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Existo, luego pienso: los primates y la evolución de


la inteligencia humana. (F. Guillén-Salazar, Ed.)
Pp: 29-46. Madrid: Ateles Editores. 2005.

CAPÍTULO 1

La evolución de la inteligencia humana:


una larga historia de 4.000 millones de años

Federico Guillén-Salazar*

Compartimos el planeta con animales pensantes. Cada


especie, con su mente única, dotada por la naturaleza y
moldeada por la evolución, es capaz de enfrentarse a los
desafíos más importantes que le presenta el mundo físi-
co y psíquico. Aunque la mente humana deje una huella
característica y diferente en el planeta, ciertamente, no
estamos solos en el proceso.
Hauser (2002).

REGRESO AL PASADO

Los humanos somos unos seres ciertamente sorprendentes. De entre nuestras mu-
chas extravagancias, destaca la tendencia casi obsesiva que tenemos por conceder la
calificación de “normalidad” a las características que configuran nuestro entorno más
inmediato. Pensemos por unos instantes en el tamaño corporal, una de nuestras carac-
terísticas físicas más fáciles de observar y cuantificar. Es posible que el lector de este
capítulo vea como algo “natural” el hecho de que el tamaño de hombres y mujeres sea,
por término medio, diferente. En efecto, los hombres suelen poseer un 10% más de
biomasa corporal que las mujeres. No se trata de una característica sometida a varia-
ciones culturales ni a otras circunstancias ambientales. Incluso en aquellas sociedades

*
Datos de contacto: Unidad de Etología y Bienestar Animal. Facultad de Ciencias Experimentales y de la Salud.
Universidad Cardenal Herrera. E-46113 Moncada (Valencia). (fguillen@uch.ceu.es)

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en las que se han producido aumentos recientes de estatura, la proporción de los tama-
ños medios de hombres y mujeres se ha mantenido estable.
Sin embargo, por muy “normal” que nos parezca la existencia de este dimorfismo
sexual en nuestro tamaño corporal, las cosas podrían haber sido de otra forma. No
existe ningún motivo teórico que nos impida imaginar una sociedad humana en la que
hombres y mujeres compartieran un mismo tamaño corporal o en la que, por el con-
trario, las diferencias entre ambos sexos estuvieran todavía más acentuadas. De hecho,
en la actualidad es posible encontrar ejemplos de este amplio rango de variación entre
nuestros parientes filogenéticamente más próximos (tabla 1). Por ejemplo, los chim-
pancés (Pan troglodytes) y los bonobos (Pan paniscus) presentan un dimorfismo se-
xual en el tamaño corporal muy similar al nuestro. Por su parte, los machos de gorilas
(Gorilla gorilla) y orangutanes (Pongo pygmaeus) suelen ser mucho mayores que las
hembras, llegando a alcanzar hasta un 50% más de biomasa. A diferencia de ellos, ma-
chos y hembras de gibones (Hylobates spp.) son indistinguibles en su tamaño corpo-
ral. Por supuesto, las hembras de nuestra especie también podrían haber sido de mayor
tamaño que los machos, tal como suele ocurrir entre los anfibios y los arácnidos.

Tabla 1. El dimorfismo sexual en el tamaño corporal entre las especies vivas de Hominoidea (Toma-
do de Leigh y Shea, 1995).

Peso de la Peso del


Especie hembra (kg) macho (kg) Macho/Hembra
Hylobates lar agilis 5.41 5.81 1.07
Hylobates lar albibaris 6.30 5.72 0.91
Hylobates lar meulleri 5.76 5.70 1.01
Hylobates lar carpenteri 5.70 5.30 1.08
Hylobates hoolock 6.48 6.93 1.07
Hylobates syndactylus 10.6 10.9 1.03
Pongo pygmaeus (Borneo) 38.7 86.3 2.23
Pongo pygmaeus (Sumatra) 38.3 86.2 2.23
Gorilla gorilla gorilla 71.5 169.5 2.37
Gorilla gorilla beringei 97.7 159.2 1.63
Gorilla gorilla graueri 80.0 175.2 2.19
Pan paniscus 33.2 45.0 1.36
Pan troglodytes troglodytes 47.4 60.0 1.27
Pan troglodytes schweinfurthii 33.2 43.0 1.29
Pan troglodytes verus - - -

Este mismo razonamiento podría ser aplicado a cualquiera de las características que
integran el fenotipo humano actual, incluida nuestra propia inteligencia. Imaginemos
la siguiente escena. Un niño se encuentra sentado sobre un sofá a punto de desenvol-

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ver una tableta de chocolate. Su madre entra repentinamente en la sala y le pide que
vaya al supermercado. El niño comprende que no es el mejor momento para saborear
su golosina y decide esconderla bajo el sofá antes de abandonar la habitación. Unos
minutos más tarde entra su hermanita en busca de un oso de peluche extraviado. Tras
revolver todos los rincones de la sala, la niña descubre la tableta de chocolate. En pre-
visión de que pudiera aparecer inesperadamente su legítimo propietario, esconde su
botín en una estantería y sale de la habitación. La última escena de esta historia nos
muestra al niño entrando de nuevo en la sala dispuesto a comerse su tableta de choco-
late. ¿Dónde la buscará? La pregunta no parece entrañar mucha dificultad: ¡es obvio
que la buscará bajo el sofá! Sin embargo, y pese a su aparente sencillez, dar una res-
puesta correcta a esta pregunta exige la realización de una extraordinaria proeza men-
tal: comprender las intenciones y las creencias del niño y utilizar esta información para
predecir su comportamiento (Zimmer, 2003).
Esta habilidad para “leer” en las mentes de los demás es extremadamente importan-
te para entender el comportamiento humano, ya que parece estar en la base de fenó-
menos tan cotidianos como la empatía, la decepción, el engaño, la enseñanza, el
lenguaje, la propaganda y otras cosas por el estilo (Carruthers y Smith, 1996; Pinker,
1997; Baron-Cohen et al., 2000; Zimmer, 2003; Saxe et al., 2004). La habilidad para
inferir lo que otros creen, perciben y desean surge en cada uno de nosotros de una ma-
nera tan natural y espontánea que tendemos a considerarla como una parte integrante
de la inteligencia misma. Sin embargo, se trata de una capacidad tan extraordinaria co-
mo escasa en la naturaleza (Baron-Cohen et al., 1985; Povinelli y Preuss, 1995; Povi-
nelli, 1996; Tomasello y Call, 1997; Zimmer, 2003). En efecto, de todas las especies
de seres vivos que existen sobre la Tierra, sólo los humanos parecen tener lo que los
investigadores llaman una “teoría de la mente” –un término acuñado por los psicólo-
gos David Premack y Guy Woodruff en el año 1978.
Nuestra habilidad para inferir los pensamientos de las personas que nos rodean es
sólo una más de las características de la inteligencia humana cuya existencia tendemos
a considerar como absolutamente “normal”. Esta tendencia queda claramente refleja-
da en la industria cinematográfica. Los guionistas de Hollywood llevan décadas recre-
ando toda una fauna de seres extraterrestres obsesionados en unas ocasiones por salvar
a la humanidad y en otras por destruirla. Aunque las características estructurales y fun-
cionales de estos seres resultan claramente reconocibles en la biodiversidad terrestre,
lo que de verdad sorprende y decepciona al zoólogo cinéfilo es su absoluta falta de
imaginación a la hora de recrear la “inteligencia” de estos invasores procedentes de
otros mundos. Y es que todos ellos perciben, sienten y razonan de una manera sospe-
chosamente humana. Incluso son capaces de inferir los pensamientos de los humanos
con los que se encuentran –es decir, poseen una “teoría de la mente” en el sentido de-
finido por Premack y Woodruf–. Ciertamente, los humanos tenemos serias dificulta-
des para imaginar cómo sería “pensar” con unas capacidades cognitivas diferentes de las

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nuestras. Quizá sea ése el motivo de que no podamos mirar fijamente a los ojos de un
animal sin preguntarnos qué estará pensando.
Sin embargo, la variabilidad observada en las capacidades cognitivas de las restantes
especies animales con las que compartimos nuestra vida en este planeta debería darnos
una idea del enorme número de formas diferentes que podría haber adoptado la inteligen-
cia humana. Murciélagos que utilizan un biosónar para evitar los obstáculos y cazar las
presas en la oscuridad (Neuweiler, 1990; Simmons y Young, 1999), insectos sociales que
toman decisiones colectivas complejas siguiendo reglas simples basadas en información
local (Visscher y Camazine, 1999; Shouse, 2002), aves que almacenan decenas de miles
de semillas en diversos lugares en las épocas de abundancia y vuelven más tarde a estos
escondites cuando el alimento escasea (Shettleworth, 1995), o tortugas que encuentran
una isla de apenas ocho kilómetros de longitud tras realizar una migración de miles de ki-
lómetros por el océano (Chelazzi, 1992), son sólo algunas de las sofisticaciones cogniti-
vas con las que nos sorprende cada día el mundo animal. Con ello no estoy sugiriendo al
lector que trate de imaginar cómo seríamos los seres humanos si estuviéramos dotados de
tales capacidades. Sólo deseo que tome conciencia de que la inteligencia humana –o me-
jor, las capacidades cognitivas que conforman dicha inteligencia– podía haberse presen-
tado bajo cualquiera de las formas que han desarrollado otros seres vivos.
Pero, ¿a qué obedece el hecho de que cada especie animal, incluida la especie hu-
mana, tenga sus propias capacidades cognitivas y no otras? O, dicho de otra forma,
¿cuál puede haber sido la causa de la enorme variedad de “inteligencias” observada en
la naturaleza? Como vemos, una cosa es describir cuáles son las adaptaciones que con-
figuran a un ser vivo y otra muy distinta explicar el motivo de su existencia. Para res-
ponder a este segundo tipo de cuestiones debemos recurrir necesariamente a
explicaciones de carácter histórico. Utilizando un símil geopolítico, resultaría difícil
comprender la causa de que América del Sur esté dividida en un área oriental de in-
fluencia portuguesa y otra occidental de influencia española si no se tuviera en cuen-
ta la repartición territorial realizada en el año 1494 como consecuencia del tratado de
Tordesillas (Barraclough, 1994). De la misma forma que el conocimiento de la histo-
ria nos permite comprender la distribución de las fronteras políticas actuales, también
el conocimiento de la historia evolutiva de nuestra especie resulta imprescindible pa-
ra comprender el origen de nuestras adaptaciones, incluida nuestra propia inteligencia.
Conviene que analicemos con mayor detalle esta última afirmación.
Cada vez que nos vemos reflejados en un espejo tenemos la oportunidad de contem-
plar nada menos que el producto de 4.000 millones de años de evolución biológica. En
efecto, cada uno de nosotros es el representante moderno de un linaje evolutivo que se
extiende a través de una secuencia ininterrumpida de generaciones desde el momento
presente hasta los orígenes de la vida en este planeta. Aunque no sea una idea que ne-
cesitemos recordar cada mañana después de levantarnos, resulta interesante discutir al-
gunas de sus implicaciones. Una de las primeras y más evidentes se refiere al origen

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de nuestras adaptaciones. Tal como nos enseña la Teoría Evolutiva, las poblaciones
humanas actuales están dominadas numéricamente por aquellas características fenotí-
picas heredables que aportaron la mayor capacidad de reproducción a sus poseedores
en las pasadas generaciones (Ruse, 1986; Freeman y Herron, 2001; Gould, 2002). Por
ello, podemos suponer que el conjunto de características estructurales y funcionales
que configuran el fenotipo de las poblaciones humanas actuales es el resultado de un
largo proceso de adición y transformación de adaptaciones ocurrido, generación tras
generación, a lo largo de la evolución de nuestro linaje (Baker y Bellis, 1995; Guillén-
Salazar y Pons-Salvador, 2002).
Con seguridad, el siguiente ejemplo ayudará al lector a entender mejor la idea que
trato de transmitirle. Imaginemos que un amigo acaba de regresar de un largo viaje de
exploración a través de una región deshabitada. Mientras le ayudamos a deshacer su
equipaje, ante nosotros comienzan a surgir diversos objetos cuyo origen y utilidad re-
sultan difíciles de interpretar. Nuestro amigo, percatándose de la situación, trata de ex-
plicarnos el motivo de tan extraño material. Nos dice que, en el transcurso de su viaje,
se vio obligado a modificar muchas de las herramientas con las que partió. En unos
casos, las transformaciones estuvieron destinadas a mejorar su eficacia. En otros, los
objetos eran transformados de manera que pudieran desempeñar nuevas funciones pa-
ra las que no habían sido diseñados originalmente. Por último, algunos de los instru-
mentos fueron construidos a partir de materiales encontrados directamente sobre el
terreno con el fin de responder a necesidades no previstas en el momento de la parti-
da. Tal sería el caso, por ejemplo, del encendedor de sílex construido cuando se aca-
baron las cerillas. Con independencia de cuáles fueron los motivos que llevaron a
dichas transformaciones, lo cierto es que, a medida que la exploración avanzaba, los
objetos presentes en el equipaje iban perdiendo poco a poco sus características origi-
nales y adaptándose a las nuevas necesidades a medida que éstas surgían.
También nuestra inteligencia puede ser interpretada como una “mochila” llena de
herramientas. De la misma forma que las necesidades surgidas a lo largo del viaje mo-
dificaron los objetos que integran el equipaje del explorador, también nuestros antepa-
sados tuvieron que enfrentarse a problemas de supervivencia que fueron moldeando su
“equipaje” cognitivo. Fruto de este proceso, nuestros cerebros se encuentran diseñados
para ayudarnos a encontrar comida, evitar convertirnos en la comida de otros, aprender
de la experiencia, recordar dónde está nuestra casa, elegir pareja, cuidar de nuestros hi-
jos, comunicarnos, hacer amigos, evitar a los enemigos y muchas otras cosas más
(Byrne, 1995; Pinker, 1997; Buss, 1999; Hauser, 2000). Algunas de las herramientas
cognitivas que nos permiten realizar estas proezas cotidianas se encuentran presentes
también en otros muchos grupos zoológicos. Otras, en cambio, son el resultado de una
historia evolutiva independiente enfrentada a problemas ecológicos y sociales particu-
lares. Tal como describe Marc Hauser en su excelente libro divulgativo Mentes salvajes,
los humanos somos capaces de reconocer a cientos de personas por el rostro, una

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habilidad de la que carecen los insectos sociales (Hauser, 2000). A diferencia de lo que
ocurre con las abejas o las hormigas, para nosotros el rostro es un objeto especial, ya
que tiene una configuración única de rasgos y, todavía más importante, representa una
ventana decisiva para conocer la identidad, las creencias y los sentimientos de cada per-
sona. En consecuencia, los seres humanos tenemos un cerebro que ha evolucionado de
forma especial para procesar la información procedente de las caras (Zimmer, 2003; Sa-
xe et al., 2004; Fogassi et al., 2005; Nakahara y Miyashita, 2005).
El argumento que acabo de desarrollar representa la idea fundamental de este capítulo
–y también la de este libro–: nuestra inteligencia, como el resto de nuestras característi-
cas estructurales y funcionales, es el resultado directo del profundo efecto moldeador que
las presiones de selección ejercieron sobre el organismo de nuestros antepasados. A lo lar-
go de la historia de la vida, se han producido millones de ramificaciones del árbol evolu-
tivo a medida que las poblaciones se dividían y divergían hasta convertirse en especies
diferentes (Freeman y Herron, 2001). Una de estas ramas –y sólo una– dio lugar a la es-
pecie humana a la que usted y yo pertenecemos. Por ello, si queremos comprender cuál
es la causa de que seamos conscientes de nuestras propias acciones y deseos, de dónde
procede nuestra apetencia por los sabores dulces o por qué tenemos manos con cinco de-
dos y ojos que nos permiten ver un mundo teñido de colores, necesitamos emprender un
viaje hacia el pasado con el fin de encontrar el momento evolutivo en el que surgieron
nuestras adaptaciones y tratar de comprender cuáles fueron las presiones de selección que
favorecieron su aparición y modificación posterior. Pero antes debemos profundizar un
poco más en nuestro conocimiento de la evolución biológica. Lo que resta de este capítu-
lo estará dedicado a esbozar una breve reflexión sobre el mecanismo de la selección na-
tural, uno de los principales motores del cambio evolutivo (Ridley, 1993; Futuyma, 1998;
Freeman y Herron, 2001). Sin duda, se trata de una introducción teórica que facilitará la
comprensión de los argumentos aportados en los restantes capítulos de este libro.

EL CONCEPTO DE EVOLUCIÓN BIOLÓGICA

Pese a los esfuerzos de científicos, médicos y curanderos de todo tipo, los seres hu-
manos seguimos sin ser inmortales. Se trata de una característica que compartimos con
el resto de los organismos vivos de este planeta. Con seguridad, existen buenas razo-
nes para que esto sea así. Quizá una de ellas sea la posibilidad de eliminar un viejo ge-
noma cargado con las mutaciones generadas a lo largo de la vida del individuo por la
acción de un sinfín de circunstancias ambientales –p. ej., la incidencia de radiaciones
ionizantes tanto terrestres como extraterrestres, la acumulación de metales pesados
procedentes del entorno, la generación de sustancias tóxicas derivadas del propio me-
tabolismo celular, etc.– y que, en último término, acaban dificultando la correcta co-
ordinación de las funciones vitales del organismo. También se ha esgrimido como un

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beneficio de la mortalidad la posibilidad de crear formas de resistencia que permitan


mantener la vida en un estado “latente” cuando las condiciones ambientales se vuelven
particularmente difíciles (Halliday, 1994). Tal sería el caso, por ejemplo, de las semillas
que producen algunas plantas acuáticas cuando comienza a desecarse la charca en la que
viven o de los huevos puestos por los pulgones cuando se acerca el invierno.
Con independencia de cuáles hayan sido las causas de esta ausencia de inmortalidad,
lo cierto es que los seres vivos necesitamos reproducirnos si queremos que nuestros ge-
nomas tengan continuidad en el tiempo. Y es precisamente esta posibilidad de reproduc-
ción la que abre las puertas a la evolución biológica. Fue Charles Darwin quien, a
mediados del siglo XIX, nos hizo pensar por primera vez en esta posibilidad. Aunque la
idea de que los seres vivos han evolucionado a partir de formas predecesoras tiene una
larga historia que se remonta al menos hasta los atomistas griegos, tuvimos que esperar a
la publicación de El Origen de las especies en 1859 para que la evolución pasase de ser
una mera especulación arbitraria a convertirse en un hecho científico bien establecido. En
su libro, Darwin no sólo defendió la idea de la evolución biológica sino que, además, pro-
puso un nuevo mecanismo capaz de explicar la causa de los cambios evolutivos. Dicho
mecanismo, conocido con el nombre de selección natural, sigue estando tan vigente en la
actualidad como entonces (Dennett, 1994; Gould, 2002).
La premisa de la que partió Darwin es sencilla de entender. Por medio de la repro-
ducción, los seres vivos tienen la capacidad potencial de generar cierto número de des-
cendientes. Sin embargo, dado que los recursos que necesita un organismo para
sobrevivir y reproducirse son limitados –p. ej., alimento, refugios, compañeros sexua-
les, etc.–, el número de descendientes al que puede dar lugar un progenitor difícilmen-
te llegará al máximo de su potencial. Ello favorece la aparición de una “lucha por la
existencia” entre los individuos. Aunque esta noción sugiere una competición san-
grienta entre los organismos, en realidad debe entenderse como algo mucho más sutil.
Se trata más bien de un intento por parte de los progenitores por aumentar la presen-
cia de sus descendientes en las generaciones siguientes (ver figura 1). Es decir, los or-
ganismos no luchan para sobrevivir sino que tratan de sobrevivir para poder
reproducirse. Tal como Michael Ruse ha señalado, “no tiene sentido ser Supermán si
la kriptonita ha destruido tus espermatozoides” (Ruse, 1986, p. 19).
Tanto el lector como el autor de este capítulo procedemos de progenitores que tu-
vieron éxito en su reproducción. Lo mismo podríamos decir, por supuesto, de cual-
quiera de los seres vivos con los que compartimos un lugar común en este planeta. Y,
sin embargo, antes dije que no todos los individuos que nacen en el seno de una po-
blación natural llegan a sobrevivir y reproducirse. ¿A qué obedecen estas diferencias
en el “éxito reproductivo” de los individuos? ¿Acaso los ganadores de la lucha por la
reproducción –por definición, los más “aptos”– difieren en alguna medida de los per-
dedores? En principio, ésta parece ser la razón que mejor explica las diferencias en-
contradas en el éxito reproductivo de los individuos. Tal como Darwin apuntó, las

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Figura 1. En una situación en la que los recursos del entorno son limitados, los progenitores de una
generación luchan por incrementar la frecuencia de sus descendientes en las generaciones sucesivas.

poblaciones naturales están compuestas por organismos que varían en sus caracte-
rísticas fenotípicas. El tamaño, el peso, la velocidad, la fortaleza física o la resis-
tencia frente a los parásitos, son sólo algunas de las variaciones naturales que
podemos encontrar entre los miembros de una misma especie. En teoría, cualquier
individuo que presente un rasgo fenotípico capaz de incrementar su habilidad para
sobrevivir y reproducirse, estará aumentando también sus posibilidades de dejar
descendientes fértiles. Así, por ejemplo, el tener unas extremidades algo más lar-
gas que la media puede ayudar a una gacela a escapar más fácilmente de sus pre-
dadores y, con ello, incrementar sus probabilidades de llegar a reproducirse. Por
tanto, sería el efecto acumulativo de esta selección de los individuos más aptos lo
que originaría la evolución de las especies.

EL PROBLEMA DE LA UNIDAD DE SELECCIÓN

Atendiendo a lo dicho en los párrafos anteriores, parece evidente que quien gana o
pierde en la lucha por la supervivencia es el organismo individual. Es decir, la verda-
dera unidad de selección es el individuo y no el grupo (la población o la especie) al

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que éste pertenece. Esta noción, que durante años ha sido uno de los temas más debatidos
de la Teoría Evolutiva, tiene importantes implicaciones. La principal de ellas es que las
adaptaciones de los organismos no prosperarán si no confieren un valor adicional a los in-
dividuos que las portan. Es decir, la selección natural actúa en primer lugar sobre el indi-
viduo y, si una adaptación pretende perpetuarse, deberá tomar ese camino. Así, por muy
valiosa que una característica fenotípica pudiera resultar para un grupo, ésta no se verá se-
leccionada si resulta gravosa para los organismos que la poseen.
De la misma forma que la selección natural puede ser considerada como el motor
de la evolución, la variabilidad fenotípica exhibida por los individuos que integran una
población se puede asimilar al combustible que hace funcionar dicho motor. Sin em-
bargo, para que la selección natural pueda actuar sobre un carácter fenotípico se re-
quiere que las variaciones observadas en el mismo estén basadas, al menos
parcialmente, en variaciones genéticas. En este sentido, conviene recordar que el fe-
notipo que exhibe un organismo es el resultado de la acción de dos variables que ac-
túan de forma simultánea e indisoluble: el genotipo que el organismo hereda de sus
progenitores y el ambiente en el que dicho genotipo se expresa (ver figura 2). Tratar de
separar ambas variables resulta tan absurdo e infructuoso como querer delimitar si el
sonido de un aplauso lo produce la mano derecha o la izquierda. Una cuestión diferen-
te es conocer la influencia que cada una de las manos ejerce sobre las características
del sonido generado durante el aplauso. Surge así el concepto de “heredabilidad”, que
aporta una medida del grado de influencia que los factores genéticos y ambientales tie-
nen sobre las características fenotípicas del organismo. Una heredabilidad del 60% en
un carácter fenotípico determinado significa que el 60% de la variabilidad que mues-
tra dicho carácter entre los individuos de una población se puede explicar como con-
secuencia de la variabilidad genética existente entre los genomas de dichos individuos.
En los seres humanos, por ejemplo, se conoce la heredabilidad de algunos de los ras-
gos de personalidad (tabla 2). Se ha visto que muchas de las variables que integran
nuestra personalidad tienen componentes genéticos medibles cuyos índices de hereda-
bilidad oscilan entre el 40% y el 60%. Ello significa que, por término medio, cerca del
50% de la variabilidad observada en las “personalidades” de los individuos que inte-
gran una población humana se puede explicar como consecuencia de la variabilidad
genética presente en sus genomas (Tellegen et al., 1988).
Por descontado, el motor de la evolución sólo podrá funcionar si se le suministran
constantemente nuevas variaciones. En caso contrario, se alcanzaría rápidamente la
homogeneidad poblacional. ¿De dónde surgen las nuevas variedades? La respuesta de-
be buscarse en las continuas mutaciones que experimenta el material genético de los
seres vivos y del que dependen, en último término, sus diversas funciones vitales. Con
independencia de cuáles sean las causas directas que originen dichas mutaciones, una
cosa es cierta: éstas surgen de forma aleatoria y no como respuesta a las necesidades
concretas de los organismos. Será la selección natural la que se encargue de potenciar

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Figura 2. La acción de la selección natural sobre el fenotipo y el genotipo de los individuos.

Tabla 2. La heredabilidad de algunos de los rasgos de personalidad de los seres humanos (Tomado
de Tellegen et al., 1988).

Rasgo de personalidad Heredabilidad


Bienestar 0.48
Liderazgo 0.54
Apego 0.39
Sociabilidad 0.40
Reacción de estrés 0.53
Alienación 0.45
Agresividad 0.44
Control 0.44
Evitación del dolor 0.55
Tradicionalismo 0.45
Emocionalidad positiva 0.40
Emocionalidad negativa 0.55
Reserva 0.58

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o atenuar la frecuencia de tales mutaciones en las generaciones siguientes. Prueba de


ello sería el hecho de que las nuevas mutaciones surgidas tienen mayores probabilida-
des de reducir la supervivencia de sus portadores que de incrementarla. Aunque Dar-
win todavía ignoraba la naturaleza y las causas de las variaciones orgánicas que
exhiben los individuos de una población, se mostró inexorable en este punto. Casi si-
glo y medio después, los teóricos de la evolución se siguen mostrando tajantes en su
defensa (Ridley, 1993; Futuyma, 1998; Freeman y Herron, 2001).
De lo dicho se puede deducir que, aunque la selección natural actúa directamente
discriminando entre los rasgos fenotípicos de los individuos, en realidad, son los ge-
nes responsables de dichos rasgos los que acaban siendo seleccionados. Ello los con-
vierte en las unidades mínimas sobre las que actuaría la selección natural. Aunque
sutil, esta pequeña puntualización ha llegado a revolucionar nuestra visión actual del
modo en el que actúa la evolución biológica (Keller, 1999; Soler, 2003). De hecho,
hoy en día se tiende a pensar que son los genes, y no los organismos individuales, los
que compiten por aumentar su frecuencia en las generaciones sucesivas. Los indivi-
duos serían, en palabras de Richard Dawkins (1989), meras “máquinas de superviven-
cia” que los genes construyen con el fin de incrementar sus probabilidades de éxito en
la lucha por la reproducción.

EL PAPEL DEL AMBIENTE EN LA SELECCIÓN NATURAL

Hasta el momento hemos centrado toda nuestra atención en el organismo individual


sobre el que actúa la selección natural. Sin embargo, éste es sólo uno de los dos ele-
mentos que integran el gran juego evolutivo. El otro elemento sería el ambiente que
envuelve al organismo. Imaginemos el siguiente ejemplo. Probablemente, todos esta-
ríamos de acuerdo al afirmar que la obesidad puede tener graves consecuencias sobre
la salud de los individuos que la padecen. La acumulación de grasa en los vasos san-
guíneos, la insuficiencia respiratoria o la sobrecarga de las articulaciones son sólo al-
gunos de los riesgos derivados del exceso de peso (Montagne y Broadnax, 2004; Batch
y Baur, 2005). Pero, ¿qué ocurriría si durante un crucero de confraternización entre jó-
venes obesos y delgados se hundiera el barco? ¿Quienes tendrían ahora mayores pro-
babilidades de sobrevivir y, con ello, de llegar a reproducirse? Con toda probabilidad,
la grasa acumulada en el organismo de los individuos obesos les otorgaría importan-
tes ventajas –p. ej., aislamiento térmico, flotabilidad, reservas energéticas, etc.– capa-
ces de incrementar sus probabilidades de supervivencia en este medio acuático. Los
individuos delgados, por el contrario, tendrían serias dificultades para resistir hasta la
llegada del auxilio. De este ejemplo se deduce que las características de los organis-
mos carecen de valor cuando se consideran de forma aislada. En realidad, es el entor-
no del individuo el que determina si dichas características son adaptativas,

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maladaptativas o neutras. Es decir, son las presiones de selección que impone el am-
biente las que hacen que las características de los individuos incrementen o reduzcan
su éxito reproductivo.
Sin embargo, conviene recordar que el ambiente que envuelve a los organismos vi-
vos suele ser lo suficientemente complejo como para que una misma característica
pueda tener a la vez rasgos adaptativos, maladaptativos y neutros. Un buen ejemplo de
ello surge cuando se analiza el comportamiento de canto que realizan los machos de
muchas especies de aves (Slater, 2000). Éstos cantan con el fin de proteger sus terri-
torios frente a la invasión de otros machos rivales. De hecho, la privación experimen-
tal de la capacidad de canto en un macho hace que éste sufra más invasiones en su
territorio. También sabemos que el canto de un macho sirve para atraer a las hembras.
Al menos así parece indicarlo el hecho de que las hembras se acerquen a altavoces que
emiten el canto de los machos. La evidencia empírica reunida en la actualidad sugie-
re que una tercera función del canto de los machos sería la estimulación del sistema
reproductor de las hembras. Estas tres ventajas hacen que el canto pueda ser conside-
rado como adaptativo, ya que ayudaría a incrementar el éxito reproductivo de los ma-
chos que lo exhiben. Pero no hay que olvidar que el canto también puede tener algunos
inconvenientes. Así, un macho que canta durante horas en la copa de un árbol, no só-
lo reduce el tiempo que dedica a su alimentación, sino que, además, es un blanco fá-
cil y atractivo para muchas aves de presa. En este sentido, el canto sería un
comportamiento maladaptativo. La importancia de este argumento estriba en el hecho
de que una misma característica fenotípica, como el canto de un macho, puede produ-
cir a la vez efectos beneficiosos y perjudiciales para el individuo que la exhibe. Sólo
la suma total de dichos efectos permitirá conocer si tal característica es adaptativa, ma-
ladaptativa o neutra para el organismo en cuestión. Una característica fenotípica sólo
se verá seleccionada si, en conjunto, permite incrementar el éxito reproductivo del or-
ganismo que la exhibe.

¿ESTÁ DIRIGIDO EL PROCESO EVOLUTIVO?

Los autores preevolucionistas consideraron las adaptaciones exhibidas por los orga-
nismos vivos como claras evidencias a favor de la existencia de un dios diseñador.
¿Cómo explicar, si no, la perfección anatómica y funcional del ojo de un vertebrado o
la sincronía temporal que caracteriza a las migraciones en masa de muchas aves? El
propio Darwin se vio fascinado por esta aparente perfección en el diseño de los orga-
nismos. Sin embargo, a diferencia de los que abogaban por una intervención divina, él
mantuvo que la selección natural podía explicar por sí misma la adquisición de dicha
perfección. Aquellos organismos que lo hicieron mejor que los demás sobrevivieron y
se reprodujeron. Por muy triviales que fueran las diferencias entre los individuos

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ganadores y perdedores, la enorme cantidad de tiempo disponible hacía posible que la


influencia de tales diferencias se hiciera sentir. La idea de la selección natural también
rompió con la comprensión religiosa de la noción de adaptación orgánica (Ruse,
1986). Vimos en el apartado anterior que la adaptación es algo relativo. No trabaja co-
mo lo haría un ingeniero, diseñando planos previos que garanticen la perfección del
diseño realizado. Por el contrario, su labor se realiza a partir de las características fe-
notípicas disponibles: se remienda lo que se tiene a mano, no se rediseña desde el prin-
cipio. A fin de cuentas, el ojo de un vertebrado, aunque maravilloso, podría haber
tenido un mejor diseño.
La selección natural no busca el funcionamiento perfecto. La calidad de un diseño
sólo tiene valor cuando se comparan simultáneamente varios competidores. De entre
todos los individuos que integran una población, los que mejor se adapten a su entor-
no serán los que cuenten con mayores probabilidades de transmitir sus genes a la si-
guiente generación. De esta forma, los genes que mayores ventajas confieran a sus
portadores incrementarán su presencia en la población y los restantes se harán más es-
casos. Este razonamiento puede plantear paradojas como la siguiente. Imaginemos una
población de primates cuyas hembras tuvieran un tamaño medio de camada de dos crías
por parto. Si la población se encontrara estabilizada, éste sería el número que mejor
permitiría el reemplazamiento de los individuos de dicha población sin que se llega-
ran a agotar los recursos alimenticios de su entorno. En esta situación, cualquier gen
que posibilitara el nacimiento de un mayor número de crías por camada se vería inme-
diatamente favorecido. Así, una mutación capaz de hacer que una hembra tenga cua-
tro crías por camada en lugar de dos incrementaría rápidamente su representación en
la siguiente generación. Esta tendencia se vería acentuada en las generaciones sucesi-
vas incluso aunque su resultado eventual pudiera suponer el colapso total de toda la
población. Sin embargo, existen límites para ello en la naturaleza. Por ejemplo, una
hembra por sí sola no podría alimentar y transportar a cuatro crías de forma simultá-
nea. Es incluso probable que el reparto del esfuerzo reproductivo entre tan elevado nú-
mero de crías comprometiera seriamente la viabilidad de toda la camada. Así,
cualquier intento por sobrepasar el límite de dos crías supondría un derroche energé-
tico que acabaría eliminando selectivamente esta característica fenotípica.
Quedaría una última cuestión por resolver. Parece lógico pensar que cuando el di-
seño de un elemento es funcional no vale la pena cambiarlo. Por ello, durante el pro-
ceso evolutivo, la selección natural debería haber moldeado las sucesivas generaciones
de individuos que integran las líneas filogenéticas adaptándolas cada vez más eficaz-
mente a su entorno. En teoría, este proceso “superadaptativo” podría haber llegado a
colapsar el motor de la evolución. La única condición para ello sería disponer del tiem-
po suficiente, algo que no ha faltado desde el surgimiento de la vida en nuestro plane-
ta. Ocurre, sin embargo, que las presiones de selección que ejercen las variables
ambientales sobre los organismos vivos no son constantes en el tiempo. Por el contrario,

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éstas se encuentran en una continua fluctuación que, por definición, imposibilita la


perfecta adaptación de los organismos a su entorno. No hablo sólo de un descenso
brusco, a escala geológica, de la temperatura o de la cantidad de lluvia caída en una
región. Retomando el ejemplo del canto de las aves, la simple disminución en el nú-
mero de rapaces existentes en una zona debido, por ejemplo, a la propagación de una
enfermedad vírica podría alterar el equilibrio alcanzado en la suma de costes y bene-
ficios derivados del comportamiento de canto y, con ello, permitir la utilización de
nuevas estrategias reproductivas entre los machos de la población. En realidad, cual-
quier modificación adquirida por un individuo en su diseño fenotípico supone un cam-
bio en las condiciones ambientales que experimentan los organismos que lo rodean.
Esto es lo que ocurre, por ejemplo, cuando un predador adquiere una carrera más ve-
loz o cuando una bacteria se hace más resistente al sistema inmunitario de su hospe-
dador. Sea cual sea el motivo que haga fluctuar las presiones de selección que el medio
ambiente impone a los organismos, lo cierto es que los seres vivos deben estar en un
continuo proceso de cambio si no quieren perder el tren de la evolución (Van Valen,
1973; Ridley, 1994). Los seres humanos no somos una excepción. ¿O sí?

EL FUTURO DE LA EVOLUCIÓN HUMANA: UN VIAJE SIN RETORNO

Sentados en un cómodo sillón y con el frigorífico lleno de alimentos, es probable que


más de un lector caiga en la tentación de pensar que, en realidad, el trabajo de la selec-
ción natural como creadora y moldeadora del ser humano es una cosa del pasado. En apa-
riencia, argumentarán, nuestra especie ha conseguido liberarse al fin de las presiones de
selección que durante millones de años actuaron sobre nuestros ancestros condicionando
su forma de ser y de comportarse. ¿Qué hay de verdadero en estos argumentos? ¿Pode-
mos dar por concluida realmente la evolución humana? Lo cierto es que cuando cerca de
1.000 millones de personas en nuestro planeta se acuestan cada noche con hambre y su-
fren los efectos de la desnutrición crónica, la simple idea de que la lucha por la existen-
cia se ha relajado en nuestra especie no pasa de ser una ironía cruel propia de algunos
grupos favorecidos de los países industrializados (Obaid, 2001). De hecho, la atenta ob-
servación de nuestra realidad cotidiana nos muestra con claridad que la selección natural
sigue actuando, hoy como antaño, sobre las poblaciones humanas. Una evidencia espe-
cialmente ilustrativa proviene de las interacciones que mantenemos los seres humanos
con los organismos patógenos. No debemos olvidar que cada año mueren en todo el mun-
do cerca de 50 millones de personas a causa de las más variadas enfermedades infeccio-
sas. Incluso los habitantes de las sociedades más desarrolladas se ven expuestos a la
acción de multitud de factores potencialmente letales de su entorno (p. ej., contaminación
ambiental, pesticidas, hábitos de vida inadecuados, etc.) que generan una fuerte presión
de selección de las combinaciones genéticas más resistentes.

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Si al iniciarse la década de 1980 alguien hubiera planteado la posibilidad de que se


produjeran cambios apreciables en las fronteras políticas europeas, cualquier observa-
dor mínimamente informado habría esbozado una breve sonrisa irónica y estimado la
idea como nada probable. Sin embargo, los acontecimientos vividos a lo largo de di-
cha década como consecuencia del colapso y posterior disolución de la antigua Unión
Soviética superaron ampliamente hasta las predicciones más optimistas. En ciertos
momentos la velocidad de los cambios fue tal que los atlas publicados con las nuevas
fronteras políticas quedaban desfasados en el momento mismo de llegar a la calle. De
este ejemplo se deduce que, mientras existan tensiones sociales e intereses económi-
cos enfrentados, la historia de la geografía política seguirá siendo un proceso en mo-
vimiento. Algo similar ocurre con la evolución biológica de nuestra especie. Mientras
las presiones de selección sigan actuando sobre las poblaciones humanas de manera
que favorezcan la reproducción de unos individuos frente a la de otros, nuestros feno-
tipos seguirán cambiando y desarrollando nuevas adaptaciones adecuadas a las cir-
cunstancias ecológicas de cada momento. Lo único que se requiere para ello es la
existencia de tiempo suficiente. Y, como ya dije, el tiempo es algo que no falta en la his-
toria geológica de nuestro planeta.
Sin embargo, es cierto que el mundo ha cambiado. Los seres humanos ya no vivi-
mos en las bandas de cazadores y recolectores en las que, presumiblemente, se produ-
jo la mayor parte de la evolución reciente de nuestro linaje. El desarrollo del pastoreo
y de la agricultura modificó de forma fundamental el equilibrio que previamente exis-
tía entre los seres humanos y su entorno (Campbell, 1983). Aunque las montañas, los
desiertos y las selvas de nuestro planeta siguen dando refugio a pueblos tribales cuyo
estilo de vida se diferencia muy poco del que llevaron sus antepasados durante mile-
nios (Luling, 1992), la humanidad en su conjunto tiende a ocupar cada vez en mayor
medida un hábitat nuevo y enteramente diferente a cualquier otro de los que existen
en la Tierra. Me estoy refiriendo a la vida en las ciudades. Aunque en ellas los hom-
bres y las mujeres de nuestra especie todavía se enfrentan a los mismos problemas de
supervivencia y reproducción que experimentaron sus antepasados, lo cierto es que las
presiones de selección que surgen en las grandes aglomeraciones urbanas son distin-
tas a las de otros hábitats.
También nuestro mundo social es ahora diferente. Vivimos en complejas organiza-
ciones sociales altamente estructuradas que en nada se parecen a las pequeñas agrupa-
ciones de individuos emparentados en las que se desarrolló el linaje humano durante
los últimos millones de años. Sin embargo, la transición hacia la vida urbana es un fe-
nómeno demasiado reciente como para esperar que se hayan producido cambios gené-
ticos apreciables. Por ello, es muy probable que los seres humanos actuales sigamos
poseyendo muchas de las herramientas cognitivas que utilizaron nuestros antepasados
en las bandas de cazadores y recolectores en las que fue moldeada nuestra inteligen-
cia. En este sentido, todavía están por evaluar muchas de las consecuencias que los

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modernos hábitos de vida derivados de nuestros avances tecnológicos –p. ej., Internet,
simuladores de realidad virtual, telefonía móvil, globalización de las comunicaciones,
etc.– están teniendo sobre el desarrollo de nuestras capacidades cognitivas.
Nada sabemos sobre las presiones de selección a las que se enfrentarán las pobla-
ciones humanas en el futuro. Cualquier especulación en este sentido, aunque atractiva
y estimulante, no sería más que ciencia-ficción. No obstante, podemos tener la segu-
ridad de que los hijos y las hijas de las futuras generaciones procederán, como lo han
hecho siempre, de progenitores que hayan tenido éxito en su reproducción. Atendien-
do a lo dicho en los apartados precedentes, aquellos rasgos fenotípicos heredables ca-
paces de incrementar la habilidad de los individuos para sobrevivir y reproducirse
serán los que mayor representación alcanzarán en las poblaciones humanas del maña-
na. Sin embargo, cabe preguntarse si en el futuro no desearemos ejercer algún tipo de
control sobre nuestra propia evolución, de la misma forma que lo hacemos en la ac-
tualidad con nuestros animales domésticos y plantas cultivadas. Sin duda, nuestro de-
seo de intervención se irá incrementando a medida que vayamos acumulando nuevos
conocimientos biológicos y avances técnicos. Por el momento, todavía estamos per-
feccionando algunas de las herramientas que nos permitirán realizar tales manipula-
ciones. Desconocemos el efecto que estas intervenciones tendrán sobre la evolución
futura del ser humano. En cualquier caso, debemos explorar hasta dónde nos pueden
llevar nuestras viejas herramientas cognitivas y actuar con inteligencia.

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