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CAPITULO X
Me intrigaba saber qué era el huanaco, que tanto temor inspiraba a los habitantes de Santiago.
¿Se trataría acaso –me preguntaba–, de un grupo policíaco especial, por el estilo de los tortolos?
Mientras bebía lenta, fruiciosamente, un Manhattan, vi llegar a John Brutish, al parecer en busca
de un "refuerzo", igual que yo. Le hice señas para que me acompañara, pues deseaba
intercambiar impresiones con alguien.
–Asiento, John. Dígame, ¿qué le parece lo que está ocurriendo?
–Grave –fue el flemático comentario.
Noté la huella de una honda preocupación en su rostro sobrio, habitualmente sereno.
–¿Habrá revolución?
Sonrió una fracción de pulgada, en un típico gesto de ironía británica:
–No la habrá si Hees Wright 1 tiene razón –dijo. Aunque admiraba su sangre fría, yo no estaba en
ánimo de reírme.
–Por favor, explíqueme –le rogué.
–Bueno, ya le he dicho lo más. Todos los candidatos o sus partidarios aseguran que no se dejarán
arrebatar la victoria, lo cual en jerga latina significa que se la arrebatarán (o tratarán de
arrebatársela) a quien la obtenga, y, por otra parte, los estudiantes, que son el clásico elemento
revoltoso de Latinoamérica, han salido a la calle...
–Los he visto –interrumpí–, hace un momento.
–Esos chicos están irritando a la policía. No tardará en haber un lío grande. Probablemente algún
agitador emboscado matará a uno, y culparán a las fuerzas policiales, obteniendo así un mártir y
un pretexto para iniciar la sublevación. ¿Y quién puede saber dónde terminará esto? ¿Recuerda
usted España,
Me estremecí. ¡No iba a recordar!
–Pero –bajé la voz–, ¿usted tiene idea de quién provocará el estallido?
–No. Francamente, creo que puede ser cualquiera. Incluso el gobierno.
–¿El gobierno?
–No grite, Sillie.
–Perdón, es que es tan inusitado...
–Sí. Aunque más en apariencia que en realidad. El gobierno puede decirse que no tiene
candidato.
Ninguno se identifica (ninguno ha querido identificarse) con su línea. ¿Qué tendría, pues, de raro,
que el asunto partiera de allí? Antes que entregar el poder a alguien que lo ha fustigado... y lo han
fustigado a conciencia los cuatro candidatos, sin excepción...
Me quedé pensativa. Mientras John bebía su Tom Collins con una calma inaudita, yo traté de
formarme un panorama de la situación, caótica como era, si bien ya no tanto como me lo
1
Not if Hees Wrigth is rigth. Juego de palabras intraducibles: Hees Wrigth suena en inglés muy parecido a He's
right, "tiene razón" (N. de los TT.).
***
***
El día primero de septiembre, deseosa de alejarme del Gran Santiago, que por las tardes era
bastante bullicioso, me dirigí al Parque Cousiño con el libro de Ernest Simpleton bajo el brazo.
Me senté en un banco desvencijado, con la intención de sumergirme en ese libro maravilloso, alfa
y omega del amante de los países pintorescos y enigmáticos. ¡Qué perspicacia, qué grave e
irónica sut ileza la suya! De pronto, advertí que un niño se había sentado a mi lado.
***
El extraño, imprevisible señor Catete, fue de nuevo a visitarme esa noche, en mi cuarto, cuando
me disponía a acostarme. Le abrí la puerta con el ritual vaso de bicarbonato aún en la mano, y
apenas si pude contener una exclamación de sorpresa. No sabría cómo describir el estado en que
se encontraba Catete, si al borde del quebranto nervioso o lleno de una irritación rayana en el
frenesí.
–La foto –me espetó, sin preámbulos.
–¿Qué foto?
–No me venga con patillas –gruñó–. Sabe perfectamente cuál.
–¡Oh! –murmuré–. ¡Qué tonta soy! Sí, claro, por aquí la tengo.
Y me puse a buscarla.
–Torne asiento –le ofrecí–, y perdóneme que no le entendiera al principio, pero es que me siento
muy cansada y con un sueño que ya no veo.
No se movió.
–Siéntese –insistí.
–Gracias –contestó, ya de mejor talante–. Prefiero así, paradito, no más. Igual que Caupolicán.