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CAPITULO XI
Lo que siguió fue un verdadero torbellino de acción. Aún me cuesta salir de mi asombro, cuando
pienso en la cantidad de cosas que me sucedieron en el curso de los dos últimos días de mi
permanencia en Chile, y cuando trato de discernir cómo conservé la calma necesaria –en medio
de ese caos– para hacer mis va lijas, despachar los últimos informes a Mike, y... pero no me
adelantaré. Vamos por orden, hasta donde ello sea posible dentro del lío que voy a describir.
Amaneció el día de la elección. Tranquilo, con una engañosa calma en la superficie.
Recorrí varios de los lugares donde se estaba votando, y en todos se confirmó esta impresión
externa de paz. Sólo las fuertes guardias militares que custodiaban cada recinto de sufragio
permitían suponer la corriente de violencia que circulaba subterráneamente en el volcánico Chile.
Un silencio extraño prevale cía en las calles del centro. No era ausencia de ruidos, sino que se
escuchaban ruidos distintos de los habituales. Conversaciones con sordina, pasos, carcajadas,
apenas uno que otro vehículo.
En general, los chilenos parecían felices de votar. Entrevisté a unas cuatro o cinco personas de
ambos sexos, y a pesar de mis esfuerzos por sacarles algo respecto a la posibilidad de que
estallara la revolución, todos se mostraron muy hábiles para eludir el punto. Respuestas
características:
–¡Qué va a haber líos! Si este país tiene más paciencia que un cobrador de sastre.
–Ni hable de revolución. No se le vaya a ocurrir a alguien que es buena idea.
–Se equivocó de país, señorita. ¿Por qué no pasa al del lado?
Yo les contestaba con una sonrisa de inteligencia: me daba cuenta de que, en esos momentos,
cualquier palabra imprudente podía costarles cara. Las paredes oyen, y una frase al descuido
puede traicionar un golpe muy bien preparado, o delatar a un opositor hasta ese instante oculto.
Me estremecí de excitación al pensar que, quizá, entre esas personas a quienes abordé había algún
complotado.
A las diez y media de la mañana regresé al hotel para tomar una taza de café –debilidad de
periodista y partir de nuevo a la caza de noticias. No alcancé a caminar sino unas yardas fuera de
la puerta del Carrera.
–¿La señorita Utternut?
Me di vuelta.
–Yo soy –dije.
–Sígame, por favor.
–¿De qué se trata?
–Dirección General de Indios –fue la única, dramática respuesta.
Tuve un sobresalto. Una intuición de fuego me quemó las entrañas. Pensé, sin embargo, que era
preferible obedecer –¡son tan impulsivos los latinos!–, y partí en pos de mi misterioso
***
Para aprovechar mis últimas horas en Chile, me encaminé al Instituto Nacional, donde se
hallaban las mesas receptoras de sufragios, provista de mi cámara. Por todos lados se veían
carabineros, y advertíase cierto clima de agitación entre las electoras. Señoras nerviosas, leyendo
en voz alta párrafos de un librito llamado Reglamento, presidían las Mesas de Mujeres. Por aquí
y por allá complotaban las apoderadas, aumentando la tensión del ambiente.
El señor Erizzando era quien llevaba el mayor número de preferencias, seguido, a pocos pasos,
por el señor Chiche. Políticos de diversos partidos sacaban cuentas misteriosas en los rincones, y
a cada momento, carabineros arenados se acercaban a dispersar los grupos.
Observé en el patio el busto de un precursor de la educación nacional, el profesor Espejo. Recorrí
el antiguo recinto sacando algunas vistas.
Poco a poco se "levantaban" las mesas. A última hora, supongo que por influencia de los pérfidos
jesuitas, tan amigos de meterse en política– se inscribió entre los candidatos un cura, un tal
Zamorano, de la Orden de San Catapilco.
Pero el pueblo sabía a qué atenerse respecto a ellos, y distaba mucho de favorecerles.
Yo me paseaba silenciosa entre las mesas, cuando un ruido sordo se oyó venir como del centro de
la tierra.
–¡Misericordia, misericordia, Señor! –comenzó a gritar una mujer, corriendo hacia la puerta con
el voto en la mano.
Allí fue detenida por carabineros. Los muros se tambaleaban, caían trozos de estuco de las
paredes. Horrorizada por el bombardeo –pues no podía ser otra tosa–, corrí a otra sala, donde la
situación era más o menos similar. Las mujeres bramaban como locas, mientras la tierra se
sacudía en convulsiones atroces.
1
Clave periodística por "su cable no deja" (N. de los TT.) .
***
Ya en el avión –sin atreverme a creer todavía en mi escapatoria– me volví para hacer una seña de
despedida a mi buen señor Catete...
¡Horror! Junto a él estaba el agente de la policía confidencial, el enigmático señor López, que lo
tenía cogido del brazo. Ambos se miraron sonriéndose, me miraron... y Catete alzó la mano en un
gesto jovial... cual si nada ocurriera.
Me emocionó la escena: lo habían sorprendido, y –buenos deportistas los dos– el agente y él se
perdonaban mutuamente. Uno iría a la cárcel, llevado por el otro, pero nada personal existía entre
ellos. ¿Por qué no sonreír? ¿Y por qué no sonreír a la gringa a quien la galantería del agente iba a
permitir escapar a su destino?
Alcé una mano desmayada en respuesta al saludo de ambos, y penetré al avión. Me sentía
traidora a un leal amigo. Amigo. Y, peor, como un amargo reproche, resonaban en mis oídos las
últimas palabras que oyera a ese bravo Catete, el saludo musical y exótico, que me parecía algo
así como el equivalente del aloha de Hawaii:
–Ate a merda, gringa de miéchica.
Enjugué una lágrima y me vo lví hacia la ventanilla, cara al sol y al horizonte.
REVOLUCION EN CHILE
7ª edición
por Sillie Utternut