus senos, llegando hasta los pezones
mientras seguía notando cómo llegaban más gotas reuniéndose con las
primeras para coger fuerzas y continuar como una sola más abajo llegando a
su ombligo y mientras, sentía cómo otras le acariciaban la cara, el pecho, le
mojaban los labios, se deslizaban por su boca, suavemente, empapándole,
otras se colaban por la camisa y continuaban por la misma senda que las
primeras y llegaban de nuevo a sus pezones, poniéndolos como puntas
afiladas. No se detenían ahí, seguían más abajo para unirse con las que habían
llegado al ombligo y continuaban con más fuerza, más rápidamente, hasta su
vientre.
−Mario, estoy calada.
−Síiiiii… −respondió Mario con un suspiro con el pecho acelerado, la
respiración entrecortada y la piel erizada. Mientras siguió mordisqueando su
cuello y besándola aquí y allá. A ratos bebiendo de su boca, de su piel
empapada. No sabía si era su lengua caliente la que hacía estremecer a Julia o
las gotas que, juguetonas, seguían bajando hasta colarse por debajo de su
tanga. En un movimiento instintivo Julia empujó su trasero hacia atrás
mientras una gota se deslizaba por su pubis, como si intentara colarse dentro.
Y entonces, al retroceder, sintió el sexo de Mario duro, erguido, pegado a
ella, empujándola….
La camisa estaba pegada a su piel como si fuese parte de ella. Y el agua
de la lluvia gallega seguía resbalando, rozándole, llegando a su sexo
encontrándose con los dedos de Mario, jugueteando con su tanga, colándose
por debajo, acariciándola. Primero uno y luego otro. Las gotas de lluvia
humedecían su sexo por fuera, porque por dentro ya lo estaba, ya hacía rato
que estaba empapada completamente, y ahora era de ella de donde emergía
un leve fluido incoloro deslizándose por el interior de sus muslos, que se
mezclaba con el agua de la lluvia.
Era una sensación como si decenas de manos, cientos de dedos,
recorrieran su piel. Percatándose de que había dedos que ya habían
comenzado a entrar y salir de ella, suavemente, muy despacio, con dulces
caricias de Mario, primero hacia un lado, luego hacia otro, sin dejar ni un
solo pliegue sin explorar. Y mientras tanto Mario siguió bebiendo de su piel,
comiéndole labios como si fuera la última vez que la tendría en sus brazos….
Mario sentía cómo la mano traviesa de Julia le buscaba, cómo se
deslizaba por su vientre hasta llegar a donde convergían sus venas más
potentes, y allí comenzó a acariciarle. Se desabrochó los pantalones, su pene
erecto busco el contacto con sus glúteos, pegándose fuertemente a ella,
deslizándose entre las curvas mientras sus dedos seguían entrando y saliendo
de ella, cada vez con más fuerza, cada vez más profundos, a la vez que su
miembro presionaba y empujaba entre la nalgas provocando intensos jadeos
de Julia que le avisaban de que estaba a punto de llegar al orgasmo. Entonces
Mario colocó el glande en la entrada del ano y continuó despacito, suave,
presionando hasta entrar, ante una descolada Julia que en su clímax no tuvo
tiempo de reaccionar sorprendida de la penetración anal de su marido. Una
mezcla de dolor y placer se apoderó de ella durante los breves minutos que
Mario y ella tardaron en terminar.
−Dios mío. ¿Qué hora es? −reaccionó Julia descontextualizada como si se
despertara de un sueño húmedo.
−Son las seis y media mi amor. Todavía tienes tiempo para llegar al hotel,
darte una ducha rauda y estar lista a la hora. Vaya experiencia ¿no? ¿Te ha
gustado?
−Ya hablaremos de eso, ahora no hay tiempo. Estamos locos ¿Lo sabes
no? Espero que no nos haya visto nadie. Te veo…. no sé cuándo en Madrid
−dijo Julia titubeando, agarrando su maleta con ambas manos y dirigiéndose
a una luz verde que parpadeaba «Hotel Parque» dando nombre al jardín
testigo del episodio sexual que ambos habían protagonizado.
−Me ha encantado. Suerte con el caso −se despidió Mario con cierta
nostalgia.
A las siete de la mañana Julia estaba ya reunida con el Juez de instrucción
y la Fiscal. El juez tenía aspecto joven y parecía simpaticón, lo que era difícil
de encontrar en el mundo judicial. Llamaban la atención en él unas soberbias
ojeras negras, que revelaban las horas de sueño que presumiblemente le había
tocado saltarse en esta ocasión. Había tenido que ir a la casa donde había
sucedido el parricidio para proceder al levantamiento de los cadáveres, y en
el largo día que se presentaba, debía mostrar su más absoluta serenidad para
presenciar la prueba constituida que Julia debía realizar a los únicos testigos
del triple crimen, dos menores de edad. La fiscal, sin embargo, parecía
entrada en años y en kilos, y presumía de un abundante pelo negro que le
servía de abrigo, ya que el salón donde estaban reunidos no gozaba de
calefacción, y era demasiado temprano para que el sol aún brillase en aquel
gélido pueblo del suroeste de Ourense.
Mientras el Juez fue a por tres cafés de máquina, Julia repasaba
disimuladamente las diligencias de este nuevo y espeluznante caso que la
Unidad Orgánica le había preparado.
Bruno, veintiún años, de padres divorciados tras largos años de litigios. El
padre, Andrés, denunció a su ex pareja Ana, por abandono del hogar en
cuanto supo que le dejaba por otro, quedándose con la custodia de Bruno, que
la madre no peleó. El divorcio y la infidelidad de su madre fue tema
recurrente durante meses por la gente del pueblo, que adornaron y juzgaron la
historia, convirtiendo a todos los miembros de la familia en entretenimiento y
blanco fácil de miradas y recelos de una población poco acostumbrada a ese
tipo de desavenencias familiares.
Ana, tras el divorcio volvió a casarse con un compañero de trabajo
llamado Fermín, y se fue a vivir con su nuevo marido y los ancianos padres
de ella a un gran caserón de las afueras del pueblo. Tuvieron dos hijos,
Ángela y Nicolás, de once y ocho años de edad respectivamente, quienes
fueron los que presenciaron la masacre protagonizada por su propio
hermanastro y a los que había que entrevistar.
Tras unos breves sorbos de un amargo café, la Fiscal comenzó a
reconstruir en voz alta lo que a su parecer había sucedido en este presunto
caso de violencia filio parental:
«Muchacho de poco más de veinte años agrede violentamente a su madre,
a su padrastro y a sus abuelos hasta matar a los tres últimos. La madre
sobrevive tras escapar del domicilio familiar. Parece ser que esa tarde el
chaval había estado cuidando de sus hermanos pequeños, quienes
presenciaron lo sucedido. No hay denuncias previas, ni órdenes de
alejamiento, ni tampoco antecedentes. −seguía leyendo y pasando las hojas
rápidamente la Fiscal.
−Parece un caso peculiar −interrumpió el Juez con cara de asombro−. El
cuerpo del padrastro ha presentado más de cuarenta hachazos, esto nos dice
mucho de la locura del chaval. ¡Es alarmante cómo están aumentado este tipo
de casos!
− ¿Cuarenta hachazos? −preguntó fríamente la Fiscal. Ha superado con
creces los treinta y tres de la familia Cáñamo. Si existiera un premio Guines
en esta especialidad, lo habría ganado este crio. −Tras un instante y ante el
mutismo de Julia y del Juez decidió continuar−:. A ver qué cuentan los
menores, Capitán, ¿habremos terminado para las dos? Tengo una comida
familiar.
Julia con cierto grado de asombro ante tal frialdad contestó:
−Dependerá de cómo se encuentren ellos y de lo que quieran contar,
señoría −respondió Julia con un ligero toque de sarcasmo y al objeto de
sensibilizarla añadió−: Ver una muerte es una cosa aterradora, pero ver a un
hermano matar a un padre debe ser una cosa muy difícil de relatar. Téngalo
en consideración.
−Pues consiga que lo cuenten rápido, agilice el procedimiento Capitán
−dijo la Fiscal, quizá la más fría e inhumana con la que Julia se había topado
hasta ahora−. Con lo que estoy viendo en diligencias, voy a pedirle al menos
veinte años por el agravante de parentesco −concluyó con esta frase, mirando
al Juez y mostrándose absolutamente indiferente ante la comunicación no
verbal de una Julia que se mordió la lengua para no discutir con ella,
haciendo un auténtico esfuerzo por controlar la rabia que le causaba
semejante actitud. En esos momentos sentía que le dolía más la indiferencia
de la gente buena, que las propias iniquidades de los viles con los que estaba
acostumbrada a trabajar.
Al minuto llamó el abogado de la defensa al único teléfono fijo que
reinaba en la sala. Estaba citado a la misma hora que el resto de las personas
que formarían parte de la prueba. Antes que sonase tres veces la Fiscal
ordenó a Julia que descolgara y que enchufara el altavoz:
−Letrado ¿Dónde demonios está? Hace media hora que debería estar aquí
−preguntó una Fiscal endiosada y con cara, cada vez más, de pocos amigos.
−Disculpe Señoría, un atasco a la salida de Ourense, estoy totalmente
atascado en la OU-23. Ya sabe usted lo que pasa cuando llueve. En quince
minutos estaré allí −se oía desde el fondo una voz tímida y acongojada ante el
tono imperativo e impertinente de la fiscal.
−Julia, ¿cree usted que los menores van a testificar correctamente? −le
preguntó el Juez-
Julia no escuchó la pregunta. Se había despistado recordando lo sucedido
bajo la lluvia unas horas antes, se llevó la mano al cuello casi pudiendo sentir
de nuevo la respiración de Mario, apretándole contra su pantalón.
−¿Capitán? ¿Se encuentra usted bien?
−Sí, disculpe, estaba distraída. ¿Dígame, por favor?
−Claro que sí −sonrió−. ¿Cree que los niños testificarán correctamente?
Por mi experiencia, me consta que cuando alguien ha vivido un
acontecimiento como el de estos chavales, un caso terrorífico peor que de una
película de miedo, ¿no es cierto que los recuerdos se vuelven escurridizos,
que se pierden detalles y se reconstruyen los hechos con cierto sesgo para dar
un sentido a lo que ha ocurrido?
−Así es Señoría −continúo Julia un poco desconcertada−. Cuando
recordamos un suceso buceamos en una región misteriosa del cerebro de la
que extraemos fragmentos del pasado, piezas irregulares de un rompecabezas
que vamos componiendo y encajando, adaptando y readaptando hasta que
forman un conjunto de recuerdos con sentido, porque el cerebro reconstruye
y necesita dar significado a las cosas, es algo natural.
−¿Qué pasa? ¿Estamos ahora en clase? −interrumpió de nuevo la Fiscal.
−Una clase de master en nuestra propia casa Fiscal −apuntilló el Juez-.
−El producto final, el recuerdo −prosiguió Julia−, que tan nítido y claro
aparece en la mente, contiene parte de realidad y siempre una pequeña parte
de ficción, señoría, que no es más que una reconstrucción distorsionada y
retorcida de la realidad. La alteración se produce aun cuando la situación no
sea de estrés, o como en este caso, de auténtico y puro pavor. Forma parte de
nuestra incapacidad de almacenar y recuperar perfectamente todos los datos
−respondió Julia con seguridad.
−Todos estos temas me resultan apasionantes. Me encantaría charlar
tranquilamente con usted y seguir aprendiendo −dispuso el Juez con media
sonrisa.
−Ojalá el cerebro funcionase como una máquina de grabar −interrumpió
nuevamente la Fiscal sin complejos−. Nos ahorraría mucho tiempo y el
tiempo hoy en día es auténtico oro. ¿Empezamos?
−Disculpa Marisa, que esto me interesa y no siempre tenemos a los de
Madrid aquí −volvió a subrayar el Juez−. Y de cara al testimonio, Capitán
¿Cómo podremos saber qué es realidad y lo qué es reconstrucción? −volvió a
preguntar el Juez interesado no solo en el caso.
−Siendo un poco reduccionista se podría decir que, en los procesos de
memoria, hay tres fases: adquisición, retención y recuperación. Esta última es
la que nos interesa hoy en la prueba. A diferencia de lo que suele creerse, los
hechos no entran en la memoria y se quedan ahí pasivamente, impasibles a
los acontecimientos del futuro. Al contrario, solemos extraer del entorno
información que va a pasar a la memoria donde interacciona con nuestras
expectativas, conocimientos previos, es decir, con otra información que ya
está previamente almacenada −dijo. Tras una breve pausa para beber un poco
de agua, siguió−: De hecho, es por eso que la memoria se considera un
proceso integrador, constructivo y creativo, no un registro pasivo, como sería
la cámara de vídeo que apuntaba la Fiscal.
−O sea que la mente funciona como cuando cantamos una canción ¿no?,
cuando algo no nos acordamos, lo inventamos, ¿verdad?
−Exactamente, buen símil Magistrado. Veo que usted y yo hablamos el
mismo idioma −rió Julia.
−Hace una semana −volvió a exponer el Juez−, tuve que tomar
declaración a una supuesta testigo de un robo con intimidación y, no sé cómo
explicar que, aun presenciando la escena como se sabe que la presenció,
puesto que hay cámaras, al tomarle manifestación solo decía que no se
acordaba de nada de lo que aconteció, ¿tiene sentido?
−Eso puede significar Señoría que la información no llegó a guardarse
nunca, o por decirlo de otra manera, hubo un error en la fase de adquisición.
Sabe que escuchó la canción pero no recuerda nada de ella. Si no se procesa
una información, podemos escucharla, visualizarla, olerla o incluso tocarla,
pero si el cerebro no lo llega a procesar, no sirve de nada el obligar a la
persona a recordar. Se corre el riesgo de que manifieste una información no
certera para salir del paso −objetó Julia−. También hemos tenido casos así.
−Seguramente sea un fallo de adquisición, que no va a suceder con estos
niños −explicó Julia−. La memoria se deteriora a un ritmo exponencial
Señoría, ha hecho usted muy bien en preconstituir este testimonio. Con ello
evitaremos la victimización de los menores cuando se tenga que celebrar la
vista oral y, no menos importante, protegeremos su declaración contra las
amenazas de la memoria.
−De eso se trata, por lo que he leído ¿verdad? −quiso dar su opinión sobre
el tema el Juez−. Todas las investigaciones que se han llevado a cabo
demuestran que el recuerdo se debilita con el paso del tiempo a un ritmo
apresurado, se va perdiendo esa exactitud que le comentabas antes.
−Así es −respondió Julia−. El recuerdo de hace un año es menos preciso
que el de hace un mes y éste que el de hace una semana y éste que el de ayer.
Estos dos menores deben acordarse muy bien de lo que sucedió hace unas
horas y, si se hace la prueba bien, deberían ser capaces de contar todo lo que
su cerebro llegó a procesar, que repito, no es lo mismo que ver. Lo que ellos
cuenten va a depender más de mis habilidades, que del posible trauma que
algún día quizá experimentarán. Hoy es pronto, aún no se lo creen, estarán
aún en la fase de shock, debemos hacerlo con mucha cautela, precaución y
sobre todo con mimo, que no tienen ni veinte años entre los dos −sentenció
finalmente Julia, anticipando una amarga empatía hacia los pequeños que
ahora le tocaría entrevistar.
Julia aprovechó para ir al baño. Estaba nerviosa y en estos casos solía
necesitar ir al baño más de lo habitual. Cada vez le costaba más trabajar con
niños. Era consciente de que solía empatizar demasiado con ellos. Siempre
había tenido una especial sensibilidad con los casos que implicaban a
menores pero, desde que nació Oliver, le afectaba demasiado, al colocar
inconscientemente a su hijo en la escena del crimen.
Sacó el móvil y telefoneó a su hermana Jimena. Quería saber cómo estaba
su pequeño.
−Hola, ¿cómo va todo? ¿Qué tal se está portando Oliver? ¿Te da mucha
guerra?
−¡Qué va! ¡Si es un angelito! ¡Es más rico! Ahora mismo estamos
desayunando, ¡qué glotón es, como come!
−Sí, como la madre, jeje. Gracias Jimena, espero que no te esté causando
mucho trastorno, siento haber tenido que llevártelo tan de repente, casi sin
avisar.
−Ya sabes que lo hago encantada, para algo están las tías.
−¿Qué tal anoche el viaje? Vaya paliza, habrás llegado muerta.
−Bueno, la verdad es que dormí casi todo el camino, ya estoy
acostumbrada a dormirme en el coche. Ya te contaré.
−¿Y el caso?
−Pues en breve empezaremos.
−Vale sister, pues un besito y que el malo acabe donde tiene que acabar.
Voy a seguir con el desayuno del niño que me lo está tirando todo.
−Gracias Jimy.
−¡Que no hay de qué, pesada!
Cuando Julia regresó a la sala, se dio cuenta de que le estaban esperando.
−¿Ha pasado algo? −pregunto Julia.
−Le presento al guardia civil Ferreiro, veterano de la unidad de Orense
−contestó el Juez−. Acaba de traer un video de la cámara de una ferretería en
frente del caserón. Parece ser que se ve a Bruno permanecer en el coche,
sacar lo que parece ser un hacha del maletero y dirigirse hacia la casa.
Estábamos esperándote para visionarlo.
−Mucho gusto Ferreiro −dijo Julia evitando mirar directamente la gran
cicatriz que desfiguraba su cara..
−A sus órdenes. Me han encomendado que durante el tiempo que usted
esté aquí la acompañe y auxilie en todo lo que este mi mano, Capitán −dijo el
guardia Ferreiro con marcado acento gallego.
−Perfecto Ferreiro. Gracias.
−¿Vemos ya ese video? −volvió a incidir la Fiscal.
−Procedamos −dictaminó el Juez.
El video era de mala calidad. En él se veía a Bruno en el interior del
coche aparcado en la acera, desde las veintitrés treinta horas hasta
exactamente las cinco de la madrugada. En varias ocasiones salía del
vehículo y propinaba patadas y golpes a las ruedas y el capó, después volvía a
introducirse en el coche durante horas. A las cinco de la madrugada en punto
salió del coche, abrió el maletero, y se vio que cogía un objeto compatible
con un hacha, pero que la calidad de la imagen no permitía verificar y, un
momento más tarde, se dirigió al caserón, aunque la ubicación de la cámara
tampoco permitía verificar si entraba o no en la propiedad.
***
Eran las cuatro y media de la madrugada del día anterior. Bruno llevaba
ya unas horas sentado en el asiento de su Fiat 1, aparcado en la acera, justo en
frente de la casa de su madre. La oscuridad de la noche le convertía en una
persona invisible para el mundo. Su agitada y rápida respiración no conseguía
calmar su sensación de ahogo por esa fuerte presión en el pecho que impedía
que el aire le oxigenara los pulmones. Durante esas horas, estuvo varias veces
a punto de desmayarse, sólo de pensar en lo que iba a realizar esa madrugada.
Su camiseta negra de manga corta estaba empapada de un sudor de fuerte
hedor, rancio y sucio que el propio Bruno podía percibir con desagrado. Sin
embargo, en ningún momento optó por deshacerse del suéter que cobijaba su
interior, como si por alguna extraña razón el estar con ello puesto le
concediese cierta protección.
Tras media hora de respiración entrecortada, se arremangó las mangas y,
al ver las cicatrices de los cortes de sus brazos, inmediatamente volvió a
bajárselas, golpeándose varias veces con dureza la cara, sintiéndose cada vez
peor.
Llevaba ya horas hablando en silencio consigo mismo.
«Solo. Estoy solo. Pufffff −jadeaba−. Soy un pringado. No me quiere.
Nunca me quiso. Me apartó de su vida. Joder. Yo tuve la culpa de que se
fuera. Me abandonó. Cómo le han comido el coco, por Dios. No soporto
cuando él me mira. Se ríe de mí. Yo no soy su hijo. Me da asco. Qué
desaparezca. Se van a enterar. ¿Por qué le prefirió a él? ¿Por qué a él antes
que a su hijo? Que se pudra. Yo la quería. Tú te lo pierdes. Qué se pudran los
dos. Es una puta. No me respetan. Les odio. Qué sufran. Subnormal. Se
avergüenza de mí. La quiero. Basta ya. Qué la jodan. No se merecen vivir.
Sólo tiene ojos para ellos. No soy su canguro. ¿Y yo qué? Vaya puta mierda.
Yo también soy su hijo. No permitiré que ese hijo de puta se ría más de mí.
Yo ya tengo un padre. Le cortaré la polla. No, no lo saben. No puedo. Quién
ríe el último… Se merecen morir. Sí. Sí. Voy a por ellos. Les mataré. Si.
Síiiiii. Se van a acordar de mí. Mira lo que hace vuestro canguro».
Las pupilas de Bruno se dilataron convirtiendo en negro el color de sus
ojos castaños. Miró el reloj, eran las cinco en punto de la madrugada. Se bajó
del coche, abrió el maletero y sacó una ruda hacha que había cogido del
garaje de su padre. Cerró el maletero y se dirigió a la casa. Tras saltar con
facilidad la valla cubierta de arizónicas que rodeaba y delimitaba el césped,
atravesó el jardín con pasos ágiles y firmes. Utilizó el mango del hacha para
romper una ventana y entró en la vivienda. Sin pensar fue directo a la
escalera y subió de dos en dos los peldaños que conducían al piso de arriba
hacia los dormitorios, empuñando fuertemente el hacha que la adrenalina
segregada le otorgaba el poder de manejar, como si de un arma de juguete se
tratase.
Al llegar al hall, escuchó la cisterna del baño y vio a su abuela en la
puerta del dormitorio, de vuelta a la cama.
−¡Virgen Santa, Bruno qué susto me has dado!
La abuela fue hallada tirada en el suelo de la habitación, junto a la puerta.
Había sido brutalmente agredida por el hacha que se había encontrado en la
escena del crimen. Sin embargo, el informe de la autopsia posterior confirmó
muerte por infarto vagal, ya que desde hacía años la señora padecía del
corazón.
El marido y el abuelo habían perecido brutalmente asesinados a
consecuencia de las grandes lesiones producidas por el hacha. Fermín, se
había levantado al oír los gritos de la abuela. Presentaba heridas defensivas
en antebrazos y muñecas. Se había ensañado con él, presentado hasta
cuarenta cortes profundos y sin piedad. Su cuerpo había aparecido en actitud
defensiva en el pasillo. Sus últimas fuerzas las había dedicado en gritar a los
niños que se escondiesen en la habitación, antes de recibir el golpe que le
había causado la muerte. Después de esa última orden, había muerto allí,
aunque su cuerpo había continuado recibiendo hachazos post mortem.
El anciano abuelo había sido encontrado postrado en la cama de su
dormitorio con varias heridas mortales.
La madre tras llamar al 062, malherida y moribunda había logrado
escapar por las escaleras y se mantuvo escondida en la cocina donde Bruno,
no se sabe la razón por la que no había llegado a entrar.
Un grito sobrecogedor rasgó la inusual calma del servicio que atendía
emergencias esa noche, quedando grabado para siempre la desgarrada voz de
auxilio que resonaba en la cocina de Ana, pidiendo por favor ayuda chillando
que su hijo la iba a matar.
Julia no se detuvo a mirar las fotos de las escenas del crimen. La gran
cantidad de sangre y algunas partes de los brazos parcialmente amputados, le
bastaron para conocer la auténtica carnicería sangrienta que sus compañeros
se habían encontrado al entrar en la vivienda. En aquella escena había una
ausencia definitiva de sentimiento humano, que Julia no podía comprender y
quizá en un futuro cercano tampoco superar.
Ángela y Nicolás, los hermanos, que compartían habitación, fueron
hallados juntos, agazapados, escondidos debajo de la cama de Nicolás. Lo
habían presenciado todo.
El abogado llegó en el mismo momento que se presentaron en coche los
menores acompañados de unos tíos lejanos, que habían viajado hasta Verín
desde Asturias una vez se enteraron del suceso. La primera en bajarse del
vehículo fue una mujer de mediana edad que abría un paraguas con cuidado
para que Ángela no se mojara al salir de la puerta derecha de atrás. La niña se
bajó del coche y se dirigió corriendo a la puerta principal del Juzgado de
Instrucción, donde aguardó hasta que la tía regresaba con Nicolás después de
también cubrirle para que la lluvia no calase su pequeño cuerpo vestido con
un chándal gris. Los tres se dirigieron hacia dentro donde Julia les esperaba.
−¿Queréis algo para beber? −dijo Julia ofreciéndoles un par de batidos de
chocolate que acababa de comprar de la máquina expendedora del Juzgado, y
que los menores atraparon sin dudar.
−¿Qué se dice, niños? −les preguntó la tía, agradeciendo a Julia el gesto
con la mirada.
−¡Gracias!
−¡Gracias!
El marido de la tía fue a aparcar el coche a un parking cercano en la
localidad. Llovía a mares, llovía con maldad.
Los niños se tomaron el batido sentados en un banco de madera sin saber
qué iba a pasar. Julia aprovechó esos minutos en la sala de espera para poder
valorar las capacidades tanto evolutivas como el estado psicológico que
tenían los niños antes de empezar con la prueba judicial. Tras cinco minutos
de calma, sonó el sorbido que marcaba el final del batido. Nicolás cogió una
botella de agua vacía que estaba tirada en la papelera de la sala de espera y
empezó a simular como si fuera ésta un avión, despegando y aterrizando una
y otra vez sobre el banco de madera, reproduciendo de este modo una pista de
despegue imaginaria donde la supuesta aeronave se caía, se elevaba y se
volvía a caer sobre la fingida senda, provocando en Nicolás sonrisas y risas
desmesuradas. Julia se acordaba ahora de la breve conversación con el Juez y
la Fiscal hacía unos instantes. Era difícil encontrar algún signo o indicador de
hechos traumáticos. Resultaría difícil determinar la vivencia de una situación
criminal atendiendo únicamente al estado emocional que ahora mostraba el
menor, quien en esos instantes preguntaba a la tía si tenía juegos en su
teléfono móvil.
Sin embargo, al observar a la niña, vio como ésta se mostraba distante y
apática, evitando a toda costa el contacto visual directo con todos los
presentes. No era una simple cuestión de timidez. Incluso la postura corporal
que mostraba como encogida, parecía revelar cierta necesidad de seguridad.
−¿Qué piensa de los niños? −preguntó el guardia Ferreiro. Julia observó
con detenimiento la gran cicatriz de la parte derecha de su cara. Parecía una
gran quemadura antigua, y su ceja derecha tatuada para disimular la ausencia
de vello en ella. Tuvo curiosidad por saber qué le habría pasado, pero se
centró en la pregunta que le acababan de formular.
−Con el pequeño no va a haber problema, pero con la mayor las heridas
están demasiado abiertas como para estar en condiciones de cerrarlas hoy,
será preciso a corto plazo una intervención psicológica con ella y tendré que
tener mucho cuidado en el tipo de cuestiones que debo formular, esperemos
que el abogado de la defensa tenga un poco de tacto ante tal situación…
Cuando Julia recibió la señal de que los medios técnicos estaban
preparados y ya se podía empezar, indicó a Nicolás que debería acompañarle
que iban a comenzar. De este modo entraron en una pequeña sala donde
Nicolás tomó asiento en la butaca que se le señaló, justo en frente de una
cámara que retransmitía en directo lo acontecido allí con la sala donde
aguardaban el Juez, abogado, la secretaría judicial y la Fiscal. Sentado en esa
silla negra grande de escritorio giratoria con ruedas, cogió una especie de
bandeja circular de la mesa donde se apoyaba la cámara y lo utilizó como
volante imaginario, se sirvió de sus piernas y las patas de la mesa para coger
un poco de impulso y conseguir llegar primero a la meta de una apasionante
carrera imaginaria en la que dijo que estaba participando. Un pequeño
estornudo le interrumpió, limpiándose con la manga de la chaqueta del
chándal la mucosidad nasal antes de que a Julia le diera tiempo de ofrecerle
un pañuelo. Las pecas de su cara y su corte de pelo «a lo cazuela» le daban
cierto aire de niño travieso.
−Nicolás, ahora tienes que dejar de jugar. Tenemos que trabajar juntos un
poquito tu y yo. ¿Vale?
−¿Qué tengo que hacer? −dijo dejando la rueda circular en la mesa.
−Es muy fácil. Sólo tienes que responder a las preguntas que yo te voy a
hacer. Empezamos ya −dijo pulsando el botón de retransmisión.
−Nicolás por favor, preséntate.
−Hola. Soy Nicolás −dijo mordiéndose las uñas de sus dedos índice y
pulgar bajo la mirada de apoyo y colaboración de una entera Julia que ya
conocía el amargo sabor de estos trances para los menores.
Después de la toma de contacto, la charla coloquial y la explicación del
circuito cerrado de televisión que permitía reproducir la grabación a tiempo
real, Julia empezó a preguntarle por lo sucedido la noche anterior, y casi sin
poder frenar Nicolás, empezó a relatar:
−Yo estaba dormido en la cama cuando de repente un ruido muy fuerte,
como un grito, me despertó. Miré a Ángela y ella también se había
despertado y estaba sentada en el colchón, entonces sentí mucho miedo y me
fui con ella a su cama. Ella me agarró fuerte de la mano y juntos salimos al
pasillo a ver lo que pasaba. El suelo de la habitación estaba frío y pensé que
si me veía mamá me iba a regañar por haberme levantado descalzo sin las
zapatillas.
−Y en el pasillo, ¿qué pasó? −preguntó Julia invitándole a continuar.
−Vi a alguien salir de la habitación de los abuelos, pero no me podía creer
que era mi hermano Bruno el que salía de la habitación con un hacha de la
mano.
En ese momento el menor saltó de la butaca, se puso de pie y representó
con sus manos la longitud del hacha. Parecía que estaba contando una
película de terror, era asombroso la cantidad de detalles que aportaba, la
comunicación no verbal que transmitía y el entusiasmo con que lo contaba.
Se sentía protagonista y lo sabía y todo eso ayudó a esclarecer lo que sólo
ellos pudieron ver.
−Tenía la cara rara, estaba como enfadado y cuando le llamamos ni nos
miró, nunca le había visto así, me dio miedo −continuaba Nicolás−. Luego
papá salió de la habitación e intentó quitarle el hacha a Bruno, se pelearon y
papá se cayó al suelo, entonces Bruno le golpeó muchas veces con el hacha,
empezó a salirle mucha sangre, papá gritaba mucho y Bruno todo el rato
decía palabrotas de las feas, nos gritó que nos escondiéramos y de repente
dejó de moverse y de gritar, se quedó quieto en el suelo todo lleno de sangre,
olía fatal.
−¿Estás seguro de que quién viste en el pasillo peleándose con papá era
Bruno? −preguntó Julia, haciendo un verdadero esfuerzo para no dejarse
llevar por su mente horrorizada, y mantenerse en la consecución del objetivo
de la entrevista.
−Sí, claro que era él, además llevaba puesto el pantalón de chándal del
Real Madrid que papá le regaló la pasada Navidad.
−Y luego, ¿qué más pasó? −continuó Julia tomando aire y tragando la
poco saliva que le quedaba.
−Mamá salió a la puerta de su habitación, estaba chillando a alguien por
teléfono, pedía socorro y cuando vio a papá en el suelo, dio un chillido muy
muy fuerte como nunca jamás, tampoco había visto a mamá nunca chillar y
llorar tanto. Y después, Bruno pegó con el hacha también a mamá, y entonces
noté que mis pies se estaban mojando, miré al suelo y vi un charco como de
agua calentita, y vi que era Ángela que se había hecho pis encima, seguro que
tenía muchas ganas para no aguantarse. Sacudí a Ángela del brazo para
enseñarle el pis y la tata empezó a gritar y a llorar. Yo no sabía qué estaba
pasando ni por qué Bruno pegaba también a mamá. Ángela fue corriendo
hacia él gritando que parase y ahí mi hermano se dio la vuelta y nos miró, con
su cara de enfadado, y nos dijo que nos fuéramos de allí, y siguió diciendo
palabras muy muy feas. Mamá también nos vio y gritándonos nos dijo que
nos escondiéramos muy bien en la habitación y que no saliéramos de allí.
Después Ángela me pegó un tirón fuerte del brazo, y me volvió a llevar a la
habitación, allí nos metimos debajo de la cama, y no salimos hasta que unos
señores vestidos de verde nos encontraron. Desde debajo de la cama oímos
los pasos de Bruno que se acercaba por el pasillo, vimos sus pies parados en
la puerta de nuestro cuarto, llevaba el hacha de la mano e iba arrastrándola
por el suelo, hacía mucho ruido, y yo sentía cómo Ángela respiraba muy
deprisa cerca de mi oreja.
−Muy bien Nicolás, lo estás haciendo muy bien. Ahora quiero que hagas
un pequeño esfuerzo y me cuentes cómo era el hacha y si viste que hizo con
ella.
−El hacha era muy muy grande, como la que usa el abuelo para cortar
leña. Tenía un palo largo de madera marrón, lo otro estaba todo manchado de
rojo. Vimos a Bruno seguir por el pasillo con el hacha, otra vez arrastrándola.
Le oímos bajar por las escaleras y ya no le vimos más. Ángela me apretaba
tan fuerte el brazo, que me hacía daño.
−Ahora quiero que me cuentes cuándo había sido la última vez que habías
estado con Bruno.
−Ese día –gritó el niño como si la entrevistadora supiera ya ese dato−.
Estuvo toda la tarde con nosotros −dijo sobresaltado, buscando complicidad
con la mirada−. Nos dejó ver los dibujos de la tele y merendamos bocadillos
de nocilla que había preparado él. Cuando llegaron papá y mamá se fue
−respondió Bruno mientras se levantaba de la silla y se volvía a sentar.
−¿Visteis en algún momento de la noche a los abuelos? −preguntó Julia
con voz débil y temerosa de la respuesta.
−No, no les vimos. El cuarto de los abuelos está lejos del nuestro, es el
primero, al lado de la escalera y del baño. La abuela suele levantase varias
veces al baño por la noche. Lo sé porque a veces cuando me levanto por la
mañana se le ha olvidado tirar de la cadena −dijo tapándose la boca entre
risitas−. Desde el pasillo vimos a Bruno salir de su cuarto, pero ellos no
salieron, yo creo que estaban dormidos, además el abuelo está un poco sordo,
seguro que no se enteró de nada −dijo Nicolás con una ligera sonrisa pícara y
burlona.
Julia resopló dando las gracias de que los niños no hubieran entrado en el
dormitorio de sus abuelos, y se evitaran la terrible imagen del cuerpo de su
abuela sangriento en el suelo. «Otra cosa será cuando se enteren de que ellos
tampoco están ya», pensaba amargamente Julia.
Antes de terminar, Julia fue informada por el pinganillo que el abogado
de la defensa tenía una pregunta que Julia debía formular. Después de
traducirla a lenguaje infantil Julia, avisando de que era la última pregunta ya,
preguntó:
−Nicolás, es muy importante que nos digas cómo era la relación de tus
papás con tu hermano Bruno.
−Papá y mamá son buenos con él, pero Bruno se enfadaba siempre. A
veces pasaban muchos días hasta que le volvíamos a ver. Una vez le oí decir
a papá que Bruno tenía muchos celos de él y de nosotros. Mamá a veces
lloraba porque se ponía triste.
−Muy bien, Nicolás, lo has hecho fenomenal. Eres un niño muy listo.
Tengo en el bolso un caramelo de fresa que seguro que te gusta −dijo Julia
dando por finalizada la entrevista, mientras un sentimiento de culpabilidad
empezaba a invadirla. Ella sabía de la importancia de su testimonio para
aclarar los hechos, detener y juzgar a Bruno, su hermano, y también asesino
de su padre y abuelos, pero mientras el niño saboreaba y masticaba su
caramelo Gummy de fresa, el remordimiento por premiar y recompensar a
Nicolás por hacerle recordar y volver a vivir esa pesadilla, pellizcaba
ferozmente el vientre de Julia.
A continuación, Julia salió a buscar a Ángela para invitarla a entrar en la
sala al objeto de entrevistarla.
−Ahora te toca a ti −sugirió Julia.
Ángela era una pequeña mujercita de once años de edad, vestida con un
abriguito de mangas rojas que resaltaba la tonalidad de sus mejillas. Era dos
años mayor que Nicolás y, por tanto, más consciente de lo acontecido aquella
noche. Además como hermana mayor se veía en ella el peso de la
responsabilidad, pensó Julia para sí.
De mirada esquiva y escurridiza, parecía distraerse con las baldosas del
suelo, como si se sintiera culpable de una travesura inconfesable. Preguntó en
más de una ocasión por su mamá, su papá y por los abuelos, y sus ojos
vidriosos delataban una potente incomodidad. Sin embargo, cuando Julia se
acercó, se sentó junto a ella y le acarició, una minúscula sonrisa y un gesto de
confianza pareció aflorar en ella.
Tras seguir las rutinas protocolarias previas a la entrevista, Julia siguió
los mismos pasos que con su hermano, y empezó a preguntarle abiertamente
por la noche anterior. La expresión risueña desapareció de la cara de Ángela,
cambiando su gesto por un rictus serio revelador, que llenó la sala de un
penetrante silencio.
−Ángela, sé que para ti va a ser difícil, eres una niña mayor y te das
cuenta de todo, sabes a lo que habéis venido aquí. Necesitamos que nos
cuentes qué pasó anoche en casa, vuestro relato es muy importante para saber
qué sucedió, porque nadie más estuvo allí y no pudimos ver nada, queremos
que nos cuentes todo lo que sucedió −dijo Julia con una voz tan pausada y tan
suave que ni ella se reconocería cuando escuchase la grabación.
−Yo..., yo, yo no vi nada, yo no.... yo estaba dormida −dijo con voz
titubeante y entrecortada.
−Es muy difícil lo que te estoy pidiendo Ángela, lo sé. Pero queremos que
hagas un pequeño esfuerzo y cuentes hoy lo que pasó, después nadie más te
volverá a preguntar sobre el tema, te lo garantizo −afirmó muy convencida
Julia y acto seguido pensó en las decenas de periodistas y reporteros que ya
debían aguardar en las inmediaciones del juzgado. «Pobre niña, lo que la
espera no tiene nombre», pensó Julia.
Tras escuchar la pregunta, los ojos de Ángela se inundaron de agua
salada, y entre lágrimas y sollozos inconsolables empezó a narrar.
−Yo no quería que Bruno hiciera daño a papá y mamá, y tenía mucho
miedo de él y de que nos hiciera lo que le hizo a papá con el hacha, ¡pero si
es nuestro hermano! Había estado en casa por la tarde merendando, preparó
sándwiches de nocilla que nos comimos los tres viendo la tele en el salón.
Papá y mamá habían salido a hacer unas compras y él se quedó con nosotros.
−Muy bien Ángela −la tranquilizó Julia.
−Esa tarde estuvo muy raro. Se levantaba del sofá y caminaba todo el
tiempo por el salón, como hablando solo. Decía que él no era ningún
canguro. Nicolás y yo nos reímos y nos levantamos también, y nos pusimos a
dar saltos como si fuésemos dos canguros. Entonces él se enfadó muchísimo
y nos cogió del brazo y nos obligó a sentarnos en el sofá. Dijo que él no era
un canguro, que era nuestro hermano, y nos hizo repetirlo a nosotros en voz
alta. Yo no entendía por qué a Bruno no le gustaban los canguros. Cuando
llegaron papá y mamá se fue enseguida sin decir adiós ni nada. Y papá y
mamá se miraron y se dijeron cosas hablando en bajito en la cocina, que yo
no pude escuchar. Punto y seguido. Yo sé que cuando hablan bajito es porque
hablan de Bruno y no quieren que nosotros les oigamos. A veces mamá se
ponía triste, porque Bruno no es amable con papá y eso que papá es bueno
con él. Por Navidad le hizo un regalo y le dijo que no lo quería, ni siquiera
quería abrir el paquete. Mamá se puso muy triste y regañó a Bruno, pero, aun
así, jamás abrió su regalo delante de nosotros. Mama dijo que era el chándal
del Real Madrid, y aunque se le pone muchas veces, nunca le dio las gracias
−hizo una breve pausa y prosiguió−: Pero yo antes nunca había tenido miedo
de él, hasta esa noche.
La mirada de Ángela volvió a perderse de nuevo en el suelo de la sala. El
silencio incomodó a Julia, que aprovechó la pausa para mirar a la cámara e
invitar a las personas de la sala contigua a hacer alguna pregunta, aunque en
esta ocasión nadie quiso preguntar más.
−No hay ninguna pregunta que formular −advirtió el Juez por el
pinganillo a Julia.
Cuando Julia se disponía a cerrar la entrevista, observó como por las
pequeñas y delgadas piernas de Ángela empezaba a escurrirse orina hasta
llegar a sus zapatos, haciendo un pequeño charquito en el suelo bajo la silla.
Sin poder contenerse se levantó y abrazó con enorme ternura a la pequeña
Ángela, al tiempo que apagaba la cámara finalizando de manera inmediata la
conversación.
Julia cogió el bolso, sacó su bolsa de dulces y caramelos, y la tiró con
rabia contra el suelo, sin importarle la mirada inquisidora de la Fiscal que
justo en ese momento se presentaba en la habitación, fría e impasible como
una estatua de hielo, chateando con su teléfono móvil, como si el caso no
fuera con ella, mirando su reloj Bulgari haciendo saber a Julia que ya era
tarde y no llegaría a su comida familiar.
Al día siguiente, Julia y su ayudante, tuvieron que reunirse y entrevistar a
más personas del entorno de Bruno para poder completar su informe. Julia
quiso ir al colegio en el que Bruno cursó la E.S.O., donde su tutor del último
año dio bastantes detalles sobre la personalidad de Bruno que Julia no dudó
en anotar en su libreta.
Después se acercaron al domicilio donde Bruno residía con su padre para
observar su entorno actual.
−¿Pasó outra cousa más? Yo ya estuve antes en el cuartelillo declarando
−preguntó el padre sobresaltado.
−No. Tranquilícese por favor. Venimos a hablar con usted porque
queremos hacer una reconstrucción psicológica de los hechos. Sólo queremos
entender a Bruno. Nada más.
−¿Quieren entonces falar de Bruno? ¿De cómo es?
−Eso es.
−De acuerdo, pregunten lo que necesiten.
−¿Qué edad tenía Bruno cuando usted se separó de Ana? ¿Observó
cambios en su conducta a partir de la separación?
−Pues el rapaz tendría 13 años, creo yo cuando nos separamos. Bruno
siempre fue un chico normal, tímido, no falaba mucho. Sufrió con la
separación, no le gustaba que se falara de él ni de su madre −decía el padre
con la mirada perdida en el horizonte.
−Bien, sigamos. ¿Tenía alguna afición? ¿Qué le gustaba hacer?
−Coleccionaba cromos y se pasaba las tardes revisando el álbum donde
los guardaba. Siempre fue un rapaz muy cuidadoso, y le encantaba asegurarse
hoja por hoja de que ninguno se había descolocado ou se le había doblado
alguna esquinita. Eso sí, los cromos no se los toques. Le gustaba estar solo en
su habitación. ¿Esto es lo que quieren que les cuente?
−¿Y cuando salía de casa, qué le gustaba hacer? ¿Con quién salía?
−Vera usted, a Bruno no le gustaba salir de casa y tampoco la xente.
Verín es un pobo pequeño, todo o mundo se conoce, la única maneira de
evitar xente e quedando en casa. En ocasiones me acompañaba a las tierras
para cortar malas hierbas y rastrojos. Cogíamos ramas e madeira seca para
utilizar en la chimenea, que partíamos en trozos con una vieja hacha, antes de
cargarla ao remolque do vehículo.
−¡Un hacha! −exclamó el ayudante−. Será con la que..
−Por favor, Ferreiro −le interrumpió rápidamente Julia casi disparándole
fuego con los ojos−. No interrumpa la entrevista.
−Disculpe −contestó el guardia ruborizado.
−¿Algún amigo? −continuó Julia impasible.
−Yo ya hace años que deje de animarle a salir con los otros mozos do
pobo. Nunca olvidaré aquella vez, hace años, que convide o filo de un
compañeiro de traballo para que jugaran xuntos. Me pidieron permiso para
jugar con las herramientas del garaje. Bruno accidentalmente le golpeó en un
dedo con un martillo y se lo rompió. Tuve que disculparme con mi
compañeiro de traballo. Nunca mais volví a convidar a nadie.
−Entiendo.
−Sé que no me creerán, pero no es un mal mozo. !La culpa de todo la
tiene la bruxa da sua madre, que non parou hasta volverle loco! Dios mio,
¿Qué le va a pasar al rapaz? −Dijo llevándose las manos a la cara−.¿Va a ir a
la cárcel?
−Gracias, creo que ya es suficiente. Su información nos será de gran
utilidad. Tranquilo, no hace falta que nos acompañe a la salida.
Una vez fuera, Julia no tardó en recriminar a su ayudante su metedura de
pata.
−¿En qué estabas pensando? ¿Ibas a decirle al padre del asesino, que su
hijo ha usado su hacha como el arma del crimen? Así le haces sentirse
culpable y puedes obstaculizar la investigación. Debes tener mucho cuidado
en las entrevistas de este tipo, nunca hay que dar datos que puedan
comprometer el caso. Además, para ese asunto ya están los del equipo
trabajando. No es función nuestra. Hemos venido aquí a recoger información,
no a regalarla.
−Tiene razón, no tengo el curso PJ. Discúlpeme.
El guardia Ferreiro, aún avergonzado, se limitó a escuchar, y asentir con
la cabeza.
−¿Dónde vamos ahora Capitán? −dijo el guardia con voz tímida
arrancando el coche.
−Al cuartel, quiero hablar con el guardia que detuvo a Bruno.
***
Julia aprovechó para tomar otro café. Echaba de menos a Rosa y Luis
Antonio. Cogió el teléfono y llamó a Mario.
−Agente especial Mario a su servicio, aun recreándome con la
experiencia del parque.
− Mira que eres bobo, ya hablaremos tú y yo.
−¿Qué tal el camino de regreso?
−Bien, paré y me tome un café cargado. Dormí unas horas y fui a por
Oliver.
−Tú, ¿qué tal? ¿Cómo llevas el caso?
−Bien, aunque echo de menos a mis compañeros. Tengo toda la
responsabilidad. No se me puede escapar nada.
−No necesitas a nadie, tú eres la mejor.
−No hago más que preguntarme qué haría Luis Antonio constantemente.
−Seguro que Luis Antonio es el que se está preguntando, ¿qué haría Julia
ahora?
−Lo dudo. Están llamando a la puerta, te tengo que dejar agente especial
Mario. Te quiero −dijo Julia en voz baja intentando que no se escuchara sus
palabras mientras se acercaba a abrir la puerta.
−Yo también. Adiós.
−Buenas tardes mi Capitán, Soy el guardia Fregueiro. Me ha comentado
Ferre, digo el guardia Ferreiro, que quiere hablar usted conmigo. A sus
órdenes.
−Buena tardes, Fregueiro. Pase y siéntese por favor. La noche de los
hechos os presentasteis muy rápido en el caserón, tras la llamada al COS.
Pero fue usted quien detuvo a Bruno. Le felicito. Demostró tener olfato.
Quiero que me cuente cómo fue esa detención. Le recuerdo que cualquier
pequeño detalle puede servirme de gran ayuda. Adelante.
−No me felicite, mi Capitán. No voy a mentirla. No soy ningún héroe y la
detención fue fruto de la casualidad −dijo el guardia incapaz de mantener la
mirada−. Todo el dispositivo corríamos apresurados a entrar en la casa para
detener a ese rapaz, yo era de los más rezagados, verá usted que ya no soy
ningún mozo. ¡Si estoy casi en la reserva! Me quedan sólo 6 meses de
servicio. Pero al no haber personal suficiente, tuve que ir yo a estas cosas.
−Y entonces, ¿cómo le vio? −formulaba Julia la pregunta mirándole
fijamente a sus ojos.
−Al entrar en la casa y subir las escaleras, el fuerte olor me provocó
nauseas, me asusté de lo que intuíamos que nos íbamos a encontrar, y me
empecé a encontrar mal. Mi compañero se dio cuenta y me acompañó fuera
para que tomara aire. Él siempre me aconsejó que pasase a retiro en vez de
reserva, y es lo que debería haber hecho hace tiempo. Hubiese evitado esta
tortura con la que vivo ahora.
−Bueno ya le queda poco −intentó calmarle Julia. Siga por favor.
−Me aparté en el jardín para vomitar cuando me llamó la atención el
sonido de las cadenas de un viejo columpio de la parte lateral del jardín, así
que, tras advertir a mi binomio, decidí obedecer a mí veterano instinto,
acercándome sigilosamente al lugar. Al distinguir en la oscuridad de la noche
a una silueta semisentada en el columpio balanceándose con un suave
movimiento de vaivén, desenfundé mi arma, al tiempo que le ordenaba a
gritos que se pusiera en pie y levantara las manos. Pero esa delgada silueta
permanecía inmóvil, con la mirada pérdida en la nada, ajeno al ruido de las
sirenas de los coches y ambulancias y a sus propias manos ensangrentadas.
Le juro mi Capitán que nunca me he encontrado algo así −seguía comentando
el guardia con gotas de sudor en al frente. Continuó−:
Despacio, lentamente, con máxima precaución, me fui aproximando hasta
él, apuntándole firmemente con mi pistola, repitiendo y exigiéndole con
autoridad que se pusiera de pie y colocara las manos sobre la cabeza.
−¿Cómo reaccionó? Apuesto a que ni se movió −preguntó Julia
interesada.
−Así fue. Ni siquiera pestañeaba. Era como un maniquí, inerte de carne y
hueso, mecido por las viejas cadenas oxidadas del columpio. Recuerdo su
largo flequillo peinado hacía el lado derecho de la frente, ocultando su
mirada.
−¿Qué pasó después? −preguntaba impaciente Julia.
−Mientras yo cubría a mi compañero apuntando con mi arma
directamente a la cabeza del rapaz, éste le rodeó y se acercó por detrás,
volcando el columpio, tirándole bruscamente al suelo, y abalanzándose sobre
él, clavándole la rodilla en la espalda mientras le colocaba fácilmente, sin
ningún tipo de dificultad, los grilletes.
−No se resistió, ¿verdad?
−No. Se dejó reducir sin ninguna oposición, como un muñeco de trapo
desplomado en el suelo.
−¿Hubo algo que le llamará la atención?
−Si −balbuceó−. Esto que le voy a contar tampoco lo va encontrar usted
en el informe que redacté. Pero pude notar que el contacto de su piel con la
fría y húmeda hierba del jardín le resultaba agradable, al mismo tiempo que
parecía despertarse de un sueño, como si durmiese ¿me entiende?, me miró a
los ojos sonrió como orgulloso, o algo así, no sé, pero parecía chulesco, como
satisfecho de lo que había hecho. No sé… pienso que puede significar algo,
¿estoy en lo cierto? Nunca olvidaré esa cara. Se me ha quedado grabada.
Después llegaron los demás compañeros, de la comandancia y los del puesto,
que fueron los que entraron en el caserón. Tampoco olvidaré jamás sus caras,
incrédulas y desencajadas. Toda una patrulla de veteranos guardias mirando
horrorizados a aquel muchacho en el suelo. Daba miedo. Tenía la mirada
vacía.
−Ajá −resoplaba Julia con interés.
−¿Sabe? En el fondo tuve suerte, fui afortunado de no subir las escaleras
de esa maldita casa.
−Gracias Frigueiro, es todo un honor para el cuerpo contar con hombres
como usted, con su calidad humana −dijo Julia levantándose y estrechándole
fuertemente la mano.
−En nuestro mundo, la gente tiende enseguida a ponerse falsas medallas.
Agradezco y valoro su sinceridad. El tiempo que le queda, siga dando
ejemplo..
−A la orden –contestó escueto, emocionado, sin poder agradecer las
palabras que acababa de recibir.
Bruno había contado durante seis largas horas todas las minucias de sus
tres crímenes. La frialdad, la escasa o nula empatía, y la falta de
remordimiento fueron predominantes en el interrogatorio llevado a cabo por
los agentes policiales. Llegaron a la conclusión de que pudo ser un arrebato.
Él se sentía traicionado por su madre y mostró unos colosales celos hacia la
figura de Fermín. Había ido construyendo una imperiosa idea irracional: se
sentía una persona ajena para su madre, la cual, a sus ojos, le contrataba de
manera irregular para cuidar de sus hermanos pequeños; esto le ocasionaba
un fuerte y cada vez más insoportable malestar. En su declaración añadió que,
esa noche, se sentía lleno de odio y necesitaba implantar su propia justicia
particular.
Cuando se celebró el juicio oral, no fue necesaria la testificación de los
menores. Sirvió la prueba pre-constituida que el Juez de Instrucción requirió.
La Fiscal aseguró que Bruno tenía en el momento de los hechos las
capacidades volitivas y cognitivas alteradas. Así después lo confirmaron los
informes de los innumerables tribunales psiquiátricos y psicológicos por los
que Bruno tuvo que pasar. La Fiscal solicitó ochenta años, pero las partes
llegaron a un acuerdo condenando al acusado a cincuenta y siete años de
prisión, en un módulo psiquiátrico del Centro Penitenciario de Pereiro.
Una vez concluido el caso, Julia cogió el último tren a Madrid donde
Mario la esperaba con igual ilusión de cuando eran recién casados. Acababa
de acostar a Oliver y pensaba en la última vez que estuvo con ella, después de
la locura de conducir toda la noche hasta Ourense, y acabar haciendo el amor
como dos adolescentes revolcándose en el parque, que hizo que Mario
hubiera fantaseado durante estos días con su regreso. Su fiel escudero y
compañero de aventuras deseaba volver a revolcarse y empaparse de ella,
sintiéndose por fin participe de sus logros.
Cuando percibió el sonido de las llaves de Julia introduciéndose en la
cerradura, corrió al recibidor y allí la abrazó fuertemente pegando su cuerpo
al suyo antes de comenzar a besarla con intensidad, mientras notaba la
creciente presión de su miembro en los pantalones.
Julia llegaba cansada y con la mente aún trastocada, sin poder dejar de
darle vueltas a lo acontecido con los pequeños Nicolás y Ángela y, sobre
todo, a lo que ahora les tocaría vivir. Así que no pudo más que separar a
Mario con el brazo con cierto desdén y apatía, como quien tiene calor y se
quita bruscamente un jersey lanzándolo al vacío.
−Pero qué coño te pasa, ¿Por qué me rechazas?
−Perdóname Mario, mi amor, te quiero, es sólo que estoy muy cansada.
Y de nuevo el silencio.
Durante la cena, Julia continuaba perdida en sus pensamientos abstractos
y recurrentes que la transportaban mentalmente una y otra vez a Verín, hasta
que Mario, no pudo contenerse más tiempo, y dejó caer los cubiertos sobre la
mesa de cristal, sobresaltando a Julia y haciéndola regresar a la realidad que
la rodeaba pero a la que no parecía pertenecer.
−Basta ya. No lo soporto más. Tú eres la que has decidido trabajar en ese
mundo de asesinos, miserias y mierdas. Tú y solo tú… Y yo aparte de
aguantar tus ausencias y sentirme solo, criar a Oliver, encima resulta que
cuando estás, soy invisible para ti. ¡Ojalá nunca hubieras aprobado esa puta
plaza!
Mario se levantó rudamente de la mesa y se dirigió al salón. Allí miró por
la ventana como queriendo escapar de su jaula de ladrillo y hormigón, sintió
unas ganas terribles de fumarse un pitillo, aunque finalmente abrió la ventana
decidiendo sustituir la nicotina y alquitrán del cigarro por la polución del aire
de Madrid.
Julia se quedó en la cocina y abrió un pequeño botiquín de medicinas,
buscando entre envases de paracetamol, ibuprofeno, y jarabes del niño, una
caja de Orfidal. Cogió uno y se lo puso bajo la lengua, necesitaba calmarse
ya, quitarse la tensión del caso y relajarse para hablar con Mario. Sólo
necesitaba descansar.
No se enorgullecía de su conducta, pero era consciente que era una adicta
a su trabajo. El sentirse útil en el esclarecimiento de los casos era tan
fortificante para ella como el sol para otros seres humanos. Sin ello, era como
cualquier otra mujer privada de agua y de luz….
Julia se aseguró que Mario se diera cuenta de que se iba a la cama, y le
esperó acostada en el dormitorio, esforzándose en mantenerse despierta.
Intuía perfectamente lo que Mario iba a hacer a continuación. Sabía desde
hacía meses que había vuelto a fumar y, aunque se hacía la tonta con sus cada
vez más frecuentes pequeñas ausencias de cinco minutos y sus regresos con
olor a humo, que los chicles sólo conseguían apaciguar, lo cierto es que le
molestaba y, más de una vez, se había mordido la lengua, aún con la
esperanza de que fuera él quien decidiera volver a dejarlo por sí mismo.
Cuando Mario se metió en la cama, el olor a tabaco enrareció el aire de la
habitación. Se tumbó a su lado, lo suficientemente cerca para que Julia
percibiera su cuerpo, pero lo suficientemente lejos para asegurarse evitar un
contacto físico casual.
−Mañana mismo hablare con Luis Antonio y me cogeré unos días de
vacaciones para nosotros.
Cuando Mario escuchó esas palabras, se acurrucó junto a ella y la giró
hacía él para besarla. Empezó a acariciarla, y a meter la mano bajo la tela de
su camisón subiéndoselo por encima del ombligo, se encorvó hasta él y
comenzó suavemente a lamer con cuidado de no dejar ni un centímetro de su
piel sin el contacto de su lengua y labios gruesos, del camino trazado hacía al
borde sus braguitas. La fría respuesta de Julia le hizo detenerse, y darse
cuenta para su asombro, que se había quedado dormida. Salió del dormitorio
de puntillas y fue al salón en búsqueda de la caja metálica que custodiaba el
cigarro que esa noche necesitaba para dormir.
A la mañana siguiente, Julia se despertó descansada, como en paz, con la
sensación de haber dormido durante días. Se giró juguetona extendiendo la
mano buscando la erección matutina de su marido, pero sólo encontró la
cama vacía. Mario hacía una hora que se había ido con Oliver a pasear.
Capítulo 6
Carmencita
Mario conducía el coche relajado. El cansancio propio del viaje de
regreso a Madrid que ponía fin a sus vacaciones, no le había apagado ni un
ápice el buen humor que irradiaba después de haber compartido con Julia y
Oliver 10 días en el Sur de Portugal. Los espectaculares acantilados de las
playas, y esa excursión en la barquita de un viejo pescador de la zona
enseñándoles las profundas grutas de la costa, habían sido testigos de su
renovado romance.
−No quiero volver a Madrid. Me ha sabido a poco −dijo Julia imitando a
una niña.
− Sabes a mí lo que más me ha gustado?
−Déjame adivinar ¿yo?
−Efectivamente. Estar diez días Oliver, tu y yo, desconectados del
mundo. Eso ha sido lo que más me ha gustado. Sin teléfono, sin ordenador, ni
agobios...y tu relax. Te voy a tener que sacar más veces fuera de España
−dijo riendo Mario.
−A ver si es verdad..., ¡qué faena tener que volver! Con lo a gustito que
estoy con mis niños −decía Julia mientras observaba el asiento de atrás del
coche donde dormía Oliver−. Mira el cartel, en quince kilómetros estamos ya
en España −afirmaba mientras sacaba su teléfono móvil del bolso de mano.
Mario tarareaba una pegadiza canción veraniega que sonaba en la radio y que
se había convertido en la banda sonora de sus pequeñas vacaciones.
−No te empieces a estresar que hasta mañana estás de vacaciones
−tranquilizó Mario a Julia.
Tras pisar territorio español, y recuperar la red, el teléfono de Julia
comenzó a vibrar avisándole de varias notificaciones.
−Noooo, no lo enciendas, prolonguemos el relax sin distracciones
−amenazó Mario.
−Mario cariño, no seas empalagoso, sin el estrés nunca se valoraría el
eustrés.
−¿El qué? −preguntó Mario con cara de alarma.
−El eustrés es el estrés bueno, el nivel de actividad que se necesita para
acabar el día sin estar agotado. Hay que volver al mundo real −dijo Julia
abriendo del correo corporativo un email de Rosa con asunto “urgente”, y por
el peso que tenía, el archivo adjunto, adivinó que se trataría de las diligencias
de un nuevo caso.
Abrió el correo y empezó a leerlo disimuladamente. El gesto risueño de
Julia fue desapareciendo de su rostro bajo la clandestina mirada de Mario
que, aunque había aprendido a no preguntar en exceso por los escabrosos
detalles de los casos en los que Julia trabajaba, percibía que en ocasiones no
sólo su mujer no conseguía desvincularse del todo emocionalmente de las
víctimas, sino que había algo en el trabajo que le generaba adicción. A pesar
de profundizar en cada caso en un vertedero de miserias humanas, algo
dentro de ella había crecido y se había arraigado, la sensación de sentirse
imprescindible, era esencial para ella, como un pico de cocaína recorriendo
su sangre.
−¿Qué pasa Julia? Ya empezamos, ¿no? ¿Qué lees?
−Cosas tontas que me envían por whatsapp −mintió Julia con la intención
de no preocupar a su marido. Julia no quería teñir con gotas rancias el último
día de las vacaciones. Mario no se lo merecía, no quería manchar su visión
optimista de la vida.
Mario asintió con la cabeza, fingiendo haberla creído. Estaba cansado de
que su mujer se amargara día a día por proteger y defender a los demás.
Centró su mirada en la carretera y apagó la radio del coche. Las vacaciones
habían terminado.
Después de una breve pausa, Julia empezó a leer sobre las damnificadas
de este nuevo caso. « ¡Qué horror!», pensó Julia apagando su teléfono móvil.
Ya sabía el titular, se ocuparía del caso mañana con devoción. Ahora de
camino a Madrid, tenía que seguir fingiendo que la vida era bella y el mundo
un lugar feliz para vivir.
Al día siguiente, muy temprano, el ring ring del despertador hizo que
Julia interrumpiera bruscamente su profundo sueño, el cual, pasados unos
segundos, no fue capaz de recordar. Se levantó muy despacio evitando ruidos
innecesarios, miró unos segundos la espalda atlética de Mario y reprimió su
instinto de volver a introducirse en la cama para pegar sus pechos desnudos
sobre su cálida y morena espalda. Era curioso que, después de haber pasado
la noche con él, en el momento en que sus cuerpos se separaban sintiera esa
pulsión sexual, que se desvaneció mientras untaba la mantequilla en su
croissant del desayuno.
El agua de la ducha devolvió su pensamiento al caso, recordando con
precisión que al menos cinco mujeres con discapacidad habían sido agredidas
sádicamente, una de ellas menor de edad. La última apareció hacía dos días
tirada en un descampado cercano del centro en el que estaban internadas.
¡Madre mía la que nos espera estos días! Menos mal que vienen Luis Antonio
y Rosa, a ver con qué tipo de cabrón nos topamos esta vez», pensó Julia bajo
la ducha.
Escogió una blusa blanca, un pantalón de talle alto y unos zapatos de
medio tacón, sabiendo que el día sería largo. Antes de irse, como siempre, se
paró en la puerta de la habitación de Oliver. No se creía que las vacaciones
habían terminado y debía despegarse de su niño otra vez más. Con su mente
inmiscuida en el nuevo caso se llegó a sentir sucia. «Cuando una vive con
este tipo de ambientes delictivos, la vida se suele reducir a una recolección de
imágenes siniestras», reflexionaba Julia sin querer. No se atrevía a atravesar
esa puerta, quizá temerosa de que sus sórdidos pensamientos fueran
traspasados a Oliver, como quien vierte tinta en un mantel de lino blanco.
Ella pensaba, como si de una extraña superstición se tratara, que si no entraba
en la habitación, sus recurrentes ideas del caso no infectarían los sueños de
Oliver, ni sus caricias contaminarían en su piel ninguna imagen mutilada de
los niños que ni en sus propios sueños pudieron ser príncipes o princesas de
su propio castillo imaginario.
−¿Cuánto queda para llegar? −preguntó Rosa.
−Unos ciento cincuenta kilómetros −contestó Luis Antonio.
−Una hora y media, según el GPS −puntualizó Julia.
−Pero ¿qué hora es? Me muero de hambre ¿Paramos a comer? −preguntó
Rosa pasando su mano por el estómago.
−Son las dos menos veinte. Es pronto para mí, suelo comer más tarde.
Pero paremos que quiero estirar las piernas y refrescarme un poco antes de
llegar −respondió Julia.
−Okey. La próxima salida es un área de servicio, comeremos allí
−dictaminó con voz temblorosa Luis Antonio.
−¿Te encuentras bien, jefe? −preguntó Rosa incorporándose hacia los
asientos delanteros− ¡Tienes mala cara! ¡Pero si estas sudando! ¿Tienes
calor?
−Sólo estoy un poco mareado. Necesito comer algo ya. Tranquilas se…
se… se me pasará enseguida −dijo con voz muy baja, haciendo saltar las
alarmas de Julia y Rosa.
−Joder no tengo nada de comida en el bolso, ni un triste caramelo, Julia,
¿Tú tampoco tienes nada? −preguntó Rosa preocupada.
−Una manzana en el bolso −respondió Julia pisando a fondo el acelerador
para coger la salida al restaurante-.
−Déjate de vida sana −añadió Rosa con el ceño fruncido.
Al salir del coche Rosa tuvo que agarrar fuertemente a un Luis Antonio
empapado en sudor y visiblemente mareado, para evitar que se cayera, y entre
las dos, una de cada brazo consiguieron llevarle hasta el Bar Restaurante, y
sentarle en una silla.
−Rápido, por favor −gritó Julia− ¡Agua con azúcar!
−¡Venga, rápido! −gritó Rosa al camarero.
Luis Antonio fue encontrándose mejor tras beberse el vaso de agua con
azúcar, y comerse una bolsita de ositos azucarados de gominola que sacaron
de la máquina expendedora de golosinas del bar. Sacó de su bolso el
glucómetro y se pinchó con una pequeña aguja la yema del dedo índice de su
mano, una pequeña tira pareció absorber esa gotita de sangre, y a los pocos
segundos dio el valor de su glucosa, cincuenta y uno.
−Aún esta baja, pero ya me siento mejor. Hoy no me pongo la insulina y
ya está −dijo Luis Antonio intentando quitar hierro a la situación.
Rosa pidió un plato de pasta, Julia una ensalada Cesar y Luis Antonio un
guiso de patatas con callos. Aunque Luis Antonio intentaba dar sensación de
absoluta normalidad, la situación aún estaba tensa, ninguna de las dos estaban
acostumbradas a ver así a su jefe. Rosa aprovechó el momento en que les
servían la comida para intentar rebajar la tensión haciendo un comentario
jocoso:
−Para callo el que tengo yo en el pie, que me está matando −dijo mientras
se desaflojaba los cordones de sus botas, haciendo sonreír tanto a Julia como
a Luis Antonio, amenizando ligeramente la comida.
La comida dejó mucho que desear. Tras cuarenta minutos de parón,
prosiguieron el viaje, no antes de que Julia agotara todas las bolsitas de
gominolas de la máquina, y se las metiera en el bolsillo de la chaqueta a Luis
Antonio.
El GPS esta vez no supo guiar a la dirección deseada, la zona estaba en
obras y éste continuamente recalculaba una ruta alternativa para llegar una y
otra vez a la misma carretera cortada del polígono de las afueras del
municipio. Así que decidieron desviarse y preguntar a algún transeúnte. A lo
lejos vieron en la acera a un matrimonio mayor que aprovechaba el solecito
del mediodía para dar su paseo diario. Rosa bajó la ventanilla del automóvil,
utilizó el claxon para llamar su atención y cuando estaban lo suficientemente
cerca les preguntó:
−Disculpen, busco el centro sanitario Nuestra Señora de los Milagros.
−¿Nuestra Señora de los Milagros? ¿Eso qué es? Ni idea…, yo no…,
−dijo titubeante el caballero de manera aturdida.
−Claro que sí, le interrumpió la mujer, es el centro ese de personas...
ehhhh... que están mal, ya sabes... −aclaró la mujer mientras gesticulaba
tocándose la sien con su dedo índice.
− ¡Ahhh! el antiguo manicomio, ¡haber empezado por ahí! ¡No supe a lo
que se refería, aquí todos lo conocemos como «el manicomio»! ¿Cómo ha
dicho que se llamaba...? −añadió el caballero a su mujer.
−Ten cuidado no os dejen allí encerrados, que cuenta la leyenda que lo
difícil es salir, no entrar −concluyó el hombre sonriendo.
Julia era plenamente consciente del estigma del paciente con patología
psiquiátrica por parte de la sociedad, pero no era el momento ni el lugar de
sermonear a aquel caballero que, por cierto, aún no la había ayudado a saber
cómo llegar al centro, así que se limitó a asentir con la cabeza, justo antes de
que empezaran amablemente a indicarle cómo llegar a través de un desvío no
señalizado, un poco antes de llegar a la carretera principal.
El hermoso y cuidado jardín de la entrada llamó la atención de Julia, que
no se resistió al impulso de acercarse al rosal y oler aquellas maravillosas
flores rojas. En ese momento, un chaval de mediana edad se le acercó con un
capullo entre las manos y ofreciéndolo con un leve impulso a Julia preguntó:
−¿Qué siente una rosa al recibir una flor?
Julia se sintió por un momento intimidada, decidió ser prudente y guardar
silencio sin saber muy bien si tenía o no que contestar. Se limitó a decir un
triste «gracias», y se dirigió hacia el interior del edificio.
La recepcionista les estaba esperando y, tras la protocolaria
identificación, invitó al equipo a acompañarles hasta el despacho de la
trabajadora social con quien se habían citado.
La arquitectura del edificio era de corte clásico. Grandes y numerosos
ventanales blancos que permitían la entrada de la luz mostrando múltiples
patios y jardines accesorios donde residentes, y trabajadores parecían
compartir su tiempo.
A Julia le llamaba la atención el alboroto y ajetreo del enorme pasillo por
donde eran conducidos. Algunos residentes caminaban cabizbajos, como
ausentes, desconectados, ajenos al entorno. Otros les miraban con curiosidad
y recelo, clavando su mirada en ellos sin ningún pudor e incluso
acompañando alguno de sus pasos, pero con voz muda, con un incómodo
silencio sólo interrumpido por la regañina que les brindaba la servicial y
protectora recepcionista. Algunos más desinhibidos y con poco filtro
cognitivo, se acercaban tímida y curiosamente, se presentaban y preguntaban
qué hacían ellos allí o si habían venido para quedarse.
−Hoy sois su entretenimiento, sólo quieren llamar vuestra atención…
−dijo la recepcionista usando un tono amigable mientras se apresuraba a
coger el teléfono, que recién había empezado a sonar del bolsillo de la bata
blanca. En menos de diez segundos colgó y dirigiéndose a Luis Antonio,
exclamó:
−¡Comandante Saavedra! Celia, la trabajadora social en breve se reunirá
con ustedes, me ruega que les haga saber que está atendiendo un asunto
urgente que le ha sido imposible posponer. Por favor, tomen asiento y
espérenla en la sala de visitas, enseguida estará con ustedes. ¿Les apetece un
café?
−No problem. Sí, por favor. Tres cafés bien cargaditos −dijo Luis
Antonio quien tranquilamente sacó de su maletín un libro titulado
“Personalidad y Persuasión” que no dejó a Celia indiferente.
−Uno con mucha leche y poco café −quiso puntualizar Julia, mostrando
con su gesto el ligero desagrado que le provocaba, a diferencia de a su jefe,
tener que esperar. Llevaban ya media hora y la trabajadora social no había
aparecido en el lugar, por lo que se separó un poco del grupo y telefoneó a
Mario para informarle de que había llegado bien y preguntarle por el bebé.
Mario estaba haciendo la comida cuando recibió la llamada de Julia. A
veces mientras cocinaba, abría una cerveza y brindaba en silencio a la salud
de Málaga, acordándose de su familia, compañeros de trabajo y amigos, y
sobre todo del maravilloso tiempo compartido con Julia en su apartamento de
Pedregalejo, donde Mario imaginó que envejecerían juntos. Recordaba la
perfección de un apartamento con amplia terraza que daba directamente al
paseo marítimo, con vistas al siempre azul Mediterráneo, al que ahora tanto
añoraba. El piso del centro de Madrid donde vivían ahora, tenía un estrecho
balcón mirador en el salón que le permitía asomarse para observar los
ladrillos de los edificios de en frente. Esto le generaba cierta desdicha.
Mario puso el altavoz para seguir con sus tareas diarias al mismo tiempo:
−Hola Julia. ¡Justo estaba pensando en ti! ¿Todo bien?
−Sí, cariño, cansada del viaje, pero bien. ¿Qué tal el peque?
−El nene y yo estamos cocinando, y este gran Chef que te has echado de
marido y tu hijo acabamos de cocinar un apetitoso pollo a la pepitoria. Oliver,
tú qué dices, ¿le guardamos un poco a mamá en un tupper para mañana?
−¡Mamaá! −pronunció Oliver ante la sorprendida mirada de Mario que
escuchaba por primera vez a su hijo decir la palabra mamá.
−Julia, ¿lo has oído? ¡Oliver acaba de decir mamá! ¿Lo has podido
escuchar?
−¡Claro que sí mi amor! −Exclamó Julia con la voz tomada por la
emoción−. Ojalá pudiera abrazarle ahora mismo.
Julia sintió tanta alegría que en ese momento anheló con todas sus fuerzas
estar en casa con su familia, deseó poseer el poder de teletransportarse en una
milésima de segundo a su hogar para estar presente la primera vez que Oliver
le llamaba mamá, y poder guardar junto a Mario ese bello recuerdo que jamás
volvería a suceder, la primera vez que su hijo la había llamado. Pero era
imposible, aun ni había empezado a trabajar.
Justo cuando se estaba despidiendo de Mario, sintió un leve “sobeteo” en
su pierna derecha. Una joven mujer se había aproximado hacia ella de manera
muy lenta hasta sentarse al pie de sus piernas. Julia contrajo todos y cada uno
de los músculos de su cuerpo analizando en un segundo de tiempo la
situación. Se encontraba sola en una sala relativamente pequeña, con aquella
chica que la seguía toqueteando con curiosidad. Su mente le decía que se
levantara y saliera de allí, no quería problemas, pero su instinto le indicaba
que permaneciera tranquila al lado de aquella mujer, cuando de repente su
delicada y quebradiza voz empezó a recitarle al oído:
−A mí también me ha follado. La realidad se distorsionaba ante mis
sentidos y mi cuerpo se retorcía volviéndose sinuoso, como aire o como si de
agua se tratase. Cuando me tenía entre sus piernas, el color de su tez se volvió
de un poderoso anaranjado ensangrentado de venas vivas. La cabeza iba a
estallarme cuando me empezó a agitar con movimientos rápidos y agresivos.
Mi cuerpo adoptó formas inimaginables para acomodarse a su sexo
desafiando con ello la ley de la gravedad. Una gran bofetada me llevó al
suelo y, después de levantarme a cientos de metros, me volvió a deslizar
vertiginosamente por su inclinado pubis del cual tuve que mamar. El campo
estaba oscuro y unos ojos me miraban, yo solo pude gritar y gritar, pero nadie
me escuchó. La voz del hombre se repetía una y otra vez y yo sentía que cada
apretón era más doloroso que el anterior. Me mordió los pechos, las caderas y
lo de abajo, lo mío; los besos de la nada se tornaron cada vez más fríos y
oscuros y yo comencé a no ser yo y con eso a desaparecer. Desaparecí junto a
él, y volví a desaparecer cuando su cara se transformó, con un horrible llanto
que se convirtió luego en angustia, quedando en mi vida su recuerdo para
siempre, el único recuerdo que testifica que él me convirtió en lo que nunca
fui.
Julia intentó abrir la boca y hablar, pero era como si las palabras se
hubiesen acabado. Se quedó quieta mirando como esa joven se levantaba con
sus piernas cortas y se alejaba despacio con un caminar enlentecido, como
quien camina a ninguna parte, sin destino ni final. La dejó irse, sin ser capaz
de encontrar el modo de expresarle lo mucho que sentía lo que había tenido
que vivir, habiendo sentido su dolor a través de sus grandes ojos vacíos. Qué
pena no haber podido grabar tal testimonio, ha sido absolutamente revelador
−susurró Julia.
−Disculpe, ¿no estaba aquí una interna? −preguntó una mujer vestida con
una bata blanca y un fonendoscopio alrededor del cuello.
Julia se acercó a ella hasta que pudo leer Dra. Ibáñez bordado con hilo
negro sobre el bolsillo frontal de la bata. Tras presentarse y enseñarle su
placa, contestó que acaba de irse interesándose más por ella.
−¿Quién es?
−Es Jessica Martínez. Una chica superdotada. Ingresó en el centro hace
ya diez años por orden judicial, tras intentar ahogar a su hermano pequeño en
la bañera. Le detectaron tarde su cociente intelectual de ciento cincuenta. Ha
sido siempre una niña inadaptada y poco comprendida, harta de burlas por
parte de los niños del colegio, del barrio y de su propio hermano pequeño
llamado Mateo, cosa que nunca pudo soportar. Un día, no supo controlar su
ira y tras una disputa con él, le intentó ahogar. De no ser por la inesperada
llegada de la madre en ese momento, Mateo ahora estaría muerto. Después de
ese desagradable episodio, Jessica vive obsesionada con el significado de la
vida, de la muerte y de la existencia de Dios. Ha protagonizado varios
intentos de suicidio, que han requerido estrictos controles protocolarios de
contención física en habitaciones de aislamiento, con altas dosis de
medicación.
−Pobre mujer −dijo Julia con tono condescendiente. Con ese CI no sería
de extrañar otro gesto autolítico. ¿Me equivoco?
−Jessica, tiene en un sin vivir constante a todo el equipo terapéutico del
centro. Es demasiado lista, tarde o temprano hará alguna locura, quiero decir,
algo que no podremos evitar, no podemos encerrarla. La pobrecita tiene un
llanto continuo en su corazón −concluyó la doctora.
−Buenas tardes Celia −dijo la doctora al verla venir por el pasillo,
acompañada de Luis Antonio y Rosa.
Celia se disculpó varias veces por el retraso mientras abría la puerta de su
sobrio pero acogedor despacho, y sin más demora, escogió tres cómodos
butacones que colocó al otro lado de la mesa, indicándoles con la mano que
se sentaran en ellos.
Julia se detuvo a mirar varias fotos enmarcadas en la pared que se
correspondían a fiestas de carnaval del centro. En ellas se veía a pacientes y
trabajadores disfrazados en los jardines de las inmediaciones. En alguna de
esas fotos reconoció a Celia, a la Dra. Ibáñez e incluso a la recepcionista. En
otras fotos se veía a diversos personajes célebres, sobre todo del mundo de la
farándula, exhibiendo una blanca y perfecta sonrisa mientras fueron
fotografiados junto a jóvenes con discapacidad, apadrinando campañas
publicitarias para la normalización e integración de éstos en el mundo laboral.
−Comprenderán ustedes que esta horrorosa situación nos ha sobrepasado
a todos. Al menos cinco de nuestras pacientes, varias de ellas con patología
psiquiátrica y algunas también con discapacidad, han revelado ser víctimas de
agresiones a raíz de que se hiciera pública la atroz violación que sufrió
Carmencita cuando fue hallada por los vecinos medio muerta en un solar
−comenzó a narrar Celia con los ojos vidriosos.
−Tranquila, Celia. Hablaremos con esas cinco mujeres y escucharemos
todo lo que tengan que decirnos −afirmó Rosa.
−El problema también está en que muchas otras pacientes también dicen
haber sido víctimas de tales crímenes, y repiten lo que oyen de las que
creemos que sí les pudo pasar de verdad. Se ha generado un clima total de
miedo para ellas y de confusión para nosotros, porque no sabemos quién ha
podido ser víctima en realidad. Está claro que las heridas y el desgarro que
sufrió Carmencita no lo tienen las demás. Cuatro de ellas, las que creemos
que su testimonio es verídico, presentaron heridas compatibles con lo que
relatan, pero ¿y las demás? ¿Y si hubo abuso sin llegar a la agresión física y
sexual?
−¿Qué le habéis preguntado a las presuntas? −preguntó Julia.
En el cuartel, cuando fuimos a denunciar, nos dijeron que no hiciéramos
nada ¿Hemos hecho mal? Que vendrían ustedes no sólo a diferenciar entre
los testimonios, corríjame sino es así, también a ayudar a atrapar al autor ¿Es
eso cierto? −Celia preguntó, y sin dejar meter baza a los agentes prosiguió:
−Desde que la noticia saltó a la prensa, algunos familiares nos han pedido
el alta inmediata de varias pacientes hasta que no se detenga al culpable y se
esclarezca este tortuoso asunto. No quiero que ustedes me malinterpreten,
pero esta situación está dañando gravemente nuestro prestigio y debe finalizar
ya. Por favor, soliciten todo lo que esté en nuestra mano para ayudarles a
descubrir y atrapar a ese enfermo malnacido −dijo Celia dando un puñetazo
en la mesa.
−De todas las chicas, ¿cuál es el caso más grave? −preguntó Julia.
−Sin duda alguna Carmencita. La pobre, a consecuencia de los desgarros
de la violación, ahora debe usar pañales, y será difícil que recupere la
funcionalidad de su esfínter. Ayer mismo, cuando uno de los enfermeros del
centro le indicó que se bajará el pantalón para ponerle una inyección en el
glúteo, reaccionó violentamente, siendo necesario su aislamiento durante
unas horas.
−¿Quién es Carmencita? −preguntó Julia intentando recordar el nombre
de la interna con la que se había topado hacía media hora.
−María del Carmen Santana, como en verdad se llama. Tiene dieciséis
años y una leve discapacidad intelectual. Lleva ingresada en el centro desde
los trece. El fallecimiento de su padre en un accidente de tráfico y su escasa
tolerancia a situaciones de estrés, hicieron que una desconocida Carmencita
buscara apaciguar su sufrimiento mediante episodios explosivos de
agresividad hacia su madre, de los cuales algunos de ellos le provocaron
ingresos en el hospital general por traumatismos, por lo que finalmente, su
madre, superada por la situación, tomó la difícil decisión de su ingreso aquí.
En el centro, tiene un comportamiento cordial y colabora en todas las
actividades que su discapacidad le permiten. Desde el ingreso, el número de
episodios violentos había disminuido hasta prácticamente su desaparición e
incluso había conseguido cierto grado de autonomía, siendo capaz de
gestionar pequeñas cantidades de dinero que ella misma se ganaba
participando en actividades coordinadas por el centro especial de empleo.
−¿Sale sola del centro? −preguntó Rosa mientras observaba cómo su jefe
se detenía a estudiar las fotos del despacho de Celia.
−El equipo terapéutico valoraba positivamente su adaptación y aumento
de autonomía, por lo que desde hace unos meses le permitían salir sola del
centro siempre que regresara antes de una hora determinada.
−Esa reacción es totalmente comprensible.¿Y las demás pacientes, cómo
están psicológicamente? −preguntó Rosa.
−Aún no nos atrevemos a pronosticar el impacto psicológico que esta
pesadilla tendrá en nuestras pacientes. Algunas de ellas, hablan de un hombre
"muy malo con barba”, que suele almorzar en un bar próximo a nuestro
centro, pero no pueden aportar más detalles.
−Vamos a ver, señorita Celia. −Luis Antonio adelantó−. El objetivo de
nuestro trabajo es valorar la credibilidad del testimonio de las chicas. Una vez
que descartemos quién realmente sufrió estos episodios, que va a ser tarea
ardua, intentaremos hacer, con la información obtenida de los testimonios, un
contraperfil del posible agresor.
−Un contra-qué, ¿qué es eso? −formuló Celia asustada.
Julia se apresuró en contestar, advirtiendo un gesto de desagrado en Luis
Antonio, quien daba la sensación de estar incómodo proporcionando tanta
información a la trabajadora social.
−Se lo voy a explicar de manera muy sencilla para que lo entienda a la
perfección −dijo Julia con autoridad−. Esta técnica no se basa en otra cosa
más que en la comparación. Por un lado, del perfil que tendremos que obtener
de las descripciones de las víctimas sobre la persona que podría ser el
agresor, lo que implica una amplia recogida de información. Tras ello se
comparará con el perfil del que correspondería con el verdadero autor.
−Pero, ¡Si no sabemos quién ha sido? −interrumpió Celia alarmada.
−Tranquilícese Celia, los agentes del puesto están ya trabajando en tareas
de investigación con posibles sospechosos. Y nosotros, hemos venido
también a prestarles colaboración en las tareas de identificación. Tenemos
suerte que el pueblo no es muy grande y por el modus operandi del autor, éste
debe ser vecino de la localidad, no tardaremos mucho en dar con él −aseguró
Julia.
−Manos a la obra −un Luis Antonio ansioso por comenzar sentenció y
reuniendo a su equipo en una de las salas del centro comenzó a dictar
instrucciones:
−A ver chicas. La labor consiste ahora en entrevistarse con absolutamente
todas las presuntas víctimas. Esto va a ser lo más complicado puesto que
debemos valorar muy bien si están en condiciones de poder testificar.
−Mirar lo que pone en los informes del centro −interrumpió Julia−. Que
la mayoría tienen más del ochenta por ciento de discapacidad. −No empieces
Julia. ¿Te tengo que recordar la de veces que nos han dicho que los niños no
hablan o que las víctimas no van a tener capacidad? Pareces nueva.
−Son treinta y tres posibles víctimas. Once cada uno. Manos a la obra
−dictaminó Luis Antonio.
Tras las exploraciones, llegaron a la conclusión de que una mayoría de las
presuntas víctimas sólo buscaban protagonismo y utilizaban la información y
rumores que corrían como la pólvora por los patios y pasillos, como armas de
llamadas de atención a sus cuidadores y familiares. No obstante, deberían
asegurarse de entrevistar escrupulosamente a cada persona que dijera haber
sido víctima de una agresión sexual. Sin ninguna excepción, ya que no
podían permitir que, por el hecho de tratarse de personas con discapacidad,
precisamente fuera su vulnerabilidad lo que las convirtiera en dobles
víctimas, primero de violación y después de falta de credibilidad. «No me lo
perdonaría nunca», pensó Julia, mientras bajaban los cuatro peldaños de la
puerta exterior del edificio y se dirigían al coche, siguiendo el compás de los
pasos álgidos que marcaba Luis Antonio, que parecía tener prisa por llegar al
hotel donde pasarían la noche.
Julia miró el cielo. Ya había oscurecido, notándose bajo el infinito manto
gris oscuro el rápido paso del verano. Del cielo colgaban cientos de estrellas.
El viento mecía las ramas de los árboles majestuosos del patio. Los rosales se
agitaban como una bandera triste a media asta, algunos de sus pétalos rojos
eran transportados por el viento llegando hasta ellos, acariciando sus pasos,
como queriendo alentarles, y marcar el camino hacia la tarea de detener y
acabar con aquel demonio que se atrevía a dañar a las mujeres que vivían
protegidas bajo su techo. Por un momento, Julia tuvo la impresión de que el
edificio, los árboles, los rosales y el viento formaban parte de un único ser
que les reclamaba justicia.
Justo antes de llegar al coche oficial, Julia se detuvo, llenó su pecho de
ese aire enrarecido con una profunda inspiración, y se agachó para retirar uno
de los pétalos que parecía querer cobijarse en su zapato. Al hacerlo, una
ráfaga fuerte creó un pequeño remolino de viento, y un papel amarillento
empezó a girar entre hojas secas hasta detenerse chocando en la espalda de
Julia. Rosa, atenta, cogió el papel riendo, disfrutando de los juegos del viento.
Se trataba de un papel publicitario con los menús diarios de un bar cercano.
−¡Bar Laura! −exclamó Rosa, mientras doblaba sin saber por qué,
cuidadosamente el papel, guardándolo en el bolsillo de su bómber negra.
Julia estaba cansada y no quiso ir a cenar. En la habitación del hotel, tras
una larga y reconfortante ducha de agua caliente hizo un esfuerzo para
deshacer su pequeña maleta colgando la ropa en el armario de estilo rústico
con olor a antipolillas, antes de llamar a Mario. Cuando se disponía a
acostarse, un par de toc toc en la puerta la sobresaltaron. Parecían conspirar
para posponer su descanso. Al abrir la puerta se encontró a Rosa, que venía
acompañada de dos botellines de cerveza fría y un sándwich mixto que Julia
recibió con una amplia sonrisa.
−¿Te he despertado? −preguntó Rosa viendo la colcha de la cama lo
suficientemente retirada como para mostrar el bordado de la sábana encimera.
−No, no te preocupes. Aún no me he acostado −respondió Julia,
invitándola con el brazo a pasar.
−Estamos en un pueblo de montaña, no olvides poner la manta del
armario, si no pasarás frío. Anda, mientras te comes el sándwich yo te la
pongo, ya verás cómo luego lo agradeces.
Rosa abrió la cama para colocar la manta bajo la mirada de gratitud de
Julia, y al hacerlo, se encontró con unas ásperas sábanas de tonalidad
amarillenta que desprendieron un fuerte olor a lejía, provocando cara de
desagrado en Julia y una carcajada en Rosa. Julia se sentó en la cama con
resignación para comprobar in situ la idoneidad de sus desgastadas sábanas,
mientras terminaba el sándwich y brindaba irónicamente entre risas con Rosa,
a la salud de las prendas de cama suaves e impolutas. Charlaron hasta que el
propio cansancio las venció cayendo profundamente rendidas en la cama.
***
Cuando Julia se despertó y vio a Rosa dormida a su lado, le dio pena
despertarla para que se fuera a su habitación, y como la cama era bastante
amplia, se limitó a arroparla con sumo cuidado para no importunarla. Julia se
despertó varias veces en la noche, no llegando a acostumbrarse al fuerte olor
a lejía que percibía con cada leve movimiento, olor que contrarrestaba
acercándose al cabello y piel de una Rosa que conservaba su aroma natural,
inagotablemente fresco.
A la mañana siguiente se presentaron temprano en el centro para
continuar con las entrevistas. Mientras caminaban por el largo pasillo
principal, Julia estudiaba con detenimiento las caras de los pacientes con los
que se cruzaban, observando sus peculiaridades y sintiendo una extraña
curiosidad por cada uno de ellos. Exactamente la misma curiosidad que ella y
el equipo en el centro generaban. «Todos distintos, pero en realidad todos
somos iguales, a todos nos duele si nos hacen daño», pensó Julia, haciendo
un ligero ejercicio de reflexión.
El centro estaba dividido en tres grandes áreas: Discapacidad, Menores y
Psiquiatría, que a su vez se subdividían en varias unidades adecuadas a las
características propias de los pacientes, lo cual facilitó la programación de las
entrevistas, siendo ellos los que se desplazaban a cada unidad para verse con
las internas, intentado dar la máxima sensación de normalidad y respetar, en
la medida de lo posible, sus horarios y rutinas.
Necesitaron un total de tres días para entrevistar a las treinta y tres por
separado. Posteriormente, se reunieron para señalar a las auténticas víctimas
del resto de los falsos positivos. Luego se unirían a los agentes del puesto
para desarrollar el perfil del supuesto agresor en función de toda la
información recolectada.
−Rosa ¿a qué conclusiones has llegado? −preguntó Luis Antonio con
cierta arrogancia.
−El testimonio de la mayoría de las presuntas víctimas corresponde a un
discurso repetitivo y poco elaborado. Posiblemente lo habrán oído en prensa
local o a las verdaderas víctimas del centro.
−¿Estás de acuerdo Julia? −preguntó mirándola con idéntico tono
arrogante-
−Totalmente. Cuando se les pregunta sobre detalles genuinos de la
posible agresión, no saben qué contestar. La mayoría reiteran frases como «a
mí también me violó» sin saber qué significa el verbo utilizado. Otras dicen
que le habían visto «la polla a un viejo», pero al pedirles que señalasen dónde
está localizada, se demuestra que son incapaces de indicar su localización en
un cuerpo, o se limitan a dar detalles inverosímiles como que la polla es azul
o que el agresor tiene varios penes.
−Lo de siempre −exclamó Rosa.
−Buen trabajo −felicitó Luis Antonio−. Está claro que ante preguntas
trampa responden al azar y cuando se les pregunta por el bicho ¿agresor?,
dicen cosas incongruentes y sin ninguna concreción. Analizando uno a uno
sus testimonios se demuestra que la mayoría han sido falsamente elaborados.
¿Cuántos testimonios dais por verídicos?
−Cinco chicas −dijo Julia adelantándose a Rosa−, entre ellas Carmencita
y Jessica. A pesar de su discapacidad ofrecen una descripción similar sobre lo
que supuestamente ha pasado, aportan detalles naturales sobre la descripción
tanto de hechos como del posible autor.
−Sí −prosiguió Rosa−. Todas coinciden en un hipotético tipo que tiene
barba. No sé vosotros, pero yo tengo la absoluta certeza de que tiene barba.
−Jessica ha nombrado en dos ocasiones al “hombre sin barba”, ella es la
única de las treinta y tres chicas que ha hablado así de él −cuestionó Julia.
−Hombre, partiendo de la base de que presumimos que han sido forzadas
varias veces a lo largo del tiempo, puede que en alguna ocasión nuestro
violador se afeitara o recortara la barba, si no quería llegar a ser un hipster. El
hecho de que le describa como el hombre sin barba, ya hace referencia en sí a
la existencia de la barba −expuso Rosa.
−Puede ser, sí, supongo que tienes razón.
−Bien, centrémonos pues en “El barbas” −asintió Luis Antonio con la
cabeza.
Tras un profundo análisis realizado por los miembros de la UAC, llegaron
a la conclusión de que la descripción correspondía con el perfil de un viejo
agresor de corte sádico y peligroso, de más de sesenta años, pelo gris y
cuerpo delgado. Las víctimas destacaron su fuerte hedor y aspecto
desaliñado. Utilizó su fuerza para contener a las víctimas y violentarlas en
contra de su voluntad, y alguna mencionó que vio una pequeña navaja de
pueblo, sin poder especificar más. Varias de ellas hablaron de la piel áspera
de sus manos, y de sus largas y descuidadas uñas negras, con las que en más
de una ocasión las llegó a arañar.
Tras esta reconstrucción del perfil del posible autor, los agentes se
reunieron con los guardias del puesto, y después de la elaboración de un
retrato robot del Barbas montaron los equipos de vigilancia y apostaderos por
el pueblo y alrededores. En cada equipo iría un miembro de la UAC
acompañado de un agente lugareño.
Julia formaba equipo con un joven guardia, recién destinado en el pueblo
en cuestión. Había estudiado Psicología y había aprovechado las vigilancias
para presentarse ante Julia como un posible futuro candidato de la UAC.
Mientras permanecían en el coche patrulla escondidos tras unos contenedores
de basura, en esa extraña intimidad que sólo un vehículo policial puede
testificar, vieron como un viejo de aspecto descuidado, con larga y canosa
barba, se encontraba medio agazapado tocándose su zona genital cerca de las
inmediaciones del centro, curiosamente próximo a un descampado. Su
imagen correspondía con la descripción dada por las víctimas: Hombre
mayor, de pelo canoso, delgado, de aspecto desaseado. Decidieron salir del
coche y hacerle unas preguntas pero, éste, al ver las luces azules del vehículo,
se marchó corriendo de allí dirección al descampado por un pequeño pasillo
peatonal, por donde el guardia no dudó ni un instante en dirigir la marcha.
Julia ordenó al guardia que procediera a la persecución y que encendiera la
sirena, ella cogería el altavoz para exigir al Barbas que se detuviera. Con una
mano sujetaba la linterna enfocando al hombre y, mientras sacaba su placa
con la otra, se acreditó, con un grito sonoro que resonó a modo de eco en
todo el descampado. El pasillo era pequeño y no tenía otra escapatoria que la
salida al mismo centro, donde allí esperaba otra patrulla de vigilancia.
A la segunda voz de la autoridad policial el Barbas cayó agotado, no
levantó las manos ni la cabeza, quedándose tirado en el suelo hasta que llegó
Julia con su binomio al que ordenó que le engrilletara. Tras un leve forcejeo
para no ser esposado, el guardia violentamente ató sus manos en la espalda y
dirigiéndole al coche oficial le dijo: «vamos pieza que la has cagado». El
Barbas sólo levantó la cabeza y acercándose como pudo a Julia la miró a los
ojos y gritó fuertemente «uuuuuu”. Luego fue introducido al interior del
coche y le trasportaron esposado hasta el puesto de la Guardia Civil.
A pesar de la actitud del «Barbas», Julia recriminó con la mirada el
comentario del guardia. No era partícipe de hablar de esta manera a los
detenidos, y ese comentario le pareció totalmente improcedente. Como ella
solía decir, cualquier persona era inocente hasta que se demostrase lo
contrario. Pero claramente algo sucedía con este tipo para que reaccionase de
tal manera, no era la respuesta de un ciudadano limpio. Le llevarían al cuartel
y procederían a su identificación y toma de manifestación.
Una vez en el cuartel, Julia anunció por el walki al resto de patrullas que
ululaban por la localidad «Venir para acá cuanto antes, tenemos un candidato
que al parecer tiene muchas papeletas de ser el Barbas». Ya informo yo al
juez.
Los agentes encargados de la detención procedieron a reseñar los efectos
personales que portaba el Barbas:
−Documento Nacional de Identidad.
−Un paquete de cigarrillos Marlboro, con diez pitillos y un mechero rojo.
−Tarjeta de Sanidad a nombre de Antonio Torres Peralta.
−Calendario del año en curso con fotografía de mujer desnuda en la otra
cara.
−Documento de afiliación a la Seguridad Social a nombre de Antonio
Torres Peralta
−Un cordón de color azul.
−Veintiocho euros. Un billete de diez, otro de cinco y el resto monedas.
−Una navaja de muelles.
Mientras el equipo de la UAC hacía gestiones con el DNI del detenido,
éste esperaba en el calabozo. Julia pudo observar su comportamiento. El
sospechoso se sentó en el suelo, observando lo que ocurría en el exterior.
Pidió dos veces agua, mirando bien a los ojos a los guardias. No solicitó
explicaciones de lo que estaba ocurriendo, tan solo esperaba.
El guardia de puertas del cuartel, conocedor y ciudadano de la localidad,
informó a los miembros de la UAC que se trataba de Antonio Torres, alias el
Sotobarbas, un conocido pervertido del pueblo. Dijo que tenía fama de ser un
«salido» que incordiaba y acosaba a las vecinas del pueblo, pero que ninguna
le había llegado nunca a denunciar.
El juez se presentó allí en cinco minutos. Julia le puso al corriente de
todas las actuaciones. Éste se limitó a recordar a los agentes, con cierto aire
de superioridad, que tenían exactamente setenta y dos horas para cumplir sus
dos objetivos: hacer el contraperfil del sospechoso y diseñar una estrategia de
interrogatorio para intentar que, en el caso de que éste fuera el culpable,
confesara. Tras ese tiempo, lo pondría en libertad.
Para realizar el primer objetivo, Luis Antonio ordenó que se formasen
tres equipos. Julia entrevistaría a familiares del Barbas, Rosa a los vecinos y
allegados más próximos al Barbas, y él se encargaría de obtener información
del núcleo relacional. Tenían escasamente cuarenta y ocho horas para hacer
todo eso. Pasadas esas horas se reunirían en el cuartel para diseñar la mejor
manera de interrogarle y hacerle cantar.
Antonio no mantenía apenas contacto con sus familiares. Se apreció un
fuerte distanciamiento con ellos, una falta de apego, obviamente causado por
su fuerte carácter, el abuso de alcohol y una conocida agresividad. Procedía
de una familia un tanto desestructurada, sin recursos y con varios litigios
intrafamiliares. Hacía años que su octogenaria madre y hermanos ya no
hablaban con él. En alguna ocasión se habían encontrado casualmente por el
pueblo, y éste les había insultado e incluso habían llegado a las manos, por lo
que intentaban evitarle a toda costa. Sabían por otros vecinos del pueblo que
se había divorciado, y después había tenido otra pareja con la que tampoco
había durado mucho tiempo. También afirmaron que solía comer y pasar
mucho tiempo en un Bar de las afueras, el Bar Laura.
−Ya estamos perdiendo tiempo en llegar a ese sitio. Los bares son como
confesionarios, seguro que encontraremos información valiosa allí −afirmó
con rotundidad Julia. Julia sacó su móvil para informar a Rosa y a Luis
Antonio de sus últimas averiguaciones y envió una nota de voz al grupo
corporativo que compartían:
−Hola, ¿cómo vais? Parece que el Barbas frecuentaba a diario un tal Bar
Laura. En cuanto tengamos la dirección iremos para allá a ver si podemos
rascar algo allí.
−¿El Bar Laura? −preguntó apresurada Rosa−. Calle Naciente nº 42 .
−¿A ti también te han conducido los testimonios hasta el bar? −preguntó
sorprendida Julia pensando que Rosa se le había adelantado.
−No, no es eso. ¿Te acuerdas del primer día que llegamos, cuando
salimos del centro y aquel aire huracanado? Te quité un papel publicitario de
la espalda, era del Bar Laura −escribió Rosa en el chat con un emoticono que
guiñaba−. ¿Creéis en las casualidades? ¿Será una señal? Igual debería
empezar a leer mi horóscopo −siguió bromeando Rosa.
−Dejaos de tonterías. La calle Naciente está próxima al centro. Nos
veremos allí los tres ahora y aprovecharemos para almorzar −intercedió Luis
Antonio drásticamente.
De camino al bar, Julia recordó la extraña sensación que le invadió aquel
día con el viento sacudiendo los árboles y rosales pensando que, tal vez, la
propia madre naturaleza quería colaborar y hacerles llegar a su manera su
testimonio, disfrazando de casualidad su pequeño vestigio. Cuando llegaron,
se sorprendieron de encontrar el bar cerrado, con un cartel en la puerta
principal donde podía leerse con letra escrita a mano: «El bar permanecerá
cerrado unos días por enfermedad. Disculpen las molestias».
−¡Joder qué mala pata! −Exclamó Rosa con decepción.
−Tenía la intuición de que este Bar nos pondría en el buen camino −dijo
Julia bajando los brazos.
−Vámonos -dijo impasible Luis Antonio, mientras cogía su teléfono y
llamaba al cuartel dando la orden de averiguar quién era el dueño del bar y
citarle para que acudiera lo antes posible al cuartelillo.
El ambiente se había enrarecido esos días en el pueblo desde que la
Guardia Civil había hecho batidas entrevistando a familiares y conocidos del
Barbas. Era un pueblo pequeño, y cualquier desconocido no resultaba nunca
indiferente, mucho menos agentes del cuerpo armado. La rumorología no
tardó en llegar. Algunos vecinos se mantuvieron incrédulos, otros
sorprendidos al escuchar que el Sotabarbas hubiera sido capaz de cometer
esas auténticas barbaridades de las que la gente hablaba sin cesar. El hecho de
que la Guardia Civil merodeara constantemente por las calles del pueblo,
había desatado en poco tiempo todo tipo de teorías, desde que había huido a
Portugal, que había sido detenido y encarcelado, o incluso hasta que le había
tocado la lotería y estaba de viaje en algún lugar paradisíaco, ajeno a todo el
revuelo que se había formado en torno a él.
Cuando los agentes formulaban preguntas sobre un tipo cuya descripción
se correspondía con la que habían relatado las víctimas, no hubo ningún
lugareño que dudara que preguntaban por el Sotabarbas. Las caras de todos se
helaron cuando los agentes continuaron preguntándoles si le habían visto
alguna vez con alguna mujer discapacitada del centro. Era como si no
estuvieran preparados para escuchar y asimilar lo que su propia capacidad
asociativa les dejaba intuir sobre lo acontecido entre el Sotabarbas y
Carmencita, esa joven con discapacidad que, desde hacía unos meses,
paseaba por el pueblo. Como buen ejemplo de localidad pequeña, el boca a
boca funcionaba como el mejor medio de comunicación entre los residentes,
lo que en parte dificultó la investigación.
Tras cuarenta y ocho horas de intensa investigación, volvieron al cuartel
para explicar al juez y al resto de agentes el trabajo de campo elaborado y
cóimo habían obtenido toda la información que necesitaban para hacer el
informe solicitado por el juez.
Julia decidió ser la portavoz. Para ello utilizó un viejo proyector
conectado a su ordenador donde iba exponiendo alguna fotografía y la
información más clave.
«Antonio Torres es un viejo huraño de aspecto muy desaliñado, pelo
descuidado y canoso, del que cae una fina caspa que se amontona sobre sus
anquilosados hombros, como en la foto de la reseña podéis comprobar
−Señaló Julia en su exposición−. Suele vestir con chándal o pantalones
vaqueros desgastados y usados, camisetas de propaganda o deslucidos jerséis
dados de sí y deformados. Su poca higiene y cuidado de la boca hacen que le
falte alguna pieza dentaria, y el mal estado de las que aún conserva le
provocan múltiples enfados a la hora de comer, por la dificultad que tiene al
masticar carne y otros alimentos, según informó algún familiar. Su escaso
interés y habilidad en la cocina hace que la mayoría de los días se alimente
con un bocadillo en el Bar Laura, y algún domingo que otro, del menú del
día.
−¿Estáis seguros de qué físicamente coincide con la descripción de las
víctimas? −preguntó el juez.
−No tenemos ninguna duda. Todas las chicas han descrito su barba. Tenía
que ser llamativa. Como ve, su frondosa e irregular barba grisácea, es lo
suficientemente larga como para esconder una colgada papada. Incluso hace
que se le conozca como “el sotabarbas"' y que escasas personas conozcan su
nombre real, Antonio.
−Eso no le convierte en culpable. ¿Saben cuántos hombres con barba
habrá en este pueblo? −cuestionó con escepticismo el juez−. ¿Qué más saben
de él? ¿Cuál es su ocupación?
−Ha trabajado en fábricas y empleos diversos, pero su fuerte carácter
conflictivo, protagonizando violentos altercados con compañeros y algunos
superiores, han hecho que no le renovaran el contrato, o que acabara
despedido antes de la finalización del mismo, alternando largos periodos de
paro con otros de actividad laboral. Su último trabajo consistía en recoger
aceite de uso alimentario de bares y restaurantes, cargarlo en bidones en su
vieja furgoneta Citroën C15 del año 1998, y transportarlos a una empresa,
que le paga según el volumen de aceite que recoja. Luego la empresa vende
ese aceite para su reciclado y posterior empleo en empresas de jabones y
combustibles. Es un trabajo sencillo, de carga física y algo solitario, donde
tiene poco trato con personas y jefes. No está bien pagado, pero gana lo
suficiente para poder subsistir.
La manipulación y transporte de los bidones de aceite ha dotado a sus
grandes y gruesas manos de un tinte negruzco a las uñas y grietas de manos,
detalles que las cinco víctimas confirmaron en su manifestación −añadió
Julia, mientras mostraba los videos recortados de algunas entrevistas, donde
las muchachas describían con auténtico lujo de detalles las fisuras, rajas y
cortes en manos del que las agredió, así como unas renegridas uñas largas
con las que a algunas había incluso arañado.
−Y fuera del trabajo ¿cómo se comporta? −siguió preguntando el juez
mientras ojeaba lentamente las diligencias.
La mayoría de la gente le define como una persona muy agresiva y
problemática, especialmente bajo los efectos del alcohol. Dicen de él que es
vengativo, mentiroso y manipulador. Le describen como frío, siendo pocas
las veces que se le ha visto llorar, y aunque suele ir con un perro callejero, no
parece tener mucho cariño por los animales, detallando que incluso alguna
vez ha maltratado a más de uno. Es desconfiado, pero tiene la autoestima alta
y mira a los ojos al hablar. Se enfrenta a personas más débiles pero cuando se
presenta una persona que muestra autoridad o que parece más fuerte, se suele
achantar y callar.
Su estructura familiar es bastante disfuncional. Ha crecido y se ha criado
en un paupérrimo barrio de la localidad. Procede de una familia problemática
desde el punto de vista delictivo: tiene una hermana que ha cumplido prisión
por delitos de drogas y dicen que su madre se dedicó a la prostitución. Su
propia familia le define también como agresivo y violento, llegándose a
emborrachar el día del funeral de su padre que falleció de un cáncer de
pulmón.
Con respecto a lo sentimental, estuvo casado dos veces. Ambas mujeres
coinciden que cuando bebía se volvía violento y les pegaba, y cuando no
estaba borracho estaba de mal humor, tenso. No mostraba afecto y nunca les
dijo que las amaba. Le definen como muy frío de carácter, sin amigos de
verdad. Las relaciones sexuales no eran ni normales ni frecuentes, las dos
coinciden en que siempre buscaba su propia erección sin pensar en nada más,
sufría cierto grado de disfunción eréctil, sólo parecía disfrutar con el sexo
duro y dominante, lo que le provocaba ser muy violento también en el terreno
sexual. Nunca se dejó besar y lo que más le gustaba era el sexo anal, llegó a
revelarnos una de las mujeres.
−¡Qué asco! −exclamó Rosa en alto.
−¿Algún antecedente o denuncia? −interrumpió el juez.
−No, y tampoco denuncia oficial. Pero varias vecinas del pueblo han
afirmado que han sido acosadas por él en reiteradas ocasiones, y le inculpan
ciegamente de lo que han oído acerca de las chicas del centro. Varias le
tienen miedo y se dan la vuelta cuando se encuentran con él.
−Habladurías, chismes. De momento no tenéis nada. Ni una sola prueba.
O le arrancáis la confesión o habrá que soltarle. Tenéis 24 horas −dijo el juez
antes de marcharse.
−Joder con el juez −susurró Rosa a Julia al verle salir por la puerta.
−Vamos, a trabajar que el tiempo es oro. Demostremos que no nos
equivocamos −dijo Julia observando la expresión de Luis Antonio, que
parecía disfrutar del órdago que les había echado el juez.
El equipo utilizó toda la información recopilada para diseñar la estrategia
de interrogatorio que en unos minutos procederían a realizar. Se meterían
Rosa y Julia con él en la sala del espejo unidireccional. Luis Antonio lo
observaría todo desde el exterior.
Antes de empezar con el interrogatorio, Luis Antonio decidió pasar a ver
al Barbas y ofrecerle un trato. Rosa y Julia confiaban plenamente en sus
intuiciones. Una vez en la sala con voz firme afirmó:
−Buenas tardes Antonio. Sabemos lo que ha hecho y tenemos pruebas
que pueden confirmar sus actos. Vengo a informarle que tiene usted ahora la
oportunidad de eludir años de condena si confiesa. De no ser así, le esperarán
muchos años de prisión y vaselina, quizá no vuelva a ver la luz del día −dicho
esto, se acercó hacia él con el objetivo de poner una mano en su hombro
derecho.
−¡Atrévase a tocarme y le arranco los ojos! −exclamó violentamente el
Barbas.
−¿Quiere usted pudrirse en la cárcel?
−Mis cojones −contestó golpeando con un golpe seco la mesa con la
rodilla moviéndola de sitio.
−Le repito ¿Quiere usted morirse en la cárcel o va a colaborar? −insistió
Luis Antonio con autoridad.
−¡Le repito que mis cojones! −contestó propinando otro golpe seco en la
mesa.
Su actitud, así como el comportamiento violento y energúmeno que
mostró, le señalaban como el principal sospechoso. Los analistas conocían el
comportamiento habitual de los inocentes acusados por algo. Solían
defenderse, demostrar su inocencia, chillaban su inculpabilidad, deseaban
convencer y alimentar con datos la hipótesis de su no participación. Daban
todas las facilidades que son necesarias para manifestar su exculpación,
especialmente en casos tan graves como el que tenían entre manos,
agresiones y al menos una violación.
El Barbas se estaba comportando como un verdadero culpable negándose
a cooperar. No había llegado a ocultar lo ocurrido, ni a distorsionar los
hechos o engañar a los investigadores. Había elegido la vía de guardar
silencio y eso le hacía aún más sospechoso. Sin embargo, eran necesarios
más datos para poder incriminarle. Lamentablemente no había cámaras, ni
testigos en el descampado y las pruebas de ADN de Carmencita tardarían en
llegar y era probable que no pudieran encontrar nada. Las cuidadoras del
centro habían lavado el cuerpo, la ropa y tirado todas sus pertenencias cuando
la hallaron tirada.
−El juez tiene razón. No tenemos nada contra él. Nos la jugamos con el
interrogatorio. Recordar que este tipo debe tener un psicoticismo alto y no se
achanta por nada, no vayáis por las malas porque no vais a conseguir nada.
−¿Nos lo dices o nos lo cuentas? −apuntó Rosa con aplomo −. Recuerda
que también tiene alto el neuroticismo y por ahí se le podría desestabilizar.
Hemos pensado que Julia fuese la poli buena y yo como siempre la mala.
−Me has adivinado el pensamiento «jeje, Go ahead» −dijo Luis Antonio
tomando asiento en la sala y abriendo una Pepsi y una bolsa de patatas. «Esto
se pone interesante», pensó.
El Barbas siguió gruñendo y rechistando en la sala del interrogatorio.
Entre gritos se le llegó a entender que no quería ser interrogado, solicitando
un abogado. Se puso muy nervioso y eso lo demostró sudando,
enrojeciéndose y enervándose cada vez más. No se llegó a quitar la chaqueta
gris y vieja que portaba, pese a estar sudando copiosamente. Reiteraba
constantemente que no quería ser interrogado.
−¿Tienes miedo Antonio? −le pregunto Rosa.
−Yo no tengo miedo a nada.
−¿Te comportas así entonces porque somos mujeres?
−¡Noooooo!!! –gritó enfurecido tirándose hacia Rosa para empujarla.
Pero ésta era más fuerte y entrenada que él y le dio un guantazo para
separarle. En ese momento se achantó y se quedó tranquilo.
−Que no voy a contar nada ¡coño! ¿De qué color son tus braguitas? ¿Son
de algodón? −volvió a preguntar a Rosa tras una mirada inquisitiva.
Rosa fue indiferente al comentario y pasó a leerle los derechos que le
correspondían. Tras ello procedieron a interrogarle, comenzando Rosa con las
primeras cuestiones:
−¿Ha comprendido usted los Derechos que le asisten?
−¿Eeehh?
−¿Qué si ha entendido usted los Derechos que le hemos leído?
−Sí
−¿Cuál cree usted que es el motivo por el que está aquí?
−Ni puta idea, muñeca.
−¿Dónde estuvo la tarde noche del sábado pasado, la del siete al ocho?
−No voy a responder a semejantes tonterías, yo no he hecho nada.
−¿Puede detallar a qué se dedica usted?
−Estáis perdiendo el tiempo conmigo….
−¿Conoce personalmente a las mujeres del centro de discapacitadas?
−Mmmmmm…, tengo curiosidad por saber de lo que me van a acusar.
−¿Ha mantenido relaciones sexuales con Carmen Barranco, conocida
como Carmencita?
−Yo, nunca. Ni en mis mejores sueños. ¿La han violado? Sería algo
consentido….
−¿Por qué iba a ser consentido?
−No sé, no quiero pensar en ello, déjenme en paz, yo también estoy
perdiendo el tiempo….
−¿Quiere un poco de agua? −prosiguió Julia con voz firme acercándole
un vaso lleno y decidiendo cambiar sobre la marcha la estrategia.
−Gracias guapa −contestó el Barbas con aire evocador.
−Lo primero que nos gustaría aclarar con usted, Antonio, es que quizá
esté aquí por confusión. Comprenderá que hay un temor en el pueblo por lo
que ha sucedido con varias mujeres de aquí, y nuestra tarea como guardias
civiles es esclarecer lo que ha podido pasar. Usted salió corriendo cuando nos
vio esta tarde y esa conducta le hace sospechoso de algo, y quisiéramos saber
el por qué de su comportamiento.
−No me gustan los picoletos eso es todo.
−Eso lo podía haber dicho en el descampado y hubiésemos evitado el
venir al cuartelillo.
−Yo nunca he estado en el manicomio, ni tampoco sé lo que ha pasado.
−Hay varias mujeres que dicen haber sido víctimas de delitos contra la
libertad sexual por un hombre mayor del pueblo.
−No voy a hablar más sin mi abogado. Váyanse de aquí. Están perdiendo
el tiempo conmigo.
−Vamos a apretar a científica para obtener tu ADN en la ropa íntima de
Carmen ¿Seguro que no prefieres una confesión?
−Se me ocurre que podríamos aprovechar mejor el tiempo tú y yo.
−Vete a la mierda −apostilló Julia.
Luis Antonio estaba a punto de interrumpir el interrogatorio para cambiar
nuevamente de estrategia, viendo la actitud negativa de Antonio. Leyendo la
mente al juez, quien también lo presenciaba, y que con mucha probabilidad
en esos momentos pensaría que «sin la prueba de ADN no tenían nada».
Cuando el reloj de la sala marcaba las diez de la noche, uno de los guardias
del cuartel avisó de la llegada de un tal Miguel Ángel Escudero Ponce,
propietario del Bar Laura, a quien le habían informado del requerimiento de
la Guardia Civil. No dudó en recibirle inmediatamente.
Miguel tenía cincuenta y siete años, trabajaba en el bar desde los
dieciocho años como camarero. Cuando el anterior dueño se jubiló, le
traspasó el local, quedándose con el negocio. Estos días había estado
aquejado de una lumbalgia, habiendo estado guardando reposo en cama, por
lo que no le quedó más remedio que cerrar temporalmente el bar. Dijo que su
mujer le había puesto al día de todo lo que se hablaba en la calle de Antonio y
aquellas chicas violadas, y que había sentido una necesidad irrefrenable de
colaborar y ayudar a hacer justicia.
Luis Antonio, agradeciéndole de antemano su colaboración, le pidió que
le hablara del Sotabarbas, un poco sorprendido al escucharle hablar con
semejante aplomo.
−Adelante −exclamó Luis Antonio con simulada sonrisa.
−Es un hombre solitario y cascarrabias, no se ha ganado la simpatía de los
clientes del bar y lo frecuenta casi a diario; se pasa las tardes bebiendo chatos
del vino de la casa, sentado en la barra del bar y mirando a los jubilados jugar
a las cartas la partida diaria de mus. En una ocasión, uno de ellos faltó a la
partida y le invitaron a sentarse en la mesa para jugar, pero Antonio acabó
discutiendo con su compañero, enfadándose a lo loco cuando éste no se
percató de que el Sotabarbas se mordía el labio de abajo, haciéndole la señal
de que llevaba dos reyes, para que envidara a grande, casi llegando a las
manos de no ser por la intervención del resto de los de la partida. Desde aquel
día, jamás volvieron a invitarle a sentarse con ellos, aunque Antonio, a
medida que se tomaba un vino tras otro, presumía de ser el mejor jugador de
mus, mientras se burlaba de ellos, llamándoles hijos de perra.
Yo mismo, más de una vez, he amenazado a Antonio con prohibirle la
entrada al bar si seguía manteniendo esos comportamientos. A mí sí que me
respetaba, le hacía bajar las orejas y permanecer calladito −dijo con voz
serena Miguel.
Charlaron tranquilamente por espacio de una hora hasta que Luis Antonio
le interrumpió para pedirle que se centrase en información relacionada con
los hechos que se estaban investigando. Miguel, tras una breve pausa,
pensando bien sus palabras antes de hablar, arqueó sus cejas y anunció:
−Creo que tengo algo de culpa en todo lo que ha pasado.
−Explíquese −le pidió amigablemente Luis Antonio.
− ¿Puedo fumarme un cigarro?
−Claro, claro −y encendió el cigarrillo inhalando una profunda calada.
Todos los días, a la misma hora, una de esas tontas del manicomio, como
el Sotabarbas las llamaba, solía entrar en el bar para comprar su cajetilla de
tabaco diario. Él solía siempre girarse para recrearse observando cuánto se le
subía la falda y mirarle los muslos y sus braguitas cuando ella se agachaba a
coger de la máquina el paquete y las monedas sobrantes. El último día que lo
vio fue el sábado pasado. Antonio estaba sentado con los codos apoyados en
la barra del bar, mientras almorzaba un bocadillo de chistorra y una cerveza
bien tirada por mí, todo hay que decirlo. Cuando vio entrar a esta chavala, no
creo que fuese mayor de dieciocho años, giró su silla para esperar sin
escrúpulos el momento en que ésta se agachara para recoger el tabaco. Ella
sacaba las monedas de una pequeña carterita rosa y las iba introduciendo en
la máquina expendedora. De repente se quedó parada, y con gesto de
preocupación empezó a revisar con nerviosismo el bolso y después uno a uno
todos los bolsillos de su ropa. Le faltaba una moneda de diez céntimos y no
podía comprar el tabaco. Parecía sentirse fatal por no haber contado bien el
dinero. Sus ojos empezaban a llenarse de lágrimas cuando el Sotabarbas?
riéndose, se le acercó y le gritó:
−Tú, tonta, ¿no irás a llorar? Toma, yo te dejo una moneda para que
compres pitillos.
−Gracias −dijo ella, con la voz entrecortada mientras se limpiaba alguna
lágrima que se le había escapado y fijándose detenidamente en las manos y
los dedos del hombre de la gran barba, que aún sujetaban su ansiada moneda.
Continuó diciéndole:
−Tienes las manos sucias, como negras. Hoy no te las has lavado
−advirtió la muchacha.
Miguel explicaba con autentico detalle cómo el Sotabarbas se recreaba
mirando los muslos de la mujercita cuando ésta recogió el tabaco. Después se
acercó a Miguel y le dijo riéndose que esa «subnormal» le había dado las
gracias por la moneda, jactándose de lo fácil que le había resultado conseguir
su único objetivo que era empalmarse. Después observó cómo el Sotabarbas,
mientras disimulaba su erección metiéndose las manos en los bolsillos del
pantalón, miraba como la muchacha salía del bar, fijándose en la calle por
donde giraba, la cual conducía a un solar abandonado por donde atajaba para
llegar al centro. Al minuto salió tras ella y yo después.
«Pude observar como se apresuró por otra calle y, antes de llegar al
callejón por donde ella debía de pasar, aguardaba agazapado detrás unos
arbustos del desamparado solar. Cuando la vio aparecer, se cubrió la cara con
la chaqueta, sacó una pequeña navaja y esperó el instante exacto para
abalanzarse sobre ella tirándola al suelo y tapándole la boca para que no
gritara. La golpeó una y otra vez con fuerza, castigando sobre todo su cara y
el vientre, pero con cuidado de no hacerle perder la consciencia. Al menos
eso yo interpreté. Cuando dejó de moverse, retorcerse e intentar gritar, paró
de pegarla, miró los alrededores comprobando que nadie anduviese
merodeando, se bajó los pantalones y la empezó a dar por detrás, ya me
entiendes ¿verdad?
Cuando estaba a punto de terminar, sacó la polla de ella, se puso de pie y
mientras la miraba fijamente se masturbó sobre su cuerpo. Fue asqueroso.
Solo de recordarlo, me dan nauseas.
−¿Por qué se quedó mirando y no actuó? −le interrumpió Luis Antonio.
−Por favor, no me culpen de no hacer nada. El miedo se apodero de mí,
estaba aterrorizado, me quede paralizado y no pude reaccionar. Vomité allí
mismo varias veces, y cuando el Sotabarbas se marchó, fui incapaz de
acercarme a la muchacha, temía que estuviera muerta, me falto valor. Desde
ese día no he podido levantarme de la cama. Ni he abierto el bar. No es
lumbalgia, es absoluto pavor y culpabilidad de no haber hecho nada. Me
sentía como una autentica mierda. Fue un miedo insuperable.
Esa chica era Carmencita, pensó Luis Antonio, al tiempo que se le
iluminaba la mirada y llamaba a un guardia, ordenándole interrumpir
inmediatamente el interrogatorio del Sotabarbas que Julia y Rosa mantenían
sin mucho éxito. El relevante testimonio de Miguel, poniéndole en contacto
con Carmencita el mismo día de la agresión era un dato que el juez no pasaría
por alto. No obstante, con esta nueva información debería redefinir la
estrategia con Julia y Rosa, para no perder la oportunidad de arrancarle su
confesión. Tuvo que convocar una reunión urgente con su equipo, al tiempo
que le informaba a Miguel de la omisión del deber de socorro que eludió
aquella noche.
−Los guardias te tomarán declaración en un instante. Es posible que
tengamos que detenerte cuando en un acta cuentes todo lo que presenciaste.
Con la excusa de hacer una pausa, mandó sacar a Antonio y llevarle a una
sala próxima donde le llevarían algo de comer y tabaco para que éste se
confiara, planeó Luis Antonio, a la vez que conducía a Miguel a otra sala para
que los guardias del puesto le interrogaran, tras informales a éstos de lo que
se le acusaba. Agradeció a Miguel su colaboración, se despidió y se fue
acelerado a la sala de interrogatorio donde se disponía a informar a unas
desconcertadas Julia y Rosa del testimonio del camarero del Bar Laura. Con
un poco de suerte, tendrían el caso resuelto esa misma noche.
Cuando Miguel vio por el pasillo del cuartelillo al Sotabarbas
acompañado de un guardia, su corazón se aceleró desmesuradamente y, casi
sin pensar, como movido por la inercia, se acercó a él manteniendo una
aparente calma, esforzándose por mantener el ritmo adecuado en sus pasos y
no precipitarse, para no llamar la atención, mientras introducía su mano en el
bolsillo de su abrigo sacando una navaja multiusos, abriendo el filo y
empuñándola escondida en la manga derecha del abrigo. Cuando el Barbas
pasó lo suficientemente cerca de su lado, éste exclamó:
−Vaya, Miguel −dijo guiñándole un ojo−. ¿Tú también eres sospechoso?
Miguel, sin parpadear, extendió el brazo derecho clavando con limpieza
la navaja en el cuello del barbas antes de darle tiempo siquiera a reaccionar.
La sangre roja empezó a brotar a ráfagas de su arteria carótida ante la
pasmosa mirada del guardia que, impresionado y sorprendido, tardó unos
segundos en abalanzarse sobre Miguel y engrilletarle. Rosa, que pudo ver la
escena desde el otro lado del pasillo, se acercó gritando a la zona y casi sin
respiración chilló:
−¡Estás loco hijo de puta!
Al mismo tiempo se abalanzó a presionar la herida, intentando
desesperadamente taponar la hemorragia, pero en pocos minutos un gran
charco de sangre rodeaba el cuerpo agonizante del Sotabarbas que luchaba
sin éxito por respirar. Murió en pocos minutos. Cuando llegó la ambulancia,
ya no pudieron hacer nada por él. Los guardias dispusieron de una gran bolsa
de nailon negro para cubrir el finado y poder trasportarle al anatómico, donde
la forense realizaría la autopsia. Desde allí, se encargarían de avisar al
servicio funerario y la comitiva judicial propia del caso.
−¡Joder con este puto pueblo! −exclamó el guardia que sujetaba al
Sotabarbas, dejando entrever unas tímidas lágrimas que traicionaban su
aparente duro porte policial.
−Ser guardia significa no ser humano en casos como éste. Debes
mantener la capa de anestesia emocional, luego debes con cuidado retirarla y
llorar y desprenderte de toda la mierda que has tragado. Es lo que nos dicen
los psicólogos en la academia ¿verdad?
−¡Créeme que funciona! −dijo Rosa con tono apaciguador.
−Hay algo que se nos escapa −murmuró Julia intentando todavía asimilar
lo sucedido, mientras miraba las mangas de la camisa de Rosa manchadas de
sangre.
Al entrar en la sala, Miguel permanecía quieto y tranquilo con las manos
engrilletadas en la espalda. Nada más verles entrar, murmuró a Luis Antonio
que colaboraría en todo y contestaría con sinceridad a todas sus preguntas.
A lo que Luis Antonio respondió:
−Sólo hay una ¿Por qué?
Miguel no podía casi ni mirar. Un sentimiento de vergüenza y
arrepentimiento le dejaba casi inerte. Después de una larga pausa, tomo aire y
comenzó:
−Yo soy…, soy bruto, pero soy un hombre… Dios mío, sólo he hecho lo
que tenía que hacer como cualquier persona de bien, noble.. Es que… me
sentí… Nada, ¿entiende? Na-da, ahí quieto y lo vi todo, todo. Un verdadero
hombre hubiera matado a palos en aquel momento a ese hijo puta. Estaba
postrado en la cama, la cabeza, con mil pensamientos sobre el tema, me
estallaba la cabeza. Mi mujer me preguntaba ¿Qué te pasa? y esas imágenes,
de lo que presencié... Una y otra vez pensaba en que podría haber sido mi
propia hija la que hubiera sido violada y esa idea… Pero ¿qué te pasa?
Taladraba mi cabeza una y otra vez hasta hacerme enfermar, deseando querer
acabar con él con mis propias manos. Mi mujer dándome friegas con alcohol
de romero. No podía… No podía contárselo. Mi mujer no sabe nada, tengo
que hablar con ella…
−Verán ustedes −prosiguió−. Laura….−se quedó quieto y sin poder
articular palabra. Tras una breve pausa, continúo: Mi mujer no lo sabe. Yo
tengo una hija de veintisiete, se llama Laura, es de una pareja anterior, mi
pobre niña, y aunque soy su padre, y le envío dinero, nunca me comporté
como tal. Nunca me comporto como un hombre, porque nunca lo fui. Mi
mujer tampoco sabe nada de esto. Soy un cobarde y un monstruo. Nunca se
lo conté. Con el paso de los años, con el tiempo, Laura… es diferente…
−titubeaba Miguel−. Yo he aprendido con resignación a llevar el dolor que
me causa el autismo de mi hija, su madre me comentó que… por el riesgo
suicida, ¡Mi pobre pequeña! lo mejor era su ingreso en el mismo centro que
Carmencita, la del solar. Pedimos segundas opiniones profesionales y todos,
todos nos recomendaron que era la mejor solución. ! Mi Laura en el
manicomio… −hipó−. Es mi justicia, ¡Mi justicia! Mi comportamiento de
hoy no ha sido ejemplar, Yo sería incapaz de poner un sólo dedo encima y
aprovecharme de personas tan frágiles, especiales, incomprendidas…y
¡diferentes!!! Diferentes como mi hija. ¿Me creen, verdad? ¿Qué pensarían de
mí mi hija, y mi mujer? ¡No puedo, no, no lo soporto! Tuve tanto miedo de…
Cuando me llegó el aviso, de que la Guardia Civil podría necesitar mi ayuda
para meter a ese hijo de satanás en la cárcel, quise venir al instante, pero mi
mujer me tranquilizó y no me dejó venir hasta que no me recuperara un poco
de mi sopor. Mi mujer… tengo que hablar con ella… Aún no me ha dicho
cuándo podré verla… Ya no aguantaba más, hoy vine con el propósito de
acabar con este sin vivir. Pero cuando me he cruzado con el Sotabarbas en el
pasillo, no me he controlado. Quise matarle, lo deseé y lo hice, clavándole la
navaja en el cuello, igual que hago con los lechones y corderos los días de
bodega, sabiendo que así acabaría con ESE MALNACIDO. Sentí la
necesidad de matarle, de acabar con él y proteger de alguna manera a Laura,
además del resto de las muchachas. Una sensación de absoluta calma me
inundó mientras le clavaba la navaja. Cerré mis ojos consciente de las
consecuencias de mis actos, como si en sueños, me dejara caer desde lo alto
del monte, sabiendo que es el único modo en que podría despertar y poner fin
a este infierno. Un hombre tiene que ser y que parecer un hombre. Esa es la
nobleza.
Tras esta confesión ocultó el rostro entre las manos, se dio la vuelta y el
discontinuo movimiento de sus hombros delataba que había comenzado a
llorar.
De regreso al hotel, Julia reflexionó largo y tendido sobre las palabras de
Miguel, y su equivocado sentido de la justicia sintiendo que en esta ocasión,
el mal había vencido en dos batallas. La primera de ellas, fue las horribles
violaciones sádicas con el ejemplo del Sotabarbas como el mal personificado.
Pero la segunda batalla ganada, fue colarse en la piel de Miguel, un hombre
rudo que presumía de nobleza, pervirtiéndole hasta conseguir transformar el
amor que sentía por su hija, en un impulso cegador de venganza y muerte,
dejándose llevar y perdiéndose en un infierno, donde el mal siempre sabe
cómo y a quién seducir. Sin embargo, no paraba de darle vueltas a cómo era
posible que, ese miedo que dejó paralizado a Miguel no pudiendo mover un
dedo para evitar una brutal violación, fuera el mismo miedo que le llevó a
clavar su navaja y desangrar al Sotabarbas en medio de un cuartel repleto de
agentes vestidos de verde.
Julia salió de la ducha. Los restos de sangre del caso habían teñido
durante unos segundos la vieja porcelana blanca de la bañera. El fluido
viscoso y granate había llegado hasta ella sin darse cuenta, cuando Rosa la
abrazó para calmarla.
Cogió su móvil, quiso llamar a Mario, y encontró un mensaje de voz en el
contestador. Pegó el teléfono a su oído y escuchó:
«Cariño, he hablado con mi madre. Me ha confirmado que la semana que
viene vendrá a Madrid, por el cumple de Oliver. Vendrá el sábado. No
olvides decírselo a tus padres y a Jimena, para celebrarlo todos juntos. Si lo
prefieres, ya les aviso yo. Agéndatelo tú también, que nos conocemos. ¡El
sábado! Me ha preguntado si Oliver necesita algo, dice que no saben qué
comprarle, que los niños de ahora tienen ya todo. ¿Se te ocurre algo? Cuando
puedas llámame. Te quiero.
Capítulo 7
¿Dónde estás?, mi amor
La sangre de Mario se coagulaba en sus venas. Se sentía dolido y, en
cierto modo, engañado. Esta vez, Julia había pisado y traspasado la raya. La
tristeza, resignación y comprensión habían sido sustituidas por la rabia y la
cólera. No podía creérselo. Miró a Oliver sentado en la trona, vestido con una
elegante camisa de cuadros rojos y blancos para la ocasión. Les había fallado.
No se veía capaz de perdonar la ausencia de Julia en su primer cumpleaños,
perdiéndose el soplido, aplaudido e inmortalizado en decenas de fotos al
apagar la llama de una única vela, colocada en una apetitosa tarta de tres
chocolates que Mario había preparado la noche anterior. Ni la probó. Tenía
un nudo en el estómago que le oprimía y devoraba el alma.
−Entonces ¿Julia no va a poder venir? Oliver sólo va a cumplir un año
una vez en la vida. Es una pena que se lo pierda −expuso la madre de Mario.
−Ya sabes mamá, el trabajo de Julia es así, no entiende de horarios ni de
eventos familiares.
−Ya hijo, pero no todo en la vida es trabajar.
−No, por suerte no. ¿Alguien quiere un trozo más de tarta?
−Yo quiero un poco más, Mario, te ha quedado exquisita −dijo Jimena.
Mario no respondió y se limitó a cortar un trozo más de tarta. Parecía
haber llegado a ese punto en el que no se habla para no llorar.
Mientras Jimena acudía a su rescate empezando a entonar el cumpleaños
feliz, y la familia rodeaba a Oliver de osos de peluche interactivos, juguetes
de pocoyo y ropita de bebé de temporada, Mario se esforzaba en disimular
con una forzada sonrisa la balada amarga que resonaba en sus oídos.
La figura de Julia le hacía a veces sentirse tan mal que no sabía si él era
un subordinado más al mando de la ocupada Capitán, percibiendo que su
vuelo era cada vez más lejano y que, aunque atara una bandada de gaviotas a
cada uno de sus brazos para intentar alcanzarla, apenas podría divisarla a lo
lejos. Era la séptima vez que la llamaba esa tarde. Llamadas sin respuesta y
otras rechazadas que se clavaban como un cuchillo afilado en la parte
izquierda del pecho.
Se quedó pensativo con la mirada perdida en el sofá individual donde
Julia solía trabajar a diario en el ordenador, casi podía verla en ese sofá
maldito, donde tiempo atrás Mario se dio cuenta de que ya no reconocía a la
chica de la que se enamoró. Solía ser divertida, alegre, siempre haciendo reír
a los demás con sus pequeñas excentricidades. Ahora la veía como la copia
imperfecta de su retrato, a la que un mal pintor olvidó reflejar la alegría. A
veces sus gestos condescendientes, parecían estudiados, sabiendo que su
voluntad y dictado acabarían siendo acatados por su gente, sin distinción
alguna entre uniformados, o miembros del equipo a su cargo.
−Mario, ¡Mario! ¡Mario! −Exclamó su madre.
−Sí, Mamá −contestó descolocado, como si se despertara tras una larga
siesta de sofá.
−Te has quedado mirando las musarañas. Se me hace tarde, me tengo que
ir, no me gusta ir con prisas para coger el tren.
−Ya es tarde, es verdad, nosotros también nos vamos −respondió Jimena
−. Hemos venido todos en mi coche, si quieres te acercamos a la estación, nos
pilla de camino.
−Perfecto, si no es molestia.
−Claro que no.
Mario se despidió de todos, agradeciendo la visita, sin saber cuántos
besos en las mejillas y palmadas en la espalda dio y recibió. No pudo más y
rompió a llorar con el sonido del cierre de la puerta.
Salió al pequeño balcón del salón, tragando el aire caliente de la ciudad.
Desde allí, contemplaba en la acera unas mesas de la terraza del bar que
acomodaban a dos parejas. Unos reían con sus sillas pegadas y parecían
devorarse con los ojos, con sus pieles en celo. Los otros, sentados uno frente
al otro, sin mirarse, sin hablarse, exhalando el humo de dos cigarros, como
dos desconocidos que se toleran compartiendo la mesa de la terraza, y sintió
temor de verse reconocido en ellos, de sentirse identificado por esas parejas,
que parecían representar su pasado y su temido futuro.
Encendió un cigarrillo y decidió telefonearla una vez más, como quien
derrotado se arrastra ante el vencedor, asumiendo sin pudor su derrota, o
como aquel gladiador en la batalla que, arrodillado en la arena, espera el
golpe definitivo de la espada de su victorioso contrincante. Un tono, dos
tonos y el tercer tono se interrumpió con la voz de Julia apagada y
entrecortada:
−No me ha dado tiempo mi amor. Joder, no he podido.
−¿Qué clase de madre no llega a tiempo al primer cumpleaños de su hijo?
¡Joder que hoy es sábado! No tendrías ni que trabajar. Habías prometido
que…. Pero Julia le interrumpió:
−Me siento fatal Mario, te quiero, os quiero tanto. Vosotros sois mi
motor, lo sois todo, por favor perdóname. Dime algo Mario, dime algo...
−dijo sin saliva, sabiendo que Mario ya había colgado.
***
«Ojalá el tiempo no corriese y siguieses siendo mi bebé toda la vida»,
pensaba Julia al entrar en el dormitorio del pequeño. Estaba dormido y tenía
la habitación llena de regalos y juguetes. Una sala testigo de que se había
festejado el cumpleaños de un bebé. Se sentía apesadumbrada, triste,
desconcertada y con una ya familiar y perenne disonancia entre su vida
personal y su vida profesional.
Se acercó al bebé y vio cómo movía sus labios como si tuviera el chupete
aún puesto en la boca. Un dulce gemido guió un leve cambio en la postura de
su cuerpo. Abrió fugazmente los ojos murmurando «mamá». Después los
cerró quedándose plácidamente dormido y tiernamente acurrucado.
Se quedó embobada durante largo tiempo mirando la inofensiva carita de
su bebé, mientras observaba cómo se hinchaba su tripita al inspirar, para
luego soltar el aíre que habría recorrido sus pequeños pulmones. En cierto
modo envidiaba ese profundo respirar, limpio de todo. Sabía que la inocencia
de Oliver no duraría toda la vida y necesitaba empaparse de ella cada vez
más, máxime cuando ella era fiel testigo de lo que diariamente sucedía con
niños una vez que éstos traspasan la frontera de los brazos de sus papás.
Mario no pudo evitar espiar la escena. Estaba enojado por el retraso de
Julia, pero sabía lo importante que era para ella su trabajo y, aunque tardó en
tragarse su orgullo, acabó por perdonarla y acercarle una infusión calentita al
tiempo que le preguntaba por el caso.
Julia no dudó en contarle en qué asuntos había trabajado. De alguna
manera necesitaba desnudarse y deshacerse de todo lo que había
experimentado estos días pasados. Quitarse la coraza dura e impermeable y
poder emocionalmente ventilar las miserias que había ido acumulando. Tenía
la urgente necesidad de transmitirle la impotencia que a veces sentía por no
poder hacer más, y Mario era la única persona que podría verla como una
persona normal, a veces vulnerable y, en más ocasiones de las que ella
pensaba, débil, muy débil. Ante él se podía permitir el hecho de ser persona.
Eran estos momentos los que Julia más apreciaba, se sentía libre y se daba
permiso hasta para mojar sus ojos con lágrimas. De este modo le empezó a
contar sobre la chica que había desaparecido y por la que se tuvo que ir de
manera intempestiva a las Islas Canarias a trabajar.
−Se llamaba Gabriela−dijo Julia.
−¿En pasado? No sé si quiero conocer el final −susurró Mario con voz
tenebrosa.
−Escucha, mi amor……te voy a contar el resumen de todo lo que ha
pasado y al final te voy a pedir tu opinión sobre algo, no te quedes dormido.
***
De este modo Julia comenzó a contarle el último caso en el que había
estado investigando toda la semana anterior.
A Gabriela siempre le había gustado escribir, ser una literata de prestigio
y poder ganarse la vida a través de su prosa. De pequeña ganó un certamen en
Venezuela, su país natal, y los profesores del centro le recomendaron que
optase por este tipo de arte en su desarrollo profesional. Sin embargo, su
padre dos días antes de morir en el lecho del hospital le pidió por favor que,
al ser la mayor de cuatro hermanas, cuidase de ellas y de su madre, ya que
lamentablemente la economía no era muy boyante en el domicilio familiar.
Gabriela, que aún tenía dieciocho años, no dudó ni un instante en buscar
un trabajo, motivada únicamente por el deseo de ayudar y querer a los suyos.
En aquellos momentos eso era lo único que le daba cierta paz, cumplir la
voluntad de su difunto padre. ¡Pobre Gabriela! La ausencia del padre nunca
se supera. Yo le echo de menos cada día, y hubiera hecho exactamente lo
mismo que ella −dijo Mario mordiendo las palabras.
−Lo sé, amor −respondió Julia colocando suavemente su mano sobre la
de él−. Pero es que no se quedó ahí la cosa, y desalentada por la escasez de
oferta laboral en su ciudad, decidió cruzar el charco y aceptar la invitación de
una tía suya que vivía en Las Palmas de Gran Canaria para poder trabajar
limpiando en un domicilio. Después de consultarlo con su madre, hizo las
maletas y se puso rumbo a las islas prometiendo enviar dinero puntualmente
cada mes. Allí la esperaba su tía Marga en un mediocre piso en el centro de
un pequeño pueblo al este la isla, llamado Telde.
Tras varios meses limpiando y recogiendo en una vivienda familiar,
Gabriela decidió probar suerte y buscar otro tipo de trabajo donde pudiera
relacionarse un poco más. Con la ayuda de su tía preparó un curriculum vitae
y, una tarde de permiso, lo entregó en varios locales y restaurantes del sur de
la isla, que se caracterizaba por el turismo nacional e internacional, con la
consiguiente buena oferta laboral en el sector hostelero. A las dos semanas, y
tras pasar una breve entrevista personal, se encontraba trabajando en una
cafetería-heladería de una de las zonas más turísticas del puerto de Mogán.
−Precioso el puerto de Mogán −apuntó Mario dándose cuenta que Julia
no reparó en tal comentario.
−Su carácter extrovertido, su buena presencia y su necesidad de
relacionarse con lo demás, hicieron de este trabajo un sitio ideal para que
Gabriela recuperase su alegría natal −continuó Julia−. Con el tiempo se
convirtió en la camarera perfecta a la que le gustaba conversar sobre temas de
actualidad. Disimulaba con su cabello de rizos indomables sus grandes
orejas, por lo que rara vez se sujetaba el pelo y lo llevaba siempre suelto y
leonado, lo que la dotaba de cierto furor latino, llegando a tener casi un
ejército entero de fans. De constitución media y pequeñita, su metro
cincuenta y cinco nunca había sido un obstáculo para ella, puesto que lo
compensaba con sus marcadas curvas, que no habían dejado indiferente a
más de uno de sus clientes, a quienes se les había oído crujir las vértebras del
cuello en más de una ocasión cuando Gabriela se acercaba a recoger una
mesa o a atender alguna petición, y éstos se giraban para verla en acción. Le
encantaba la comodidad de los leggins, siendo ésta su prenda fetiche, que
marcaba su generoso trasero, «a lo Kim kardashian», como ella misma se
decía, al mirarse en el espejo de las calles de la ciudad. Su talla cuarenta no le
restaba agilidad y, junto con su gracia natural, para las relaciones, y su don de
palabra, la hacían una de las camareras más queridas del local.
Una tarde conoció a un muchacho moreno llamado Halimm. Su piel
morena y sus profundos ojos negros de largas pestañas, atrajeron a Gabriela
cuando éste le pidió fuego para encender un cigarrillo. Después de varias
tardes de miradas, comenzaron a charlar. Ella le habló de la canción «Hope
there's someone» de Antony and the Johnsons, que popularizó una de las
canciones de la banda sonora de una de sus películas favoritas "La vida
secreta de las palabras" de Isabel Coixet. Halimm no dudó en traerle el disco
con todas las canciones traducidas al español, puesto que Gabriela le había
comentado que le encantaba, a pesar de que era incapaz de traducir y
entender lo que los cantantes expresaban en cada canción. De esta manera, se
hicieron amigos y, tras la conquista y pavoneo de un perseverante Halimm,
meses después se fueron enamorando y empezaron a salir. Ella le escribía
versos al anochecer que le dejaba en la servilleta al día siguiente cuando
Halimm pedía su diario sorbete de limón:
−¿Se pedía un sorbete de limón? ¿No ponían cañas o qué?
−¿El nombre no te dice nada?
−Halim y…. Gretel?
−Anda, no seas tonto. Es musulmán y no bebe alcohol.
−Ahhh. Él se lo pierde… Sigue por favor.
−Ni Halimm tenía una hermana, ni vivía encerrado por una bruja en una
casa de chocolate. Lo que si es cierto es que parece que le gustaban los
poemas que le escribía Gabriela:
«Sin tu latido cerca de mí, el universo sería como un poema de amor
desesperado»
«Gabri. Noches de inspiración»
−¿Y cómo es él, y en qué lugar se enamoró de …… de Gabriela?
−Bobo. Era de origen musulmán, pero no practicaba la religión islámica.
Muy introvertido.
−¿Dieciocho como ella?
−No, treinta.
−Y para comunicarse, ¿hablaría bien entonces español, no?
−Si claro, además de un fluido castellano, hablaba varios idiomas, inglés,
francés, árabe y mozabite.
−¿Dónde nació?
−En Orán, Argelia.
−¿Y por qué se vino a Gran Canaria?
−Cuando terminó bachiller y una formación en artes gráficas, tuvo que
emigrar a Europa, movido por la pobreza de su tierra, hace ya quince años.
Después de vagabundear por España, decidió alojarse en Gran Canarias,
trabajando esporádicamente en una empresa de despiece de cabezas de cerdo.
El cambio fue grande, pero Halimm se adaptó bien. Tuvo que prescindir de
sus costumbres musulmanas y, poco a poco, se fue occidentalizando tanto
que, si no fuera por sus marcadas facciones argelinas, nada delataría su
origen musulmán.
Ambos compartían el sentimiento común de sentirse extraños en una
tierra extranjera. Gabriela, con el tiempo, conoció a mucha gente de
Venezuela afincada allí y formaba parte de varios grupos y comunidades
latinoamericanas. Halimm, sin embargo, no se relacionaba con mucha gente
más que sus dos compatriotas compañeros de piso con los que mal compartía
una habitación triple a las afueras de un pueblecito cercano a Telde,
circunstancia que cambió cuando después de varios meses saliendo juntos,
Gabriela le invitó a irse a vivir con ella en la casa de su tía Marga. Él ni lo
dudó.
−Que listo Halimm, le vino que ni pintado.
Al principio la relación iba excelentemente bien. Halimm trabajaba poco,
cubría bajas y algunas horas que le pedían de manera excepcional, por lo que
todas las noches la iba a buscar a la heladería. Allí se quedaba embobado
mirando la gracia de Gabriela contoneándose mientras atendía a su clientela.
Como los ingresos no eran muy exorbitantes seguían viviendo con la tía
Marga, aspecto que no terminaba de convencer a Halimm, y poco a poco fue
empezando a hacer presión para mudarse a otro sitio.
−Ya me temo de que va ir esto −dijo Mario con cierto gesto de desagrado.
−Calla −ordenó Julia deseando seguir con la historia.
Al año de salir, Gabriela se quedó embarazada y él, que estaba en paro,
no dudó en darle todo tipo de apoyo, no dejándola nunca sola, y estando
permanentemente encima de ella. Cada día iba a buscarla y, como siguiendo
un protocolo, se sentaba en un banco en frente para verla trabajar. Gabriela lo
percibía como acto de amor y atención hacia ella, sintiéndose afortunada por
poder contar con una persona tan atenta como él. Una noche, justo antes de
salir de trabajar, un cliente no paraba de mirarla y después de unas copas se
lanzó a hablarle. Gabriela no tenía otra opción que contestar y algo le contó el
sujeto que ella brotó a reír, una risa que al instante se transformó en
carcajadas, al tiempo en que Gabriela le llevaba la cuenta de la consumición
para cerrar la caja de esa noche.
Cuando salió del local no reconocía a Halimm. Había algo en su cara que
mostraba una vaga frialdad. No estaba sonriente como solía esperarla, no
llegó el beso de saludo, ni el abrazo colosal y con el ceño fruncido finalmente
éste exclamó:
−Qué gracioso tu amigo, ¿no?
−No es mi amigo, es un cliente. ¿Qué te pasa mi amor?
−Pues parece que le conoces de toda la vida.
−Suele venir por aquí, nada más.
−Como te gusta darle conversación, ¿Qué te contaba que tanto te
gustaba?
−Pues me contaba de una amiga suya algo que le pasó….¿Qué es lo que
te pasa a ti hoy?
−Y, ¿era tan guarra como tú? −interrumpió bruscamente un desconocido
Halimm.
−¿Qué? ¿Qué dices papito? ¿Por qué me hablas así? −titubeó Gabriela no
dando crédito de lo que escuchaba.
−Perdona flor, no quería decir eso, pero es que sabes que no soporto que
se aprovechen de ti.
Gabriela se asustó, era la primera vez que Halimm le había hablado así.
−Y ¿Quién presenció esa conversación? −preguntó Mario con curiosidad.
−La compañera del trabajo lo vio y nos lo contó cuando la entrevistamos,
ya sabes que nos metemos hasta en la cocina. Nos dijo que él siempre se
había mostrado encantador, atento. Si bien era cierto que siempre fue un poco
celoso y, en alguna ocasión, le habían sentado mal algunos comportamientos
y comentarios fuera de lugar, pero jamás se había comportado tan
petulante.También nos dijo que Gabriela prefirió olvidar este episodio y
centrarse en su embarazo, sin que hubiera nada que pudiera teñir su inefable
amor hacia el padre del pequeño ser que ahora llevaba dentro.
Al final Halimm convenció a Gabriela de irse a vivir a otro lugar. Ya no
soportaba más a Marga, justificando que, a su entender, se metía en sus
asuntos personales y nos les dejaba intimidad. Incluso llegó a decir que
algunas veces le había mirado mal.
−¿Y esto también lo dijo la compañera?
−No Mario, esto estaba en su diario, te tengo que repetir que para hacer la
reconstrucción buceamos en todas las intimidades que podemos.
−Okey, okey. Sigue
Gabriela hacia caso omiso, sabía que eso era imposible en su tía, pero
entre que no quería discutir y que también valoraba las ventajas de irse a vivir
más al sur, evitando los trayectos en la guagua al trabajo, calló y obedeció.
El carácter abierto y las buenas formas de Gabriela hicieron que
encontrasen un apartamento pequeñito en Arguineguín, un pueblecito de
costa, al sur. Allí tuvieron a su primera niña, Laila, llamada así en honor a la
abuela de Halimm. Dos años más tarde nació Halimm Junior. Gabriela no
consiguió convencer a Halimm y hacerle cambiar de opinión con respecto al
nombre del bebé. Este consideró que su hijo debía llevar el mismo nombre
que él, al fin y al cabo iba a ser su sucesor. Este tipo de temas terminaban
siempre en discusión entre ellos, por lo que Gabriela optó de nuevo por
volver a ceder para evitar la discusión.
−Como yo contigo cuando te pones tonta −apuntó Mario dándole un beso
en la mejilla.
−No bromees, que el tema no es para mofa.
−No bromeo. Anda continua con la historia, por favor.
−Halimm era un padre protector y conservador, se preocupaba por la
educación de sus hijos y solía acompañarles a la cama a la hora de acostarles,
momentos que aprovechaba para enseñarles la correcta pronunciación de
algunas palabras árabes de un minoritario y complicado dialecto bereber, el
mozabite, hablado por sus antecesores, que fue transmitido de sus bisabuelos
a sus abuelos, y de éstos a sus padres, correspondiéndole ahora a él la tarea de
preservar la lengua original, casi ya en desuso, de sus raíces familiares.
Los años seguían pasando y a él cada vez le llamaban menos veces para
cubrir las bajas del almacén de despiece, por lo que se dedicaba a cuidar de
sus hijos y a llevar una vida contemplativa, mientras que a Gabriela no le
faltaba trabajo en la cafetería, incluso aceptó hacer algunas horas extras para
poder suplir la falta de ingresos de su pareja.
Una noche tuvieron una cena con una compañera de la heladería,
Amparo, la de antes, su marido y sus dos hijas. Hacía ya mucho tiempo que
no salían por ahí y Gabriela, después de mucho insistir, convenció a Halimm
para ir. A pesar del mutismo exagerado de éste durante la tertulia, Gabriela
disfrutó de la velada. Había compartido muchas tardes con su compañera y
las anécdotas no terminaban de cesar. Gabriela, de vez en cuando, con cierta
vergüenza observaba a Halimm. Le preguntaba con los ojos qué le pasaba y
le animaba a conversar con gestos y miradas, pero éste sonreía
superficialmente y no decía nada. Tras acabar con el postre, Halimm se
incorporó exclamando que se tenían que marchar ya, sin consultar con nadie
más.
De camino a casa, Gabriela le preguntó que qué diablos le pasaba, pero
Halimm no respondió, se mantenía distante con un silencio castigador, como
si Gabriela hubiese hecho algo malo. Cuando los niños ya se habían ido a
dormir, Halimm por fin estalló y, con argumentos muy turbados, dijo a
Gabriela que su amiga no era trigo limpio y que no le gustaba. Añadió, que
era una interesada, y que no decía más que bobadas, considerando que no era
buena compañía para ella. Gabriela no lo entendió. En verdad no entendía
nada de lo que pasaba. Tras una dura pelea se fue a la cama sin decirle adiós.
Halimm, esa noche durmió en el sofá y al día siguiente muy temprano se
marchó a caminar.
Los años pasaron, y la vida con Halimm se convirtió en una rutina. No
solían salir. Como los niños ya eran cada vez más mayores, Gabriela empezó
a retomar la escritura, y pese a que Halimm le había quitado la idea en más de
una ocasión, volvió a escribir sus anheladas noches de inspiración, y una
tarde se decidió a compartirlos con Amparo.
−Hablando de escritura −dijo de repente Julia−. Enciende la Tablet por
favor que tengo que enviar por email unos poemas a un colega psiquiatra de
la Interpol. Está muy interesado en ellos y se los quiero enviar cuanto antes.
Me meto en mi cuenta y, mientras los leo, tú los copias ¿vale? Así
agilizamos. Venga, empiezo.
−Okey −dijo Mario incorporándose del sofá−. Al final me vas a hacer a
mi currar.
−Venga que empiezo. Copia:
«Me entristecen los árboles desnudos, desprotegidos, parecen
entregados a la muerte, convencidos de su derrota. Entregan su
destino al quehacer del viento, él decidirá la intensidad de sus
golpes…
Gabri. Noches de inspiración»
−Qué bonito ¿no? −dijo Mario mirando a Julia a los ojos. Me lo vas a
tener que repetir, no tenía batería. Voy a enchufar el cargador.
−Déjala mejor enchufada. Prosigo con otro.
«Prolonga la rosa el tallo, creciendo espinas de savia de
sangre. Se deja engañar la percepción, muriendo el color que
vestía sus elegantes pétalos…..entonces la rosa se vuelve
vulgar entre las flores…
***
Gabriela notó que a Amparo le gustaba lo que le iba leyendo y, al
terminar, ésta se emocionó, le dio un abrazo y le animó a crear un blog donde
publicar sus poemas, provocando que Gabriela se quedase pensativa durante
más de media hora.
Cuando llegó a casa decidió comentar lo del blog a Halimm.
−¿Tú crees que escribes con calidad como para publicar? Ya te dije que tu
amiga no era trigo limpio. Solo quiere que se rían de ti.
−Antes decías que te gustaba mi forma de escribir. ¿Ahorita de repente ya
no te gusta?
−Me gusta que escribas para mí. Nadie tiene por qué leer lo que ronda en
tu mente, No tienes suficiente calidad. Vas a dejarme en ridículo contando
cosas nuestras.
−Quizá podría hacer algún curso o ir a clases para mejorar.
−¡No! −gritó Halimm interrumpiendo el discurso de Gabriela−. Dedícate
a trabajar y cuando te vuelva la inspiración te pones a fregar −sentenció
Halimm con un golpe en la mesa del cuarto de estar.
Los ojos de Gabriela se tornaron vidriosos. No pudo llegar a pronunciar
palabra alguna por miedo a derramar alguna lágrima y sentirse vulnerable
frente a él. Se fue a la habitación sintiéndose vulgar, y allí cogió un bolígrafo
y al dictado del cerebro su mano obedeció:
«Hoy el cielo está triste porque el Sol no brilla con toda la
fuerza propia de un dios. Espero que pronto se encienda sino el
mundo morirá en las tinieblas….
Gabri. Noches de inspiración»
***
A la mañana siguiente, Halimmm le había dejado una notita en la cocina:
«Escribe para mí, mi amor, yo te leeré siempre»
Pero Gabriela había madurado la idea por la noche, pensando en que se
informaría de cómo crear su propio blog. No diría nada a Halimm y así se
evitaría otra discusión. «Ojos que no ven, corazón que no siente», pensó para
sí.
Dos meses más tarde, y a consecuencia del turismo internacional durante
el periodo navideño, Gabriela empezaba a tener mucho trabajo. Esto hacía
que saliera más tarde del local, provocando fuertes disputas con Halimm que
no quería entender que se tuviera que quedar más. Un día que ella se
retrasaba, Halimm decidió ir a espiarla, y no paró de darle vueltas hasta
convencerse de que Gabriela le iba a engañar. Tras tres largas horas de
vigilancia, no halló nada raro que alimentasen sus sospechas infundadas, pero
en vez de calmarse, se le avivaron las ganas de empezar a vigilarla más, sin
que ésta se llegase nunca a percatar.
−Madre mía, que pesado −resopló Mario- Voy a por una cerveza.
−Tráeme otra para mí.
Halimm cogió la costumbre de aguardarla escondido en frente de la
puerta detrás de un poste, como un perro guardián. Cuando Gabriela salía,
fingía y decía que acababa de llegar y le contaba siempre el mismo ritual, que
los niños estaban ya cenados, cambiados y esperándoles a ellos para por fin
descansar. Después comenzaban las mil preguntas sobre los clientes
masculinos del bar:
−¿Muchos tíos? ¿Algún pesado? ¿Alguien te ha querido ligar?
Solía regañar a Gabriela por llevar el escote a su parecer demasiado
amplio, diciendo que parecía una fulana más. Gabriela, cansada siempre del
mismo sermón, aprendió a no escuchar. Prefería no rebatirle mucho porque
sabía que terminaban discutiendo, y él siempre obligatoriamente debía llevar
la razón. Estaba agotada y para ella la mejor opción era evitar la conversación
y el inevitable enfrentamiento posterior.
Esa situación se fue reflejando cada vez más en su vida personal y
Gabriela, con el tiempo, fue separándose silenciosamente de él. Dedicaba su
tiempo a los niños, y cuando éstos dormían, se iba a la habitación a escribir,
publicando al día siguiente sus creaciones en su propio blog personal,
leyendo los comentarios de sus seguidores a lo largo del día. Halimm no tenía
ni la más remota idea sobre ello.
Una tarde de sábado, Gabriela, olvidó el teléfono móvil en la mesilla de la
habitación. Se había hecho tarde y había tenido que ir al trabajo casi
galopando, sin poder despedirse ni de sus hijos, ni de Halimm, aunque en
realidad tampoco le importaba mucho este último.
−¿Y el móvil lo coge él y se lo cotillea? −interrumpió Mario
−Efectivamente. Esa tarde Halimm estaba en el salón jugando con los
niños cuando, de repente, un incesante silbido empezó a sonar y parecía
proceder de la habitación de matrimonio. El repetido pitido informaba
constantemente que estaban entrando mensajes en el teléfono de Gabriela,
que él pronto reconoció. Extrañado y movido por una enferma curiosidad, se
precipitó al dormitorio principal donde rápidamente vislumbró la pantalla
iluminada del aparato que no dejaba de pitar. En la pantalla principal sólo
pudo ver el inicio del nombre del emisor y cómo comenzaba el mensaje,
puesto que para continuar era preciso introducir una clave personal, así el
teléfono se desbloquearía. Halimm no conocía tal combinación mientras que
los mensajes no dejaban de llegar:
«marius78@: Bravo Gabriela, eres sen...»
«marius78@: Fascinante esta ocas…»
«marius78@: Estoy deseando poder se…»
«marius78@: Diva de la adoración y de mi...»
Una especie de angustia y nerviosismo comenzó a dominar el cuerpo y
mente de Halimm, como una rara pre-psicosis que perturbaba su sentido de
realidad, convirtiendo la indescriptible rabia en auténticos delirios de
infidelidad. Una disociada realidad se presentaba ante sus ojos. Tenía un
deseo exagerado de poseer de forma exclusiva a Gabriela, al tiempo que
necesitaba castigarla y mantener su estatus de hombre triunfador. El
sufrimiento interno avasallaba su corazón, sentía que perdía a la persona que
amaba, que dejaba de ser de su propiedad, y empezó a notar el sudor a través
de sus poros, sintiendo una urgente sed de revancha y un profundo y negro
vacío en su corazón. Se veía traicionado, engañado, vendido. Cogió el móvil
de Gabriela entre sus dos manos y se sentó en el suelo, junto a la cómoda.
Allí, preso de la ira, estuvo tirado horas hasta que Gabriela llegó.
−Y ¿qué pasó? −formuló Mario
Pues que el tiempo no había hecho su trabajo, no había sosegado las
irracionales sospechas de Halimm. Al contrario, habían avivado más sus
ganas de vengarse. Era muy tarde y los niños se habían ido solos a acostar.
Gabriela, al ser ese día sábado, había tardado más, lo que Halimm interpretó
que podría estar con Marius78, lo que aún activaba más sus ansias de luchar
por lo que creía suyo, de su posesión, a parte también de pelear por su
dignidad.
Gabriela, en el trabajo, echó de menos el móvil. Le daba rabia habérselo
olvidado en casa, porque le gustaba aprovechar los pequeños descansos y
tiempos muertos para leer los comentarios de sus seguidores, lo cual la
llenaba de una especie de energía gratificante, que la hacía sentirse
verdaderamente especial, permitiéndola escapar de la vulgaridad diaria a la
que le condenaba Halimm.
Al llegar a casa, entró sin hacer ruido. Suponía que ya dormían todos.
Soñaba con el ir al cuarto de los niños y contemplarles un instante con la
misma fuerza con la que deseaba que Halimm ya durmiese y no tener que
hablar con él, ni dar explicaciones de la hora de la llegada, ni tener que
soportar el sermón diario sobre la actividad en el bar. Se descalzó sus
manoletinas de charol y se extrañó que la televisión estuviese aún encendida,
por tal motivo y en voz muy bajita preguntó:
−Hola ¿Estás despierto? He tenido un día agotador.
En ese momento Halimm apareció y como si de un violento desconocido
se tratase, la agarró del cuello con precisión. Tenía la cara descompuesta, una
especie de arrogancia brillaba en su rostro, y unos ojos dañados, rotos
miraban a Gabriela con gran desprecio y subestimación.
−Cállate zorra, que te vas a reír de tu puta madre −con voz menguada y
quebradiza la insultó. La cogió del cuello y comenzó a hacerle preguntas
sobre quiénes eran los hombres que le enviaban mensajes a su teléfono
personal. Gabriela muerta de miedo no pudo apenas contestar y entre
sollozos, para evitar despertar a sus hijos, se limitó a pronunciar no saber a
qué se podría estar refiriendo. Halimm, sin dudarlo, golpeó de un cabezazo el
rostro a su mujer, provocando una herida en el labio superior que pronto
comenzó a sangrar. Gabriela muerta de pánico no podía ya ni jadear. La tenía
tan fuertemente cogida por el cuello que ya no tenía apenas fuerzas para
respirar. Después de un larguísimo minuto más, Halimm de un empujón la
soltó y Gabriela tirada en el suelo comenzó a llorar. Temblando de terror, sin
poder levantarse del suelo, donde finalmente se tumbó y allí quedo abatida,
hasta que al día siguiente por la mañana, su hijo pequeño la despertó. Eran las
ocho de la mañana cuando el menor entró en la cocina.
−Mamá, ¿qué haces ahí?
−Buenos días, cariño −fingió Gabriela−. Ayer llegué muy tarde y por no
molestar a tu padre, me quedé aquí echada.
− ¡Qué raro, mamá! ¿Qué hay de desayunar? ¿Preparas unos crepes? Hoy
vamos con los scouts de excursión. ¿Te acuerdas?
−Claro cariño, corre, despierta a tu hermana que vais a llegar tarde. Yo
voy a calentar la leche y algo más para almorzar.
Mientras hacía el desayuno, su primogénito volvió y se le acercó.
Mirándola detenidamente le preguntó:
−Mamá, ¿qué te ha pasado en el labio?
−Nada, mi amor, ayer en la heladería que tuve un resbalón.
El niño con cierta suspicacia no la creyó.
Gabriela, más cerca del ángel que de la persona que era, respiró
profundamente, intentando mantenerse serena mientras se limpiaba los restos
de sangre seca del labio. Debía ser fuerte para que sus pequeños no
sospecharan nada. Sólo pensaba en protegerles, ocultándoles la verdad,
esforzándose en dar una sensación de calma y absoluta normalidad.
−Cada día te quiero más −dijo Halim entrando por la puerta con un ramo
de flores.
Gabriela preparó varios crepes para los niños, los metió en sus mochilas y
con miedo a quedarse sola de nuevo con su marido, se despidió. Cuando vio
que los niños subían ya al autobús de los scouts una especie de sudor frío
recorrió su interior. Después de un silencio demoledor, Gabriela con voz muy
baja y quebrada pronunció:
−No quiero vivir más contigo.
−Halimm de repente se estremeció y con la mirada fija en ella le pidió
perdón. Le prometió que jamás volvería a ocurrir lo sucedido la noche
anterior. Justificó su comportamiento diciendo que había tomado algo de
alcohol después de cenar y no le había sentado muy bien, también le comentó
que no le gustaba que se relacionase con gente que él no conocía por si la
pudieran herir. Gabriela se mantenía en silencio. A los pocos minutos,
empezó a recordar momentos junto a ella de su vida anterior, el nacimiento
de cada uno de sus hijos, las primeras citas, los helados junto al mar…
Finalmente le dijo que la quería demasiado y que no soportaba la idea de que
pudiera haber otra persona inmiscuida en su relación y así, de esta manera,
muy sutilmente le preguntó sobre Marius78.
Gabriela quería creerle, quería volver a confiar en él, sabía que por el bien
de sus hijos lo mejor era que estuvieran juntos, pero con muy poco amor
propio le contestó que Marius era tan solo un seguidor. Con mucho miedo a
contarle las cosas y dubitativamente, le relató que públicamente escribía en
un blog, que ya tenía más de ciento cincuenta seguidores y que Marius era un
venezolano también escritor. Que desde que escribía se sentía mejor, había
encontrado un hobbie que le cubría sus necesidades de relación a través de
sus escritos. Después de contarle todo tuvo que jurar y perjurar que él era su
único amor.
−No entiendo que haya mujeres que puedan perdonar algo así. Intuyo que
esto sólo puede ir a peor. ¿Es este el famoso círculo de la violencia machista?
−Así fue. Pasó el tiempo y Gabriela cada vez se había profesionalizado
más en su blog. Ahora ya no se escondía y parecía que Halimm asumía tal
diversión. Sin embargo, no dejaba de ser un comportamiento superficialque
mostraba, ya que cada día desconfiaba más de ella. Típico en la violencia de
género, las fases de Walker, ¿no te suenan? No soportaba que se relacionase
con el mundo exterior y había notado en ella un cambio brusco. Ya no era
aquella chica divertida; las relaciones sexuales habían disminuido
drásticamente y cierto era que ella ya no le dedicaba la más mínima atención.
Halimm percibía que su vida se reducía a cuidar a los niños, pasear, ver la
televisión y esperar cada noche sentado en el sofá el regreso de Gabriela. Los
días de diario regresaba sobre las once a casa, y el poco rato antes de dormir
lo dedicaba a escribir y publicar en su blog. Los fines de semana volvía a
casa demasiado tarde y se iba directamente a descansar para el día siguiente
estar activa y disfrutar de sus niños antes de volver a irse a trabajar. Halimm,
cada vez más desconfiado y soberbio, seguía sin trabajar, vivían del sueldo de
ella que con las horas extras les permitían no vivir mal. Él tenía mucho
tiempo libre y lo dedicaba a rumiar; enfermaba solo con la idea de pensar en
el blog de Gabriela y ese tipo de pensamientos cada día eran más frecuentes,
más enfermizos y más duraderos. Se encendía y quemaba por dentro cuando
Gabriela recibía una llamada y se iba a otra habitación a hablar. Eso le había
generado algunas discusiones, por lo que últimamente Gabriela apagaba el
teléfono al entrar en casa para evitar que eso provocase otra pelea más.
Aunque Halimm era consciente de ello e iba incubando cada vez más
malestar.
Una noche de sábado, en las que Gabriela solía retrasarse debido al
aumento de clientes, Halimm se asomó por la ventana a ver si la veía llegar.
La sorprendió parada en la esquina frente al portal, leyendo y escribiendo en
su móvil con una sonrisa en la cara y, a sus ojos, con poca prisa por entrar.
Halimm empezó a notar cómo hervía cada gota de su sangre. Ya no podía
más, tenía un coagulo de desesperación en el cuello. Tras media hora de
espera, decidió buscar el blog de Gabriela en internet y hacerse pasar por un
seguidor más. Rápidamente se creó un nick falso y Gabriela aceptó su
solicitud de amistad, con lo que le permitía a éste leer lo que Gabriela había
publicado los días anteriores.
***
−Pásame la Tablet de nuevo y me dictas tú ahora los poemas que yo
escribo más rápido y también quiero enviar estos cuanto antes.
−Okey, toma ya se ha cargado un poco. A ver qué tal recito.
−Lee literal por favor.
−Voy −dijo Mario con un tono preocupado como si fuera a ser evaluado.
Después de una pausa, empezó:
«Viaje a lo incierto
Puede ser que lo desconocido signifique vértigo.
Un vértigo provocador que se abre ante nosotros, nos atrae,
nos seduce despierta el deseo de sentir la piel cerca.
Me impulsa a lanzarme al mundo con alegría… y me da igual
una merienda con el rey que un vaso de agua en el tugurio más
cutre, me adapto y me fascina conocer cosas nuevas… lo peor
es la rutina…
El cielo se ve desde tantos sitios, hay tantos mares donde
nadar… tantos ojos donde reflejarse… Sería imposible vivir sin
ilusión…
Las casualidades son el fruto de la vida, de mi vida… la
casualidad está llena de encantos y de personas que no se
pueden mirar sin parpadear, que te encienden.
Me gustan los duendes que hay en la prosa.
Mi inquietud es vivir, esta única ocasión que se me ofrece y
merece ser mimada…
Vivir, para mí, es arriesgarse, es sentir, es locura, es amar, es
explicarle al mar que su sabor salado imita la sed de la boca
del amante que se halla solo en el lecho, es contar al mundo
que a veces los dioses conceden deseos, es susurrar los versos
más bellos a la luna, es reír y contagiar la risa, es sentir cada
segundo como único, es jugar, es ilusión…»
Gabri. Noches de inspiración@»
A Halimm le cambió el rostro, sabía que no debería seguir leyendo para
no enfermar más. Un escalofrío gélido recorrió sus órganos más internos
invitándole a temblar. Temblaba al tiempo que deseaba saber más, leer más,
profundizar mucho más, sabiendo que si buscaba lo que iba a encontrar,
merecería el castigo de haberlo encontrado. Un castigo cargado de furia,
rabia, ira y un deseo irrefrenable que le fustigaba cada vez más. Bajo ese
escrito anterior un tal PoetadelSur le respondía con un verso similar:
«Volvió la luna a visitar mi alcoba, recordó entreesbozos de
emoción a una mujer de raza inespecífica, de rasgos sesgados y
naturaleza perfecta.
Decían de ella que caminaba sobre el viento, que su destino era
erigirse sobre toda criatura con vida, decían también, que todo
ser que se atreviera a mirarla quedaría encantado bajo su halo
de supremacía, que quedaría condenado a amarla más allá del
fin de cientos de universos.
Decían pues, que aquella mujer, de fuego en alma y luna en el
pecho, representaba la más pura belleza, y el más impúdico
pecado de entre los deseos y clamores de una juventud que
embriagaba el alma y las manos de todo ser bienaventurado
que hubiera llegado a poseerla.
Hija de Dioses y heredara de la tierra, alzaba sus manos en
busca de una virtud que le pertenecía y a su vez la poseía,
virtud que amaba y gritaba su nombre en cada silencio, y en
cada soledad.
Mujer, mujer de rostro desnudo y ternura en el verso; en su
cama una niña y en su vida, mi vida»
Poeta del Sur@»
Quería creer que Gabriela nunca le engañó, pero una voz interna le
amenazaba constantemente, gritándole lo miserable que era, recordándole
todo lo que él había invertido en la relación para que ella ahora se
prostituyera públicamente con cualquiera. Como si de un delirio se tratase,
vio al venezolano abrazando a su Gabriela, al tal poetadelsur besando los
labios de su mujer que consideraba suyos, y esas imágenes se repetían
incesantemente y con más fuerza en su imaginación.
−Puff, este tío está fatal, la que la espera a Gabriela cuando suba
−dijo Mario lamentándose con la cabeza.
Eran las dos de la mañana ya y seguía observando a Gabriela, continuaba
leyendo más versos censurados a sus ojos, al tiempo que seguía
deshaciéndose por dentro:
«De nuevo se representaba ante ella como una gigantesca ola
de protección que la acariciaba con los dedos llenos de sangre,
con la sonrisa cubierta de llanto, con los ojos llenos de pena, y
ella se introducía poco a poco buscando calor en ese innegable
universo de frío, que la acariciaba, que la quería, que la
amaba...
Pero aún se mostraba tan alto, tan lejos y tan tan distante que
ella terminó leyendo sonetos al sol y, así poder entretener a los
duendes mientras la vigilaban, permitiendo que la niña que
reinaba en su interior siguiese creciendo...
No crezcas demasiado, ahora mismo solo oírte hablar es
espectáculo, déjanos ir a tus conciertos musicales, empápanos
de tu magia, de tu canto, de tu convicción…
je suis la lune: dròle et poetique... » poetadelsur@»
«Yo siempre prefiero que la vida me alimente de versos y la luz
sea el mañana, aquí en este fondo oscuro con mis cuatro
paredes de porcelana, no es suficiente para mi. La esperanza,
la obediencia y las verdades con trampa se acogen despacio a
pedirme otra vez cita y de nuevo me dejan solo con la canción
más lenta, alguna vez deberían aprender las calles a no
dejarme solo.
Que se retrase el día, hasta el tiempo que tarde ella en decirme
que sí….»
Sensitive&terness@»
«¿Amor? Si hay despedida que sea generosa, pero amar es
amar como nunca, llenos de éxtasis, de convulsión de suspiros
de sangre, amasando las estrellas, sin que llegue la amnesia.
Me quedaría velando siempre tus sueños, lejos del odio y de la
cólera, inmóvil en la lluvia, centinela implacable de mi amor
asesino. A veces podíamos derrumbar esos muros de
incomunicación perdidos en la infinidad de la noche, no tengo
un ápice de sueño esta noche, y huele a luna llena….»
Zucone@»
«Cuando la luna sugiere el momento, la ciudad me mira con
tus ojos…
Sí, incomprensible, como un cuervo ingenuo, cómo imaginar
vestido un cuerpo ya devorado, poético, ¿cómo afirmar que
Venus nació en manos del gran pintor Italiano?, ¿cómo afirmar
que el fuego posee vida propia?, ¿cómo crear formas haciendo
resbalar barro entre las manos?, ¿cómo asegurar que las
estrellas conceden deseos?, ¿cómo aullar a la luna pidiendo
ser lobo?, o ¿cómo preguntar a las margaritas por el amor
deseado?
Pero cierto. Como la ternura de las bestias, como la existencia
de los dioses como el dolor de volver solo, como la desidia de
la espera... »
Gabri. Noches de inspiración@»
«Mi vida aún no ha dado la vuelta del todo, siento que dibujan
la travesía de mi vuelo, trazando una amplia telaraña sin
fondo, invitándome a beber agua contaminada de intereses que
ahora mismo desconozco, palideciendo mis sentidos y con ello
mi voluntad…»
Marius78@»
«He danzado al son de tu voz escrita. Me ha conmovido… Yo
no elegí la nada. La nada no es una elección válida, tampoco
para ti Gabri. Tu presencia crea devoción, vida y viento, creo
que la nada es lo único que realmente puede escapar de tu
dominio.
Mi piel baila con tu prosa…»
Zeus@»
Halimm no podía seguir leyendo. Se encontraba inmerso en una ciénaga,
envuelto en un fango de celos y rencor que no le permitían continuar. Se
aseguró que los niños dormían y salió lleno de rabia a buscar a Gabriela. Sus
pasos iban guiados por el odio y la desesperación, tenía que reclamar por
última vez lo que era de su propiedad. Era muy tarde y procuró que nadie le
viese salir de casa y caminar hacia donde estaba Gabriela. Eran las dos y
media de la madrugada; la luna era blanca y llena, brillaba intensamente en la
oscuridad de la noche, siendo la única testigo de lo que iba a suceder.
−Qué sorpresa, Halimm, no te esperaba, hacía tiempo que no venías a mi
encuentro −dijo Gabriela sorprendida cuando le vio a unos metros del portal,
guardándose el móvil en un bolsillo del pantalón que vestía.
−Vamos a casa, que es tarde y estarás cansada.
−¿Qué te pasa? Parece que estás raro, papito.
−Nada, nada, vamos.
Al llegar al portal, la agarró del pelo y la golpeó contra la pared,
rompiéndole la nariz. Acto seguido, sin darla tiempo a reaccionar ni a darse
cuenta de lo que estaba sucediendo, la cogió del cuello apretándole con toda
su fuerza, observando como poco a poco se iba apagando la luz en sus ojos a
la vez que iba dejando de oponer resistencia y luchar por su vida. En ese
momento, Gabriela, aterrada, sintió que llegaba su final, el respeto a la
muerte que siempre había imperado en su interior se pulverizaba
paulatinamente, mientras Halimm seguía asfixiándola sin piedad. Pudo sentir
hasta en las raíces de sus entrañas el amargo sabor del odio hasta que dejó de
respirar. Lo último que vio, fue el rencor en la mirada del que era su marido y
su único amor.
Allí mismo y aprovechando que el cuerpo de ella era pequeñito lo subió a
su lomo, bajó las escaleras y lo metió en el trastero. Cerró la puerta y subió a
casa con toda su frialdad, pero con aparente normalidad. Entró al cuarto de lo
niños, les besó y comprobó que estaban dormidos. Se dirigió al salón, y con
mucho cuidado de no hacer ruido, retiró la mesita y levantó las patas del sofá
para sacar la alfombra, la cual empezó a enrollar.
Mario escuchaba sorprendido, pero interrumpió a Julia porque necesitaba
ir al baño. Estaba perplejo y, aunque cansado, quería saber qué había pasado
finalmente con Halimm. Julia cogió el móvil de Mario para mirar los videos
de Oliver en el cumpleaños. El pequeño se iba haciendo cada vez más mayor.
Había una grabación donde el niño corría, alzaba los brazos y no paraba de
reír, otro que se ponía a sollozar porque no le dejaban coger un vaso de
cristal. También vio imágenes antiguas con familiares, amigos y vecinos que
hacían a Julia sentirse fatal. «¿Cuántas horas te debo, os debo?» se
preguntaba para sí. Cuando vio a Mario venir con otras dos cervezas, se sintió
de nuevo mal, y aunque no se atrevió a rechazar esa segunda cerveza, no la
tocó, y decidió proseguir con la irónica historia de amor.
−¿Te acuerdas cuando nos llamaron el domingo pasado por la
desaparición de una mujer? Era ella. Tras despedirme de ti y de Oliver,
fuimos a Barajas a coger un avión a Canarias. Llegamos pronto al cuartel.
Allí nos esperaba el Capitán, que después del café, nos llevó hacia el
despacho del cabo Tomás quien había llevado la investigación principal.
−Sí, de éste me hablaste por teléfono, ¿cómo acabó la cosa con él? Me
dijiste que era un pieza.
−Puff, ahora te cuento, menudo tío. Polo sin planchar lleno de
lamparones, por no hablar del olor a sudor fuerte que desprendían sus
alerones y que se olía desde la puerta de su despacho. La mesa y un sin fin de
papeles sobresalían de cada funda y todo sin ordenar. Fue imposible tomar
asiento puesto que cada silla estaba ocupada con cajas de atestados abiertas,
de las que asomaban más carpetas de casos que parecían estar todavía sin
esclarecer.
−Qué desastre, ¿no?
−Pues sí. Tomás nos contó que la denuncia la interpuso Amparo, la
compañera de la heladería, que estaba extrañada porque Gabriela no hubiese
llamado para avisar de que faltaba a trabajar el domingo y el martes.
−¿Y el lunes?
−El lunes estaba cerrado por descanso del personal. Ante la ausencia de
Gabriela el miércoles, el jefe de la heladería llamó a su móvil y en vista de
que no daba señales de vida, la compañera se pasó por su casa después de
trabajar. En su denuncia declaró que apreció que el marido tenía algo que
ocultar.
−¿Y eso? −preguntó Mario con interés.
−Porque dijo que permanecía demasiado tranquilo, a pesar que había
desaparecido la madre de sus hijos. Tu imagínate que desaparezco yo, ¿ibas a
estar en casa viendo la tele tumbado? Y lo más fuerte es que este tipo le
comentase al Cabo que Gabriela no había vuelto de trabajar el sábado por la
noche, justificando que estaría con amigos por ahí, algo que sabía que no era
verdad, puesto que Gabriela siempre se iba a casa cuando cerraban el bar.
Tampoco denunció los hechos y que se mostrase tan apacible y sin ser el
primero en buscarla… Muy raro, todo eso le hacía pensar que algo le
involucraba.
Ya Tomás, en otro caso, se mostró un poco así con nosotras. Pero en este
caso la ha cagado. Halim quiso dar la imagen de ser él la víctima y éste se lo
tragó.
−No entiendo ¿estaban compinchados? −interrumpió Mario.
−No, escucha. Cuando Tomás y su equipo fueron a tomar declaración a
Halimm, éste les recibió en batín con cara de preocupación. Quiso dejar
claro, antes casi de comenzar, que no denunció la desaparición, ya que
Gabriela le había amenazado varias veces con irse de casa puesto que, según
dijo él, ella no soportaba más su situación personal, la carga de los dos niños,
la crisis económica por la que estaban pasado y pequeños conflictos de
pareja, añadiendo que discutían con frecuencia. Todo esto lo dijo Tomás. Y el
Cabo Tomás, con sus añazos de experiencia en el cuerpo, se lo creyó, y sin
dudarlo le preguntó por contactos de Gabriela que le pudiera informar más, a
lo que Halimm le facilitó varias direcciones.
Tomas consideró que debían investigar más contextos y que aún era
pronto para tener una hipótesis clara acerca de su desaparición. Ordenó a
varios miembros de su equipo ir a las direcciones que Halimm había
facilitado a conseguir más información, no obteniendo nada relevante para la
investigación. Por último, y para tranquilizar a Halimm, le informó que en
ese momento se barajaban varias hipótesis que pudieran explicar la
desaparición de Gabriela: desde la fuga voluntaria, el suicidio, hasta que la
hubiesen raptado miembros de alguna organización criminal, apuntando que
era fundamental que se entrevistase a los menores por si pudieran aportar
algún dato que poder dirigir la investigación. Y menos mal que en este punto
nos llamó a nosotros, para entrevistar a los niños, sino todavía están buscando
al que presumiblemente se fue con ella de fiesta…
−¿Por qué Tomás no dio más importancia al testimonio de Amparo?
−No es la primera vez que trabajamos con Tomás, y siempre hemos
notado una extraña vara de medir en función de quien venga la información.
Rosa y yo ya hemos tenido algún desencuentro serio con él. Por decirlo
finamente te diré que le cuesta trabajar con mujeres.
−Vaya, vaya con Tomás¡Quien lo diría de un hombre de su posición!
−Ni que lo digas. En fin. Bueno, que te sigo contando, Con esta
información, más todo lo aportado en el atestado, Rosa y yo fuimos al
domicilio de Halimm con el objetivo cada vez más claro. Cuando abrió la
puerta quisimos aprovechar la ocasión para entablar conversación con él, y
así poder comenzar a perfilarle. Halimm nos recibió cordialmente. Se
mantenía demasiado estable a nivel emocional como para que su mujer
hubiera desaparecido desde bastantes días ya. Era increíble su entereza.
Acababa de hacer la merienda y estaba sentado con los niños ayudándoles a
hacer los deberes, como para dar la sensación de ser un padre ejemplar. En
ningún momento nos preguntó por el avance en la investigación, tampoco
quiso organizar batidas para intentar su localización, como en otros casos
solía suceder. Encontramos a un Halimm muy raro que sólo hacía preguntas
sobre la exploración de los menores del tipo: ¿Esto es normal? ¿No necesito
un abogado?, y ¿Es importante lo que ellos puedan contar? Le tuvimos que
explicar varias veces que nosotros somos el equipo especializado para hablar
con niños.
−Joder, vaya ejercicio de paciencia para ti, ¿no?
−Tras contarle el procedimiento y decirle que en una desaparición este era
el protocolo a seguir, Rosa y yo nos desdoblamos para entrevistar a cada niño
por separado. Ambos niños coincidían al apuntar que su padre alguna vez
había chillado a su madre y la había tratado mal. El mayor contó el episodio
de la cocina, cuando vio a su madre allí tumbada y con una pequeña herida en
el labio superior. Los dos también relataron que su padre les había dicho que
mamá podría estar quizá ahora con otro señor.
El testimonio de los dos niños nos alertó, y hacía de su padre el
sospechoso principal de la desaparición. Decidimos demorar la estancia en la
vivienda y hacer un par de preguntas más a Halimm, para intentar explorar lo
obtenido por los niños.
En este interrogatorio accidental, Halimm fue dando datos que no tenían
que ver con lo que habíamos leído antes en la diligencia policial. Se
confundió con el día de la desaparición; además afirmó que su mujer se
estaba viendo con un paisano de ella, a modo de relación extramatrimonial,
aspecto que nunca dijo en la primera declaración oficial. Refirió que, pese a
ello, la relación con Gabriela era buena y que estaban planeando un viaje a
Venezuela, para que los niños conocieran a la familia de allí. Negó ser celoso
y, en más de una ocasión, afirmó que dormían juntos pese a que ambos hijos
había comentado que desde hacía tiempo su padre dormía en el sofá cama de
la sala principal.
Tras todas estas contradicciones, nos dirigimos al Cuartel con el propósito
de comunicar que la investigación, tras lo hallado esa tarde, apuntaba a
Halimm como el presunto y principal responsable de la desaparición de
Gabriela.
El cabo Tomás se encontraba tomando café con varios componentes de su
equipo. Nos cita en el bar y, allí delante de todos, nos pregunta abiertamente
sobre la entrevista. Rosa y yo nos miramos asombradas sin pestañear, ya
sabes que ambas tenemos el sentido de la responsabilidad muy alto, y no
íbamos a hablar de los hechos allí mismo, en ese bar. Corregimos
verbalmente al cabo y le ordenamos ir al despacho. El Cabo a regañadientes
aceptó y se atrevió a llamarnos delante del resto del equipo “las forasteras”.
En la sala de reuniones, Rosa y yo decidimos que lo más operativo, en
esos momentos, era analizar los nuevos datos relacionándolos con cada una
de las posibilidades que existían a la hora de explicar una desaparición.
Preguntamos a los agentes cuestiones que habían averiguado durante la
investigación. Rosa limpió la pizarra y comenzó a apuntar una por una todas
las hipótesis que, en función de los datos obtenidos hasta el momento,
tendrían para alimentar con pros y contras cada posible opción, aunque
sabíamos perfectamente ya la implicación de Halimm en la desaparición pero
teníamos que defenderla al equipo. ¿Muy fuerte, verdad?
«¿Suicidio? » escribió Rosa en primer lugar. Los agentes confirmaron su
buen estado de salud. Jamás fue diagnosticada de trastornos de la esfera de lo
mental. Nunca había tonteado con esa palabra, ni en el terreno laboral ni en el
relacional. No se halló ningún atisbo de itinerario previo de conducta suicida,
o pistas o señales que de ello pudieran alertar, cartas de despedida, regalos,
mensajes sutiles encubriendo un adiós. Gabriela tampoco tenía problemas
graves de salud o alguna enfermedad que pudiera hacerle pensar en quitarse
del medio para no ser una carga a su entorno familiar.
−Se ha analizado un blog suyo que publicó y algunos poemas son de corte
depresivo −informó un guardia del equipo.
−Aunque hay que considerarlo, no es señal de nada en particular, uno
puede escribir en un estilo como forma o gusto personal, no está considerado
un factor de riesgo para la conducta autolítica −contestó Julia−. Sin embargo,
analizaremos profundamente el blog.
−¿Accidente? −siguió Rosa−. No hay datos, ni testigos que pudieran
afirmar un accidente o algo similar. Recordemos que el trayecto de la
heladería a su casa supone escasamente setecientos metros. Si bien era tarde,
de haber un accidente, alguien debería haber visto algo. Tampoco padecía
ninguna lesión o enfermedad que la desorientara esa noche de vuelta a su
casa, y los compañeros de trabajo comentaron que hizo su labor esa tarde de
manera normal. Descartada.
−¿Rapto?, ¿Qué podría tener Gabriela que alguien pudiese codiciar? ¿Han
pedido algún rescate?
−Negativo, mi Capitán −contestó-otro guardia.
−Quizá desde su país ¿Alguien que quisiera chantajear? No. Descartado.
−¿Crimen organizado? Después de analizar el ambiente y sus entornos
esta hipótesis queda descartada absolutamente.
−¿Huida voluntaria? −dijo Rosa, al tiempo que escribía también, preguntó
en alto−. No se ha llevado documentación, la familia de Venezuela afirma
que Gabriela nunca barajaría esa opción, teniendo dos hijos en casa bajo su
supervisión. Los compañeros de trabajo afirman que no tenía motivos para
irse, que sus hijos eran lo más importante para ella, siendo su deseo, el poder
darles la mejor educación. No se conocen planes, proyectos ni amistades
fuera de la localidad, no había presiones de las que quisiera escapar. Tan solo
Halimm es el único que afirma que Gabriela se ha ido por su propio pie, que
estará de fiesta con amigos o podría estar con alguien, ¿otra relación?.
−¡Señores! −exclamé, frente a la cara de póker de Tomás−. La hipótesis
más probable es que Gabriela ha sufrido una desaparición forzosa, y
probablemente Halimm tenga mucho que ver en ello, ¿no lo veis así?
Tomás frunció el ceño, no aceptaba que hubiésemos tenido que venir de
Madrid para decirle a él lo que tenía que hacer. Tras esta exposición, llamó a
dos guardias del equipo para que expusiesen las últimas averiguaciones que
habían realizado minutos antes de esta reunión.
Un guardia de aspecto atlético informó que un tal Chino había vendido
hierba a una mujer que correspondía con las características físicas de
Gabriela la noche anterior. Añadió que habían seguido algunos movimientos
de ella, encontrando que Gabriela había frecuentado varios puntos de venta
de droga en los últimos días.
Después de esto, Tomás interrumpió al guardia diciendo en voz alta que
estábamos invirtiendo tiempo y recursos en encontrar a una drogadicta que se
había ido por puro vicio, agradeciéndonos nuestra ayuda en público pero
invitándonos a irnos, recalcando que ellos ya terminarían su investigación.
Hubo un terrible silencio en la sala y, tras éste, Tomás nos rogó que por
favor, antes de cargarnos el caso aceleradamente deteniendo a Halimm, era
conveniente que entendiéramos en profundidad los pasos de la investigación,
sugiriendo que ellos eran los que realmente sabían cómo investigar, y
recordándonos las horas de calle que al Cabo y al resto de su equipo le había
tocado patrullar antes de estar en una unidad de Policía Judicial. Como lo
oyes, Mario.
Rosa y yo nos miramos boquiabiertas tras tal comentario, pero
rápidamente Rosa reaccionó y decidió no alimentar su curva de hostilidad.
Prefirió ir por la vía de lo racional diciendo que realmente lo que pensábamos
es que Halimm les había contado una versión errónea de la realidad, y que se
habían centrado exclusivamente en esa línea de investigación cuando hay
fuentes y datos que apuntaban más a la hipótesis de la fuga forzada que a la
de la voluntariedad.
Esto generó una gran discusión. Estábamos seguras que lo de la droga era
una excusa que había creado Halimm para torcer la investigación, y lo que
más nos sorprendía es que hubieran caído en su manipulación.
Ante la desconfianza constante y las malas formas de Tomás llamamos a
Luis Antonio, y en presencia de él, le comentamos las características del
caso. Tras una larga conversación telefónica, nos dio permiso para hacer una
autopsia psicológica del caso.
−Ah, vale. Lo que hacéis otras veces cuando muere alguien en
circunstancias raras? −preguntó Mario.
−Buena memoria. Así es. Tomás, después de escuchar con mucha
atención y respeto la conversación, estaba acojonado por si le pudiera caer
algún chorreo o correctivo de su Capitán. Y empezó a decir que tenían
muchas investigaciones abiertas más al mismo tiempo, que no tenía gente
suficiente y, bla bla bla. También quiso añadir y reconoció avergonzadamente
que probablemente tendríamos razón en la hipótesis que habíamos remarcado
en la reunión. Tras esto, afirmó que pediría autorización judicial para
intervenir las comunicaciones de Halimm.
−A buenas horas se lo empezó a tomar en serio −añadió Mario.
Justo cuando estábamos despidiéndonos, Tomas recibió un aviso urgente
en el walkie de la Unidad, diciendo que se dirigiera a un punto particular que
había aparecido el cuerpo sin vida de una mujer, envuelto en una alfombra,
en la cantera de Arucas, por lo que apresuradamente nos dividimos en coches
patrulla y, como en comitiva, fuimos todos apresuradamente para allá.
−¿Era ella? −preguntó Mario, que estaba bebiendo un trago de cerveza y
se le cayeron unas gotas de la emoción−. ¿Qué paso? −insistió.
Fuimos a la cantera donde estaba el cuerpo de Gabriela con claros signos
de muerte por asfixia, ya en proceso de descomposición.
−Joder Julia, pobre mujer. ¿La llegaste a ver? ¿Quién la identificó?
−preguntaba incesante Mario
−Su tía Marga, quien no dio crédito a lo que se encontró. Tenías que ver
la escena. No hay psicólogo que apacigüe tal reacción. Es increíble lo que
tenemos que ver cada día en este trabajo. No está pagado.
−Ya lo sé cariño, y ¿el Cabo Tomás? ¿Qué dijo?
Al llegar, ordenó a sus guardias subir con él al auto con la intención de
detener al presunto autor en su casa −dijo Julia haciendo entrecomillando con
las manos a sus palabras−. Que ahora sí estaba seguro que era Halimm.
Montó su arma por si fuese necesario. Rosa y yo seguimos al pelotón. Al
llegar a la vivienda sólo encontramos a los niños, quienes asustados por el
revuelo, solo pudieron decir que su padre estaba muy nervioso y con una
pequeña maleta se había ido hacía un rato.
Inspeccionamos la casa encontrando un ordenador donde los agentes
hallaron varios correos electrónicos en árabe y la reserva de un billete de
avión. El vuelo era GJM 7733 de EASYJET. Hora de despegue 20:55 de ese
mismo día. Origen Las Palmas de Gran Canaria y destino Ámsterdam,
Schipol.
−Y ¿cómo que te acuerdas? −preguntó Mario.
−Me lo sé de memoria porque es importante para lo que te voy a contar
−contestó Julia incorporándose del sofá y representando con gestos lo que
había vivido.
−¡Cagando leches para el aeropuerto! −gritó el cabo Tomás. Eran casi las
ocho de la tarde.
−¡Hijo de puta!, ¡Cómo me ha engañado! −exclamaba Tomás
constantemente dirigiéndose a nosotras, acelerando con el pie derecho el
vehículo mientras volvía a preparar su arma y activaba las luces del coche
oficial. Fue un verdadero capítulo de una serie policial, recordaba Julia.
−¡Corre que se nos escapa! −le gritaba y cogía el móvil para llamar al
aeropuerto y prohibir el despegue de ese vuelo para retener a los pasajeros.
Tomás agarraba el volante plenamente consciente de su error, y como si
le fuera la vida en ello, iba derrapando por las calles de la ciudad. Eran ya las
ocho y cuarto, el tiempo jugaba en nuestra contra.
Rosa y otro compañero se desviaron para recoger a un traductor de árabe
al mismo tiempo, y una vez con él, los tres se fueron pitando al aeropuerto.
Mientras, el agente de audios se quedaba bajo la orden de avisar
urgentemente en el caso de que Halimm le diese por hacer alguna llamada.
Durante el trayecto al aeropuerto, tradujeron los emails encontrados en el
ordenador. Halimm pedía ayuda a varios destinatarios de nombre árabe,
informando que algo gordo le había pasado, sin mencionar nada más. Sólo
hubo un email de respuesta que encontraron en la carpeta de papelera de
reciclaje, escrito en un dialecto árabe bereber no convencional, de un tal
Salem que vivía cerca de Paris, pero que el intérprete no supo traducir.
A las veinte horas Halimm hizo una llamada, y el guardia encargado de
ello rápidamente conectó el altavoz por la línea creada en los walkies de este
dispositivo policial.
El intérprete, inmediatamente empezó a traducir la conversación:
−«Salam ma le cum» ¿Me escuchas bien? −preguntó Halimm en árabe
convencional.
−«Malecum salam». Te escucho. Cuéntame.
−Estoy en la escalera del avión, en breve te tendré que colgar. Hay mucha
gente, hay un hombre que me mira más de lo normal. ¿Hay alguien para
recogerme en la terminal?
−Sí, alguien estará allí, cuéntame qué ha pasado.
−Ha pasado algo muy grande, te lo voy a contar.
De repente el intérprete se quedó en silencio y dejó de traducir. Todos
estaban esperando la confesión traducida al castellano, era justo lo que
necesitaban para ponerlo directamente a disposición judicial. Y Rosa de
repente gritó:
− ¡Joder!, ¿Qué pasa?, ¿Por qué no hablas?
−Mi, no entender más. Ha empezado a hablar en un dialecto que no
entiendo
−¡No jodas! ¡Me cago en la puta! −gritó enfurecida Rosa.
Cuando Tomás y yo llegamos a la puerta de embarque, dos agentes del
aeropuerto nos estaban esperando, nos dijeron que habían comunicado a los
pasajeros de un breve retraso en el despegue a causa de unos pequeños
problemas técnicos en el avión. También nos informaron que la compañía
había confirmado, efectivamente, que Halimm Habib Ássad había comprado
un billete para ese vuelo, pero que no tenían constancia ni registro de que
hubiera llegado a embarcar en el avión. Pero Tomás y yo subimos corriendo
al avión a través de la pasarela de acceso, revisando uno a uno los asientos, el
lavabo, la cabina y hasta la bodega de equipaje. Allí, perplejos, nos dimos
cuenta que no había rastro de Halimm.
−Julia, ¿cómo vais? ¿Habéis podido acceder al avión ya? −me preguntó
Rosa por el walkie mientras aparcaban el coche en la puerta principal de la
terminal.
Yo no pude decir nada, intentando recuperar el aliento perdido, no sólo
por la carrera y el registro del avión, sino también al comprobar que Halimm
nos había vuelto a engañar. Estaba agotada, exhausta, cabreada y muy
decepcionada por todo lo acontecido. Miré mi reloj, eran ya las nueve de la
noche.
En ese momento, los guardias del aeropuerto recibieron una llamada
informándoles de que un tal Halimm Habib Ássad aparecía en el listado de
pasajeros de un avión destino a Charles de Gaulle, Paris, que según sus datos
había aterrizado con éxito hacía exactamente media hora, a las ocho y media
de la tarde.
Cuando narré a Rosa todo lo sucedido, ésta entró en cólera, no se controló
y fue directa a por Tomás, a quien se encaró recalcando y reprochando su
nula operatividad policial.
−¡Ves, se ha escapado ese cabrón! ¿Qué pruebas necesitabas más?
−No voy a permitir que vengáis a decirme cómo tengo que hacer mi
trabajo −dijo Tomás intentando salvar el tipo, sintiéndose más impotente de
lo que Rosa y yo nos podíamos imaginar−. Se ha escapado y punto. Nos la ha
metido doblada con la pista falsa del billete a Ámsterdam.
−Eso es lo que pasa cuando no se hacen las cosas bien y se regala tiempo
para pensar a un potencial criminal −continuó Rosa visiblemente alterada.
−Os faltan cojones para echarme la culpa sin tapujos a la cara. Estoy
harto de vosotras dos, Godas. ¿Tenéis idea de la cantidad de desaparecidos
que en esta isla hay semanalmente ? Es inútil comparar nuestras cifras. Aquí
no funcionamos igual que en península.
−Eso ni lo dudes −apuntilló Rosa.
−Os creéis muy listas, pero con el billete a Ámsterdam, nos ha engañado
a todos. También a vosotras. Id corriendo a esconderos en el pantalón de
vuestro jefe −dijo con sarcasmo.
−A ti lo que te pasa es que te molesta que seamos nosotras las que
llevemos el pantalón. Es cierto, si, nos ha engañado una vez, pero a ti con
esta van dos, y eso, sí es culpa tuya, pedazo de neandertal−le soltó enfurecida
Rosa.
−¡Jodeeeer Tomás, vale ya! No se hubiera escapado a Francia si le
hubieras detenido cuando te lo dijimos −dije apoyando mis manos en la zona
lumbar de la espalda, aún compensado el esfuerzo de haber corrido casi dos
mil metros lisos por los rincones de la terminal.
−¡Que cabrón Halimm! Me faltan vocablos para expresar su frialdad
−dijo Mario al terminar de escuchar la narración de Julia−. Espero que pronto
lo cojan los franceses y se pudra en la cárcel. Ahora debes descansar, tienes
que estar agotada, rendida por el exceso de emociones, mi amor.
−Mario, voy a darme una ducha. Por cierto tengo que decirte algo…
Mario sospechó por la tonalidad en su voz, que había algo que no le había
contado y sabía que no le iba a gustar, y se lo había guardado, quizá porque
aún no había encontrado el momento adecuado para decírselo. Y así era.
Julia rehuyó la mirada de Mario, cuando intentó explicarle que tenía que
volver a irse, que su avión salía en apenas tres horas hacia París. Se había
solicitado a través de INTERPOL la colaboración de las Autoridades
Policiales de Francia para la localización y de esta manera dar cumplimiento
a una orden europea de detención. No puedo fallar ahora. Debo ir a esa
detención.
Mario no dijo nada, apretó sus puños y miró cómo Julia se desnudaba. No
supo bien si era el vaho del agua caliente de la ducha o las lágrimas en sus
ojos lo que empezó a hacer borrosa la silueta del cuerpo desnudo de Julia,
que siguió hablando y justificándose bajo la ducha diciendo que era
imposible no ir, que no se podía dejar plantada a la INTERPOL, que ella era
una de las investigadoras principales y que posiblemente este caso le llevaría
a un reconocimiento ejemplar dentro de la Institución.
Mario no la escuchó.
La larga ducha de Julia empañó todo el espejo del baño. Se puso su
albornoz blanco de algodón y se colocó una toalla a modo de turbante en la
cabeza. Salió del baño secándose con la toalla el pelo mientras iba al
dormitorio buscando en su mesilla un conjunto de ropa interior limpia.
El silencio absoluto de la casa llamó su atención inquietándola como un
mal presagio. Fue en busca de Mario mirando en todas las habitaciones y
rincones de la casa. Mario no estaba, se había ido, y se había llevado a Oliver
con él. Encontró una nota sujeta con un imán en la nevera donde se leía:
«Necesito coger aire y reflexionar. Amar y ser amado, es lo único que
ansiaba yo. Haz lo que tengas que hacer. Oliver y yo estaremos bien. Mario».
Julia, desencajada, corrió a por su móvil. Los nervios hicieron que le
costara acertar con las teclas para llamarle, consiguiéndolo al segundo y
desesperado intento sin el éxito que necesitaba encontrar: «El teléfono móvil
al que llama está pagado o fuera de cobertura en este momento».
***
Julia miraba a, través de la ventana, cómo las luces de la ciudad de
Madrid se iban haciendo más y más pequeñas a medida que el avión tomaba
altura surcando la tiniebla de la noche y desafiando un nuevo día. La noche
más negra que jamás había visto…

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