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dolor
Por Laura Lifschitz
“Es imposible Sr. Presidente describirle una imagen real de lo que nos tocó
vivir, al abrir las puertas de las salas donde se encontraban los cadáveres,
dado que algunos llevaban más de 30 días de permanecer en depósito sin
ningún tipo de refrigeración, una nube de moscas y el piso cubierto por una
capa de aproximadamente diez centímetros y medio de gusanos y larvas, los
que retirábamos en baldes cargándolos con palas. (…) A pesar de todo esto no
tuvimos ningún tipo de reparos en realizar la tarea ordenada; es de hacer notar
que la mayoría de estos cadáveres eran delincuentes subversivos”. Este relato
corresponde a una carta que un grupo de trabajadores de la morgue judicial de
Córdoba envió el 30 de junio de 1980 al presidente de facto Jorge Rafael
Videla, quien por estos días acaba de festejar sus 85 años de vida. En la carta
reclamaban mejores condiciones de trabajo. La cita aquí reproducida había
sido incluida como ejemplo y correspondía a un operativo a fines del año 1976
mediante el cual se hizo lugar a la orden del Excelentísimo Tribunal Superior de
Justicia de Córdoba de inhumar decenas de cuerpos identificados como NN en
una fosa común en el cementerio de San Vicente.
Estas dos cartas de petición constituyen el pequeño gesto que explica cómo
era vivir en dictadura. En palabras de Leónidas Morales, responden a una
lógica: “la del proceso de ruptura de un orden social, jurídico, político, ético”.
Ruptura que a fuerza de cotidianeidad posibilitara la imposición del nuevo
orden.
Las cartas refieren hoy a hechos por los que están siendo juzgados los
represores de la última dictadura. En su momento sólo apelaban a ser
construcciones verbales que, mediadas por estrategias retóricas como la
conmiseración o el sentido del deber –en el caso de los sepultureros-pudieran
eludir a los intermediarios de la cadena de mando para así llegar a su
destinatario final. Además de los hechos concretos que luego fueron materia
de denuncia, estas dos cartas simbolizan, por un lado, la total naturalización de
la violación de los derechos humanos y, por el otro, la absoluta orfandad, por
gracia de esas mismas violaciones, en la que sus redactores se encontraban
desde el punto de vista de sus propios derechos. Nada garantizaba que el
Estado, representado por el Comandante en Jefe del Ejército, se hiciera cargo
de los hechos en ellas referidos. Pero más allá de eso, también son cartas
empapadas de la ideología del destinatario, construidas sobre su propia
identidad como representante de un poder dictatorial.