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Cartas de puño y letra que testimonian el horror y el

dolor
Por Laura Lifschitz

Para Tiempo Argentino – BUENOS AIRES – ARGENTINA

Domingo 16 de agosto de 2010

“Es imposible Sr. Presidente describirle una imagen real de lo que nos tocó
vivir, al abrir las puertas de las salas donde se encontraban los cadáveres,
dado que algunos llevaban más de 30 días de permanecer en depósito sin
ningún tipo de refrigeración, una nube de moscas y el piso cubierto por una
capa de aproximadamente diez centímetros y medio de gusanos y larvas, los
que retirábamos en baldes cargándolos con palas. (…) A pesar de todo esto no
tuvimos ningún tipo de reparos en realizar la tarea ordenada; es de hacer notar
que la mayoría de estos cadáveres eran delincuentes subversivos”. Este relato
corresponde a una carta que un grupo de trabajadores de la morgue judicial de
Córdoba envió el 30 de junio de 1980 al presidente de facto Jorge Rafael
Videla, quien por estos días acaba de festejar sus 85 años de vida. En la carta
reclamaban mejores condiciones de trabajo. La cita aquí reproducida había
sido incluida como ejemplo y correspondía a un operativo a fines del año 1976
mediante el cual se hizo lugar a la orden del Excelentísimo Tribunal Superior de
Justicia de Córdoba de inhumar decenas de cuerpos identificados como NN en
una fosa común en el cementerio de San Vicente.

Esta carta llegó en diciembre de 1983 a manos del equipo de investigación


sobre los crímenes cometidos por la dictadura del por entonces flamante
presidente Raúl Alfonsín. El gobierno militar la había archivado bajo el
membrete “Petición de los sepultureros de Córdoba”. Se trataba de una misiva,
y no de un informe oficial, y ello derivaría en la cesantía laboral de sus
miembros firmantes por “violación al orden de la jerarquía”. Lo cierto es que
era tan poca la importancia dada a esa carpeta que sobrevivió hasta la
democracia, convirtiéndose en un testimonio.

Muchos de los documentos del nefasto periodo iniciado el 24 de marzo de 1976


“desaparecieron” de los organismos oficiales. Por ello, el carácter testimonial
de estos pequeños sucesos posibilitó luego dar inicio a los juicios
correspondientes a quienes en ellas eran sindicados como responsables de
secuestros, robos, torturas y asesinatos. A partir de entonces todo texto
encontrado podía ser útil para incriminar a los genocidas, y la literatura
referencial –género que engloba las cartas, los diarios y la autobiografía-
comenzó a ser, junto con los testimonios de los testigos y sobrevivientes, un
instrumento legal. Más allá de ese papel absolutamente necesario, estas cartas
también constituyen un símbolo, un relato a través del cual se lee la posición
frente a la cual se encontraba buena parte de la población civil durante los
años de plomo de la Argentina. En el caso de esta carta de quienes día a día
cargaban con la muerte ajena, se percibe que éstos no desconocían sino, muy
por el contrario, avalaban los procedimientos llevados a cabo por el bienestar
de la patria, y en ello su labor tomaba el tono del deber: “No tuvimos ningún
tipo de reparos. Eran delincuentes subversivos”. Quizá sin saberlo a ciencia
cierta, aunque cueste pensarlo, los empleados firmantes –Lisandro Maurici,
Francisco Rubén Bossio, Orencio Fontaine, Enrique Zavalía, Alfredo Svoboda, y
José Caro- estaban dando los signos del profundo quiebre en la sociedad
argentina.

El valor de estos relatos es el de dejar por escrito la cotidianidad del abstracto


“Proceso de Reorganización Nacional”. En un texto revelador para la vecina
sociedad chilena el investigador Leónidas Morales publicó una selección de las
cartas de petición que los familiares de víctimas del régimen de Augusto
Pinochet enviaban al genocida pidiendo, la mayor de las veces, clemencia por
sus seres queridos, deshaciéndose en explicaciones sobre la inexistencia de
actividad política de quienes eran buscados. Aún así, existieron casos en que
los remitentes ponían en riesgo su vida con el sólo acto de la palabra,
refiriéndose a la violación de los derechos constitucionales o más aún,
defendiendo la causa política de sus familiares.

Contemporánea a las misivas chilenas, aquí en Buenos Aires, el 24 de junio de


1977 el suboficial mayor (R) Santiago Sabino Cañas enviaba a “Su Excelencia
el Señor Comandante Jefe del Ejército” una carta que llegó a manos de Miguel
Bonasso veinte años después, en la que el gesto de conmiseración estaba, esta
vez, cifrado: "Mi General, apelo a sus sentimientos humanos y cristianos y en
memoria de ese hijo suyo que tenía internado en la Colonia Montes de Oca de
Torres, para que me dé una información sobre el paradero de mi hija Angélica".
Cañas hacía referencia a un hijo del represor que había muerto muy joven y
lejos de su familia, internado en la colonia neuropsiquiátrica en la que el militar
retirado había trabajado en el sector administrativo. Luego de dos años de
espera, Cañas finalmente fue recibido por Videla. Bonasso refirió que, una vez
que se encontraron cara a cara, ambos lloraron. Una suerte de pacto de
silencio se había sellado. Durante veinte años nada se supo de Alejandro
Videla, que padecía oligofrenia. Sin embargo, Cañas no sólo jamás recuperó a
su hija, sino que luego sufrió el secuestro de otro de sus hijos, y los asesinatos
de su esposa y una hija más.

Estas dos cartas de petición constituyen el pequeño gesto que explica cómo
era vivir en dictadura. En palabras de Leónidas Morales, responden a una
lógica: “la del proceso de ruptura de un orden social, jurídico, político, ético”.
Ruptura que a fuerza de cotidianeidad posibilitara la imposición del nuevo
orden.
Las cartas refieren hoy a hechos por los que están siendo juzgados los
represores de la última dictadura. En su momento sólo apelaban a ser
construcciones verbales que, mediadas por estrategias retóricas como la
conmiseración o el sentido del deber –en el caso de los sepultureros-pudieran
eludir a los intermediarios de la cadena de mando para así llegar a su
destinatario final. Además de los hechos concretos que luego fueron materia
de denuncia, estas dos cartas simbolizan, por un lado, la total naturalización de
la violación de los derechos humanos y, por el otro, la absoluta orfandad, por
gracia de esas mismas violaciones, en la que sus redactores se encontraban
desde el punto de vista de sus propios derechos. Nada garantizaba que el
Estado, representado por el Comandante en Jefe del Ejército, se hiciera cargo
de los hechos en ellas referidos. Pero más allá de eso, también son cartas
empapadas de la ideología del destinatario, construidas sobre su propia
identidad como representante de un poder dictatorial.

Estas cartas hablan de ausencias, incluso en la petición de los sepultureros. En


ambas el objetivo de la comunicación fracasó: unos, cesanteados; otros,
sumidos en el silencio de un pacto o de una imposibilidad como la de cualquier
civil entre los años 1976 y 1983. Pero fundamentalmente fueron intenciones
fracasadas porque quienes debieron ser los interlocutores de las mismas
apenas pudieron ser sus objetos: los muertos. Muchos años debieron pasar
para que las cartas fueran exhumadas, junto con los cadáveres. En ese sentido,
estos textos también son cuerpos cuyos huesos nos hablan.

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